Epílogo

En un viaje por los yermos encontré un dios

arrodillado que metía las manos en la arena

una y otra vez, cada vez las levantaba

y observaba los granos inertes filtrarse entre sus dedos.

Desmonté de mi agotado caballo, me acerqué

junto a esta aparición y sus manos polvorientas

y observé durante un rato los ciclos de su movimiento,

cuando al fin el dios alzó la vista, en los ojos un ruego.

—¿Dónde —preguntó este dios— están mis hijos?

Los creyentes perdidos

—Pescador

La fuerza acre, después el entumecimiento bendito del humo en sus pulmones, que se liberó poco a poco cuando Scillara se acercó para apoyarse en la barandilla junto a Navaja.

—Pareces muy lejos —dijo ella mientras examinaba los mares interminables.

Él suspiró y después asintió.

—Pensando en ella, ¿verdad? ¿Cómo decías que se llamaba?

—Apsalar.

Scillara sonrió sobre todo para sí, dio otra bocanada y observó salir el humo en un torbellino que le surgía de los orificios de la nariz y los labios fruncidos, tres chorros que se convertían en uno.

—Háblame de ella.

Navaja miró por encima de un hombro, y Scillara, para ser sociable, hizo lo mismo. Barathol estaba en la popa, Chaur sentado casi a los pies del enorme herrero. No se veía por ninguna parte a Iskaral Pust ni a Mogora, seguramente estarían abajo, en el camarote, discutiendo por los misteriosos ingredientes de la cena. La mula negra había desaparecido días antes, era probable que hubiera caído por la borda, aunque Iskaral solo se limitaba a sonreír cuando le preguntaban.

Mappo estaba en la proa, agachado, las rodillas levantadas. Se mecía y lloraba. Llevaba así desde por la mañana y nadie parecía ser capaz de hablar con él para averiguar qué era lo que lo afligía.

Navaja se volvió y se quedó mirando los mares. Scillara hizo lo mismo, encantada, y siguió fumando su pipa.

—Estaba recordando —dijo el daru—. Después de la gran fiesta en Darujhistan hubo otra, más pequeña, para celebrar la retirada de los intereses malazanos… de momento. En fin, fue en la finca de Coll, justo antes de irnos de la ciudad. Dioses del inframundo, parece que fue hace tanto tiempo…

—Acababais de conoceros, entonces.

—Sí. Bueno, había música. Y Apsalar… bailó. —Navaja miró a la mujer—. Su baile fue tan hermoso, todas las conversaciones se detuvieron, todo el mundo la contemplaba. —Navaja sacudió la cabeza—. Yo ni siquiera podía respirar, Scillara…

Y el tuyo es un amor que no morirá.

Está bien.

—Un buen recuerdo, Navaja. Aférrate a él. Yo… yo nunca supe bailar bien, a menos que estuviera borracha o me hubieran ablandado de alguna otra manera.

—¿Echas de menos esos días, Scillara?

—No. Así es más divertido.

—¿Así cómo?

—Bueno, verás, ahora no echo nada de menos. Ni una sola cosa. Es muy… satisfactorio.

—¿Sabes, Scillara? Envidio de verdad tu felicidad.

Ella le sonrió una vez más, un simple gesto para el que necesitó toda su voluntad, toda su fuerza. Así sea.

—Creo… —dijo Navaja—, creo que necesito yacer en tus brazos ahora mismo, Scillara.

Por las razones equivocadas. Pero es lo que hay; en este puñetero mundo del Embozado, merece la pena coger lo que puedas. Todo lo que puedas.

Tres chorros.

En uno.

Karsa Orlong se volvió cuando Samar Dev se acercó y se acomodó a su lado, una galerna fiera se afanaba en pulir la superficie de las olas en el mar; el martilleo contra el casco era incesante, como si unos espíritus impacientes intentaran romper la nave en mil pedazos.

—Bueno, mujer, ¿qué te tiene tan nerviosa?

—Ha ocurrido algo —dijo ella—. Trae, dame un poco de ese manto de piel, estoy congelada.

Él le dio la piel de oso.

—Cógela.

—Bendigo tu martirio, Karsa Orlong.

