Los Gemelos se encontraban en su torre
cuando la matanza empezó abajo
y los dados rebotaron salvajes
para gran placer de los hermanos.
Ahora giraron de súbito,
de súbito y amargos, y esta partida
que jugaban (los mortales sangrando
y llorando en la oscuridad) vieron
a su vez, y la partida que jugaban
lanzada a un nuevo viento, un temporal
que no era el suyo.
Y así con los Gemelos jugaron,
oh, cómo jugaron con ellos.
Luna del asesino
—Vatan Urot
Cuando tuvieron delante la calzada de la Muralla (las escaleras que subían a la fortaleza de Mock), Kalam Mekhar echó un vistazo tras ellos otra vez. Se iba acercando una turbamulta furtiva, parecía que se desplazaba de nuevo hacia el puerto. ¿Quién estaba detrás de todo aquello? ¿Qué posible razón podía haber?
Al Decimocuarto no lo arrastrarían a una matanza. De hecho, el único resultado realista era justo lo contrario. Podían morir cientos de ciudadanos esa noche antes de que el resto se diera por vencido y huyera. Cierto, no había más que un puñado de infantes en el amarradero, pero Kalam sabía de sobra que tenían municiones moranthianas. Y luego, por supuesto, estaba Ben el Rápido.
Pero no te agotes, amigo mío. Creo… El asesino metió la mano bajo los pliegues de su manto y se tranquilizó una vez más, todavía llevaba la bellota que el mago supremo le había preparado. Mi taba afeitada en la manga. Si se daba el caso, podía invocar a Rápido. Y estoy pensando…
La consejera no vaciló y comenzó su ascenso por la calzada de la Muralla. Los otros la siguieron.
Un largo ascenso por delante, agotador, hilera tras hilera de escalones que habían visto lo suyo en cuestión de sangre derramada. Kalam no tenía muy buen recuerdo de la calzada de la Muralla. Ella está ahí arriba, así que baja fluyendo, nunca deja de bajar. Estaban por encima del nivel de las haciendas superiores y atravesaban una corriente ascendente y revuelta de brumas con el olor amargo del humo de madera. La condensación se aferraba al muro de piedra de su izquierda, como si el promontorio en sí hubiera empezado a sudar.
Las luces de las antorchas serpenteaban por las calles de abajo. Por algunos sitios resonaban las alarmas de la guardia de la ciudad, y de repente una hacienda estalló en llamas, se alzó humo negro, iluminado por debajo con una luz siniestra. Llegaron a sus oídos unos gritos atenuados.
Pero ellos siguieron subiendo sin detenerse, sin una sola palabra. Nada salvo el sonido metálico apagado y el susurro de las armaduras, las botas arañando el suelo, el aliento más trabajoso inhalado con cada paso. La luna borrosa surgió y arrojó una luz enfermiza sobre la ciudad y la bahía, iluminó la isla del Viejo Vigía y el borde exterior del puerto, los juncos plateados de la isla del Barro y, más al sur, enfrente, la desembocadura del río Cuevarroja, donde se alzaban las ruinas de un templo de D’rek largo tiempo abandonado. El agua transparente de ese lado de la isla del Barro estaba atestada de transportes, mientras que las escoltas de Nok se habían colocado entre esos transportes y los cuatro dromones quon del séquito de la emperatriz Laseen, estos últimos todavía amarrados junto a los muelles imperiales, justo bajo la fortaleza de Mock.
El mundo parecía de repente un pequeño grabado a los ojos de Kalam, una disposición muy elaborada de los juguetes de un niño. Si no fuera por las masas de antorchas que se iban acercando a los muelles centrales, las figuras apenas vistas que corrían por varias calles y avenidas y los gritos lejanos de una ciudad convulsa, el panorama tendría un aspecto casi pintoresco.
¿Estaba viendo la agonía del Imperio de Malaz? En la isla donde todo empezó, quizá allí fuera también donde se anunciara su caída, esa noche, en un torbellino de violencia caótica, absurda. La consejera aplastó la rebelión de Siete Ciudades. Este debería ser un regreso triunfal. Laseen, ¿qué has hecho? ¿Has perdido de repente el control de esta bestia loca?
Kalam sabía de sobra que el velo de la civilización era muy fino. Arrojarlo a un lado no requería demasiado esfuerzo, e incluso menos instigación. Había suficientes matones en el mundo, y esos matones podían lucir el atavío de un noble, o de un puño, o, incluso, las túnicas de un sacerdote o los ropajes de un erudito; no cabía duda de que había suficientes que ansiaban el caos y la oportunidades que este proporcionaba. Para derramar una crueldad sin sentido, para desatar el odio, para matar y violar. Cualquier excusa bastaba, incluso a veces no hacían falta ni excusas.
Por delante de él, la consejera iba subiendo sin vacilación alguna, como si ascendiera por un andamio, en paz con lo que los hados habían decretado. ¿Estaba leyendo bien lo que había en su expresión? Kalam no lo sabía.
Pero estaba llegando el momento, ya no tardaría mucho, en el que tendría que decidir.
Y esperaba. Rezaba. Que el momento, cuando se presentara, hiciera que su elección fuera obvia, inevitable, de hecho. Pero acechaba una sospecha, que esa elección resultaría mucho más dura de lo que se atrevía a admitir en ese instante.
¿Elijo vivir o elijo morir?
Bajó la vista y miró a su derecha, a esos cuatro barcos que había justo debajo.
Se ha traído a mucha gente con ella, ¿no?
A medio camino del parque Colina del Cuervo, Botella se detuvo contra una puerta, el corazón le martilleaba en el pecho, el sudor le chorreaba por la cara. La hechicería agitaba cada calle. Mockra. Retorcía los pensamientos de los incautos y los incrédulos, llenaba los cráneos de ansias de violencia. Y las figuras solitarias que se abrían camino contra la marea eran víctimas en potencia, él se había visto obligado a dar un rodeo hasta esa puerta por callejones estrechos y asfixiantes, había tenido que bajar por el paseo norte del río, enterrado hasta los tobillos en el barro sucio del río Malaz, donde los insectos se alzaban en enjambres voraces. Pero al menos había llegado.
Sacó un cuchillo y, temeroso de hacer más ruido todavía, rascó la puerta. La calle que tenía detrás estaba vacía, pero podía oír los disturbios que empezaban, las maderas astilladas, el chillido agudo de un caballo moribundo, y por toda la ciudad habían comenzado a ladrar los perros, como si se hubiera despertado una antigua memoria lupina. Botella volvió a rascar.
La puerta se abrió de repente. Una mujer alta de pelo gris se lo quedó mirando desde arriba, sin expresión alguna.
—Agayla —dijo Botella—. Mi tío se casó con la hermana del marido de tu tía. ¡Somos familia!
La mujer dio un paso atrás.
—¡Entra aquí, a menos que te apetezca que te hagan pedazos!
—Soy Botella —dijo él mientras la seguía al interior de una botica en la que reinaban los aromas a hierbas—, no es mi nombre verdadero, pero…
—Oh, qué más da eso. Tienes las botas asquerosas. ¿De dónde vienes y por qué has elegido esta noche entre todas las noches para visitar la ciudad de Malaz? ¿Té?
Botella parpadeó un momento y asintió.
—Soy del Decimocuarto Ejército, Agayla…
—Bueno, qué tontería por tu parte, ¿no crees?
—¿Disculpa?
—Deberías estar escondiéndote en los barcos con todos los demás, mi querido muchacho.
—No puedo. Es decir, me envió la consejera…
La mujer se volvió.
—¿A verme? ¿Y para qué?
—No, no es eso. Fue idea mía venir aquí. Estoy buscando a alguien. Es importante… Necesito tu ayuda.
La mujer le dio la espalda una vez más y vertió la infusión de hierbas en dos tazas.
—Ven a tomar tu té, Botella.
Cuando el joven se adelantó, Agayla lo miró otra vez a toda prisa, le metió la mano entre los pliegues del manto y sacó de golpe el muñeco. Lo estudió por un momento y después, con el ceño fruncido, sacudió el muñeco delante de la cara de Botella.
—¿Y qué es esto? ¿Tienes idea de en lo que te estás metiendo, niño?
—¿Niño? Espera un momento…
—¿Es este el hombre que necesitas encontrar?
—Bueno, sí…
—Entonces no me dejas otra alternativa, ¿no?
—¿Perdón?
Agayla volvió a meterle el muñeco entre los pliegues del manto y le dio la espalda otra vez.
—Bébete el té. Después hablaremos.
—¿Puedes ayudarme?
—¿A salvar el mundo? Bueno, sí, por supuesto.
¿Salvar el mundo? Oye, consejera, esa parte no la mencionaste.
Koryk hizo rodar los hombros para repartir bien el peso de la pesada cota de malla. La espada larga y el escudo estaban colocados en las piedras húmedas que tenía detrás. Con sus manos con guanteletes sostenía la ballesta. A tres pasos a su izquierda se encontraba Sonrisas, un fullero en la diestra, los dientes resplandeciéndole bajo la luz sin brillo de la luna. A la derecha de Koryk estaba Sepia, agazapado sobre una colección de municiones desplegadas sobre una capa de lluvia. Entre ellas había un maldito.
—Un momento, Sepia —dijo Koryk al ver la enorme granada—. Vuelve a pasar ese maldito y que lo bajen, ¿quieres? A menos que estés planeando volar a todos los que estamos aquí, por no hablar del Silanda y el Lobo de Espuma.
El zapador levantó la cabeza y lo miró con los ojos guiñados.
—Si nos llevamos a cien de ellos con nosotros, yo encantado, Koryk. Tú no te preocupes, es para lo último que quede en pie, para entonces probablemente ya habréis caído todos.
—Pero quizá sigamos vivos…
—Procura evitarlo, soldado. A menos que te haga feliz que la chusma se divierta con lo que quede de ti.
Koryk frunció el ceño y volvió la vista a la multitud creciente, a veinte pasos de distancia, arremolinados, gritando amenazas y feas promesas. Muchas armas peligrosas entre ellos. La guardia de la ciudad se había desvanecido y, de momento, lo único que parecía contener a los necios era la línea sólida de soldados con escudos trabados que se enfrentaba a ellos. Chapapote, Corabb Bhilan Thenu’alas, Uru Hela, Cachipolla, Narizcorta y Destello de Ingenio. Unas cuantas rocas y fragmentos de ladrillo se habían arrojado al campo intermedio, y a los que se acercaban se les recibía alzando los escudos casi con languidez para mantenerlos a raya.
En los flancos de la chusma estaban preparando flechas en llamas.
Intentarán prenderles fuego a los barcos de aquí primero, y así no vamos bien. No le parecía que el Silanda fuera a arder, no después de lo que Gesler les había dicho. Pero el Lobo de Espuma era otra historia. Echó un vistazo y vio al cabo Olor a Muerto cruzar la pasarela de regreso al amarradero, detrás de él estaba el puño Keneb.
—Sargento Bálsamo.
—¿Sí, puño?
Keneb miró a su alrededor.
—¿Dónde están Gesler y Violín?
—Explorando, señor.
—Explorando, entiendo. Así que no hay más, ¿no?
—Esas flechas, señor…
—El destriant Run’Thurvian me asegura que las naves amarradas estarán a salvo. Los transportes, por desgracia, son otro asunto. Les hemos hecho señales a los más cercanos y les hemos dado la orden de que se retiren hasta quedar fuera de su alcance. Lo que significa, sargento, que usted y sus soldados están solos. La balista de arco del Lobo de Espuma les proporcionará apoyo.
—Se lo agradezco, señor —dijo Bálsamo, una extraña mirada perpleja en los ojos—. ¿Dónde está el asedio?
—¿Disculpe?
Olor a Muerto se aclaró la garganta y se dirigió a Keneb.
—No le haga caso, señor. Una vez que empiece la lucha, estará bien. Puño, dice que esas flechas no incendiarán los barcos; pero cuando se den cuenta las volverán contra nosotros.
Keneb asintió y miró a Sepia.
—Zapador, quiero que golpee a esos arqueros de los flancos. No espere a que ellos se anticipen. Fulleros, suponiendo que estén al alcance.
Sepia se irguió y echó un vistazo.
—Fácil, señor. Galt, Lóbulo, acercaos y coged un par de fulleros; el maldito, no, Galt, idiota, esos pequeños redondos, ¿estamos? Dos, maldito seas, nada más. Volved si necesitáis más.
—Quizá tres…
—¡No! Piénsalo, Lóbulo. ¿Cuántas manos tienes? ¿Dónde vas a sujetar el tercero, con el culo? Dos, y que no se os caigan o este amarradero entero desaparece y nosotros con él. —Se volvió—. Puño, ¿quiere que los golpeemos ahora?
—No veo por qué no —respondió Keneb—. Con un poco de suerte, el resto se desperdigará.
Unas flechas en llamas salieron siseando en busca de las jarcias del Lobo de Espuma. Los arcos y sus chisporroteos desaparecieron de repente.
Koryk lanzó un gruñido.
—Muy bonito. Más vale que te pongas a ello, Sepia. Apuesto a que la siguiente andanada viene a por nosotros.
Sepia por la derecha, Galt y Lóbulo por la izquierda. Levantaron los fulleros y después, a la orden de Sepia, arrojaron las granadas de arcilla.
Unas detonaciones que estallaron como crujidos en una piedra quebradiza y cayeron cuerpos retorciéndose, chillando.
La chusma del centro, con un rugido gutural, se lanzó a la carga.
—Mierda. —Fue uno de los de la pesada de primera línea.
Sonrisas lanzó su fullero contra el centro de la oleada.
Otra explosión, esa a solo diez pasos del muro de escudos, que se echó hacia atrás por instinto con las cabezas agachadas bajo los escudos alzados. Chillidos, figuras que caían, sangre y trozos de carne, cuerpos por el suelo haciendo tropezar a los atacantes, el frente de esa carga se había convertido en un desastre caótico, pero los de detrás continuaban presionando.
Koryk se movió hacia la derecha, podía oír a alguien gritando órdenes, una voz pesada, autoritaria, la cadencia de un oficial malazano, y Koryk quería a ese cabrón.
La balista montada sobre la proa del Lobo de Espuma corcoveó, el enorme proyectil salió a toda velocidad y desgarró la multitud en una veta de chorros de sangre. Un cuadrillo diseñado para abrir agujeros en cascos de barcos perforó carne y hueso sin esfuerzo, un cuerpo tras otro.
Unas cuantas flechas se precipitaron contra los soldados del embarcadero y después la multitud alcanzó la primera línea de defensa.
Indisciplinados, convencidos de que el simple peso y el impulso bastarían para hacer pedazos el muro de escudos, no estaban preparados para el empujón calculado a la perfección de los de la pesada, los largos escudos que se clavaron en ellos y las espadas que arremetieron contra ellos.
El único soldado que no estaba adiestrado para mantener un muro era Corabb Bhilan Thenu’alas, y Koryk descubrió a Sonrisas ponerse tras el tipo mientras este lanzaba cuchilladas contra un enemigo con su alfanje. El hombre que tenía delante era enorme y empuñaba espadas cortas, con una clavaba y con la otra rebanaba, así que Corabb se colocó en una postura de defensa sostenida con el escudo redondo y el arma. Al mismo tiempo, Sonrisas, que vio una abertura, lanzó un cuchillo que alcanzó al atacante en la garganta. Cuando el hombre se derrumbó, Corabb giró y el alfanje aplastó la cabeza desprotegida.
—¡Vuelve a la brecha! —chilló Sonrisas, y empujó a Corabb.
Koryk vio una figura a un lado (no era el comandante). Dioses, es un mago y está preparando una senda. Así que levantó la ballesta y apretó el gatillo.
El cuadrillo mandó al hombre dando vueltas.
Tres fulleros más estallaron entre la multitud, más atrás. De inmediato el ataque se vino abajo y el muro de escudos avanzó un paso, después otro, las armas lanzaban cuchilladas para acabar con los heridos. Varias figuras salieron disparadas y Koryk oyó a alguien a lo lejos que gritaba y mencionaba un punto de reunión; pero vio que, de momento, pocos escuchaban.
Uno menos.
En la amplia plataforma de carga y a ambos lados, decenas de cuerpos salpicaban los adoquines, voces débiles que gritaban de pena y dolor.
Dioses del inframundo, estamos matando a los nuestros.
En la cubierta delantera del Lobo de Espuma, Keneb se volvió hacia el capitán Rynag. Luchaba por contener su furia cuando habló.
—Capitán, había soldados entre esa chusma. Sin uniforme.
El hombre estaba pálido.
—Yo no sé nada de eso, puño.
—¿Qué sentido tiene todo esto? No les van a poner las manos encima al Decimocuarto.
—No… no sé. Son los wickanos, los quieren a ellos. Ha empezado un pogromo y no hay forma de detenerlo. Se ha emprendido una cruzada y un ejército marcha sobre las llanuras wickanas…
—¿Un ejército? ¿Qué clase de ejército?
—Bueno, una turba, pero dicen que tienen diez mil hombres y hay veteranos entre ellos.
—¿La emperatriz lo aprueba? Da igual. —Keneb se volvió una vez más y contempló la ciudad. Los cabrones se estaban reagrupando—. De acuerdo —dijo—, si esto sigue así, puede que desafíe las órdenes que me ha dado la consejera. Y que desembarque a todo el puñetero ejército…
—Puño, no puede hacer eso…
Keneb se giró en redondo.
—¡No hace mucho tiempo insistía en que lo hiciera!
—¡La peste, puño! Desataría la devastación…
—¿Y qué? Prefiero dar que recibir, dadas las circunstancias. Y ahora, a menos que la emperatriz tenga un ejército entero oculto aquí, en la ciudad, el Decimocuarto puede poner fin a este levantamiento; bien saben los dioses que tenemos experiencia más que suficiente. Y admito que me estoy planteando ponerla en práctica.
—Puño…
—Bájese de este barco, capitán. Ahora.
El hombre se lo quedó mirando.
—¿Me está amenazando?
—¿Amenazando? A Coltaine lo ataron abierto de brazos y piernas a una cruz a las afueras de Aren mientras el ejército de Pormqual se ocultaba detrás de las murallas de la ciudad. Siento la fuerte tentación, capitán, de clavarlo a algo parecido, aquí y ahora. Un regalo para los descreídos de ahí fuera, solo para recordarles que algunos todavía nos acordamos de la verdad. Voy a respirar hondo tres veces y si sigue aquí para entonces…
El capitán se escabulló a toda prisa.
Koryk observó al capitán bajar corriendo por la pasarela y después rodear la primera línea de infantería pesada. Parecía dirigirse a la multitud más cercana que se estaba reuniendo a la entrada de una calle ancha.
Si Koryk se lo hubiera planteado, habría pensado que la serie de oscuros pensamientos que se agolpaban en su mente (todos y cada uno listos para encontrar una voz) le proporcionaban todas las excusas que necesitaba. Pero no se lo planteó, y en cuanto a excusas, él no las necesitaba, ninguna en absoluto.
