Coged aire,
respirad hondo,
y ahora no lo soltéis, amigos míos,
aguantad con fuerza,
pues el mundo,
el mundo se ahoga.
—Wu
Había muchas caras en el caos, en el reino entre los reinos, y ese camino que habían tomado, reflexionó Taralack Veed, era en verdad horrendo. Árboles sin hojas se alzaban aquí y allá, ramas con extremos rotos que iban girando poco a poco con el viento gélido e intermitente, jirones de humo que flotaban por el paisaje inhóspito de barro y, por todas partes, cadáveres. Envueltos en arcilla, los miembros sobresaliendo del suelo, formas apiñadas endurecidas y medio sumergidas.
A lo lejos se vio el destello de hechicería, señales de una batalla que todavía no había concluido, pero el lugar por donde caminaban carecía de vida; el silencio, como una mortaja lo envolvía todo; los únicos sonidos, trémulos y cercanos, el sollozo de las botas al desprenderse del cieno gris, el crujido de armas y armaduras y alguna que otra maldición en voz baja, tanto en letherii como en edur.
Días de esa locura, de ese recordatorio brutal de lo que era posible, del modo en que las cosas podían ir resbalando, sin parar, hasta que los guerreros luchaban movidos por un sinsentido y las vidas se escapaban y llenaban charcos de barro, carne fría que cedía bajo los pies.
Y nosotros marchamos a nuestra propia batalla, fingiendo indiferencia ante todo lo que nos rodea. Taralack no era idiota. Había nacido en una tribu que la mayoría llamaba primitiva, atrasada. Castas de guerreros, cultos de sangre y venganzas incesantes. Los gral carecían de sofisticación, los empujaban deseos superficiales y convicciones sin base. Devotos de la violencia. Pero ¿acaso no había sabiduría en imponer reglas para mantener la locura a raya, para no ir nunca demasiado lejos en el derramamiento de sangre?
Taralack Veed se dio cuenta entonces de que había absorbido parte de las costumbres civilizadas; como una fiebre provocada por agua contaminada, sus pensamientos se habían tergiversado con sueños de aniquilación, un clan entero, había querido ver muerta a cada persona, a ser posible por su propia mano. Hombre, mujer, niño, infante. Y después, en cierta medida de templanza moderada, había imaginado un torbellino menor de masacre, una que le proporcionara suficientes parientes sobre los que pudiera gobernar, sin oposición alguna, libre para hacer con ellos lo que le placiese. Sería el macho alfa en todo su apogeo, al mando con solo una mirada, demostrando con un simple gesto su dominio absoluto.
Nada de aquello tenía sentido ya.
Más adelante, el guerrero edur Ahlrada Ahn dio el alto para descansar, Taralack Veed se hundió contra el muro inclinado, empapado, de una trinchera y se quedó mirándose las piernas, que parecían terminar justo bajo las rodillas, el resto invisible bajo un charco opaco de agua que reflejaba el fango gris del cielo.
El tiste edur de piel oscura regresó siguiendo la fila y se detuvo delante del gral y el guerrero jhag que iba detrás.
—Sathbaro Rangar dice que estamos cerca —dijo—. Abrirá pronto la puerta; de todos modos ya nos hemos quedado más de lo debido en este reino.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Taralack.
—No deberían vernos aquí, sus habitantes. Es cierto que seríamos como apariciones para ellos, fantasmas, una simple fila más de soldados que marchan penosamente. Con todo, que se presenciara eso podría crear… ondas.
—¿Ondas?
Ahlrada Ahn sacudió la cabeza.
—Yo tampoco lo entiendo bien, pero nuestro hechicero insiste. Este reino es como el Naciente, abrir camino es como buscarse la desolación. —Hizo una pausa y después dijo—: He visto el Naciente.
Taralack Veed vio continuar al edur, que se detenía de vez en cuando para hablar con un edur o un letherii.
—Manda con honor —dijo Icarium.
—Es un idiota —dijo el gral por lo bajo.
—Eres duro en tus juicios, Taralack Veed.
—Juega al engaño, asesino, y los convence a todos, pero a mí no. ¿Es que no lo ves? Es diferente de los otros.
—Lo siento —dijo Icarium—, pero yo no veo lo que tú. Diferente, ¿cómo?
Taralack Veed se encogió de hombros.
—Se aclara la piel. Huelo el compuesto que utiliza, me recuerda a las flores gothar que mi pueblo emplea para blanquear la piel de ciervo.
—Se aclara… —Icarium se irguió con lentitud y miró atrás. Después suspiró—. Sí, ahora lo veo. He sido descuidado…
—Has estado perdido dentro de ti mismo, amigo mío.
—Sí.
—Eso no sirve de nada. Debes prepararte, debes permanecer alerta, asesino…
—No me llames eso.
—Eso también está en tu interior, esa resistencia a la verdad. Sí, es una verdad dura, pero solo un cobarde no se enfrentaría a ella, solo un cobarde le daría la espalda y fingiría una falsedad más reconfortante. Una cobardía indigna de ti.
—Quizá no, Taralack Veed. Creo que soy de verdad un cobarde. Y sin embargo, ese es el menor de mis crímenes, si todo lo que dices de mí es cierto…
—¿Dudas de mí?
—No siento avidez en mi interior —dijo el jhag—. No hay sed de matar. Y todo lo que me achacas, todo lo que dices que he hecho… Yo no recuerdo nada.
—Esa es la naturaleza de tu maldición, amigo mío. Ojalá pudiera confesar, aquí y ahora, que te he engañado. Ha habido cambios en mi alma, y ahora siento como si estuviéramos atrapados, condenados a nuestro destino. Te conozco ahora mejor que nunca y me aflijo por ti, Icarium.
Los ojos de color gris pálido lo miraron.
—Me has dicho que hemos viajado juntos mucho tiempo, que ya hemos hecho antes estos viajes del espíritu. Y has sido fiero en tu celo, en tu deseo de verme… desatado. Taralack Veed, si llevamos juntos tanto tiempo… lo que dices ahora no tiene ningún sentido.
El sudor le escoció al gral bajo las ropas y apartó la mirada.
—Afirmas que Ahlrada Ahn es el que engaña entre nosotros. Quizá hace falta un embustero para conocer a otro.
—Palabras desagradables salen de tu boca, amigo mío…
—Ya no creo que seamos amigos. Sospecho que eres mi cuidador y que yo no soy más que tu arma. Y ahora pronuncias palabras de duda como si hirieran, como si a través de la incertidumbre mutua pudiéramos acercarnos más el uno al otro. Pero yo no daré ese paso, Taralack Veed, salvo para retroceder, para alejarme de ti.