—Un esfuerzo desperdiciado —respondió él con voz profunda—. No seré mártir de nadie, ni siquiera de los dioses.

—Solo es una forma de hablar, zoquete cabezón. Pero escucha, ha ocurrido algo. Ha habido un asalto. Cientos de guerreros edur y auxiliares letherii. Y otro paladín.

—De esos hay de sobra en esta flota —rezongó Karsa.

—Pero solo regresaron ese paladín y su sirviente. Y un letherii. El resto fue masacrado.

—¿Dónde fue esa batalla? No hemos visto ningún otro barco.

—Por una senda, Karsa Orlong. En cualquier caso, oí el nombre de ese paladín. Y por eso tienes que escucharme. Tenemos que bajarnos de este jodido barco; si en algún momento tenemos tierra a la vista entre este lugar y ese imperio, deberíamos tirarnos por la borda. ¿Dijiste que estaba nerviosa? Te equivocas. Estoy aterrada.

—¿Y quién es ese paladín tan aterrador?

—Se llama Icarium. El asesino…

—¿Cuyo sirviente es un trell?

Samar frunció el ceño.

—No, un gral. ¿Conoces a Icarium? ¿Sabes las horrendas leyendas que lo rodean?

—Yo no sé nada de leyendas, Samar Dev. Pero luchamos una vez, Icarium y yo. Me interrumpieron antes de que pudiera matarlo.

—Karsa…

Pero el toblakai estaba sonriendo.

—Tus palabras me complacen, mujer. Así que me enfrentaré a él de nuevo.

Ella se lo quedó mirando en la penumbra de la bodega, pero no dijo nada.

En otro barco de la flota, Taralack Veed estaba acurrucado en la bodega, de regreso en el casco inclinado y sudoroso; lo sacudían los temblores.

Icarium permanecía junto a él, en pie, y estaba hablando.

—… difícil de entender. Antes, los letherii hablaban de mí con aparente desdén, así que, ¿qué ha cambiado? Ahora veo veneración y esperanza en sus ojos, su deferencia me desconcierta, Taralack Veed.

—Vete —murmuró el gral—. No estoy bien. Déjame.

—Me temo que lo que te aflige no es físico, amigo mío. Por favor, sube a cubierta, respira hondo este aire vivificante, te aliviará, estoy convencido de ello.

—No.

Icarium se agachó poco a poco hasta que sus ojos grises estuvieron al mismo nivel que la mirada beligerante de Taralack.

—Me desperté esta mañana más fresco, más esperanzado que nunca, siento la verdad de esa afirmación. Una calidez, en lo más hondo de mi interior, suave y cordial. Y no ha disminuido desde entonces. No lo comprendo, amigo mío…

—Entonces —dijo el gral con voz áspera, amarga y venenosa—, debo decírtelo una vez más. Quién eres, lo que eres. Debo decírtelo, prepararte para lo que debes hacer. No me dejas alternativa.

—No hace falta —dijo Icarium en tono suave, estiró una mano y la apoyó en el hombro de Taralack Veed.

—¡Idiota! —siseó el gral, y se retorció para desprenderse de aquel roce—. Al contrario que tú —le escupió—, ¡yo recuerdo!

Icarium se irguió y bajó la cabeza para mirar a su viejo amigo.

—No hace falta —dijo otra vez, después le dio la espalda. No lo entiendes.

No hace falta.

Se encontraba en la torre más alta de la fortaleza de Mock, los ojos inexpresivos puestos en el caos de la ciudad. Los barcos de la consejera estaban saliendo del puerto, rumbo a las aguas no iluminadas de la bahía.

A su derecha, a menos de tres zancadas de distancia, estaba la fisura que le daba al otro lado de la plataforma una inclinación alarmante. La grieta era reciente, no más de un año de antigüedad, y bajaba por todo el torreón hasta las bodegas; las reparaciones de los ingenieros parecían esporádicas, bordeando la incompetencia. El viejo corazón del Imperio de Malaz estaba herido y él no esperaba que sobreviviera mucho más.

Tras un rato sintió una presencia tras él, pero no se volvió.

—Emperador —dijo en su voz queda—, ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

El susurro de Tronosombrío le llegó como una caricia escalofriante.