Levantó la ballesta.
Soltó el cuadrillo.
Lo observó alcanzar al capitán entre los omóplatos y vio al hombre caer boca abajo, despatarrado, con los brazos estirados a los lados.
Chapapote y los otros de esa primera línea se volvieron para estudiarlo, en silencio, sin expresión bajo los bordes de los yelmos.
Sonrisas lanzó una carcajada incrédula.
Unas botas pesadas sobre la pasarela y después la pregunta dura de Keneb.
—¿Quién ha sido el responsable de eso?
Koryk miró al puño.
—Fui yo, señor.
—Acaba de asesinar a un capitán de la Guardia del Palacio de Unta, soldado.
—Sí, señor.
Se oyó entonces a Chapapote.
—¡Vuelven a por otra tanda! Parece que los has cabreado de verdad, Koryk.
—Prueba suficiente para mí —rezongó el mestizo seti mientras empezaba a cargar otra vez la ballesta. Mientras esperaba a que Keneb hablara. Mientras esperaba la orden para que Bálsamo lo arrestara.
Pero en lugar de todo eso, el puño no dijo nada. Se dio la vuelta y regresó al Lobo de Espuma.
Un siseo de Sonrisas.
—Cuidado, Koryk. Espera a que Viol se entere de esto.
—¿Viol? —soltó el sargento Bálsamo—. ¿Y qué pasa con la consejera? Te van a colgar, Koryk.
—Si me cuelgan, que me cuelguen. Pero lo haría de nuevo. El cabrón quería que les entregásemos a los wickanos.
Aturdido, Keneb regresó a la cubierta central. «Quería que les entregásemos a los wickanos…». Infantes y marineros estaban todos mirándolo, y el destriant Run’Thurvian había subido de la bodega y se aproximaba.
—Puño Keneb, esta noche no está transcurriendo bien, ¿cierto?
Keneb parpadeó.
—¿Destriant?
—Un gravísimo fallo de la disciplina…
—Lo siento —interpuso Keneb—, es obvio que no lo entiende. Hace algún tiempo la consejera proclamó el nacimiento de los Cazahuesos. ¿Qué vio ella entonces? Yo no tenía más que una sensación, casi ni una sensación siquiera. Más bien una sospecha. Pero ahora… —Sacudió la cabeza—. Tres pelotones en el amarradero defendiendo sus posiciones, ¿y por qué?
—Puño, la amenaza se percibe y ha de dársele respuesta.
—Podríamos levantar las amarras y zarpar. Pero en su lugar, aquí estamos. Aquí están, listos para sacar a espadazos a cualquiera que se atreva a acercarse. Listos para responder a la sangre con sangre. La traición, destriant, acecha esta noche como un dios, justo aquí, en la ciudad de Malaz. —Pasó sin prisas junto a los otros, de regreso al castillo de proa—. ¿Esa balista está cargada? —preguntó.
Uno de los miembros de la tripulación asintió.
—Sí, puño.
—Bien. Se están acercando rápido.
El destriant fue a colocarse junto a Keneb.
—Puño, no lo entiendo.
Keneb apartó la mirada de los cientos que iban acercándose cada vez más.
—Pero yo sí. Lo he visto. Estamos defendiendo el amarradero ¡y ni a un solo de los soldados de ahí abajo le importa una mierda lo demás! ¿Por qué? —Dio unos golpes en la barandilla—. Porque estamos esperando. Estamos esperando a la consejera. Destriant, ahora somos suyos. Está decidido, ¡y el puto Imperio puede pudrirse entero!
Los ojos del otro hombre se fueron abriendo poco a poco ante semejante estallido, y después, con una leve sonrisa, se inclinó.
—Como diga, puño. Como usted diga.
La última puerta del pasillo del bloque de pisos, último piso. Típico. El borde del cuchillo se deslizó con facilidad entre la puerta y el marco y levantó el cerrojo. Un empujón lento, firme, echó la puerta atrás con solo un gemido levísimo de los goznes de cuero.
Violín se deslizó dentro y miró a su alrededor en la oscuridad.
Estruendosos ronquidos animales y gruñidos procedentes del catre, un olor a cerveza pasada invadía el aire cargado.
Moviéndose milímetro a milímetro, Violín fue posando la colección de ballestas en el suelo, un procedimiento que le llevó casi treinta latidos, pero ni una sola vez las notas estentóreas del sopor se detuvieron en la figura del catre.
Despojado ya de su carga, Violín se fue acercando más, respiraba despacio y con tranquilidad, hasta que se cernió sobre la cabeza greñuda de su incauta víctima.
Y entonces empezó a canturrear en un susurro.
—Tus fantasmas… hemos vuelto… para no dejarte solo jamás, para no darte nunca un momento de descanso… oh, sí, mi querido Diente Bravo, soy yo, Violín, muerto pero no desaparecido, un fantasma que regresa para perseguirte hasta tu último…
El puño surgió de la nada y entró en contacto como una roca sólida contra la cintura de Violín. Sin un solo gramo de aire en los pulmones, el sargento se derrumbó de espaldas en el suelo, donde se encogió alrededor de un dolor agónico…
Mientras Diente Bravo se ponía en pie.
—Eso no tuvo gracia, Violín —dijo mirándolo desde su altura—. Pero tú, retorciéndote ahí tirado en el suelo, eso sí que es gracioso.
—Cierra esa bocaza —jadeó Violín— y búscame una silla.
El sargento mayor lo ayudó a levantarse. Violín se apoyó con fuerza en él y se irguió poco a poco, el esfuerzo puntuado por muecas de dolor y un siseo entre dientes.
—¿Sobrevivirás?
Un asentimiento y Violín se las arregló para dar un paso atrás.
—Está bien, me lo merecía…
—No hay ni que decirlo —replicó Diente Bravo.
Se miraron el uno al otro en la oscuridad por un instante y después se dieron un abrazo. Y no añadieron nada.
Al poco, la puerta se abrió tras ellos. Se separaron y vieron a Gesler y Tormenta, el primero llevaba dos botellas de vino y el segundo tres hogazas de pan.
—¡Por el aliento del Embozado! —se rió Diente Bravo—. ¡Los viejos cabrones, todos y cada uno han vuelto a casa!
Cuando Gesler y Tormenta pusieron las vituallas en una mesita, Violín examinó el violín que se había atado a la espalda. Le complació ver que no había más daños que los que ya tenía. Sacó el arco, miró a su alrededor cuando Diente Bravo encendió un farol, acercó a una silla y se sentó.
Un momento después los tres hombres lo estaban mirando.
—Lo sé —dijo Violín—. Diente Bravo, ¿recuerdas la última vez que toqué…?
—¿Esa fue la última vez?
—Lo fue, y han caído muchos desde entonces. Amigos. Personas a las que llegamos a querer y que ahora echamos de menos, como agujeros en el corazón. —Respiró hondo y después continuó—. Lleva esperando dentro mucho tiempo. Así que, mis viejos, viejos amigos, oigamos algunos nombres.
Diente Bravo se sentó en el catre y se rascó la barba.
—Tengo uno nuevo para ti. Un soldado que envié a algo esta misma noche y que terminó muerto. Se llamaba Gentur. Su amigo Tirabarro estuvo a punto de morir también, pero parece que la Señora le dio un tirón. Y lo encontramos a tiempo para ayudar un poco.
Violín asintió.
—Gentur. De acuerdo. ¿Gesler?
—Kulp. Baudin. Y, creo, Felisin Paran, la chica no tuvo mucha suerte y cuando aparecieron cosas buenas, escasas como fueron esas ocasiones, bueno, no supo qué hacer o qué decir. —Se encogió de hombros—. Cuando a una persona le duele lo suficiente por dentro, lo único que sabe hacer es herir a su vez. Así que, ella también. —Hizo una pausa y añadió—: Pella, Verdad.
—Y Coltaine —dijo Tormenta—. Y Duiker, y el Séptimo.
Violín empezó a afinar el instrumento.
—Buenos nombres, todos y cada uno. Yo añadiré unos cuantos más. Whiskeyjack. Seto. Trote. Y uno más, no hay nombre todavía y no es para tanto. Uno más… —Hizo una mueca—. Podría sonar un poco basto, por mucha colofonia que use. Da igual. Tengo una endecha triste en la cabeza que necesita salir…
—¿Todo triste, Viol?
—No, todo no. Os dejo los buenos recuerdos a vosotros, pero os lanzaré un susurro de vez en cuando, para haceros saber que sé lo que sentís. Ahora, poneos cómodos, llénales las copas, Gesler, esto va a llevar un rato, me imagino.
Y empezó a tocar.
La puerta pesada de la cima de la calzada de la Muralla se abrió con un chirrido y reveló en el umbral la silueta de una forma inmensa, encorvada. Cuando la consejera llegó a ese nivel, la figura dio un paso atrás y Tavore entró en la garita, seguida por T’amber y después el puño Tene Baralta. Kalam entró en aquella sala que olía a cerrado. El aire era dulzón con los vapores empalagosos del ron.
El asesino se detuvo enfrente del portero.
—Lubben.
Una respuesta pesada, profunda.
—Kalam Mekhar.
—¿Una noche de mucho trabajo?
—No todo el mundo usa la puerta —respondió Lubben.
Kalam asintió y no dijo nada más. Continuó andando y salió al patio del torreón, los adoquines ladeados bajo los pies, la antigua torre a la izquierda, la fortaleza en sí a escasa distancia a la derecha. La consejera ya había atravesado la mitad de la explanada. Detrás de Kalam, la escolta de la Guardia Imperial Untan se separó del grupo y se dirigió a su barracón, cerca del muro del norte.
Kalam levantó la cabeza y miró con los ojos guiñados la luna turbia. Una leve brisa le rozó la cara, cálida, sofocante y seca, tironeándole del sudor de la frente. En las alturas, por algún lugar, una veleta chirrió por un instante. El asesino echó a andar tras los otros.
Dos garras flanqueaban la entrada del torreón, no la guardia habitual. Kalam se preguntó dónde estaban esa noche el puño residente y su guarnición. Seguramente en las bodegas del almacén, borrachos como cubas. Bien sabe el Embozado que es donde estaría yo si estuviera en sus botas. No el viejo Lubben, por supuesto. Ese jorobado cano era tan viejo como la propia puerta de la Muralla, siempre había estado allí, desde la época del emperador e incluso, si los rumores estaban en lo cierto, incluso cuando Mock gobernaba la isla.
Cuando Kalam pasó entre los dos asesinos, ambos ladearon las cabezas encapuchadas en su dirección. Un saludo burlón, concluyó él, o algo peor. No respondió y se metió en el amplio pasillo.
Otra garra había estado aguardándolos y esa figura encapuchada los condujo a la escalera.
Subieron dos niveles y luego bajaron por un pasillo y se metieron en una antecámara, donde Tene Baralta les ordenó a sus espadas rojas que se quedaran, salvo su capitán, Lostara Yil. El puño mandó marchar luego a dos de sus soldados tras unas breves instrucciones impartidas en susurros. La consejera lo observó todo sin expresión alguna, aunque Kalam sintió tentaciones de llamarle la atención a Baralta sobre lo que a todas luces era un acto de independencia intencionada, como si Tene Baralta se estuviera despojando él mismo y a sus Espadas Rojas de cualquier asociación con la consejera y el Decimocuarto Ejército.
Tras un momento, la garra los hizo continuar, atravesaron otro portal y entraron en otro pasillo por el que bajaron hasta llegar a unas puertas dobles. Kalam sabía que no era la sala habitual donde se llevaban a cabo las reuniones oficiales. Era más pequeña, si el acceso servía de indicación, y estaba situada en una zona del torreón que pocas veces se frecuentaba. Dos garras más hacían guardia en la entrada, y ambas se volvieron para abrir las puertas.
Kalam observó entrar a la consejera, que luego se detuvo. Al igual que T’amber y Tene Baralta. Junto al asesino, Lostara Yil se quedó sin aliento por un instante.
Los esperaba un tribunal. Sentada enfrente de ellos estaba la emperatriz Laseen, además de Korbolo Dom (ataviado como puño supremo) y otra persona que Kalam no reconoció. De cara redonda y rasgos llenos, corpulento, vestido con sedas azules. Tenía el cabello incoloro, corto y aceitado. Unos ojos soñolientos contemplaron a la consejera con la avaricia de un verdugo.
Las mesas estaban dispuestas en forma de «T» invertida y esperaban tres sillas con los respaldos altos vueltos hacia los recién llegados.
Tras un largo momento, la consejera se adelantó, sacó la silla del centro y se sentó con la espalda muy recta. T’amber ocupó la silla de la izquierda de Tavore. Tene Baralta le hizo un gesto a Lostara Yil para que lo acompañara y se dirigieron al lado derecho del fondo, donde el puño permaneció en posición de firmes delante de la emperatriz.
Kalam suspiró con lentitud y se encaminó a la silla que quedaba. Se sentó y apoyó las dos manos enguantadas en la mesa llena de marcas que tenía delante.
El gordo seboso clavó la mirada en el asesino y se inclinó un poco hacia delante.
—Kalam Mekhar, ¿sí? Un gran placer —murmuró— conocerlo por fin.
—¿Lo es? Me alegro por usted… quienquiera que sea.
—Mallick Rel.
—¿Aquí en calidad de qué? —preguntó Kalam—. ¿Serpiente jefe?
—Ya es suficiente —dijo la emperatriz—. Siéntese si no queda más remedio, Kalam, pero guarde silencio. Y entienda que yo no solicité su presencia aquí esta noche.
Kalam percibió una pregunta oculta en esa afirmación, una pregunta a la que él no hizo más que encogerse de hombros. No, Laseen, no estoy listo para darte nada.
Laseen miró entonces al comandante de las Espadas Rojas.
—Tene Baralta, tengo entendido que usted escoltó también a la consejera y su séquito por la ciudad. Muy noble por su parte. Supongo que la consejera no lo invitó ni lo obligó de ningún modo. Por tanto, parece claro que desea hablar conmigo en nombre de las Espadas Rojas.
El hombre del rostro destrozado se inclinó antes de hablar.
—Sí, emperatriz.
—Continúe.
—Las Espadas Rojas fueron reclutadas por la consejera en Aren, emperatriz, momento en el que se me nombró puño del Decimocuarto Ejército. Solicito con todo respeto que anuléis esa orden. Las Espadas Rojas siempre han servido al Imperio de Malaz de modo independiente, como corresponde a nuestro estatus de los primeros y más importantes guardianes imperiales de Siete Ciudades.
La emperatriz asintió.
—No veo razón para no concederle su solicitud, comandante. ¿Desea la consejera hacer algún comentario?
—No.
—Muy bien. Comandante Tene Baralta, las Espadas Rojas pueden acuartelarse aquí, en la fortaleza de Mock, de momento. Puede retirarse.
El hombre volvió a inclinarse, dio media vuelta y salió de la sala. Su capitán lo siguió.
Las puertas se cerraron una vez más tras ellos.
Laseen clavó entonces la mirada en la consejera.
—Bienvenida a casa, Tavore —dijo.
—Gracias, emperatriz.
—Los transportes del puerto despliegan la bandera de la peste, usted y yo sabemos que no hay peste alguna entre los soldados de su ejército. —Ladeó la cabeza—. ¿Qué debo pensar de este intento de engaño?
—Emperatriz, es evidente que el puño Keneb ha llegado a la conclusión de que, a pesar de las opiniones del capitán Rynag, la ciudad de Malaz está en un estado de malestar civil, suficiente como para que Keneb tema por el bienestar del Decimocuarto si el ejército desembarcase. Después de todo, tengo conmigo wickanos, cuya lealtad hacia la emperatriz, podría añadir, está por encima de todo reproche. Además, contamos con una importante fuerza de Lágrimas Quemadas de los khundryl, que también han prestado sus servicios con distinción. Llevar a tierra esas tropas podría concluir en un baño de sangre.
—¿Un baño de sangre, consejera? —Laseen alzó las cejas—. Al capitán Rynag se le dieron órdenes concretas para garantizar que los soldados del Decimocuarto se desarman antes de desembarcar.
—Lo que los deja a merced de la chusma exacerbada, emperatriz.
Laseen hizo un gesto de desdén.
—Emperatriz —continuó la consejera—, creo que aquí, en el corazón del Imperio, ha surgido un malentendido, que los acontecimientos comúnmente conocidos como la cadena de perros y los subsiguientes en Aren son, de algún modo, sospechosos. —Hizo una pausa y después reanudó su explicación—. Veo que Korbolo Dom, que estaba al mando de los Mataperros renegados, y que fue capturado y arrestado en Raraku, es una vez más un hombre libre y, de hecho, puño supremo. Es más, el sacerdote jhistal y probable instigador de la matanza del ejército de Aren, Mallick Rel, se sienta ahora como asesor vuestro en este procedimiento. No hace falta decir que me siento muy confusa. A menos, por supuesto, que la rebelión de Siete Ciudades haya triunfado más allá de sus mejores sueños a pesar de mis éxitos en esas tierras.
—Mi querida Tavore —dijo Laseen—, admito que me avergüenza usted un poco. Parece aferrarse a la idea infantil de que algunas verdades son intransigentes e innegables. Por desgracia, el mundo adulto nunca es tan sencillo. Todas las verdades son maleables. Sujetas por necesidad a revisión. ¿No ha observado, Tavore, que en las mentes de los pueblos de este Imperio la verdad carece de relevancia? Ha perdido su poder. Ya no provoca cambios y, de hecho, la voluntad misma del pueblo, nacida del miedo y la ignorancia, cierto es, esa misma voluntad, como he dicho, puede a su vez revisar esas verdades, puede transformar, si quiere, las mentiras de conveniencia en fe y esa fe, a su vez, no está abierta a desafío alguno.
—Al desafiar —dijo la consejera tras un momento—, uno comete traición.
La emperatriz sonrió.
—Veo que va madurando con cada latido que pasa, Tavore. Quizá podríamos llorar la pérdida de la inocencia, pero no por mucho tiempo, me temo. El Imperio de Malaz está en su momento más precario, todo es incierto y se tambalea en la cúspide. Hemos perdido a Dujek Unbrazo, víctima de la peste, y su ejército parece haberse desvanecido por completo, quizá también víctimas de esa peste. Los acontecimientos han dado un giro a peor en Korel. La aniquilación de Siete Ciudades nos ha asestado un golpe casi mortal en lo que respecta a nuestra economía y, más en concreto, a las cosechas. Podríamos enfrentarnos a una hambruna antes de que el subcontinente pueda recuperarse. Se hace imperativo, Tavore, que por fuerza demos una nueva forma a nuestro Imperio.
—¿Y qué supone, emperatriz, esta nueva forma?
Mallick Rel habló entonces.