Malnacido. Ha fingido no ser consciente de nada. Pero en todo momento ha escuchado, ha observado. Y ahora se acerca a la verdad. El arma es inteligente, he tenido poco cuidado, me han invitado a ser desdeñoso y si mis palabras fueran armas, olvidé que este jhag sabe defenderse solo, que posee siglos de armadura.
Levantó la cabeza cuando Ahlrada Ahn pasó junto a ellos sin prisa, rumbo a la cabeza de la columna.
—Pronto —les recordó el guerrero.
El viaje se reanudó.
El capitán Varat Taun, segundo de la atri-preda Yan Tovis, Crepúsculo, les hizo un gesto a los arqueros letherii para que avanzaran. Escupió en el suelo en un esfuerzo por quitarse el sabor del barro de la boca, pero era inútil. Habían liberado la hechicería de las Fortalezas en oleadas chispeantes de aniquilación, el aire hedía a ella, en el viento podía oír los ecos de diez mil soldados muriendo, y el barro que tenía en la lengua era el de la carne pulverizada, entreverada por fragmentos de hueso.
Pero quizá no todo fuera malo, quizá hubiera una cierta medida que proporcionaba perspectiva. Pues, por lúgubre que se hubiera hecho el Imperio Letherii bajo el gobierno de los tiste edur, bueno, todavía había colinas verdes, granjas, y cielo azul sobre sus cabezas. Los niños todavía nacían del seno de sus madres y fluían lágrimas de alegría por mejillas cálidas y suaves, los ojos rebosantes de amor… Ah, mi querida esposa, estos recuerdos tuyos son lo único que me mantiene en pie, lo único que me conserva cuerdo. Tú y nuestra preciosa hija. Os veré otra vez. Lo prometo. Quizá pronto.
Ahlrada Ahn estaba, una vez más, a la cabeza de la columna. Pobre hombre. Sus rasgos faciales lo traicionaban casi de inmediato a ojos de un soldado procedente de Rosazul como Varat Taun. Un impostor, ¿por qué engañar así? Supervivencia, quizá. Eso y nada más. Pero él les había oído a los esclavos letherii que servían a los tiste edur que había una antigua enemistad entre los edur y los tiste andii, y si los edur se enteraban de la existencia de los enclaves ocultos en Rosazul, de sus odiados parientes de piel oscura, bueno…
Así que Ahlrada Ahn estaba allí, entre ellos. Un espía. Varat Taun le deseaba lo mejor. La Orden del Ónice habían sido gobernantes benignos, después de todo, claro que bajo las circunstancias actuales, el pasado era una invitación al idealismo romántico.
Incluso teniendo eso en cuenta, no podría haber sido peor que ahora.
Aguardaba otra batalla sin sentido. Más letherii muertos. Ansiaba el respeto de Crepúsculo y ese puesto podía resultar ser la prueba definitiva. ¿Podría Varat ser un buen comandante? ¿Podría demostrar que poseía ese delicado equilibrio entre la ferocidad y la precaución? Ah, pero he aprendido con el mejor comandante de los ejércitos letherii desde el preda Unnutal Hebaz, ¿no es cierto?
Un pensamiento que solo pareció redoblar la presión que sentía.
La trinchera por la que habían estado avanzando desembocaba en una llanura de barro, la superficie consumida por cascos de caballos, ruedas de carro y los cráteres de las detonaciones de hechicería. El hedor a carne podrida flotaba como una bruma. Se veían, aquí y allá, lápidas, ladeadas o rotas, y había madera astillada (negra por la podredumbre empapada), y finos huesos blancos entre los muertos todavía revestidos de carne.
A una media legua de distancia corría un risco, es posible que una calzada elevada, y se veían figuras en una fila desigual que marchaba hacia la batalla distante, con picas a la espalda.
—¡Rápido! —siseó Sathbaro Rangar mientras avanzaba cojeando—. No saquéis la cabeza, reuníos, ¡no, ahí! ¡Agachaos, idiotas! ¡Tenemos que irnos!
Steth y Aystar, hermano y hermana que habían compartido recuerdos de dolor, manos y pies clavados a la madera, cuervos posados en sus rostros arrancándoles los ojos, pesadillas terribles, conjuros de imaginaciones fértiles, decía su madre, Minala, se arrastraron por la penumbra de la fisura, el suelo rocoso bajo ellos resbaladizo, afilado, traicionero.
Ninguno de los dos había luchado todavía, aunque ambos proclamaban su celo, pero eran todavía demasiado jóvenes, o eso había decidido madre. Pero Steth tenía diez años de edad y Aystar, su hermana, nueve; lucían la armadura de la Compañía de Sombra y armas en los cinturones, y se habían entrenado con los demás, con tanto esfuerzo y diligencia como cualquiera de ellos. Y allí delante, en algún sitio, estaba su centinela favorito protegiendo el pasaje. Iban a acercarse con todo sigilo a él y a sorprenderlo, su juego favorito.
Agachados, se acercaron adonde solía ponerse.
Y entonces una voz áspera habló a su izquierda.
—Vosotros dos hacéis mucho ruido al respirar.
Aystar lanzó un chillido de frustración y se levantó de un salto.
—¡Es Steth! ¡Yo no respiro nada! ¡Soy como tú! —La niña avanzó sobre el pesado t’lan imass que le daba la espalda al muro de la fisura. Se abalanzó hacia él y le rodeó la cintura con los brazos.
La mirada vacía, oscura, de Onrack se posó en ella. Después, la mano marchita que no sostenía la espada se alzó y le dio unos golpecitos cuidadosos en la cabeza.
—Ahora estás respirando —dijo el guerrero.
—Y tú hueles a polvo y cosas peores.
Steth dio dos pasos por delante de la posición de Onrack y se encaramó a un gran canto rodado, guiñó los ojos para mirar la penumbra que había más allá.
—Hoy vi una rata —dijo—. Le disparé dos flechas. Una se acercó mucho. Muchísimo.
—Baja de ahí —dijo el t’lan imass mientras se desprendía de los brazos de Aystar—. Podrían ver tu silueta.
—Ya no va a venir nadie, Onrack —dijo el niño, que se giró cuando se acercó el guerrero no muerto—. Se han rendido, éramos demasiado peligrosos para ellos. Madre estaba hablando de irnos…
La flecha lo alcanzó en un lado de la cabeza, en plena sien, atravesó el hueso y giró al niño, las piernas se deslizaron por un lado de la roca y luego, rodando y sin fuerzas, Steth cayó al suelo.