—¿Has de hacerlo así, Tayschrenn? Todas y cada una de las veces. —Un bufido suave, la voz acercándose y continuando—. Has dejado que te encerraran. Otra vez. Me desquicias.

—Habéis tenido una noche muy ocupada —comentó el mago supremo imperial.

—Ah, ¿has percibido mis… actividades? Pues claro que lo has hecho. Así que no estás tan encerrado como pudiera parecer.

—Procuro —dijo Tayschrenn— hacerme con una perspectiva lo más amplia posible. —Hizo una pausa y después añadió—: Al igual que vos. —Miró la mancha insustancial de oscuridad que tenía a su lado—. Vuestro nuevo papel no os habría cambiado tanto, sospecho.

—Intrigaste con Ben el Rápido y Kalam —dijo Tronosombrío—. Viajaste hasta Siete Ciudades para hacerlo, pero ¿qué han logrado tus planes? La emperatriz en arenas movedizas, un sacerdote jhistal anadeando sin estorbos por los pasillos del poder, la Garra infiltrada y diezmada y mis leales wickanos atacados; pero dime una cosa, Tayschrenn, ¿podrías haber predicho la respuesta de D’rek a la traición de los sacerdotes y sacerdotisas?

—¿Traición?

—¡D’rek asesinó a los tuyos! ¡En cada templo!

El mago supremo se quedó callado durante una docena de latidos mientras el dios que tenía a su lado se iba agitando cada vez más.

—Hace un año —dijo después Tayschrenn— un viejo amigo mío partió apresurado de aquí, salió navegando rumbo al Gran Templo de D’rek de Kartool.

—¿Lo sabías?

Tayschrenn esbozó una media sonrisa.

—El barco que alquiló era mío. Por desgracia, él no era consciente de ese detalle.

—¡Lo sabía! —siseó Tronosombrío—. ¡Jamás dejaste el culto!

—El Gusano del Otoño es el heraldo de la muerte, y la muerte nos llega a todos. Es decir, nos llega a los mortales. ¿Cómo se puede dejar de aceptar eso? ¿Qué sentido tendría?

—¡Este Imperio era mío! ¡No de D’rek! ¡No tuyo!

—Emperador, vuestra paranoia siempre me inquietó más que vuestra codicia. En cualquier caso, ahora gobierna Laseen… de momento. A menos —miró con los ojos entornados al dios— que estéis planeando un regreso triunfante…

—¿Para salvarlos a todos de sí mismos? Creo que no. El odio es la mala hierba más perniciosa del mundo… sobre todo cuando las personas como tú no hacen nada.

—Cada jardín que he cuidado está muerto o invadido por las malas hierbas, emperador.

—¿Por qué aceptaste ser la taba afeitada en la manga de Ben el Rápido, Tayschrenn?

El mago supremo parpadeó, sorprendido.

—¿Y por qué no acudió a ti cuando lo envié a esa pesadilla?

—Me habría decepcionado mucho, desde luego —dijo Tayschrenn poco a poco— si me hubiera llamado tan pronto. Como ya he dicho antes, emperador, me atengo a la visión a largo plazo en los asuntos de este reino.

—¿Por qué no te mató D’rek?

—Lo intentó.

—¿Qué?

—La convencí para que no lo hiciera.

—¡Que el Abismo me lleve, cómo te odio!

—Hasta los dioses deben aprender a controlar su genio —dijo Tayschrenn—, no sea que den mal ejemplo.

—¿Le dijiste eso a D’rek?

—Os lo estoy diciendo a vos, Tronosombrío.

—¡Mi genio está bien! Estoy en absoluta calma, hiervo de furia y odio, sin duda, ¡pero con calma!

Ninguno de los dos habló durante un tiempo, hasta que el dios rompió el silencio.

—Mis pobres wickanos… —murmuró.

—No son tan vulnerables como teméis, emperador. Tendrán a Nada y Menos. Tendrán a Temul, y cuando Temul sea viejo, dentro de unas décadas, tendrá un joven guerrero al que enseñarle todo y cuyo nombre será Coltaine. —Se llevó las manos a la espalda, frunció el ceño y miró la ciudad envuelta en humo cuando se acercó la primera luz gris del amanecer—. Si acaso temieseis —dijo—, si temieseis por vuestro propio hijo.