—Víctimas, por desgracia. Sangre derramada para sofocar la sed, la necesidad. Es de lamentar, pero no hay ningún otro camino. Todos nos entristecemos.
Tavore parpadeó poco a poco.
—Desean que les entregue a los wickanos.
—Y —dijo Mallick Rel— a los khundryl.
Korbolo Dom se inclinó hacia delante de repente.
—Otra cosa más, Tavore Paran. En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quiénes están en esos catamaranes?
—Soldados de un pueblo conocido como los perecederos.
—¿Por qué están aquí? —exigió saber el napaniano, que además enseñó los dientes.
—Han jurado lealtad, puño supremo.
—¿Al Imperio de Malaz?
La consejera dudó y después clavó la mirada una vez más en Laseen.
—Emperatriz, debo hablar con vos. En privado. Hay asuntos que pertenecen en exclusiva a la emperatriz y su consejera.
Mallick Rel siseó y después contestó.
—¡Asuntos desatados por una espada de otataralita, dirá! ¡Es lo que me temía, emperatriz! ¡Ahora esta mujer sirve a otro y querría atravesar con hierro frío la garganta del Imperio de Malaz!
La expresión de Tavore se crispó y desveló el asco que le inspiraba el sacerdote jhistal cuando lo miró.
—El Imperio siempre ha rechazado tener un patrón inmortal, Mallick Rel. Por esa razón más que por cualquier otra hemos sobrevivido y, de hecho, nos hemos hecho más fuertes todavía. ¿Qué está haciendo usted aquí, sacerdote?
—¿A quién sirve ahora, mujer? —exigió Mallick Rel.
—Soy la consejera de la emperatriz.
—¡Entonces debe cumplir sus órdenes! ¡Entréguenos a los wickanos!
—¿Entréguenos? Ah, ya veo. Le arrebataron parte de su gloria a las afueras de Aren. Dígame, ¿cuánto tiempo ha de pasar antes de que se promulgue una orden de arresto para el puño Blistig, el antiguo comandante de la guardia de Aren que desafió la orden de abandonar la ciudad? Gracias a él, y solo a él, Aren no cayó.
—¿Acaso no arrestó Blistig a las Espadas Rojas en Aren, Tavore? —preguntó Laseen.
—Por orden de Pormqual. Por favor, emperatriz, debemos hablar, vos y yo, a solas.
Y Kalam vio entonces, en los ojos de Laseen, algo que creyó que jamás vería. Un destello de miedo.
Pero fue Korbolo Dom el que habló.
—Consejera Tavore, ahora soy puño supremo. Y, con la muerte de Dujek, soy el puño supremo de más rango. Además he asumido el título y las responsabilidades de la primera espada del Imperio, un puesto por desgracia vacío desde la prematura muerte de Dassem Ultor. Por tanto, asumo desde ahora el mando del Decimocuarto Ejército.
—Tavore —dijo Laseen en voz baja—, nunca fue función de la consejera ponerse al mando de ejércitos. La necesidad no me dio más alternativa con la rebelión de Siete Ciudades, pero ya se ha acabado. Ha hecho todo lo que le he pedido y no soy ciega a su lealtad. Me apena que esta reunión se haya convertido en algo tan abiertamente hostil, es usted la extensión de mi voluntad, Tavore, y no lamento mi elección. No, ni siquiera ahora. Parece que debo aclararle los detalles de mi voluntad. La quiero a mi lado una vez más, en Unta. Mallick Rel quizá cuente con mucho talento en muchas facetas de la administración, pero carece de él en otras, y la necesito a usted para ellas, Tavore, la necesito a mi lado para complementar al sacerdote jhistal. Ve ante usted la reestructuración del alto mando imperial. Una nueva primera espada asume el mando general de los ejércitos malazanos. Ha llegado el momento, Tavore, de que deje su espada.
Silencio. Por parte de Tavore, ni un solo movimiento, ni un solo espasmo de emoción.
—Como ordenéis, emperatriz.
Bajo sus ropas, Kalam sintió que la piel le ardía, como si estuviera a punto de prenderse en llamas devastadoras. Le corría el sudor por todo el cuerpo, podía notarlo perlándole la cara y el cuello. Bajó la vista y la clavó en las manos envueltas en cuero, inmóviles en la madera gastada de la mesa.
—Eso me complace —dijo Laseen.
—Debo regresar por unos instantes a los muelles —dijo Tavore—. Creo que el puño Keneb dudará de la veracidad del cambio de mando si informa de ello otra persona que no sea yo.
—Un hombre de lo más leal —murmuró Mallick Rel.
—Sí, sí que lo es.
—¿Y esos perecederos? —quiso saber Korbolo Dom—. ¿Merecen la molestia? ¿Se someterán a mi autoridad?
—No puedo hablar por ellos —dijo Tavore con tono inexpresivo—. Pero no rechazarán de mano ninguna propuesta. En cuanto a su pericia, creo que bastará, al menos como auxiliares de nuestras tropas regulares.
—¿No sirven para nada más?
El encogimiento de hombros de la consejera fue despreocupado.
—Son extranjeros, primera espada. Bárbaros.
Bárbaros que navegan en los mejores barcos de guerra de todo el maldito océano, sí.
Pero Korbolo Dom, con toda su perspicacia y criterio afilado cual navaja, se limitó a asentir.
Otro momento de silencio en el que tantas cosas podrían haberse dicho, en el que el curso del Imperio de Malaz podría haber encontrado un terreno más firme. Silencio, y sin embargo a Kalam le pareció oír los golpes secos de las puertas al cerrarse, el estrépito metálico y el crujido de los rastrillos al caer, y vio pasillos y avenidas en los que la luz parpadeaba y se atenuaba para después desaparecer del todo.
Si la emperatriz hablara entonces, con palabras dedicadas solo a la consejera, si dijera cualquier cosa, cualquier propuesta que no sonara falsa…
El que habló fue Mallick Rel.
—Consejera, está el asunto de los dos wickanos, un hechicero y una bruja.
Los ojos de Tavore no se apartaron de Laseen.
—Por supuesto. Por fortuna, no sirven para nada, una consecuencia del trauma que experimentaron con la muerte de Coltaine.
—No obstante, la Garra llevará a cabo su arresto.
—Es inevitable, Tavore —dijo la emperatriz—. Incluso con simples restos de su antiguo poder podrían desatar una masacre entre los ciudadanos de Malaz, y eso no podemos consentirlo.
—La sangre esta noche pertenece a los wickanos y a los khundryl. —Una afirmación de la consejera desprovista de toda emoción.
—Así debe ser —murmuró el sacerdote jhistal como si lo atenazara de nuevo la pena.
—Tavore —dijo Laseen—, ¿los khundryl se mostrarán contumaces a la hora de entregar sus armas y armaduras? ¿No suman dos mil o más?
—Una palabra mía bastará —dijo la consejera.
—Me alivia —contestó la emperatriz con una leve sonrisa— que comprenda la necesidad de lo que ocurrirá esta noche. En el gran esquema de las cosas, Tavore, el sacrificio es modesto. Está también claro que los wickanos ya han dejado de sernos útiles, hemos de prescindir de los antiguos pactos con las tribus ahora que Siete Ciudades y su cosecha han quedado anuladas por completo. En otras palabras, necesitamos las llanuras wickanas. Hay que matar a los rebaños y cultivar la tierra, plantar las cosechas. En Siete Ciudades hemos aprendido una dura lección cuando se trata de depender de tierras lejanas para lograr los recursos que consume el Imperio.
—De este modo —dijo Mallick Rel, extendiendo las manos—, la necesidad es un asunto económico, ¿sí? Que deba erradicarse un pueblo ignorante y atrasado es triste, sin duda, y por desgracia, inevitable.
—Como bien sabrá usted —le dijo Tavore—. Después de todo, el culto falari gedoriano de los jhistal fue erradicado de un modo parecido por el emperador Kellanved. Presumo que usted es de los escasos supervivientes de esa época.
El rostro redondo y grasiento de Mallick Rel se fue quedando con lentitud sin el poco color que había poseído.
La consejera continuó.
—Una nota ínfima en los volúmenes de historia imperial, difícil de encontrar. Creo, sin embargo, que si lee con detenimiento las obras de Duiker, encontrará las referencias adecuadas. Por supuesto «ínfimo» es un término relativo, igual, supongo, que se verá este pogromo wickano en los volúmenes históricos posteriores. Para los propios wickanos, por supuesto, será cualquier cosa salvo ínfimo.
—¿Y su argumento, mujer? —preguntó Mallick Rel.
—A veces es útil detenerse en el camino, dar la vuelta y desandar parte de la distancia.
—¿Para lograr qué?
—Comprender los motivos, jhistal. Parece que esta es una noche para desentrañar cosas, después de todo. Pactos, tratados y recuerdos…
—Este debate —interpuso la emperatriz— se puede llevar a cabo en otro momento. La chusma, abajo, en la ciudad, se volverá contra sí misma si no se le proporcionan las víctimas adecuadas. ¿Está lista, consejera?
Kalam se encontró con que estaba conteniendo el aliento. No podía verle los ojos a Tavore, pero algo en Laseen le dijo que la consejera había cruzado la mirada con la emperatriz y en ese instante algo había pasado entre ellas y, poco a poco, en incrementos, los ojos de Laseen se apagaron, se decoloraron de un modo extraño.
La consejera se levantó.
—Lo estoy, emperatriz.
T’amber también se levantó y, antes de que nadie pudiera mirar a Kalam, el asesino se puso en pie.
—Consejera —dijo con tono profundo y cansado—, la acompañaré fuera.
—Cuando haya terminado con las cortesías —dijo la emperatriz—, por favor, regrese aquí. Jamás acepté su dimisión de la Garra, Kalam Mekhar, y de hecho, en mi opinión, ya hace tiempo que tenían que haberse otorgado ciertos ascensos merecidos. La aparente pérdida de Topper en la senda Imperial ha dejado vacante la jefatura de la Garra. No se me ocurre otra persona que merezca más ese puesto.
Kalam alzó las cejas.
—¿E imagináis, emperatriz, que yo asumiría ese cargo y me instalaría sin más en la torre Occidental de Unta rodeado de putas y aduladores? ¿Esperáis otro Topper?
Le tocó entonces hablar a Laseen sin inflexión alguna en la voz.
—Desde luego que no, Kalam Mekhar.
La Garra entera bajo mi control. Dioses, ¿quién caería primero? Mallick Rel. Korbolo Dom…
Y ella lo sabe. Es lo que ofrece. Puedo extirpar los cánceres de la carne, pero primero tienen que morir unos wickanos. Y… no solo wickanos.
Kalam no confiaba en sí mismo lo suficiente para hablar y, sin saber lo que podría decir si abría la boca, se limitó a inclinarse ante la emperatriz, después siguió a Tavore y T’amber cuando salieron con paso calmo de la cámara.
Al pasillo.
Veintitrés pasos hasta la antecámara (ya no quedaban espadas rojas), Tavore se detuvo y le hizo un gesto a T’amber, que pasó junto a ella y se colocó junto a la otra puerta. La consejera cerró entonces la que acababan de cruzar.
Y miró a Kalam.
Pero fue T’amber la que habló.
—Kalam Mekhar, ¿cuántas manos nos aguardan?
El asesino apartó la vista.
—Cada mano está adiestrada para trabajar como una unidad. Un punto fuerte y a la vez un defecto.
—¿Cuántas?
—Cuatro barcos amarrados abajo. Podría haber hasta ochenta.
—¿Ochenta?
El asesino asintió. Estás muerta, consejera. Y tú también, T’amber.
—No les permitirá regresar a los barcos —dijo el asesino, todavía sin mirarlas a la cara—. Hacerlo sería provocar una guerra civil…
—No —dijo Tavore.
Kalam frunció el ceño y la miró.
—Abandonamos el Imperio de Malaz. Y es muy probable que nunca regresemos.
El asesino se acercó a una pared, se apoyó en ella y cerró los ojos. El sudor le chorreaba por la cara.
—¿No comprende lo que me acaba de ofrecer la emperatriz? Puedo volver a entrar en esa sala y hacer justo lo que ella quiere que haga, lo que ella necesita que haga. Ella y yo saldremos de allí caminando, dejaremos dos cadáveres, las cabezas arrancadas y plantadas en esa puñetera mesa. Maldito sea todo, Tavore. ¡Ochenta manos!
—Entiendo —dijo la consejera—. Vaya entonces. No se lo tendré en cuenta, Kalam Mekhar. Usted pertenece al Imperio de Malaz. Sírvalo.
Él siguió sin moverse ni abrir los ojos.
—¿Así que ahora no significa nada para usted, Tavore?
—Tengo otras preocupaciones.
—Explíquelas.
—No.
—¿Por qué no?
Contestó T’amber.
—Hay una convergencia esta noche, Kalam, aquí, en la ciudad de Malaz. La partida está sumida en un frenesí de movimientos y contraataques y sí, Mallick Rel es uno de los participantes, aunque la mano que lo guía permanece en la lejanía, invisible. Eliminarlo, como quiere hacer usted, será un golpe letal y podría cambiar la balanza entera. Es muy posible que salve no solo al Imperio de Malaz, sino al propio mundo. ¿Cómo podemos poner objeciones a su deseo?
—Y sin embargo…
—Sí —dijo T’amber—. Se lo pedimos. Kalam, sin usted no tenemos la menor posibilidad…
—¡Seiscientos asesinos, malditas sean! —Apoyó la cabeza en la pared, sin querer, sin poder mirar a esas dos mujeres, sin poder ver la necesidad en sus ojos—. Yo no basto. Tienen que saberlo. Caemos todos, y Mallick Rel vive.
—Como diga —respondió Tavore.
Kalam esperó a que la consejera añadiera algo más, un último ruego. Esperó un nuevo argumento por parte de T’amber. Pero solo reinó el silencio.
—¿Merece la pena, consejera?
—Ganar esta batalla, Kalam, o ganar la guerra.
—Solo soy un hombre.
—Sí.
Con una taba afeitada en la manga.
Le picaban las palmas contra el cuero húmedo de los guantes.
—Ese sacerdote jhistal es rencoroso.
—Mucho, sí —dijo T’amber—. Y además tiene una gran sed de poder.
—Laseen está desesperada.
—Sí, Kalam, lo está.
—¿Por qué no se quedan aquí las dos? Esperen a que los mate. Esperen y yo convenceré a la emperatriz de que hay que detener este pogromo. Ahora mismo. Que no se derrame más sangre. Hay seiscientos asesinos ahí abajo, en la ciudad, podemos aplastar esta locura, acabar con esta fiebre…
—¿No más sangre, Kalam Mekhar?
La pregunta de T’amber lo ofendió, después sacudió la cabeza.
—Los cabecillas, no hará falta nada más.
—Está claro que se le escapa una cosa —dijo T’amber.
—¿Qué?
—La Garra. Hay infiltrados. Muchos. El sacerdote jhistal no ha perdido el tiempo.
—¿Cómo sabe usted eso?
Reinó el silencio una vez más.
Kalam se frotó la cara con las dos manos.
—Dioses del inframundo…
—¿Me permite hacerle una pregunta?
Kalam bufó.
—Adelante, T’amber.
—Una vez despotricó contra la purga en la vieja guardia. De hecho, llegó a esta misma ciudad no hace tanto tiempo con la intención de asesinar a la emperatriz.
¿Cómo lo sabe ella? ¿Cómo podría saberlo? ¿Quién es esta mujer?
—Continúe.
—Lo empujaba el ultraje, la indignación. Habían proclamado que sus recuerdos no eran más que mentiras y usted quería desafiar a esos revisionistas que mancillaban de ese modo todo lo que usted más valoraba. Quería mirar a los ojos a la persona que había decidido que los Abrasapuentes tenían que morir, necesitaba ver la verdad allí y, si la encontraba, actuaría. Pero ella habló con usted y lo convenció…
—Ella ni siquiera estaba allí.
—Ah, así que lo sabía. Bueno, no importa. ¿Es que eso le habría impedido cruzar hasta Unta? ¿Perseguirla para darle caza?
El asesino negó con la cabeza.
—En cualquier caso, ¿dónde está ahora su indignación, Kalam Mekhar? Coltaine del clan Cuervo. El historiador imperial Duiker. El Séptimo Ejército. Y ahora, los wickanos del Decimocuarto. El puño Temul, Nada, Menos, Hiel de las Lágrimas Quemadas de los khundryl, que repelió a Korbolo Dom en Sanimon y le arrebató la victoria mucho antes de Aren. Los traidores están en el salón del trono…
—Puedo hacer que su estancia sea muy breve.
—Puede. Y, si así lo decide, la consejera y yo moriremos con esa satisfacción al menos. Pero con esa muerte también llegarán muchas, muchas otras. Más de lo que ninguno de nosotros puede llegar a comprender.
—Pregunta dónde está mi indignación, pero tiene la respuesta ante usted. Sigue viva. En mi interior. Y está lista para matar. Ahora mismo.
—Matar a Mallick Rel y Korbolo Dom esta noche —dijo T’amber— no salvará a los wickanos ni a los khundryl. No evitará la guerra con los perecederos. Ni la destrucción de las llanuras wickanas. La emperatriz está desesperada, desde luego, tan desesperada que sacrificará a su consejera a cambio del asesinato de los dos traidores que hay con ella. Pero dígame, ¿no cree que Mallick Rel comprendió la esencia de la oferta que le hizo Laseen?
—¿Esa es su pregunta?
—Sí.
—Korbolo Dom es idiota. Es probable que no comprenda nada. El sacerdote jhistal no es, por desgracia, ningún necio. Así que está preparado. —Kalam se quedó callado, aunque sus pensamientos continuaron y siguieron un sinfín de caminos. Posibilidades en potencia—. Es probable que no sepa que poseo un arma de otataralita…
—El poder al que él puede recurrir es ancestral —dijo T’amber.
—Así que, después de todo lo que hemos hablado aquí, puede que fracase.
—Es posible.
—Y si lo hago, entonces perdemos todos.
—Sí.
Kalam abrió los ojos y se encontró con que la consejera le había dado la espalda. Solo T’amber lo miraba, la mirada misteriosa de sus ojos dorados no vacilaba.
Seiscientos.
—Dígame algo, T’amber: entre usted y la consejera, ¿qué vida importa más?
La respuesta fue inmediata.
—La de la consejera.
Pareció que Tavore se estremeció entonces, pero tampoco los miró.
—Y —preguntó Kalam—, ¿entre usted y yo?
—La suya.
Ah.
—Consejera. Escoja, si tiene la bondad, entre usted misma y el Decimocuarto.
—¿Cuál es el propósito de todo esto? —preguntó Tavore, la voz entrecortada.
—Escoja.
—El puño Keneb tiene sus órdenes —dijo ella.
Kalam cerró los ojos con lentitud una vez más. En algún lugar, en el fondo de su mente, una sonido leve, levísimo. Música. Llena de dolor.