Aystar empezó a chillar, un lamento penetrante que resonó por toda la fisura cuando Onrack la metió de un empujón detrás de él.
—Corre —le dijo—. Vuelve, no te separes del muro. Corre.
Sisearon más flechas por toda la fisura, dos de ellas se clavaron en Onrack con unas bocanadas de polvo. Se las quitó, las dejó caer al suelo y avanzó a grandes zancadas cogiendo la espada con las dos manos.
El rostro de Minala tenía un aspecto envejecido, demacrado tras días y noches de miedo y preocupación, la presión despiadada de esperar, de contemplar a sus hijos adoptados, fila tras fila, y no ver más que soldados que habían aprendido a matar, que habían aprendido a ver morir a sus camaradas.
Todo para defender un trono vacío.
Trull Sengar comprendía la burla absurda de esa postura. Un fantasma había reclamado el primer trono, una criatura de sombras tan desvanecida de ese mundo que hasta los t’lan imass no muertos parecían hinchados y excesivos a su lado. Un fantasma, un dios, el trazo de una telaraña fina como una gasa de deseos, posesión e intenciones nefarias, eso era lo que había reclamado la sede de poder que dominaba a todos los t’lan imass, y pretendía que la defendieran, que impidieran el paso a los intrusos.
Allí fuera, en algún lugar, había t’lan imass rotos que intentaban usurpar el primer trono, tomar su poder y regalárselo al dios Tullido, a la fuerza que en ese momento encadenaba a todos los tiste edur. El dios Tullido, que le había dado a Rhulad una espada atravesada por una maldición terrible. Pero para esa criatura caída, un ejército de edur no era suficiente. Un ejército de letherii no era suficiente. No, quería a los t’lan imass.
Y nosotros queríamos detenerlo, a ese dios Tullido. Este pequeño y patético ejército nuestro.
Onrack había prometido cólera en la batalla que terminaría llegando. Pero Trull sabía que la rabia no bastaría, ni tampoco lo que sentía él mismo: desesperación. Ni el terror duro de Minala, ni, empezaba a creer, la insensibilidad estólida de Monok Ochem e Ibra Gholan, eso también estaba condenado a fracasar. Menuda colección formamos.
Apartó la mirada de Minala y volvió los ojos hacia donde se encontraba Monok Ochem, inmóvil ante la entrada arqueada que llevaba al salón del trono. El invocahuesos no se había movido en al menos tres ciclos de sueño y vigilia. Las pieles coronadas de plata que le rodeaban los hombros rielaban de manera vaga bajo la luz del farol. Y entonces, cuando Trull estudió la figura, vio que la cabeza se ladeaba un poco.
Bueno…
El chillido de un niño resonó por el pasaje y puso en pie a Trull Sengar. Tenía la lanza apoyada contra un muro, la cogió de golpe y se precipitó hacia los gritos.
Aystar apareció de repente con los brazos levantados y la cara un contorno desdibujado blanco.
—¡Steth está muerto! ¡Lo han matado! Está muerto…
Minala se interpuso en el camino de la niña, la envolvió en un abrazo fiero y se giró en redondo.
—¡Panek! ¡Reúne a los soldados!
La segunda línea de defensa, a medio camino entre la posición de Onrack y el campamento principal, la encabezaba Ibra Gholan; el t’lan imass se volvió cuando se acercó Trull Sengar.
—Onrack lucha —dijo Ibra Gholan— para ralentizar su avance. Esta vez hay demasiados tiste edur. Y humanos. Hay un chamán entre ellos, un edur que empuña un poder caótico. Esta vez, Trull Sengar, pretenden tomar el primer trono.
Se empezaban a oír sonidos de lucha. Onrack, solo contra una masa de los compatriotas de Trull. Y un puto hechicero.
—¡Que Monok Ochem suba aquí! Si ese hechicero decide desatar una oleada de hechicería, estamos acabados.
—Quizá lo estés tú…
—¡No lo entiendes, saco de huesos! ¡Hechicería caótica! ¡Tenemos que matar a ese cabrón! —Trull avanzó y dejó allí a Ibra Gholan.
Ahlrada Ahn vio caer a tres de sus guerreros bajo la enorme espada de piedra del t’lan imass, el cabrón no muerto no había retrocedido ni un solo paso del estrecho embudo de aquel pasaje. Ahlrada Ahn se volvió hacia Sathbaro Rangar.
—¡Tenemos que hacer retroceder a esa cosa! ¡No se cansará, puede mantener esa posición para siempre!
Taralack Veed se abrió camino hasta ellos.
—¡Envíe a Icarium contra él!
—El jhag está vacío —dijo el hechicero con todo desdeñoso—. Retira a tus guerreros, Ahlrada Ahn. Y que esos letherii dejen de disparar sus flechas, no quiero terminar con un astil perdido en la espalda. —Sathbaro Rangar echó a andar.
Ahlrada Ahn vio una figura que se acercaba por detrás del t’lan imass, una figura que empuñaba una lanza, era alto, iba oculto en sombras y sin embargo… una silueta conocida, el movimiento fluido, vio una flecha que pasaba siseando junto al hombro del no muerto y después vio que el mango de la lanza la apartaba de un golpe.
No. No puede ser. Me equivoco.
—¡Sathbaro!
El t’lan imass se retiró de repente de su posición y retrocedió hacia la oscuridad, después él y la otra figura se alejaron, subieron por el pasaje…
Sathbaro Rangar se acercó cojeando al embudo, el poder se iba acumulando a su alrededor, una oleada que se alzaba con una franja de plata que parpadeaba con destellos argénteos. La piedra húmeda de las paredes de la fisura empezó a chasquear, un extraño sonido de percusión cuando el agua estallaba convertida en vapor. Una gran cortina de piedra cerca del portal estrechado se exfolió de repente, se derrumbó con un estallido y se hizo pedazos contra el suelo.
La hechicería subió todavía más, se llenó más, se fue extendiendo por los lados y luego por encima de la cabeza de Sathbaro, una oleada vertical de poder que crujía y siseaba como un millar de serpientes.
Ahlrada Ahn avanzó.
—¡Sathbaro! ¡Espera!
Pero el hechicero no le hizo caso y, con un rugido, la oleada hirviente de magia se precipitó contra el embudo y abrió un camino abrasador por el canal…
… donde de repente se hizo pedazos.
