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Aquellos días me sentía la mujer más afortunada del mundo. No sabría explicar la sensación. De repente había surgido un cosquilleo constante en mi interior. Sucedió que mi sangre dejó su estado habitual para convertirse en una especie de champán suave. Pequeñas burbujas habían alterado mi tranquila circulación.

En ese estado de semiefervescencia fuimos provocando más encuentros. Yo te silbaba y tú venías. Te inventabas quedadas imposibles. Buscábamos huecos para vernos incluso cuando estábamos trabajando.

Aquel día estaba haciendo un reportaje a esa actriz de piel blanca, ojos verdes y facciones perfectas. Quería mostrar la sensualidad de aquella belleza tan frágil.

Te había mandado un mensaje en el que te decía que la localización era perfecta y que tendríamos que volver a aquel restaurante otro día. Con un toque oriental y un ambiente muy zen, las mesas se distribuían de forma anárquica por todo el local, de modo que nunca tenías al lado a ningún comensal. Esa sensación de privacidad aportaba al lugar una gran intimidad y calidez. Inspiraba confianza. Invitaba a quedarse a disfrutar.

En las fotos también quedó retratada esa atmósfera agradable. Yo intentaba transmitir todo eso en el reportaje de aquella mujer. Su última película la encorsetaba aún más en cierta rigidez y ahora, con la entrevista y la sesión fotográfica, pretendíamos romper con su imagen fría y estereotipada. Y la dinamitamos. Saltó por los aires allí mismo.

Colocamos unos cojines enormes en el suelo, le soltamos su larga melena castaña e hice que se tumbara. Llevaba un vestido negro sofisticado y muy ceñido con unos detalles en verde en la parte superior. Eran lentejuelas que centelleaban según les incidía la luz. Los zapatos eran de infarto, de esos con los que resulta imposible dar un paso salvo que seas una diosa del celuloide. Ella lo era, pero, aun así, preferí que se tumbara.

Tomé varias fotografías en las que en el primer plano aparecían sus pies, uno calzado y otro desnudo. En ese escorzo, las piernas surgían ligeramente separadas, las rodillas apenas se rozaban y la cabeza quedaba apoyada en su brazo.

La postura era perfecta, solo faltaba la mirada. Y entonces se lo dije: «Mírame como si te acabaran de echar el polvo de tu vida». Al principio sonrió e incluso se ruborizó levemente —no teníamos confianza para aquello—, pero después se fue metiendo en el papel. Ese rubor que había aparecido en sus mejillas de manera espontánea y natural nos sirvió de ayuda.

Se humedeció los labios y justo en ese momento me la dio. Hubo muchos intentos, pero me di cuenta perfectamente de que esa era la foto que quería. La boca entreabierta, la lengua acariciando suavemente el labio inferior y los ojos lanzando una mirada que me perdonaba la vida. Aquella mujer acababa de echar el polvo de su vida y yo había capturado el momento.

Tan buena resultó aquella interpretación que he de reconocerte, Manuel, que me excité durante la sesión. Me puse en su piel y por un momento me imaginé tumbada contigo sobre aquellos cojines.

Por eso te mandé un segundo mensaje en el que te daba la dirección exacta del restaurante y te decía: «Si me buscaras ahora, me encontrarías». Cuando llegaste no me lo podía creer. Te habías plantado allí en medio de una sesión de trabajo. Y, claro, viniste a buscarme y me encontraste, como ya te había anunciado. Hicimos un receso para almorzar y entonces fue cuando decidimos hacer nuestro aquel lugar.

Con la mirada nos lo dijimos todo. Una señal y nos metimos en el baño de señoras. El corazón me iba a mil por hora. Solo pensar que alguien nos podía encontrar allí me aterrorizaba, pero aun así entramos. Los servicios estaban al nivel del restaurante. Amplios, muy bien decorados y con una fuente enorme a la entrada que sirvió para amortiguar el ruido de los gemidos que vinieron a continuación.

Entramos en uno de los servicios y, al cerrar la puerta, comprobé que había un espejo en la parte interior. Nada más echar el cerrojo me metiste la mano por debajo de la falda, la subiste hasta el ombligo para encontrar el comienzo de las medias e introdujiste dentro tu mano. Al notar el contacto con tu piel me estremecí. Mis deseos se estaban cumpliendo. El genio de mi lámpara se había plantado allí mismo para hacerlos realidad.

Todavía no nos habíamos besado. Nos mirábamos de cerca y nuestras bocas dejaban salir entrecortado el aire. Manteníamos una distancia de seguridad cada vez menos segura y menos distante. Alargué mi mano y la puse en tu entrepierna. Ahora estábamos en igualdad de condiciones.

Sin pensarlo me lancé a tu boca y allí estabas tú para recibirme. Aquellos besos apasionados nos encendieron aún más. Tu mano siguió buscando zonas nuevas que explorar, mientras con la otra me quitabas la ropa. Cuando al fin me desnudaste, te agachaste y me vi reflejada en el espejo que tenía enfrente. Tú habías desaparecido. Habías ido al encuentro de tus manos. Tu lengua seguía el camino que señalaban tus dedos y yo vi reflejada en aquel espejo la mirada que había captado en la actriz un rato antes. Y de aquel momento también hice una foto.

Me encanta

Mirarle sin que me vea

Observarle mientras está

concentrado, serio, ajeno

Y cuando está de otro modo

Me encanta igual

#microcuento