—Sendas en la ciudad —dijo en voz muy baja—. Muchas, hirviendo de poder, Ben el Rápido va a verse en apuros, incluso aunque pueda llegar a él, y no hay posibilidad de usar puertas. Consejera, necesitará su espada. Otataralita por delante… y también atrás.
Una música extraña, la melodía no le resultaba familiar y sin embargo… la conocía.
Kalam abrió los ojos al tiempo que la consejera se volvía poco a poco.
El dolor en la mirada femenina fue como un puñetazo en el corazón de Kalam.
—Gracias —dijo ella.
El asesino respiró hondo y después hizo rodar los hombros.
—De acuerdo, no tiene sentido hacerlos esperar.
Perla entró en la cámara. Mallick Rel se estaba paseando y Korbolo Dom había abierto una botella de vino y se estaba sirviendo una copa. La emperatriz permanecía en su sillón.
Laseen no perdió el tiempo en charlas intrascendentes.
—Los tres se están acercando a la puerta.
—Entiendo. Así que Kalam Mekhar ha elegido.
Un destello de algo parecido a la decepción.
—Sí, ya se lo ha quitado de en medio, Perla.
Zorra. Le has ofrecido la Garra, ¿verdad? ¿Y dónde me habría dejado a mí eso?
—Él y yo tenemos un asunto pendiente, emperatriz.
—No deje que eso interfiera con lo que se ha de hacer. Kalam es el objetivo menos relevante, ¿me comprende? Quítelo de en medio, por supuesto, pero luego termine lo que se le ordena.
—Por supuesto, emperatriz.
—Cuando regrese —dijo Laseen con una pequeña sonrisa en los rasgos poco atractivos—, tengo una sorpresa para usted. Una muy agradable.
—Dudo que esté fuera mucho tiempo…
—Es ese exceso de confianza lo que me resulta más irritante de usted, Perla.
—¡Emperatriz, no es más que un hombre!
—¿Imagina que la consejera es una mujer indefensa? Empuña una espada de otataralita, Perla, la hechicería con la que la Garra lleva a cabo sus emboscadas no funcionará. Va a ser brutal. Además, está T’amber y esa mujer sigue siendo (para todos nosotros) un misterio. No quiero que regrese a verme al amanecer para informarme de que nuestro triunfo ha dejado doscientas garras muertas en las calles y callejones de ahí abajo.
Perla se inclinó.
—Váyase ya.
Mallick Rel se volvió en ese momento.
—Patrón de la Garra —dijo—, cuando haya completado el trabajo, asegúrese de despachar dos manos a ese barco, el Lobo de Espuma, con instrucciones de matar a Nada y Menos. Si surge la oportunidad después, deben matar también al puño Keneb.
Perla frunció el ceño.
—Ben el Rápido está en ese barco.
—A él déjelo —dijo la emperatriz.
—¿No hará nada para defender a los objetivos?
—Su poder es solo una ilusión —dijo Mallick Rel con tono desdeñoso—. Su título como mago supremo es inmerecido, pero sospecho que disfruta del estatus y por tanto no hará nada que pueda revelar la pobreza de sus talentos.
Perla ladeó con lentitud la cabeza. ¿En serio, Mallick Rel?
—Dé las órdenes —dijo Laseen.
El patrón de la Garra se inclinó otra vez y después abandonó la cámara.
Kalam Mekhar. Por fin podemos poner fin a esto. Y por eso, emperatriz, te doy las gracias.
Entraron en la garita de la cima de la calzada de la Muralla. Lubben era una sombra encorvada sobre una mesita que había en un lado. El portero alzó los ojos y después volvió a bajarlos. Acunaba un gran jarro de bronce entre las manazas magulladas.
Kalam se detuvo un instante.
—Tómate una por nosotros, ¿quieres?
Un asentimiento.
—Cuenta con ello.
Fueron hacia la puerta contraria.
Tras ellos oyeron la voz de Lubben.
—Cuidado con el último escalón de ahí abajo.
—De acuerdo.
Y gracias, Lubben.
Salieron al rellano.
Había edificios ardiendo por toda la ciudad. Las antorchas se escabullían de un lado a otro como gusanos de luz en la carne podrida. Gritos débiles, chillidos. Los muelles centrales eran una masa de humanidad.
—Infantes en el amarradero —dijo la consejera.
—Están resistiendo —observó T’amber, como si quisiera tranquilizar a Tavore.
Dioses del inframundo, debe de haber mil o más en esa turba.
—Ahí apenas hay tres pelotones, consejera.
Ella no dijo nada y comenzó el descenso. T’amber la siguió y, por fin, con una última mirada a la batalla furiosa de los muelles centrales, Kalam se puso en marcha tras las dos mujeres.
Tene Baralta entró sin prisa en la bien amueblada habitación y se detuvo para mirar a su alrededor por un momento, después se dirigió a una lujosa silla de respaldo alto.
—Por los Siete —dijo con un ruidoso suspiro—, por fin hemos terminado con esa zorra de ojos fríos. —Se sentó y estiró las piernas—. Sírvanos un poco de vino, capitán.
Lostara Yil se acercó a su comandante.
—Eso puede esperar. Permítame ayudarlo a quitarse la armadura, señor.
—Buena idea. Me duele el brazo fantasma y tengo los músculos del cuello como barras de hierro retorcidas.
Lostara le quitó el solitario guantelete de la mano que le quedaba y lo dejó en la mesa. Después se colocó detrás de la silla, estiró los brazos y desabrochó el manto del hombre. Este se levantó a medias para que ella se lo pudiera quitar. La capitán lo dobló con cuidado y lo colocó encima de un baúl de madera cerca de la gran cama repleta de cojines. Regresó después junto a Tene Baralta.
—Póngase en pie por un momento, señor, si tiene la bondad —dijo—. Le quitaremos la cota de malla.
El puño asintió y se irguió. Costó un poco, pero al fin consiguieron quitar la pesada armadura. Lostara la colocó en un montón a los pies de la cama. El acolchado interior que llevaba Baralta estaba húmedo de sudor, acre y manchado bajo los brazos. La mujer lo retiró y dejó al hombre desnudo por encima de las caderas. Las cicatrices de las viejas quemaduras eran verdugones lívidos. Los músculos del puño se habían ablandado por la falta de uso bajo una capa de grasa.
—Gran Denul —apuntó Lostara—, la emperatriz no vacilará en hacer que lo curen como debe ser.
—No cabe duda —dijo el puño mientras volvía a acomodarse en la silla—. Y entonces, Lostara Yil, usted no se estremecerá cuando me mire. He pensado mucho en usted y yo.
—¿Ah, sí? —La capitán se situó detrás de él una vez más y empezó a masajear la tensión, dura como una roca, que atenazaba los músculos de ambos lados del cuello del hombre.
—Sí. Es, creo ahora, lo que tiene que ser.
—Recuerda, señor —dijo Lostara—, una visita que hice, hace ya mucho tiempo, cuando estaba tras la pista de Kalam Mekhar. Una visita a la torre de una guarnición. Me senté a la misma mesa que el asesino. Se reveló entonces una baraja de forma un tanto inesperada. Muerte y Sombra predominaban en el campo, si la memoria no me engaña, y he de admitir que eso no puedo garantizarlo. En cualquier caso, seguí sus instrucciones con precisión, y más tarde llevé a cabo una concienzuda matanza de todos los presentes; tras la partida de Kalam, por supuesto.
—Siempre ha seguido las órdenes con una precisión impresionante, Lostara Yil.
La mujer levantó la mano izquierda y recorrió la línea de la mandíbula masculina, que acarició con suavidad.
—Esa mañana de asesinatos, comandante, continúa siendo mi mayor pesar. Eran inocentes, todos y cada uno.
—No deje que esos errores pesen sobre usted, amor mío.
—No es tarea fácil, señor. Lograr la frialdad necesaria.
—Usted tiene un talento singular para eso.
—Supongo que sí —dijo la capitán mientras rozaba con la palma de la mano los labios mutilados del puño y después la posaba allí, contra la boca masculina. El cuchillo de la otra mano se deslizó por el lado del cuello del puño, tras la tráquea, y lanzó una cuchillada hacia abajo.
La sangre brotó como un río contra la palma de la mano femenina, junto con gorgoteos y burbujas del aire que se escapaba. El cuerpo de la silla sufrió unos cuantos espasmos y después se derrumbó.
Lostara Yil se apartó unos pasos. Se limpió las manos y el cuchillo en la ropa de cama de seda. Envainó el arma una vez más, recogió los guantes y se dirigió a la puerta.
La abrió solo lo suficiente para poder pasar, y se dirigió a las dos espadas rojas que hacían guardia fuera.
—El comandante duerme ahora. No lo molesten.
Los soldados respondieron con un saludo militar.
Lostara cerró la puerta y después bajó sin prisas por el pasillo.
Muy bien, Cotillion, tenías razón sobre él, después de todo.
Y, una vez más, se logró la frialdad necesaria.
Uru Hela había caído, chillaba y se encogía alrededor de la lanza que le atravesaba el torso. Entre maldiciones, Koryk empujó con fuerza con el escudo para hacer retroceder a los atacantes hasta que pudo colocarse al lado de su compañera. Sonrisas se fue metiendo tras él, cogió a la soldado caída por el cinturón y arrastró a Uru Hela hacia atrás.
Estalló otro fullero, los cuerpos salieron retorciéndose entre cortinas de sangre y las salpicaduras alcanzaron a Koryk en la cara, por debajo del yelmo. Parpadeó para despejar el calor que le escocía en los ojos, recibió un golpe de maza contra el escudo y lanzó una cuchillada por debajo de este, la punta de la espada hendió una entrepierna. El chillido que estalló en la garganta del atacante mutilado casi lo dejó sordo. Tiró de la espada para soltarla.
Oyó gritos tras él, pero no les encontró demasiado sentido. Con Uru Hela fuera de la lucha y Narizcorta tullido por culpa de una cuchillada en el muslo durante la última oleada, la primera línea estaba desesperadamente forzada. Tanto Galt como Lóbulo se habían unido a ella. Olor a Muerto trabajaba en la hemorragia de Narizcorta y Jarretesgrandes intentaba con frenesí desviar los asaltos de Mockra (los ataques hechiceros que provocaban confusión y pánico), pero el mago del pelotón se estaba debilitando a ojos vistas.
¿Qué Embozado estaba tramando Ben el Rápido? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había salido a la cubierta del Lobo de Espuma?
Koryk se encontró maldiciendo en todos los idiomas que conocía. No iban a poder aguantar.
¿Y quién estaba tocando esta puñetera música?
Siguió luchando.
Y no vio nada de lo que estaba pasando tras él, el enorme catamarán con cabeza de lobo que emergía de la oscuridad y se acercaba al extremo del amarradero. Las enormes plataformas que iban saliendo y caían con un golpe seco en la piedra sólida. Unidades de soldados con pesadas armaduras cruzaban esas plataformas, arqueros entre ellos, con flechas largas ensartadas.
Koryk lanzó una cuchillada con la espada, vio la cara de un pobre ciudadano malazano partida en dos, la mandíbula arrancada, un torrente de sangre, el brillo blanco del hueso expuesto bajo cada oreja, y después, al tambalearse, los ojos llenos de incredulidad, de horror…
Matamos a los nuestros, dioses del inframundo, a los nuestros…
Una orden repentina resonó en boca del sargento Bálsamo tras él.
—¡Retirada! ¡Infantes, retirada!
Y la disciplina entró en juego (esa orden despertó ecos de lo que siempre bramaba cierto sargento mayor peludo en el campo de entrenamiento años antes), Koryk emitió un gruñido, se abalanzó hacia atrás y levantó el escudo para repeler una lanza que le habían arrojado…
De inmediato unos soldados lo adelantaron por ambos lados y un nuevo muro de escudos se cerró con estrépito delante de él.
Un coro de chillidos cuando las flechas penetraron con un silbido entre la multitud palpitante y cayeron sobre la carne con golpes secos.
Koryk giró en redondo, iba arrastrando la punta de la espada, que saltaba entre los irregulares adoquines, y se tambaleó hacia atrás.
Los perecederos.
Están aquí.
Y ya está.
Galt se estaba riendo a carcajadas.
—Nuestra primera pelea de verdad, sargento. ¡Y es contra los malazanos!
—Bueno —dijo Bálsamo—, más vale reír que llorar. Pero cierra esa bocaza, anda.
Mientras la lucha se intensificaba en el extremo del amarradero, los infantes se derrumbaron sobre los adoquines o se alejaron tambaleándose en busca de agua. Koryk se limpió las salpicaduras de sangre de los ojos y miró a su alrededor, aturdido, entumecido. Vio dos figuras envueltas en mantos en pie, cerca de la pasarela que llevaba al Lobo de Espuma. La bruja wickana y su hermano hechicero.
—Koryk de los seti —dijo Menos—, ¿dónde está Botella?
—Ni idea —replicó él, miraba con los ojos guiñados a la joven—. Por alguna parte… —señaló con la cabeza hacia la ciudad que tenía detrás—… ahí dentro.
—Pero no puede volver —dijo Nada—. No entre esa horda.
Koryk escupió en los adoquines.
—Ya encontrará la forma —dijo.
—No hay que preocuparse por eso —añadió Sonrisas, y se acercó al mestizo con una bota de agua en las manos.
—Estáis todos muy seguros de vosotros mismos —dijo Menos.
Sonrisas le pasó a Koryk la bota de agua.
—El anhelo de tu corazón estará bien, no le va a pasar nada —dijo la soldado—, es lo único que digo, Menos. Se llevó su rata con él, ¿no?
—¿Su qué?
—La suele tener guardada la mayor parte del tiempo, es cierto, pero la he visto fuera más de una vez…
—Ya basta —rezongó Koryk por lo bajo.
Sonrisas le hizo una mueca.
—Aguafiestas.
—Vosotros dos deberíais regresar al barco —les dijo Koryk a Nada y Menos—. Estáis más seguros allí, cualquier flecha perdida…
—Soldado —interpuso Nada—. Esta noche luchas por los wickanos y por las Lágrimas Quemadas de los khundryl. Nosotros decidimos presenciarlo.
—Muy bien, pero presenciadlo desde cubierta. ¿Qué sentido tiene todo esto si una flecha os atraviesa la garganta y caéis?
Tras un momento, los dos, hermano y hermana, se inclinaron (ante Koryk y los otros infantes), giraron en redondo y subieron por la pasarela.
Dioses del inframundo. Jamás los he visto inclinarse. Ante nadie.
«Cuidado con el último escalón…»
Kalam se colocó justo detrás de la consejera. Quedaban veinte pasos.
—Cuando queden seis —murmuró el asesino—, vaya más despacio y póngase a la izquierda.
La mujer asintió.
Los cuatro dromones amarrados estaban apartados a un lado, sin ningún guardia presente en los malecones. Justo delante, a los pies de la calzada de la Muralla, se abría una explanada. Enfrente del espacio despejado se alzaban tres edificios imperiales, uno era blocao y cárcel, otro era un edificio de aduanas y recaudación de diezmos y el tercero, un arsenal macizo y bien fortificado para la guardia de la ciudad. No estaban presentes ninguno de los guardias habituales y en el blocao no había luz.
Siete escalones antes de llegar al final. Kalam desenvainó los cuchillos largos bajo la capa de lluvia.
La consejera se arrimó a la izquierda y vaciló.
Con un movimiento desdibujado, Kalam pasó por delante de ella con el arma de otataralita al frente, se abalanzó por el aire y bajó volando los últimos seis escalones.
Cinco figuras parecieron materializarse de la nada en la base de la calzada de la Muralla. Uno estaba agachado en el camino de Kalam, pero se apartó con un giro para evitar una colisión aplastante. La larga hoja de otataralita lanzó una cuchillada, el filo hizo un corte profundo en el cuello de la garra y, al liberarse, soltó un chorro de sangre arterial.
Kalam aterrizó agachado y detuvo dos ataques procedentes de su izquierda de la garra que se acercó con una daga en cada mano. Un hierro ennegrecido destelló entre los dos, el corte de una hoja capturó la otra cuando, tras girar sobre la pierna interna, Kalam se agachó todavía más, disparó la otra pierna y derribó a la garra con un barrido. El asesino aterrizó con fuerza sobre la cadera izquierda. Kalam trabó las dos hojas de las dagas con fuerza contra las empuñaduras de sus cuchillos largos y los empujó hacia los lados, después bajó la rodilla y la clavó en el centro del pecho de la garra. El esternón se hundió de golpe con un crujido enfermizo, las costillas de ambos lados se combaron hacia fuera. Cuando aterrizó, Kalam lanzó todo su peso sobre el hombre caído y la punta de uno de sus cuchillos largos se hundió en la cuenca del ojo derecho de la garra.
Kalam sintió que la hoja de una daga le atravesaba la capa de lluvia por la espalda y luego resbalaba por la cota de malla de debajo, pero en un instante estaba fuera de su alcance, el hombro hundido, rodando para agazaparse de nuevo y girando de golpe.
El atacante lo había seguido, casi tan rápido como él, Kalam lanzó un gruñido cuando la garra se lanzó contra él como un martillo. La punta de una daga se hundió entre los eslabones de la cota de malla sobre la cadera izquierda de Kalam y, al girar bruscamente, el asesino notó una brecha poco profunda en su carne, después la punta chocó con más cota de malla y se enganchó de repente. En medio de este movimiento y cuando el atacante pareció rebotar por el impacto (Kalam pesaba mucho más que él o ella), otra daga descendió sobre él. Una cuchillada repentina, un movimiento hacia arriba que empaló ese brazo. La daga se cayó de una mano, que sufrió un espasmo. Kalam dejó su cuchillo largo allí, cayó con un navajazo contra el otro brazo y cortó tendones por debajo del codo. Después dejó caer también esa arma; la mano izquierda se invirtió y subió de repente para coger la pechera del chaleco de la garra; la otra mano se cerró en la entrepierna del atacante (varón), Kalam levantó a la figura por los aires, por encima del hombro izquierdo, giró de improviso y lanzó a la garra de cabeza contra los adoquines.
El cráneo y la cabeza entera parecieron desvanecerse en los pliegues de la capucha y el manto. Una materia blanca lo salpicó todo.
Tras soltar el cuerpo inerte, Kalam recogió los dos cuchillos largos y se giró para enfrentarse a los dos últimos miembros de la mano.
Los dos habían caído ya. La consejera se alzaba sobre uno, la espada en la mano y manchada de sangre. T’amber parecía haber disputado un combate cuerpo a cuerpo con la otra garra, de algún modo había roto el cuello del hombre a pesar de que este le había clavado los dos cuchillos. Kalam se quedó mirando cuando ella se sacó las armas de un tirón (la parte inferior del hombro derecho, justo por debajo de la clavícula, y la muñeca derecha) y las tiró al suelo como si fueran simples astillas.