La conmoción empujó a Ahlrada Ahn tres pasos hacia atrás, una oleada de calor lo golpeó como un puño.
Sathbaro Rangar chilló.
Cuando algo enorme apareció en el embudo, los hombros encorvados se abrieron paso por la abertura. Demacrado por la no muerte, su piel era un mapa moteado de gris y negro, un manto de piel erizada coronada de plata le rodeaba el cuello y le bajaba por los hombros; la criatura salió del embudo y se precipitó apoyada en los nudillos y en los pies que parecían manos, directamente hacia Sathbaro Rangar.
Ahlrada Ahn gritó una advertencia…
Demasiado tarde, la bestia estiró los brazos y rodeó con unas manos enormes al hechicero, lo levantó por el aire, le arrancó un brazo, después el otro, la sangre goteó cuando la aparición le dio la vuelta a Sathbaro, que no dejaba de chillar, y mordió el cogote del edur, los enormes caninos se hundieron hasta el fondo. Cuando las mandíbulas se cerraron de golpe, la cabeza del demonio no muerto se echó hacia atrás y tiró del cuello; la columna de Sathbaro salió como la cadena de un ancla y se agitó ensangrentada en el aire…
La bestia arrojó a un lado el cadáver y avanzó hacia Ahlrada Ahn.
Icarium se encontraba junto al cadáver de un niño, se quedó mirando los fluidos que se filtraban del cráneo roto, los ojos vidriados y la boca medio abierta. El jhag permanecía allí como si hubiera echado raíces, temblando.
Taralack Veed estaba ante él.
—Ahora, asesino. ¡Ahora es el momento!
—No hace falta —murmuró Icarium—. No hay necesidad de esto.
—Escúchame…
—Cállate. No mataré niños. No toleraré esto…
Un estallido de hechicería más adelante, la conmoción llegó a ellos rodando y los hizo tambalearse a los dos. Gritos, después chillidos. Y un gruñido bestial. Aullidos, lamentos de horror de los letherii y los edur, y luego el sonido del miedo.
—¡Icarium! ¡Un demonio ha caído sobre nosotros! ¡Un demonio! No un niño, nada de niños, ¿lo ves? Debes actuar, ¡ahora! ¡Muéstraselo! ¡Enséñales a los edur lo que hay en tu interior!
Taralack le tiraba del brazo. Icarium frunció el ceño y permitió que lo arrastrara entre una masa de edur acobardados. No, yo no quiero esto, pero podía sentir el martilleo de sus corazones, que se alzaba como tambores de guerra con canciones de fuego…
El hedor a sangre derramada y desechos y los dos guerreros llegaron a tiempo de presenciar la muerte salvaje de Sathbaro Rangar.
Fue entonces cuando el soletaken cargó, y Ahlrada Ahn, el valiente guerrero que intentaba proteger a sus soldados, se interpuso en el camino de la criatura.
Icarium se encontró en la mano derecha su espada de un solo filo (no recordaba haberla desenvainado), pero estaba avanzando, cada movimiento parecía improbablemente lento, inconexo, estiró el brazo, cogió al tiste edur y lo lanzó hacia atrás como si no pesara más que un trapo colgado; y después el jhag fue a encontrarse con el simio no muerto.
Lo vio retroceder de repente.
Otro paso adelante, un extraño tarareo llenaba el cráneo de Icarium, la bestia retrocedió todavía más hasta meterse en el embudo y luego seguir más allá, donde giró en redondo y huyó pasaje arriba.
Icarium se tambaleó, jadeó, levantó una mano de golpe y se apoyó en un borde del portal estrechado, sintió la superficie quebradiza bajo la palma de su mano. La misteriosa canción de su mente se desvaneció…
Y entonces los edur pasaron abalanzándose junto a él, atravesaron la brecha a toda velocidad. Y una vez más, allí delante, los sonidos de la batalla. El hierro duro entrechocando, el aroma a hechicería desaparecido…
Tras el embudo, Ahlrada Ahn vio ante él un ensanchamiento de la fisura y allí, en una línea irregular de al menos tres de profundidad, había soldados de algún tipo, las armas vacilando en sus manos, los rostros pálidos y manchados bajo los yelmos. Que las Hermanas me lleven, ¡son tan jóvenes! ¿Qué es esto? ¡Son niños los que se enfrentan a nosotros!
Y entonces vio a los dos t’lan imass y entre ellos una figura alta de piel gris. No. No, no puede ser, lo dejamos, lo…
Un grito de guerra salvaje de Kholb Harat, del que se hizo eco casi de inmediato Saur Bathrada.
—¡Trull Sengar! ¡El traidor está ante nosotros!
—¡Eres mío!
A pesar de la audaz afirmación de Saur, tanto él como Kholb se abalanzaron juntos sobre Trull Sengar.
Los restantes edur se dispersaron, se arrojaron sobre aquella línea de niños y las dos fuerzas chocaron en una cacofonía de armas y escudos que resonaban. Gritos de dolor y rabia rebotaron en las machacadas paredes de piedra.
Y Ahlrada Ahn se quedó allí, paralizado, observándolo todo sin poder creerlo.
Trull Sengar libró una defensa frenética con su lanza contra las armas que le lanzaban estocadas y cuchilladas en manos de Saur y Kholb. Lo estaban obligando a retroceder, y Ahlrada Ahn vio, entendió, que Trull estaba intentando proteger a esos niños, a los que tenía tras él…
Gritos edur, los dos t’lan imass estaban avanzando en contraataque, uno a cada lado, y parecía que nada podía detenerlos.
Pero él continuó allí, sin moverse y después, con un grito brutal, ronco, se abalanzó de un salto.
Trull Sengar conocía a esos dos guerreros. Podía ver el odio en sus ojos, sentía su furia en el peso de sus golpes cuando intentaban vencer a golpes su defensa, no podría resistir mucho más tiempo. Y cuando cayera, supo que esos lastimosos niños soldado tendrían que enfrentarse cara a cara con aquellos asesinos edur.
¿Dónde estaba la aptoriana? ¿Por qué contenía Minala al demonio, qué más podía asaltarlos?
Otra persona estaba gritando su nombre entre la masa de edur. Un nombre pronunciado, no con rabia sino con angustia, pero Trull no tenía tiempo de mirar, no tenía tiempo siquiera de preguntarse. Kholb le había lanzado una cuchillada a la muñeca izquierda y le había abierto la carne en canal, la sangre le chorreaba por el antebrazo y se filtraba por la mano que sostenía el mango de la lanza.