—Yo no temo nada…

—Mentís. Oísteis a Temple salir del establecimiento de Gallera y huisteis.

—¡Simple conveniencia!

—De eso no cabe duda.

—Estás metido en un nido de víboras, y yo estoy encantado de dejarte en él.

Tayschrenn esbozó una modesta reverencia.

—Emperador. Por favor, saludad de mi parte a Cotillion.

—Salúdalo tú, si te atreves.

—No fui yo el que le robó a Kalam; decidme, ¿vive el asesino?

—Está en la Casa de Muerte, ¿no es respuesta suficiente?

—En realidad, no.

—¡Lo sé! —Tronosombrío lanzó una risa aguda y alegre y se desvaneció como bruma al viento.

La mañana era brillante, el sol ya calentaba cuando el investigador jefe se detuvo fuera del domicilio imperial de la ciudad de Kartool. Se ajustó bien el uniforme y se aseguró de que cada arruga quedaba alisada. Después se lamió las palmas de las manos y, con cuidado, casi con ternura, se echó hacia atrás el cabello rebelde, rebelde en su propia imaginación, al menos. Una última mirada a las botas. Le tranquilizó la limpieza sin mácula. Subió con paso vivo los escalones y entró en el edificio achaparrado.

Un asentimiento más que un saludo de respuesta a los guardias estacionados junto al umbral, después bajó por el pasillo hasta la puerta de la oficina del comandante. Un golpe imperioso y seguro, y cuando oyó una invitación amortiguada para que entrara, abrió la puerta, pasó con grandes zancadas y se detuvo delante del escritorio tras el que se sentaba el comandante.

Que en ese momento levantó la cabeza.

—De acuerdo, asno pomposo, oigámoslo.

El ligero desinflamiento fue involuntario por parte del investigador jefe, pero consiguió enmascararlo lo mejor posible.

—Tengo el siguiente informe, señor, con respecto a la investigación que llevé a cabo de forma rigurosa sobre las misteriosas muertes de los acólitos y sacerdotes del templo dedicado a D’rek en la calle de…

—¡Haz el favor de callarte! Quieres informar de tus conclusiones, ¿no? ¡Pues hazlo de una vez!

—Por supuesto, señor. Dada la falta de pruebas de lo contrario, señor, solo cabe una conclusión. Los devotos de D’rek, todos y cada uno de ellos, cometieron una concienzuda orgía de suicidio en el plazo de una sola noche.

Unos ojos de lagarto lo contemplaron durante un periodo de tiempo incómodo.

—La sargento Hellian —dijo entonces—, la investigadora original, dijo justo lo mismo.

—Una mujer perspicaz, sin duda, señor.

—Una borracha. La despaché al Decimocuarto.

—¿El… Decimocuarto…?

—Redacta tus conclusiones —dijo entonces el comandante— y cierra la investigación. Y ahora, largo de aquí.

El investigador jefe hizo un saludo militar y se escapó con toda la dignidad que pudo. Bajó por el pasillo, otro asentimiento dirigido a los guardias, salió por las puertas principales y descendió los escalones. Donde hizo una pausa y miró al cielo. La luz del sol resplandecía reflejada en las magníficas telarañas de las paraltinas que se habían instalado en las torres de Kartool. Una maraña de belleza cristalina que centelleaba como hebras de diamante contra el asombroso cielo azul.

Recuperó el optimismo con un suspiró y decidió que jamás había visto un paisaje tan maravilloso, lo dejaba sin aliento. Así que se puso en marcha con el paso más ligero, las botas resonando con rapidez sobre los adoquines.

Mientras, una veintena de arañas enormes, agazapadas en sus pequeñas cuevas excavadas en las paredes de las torres, miraban con ojos fríos multifacéticos. Contemplaban a todos aquellos que se arrastraban por allí abajo, en ocasiones curiosas, siempre pacientes, incluso cuando los susurros dulces del hambre revoloteaban por sus cerebros líquidos.

Las telarañas estaban puestas.

Y las trampas, en su elaborada elegancia, nunca permanecían vacías mucho tiempo.

Así termina el sexto relato

del libro malazano de los caídos