Miró a los ojos a la joven y le pareció que el dorado llameaba por un instante antes de que ella se girara con gesto despreocupado.
—Meta algo en esos agujeros —dijo Kalam—, o se desangrará.
—Eso da igual —respondió ella—. ¿Y ahora, adónde?
Había angustia en el rostro de la consejera cuando miró a su amante, pareció que estaba intentando contenerse para no alargar el brazo.
Kalam recogió el otro cuchillo largo.
—¿Ahora adónde, T’amber? Emboscadas preparadas en cada acceso directo a los muelles centrales. Obliguémosles a detenerse y moverse para interceptarnos. Al oeste, consejera, nos adentramos en la ciudad. Después viramos al sur y continuamos, atravesamos el distrito Central y cruzamos uno de los puentes interiores hasta el Ratón, conozco bien la zona, y, si llegamos hasta allí, nos dirigimos a la costa y volvemos a subir por el norte. Si es necesario, podemos robar un bote de pesca y abrirnos paso remando hasta el Lobo de Espuma.
—Es de suponer que nos están observando ahora mismo —dijo la consejera.
Kalam asintió.
—Y comprenden que su hechicería no les funcionará.
—Sí.
—Lo que les obliga a ser más… directos.
—Es cuestión de tiempo —dijo Kalam— que más de una mano venga a por nosotros a la vez. Será entonces cuando tendremos problemas de verdad.
Una leve sonrisa.
Kalam miró a T’amber otra vez.
—Hay que moverse deprisa…
—No me voy a quedar atrás.
—¿Por qué no usó su espada contra ese idiota?
—Estaba demasiado cerca de la consejera. Lo ataqué por detrás, pero tenía la pericia suficiente como para golpear de todos modos.
Maldita sea, para que luego hablen de un mal comienzo.
—Bueno, ninguna de las heridas parece sangrar demasiado. Deberíamos ponernos en marcha.
Echaron a andar hacia el este, con el risco del promontorio a su derecha.
—¿La mayor parte de los hombres adultos rebotan cuando chocan con usted, Kalam Mekhar? —preguntó la consejera
—Rápido siempre dijo que era el hombre más denso que había conocido jamás.
—Una mano ha salido al descubierto —dijo T’amber—. Se mueven en paralelo a nosotros.
Kalam echó un vistazo a su izquierda. No vio nada, a nadie. ¿Cómo lo sabe ella? ¿Dudo de ella? Ni por un momento.
—¿Van a interponerse en nuestro camino?
—Todavía no.
Más edificios oficiales y luego la primera de las haciendas importantes del distrito de Luces. Aquí arriba no hay disturbios ni gente merodeando. Como es natural.
—Al menos tenemos las calles para nosotros solos —murmuró el asesino. Más o menos.
—No hay más que tres puertas que bajan a las antiguas haciendas superiores —dijo la consejera tras un momento—, y nos acercamos a toda prisa a la última de ellas.
—Sí, un poco más al oeste y es todo muro, una caída todavía más alta cuanto más avancemos. Pero hay una vieja finca que lleva años abandonada y que esperemos que siga vacía. Existe un camino para bajar y, con un poco de suerte, la Garra no lo conocerá.
—Otra mano acaba de subir por la última puerta —dijo T’amber—. Va a reunirse con la otra.
—¿Solo esas dos aquí, en las Luces?
—De momento.
—¿Está segura?
La mujer lo miró.
—Tengo un sentido del olfato muy fino, Kalam Mekhar.
¿Olfato?
—No sabía que los asesinos de la Garra habían dejado de bañarse.
—No esa clase de olor. Agresión, y miedo.
—¿Miedo? ¡Solo somos tres, por el amor del Embozado!
—Y uno es usted, Kalam. Pese a todo, todas quieren ser la mano que acabe con usted. Competirán por ese honor.
—Idiotas. —Kalam señaló con un gesto—. Esa, la de los muros altos, no veo luces…
—La verja está entreabierta —dijo la consejera cuando se acercaron más.
—Eso da igual —respondió T’amber—. Aquí vienen.
Los tres giraron en redondo.
El efecto amortiguador de la espada desenvainada de la consejera fue mucho más eficaz que el del cuchillo largo de Kalam y su alcance se reveló cuando, treinta pasos calle arriba, surgieron con un brillo trémulo diez figuras embozadas.
—¡A cubierto! —siseó Kalam al tiempo que se agachaba.
Destellaron unos cuadrillos plateados, las cabezas recubiertas de púas parpadearon bajo la luz tenue de la luna al ir girando en pleno vuelo. Múltiples impactos en el muro manchado de musgo que tenían detrás. Kalam se irguió y maldijo al ver a T’amber precipitarse contra los asesinos.
¡Son diez, necia!
Se abalanzó tras ella.
A cinco pasos de las garras que se acercaban a toda velocidad, T’amber sacó la espada.
Había un viejo dicho que decía que a pesar de todo el terror que te aguarda en las manos enguantadas de un asesino, no era nada comparado con un soldado profesional. T’amber ni siquiera frenó, su hoja serpenteaba hacia ambos lados en un contorno borroso. Los cuerpos caían despatarrados a su paso, la sangre salpicaba, los cuchillos tintineaban sobre los adoquines. Una daga atravesó el aire con un siseo, alcanzó a la mujer en el lado derecho del pecho y se hundió. T’amber hizo caso omiso, Kalam abrió más los ojos cuando vio una cabeza cortada caer de lo que parecía la cuchillada más ligera de la espada larga de T’amber, y después se unió a la lucha.
Dos garras habían pasado a toda velocidad, lejos del alcance de T’amber, y se habían encaminado hacia la consejera. Kalam giró para ir a por ellos por la izquierda. El más próximo se cruzó de un salto en su camino con la intención de detener a Kalam el tiempo suficiente para que los otros asesinos cayeran sobre Tavore.
Un baile frenético de paradas de la garra había empezado incluso antes de que Kalam se metiera en la lucha con sus propias armas, y reconoció la forma, la Telaraña.
—Dioses del inframundo, imbécil —dijo con un gruñido cuando hundió los dos cuchillos largos en la madeja de paradas; fintó con cuchilladas diminutas y, tras romper el ritmo, eludió las hojas de los cuchillos que intentaron atravesarlo de golpe y después empaló con habilidad las dos manos del atacante.
El hombre chilló cuando Kalam se acercó, apartó las dos manos inmovilizadas y le asestó un cabezazo. La cabeza encapuchada cayó hacia atrás y se encontró con la punta del cuchillo largo derecho de Kalam, que terminó de soltarse y subió por detrás de la garra. Un crujido áspero cuando la punta se clavó en la base del cerebro del hombre. El asesino se derrumbó, pero Kalam ya le estaba pasando por encima para ir tras el último asesino.
La consejera observó con calma a la garra que se arrojó sobre ella. La puñalada repentina de esta lo alcanzó en la base de la garganta, en medio del esternón, la pesada hoja atravesó la tráquea y después la columna, salió por la espalda y estiró el manto sin llegar a cortarlo.
La garra había arrojado las dos dagas un instante antes de empalarse en la espada y la consejera había esquivado las dos con agilidad al girar el cuerpo de lado para asestar la fortuita puñalada.
Kalam ralentizó el ritmo, se dio la vuelta y vio a T’amber regresando hacia ellos.
Ocho garras muertas. Impresionante, coño. Aunque hiciera falta un navajazo en el pulmón para hacerlo.
Había sangre llena de espuma resbalándole a T’amber por la barbilla. Se había sacado el cuchillo y tenía la túnica empapada de rojo. Pero caminaba con firmeza, sin vacilar.
—Por la verja entonces —dijo Kalam.
Entraron en el patio cubierto de malas hierbas y lleno de basura. Una fuente dominaba el centro, el estanque entero envuelto en algas resplandecientes. Los insectos salieron de él en una nube que giró y dibujó un remolino hacia ellos. Kalam señaló con un arma el muro contrario.
—Ese viejo pozo. Antes había una cisterna natural en la caliza, ahí abajo. Algún ladrón emprendedor se metió por ahí y le robó una auténtica fortuna a la familia que vivía aquí. Los dejó en la miseria. Fue hace mucho tiempo, pero ese tesoro financió las primeras aventuras piratas de Kellanved por las rutas que van desde aquí a las islas Napanianas.
La consejera lo miró.
—¿Kellanved era el ladrón emprendedor?
—Más bien Danzante. La finca era de la familia de Mock, así que el tesoro eran las ganancias de veinte años de piratería. No mucho después, Kellanved derrocó a Mock y se anexionó la isla entera. Había nacido el Imperio de Malaz. Entre los pocos que lo conocen, a este sitio se le llama el pozo de la Abundancia.
Una tos de T’amber, que escupió una flema de sangre.
Kalam la observó en la penumbra. Esa cara perfecta se había quedado muy pálida. El asesino miró al pozo una vez más.
—Entraré yo primero. La caída corresponde a unas dos alturas y media de un hombre; si pueden, utilicen las paredes laterales para ir bajando tanto como puedan. Consejera, ¿oye música?
—Sí. Difusa.
Kalam asintió y saltó al borde del pozo, después empezó a bajar. No soy solo yo, entonces. Violín, me estás rompiendo el corazón.
Cuatro manos, las armas sacadas y los ojos entornados examinando el lugar en todas direcciones. Perla se encontraba sobre un cuerpo. Habían incrustado la cabeza del pobre hombre en la calle con la fuerza suficiente como para convertirla en pulpa, le habían clavado la mandíbula y la base del cráneo en la columna, entre los hombros, hasta convertir la espina dorsal en un desastre enroscado y partido.
Era algo sobre Kalam Mekhar que uno tendía a olvidar, o, lo que era un error más grande todavía, despreciar. La fuerza animal del muy cabrón.
—Al oeste —dijo uno de sus tenientes con un susurro—. Por Luces, es probable que hasta la última verja. Intentarán dar todo el rodeo para eludir las emboscadas ya montadas…
—No todas —murmuró Perla—. No creí ni por un momento que fuera a intentar la ruta directa. De hecho, está a punto de toparse con el grueso de mi pequeño ejército.
El teniente llegó incluso a lanzar una risita, Perla se volvió hacia él y se lo quedó mirando durante un largo instante antes de hablar.
—Coja dos manos y rastréelo. No se acerque, solo déjese ver de vez en cuando. Empújelos.
—Darán la vuelta y nos tenderán una emboscada, patrón de la Garra…
—Es probable. Disfrute de la velada. Y ahora, váyanse.
Una sonrisita malvada habría sido peor, pero eso no hacía mejor la risita divertida que había soltado.
Perla se subió la manga izquierda de la camisa suelta de seda. La cabeza del cuadrillo colocado en la ballesta que llevaba atada a la muñeca estaba recubierta de una cera densa. Fácil de quitar cuando llegara el momento. Entretanto, no arriesgaría ningún posible contacto con la paraltina untada en los bordes de la cabeza. No, esto lo vas a saborear tú, Kalam.
Has eliminado la hechicería, después de todo. Así que no me dejas mucha alternativa, y no, no me importa nada el código.
Volvió a bajarse la manga y miró a sus dos manos elegidas, sus asesinos de élite favoritos. Ni uno solo era mago. El suyo era un tipo de talento mucho más directo. Altos, musculosos, a la altura de toda la fuerza bruta de Kalam.
—Nos colocamos al sur del puente del Almirante, al borde del Ratón.
—¿Cree que llegarán tan lejos, patrón de la Garra? —dijo uno.
Perla se limitó a darse la vuelta.
—Vamos.
Kalam descendió muy despacio por el túnel bajo y estrecho. Podía ver los matorrales del jardín que disimulaban la boca de la cueva que tenía delante. Había ramas rotas y el aire hedía a bilis y sangre. ¿Qué es esto? Sacó las armas y se fue acercando hasta llegar al umbral.
Había habido una mano colocada alrededor de la entrada del túnel. Cinco cadáveres, los miembros estirados. Kalam se metió entre la maleza.
Los habían hecho pedazos. Brazos rotos. Piernas partidas. Sangre por todas partes, todavía chorreando de unas ramas bajas en el árbol que dominaba el huerto abandonado. Era obvio que a dos los habían destripado, los intestinos caídos se arrastraban por el suelo cubierto de hojas como gusanos hinchados.
Un movimiento tras él y se volvió. La consejera y T’amber se abrieron camino hasta el claro.
—Qué rápido —dijo Tavore con un susurro.
—No he sido yo, consejera.
—Lo siento. Ya me había dado cuenta. Tenemos amigos, al parecer.
—No cuente con ello —dijo Kalam—. Esto tiene todo el aspecto de una venganza, una o más personas se ensañaron con estos pobres cabrones. No creo que tenga nada que ver con nosotros. Como bien dijo usted, la Garra es una organización en una situación delicada.
—¿Se han vuelto contra sí mismos?
—Desde luego eso parece.
—Bien, pues eso juega a nuestro favor, Kalam.
—Bueno —murmuró él tras un momento—, pero lo que importa de verdad es que anticiparon que iríamos por el camino más largo. Tenemos auténticos problemas por delante, consejera.
—Oigo ruidos —dijo T’amber—. En la cima del pozo, creo. Manos. Dos.
—Rápido —dijo Kalam enseñando los dientes—. Quieren sacarnos para que sigamos. Al Embozado con eso. Quédense aquí, las dos. —El asesino volvió a meterse en el túnel. Cima del pozo. Lo que significa que tenéis que bajar… uno por uno. Sois unos impacientes, necios. Y os va a costar caro.
Llegó a la cisterna y vio aparecer el primer par de mocasines, colgados del agujero del techo. Kalam se acercó más.
La garra se dejó caer y aterrizó con suavidad, murió con la hoja de un cuchillo metida en la cuenca de un ojo. Kalam liberó su arma de un tirón y lanzó el cadáver desplomado a un lado. Levantó la cabeza y esperó al siguiente.
Entonces oyó el eco de una voz que resonaba.
Reunidos alrededor del pozo, las dos manos vacilaron e intentaron ver algo en la oscuridad.
—El teniente dijo que avisaría —siseó uno de ellos—. Yo no oigo nada ahí abajo.
Entonces se oyó una llamada apagada, tres rápidos chasquidos. Una señal reconocida. Los asesinos se relajaron.
—Estaba comprobando la entrada, supongo; Kalam debe de habérselas visto con la emboscada del huerto.
—Dicen que es la garra más formidable que ha habido jamás. Ni siquiera Danzante quería meterse con él.
—Ya basta. Vamos, Sturtho, baja ahí y hazle compañía al teniente, y asegúrate de limpiar el charco que tenga alrededor de los pies de la que vas, no querría que resbaláramos ninguno.
El llamado Sturtho bajó al pozo.
Muy poco tiempo después, Kalam salió de la boca del túnel. T’amber, sentada con la espalda apoyada en un árbol, levantó la cabeza, asintió y empezó a levantarse. La sangre se le había acumulado en el regazo y empezaba a bajarle por los muslos.
—¿Por dónde seguimos? —le preguntó la consejera a Kalam.
—Seguimos el muro del antiguo huerto, hacia el oeste, hasta llegar al camino de la Colina del Cuervo, y luego directos al sur hasta la colina en sí, es una pista ancha, con muchos callejones bloqueados o con barricadas. Rodeamos la colina por el este, junto a la muralla de la ciudad vieja y luego cruzamos el puente del Almirante. —Kalam dudó y después continuó—. Tenemos que movernos rápido, a la carrera, nunca en línea recta, pero tampoco podemos parar. Hay turbas ahí fuera, matones en busca de líos, y tenemos que evitar que nos retrasen. Así que cuando digo que tenemos que movernos rápido y seguir moviéndonos, eso es exactamente lo que quiero decir. T’amber…
—No me voy a retrasar.
—Escuche…
—He dicho que puedo seguir el ritmo.
—¡Ni siquiera debería estar consciente, maldita sea!
La mujer levantó la espada.
—Vamos a por la siguiente emboscada, ¿le parece?
Las lágrimas relucieron bajo los ojos de Tormenta cuando la música llena de dolor nacida de las cuerdas llenó la pequeña habitación, y los nombres y los rostros se resolvieron poco a poco, uno tras otro, en las mentes de los cuatro soldados a medida que se consumían las velas. Apagados, procedentes del exterior, de las calles de la ciudad, se alzaban y caían los sonidos de la lucha, de los moribundos, un coro como las voces acumuladas de la historia, del fracaso humano y sus ecos que les llegaban desde todos los lugares de ese mundo. La lucha de Violín por esquivar la monotonía lúgubre de una endecha forzó cierta vacilación en la música, una búsqueda de esperanza y fe y el significado sólido de la amistad, no solo con los que habían caído, sino también con los otros tres hombres presentes en la habitación, pero era una lucha que sabía que estaba perdiendo.
Parecía tan fácil para tantas personas separar la guerra de la paz, confinar sus definiciones a lo que nunca era ambivalente. Soldados que marchaban, batallas encarnizadas y matanzas. Arsenales cerrados con candados, tratados, fiestas y puertas de la ciudad abiertas de par en par. Pero Violín sabía que el sufrimiento florecía en ambos reinos de existencia, él había presenciado demasiados rostros de los pobres, ancianas y niños en brazos de sus madres, figuras que yacían inmóviles en un lado del camino o en las cloacas de las calles, donde la basura fluía sin cesar como ríos que reuniesen sus almas agotadas. Y él había llegado a una convicción, incrustada como un clavo de hierro en su corazón, y con esa evidencia ardiente, abrasadora, él ya no podía ver las cosas como antes, ya no podía caminar y ver lo que veía con una mente tabicada, con su multitud de criterios (ese acto crítico de relatividad moral), esto es menos, eso es más. La verdad que anidaba en su corazón era clara: él ya no creía en la paz.
No existía, salvo como un ideal al que un sinfín de palabras altisonantes rendían pleitesía, una letanía que ofrendaba la ilusión de que la ausencia de violencia manifiesta era suficiente en sí misma, era prueba de que uno era mejor que lo otro. No había dicotomía alguna entre la guerra y la paz, ninguna oposición real excepto en sus expresiones concretas de una desigualdad ubicua. El sufrimiento era omnipresente. Los niños se morían de hambre a los pies de grandes señores acaudalados por muy seguro e irrefutable que fuera su dominio sobre sus tierras.
Había demasiada compasión en su interior, lo sabía; sentía el dolor, la impotencia, la invitación a la desesperación, y de esa desesperación llegaba el deseo (la necesidad) de retirarse, de levantar las manos e irse sin más, darle la espalda a todo lo que veía, todo lo que sabía. Si no podía hacer nada, entonces, maldita fuera, no haría nada. ¿Qué otra alternativa había?
Y así lloramos por los caídos. Lloramos por los que aún han de caer, y en la guerra los chillidos son altos y duros, y en la paz los gemidos son tan prolongados que nos decimos a nosotros mismos que no oímos nada.