No queda mucho. Han mejorado, los dos…
Entonces vio un alfanje merude que se metía con una estocada por detrás de Kholb y le asestaba un golpe al guerrero en todo el cuello, y se lo atravesaba… la cabeza de Kholb Harat rodó de lado y cayó. El cuerpo vaciló un instante y después se derrumbó.
Una maldición gruñida de Saur Bathrada, que giró en redondo, lanzó una estocada baja y su espada se enterró en el muslo derecho del recién llegado…
Trull se abalanzó y hundió la punta de la lanza en la frente de Saur, justo bajo el borde del yelmo. Y vio, con horror, que cuando la cabeza cayó de golpe hacia atrás los dos ojos del guerrero saltaban de las cuencas como si solo los sujetaran unas cuerdas.
Trull arrancó el arma, un edur tropezó con él tambaleándose, entre jadeos.
—¡Trull! ¡Trull Sengar!
—¿Ahlrada?
El guerrero se giró y levantó los dos alfanjes.
—¡Lucho a tu lado, Trull! ¡Quiero compensar… por favor, te lo ruego!
¿Compensar?
—No lo entiendo… pero no dudo. Bienvenido…
Un sonido iba creciendo en la cabeza de Trull, parecía asaltarlo desde todas direcciones. Vio un niño a su izquierda que se llevaba de golpe las manos a los oídos, después otro…
—¡Trull Sengar! ¡Es el jhag! ¡Que las Hermanas nos lleven, ahí viene!
¿Quién? ¿Qué?
¿Qué es ese sonido?
Onrack el Fracturado vio al jhag, sintió el poder que crecía en la figura que avanzaba tambaleándose como si estuviera borracho, y el t’lan imass se interpuso en su camino. ¿Es este su líder? Sangre jaghut, sí. Oh, cómo se alza de nuevo la antigua amargura y la furia…
El jhag se irguió de repente, levantó la espada y el gemido agudo brotó con una fuerza física que hizo retroceder a Onrack como un puñetazo, y el t’lan imass vio, al fin, los ojos del jhag.
Inexpresivos, carentes de vida, pero luego parecieron iluminarse, de inmediato, con una rabia pavorosa.
El guerrero alto y oliváceo se abalanzó sobre él, el arma destellaba con una velocidad cegadora.
Onrack atrapó esa hoja con su espada y respondió con una estocada alta con la intención de cortarle la cabeza al jhag, y por imposible que pareciera, la espada de este estaba allí, de repente, para encontrarse con la suya, con una fuerza que hizo tambalearse al t’lan imass. Una mano lanzó un puñetazo, alcanzó al guerrero no muerto en el pecho y lo alzó del suelo de roca…
Un choque devastador contra un muro, costillas que se astillaron. Onrack se fue deslizando y quedó de pie, después se agachó para recuperar la compostura antes de abalanzarse una vez más…
El jhag pasaba de largo, directo hacia la primera línea de los jóvenes soldados de Minala, el gemido agudo ya era ensordecedor…
Onrack chocó con el mestizo, hueso endurecido y el peso de una mula tras la fuerza que se estrelló como un martillo contra la cintura del jhag.
El t’lan imass se vio arrojado hacia atrás y se estrelló contra el suelo.
Su objetivo también se había tambaleado, Onrack lo vio enseñar los dientes cuando se giró en redondo y, con una velocidad deslumbrante, cayó sobre el guerrero no muerto antes de que pudiera levantarse siquiera. Esa mano libre se abalanzó de golpe, los dedos penetraron en la piel gruesa, desecada, rodearon el esternón, levantaron a Onrack por el aire y lo arrojaron contra el muro una vez más, y en esa ocasión con una fuerza que hizo pedazos tanto el hueso como el flanco de piedra de la fisura.
Onrack se derrumbó en un montón, entre fragmentos de roca, y no se movió.
Pero al jhag el esfuerzo lo había descolocado por completo y en ese momento se enfrentaba a una masa de tiste edur y letherii.
Trull Sengar vio a la monstruosidad de piel verde (que había estrellado a Onrack contra un muro como si fuera un simple saco de melones) meterse de golpe entre los edur que se apiñaban tras él y dar comienzo a una terrible matanza.
El gemido agudo fue subiendo cada vez más y trajo con él un torbellino de cabriolas de viento de poder puro. Cada vez mayor (desollando la piel de los edur y letherii que tenía más cerca), había llegado una pesadilla que rugía una promesa de aniquilación. Trull se quedó mirando, sin poder creérselo, la sangre brotaba por el aire en una bruma pavorosa a medida que caían los cuerpos (dos, tres a la vez, luego cuatro, cinco); los guerreros parecían fundirse, desaparecer, derrumbarse, girados por impactos salvajes…
Una mano manchada lo cogió por el antebrazo izquierdo y le dio la vuelta. Y entre el terrible lamento agudo:
—Trull, ahora moriremos, todos, pero te he encontrado. Trull Sengar, lo siento, por el ritual, el Pelado, por todo… todo lo demás…
Minala se acercó tropezando.
—¿Dónde está Monok Ochem? —preguntó, y escupió sangre, una lanza se le había clavado en el pecho, justo debajo de la clavícula derecha, y en su rostro había una palidez mortal—. ¿Dónde está el invocahuesos?
Trull señaló a su espalda, a la entrada del salón del trono.
—Se metió ahí, como un perro con un cuchillo clavado… —Y entonces se quedó mirando, Ibra Gholan se encontraba ante ese arco, como si esperara.
Y de súbito las palabras fueron imposibles y los hizo retroceder un viento furioso que giraba, golpeaba, tan fuerte que levantaba a los niños muertos por el aire, convertidos en un torbellino de miembros agitados. El jhag permanecía allí, de pie, a veinte pasos de distancia, entre los montones de cadáveres, y tras él, Trull empezó a ver que rielaba una puerta; vacilaba como si se sacudiera, como si estuviera suelta, sin anclar al suelo de roca, parecía acercarse milímetro a milímetro, como si la empujara una tormenta de poder. Tras ella había un túnel que parecía girar y revelaba destellos de un inmenso campo de la muerte, y después, en el centro y a una distancia imposible, algo parecido a un barco que se mecía en un mar picado.
Minala se había tambaleado junto a él, había rodeado poco a poco a Ibra Gholan y había desaparecido en el interior del salón del trono…
El jhag, luz plateada llameando en sus ojos, se dio media vuelta…
Y se inclinó hacia delante con unas enormes zancadas forzadas, como si su propia carne y sus huesos se hubieran convertido en impedimentos para la furia que brotaba en su interior, y se acercó con paso firme.