Y así esta música es un lamento y yo estoy condenado a oír sus notas agridulces durante toda una vida.
Muéstrame un dios que no exija un sufrimiento mortal.
Muéstrame un dios que celebre la diversidad, una celebración que abrace incluso a los no creyentes y no se sienta amenazado por ellos.
Muéstrame un dios que comprenda el significado de la paz. En la vida, no en la muerte.
Muéstrame…
—Para —dijo Gesler entre dientes.
Violín parpadeó y bajó el instrumento.
—¿Qué?
—No puedes terminar con tanta cólera, Viol. Por favor.
¿Cólera? Lo siento. Lo habría dicho en voz alta, pero de repente no pudo. Bajó la mirada y se encontró estudiando el suelo sembrado de basura a sus pies. Alguien, al pasar, quizá el propio Violín, había pisado sin querer una cucaracha. Medio aplastada, manchaba la madera combada y las patas todavía se agitaban débilmente. Violín se la quedó mirando, fascinado.
Querida criatura, ¿maldices ahora a un dios indiferente?
—Tienes razón —dijo—. No puedo terminar así. —Volvió a levantar el violín—. Aquí tenéis una canción diferente, una de las pocas que he aprendido de verdad. De Kartool. Se llama El baile de la paraltina.
Apoyó el arco en las cuerdas y empezó.
Salvaje, frenética, divertida. Las últimas notas relataban cómo la hembra triunfante se comía a su amante. E incluso sin las palabras, era imposible confundir los detalles de esa floritura final.
Los cuatro hombres se echaron a reír.
Y después se quedaron en silencio una vez más.
Podría haber sido peor, reflexionó Botella mientras se apresuraba por el callejón oscuro. Agayla podría haber metido la mano en el lado izquierdo en lugar del derecho de la camisa y habría sacado no un muñeco sino una rata viva, que con toda probabilidad la habría mordido, dado que eso era lo que parecía que más le gustaba hacer a Y’Ghatan. ¿La posterior conversación habría tomado otro rumbo?, se preguntó. Seguramente.
Los callejones del Ratón giraban y daban vueltas, estrechos, asfixiantes y mal iluminados, y tropezarse con un cuerpo en medio de la oscuridad no era en absoluto tan extraño como a uno le gustaría… Pero no cinco cuerpos. Con el corazón martilleándole en el pecho, Botella se detuvo en seco. El hedor a muerte lo envolvió. Bilis y sangre.
Cinco cadáveres, todos vestidos de negro, encapuchados, era como si los hubieran hecho pedazos. Quizá solo unos momentos antes.
Oyó gritos que estallaban en una calle cercana, llantos llenos de terror. Dioses, ¿qué hay ahí fuera? Se planteó soltar a Y’Ghatan, pero luego optó por no hacerlo, más tarde iba a necesitar los ojos de la rata, estaba seguro, y arriesgar a la criatura en ese momento era buscarse un desastre en potencia. Además, no estoy lejos de mi destino. Creo. Espero.
Se abrió camino con cuidado entre los cuerpos y se acercó a la boca del callejón.
Fuera lo que fuera lo que había provocado los chillidos se había ido por otro lado, aunque Botella vio pasar unas cuantas figuras que corrían como un destello rumbo a los muelles. Al llegar a la calle, giró a la derecha y se encaminó en la misma dirección.
Hasta que llegó enfrente de la entrada de una taberna. Unas escaleras ensilladas conducían abajo. El cosquilleo del sudor le cubrió el cuerpo entero. Aquí dentro. Gracias, Agayla.
Botella bajó las escaleras, se metió por la puerta y entró en la posada del Colgado de Gallera.
El incómodo tugurio de techos bajos estaba lleno de gente, pero reinaba un silencio extraño. Rostros pálidos se giraron en su dirección, ojos duros se clavaron en él cuando se detuvo nada más cruzar el umbral para mirar a su alrededor.
Malditos veteranos. Bueno, al menos no estáis todos ahí fuera, intentando matar infantes.
Botella se dirigió a la barra. Bajo los pliegues del manto sintió que el muñeco se movía un poco, un miembro se crispaba (el brazo derecho) y entonces vio una figura ante él que miraba en otra dirección. Espalda y hombros anchos, se había apoyado en el mostrador y levantaba un jarro con la mano derecha. La manga raída de ese brazo se subió y reveló una madeja de cicatrices.
Botella llegó junto al hombre y le dio unos golpecitos en el hombro.
Un giro lento, los ojos oscuros como forjas frías.
—¿Eres ese al que llaman Forastero?
El hombre frunció el ceño.
—No muchos me llaman así y tú no eres uno de ellos.
—Tengo un mensaje para ti —dijo Botella.
—¿De quién?
—No puedo decirlo. Aquí no, al menos.
—¿Cuál es el mensaje?
—Tu larga espera ha finalizado.
El más leve de los destellos en esos ojos, como unas brasas que cobraran vida con un fuelle.
—¿Y ya está?
Botella asintió.
—Si hay cosas que necesites recoger, puedo esperarte aquí. Pero no mucho. Tenemos que movernos rápido.
Forastero giró la cabeza y llamó a una figura enorme que estaba detrás de la barra y que acababa de meter una espita en un barril.
—¡Temple!
El maduro lo miró.
—Échale un ojo a este —dijo Forastero— hasta que yo vuelva.
—¿Quieres que lo ate? ¿Que lo deje sin sentido?
—No, solo asegúrate de que sigue respirando.
—Aquí está a salvo —respondió Temple mientras se acercaba sin apartar los ojos de Botella—. Sabemos que el Decimocuarto hizo un buen trabajo, soldado. Por eso estamos todos aquí dentro y no ahí fuera.
La mirada de Forastero pareció sufrir una alteración sutil cuando volvió a quedar anclada en Botella.
—Ah —dijo por lo bajo—, ahora empieza a tener más sentido. Espera, no tardaré mucho.
Botella observó al hombre abrirse camino entre la gente y miró a Temple.
—¿Tiene un nombre real?
—Estoy seguro —respondió Temple, y le dio la espalda.
Tres sombras se apiñaban alrededor de una mesa en la esquina más alejada. No estaban allí un momento antes, de eso la sargento Hellian estaba segura. Quizá. No parecían estar bebiendo nada, lo que ya era en sí bastante sospechoso, y esas cabezas negras y turbias juntas se susurraban conspiraciones, planes nefarios e intenciones maliciosas, pero si estaban hablando, ella no oía nada y la penumbra era tal que no les veía mover la boca. Suponiendo que tuvieran boca.
La puta de la otra mesa estaba jugando una partida de hoyos. Ella sola.
Hellian se inclinó hacia su prisionero.
—En mi opinión, este sitio es muy raro.
Unas cejas se alzaron solo unos milímetros.
—¿En serio? Espectros y fantasmas, una puta ojerosa y un demonio detrás de la barra…
—A ver a quién estás llamando tú ojerosa —rezongó la mujer cuando las piedras negras y redondas rebotaron en el hoyo sin que nadie las tirara. La mujer miró con el ceño fruncido el resultado y murmuró—: Estás haciendo trampa, ¿verdad? Te lo juro y hablaba en serio, si te pillo, Hormul, voy a comprar una vela con tu nombre en ella.
Hellian miró hacia la barra. El propietario demonio, que había recuperado su forma escuálida y enclenque, se movía de un sitio a otro detrás del mostrador, solo se le veía la cabeza. Parecía estar comiendo gajos de una especie de fruta amarilla, la cara se le torcía cuando chupaba el jugo de cada gajo y después tiraba la corteza por encima de un hombro. De un sitio a otro, gajo tras gajo.
—¿Y quién lo soltó? —preguntó la sargento—. ¿No se supone que tendría que haber un amo por aquí cerca? ¿No los invocan y después los vinculan? Eres sacerdote, se supone que sabes esas cosas.
—Y resulta que las sé —respondió Banaschar—. Y sí, por lo general es como lo has descrito. —Se frotó la cara, después continuó—. Te contaré lo que yo creo, sargento. Fue Kellanved en persona el que invocó a este demonio, es probable que como guardaespaldas, o incluso como portero. Después se fue y el demonio se hizo cargo del negocio.
—Ridículo. ¿Qué saben los demonios de llevar un negocio? Estás mintiendo. Y ahora termínate la bebida, sospechoso, que después nos tomamos otra y después nos vamos de esta casa de locos.
—¿Cómo puedo convencerte, sargento? Necesito llegar a la fortaleza de Mock. El destino del mundo depende de eso…
—Ja, esa sí que es buena. Déjame decirte una cosa sobre el destino del mundo. ¡Eh, tabernero! ¡Tú, cabezón, más cerveza, maldito seas! Mira esas sombras, sospechoso, de ellos se trata. Se esconden detrás de cada acto, detrás de cada trono, detrás de cada bañera. Hacen planes y nada más que planes y planes mientras los demás nos vamos por el desagüe, nos atragantamos bajando por cañerías de plomo con agujeros y salimos entre la bazofia, donde nos ahogamos. Contar dinero, eso es lo que hacen. Dinero que ni siquiera podemos ver, pero así es como nos miden, la balanza, quiero decir, una astilla en un platillo, un alma en el otro, nivelados, ya lo ves. ¿Que cuál es el destino del mundo, sospechoso? —Hellian hizo un gesto con la mano, el índice giró y dibujó una espiral tras otra que iban bajando—. Con ellos al mando, se va todo al garete. Y el chiste va con ellos también, porque se hunden con él.
—Escucha, mujer. Esos son espectros. Criaturas de Sombra. No están haciendo planes. No están contando dinero. Solo andan por ahí…
Como si les hubieran dado pie, las tres sombras se levantaron, las sillas se arrastraron hacia atrás de forma más que audible, se ciñeron mejor los mantos, las caras encapuchadas ocultas por la oscuridad, y después salieron en fila por la puerta.
Hellian lanzó un bufido.
El tabernero llegó con otra jarra.
—Está bien —suspiró Banaschar, y cerró los ojos—. Arréstame. Méteme en una mazmorra. Déjame pudrirme con los gusanos y las ratas. Tienes toda la razón, sargento. De cabeza por el desagüe, toma, déjame servirte más.
—Así se habla, sospechoso.
El antebrazo de Kalam se clavó en la cara velada de la garra, destrozó la nariz y estampó la cabeza contra la pared. El hueso se hundió con un crujido y el atacante se derrumbó. Kalam giró en redondo y siguió a toda prisa el muro del edificio perseguido por media docena de cuadrillos de ballesta que golpearon los ladrillos con golpes secos y ruidos de madera astillada. Podía oír las armas que entrechocaban en el callejón, más adelante y a su derecha (donde la consejera y T’amber habían retrocedido bajo una andanada de proyectiles procedentes del otro lado de la calle). Los habían conducido a una emboscada.
Tres manos se precipitaban a cerrar la trampa. Kalam llegó a la entrada del callejón maldiciendo. Una mirada rápida reveló que las dos mujeres estaban enzarzadas en una despiadada batalla cuerpo a cuerpo con cuatro asesinos, y en esa mirada momentánea uno de los cuatro cayó bajo la espada de T’amber. Kalam le dio la espalda a esa lucha y se preparó para recibir a las manos que se acercaban por la calle.
Las dagas destellaron por el aire hacia él. Se arrojó al suelo, a la derecha, y volvió a ponerse en pie a tiempo para recibir a las primeras cuatro garras. Un frenesí de paradas, y Kalam se fue abriendo camino a la derecha para ponerse fuera del alcance de dos de los atacantes. Un largo filo lanzó una cuchillada y abrió la cara de un hombre, y cuando el hombre se tambaleó hacia atrás, Kalam se acercó y le empaló el muslo izquierdo mientras bloqueaba un ataque frenético de la otra garra. Giró sobre el muslo ensartado de la primera garra, se metió tras el hombre y lanzó una estocada con el arma libre sobre el hombro derecho de su víctima, la punta rasgó el cuello del segundo atacante.
Kalam liberó de un tirón la hoja que ensartaba el muslo y levantó ese brazo para trabarlo bajo la barbilla de la primera garra, donde lo flexionó con fuerza y, con un único y salvaje tirón, partió el cuello del hombre.
El acuchillado en la garganta había tropezado, la yugular cortada y la sangre escapándose entre los dedos que intentaban en vano sujetar la herida. Los dos últimos de los cuatro asesinos se acercaban a toda prisa. Tras ellos, Kalam vio que las otras manos se precipitaban hacia la consejera y T’amber.
Con un gruñido de rabia, Kalam se abalanzó sobre las dos garras y recibió sus ataques con los cuchillos largos, clavó el pie en la pierna derecha del más cercano, entre la rodilla y el tobillo, y le partió los huesos. Cuando la asesina chilló de dolor, el segundo atacante, que intentaba pasar por delante, chocó con la mujer que caía y perdió el equilibrio al resbalar con la sangre.
La carrera salvaje de Kalam golpeó al primer grupo de garras que cargaban contra la consejera y Tavore. Los alcanzó por la izquierda y un poco por detrás; su repentina llegada obligó a media docena de atacantes a darse la vuelta para enfrentarse a él. Recibió contraataques con paradas y lanzó el hombro contra el pecho de la garra más próxima. El crujido de las costillas, un silbido de aliento que se escapaba de los pulmones y el atacante salió por los aires, arrojado hacia atrás, el movimiento bloqueó a dos garras que tenía justo detrás. Una de ellas tropezó demasiado cerca de Kalam cuando pasó como un rayo, quedó al alcance del cuchillo largo izquierdo del asesino y el corte que este asestó en el cuello de la víctima estuvo a punto de rebanarle la cabeza.
Solo dos de los cuatro que quedaban estaban lo bastante cerca como para saltar sobre él. Uno llegó por abajo, por la izquierda, el otro por arriba, por la derecha. Kalam lanzó una estocada que se cruzó en el camino del primer atacante y sintió que la hoja arañaba los dos cuchillos que portaba la garra. Siguió a eso con un rodillazo entre los ojos de la figura. Al segundo atacante lo obligó a retroceder con un brazo estirado y un cuchillo largo, y la garra, que se había inclinado hacia atrás, desesperada, mantuvo los dos pies plantados, Kalam dejó caer la finta alta y cortó en vertical el estómago del atacante hasta la entrepierna.
La garra lanzó un chillido cuando los intestinos le cayeron entre las rodillas. Kalam arrancó el cuchillo largo y continuó la arremetida, pero entonces oyó a alguien que se acercaba por detrás. El asesino se agazapó de pronto y se detuvo con un resbalón, después se abalanzó hacia atrás. Una daga se hundió en su cintura, a la izquierda, justo debajo del tórax, la punta dibujó un ángulo hacia arriba (en busca del corazón); los dos asesinos chocaron, Kalam echó la cabeza hacia atrás y topó con la frente de la garra. Una segunda daga resbaló por la cota de malla bajo su brazo derecho. Se retorció para apartarse del cuchillo que lo empalaba, giró en redondo, clavó el codo en un lado de la cabeza de la garra y le aplastó el pómulo. El atacante cayó despatarrado y soltó el cuchillo que había hundido en el costado de Kalam.
Con un jadeo, Kalam se obligó a avanzar otra vez. Cada movimiento le enviaba una llamarada de dolor por el pecho, pero no tenía tiempo de arrancarse el cuchillo, las dos últimas garras que habían dado la vuelta para recibirlo se habían abalanzado sobre él.
Pero iban demasiado juntos, casi uno al lado del otro; Kalam dio un salto a la derecha para ponerse fuera del alcance de uno de ellos. Se agachó para esquivar una estocada horizontal que le buscaba la garganta, atrapó el segundo cuchillo con una parada que consiguió meter el filo en el hueso del antebrazo de la garra y después lanzó una estocada del revés que alcanzó al atacante en la garganta. Al tiempo que la víctima comenzó a derrumbarse hacia delante, Kalam le apoyó el hombro izquierdo en el pecho, empujó con fuerza y siguió al cuerpo cuando se estrelló contra el otro asesino. Los tres cayeron, con Kalam encima. Se le enganchó uno de los cuchillos largos en el cadáver que quedó entre él y la garra viva; Kalam soltó esa mano y clavó el pulgar y el índice en los ojos del asesino, engarzó el pulgar y siguió presionando con el dedo hasta que el cuerpo dejó de sufrir espasmos.
Al oír más sonidos de lucha en el callejón, Kalam se puso en pie, se detuvo un instante para soltarse el cuchillo que llevaba clavado al costado y maldijo al ver la sangre que brotaba al salir la hoja. Recogió el cuchillo largo enganchado y se metió tambaleándose en el callejón.
Solo quedaban tres garras y T’amber se enfrentaba a dos de ellas, estaba haciendo retroceder a las dos, paso a paso, hasta meterlas en el camino de Kalam.
Este se acercó, lanzó una estocada, luego dos, y un par de cuerpos se retorcieron a sus pies. T’amber ya se había girado y se había abalanzado para atacar al último asesino por detrás; le aplastó el cráneo con el borde de la espada.
Una de las garras del suelo se aupó de costado y levantó un arma, Kalam le clavó el talón en el cuello.
Reinó un silencio repentino entre jadeo y jadeo.
El asesino se quedó mirando a las dos mujeres. T’amber era una masa de heridas, estaba sangrando por la nariz y la boca, y era sangre llena de espuma; Kalam vio que el pecho le palpitaba con fuerza. Con una mueca de dolor él también, el asesino se volvió para estudiar la calle que acababa de abandonar.
Algunos cuerpos se movían aquí y allá, pero ninguno parecía inclinado a renovar la lucha.
La consejera llegó a su lado. La sangre le había salpicado la cara, mezclada con un sudor mugriento.
—Kalam Mekhar. Le observo. Parece… —La mujer sacudió la cabeza—. Parece que se mueve más rápido que ellos. Y a pesar de todo el adiestramiento de esos hombres, de todas sus habilidades, no pueden mantenerse a su altura.
Kalam se limpió el sudor que le escocía en los ojos. Las manos que aferraban con fuerza las empuñaduras de los cuchillos largos le dolían, pero era incapaz de relajarlas.
—Todo se ralentiza, consejera —dijo con voz profunda—. En mi mente se ralentizan, sin más. —Se sacudió y se obligó a aflojar los músculos de la espalda y los hombros. Había conseguido contener la hemorragia, aunque podía sentir el calor de la sangre que le bajaba por la parte exterior de la pierna, bajo la pesada tela, y que formaba un pegamento entre la tela y la piel. Estaba agotado y tenía un sabor amargo en la lengua—. No podemos parar —dijo—. Hay muchos más. Estamos cerca del puente del Almirante, ya casi hemos llegado.
—¿Llegado?
—A Ratón.
—Oigo disturbios, allí hay incendios, humo, Kalam.
El asesino asintió.
—Sí. Confusión. Eso nos viene bien. —Volvió la cabeza y miró a T’amber. Tenía la espalda apoyada en el muro, estaba bañada en sangre y tenía los ojos cerrados. Kalam bajó la voz—. Consejera, necesita sanación, antes de que sea demasiado tarde.
Pero T’amber lo oyó. Abrió los ojos, un destello en ellos como los ojos de un tigre, y se irguió.
—Estoy lista.
La consejera dio medio paso hacia su amante, pero se vio obligada a girar cuando T’amber pasó junto a ella hacia la entrada del callejón.
Kalam vio la angustia en la mirada de Tavore y apartó los ojos.
Y vio treinta garras o más aparecer con una luz trémula a menos de cuarenta pasos, calle arriba.
—¡Mierda! ¡Corran!
Salieron del callejón y echaron a correr. Kalam frenó un poco para permitir que la consejera lo adelantara. De algún modo T’amber conseguía mantenerse por delante de ellos y permanecer en cabeza. Habrá otra emboscada. Esperándonos. Va a meterse de lleno…
Los asesinos los perseguían a toda velocidad, los corredores más rápidos iban acortando distancias. Tras el sonido de las pisadas suaves, el golpe seco de las botas y un coro de jadeos fieros, parecía que los adoquines bajo sus pies, los edificios de ambos lados y hasta el cielo que se cernía sobre sus cabezas, todo conspiraba para cercarlos (para caer sobre esa escena desesperada), embotaba el aire, lo hacía más denso, amortiguado. Si los ojos presenciaban algo, las caras se giraban a toda prisa. Si había figuras en los callejones por los que pasaban, se volvían a fundir con la oscuridad.
La calle torció al oeste, frente al parque Colina del Cuervo. Más adelante se uniría a otra calle que bordeaba el parque por el lado oeste, antes de girar al sur, hacia el puente. Cuando se acercaron a esa intersección, Kalam vio que T’amber cambiaba de repente de dirección y los metía por un callejón que había a la izquierda, y entonces descubrió la razón del inesperado desvío: más manos que se apiñaban en la intersección y se abalanzaban sobre ellos.
Nos están empujando hacia el puente. ¿Qué nos está esperando al otro lado?
El callejón se ensanchaba y se convertía en algo parecido a una calle justo después de los primeros edificios, y justo ante ellos estaba el muro bajo que rodeaba el parque.
T’amber frenó un poco, como si no supiera si rodear el muro por la izquierda o por la derecha, después se tambaleó y alzó la espada cuando los atacantes arremetieron contra ella por ambos lados.
La consejera lanzó un grito.
Las hojas entrechocaron, un cuerpo cayó a un lado, los otros se precipitaron sobre T’amber. Kalam vio dos cuchillos que se hundían en el torso de la mujer, pero esta continuaba en pie, lanzando estocadas. Cuando Tavore llegó a ellos, hincó la hoja de otataralita en un lado de la cabeza de uno de los asesinos y la liberó de un tirón salvaje, el arma de tono oxidado siseó en el camino de un brazo, rebanó carne y hueso y el brazo salió volando…
Kalam presenció, en el latido del que dispuso antes de meterse en la lucha, cómo T’amber estiraba la mano libre para atrapar a una garra por la garganta, la levantaba de un tirón por el aire y giraba luego para arrojarla contra el muro de piedra. Incluso mientras la figura la acuchillaba de forma repetida en el pecho, los hombros y la parte superior de los brazos.
¡Dioses del inframundo!
Kalam llegó como un bhederin a la carga, los cuchillos largos lamiéndolo todo al mismo tiempo que lanzaba su peso contra una garra y después otra, a los dos los mandó a rodar por el suelo.
Y allí, en la penumbra, delante del muro del parque Colina del Cuervo, un frenesí salvaje de lucha cuerpo a cuerpo, una segunda mano se unió a lo que quedaba de la primera. Una docena de latidos rápidos y todo terminó.
Y no hubo tiempo para detenerse, no hubo tiempo para respirar y recuperarse, pues los cuadrillos empezaron a aporrear el muro.
Kalam hizo un gesto mudo para que corrieran junto al muro, hacia el oeste, y de algún modo, por imposible que pareciera, T’amber una vez más se puso en cabeza.
Estallaron gritos tras ellos, pero no había tiempo para mirar. El muro dibujaba una curva hacia el sur y formaba un lado de la calle que llevaba al puente del Almirante; allí se alzaba el tramo de piedra, sin iluminar, tan enterrado en las sombras que podría haber estado en la base de un pozo. Cuando se acercaron, la hechicería vaciló y después murió. Y reveló… nada. Nadie a la vista.
—¡T’amber! —siseó Kalam—. ¡Espere!
Lo que fuera que había golpeado tras ellos había atrapado la atención de las garras que los perseguían, al menos de momento.
—Consejera, escúcheme. T’amber y usted, métanse en el río. Síganlo directamente hasta el puerto.
—¿Y usted qué? —preguntó Tavore.
—Todavía no hemos encontrado ni un tercio de las manos que hay en la ciudad, consejera. —Señaló el Ratón con la cabeza—. Están ahí dentro. Voy a llevarlos de paseo. —Hizo una pausa y escupió un montón de flemas y sangre—. Puedo perderlos, conozco el Ratón. Iré por los tejados.
—No tiene sentido separarse…
—Sí, consejera. Sí que lo tiene. —Kalam estudió a T’amber por un momento. Sí, a pesar de todo, ya no te queda mucho—. T’amber está de acuerdo conmigo. Ella la llevará al puerto.
En las calles y los callejones que tenían a su espalda solo se oía un silencio siniestro. Se acercan.
—Váyanse.
La consejera lo miró a los ojos.
—Kalam…
—Váyase, Tavore.
Las observó acercarse al borde del río, el viejo muro de contención de piedra combada a sus pies. T’amber descendió en primer lugar. El río estaba sucio, bajaba con poca corriente y no era muy profundo. Les costaría avanzar, pero la oscuridad las ocultaría. Y cuando lleguen al puerto… bueno, será momento de improvisar.
Kalam asió bien las empuñaduras de los cuchillos largos. Una última mirada a su espalda. Seguía sin haber nada. Qué raro. Clavó los ojos en el puente. De acuerdo. Acabemos de una vez.
Lostara Yil atravesó la explanada y dejó atrás la calzada de la Muralla y los cuerpos que había al pie. Los ruidos de los disturbios seguían siendo lejanos, llegaban desde el puerto y más allá, mientras que los edificios y las fincas cercanos permanecían en silencio y a oscuras, como si se hallara en medio de una necrópolis, un monumento muy acorde con la gloria imperial.
La pequeña figura que apareció de repente delante de ella la sobresaltó, por tanto, mucho más, y la inquietud de la espada roja solo aumentó al reconocerlo.
—Larva —dijo cuando se acercó—, ¿qué estás haciendo aquí?
—Esperarte —respondió el niño mientras se limpiaba los mocos.
—¿Qué quieres decir?
—Te llevaré adonde tienes que ir. Es una noche triste, pero todo irá bien, un día te darás cuenta. —Y con eso el pequeño se dio media vuelta y echó a andar por la avenida, hacia el sur—. No debemos quedarnos en el camino, todavía no. Podemos cruzar por el primer puente. Lostara Yil… —una mirada atrás—, eres muy guapa.
Un escalofrío repentino a pesar del aire sofocante y la mujer se puso en marcha tras el niño.
—¿Qué camino?
—No importa.
Ruidos de unos roces en las sombras, a la izquierda de Lostara. Cerró la mano alrededor de la espada.
—Hay algo ahí…
—No pasa nada —dijo Larva—. Son mis amigos. No habrá ningún problema. Deberíamos darnos prisa.
No tardaron mucho en llegar al puente que conducía al distrito Central, donde Larva los hizo virar al oeste durante un breve espacio antes de girar al sur de nuevo.
No tardaron en tropezarse con el primero de los cuerpos. Garras, tiradas en pequeños grupos al principio, donde ratas y perros silvestres ya se habían acercado a comer, y luego, a medida que se acercaban al parque Colina del Cuervo, la calle estaba literalmente plagada de cadáveres. Lostara fue frenando al acercarse a la escena alargada de la masacre, se dirigía al sur, como si un torbellino afilado hubiera ido derribando a cien o más asesinos imperiales, y, poco a poco, al contemplar una figura derribada tras otra, Lostara Yil empezó a darse cuenta de algo… un cierto patrón concreto en las heridas, en los lugares de las mismas, en la precisión nítida de cada golpe mortal.
El escalofrío se profundizó y se le metió en los huesos.
Tres pasos por delante, Larva estaba tarareando una canción de boyeros wickanos.
A medio cruzar el puente del Almirante, Kalam se metió un arma bajo un brazo e introdujo una mano entre los pliegues de su fajín para coger la bellota. Lisa, cálida incluso a través del cuero del guante raído, como si le diera la bienvenida. Y… se impacientara.
Kalam se agazapó junto a uno de los muros bajos de contención del puente y arrojó la bellota a los adoquines. La bellota se agrietó, giró sobre sí misma y se quedó quieta.
—De acuerdo, Rápido —murmuró Kalam—, cuando tú quieras.
En un camarote del Lobo de Espuma, Adaephon Delat, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, los ojos cerrados, se estremeció al sentir esa invocación lejana. Mucho más cerca podía oír los ruidos de lucha en el puerto, sabía que a los perecederos los estaban haciendo retroceder, paso a paso, apaleados por la hechicería y una masa creciente de atacantes frenéticos. Mientras que en cubierta el destriant Run’Thurvian había creado una barrera contra todos los ataques mágicos que lanzaban contra el barco en sí. Ben el Rápido percibía que, si bien no se podía decir que el hombre estuviera en apuros, sí era obvio que estaba distraído por algo, y que había cierta vacilación en él, como si solo esperara una llamada mucho más exigente, un momento que se acercaba a toda prisa.
Bueno, parece que tenemos problemas por todas partes, ¿no?
No sería fácil escabullirse por entre el laberinto de sendas desatadas en las calles de la ciudad esa noche. Bolsas de hechicería virulenta que vagaban sin rumbo, trampas móviles, impacientes por provocar una muerte agónica, y Ben el Rápido las reconoció. Ruse, la senda del Mar. Esas trampas son agua, robada del océano profundo, conserva esa presión salvaje que aplasta todo lo que envuelve. Es gran Ruse y no hay nada más feo, maldita sea.
Ahí fuera había alguien esperando. A que hiciera su movimiento. Y fuera quien fuera, quería que Ben el Rápido se quedara justo donde estaba, en un camarote del Lobo de Espuma. Que permaneciera allí, que no hiciera nada, que no se implicara en esa lucha.
Bueno. Había desvelado cuatro sendas, tejido una docena entera de conjuros, todos impacientes por soltarse; le picaban las manos, después le ardían, como si no hiciera más que meterlas una y otra vez en ácido.
Kalam está ahí fuera y necesita mi ayuda.
El mago supremo se permitió el más breve de los asentimientos y la brecha de una senda apareció ante él. Se levantó poco a poco, las articulaciones protestaron por el movimiento. Dioses, creo que me estoy haciendo viejo. ¿Quién lo habría pensado? Respiró hondo, parpadeó para despejar su visión y se abalanzó por la brecha. Y al tiempo que se desvanecía oyó una risita callada y luego una voz sibilante.
—Dijiste que me debías una, ¿recuerdas? Bueno, querida serpiente, ya es hora.
Veinte latidos. Veinticinco. Treinta. ¡Por el aliento del Embozado! Kalam se quedó mirando la bellota rota. Mierda. Mierda, mierda, mierda. Cuarenta. Maldiciendo por lo bajo, se puso en marcha.
Ese es el problema con la taba afeitada en la manga. A veces no funciona. Así que estoy solo. Bueno, en fin, ya me estaba hartando de esta vida, de todos modos. El asesinato estaba sobrevalorado, decidió. No lograba nada, nada que valiera la pena de verdad. No había un asesino ahí fuera que no se mereciera que le cortaran la cabeza y la clavaran en una pica. Habilidad, talento, oportunidad… nada de ello justificaba quitar una vida.
¿Cuántos de nosotros, sí, vosotros, cuántos de vosotros odiáis lo que sois? No merece la pena, ¿sabéis? Que el Embozado se lleve todos esos egos abrasadores, hagamos destellar nuestra luz patética una vez más y después rindámonos a la oscuridad. Yo me largo. Se acabó.
Llegó al final del puente e hizo una pausa más. Otra mirada atrás. Bueno, no está ardiendo, salvo en mi mente. Cerrar el círculo, ¿eh? Seto, Trote, Whiskeyjack…
La cara oscura, rota y picada del Ratón lo llamaba. Una sonrisa podrida, indigencia y degradación, la miseria que perseguía tantas vidas. Era, decidió Kalam Mekhar, el lugar más adecuado. El asesino se puso en movimiento, una carrera en diagonal, rápida y tan cerca del suelo como podía. Se acercó a la fachada ladeada de los restos del muro de una finca, se irguió de golpe, metió un pie en una tronera atestada (hizo caer un nido), envolvió con un antebrazo la cima, los fragmentos rotos de loza cimentada le rasgaron la manga y le perforaron la piel, y después pasó por encima, apoyó un pie en la fila desigual y se lanzó, surcó el aire y aterrizó en un tejado a dos aguas en el que estalló el polvo de guano cuando chocó contra él, se escabulló por la pendiente, dos largas zancadas lo llevaron a la cima y luego bajó por el otro lado…
Y se metió en el laberinto salvaje del inmenso Ratón, con su lomo traqueteado y deslavazado…
Garras, agazapadas y a la espera, se precipitaron sobre él desde todos lados. Grandes, los asesinos más grandes que Kalam había visto jamás, cada uno empuñaba cuchillos largos en ambas manos. Rápidos, como víboras que atacaran.
Kalam no frenó, tenía que abrirse paso entre ellos, tenía que seguir avanzando, notó armas contra las suyas, sintió filos afilados que le abrían brechas en la armadura, eslabones que se separaban y una punta, hincada con fuerza, que se le hundió en el muslo izquierdo, giró y fue cortando en un movimiento ascendente; con un gruñido, Kalam se retorció en medio del destello de las armas, envolvió con un brazo la cara y la cabeza del hombre, empujó con todas sus fuerzas, tiró de esa cabeza en un giro salvaje y oyó estallar las vértebras. Kalam arrastró a medias el cadáver inerte por la cabeza y lo dejó caer.
Un cuchillo largo salió por la derecha, le hizo un corte profundo en un lado de la cabeza y fue rebanando para cortarle la oreja. Kalam contraatacó y sintió que su arma resbalaba por una cota de malla.
¡Que el Embozado se los lleve! Alguien me utilizó para hacer más de mí…
Siguió bajando, hasta el borde, y entonces Kalam se lanzó por el aire, sobre el vacío de un callejón. Aterrizó, se inclinó y rodó por el tejado plano de un edificio de apartamentos de varios siglos de antigüedad, la superficie bajo él cubierta de grava de loza rota. Lo siguieron múltiples impactos que temblaron por todo el tejado, sus cazadores iban a por él. Dos, cinco, siete…
Kalam se puso otra vez en pie y se volvió, en guardia; nueve asesinos, dispersados en un semicírculo, fueron a por él.
Nueve Kalams contra uno.
De eso nada.
Se abalanzó en línea recta hasta el centro de ese semicírculo. El hombre que tenía delante levantó las armas, alarmado, cogido por sorpresa. Fue retrocediendo, desesperado, y consiguió parar dos estocadas con un cuchillo largo y una con el otro antes de que lo atravesara la sucesión de ataques de Kalam. El asesino le hundió una hoja en el pecho y le ensartó el corazón, con la segunda lo apuñaló bajo la mandíbula, después la retorció hacia arriba y la empujó hasta el cerebro.
Kalam usó las dos armas encajadas para darle la vuelta al hombre de un empujón e interponerlo en el camino de otras dos garras, después arrancó sus cuchillos largos y cargó contra un flanco de atacantes a una velocidad cegadora. El filo de una hoja de uno de sus perseguidores le rebanó la pantorrilla izquierda (la herida no fue lo bastante profunda para frenarlo) cuando hizo una finta baja contra la garra que tenía más cerca, después lanzó una cuchillada alta con la otra arma, que perforó la cuenca del ojo del hombre que estaba un paso por detrás del primer asesino. El cuchillo largo se atascó. Kalam soltó la empuñadura, bajó un hombro y se arrojó contra la cintura del siguiente atacante. El impacto le sacudió todos los huesos, este maldito cabrón del Embozado es enorme, pero él se hundió todavía más, el brazo libre se deslizó entre las piernas del hombre, por detrás. Las hojas lo desgarraron por la espalda, los eslabones estallaron como pulgas sobre piedras calientes y sintió que la garra intentaba cambiar el ángulo de esas armas, empujarlas hacia el interior, cuando, con las piernas dobladas y juntas, Kalam aupó al cazador y lo levantó, bien arriba; Kalam dejó escapar un rugido que le rasgó el revestimiento de la garganta, utilizó la mano del arma para coger al hombre por la pechera de la camisa, lo subió y lo lanzó.
Pataleando, la cabeza de la garra terminó chocando con el pecho de uno de los perseguidores. Los dos cayeron al suelo. Kalam saltó tras ellos y clavó un codo en la frente de la segunda garra, la aplastó como un melón y hundió el cuchillo largo que le quedaba en la parte posterior del cuello del primer hombre.
Le clavaron una hoja en el muslo derecho, la punta estalló por el otro lado. Kalam giró rápido para arrancar el arma de las manos del atacante, levantó las dos piernas, rodó de espaldas, le dio una fuerte patada a la garra en el vientre y la mandó por los aires. Otro repaso de un cuchillo largo contra su cara, pero alzó un antebrazo y bloqueó el arma, bajó la mano, la giró y cogió a la garra por la muñeca, acercó al hombre y lo destripó con su propio cuchillo largo. Los intestinos se derramaron y aterrizaron en el regazo de Kalam.
Se irguió como pudo, se sacó el arma que tenía clavada en el muslo (a tiempo de detener una cuchillada y después retroceder); las piernas, con cortes y cuchilladas, estuvieron a punto de fallarle y cayó en una defensa sostenida. Tres cazadores se enfrentaban a él, con el que había recibido la patada, que comenzaba a ponerse en pie poco a poco, luchando por coger aire.
Había perdido demasiada sangre; Kalam sintió que se debilitaba. Si llegaban más manos…
Saltó hacia atrás, casi hasta el borde del tejado y lanzó los dos cuchillos largos, un movimiento inesperado, sobre todo dado el pesado desequilibrio de las armas, pero Kalam había practicado año tras año el lanzamiento de corto alcance. Uno se enterró en el pecho de la garra de su derecha, el otro chocó contra el esternón de la garra de la izquierda con un golpe seco y sólido y se quedó allí, temblando. Al tiempo que lanzó las armas, Kalam se abalanzó él también, desarmado, contra el hombre del centro.