Que los espíritus me bendigan… Trull se abalanzó al encuentro con la aparición.
La espada pareció caer sobre él desde todas partes a la vez. Trull no tuvo oportunidad de contraatacar, el mango de la lanza resonaba, saltaba en sus manos con cada golpe que apartaba con movimientos desesperados…
Y entonces Ahlrada Ahn atacó por la derecha del jhag, dos choques a la velocidad del rayo cuando la solitaria espada de un solo filo apartó a golpes los dos alfanjes merude y después lamió la piel y la sangre estalló en el pecho de Ahlrada Ahn, un impacto lo bastante fuerte como para alzar al guerrero del suelo y hacerle dar una voltereta completa, el cuerpo surcando el vacío, arrojado por el viento y perdiendo cortinas carmesíes por el aire.
El jhag redobló su ataque contra Trull, el gemido agudo estallaba en su boca como un lamento de indignación. El movimiento desdibujado de la espada, los bloqueos que sacudían los huesos, uno tras otro, y el jhag seguía sin poder pasar.
Casi enterrado bajo cuerpos de los que se filtraban toda clase de líquidos, Varat Taun yacía inmóvil, un ojo clavado en la batalla entre las dos figuras, Icarium y un tiste edur; no podía durar, contra el jhag nadie podía durar, pero el hombre que empuñaba la lanza resistía, desafiante, desplegaba una habilidad tan profunda, tan absoluta, que el letherii se encontró incapaz de coger aire siquiera.
Tras el tiste edur, los niños retrocedían hacia una puerta tallada con tosquedad en el vértice del túnel de la sima.
La tormenta se había convertido en un torbellino que rodeaba a las dos figuras que batallaban. Dioses, se movían tan rápido que el ojo de Varat no podía seguirlos, pero al fin la lanza empezó a astillarse entre el frenesí de paradas…
Varat Taun oyó un llanto muy cerca, desvió la mirada unos milímetros y vio a Taralack Veed acurrucado contra un muro, encogido y sollozando de terror. Había estado arañando la piedra como si buscara un modo de escapar y las vetas ensangrentadas brillaban en la roca enrejada. Tú querías esto, cabrón. Ahora vive con ello.
Otro ruido de astillas rotas lo hizo volver la vista y advirtió que la lanza se había hecho pedazos. El edur se arrojó hacia atrás y, de algún modo, consiguió evitar una estocada lateral de la espada que lo habría decapitado. Icarium avanzó con un rugido para acabar con su enemigo y luego, de repente, se agachó, giró y se arrojó a un lado…
Fue entonces cuando un demonio del color de la medianoche salió como un torbellino de entre las sombras, la cabeza con su enorme buche sobre el cuello sinuoso se disparó y las mandíbulas se cerraron sobre el hombro derecho de Icarium, la única pata delantera rasgó con unas garras enormes el pecho entero del jhag, le bajó por las costillas en busca de la carne blanda del vientre. El demonio se alzó y levantó al jhag por los aires…
Pero a la espada de un solo filo no había forma de rechazarla, lanzaba estocadas y atravesaba el cuello del demonio. Sangre negra que chorreó cuando el enorme corpachón se derrumbó de lado, las piernas se agitaron de forma espasmódica. Icarium aterrizó agachado y después luchó por soltarse de esas mandíbulas que le atenazaban el hombro.
Más allá de Icarium, los tiste edur estaban arrastrando el cuerpo de Ahlrada Ahn, se retiraban hacia el arco.
No tiene sentido. No tiene ningún sentido, en cuanto se libere…
El rugido del viento raspaba el muro de piedra, llenaba el aire cargado de sangre de trozos resplandecientes de granito. Las grietas recorrían la piedra en una red enloquecida, el rugido de la tormenta fue aumentando y, de pronto, el tímpano izquierdo de Varat se hizo pedazos en un estallido de agonía.
Tambaleándose, los antebrazos convertidos en jirones ensangrentados de carne desollada, Trull tiró de Ahlrada Ahn para acercarlo al portal. Ibra Gholan ya no hacía guardia, de hecho el edur no vio a nadie, nadie en absoluto.
¿Han huido? ¿Entregado el trono? Por favor, Hermanas, por favor. Que escapen, que salgan de aquí, lejos de todo esto…
Llegó a la entrada y vio, justo en el interior, a Ibra Gholan; el guerrero le daba la espalda a Trull, de cara al primer trono… No, entendió Trull, de cara a lo que quedaba de Monok Ochem. La tormenta de viento hechicera debía de haberse metido a toda velocidad en la cámara con un poder que el invocahuesos no había podido soportar, el t’lan imass se había visto arrojado hacia atrás y había chocado contra el lado derecho del trono, donde, según vio Trull con un horror creciente, Monok Ochem se había fundido. Fusionado, destruido y retorcido como si su cuerpo se hubiera derretido en el primer trono. Apenas era visible la mitad de la cara del invocahuesos, un ojo rodeado por su cuenca agrietada, hundida.
A ambos lados y contra el muro se agazapaban los pocos y lastimosos chiquillos que seguían vivos, Panek arrodillado junto a la forma echada e inmóvil de Minala, que yacía en un charco de sangre que se iba extendiendo poco a poco.
Ibra Gholan se volvió cuando Trull entró en la cámara arrastrando a Ahlrada.
—Monok Ochem ha fracasado —entonó el guerrero no muerto—. Apártate del portal, Trull Sengar. Ahora iré yo al encuentro del Robavida.
Trull tiró de su amigo hasta un lado, se arrodilló y posó una mano en la frente salpicada de Ahlrada Ahn. Para su sorpresa, los ojos se abrieron con un parpadeo.
—Ahlrada…
El guerrero moribundo intentó hablar, abrió la boca, que se le llenó de burbujas de sangre. Una tos salvaje roció esta en la cara de Trull y solo dos palabras surgieron vacilantes un momento antes de que Ahlrada Ahn muriera.
Solo dos palabras.
—A casa.
Ibra Gholan salió sin prisas para encontrarse con aquel al que él llamaba Robavida. A cuatro pasos del jhag, que por fin había conseguido arrancarse de las letales fauces de la aptoriana, el t’lan imass cargó.
Piedra y hierro, chispas en el corazón de los vientos rugientes, y en esos vientos giraban fragmentos de carne, astillas de hueso, mechones de pelo empapado y trozos de armadura.
Trull recogió una lanza de entre las armas repartidas por el suelo y cojeó hasta colocarse en la entrada.
El ataque de Ibra Gholan había hecho retroceder un paso al jhag, luego otro…
Un crujido duro y el t’lan imass se tambaleó, la espada de pedernal se hizo pedazos. El arma de Robavida bajó dando vueltas, atravesó el hombro izquierdo del guerrero no muerto, otro corte seco, costillas que estallan, trozos atrapados en el viento… Ibra Gholan se tambaleó hacia atrás…
Y la espada impactó contra un lado de la cabeza del guerrero.
El cráneo explotó convertido en una masa de fragmentos…
Otro giro desgarró el cuerpo, justo por encima de la cadera, lo atravesó entero, se metió en la columna y salió por el otro lado, partió al t’lan imass en dos. Cuatro golpes más antes de que lo que quedaba del guerrero no muerto pudiera alcanzar siquiera el suelo. Los fragmentos de hueso giraban en todas direcciones.
Robavida echó la cabeza hacia atrás y rugió. El sonido lanzó a Trull al suelo y le arrebató todo el aire de los pulmones; se quedó mirando, impotente, cuando la monstruosidad dio un paso hacia él, luego otro.
Un destello, un desgarro sólido del aire y una figura se interpuso con un tropezón, como salida de la nada, en el camino del jhag. Una figura que siseó: «¡Maldito seas, Tronosombrío!». Trull la vio levantar la vista, abarcar la aparición que se acercaba, conseguir dar un único paso hacia atrás y después, cuando el jhag alzó la espada, la figura hizo estallar un ataque de hechicería, una oleada cegadora, y cuando se disipó, el viento bajaba a toda velocidad, con el chillido de un hada de la muerte por el accidentado pasillo… Y Robavida no estaba por ninguna parte.
Varat Taun observó a Icarium aniquilar al t’lan imass y vio una vez más al tiste edur solitario preparar una lanza momentos antes de que ese rugido de triunfo derribara al guerrero.
El capitán vio que una puerta se abría ante Icarium, vio la magia que se desataba; Varat Taun se agachó como si quisiera meterse entre más cuerpos cuando la conmoción que provocó el estallido de la hechicería al golpear al jhag agitó la misma piedra (el suelo, las paredes), y en un instante, en un destello momentáneo, vio que Icarium salía dando vueltas por el aire, hacia él, y luego le pasaba por encima y seguía avanzando, y el viento furioso se precipitaba tras la estela del jhag solo para regresar con una fuerza renovada.
Varat sintió los cuerpos empapados que lo rodeaban sacudirse y clavarse al suelo cuando Icarium volvió a pasar sin prisa por encima de los muertos, se inclinó hacia delante y alzó su espada una vez más.
El ágil ceda de piel oscura vio acercarse al jhag y liberó otra andanada atronadora de magia…
E Icarium salió volando hacia atrás…
Los vientos de la tormenta parecieron retorcerse como presa de una rabia desquiciada. Aullaban, desgarraban las paredes de piedra, arrancaban trozos enormes. Los cuerpos de los caídos salían por los aires, la carne se desprendía de los huesos, los huesos se afinaban y después se partían, las armas salían volando y se marchitaban hasta desaparecer.
Y Trull Sengar, de rodillas, observaba al desconocido que machacaba a Robavida. Una y otra vez, cada detonación temblorosa volvía a aporrear al jhag por los aires, lo hacía dar vueltas agitando brazos y piernas, golpeando alguna lejana obstrucción con unos impactos profundos que lo hacían temblar.
Y luego, cada vez, el terrible asesino volvía a ponerse en pie y avanzaba con paso firme una vez más.
Solo para recibir otro golpe más.
En el intervalo que siguió al último, el desconocido se volvió, vio a Trull Sengar y le gritó en malazano.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién eres?
Trull parpadeó y sacudió la cabeza.
Esa no es la pregunta. ¿Quién Embozado eres tú?
Robavida rugió y se acercó con esfuerzo, y esa vez resistió el estallido de hechicería, que no lo hizo retroceder más que unos cuantos pasos, y cuando la llamarada salvaje se desvaneció, sacudió la cabeza y levantó la espada. Y avanzó otra vez.
Otra erupción, pero el jhag se inclinó contra ella…
Y Trull vio que el mago sufría una sacudida, como si le hubieran dado un puñetazo. La piel se partió en el dorso de las manos del hombre, brotó la sangre.
Robavida dio un paso atrás y después se abalanzó de nuevo.
Y el mago pareció medio desvanecerse en una bruma de sangre, arrojado hacia atrás, tropezando y luego, con un gruñido, recuperando otra vez el equilibrio…
A tiempo para el siguiente asalto del jhag.
Trull se encontró con que el mago se había detenido con un resbalón justo delante de él. No había piel visible que no estuviera envuelta en sangre. Las lesiones desfiguraban cada miembro, la cara, el cuello; los ojos eran de un rojo profundo y derramaban lágrimas carmesíes. Alzó una mano temblorosa y con los labios desgarrados, el mago pareció sonreír cuando habló.
—Yo me largo. Todo tuyo, edur, y diles a Tronosombrío y Cotillion que los estaré esperando al otro lado de la puerta del Embozado.
Trull levantó la mirada, después se irguió y preparó su lanza.
Los ojos de Robavida llameaban y, en esa incandescencia, Trull creyó ver reconocimiento. Sí, yo otra vez.
De inmediato el rugido del viento vaciló, pareció rasgarse y enviar fragmentos de detritos volando contra los muros… y había calor, un calor tibio, sofocante que fluía por detrás del jhag, que levantó la espada y se acercó con pasos titubeantes…
Varat Taun se abrió paso con las manos entre los cadáveres y sintió que se deshacía la tormenta. Se quedó sin aliento cuando pareció surgir un fulgor dorado que impregnó el aire, y en ese fulgor había calidez, vida.
Un movimiento furtivo a su izquierda, giró la cabeza: una figura, cubierta de pelo, como si vistiera una piel marrón muy ceñida, no, desnuda, una mujer, no, una hembra, no era humana en absoluto. Y sin embargo…
Medio agachada, se movía con agilidad, sinuosa, llena de inquietud; se acercó a Icarium por detrás cuando el jhag echó a andar hacia el solitario tiste edur.
Y entonces, un movimiento rápido, Icarium lo oyó y empezó a darse la vuelta, pero ella ya había estirado el brazo, una mano de dedos largos, sin armas, solo la estiraba, y Varat Taun vio las puntas de los dedos rozar a Icarium justo por encima de la cadera derecha, el más ligero de los toques…
Y el asesino se derrumbó en el suelo.
Tras Varat, un grito sin palabras, el letherii se estremeció cuando alguien pasó a la carrera junto a él, Taralack Veed…
La hembra inhumana se había agachado junto a la forma caída de Icarium. Acariciaba con suavidad la frente del asesino; el fulgor ámbar comenzaba a desvanecerse y, al ir desapareciendo, la propia hembra comenzó a perder definición y después se disolvió en una luz dorada que parpadeó y se apagó.
Taralack Veed giró la cabeza y se encontró con los ojos de Varat.
—¡Ayúdame! —siseó.
—¿A hacer qué? —preguntó el letherii.
—La puerta que tienes detrás, ¡se desvanece! ¡Tenemos que arrastrar a Icarium y meterlo otra vez! ¡Tenemos que sacarlo de aquí!
—¿Estás loco?
La cara del gral se crispó.
—¿No lo entiendes? Icarium… ¡es para vuestro emperador!
Un escalofrío repentino se llevó los últimos vestigios de esa calidez curativa y, después, un diluvio de emociones que le escaldó la mente. Varat Taun se levantó como pudo y fue a reunirse con Taralack Veed.
Para Rhulad. Dioses. Sí, ahora lo veo. Sí. Para Rhulad, incluso Rhulad, incluso esa espada. Sí, lo veo, ¡lo veo!
La entrada al salón del trono volvía a estar vacía, el tiste edur había metido al ceda en el santuario de esa cámara; esa era su oportunidad, Taralack y él fueron a cargar con la forma postrada de Icarium.
El gral recogió la espada, la envainó bajo su cinturón, y sujetó un brazo.
—Coge el otro —ordenó con un siseo—. ¡Date prisa! Antes de que se den cuenta, ¡antes de que esa maldita puerta se cierre con un portazo!
Varat se hizo con el otro brazo y empezaron a arrastrar a Icarium.
El fluido resbaladizo de lo que había bajo el jhag lo hizo más fácil de lo esperado.
Arrodillado, Trull Sengar limpió la sangre de la cara del mago, con cuidado, con dulzura, alrededor de los ojos cerrados. Tras el arco, un silencio profundo. En el interior de la cámara, los sonidos de sollozos, apagados, indefensos.
—¿Vivirá?
El tiste edur se sobresaltó y levantó la cabeza.
—Cotillion. Dijiste que enviarías ayuda. ¿Es él?
El dios asintió.
—No bastó.
—Lo sé.
—¿Y a quién habrías enviado a continuación?
—Iba a venir yo, Trull Sengar.
Ah. Bajó la cabeza y miró al mago inconsciente.
—La eres’al… hizo lo que nadie más pudo.
—Eso parece.
—Imprevista, su llegada, supongo.
—De lo más inesperada, Trull. Es una pena, no obstante, que su poder de sanación no penetrara en esta cámara.
El tiste edur frunció el ceño y luego volvió a levantar la cabeza para mirar al dios.
—¿A qué te refieres?
Cotillion fue incapaz de mirarlo a los ojos.
—Onrack. Se acaba de levantar. Curado, más o menos. Creo que ella lo compadece…
—¿Y quién se compadece de nosotros? —preguntó Trull. Giró la cabeza y escupió sangre.
No hubo respuesta del dios.
El tiste edur se derrumbó y quedó sentado en una postura descuidada.
—Lo siento, Cotillion. No sé si te merecías eso. Supongo que no.
—Ha sido una noche azarosa —dijo el dios. Después suspiró—. Así es la convergencia. Te lo pregunté antes, ¿vivirá Ben el Rápido?
Ben el Rápido. Trull asintió.
—Creo que sí. Ha dejado de sangrar.
—He llamado a Tronosombrío. Habrá sanación.
Trull Sengar miró hacia donde Panek estaba sentado junto a su madre (una de sus madres).
—Será mejor que Tronosombrío se dé prisa, antes de que esos niños se queden huérfanos una vez más.
Un ruido en el portal, algo raspaba el suelo, y Onrack apareció arrastrando los pies.
—Trull Sengar.
Asintió y consiguió esbozar una sonrisa entrecortada.
—Onrack. Parece que tú y yo estamos malditos y debemos continuar nuestra patética existencia un poco más.
—Me complace.
Nadie habló durante un momento, después lo hizo el t’lan imass.
—Robavida se ha ido. Se lo han llevado otra vez a través de la puerta.
Cotillion lanzó un siseo de frustración.
—¡Esos malditos sin nombre! No aprenden nunca, ¿verdad?
Trull se había quedado mirando a Onrack.
—¿Llevado? ¡Vive! ¿Por qué… cómo? ¿Llevado?
Pero fue el dios el que respondió.
—Icarium, Robavida, es su mejor arma, Trull Sengar. Los sin nombre pretenden arrojarlo contra tu hermano, el emperador de Lether.
Cuando la comprensión atravesó el aturdimiento del cansancio, Trull cerró los ojos poco a poco. Oh, no, por favor…
—Entiendo. ¿Qué ocurrirá entonces, Cotillion?
—No lo sé. No lo sabe nadie. Ni siquiera los sin nombre, aunque, en su arrogancia, jamás lo admitirían.
Llamó su atención entonces un chillidito de Panek, y allí estaba Tronosombrío, agachado sobre Minala y poniéndole una mano en la frente.
Trull volvió a escupir, tenía el interior de la boca lacerada, después rezongó y miró a Cotillion con los ojos guiñados.
—No volveré a luchar aquí otra vez —dijo—. Ni Onrack, ni estos niños, Cotillion, por favor…
El dios le dio la espalda.
—Por supuesto que no, Trull Sengar.
Trull observó a Cotillion atravesar el arco y la mirada del tiste edur se posó una vez más en el cuerpo de Ahlrada Ahn. Cuando Tronosombrío se acercó a Ben el Rápido, Trull se puso en pie y se dirigió adonde yacía su amigo. Ahlrada Ahn. No te entiendo, jamás te he entendido, pero te lo agradezco de todos modos. Te lo agradezco…
Fue hasta la entrada, miró fuera y vio a Cotillion, al patrón de los Asesinos, el dios, sobre un saliente de piedra que se había desprendido de un muro, sentado, solo, con la cabeza enterrada en las manos.