Cogió un antebrazo con las dos manos, lo empujó hacia atrás y después lo cruzó, el cazador intentó una estocada ascendente casi desde el suelo con el otro cuchillo largo, pero Kalam lo apartó con la rodilla. Un tirón salvaje dislocó el brazo que tenía en las manos y después lo volvió a empujar hacia arriba y machacó los huesos dislocados contra la glena perforada, el hombre chilló. Kalam soltó el brazo y colocó las dos manos por detrás de la cabeza de la garra, clavó los dos pies y empujó la cabeza boca abajo, usando todo su peso para machacarla contra el tejado.
Un crujido, un chasquido estrepitoso y el tejado entero se combó; explosiones de antiguas vigas de madera podrida, argamasa medio deshecha y yeso.
Con un juramento, Kalam le dio la vuelta al hombre, que tenía la cara enterrada en el tejado, entre sangre que burbujeaba, y vio a través de una grieta cada vez más grande, una habitación oscura debajo. Se fue deslizando…
Hora de irse.
A diez pasos de distancia, Perla se levantó y observó. Conmocionado, sin creérselo. En el tejado a dos aguas y a su alrededor yacían cuerpos. Los mejores asesinos del Imperio de Malaz. Acabó con todos. Él solo… se abrió camino. Y en lo más hondo de su corazón sintió terror, una sensación nueva que lo embargó de una debilidad temblorosa.
Observó a Kalam Mekhar, chorreando sangre, desarmado, arrastrarse hacia el agujero del tejado. Perla se subió la manga del brazo izquierdo, lo estiró, apuntó y soltó el cuadrillo.
Un gruñido con el impacto, el cuadrillo se hundió justo bajo el brazo izquierdo estirado de Kalam cuando el hombre se deslizó, bajó y desapareció de la vista.
Lo siento, Kalam Mekhar. Pero tú… no puedo aceptar… tu existencia. No puedo…
Se adelantó, se había reunido con él el único superviviente de las dos manos, y recogió las armas de Mekhar.
Mis… trofeos.
Se volvió hacia la garra.
—Busque a los otros…
—Pero qué hay de Kalam…
—Está acabado. Reúna a las manos aquí, en el Ratón; vamos a hacer una visita a los muelles centrales. Si la consejera llega hasta ellos, bueno, habrá que eliminarla allí.
—Comprendido, patrón de la Garra.
Patrón de la Garra. Sí. Está hecho, emperatriz Laseen. Sí, está muerto. Con mis propias manos. No tengo igual en el Imperio de Malaz.
¿Por dónde empezaría?
Mallick Rel.
Korbolo Dom.
Ninguno de los dos veréis el amanecer. Lo juro.
La otra garra habló desde el borde del agujero del tejado.
—No lo veo, patrón de la Garra.
—Va arrastrándose, morirá sin remedio —dijo Perla—. Paraltina kartooliana.
El hombre giró la cabeza de golpe.
—¿No será la serpiente? ¿La araña…? ¡Dioses del inframundo!
Sí, una muerte dolorosa y prolongada. Y no queda un solo sacerdote en la isla que pueda neutralizar ese veneno.
Dos armas cayeron con un estrépito metálico en el tejado. Perla lo miró.
—¿Qué está haciendo? —preguntó.
El hombre parecía evaluarlo.
—Basta. ¿Cuánto deshonor va a hacer recaer sobre la Garra? No cuente conmigo. —Se dio la vuelta—. Busque usted a la consejera, Perla, dele una de sus malditas picaduras de araña…
Perla levantó el brazo derecho y mandó un segundo cuadrillo volando por el tejado. Golpeó al hombre entre los omóplatos. Con los brazos estirados, la garra se derrumbó.
—Eso, por desgracia, era paraltina blanca. Mucho más rápida.
Y ya no quedaban más testigos, como había sido su intención en todo momento. Era hora de reunir a las manos restantes.
Ojalá pudiera haber sido diferente. Todo. Pero surgía un nuevo Imperio de Malaz, con reglas nuevas. Reglas que puedo manejar sin problemas. Al fin y al cabo, ya no me queda nada. No me queda nadie…
Violín cerró los ojos y dejó el violín. No dijo nada, no había nada que decir. El impulso que lo había invadido había acabado. La música había abandonado sus manos, había abandonado su mente, su corazón. Se sentía vacío por dentro, el alma hendida, sin vida. Sabía que iba a pasar, una verdad que ni disminuía el dolor de la pérdida ni lo intensificaba; una carga, eso era todo. Solo una carga más.
Gritos en la calle, abajo, después el sonido de una puerta estrellándose y convirtiéndose en astillas.
Diente Bravo levantó la cabeza y se secó los ojos.
Pisadas estrepitosas en las escaleras.
Gesler recogió la jarra de vino de la mesa y volvió a llenar las copas poco a poco. Nadie había tocado el pan.
Pisadas secas que subían por el pasillo. Algo que arañaba, que se arrastraba.
Se detuvieron ante la puerta del sargento mayor.
Una llamada pesada, como si la fueran a hacer astillas, como garras excavando en la madera.
Gesler se levantó y se acercó.
Violín observó que el sargento abría la puerta y se quedaba inmóvil durante un largo momento con los ojos clavados en quienquiera que estuviera en el pasillo.
—Tormenta, es para ti —dijo Gesler.
El hombretón se levantó sin prisa cuando Gesler se dio la vuelta y regresó a su silla.
Una forma llenó la entrada. Hombros anchos, vestía unas pieles ajadas que estaban chorreando. Cara plana, la piel del color marrón del betel, tensa y estirada sobre unos huesos robustos. Pozos hundidos por ojos. Brazos largos colgando a los lados. Violín arqueó las cejas. Un t’lan imass.
Tormenta carraspeó.
—Legana Estirpe —dijo, su voz había adquirido un extraño tono agudo.
La respuesta que salió con voz áspera de la aparición fue como el chirrido de las piedras de un túmulo.
—He venido a buscar mi espada, mortal.
Gesler se derrumbó en su silla y cogió su copa.
—Un paseo largo y húmedo, ¿eh, Estirpe?
La cabeza giró con un crujido, pero el t’lan imass no dijo nada.
Tormenta recogió la espada de pedernal y se acercó a Legana Estirpe.
—Has asustado a mucha gente por ahí abajo —dijo.
—Los mortales sois almas sensibles.
El infante le tendió la espalda, en horizontal.
—Te llevó tu tiempo salir de ese portal.
Legana Estirpe la cogió.
—Nada es nunca tan fácil como parece, yunque del escudo. Lleva el dolor en tu corazón y sé consciente de algo: estás lejos de haber terminado con este mundo.
Violín miró a Diente Bravo. ¿Yunque del escudo?
El sargento mayor se limitó a sacudir la cabeza.
Legana Estirpe estaba estudiando el arma que tenía en sus manos esqueléticas.
—Está arañada.
—¿Qué? Oh, pero, yo… oh, bueno…
—El sentido del humor se ha extinguido —dijo el t’lan imass al tiempo que se volvía hacia la puerta.
Gesler se irguió de repente.
—¡Un momento, Legana Estirpe!
La criatura se detuvo.
—Tormenta hizo todo lo que le pediste. Ahora necesitamos que lo pagues.
La piel de Violín empezó a sudar de golpe. ¡Gesler!
El t’lan imass los miró otra vez.
—Un pago. Yunque del escudo, ¿acaso mi arma no te sirvió bien?
—Sí, bastante bien.
—Entonces no hay deuda…
—¡No es cierto! —rezongó Gesler—. ¡Te vimos llevarte esa cabeza tiste andii! Pero no les dijimos nada a tus compañeros t’lan imass, ¡te guardamos el secreto Legana Estirpe! ¡Cuando podríamos haber negociado con él, podría habernos sacado de ese maldito lío en el que estábamos metidos! ¡Hay una deuda!
El antiguo guerrero no muerto guardó silencio un instante.
—¿Qué queréis de mí? —dijo luego.
—Nosotros, yo, Tormenta y aquí Violín, necesitamos un escolta. Para regresar a nuestro barco. Quizá haya que luchar.
—Hay cuatro mil mortales entre nosotros y los muelles —dijo Legana Estirpe—. Todos y cada uno empujados a la locura por una hechicería caótica.
—¿Y? —se burló Gesler—. ¿Tienes miedo, t’lan imass?
—Miedo. —Una afirmación. Y después la cabeza se ladeó—. ¿Una muestra de humor?
—¿Entonces cuál es el problema?
—Los muelles. —Una vacilación y después—: Vengo de allí.
Violín empezó a recoger su equipo.
—Con respuestas como esa, Legana Estirpe —comentó—, tu sitio está entre los infantes. —Le echó un vistazo a Diente Bravo—. Un placer, viejo amigo.
El sargento mayor asintió.
—Lo mismo digo. Los tres. Siento haberte dado un puñetazo en las tripas, Viol.
—Y un Embozado que lo sientes.
—No sabía que eras tú…
—Y un Embozado que no lo sabías.
—De acuerdo. Te oí entrar. Oí la tela contra las cuerdas del violín. Olí las municiones moranthianas. No fue tan difícil.
—¿Y me diste el puñetazo de todos modos?
Diente Bravo sonrió. Esa sonrisa concreta que le daba al cabrón su nombre.
—¿Sois todos infantes? —preguntó Legana Estirpe.
—Sí —dijo Violín.
—Esta noche, entonces, yo también soy infante. Vamos a matar gente.
Rebanagaznates trepó hasta la pasarela y bajó tambaleándose hasta la cubierta.
—Puño —jadeó—, necesitamos llamar a más… Ninguno de nosotros va a poder aguantar mucho…
—No, soldado —replicó Keneb, la mirada clavada en la lucha despiadada que se desarrollaba en la explanada que tenían delante, las líneas de perecederos que no dejaban de contraerse, la masa creciente de atacantes enfurecidos que salían en tropel de cada calle y callejón entre los almacenes. ¿No lo ves? Comprometemos más y nos vemos cada vez más metidos en este desastre, más y más, hasta que ya no podamos lograr salir. Hay demasiada hechicería ahí fuera, dioses del inframundo, está a punto de estallarme la cabeza. Deseaba con todas sus fuerzas explicarle todo eso al desesperado infante, pero eso no era lo que hacía un comandante. Me sucede igual que a la consejera. Quieres hacerlo, dioses, lo estás deseando, aunque solo sea para ver la comprensión en sus ojos. Pero no puedes. De acuerdo, así que empiezo a entenderlo…
—¡Atención, puño Keneb! —La advertencia procedía del destriant—. Asesinos que intentan penetrar en nuestras defensas…
Un siseo de Rebanagaznates, que se giró y llamó a los infantes del malecón.
—¡Sargento! ¡Suba a los pelotones aquí! ¡Tenemos garras de camino!
Keneb se volvió hacia Run’Thurvian.
—¿Puede bloquearlos?
Un lento asentimiento del rostro que de repente se había quedado pálido.
—Esta vez, sí… en el último momento, pero son persistentes, y listos. Cuando abran una brecha, aparecerán de súbito a nuestro alrededor.
—¿Quién es el objetivo? ¿Lo sabe?
—Todos nosotros, creo. Quizá, sobre todo —el destriant miró a Nada y Menos, que permanecían en la cubierta delantera, testigos silenciosos de la defensa—, esos dos. Su poder duerme. Por ahora no se puede despertar, no es para nosotros, ¿comprende? No para nosotros.
Por el aliento del Embozado. Se volvió y vio llegar a los primeros infantes. Koryk, Chapapote, Sonrisas… Maldito seas, Violín, ¿dónde estás? Tras ellos Sepia y Corabb Bhilan Thenu’alas. Un momento después apareció el sargento Bálsamo, seguido por Galt y Lóbulo.
—Sargento, ¿dónde está su sanador, y su mago?
—Agotados —respondió el dalhonesio—. Se están recuperando en el Silanda, señor.
—Muy bien. Quiero que formen un cordón alrededor de Nada y Menos, la Garra irá a por ellos antes que nada. —Cuando los soldados se dispersaron, se volvió hacia Run’Thurvian y dijo en voz baja—. Supongo que puede protegerse solo, destriant.
—Sí, he estado conteniéndome, anticipándome a un momento así. Pero ¿qué hay de usted, puño Keneb?
—Dudo que sea lo bastante importante. —Después se le ocurrió algo y llamó a los infantes—. ¡Sonrisas! Baje al camarote del primer oficial, advierta a Ben el Rápido y, si puede, convénzalo para que suba aquí. —Se dirigió a la barandilla de estribor y se inclinó para estudiar el combate de la base del malecón.
Había soldados uniformados malazanos entre la multitud, ya sin disimulo alguno. Con armadura, muchos con escudos, otros se mantenían atrás, con ballestas, disparando un cuadrillo tras otro contra la fila de perecederos. A los aliados extranjeros los habían hecho retroceder casi hasta el malecón.
Sepia estaba en la cubierta delantera, gritándole al equipo de la catapulta, el zapador sostenía un puñado de redes de pesca en una mano y un gran objeto redondo en la otra. Un maldito. Tras un momento, el equipo retrocedió y Sepia se puso a colocar la munición justo detrás de la cabeza del enorme dardo.
Bien pensado. Una forma un poco sucia de despejar un espacio, pero no hay mucha alternativa.
Sonrisas regresó corriendo junto a Keneb.
—Puño, no está.
—¿Qué?
—¡Que se ha ido!
—Muy bien. No importa. Vaya a reunirse con su pelotón, soldado.
En algún lugar de la ciudad de Malaz se oyó una campana, los sonoros tonos resonaron cuatro veces. Dioses del inframundo, ¿eso es todo?
El teniente Poros se encontraba junto a su capitán con la mirada puesta al otro lado del agua oscura, en el caos de los muelles centrales.
—Estamos perdiendo, señor —dijo.
—Por eso precisamente lo nombré oficial —respondió Tierno—. Por su extraordinaria perspicacia. Y no, teniente, no desobedeceremos nuestras órdenes. Nos quedamos aquí.
—No está bien, señor —insistió Poros—. Nuestros aliados están muriendo ahí, y ni siquiera es su guerra.
—Lo que ellos decidan hacer es asunto suyo.
—Sigue sin estar bien, señor.
—Teniente, ¿de verdad está tan impaciente por matar a compatriotas malazanos? Si es así, quítese esa armadura y puede ir nadando hasta la orilla. Con la suerte de Oponn, los tiburones no le encontrarán a pesar de mis plegarias más fervientes para que se obre lo contrario. Y llegará justo a tiempo para que le arranquen la cabeza, lo que me obligará a buscarme otro teniente, cosa que he de admitir que no será tan difícil, dadas las circunstancias. Quizá Hanfeno, ahí sí que hay madera de oficial, no más allá de teniente, por supuesto. Casi tan lerdo y tozudo como usted. Vamos, venga, quítese esa armadura para que Senny pueda empezar a aceptar apuestas.
—Gracias señor, pero preferiría no hacerlo.
—Muy bien. Pero una queja más de sus labios, teniente, y lo tiro por la borda yo mismo.
—Sí, señor.
—Con la armadura puesta.
—Sí, señor.
—Después de descontarle la paga por pérdida de equipo.
—Por supuesto, capitán.
—Y si sigue intentando decir la última palabra, creo que lo mataré sin más.
—Sí, señor.
—Teniente.
Poros cerró de golpe la mandíbula y se aguantó. De momento.
Con apenas un susurro, la figura aterrizó en el tejado a dos aguas. Hizo una pausa para mirar a su alrededor, el montón de cadáveres. Después se aproximó al agujero abierto que había junto a un extremo.
Cuando se acercó, otra figura pareció materializarse de la nada y se agachó con una rodilla apoyada en el suelo sobre un cuerpo que yacía boca abajo cerca de la brecha. Había un cuadrillo enterrado en la espalda de ese cuerpo, las plumas hechas con huesos de pez, las secciones de las mejillas de una gran criatura marina, pálidas y semitranslúcidas. El recién llegado levantó una cara fantasmal y contempló al que se acercaba.
—Me mató el patrón de la Garra —dijo la aparición con voz áspera, y señaló su propio cuerpo bajo él—. Maldije su nombre con mi último aliento. Creo… sí, creo que por eso sigo aquí, todavía no estoy listo para atravesar la puerta del Embozado. Es un regalo… para ti. Mató a Kalam Mekhar. Con paraltina kartooliana. —El fantasma se volvió un poco y señaló el borde del agujero—. Kalam, se quitó el cuadrillo… no sirve de nada, por supuesto, da igual, puesto que la paraltina está en su sangre. Pero no se lo dije a Perla, está ahí, en el borde mismo. Cógelo. Queda veneno de sobra. Cógelo. Para el patrón de la Garra.
Un momento después el fantasma se había ido.
La figura envuelta en telas se agachó y recogió el cuadrillo manchado de sangre con una mano enguantada. Se lo metió en un pliegue del fajín, se irguió y se puso en marcha.
Entre madejas de hechicería despiadada, la figura solitaria se desplazó a una velocidad cegadora por la calle, evitó con habilidad cada trampa (las bolsas chispeantes de gran Ruse, los susurros de invitación de Mockra) y luego entró en los caminos de Rashan, caminos que robaban la luz y por los que los asesinos de la Garra habían corrido solo momentos antes; siguió su rastro y se acercó a toda velocidad, una daga en cada mano envuelta en cuero.
Cerca del puerto, las garras empezaron a salir de sus sendas, se iban reuniendo por decenas, a solo unos momentos de lanzar un asalto general contra los soldados extranjeros, contra todos los que había a bordo de los dos barcos atracados.
Al acercarse rápido por detrás, los movimientos de la figura adquirieron una fluidez, una sinuosidad, entretejieron un flujo de sombras y el acercamiento que había sido rápido se transformó en otra cosa más veloz de lo que un ojo mortal podía percibir en esa noche de penumbra y humo, y luego, el atacante solitario golpeó a la primera de las manos.
La sangre brotó, láminas que cubrieron el aire, los cuerpos giraron hacia ambos lados de su camino, un torbellino de muerte desgarró las filas. Las garras giraron en redondo, gritaron, chillaron y murieron.
El patrón de la Garra, Perla, se volvió al oír los sonidos. Estaba situado a unas veinte manos de la retaguardia, una retaguardia que acababa de derrumbarse, retorciéndose o inmóvil, sobre los adoquines, cuando algo (alguien) se abrió paso desgarrándola. Dioses del inframundo. Un bailarín de Sombra. ¿Quién, Cotillion? Un terror frío se apoderó de su pecho con unas garras afiladas. El dios, el patrón de los Asesinos, que viene a por mí.
¡En nombre de Kalam Mekhar, viene a por mí!
Giró en redondo y buscó con los ojos frenéticos un refugio. ¡Al Embozado con las manos! Perla se abrió camino entre sus hombres y echó a correr.
Un callejón estrecho entre dos almacenes, envuelto en oscuridad. Unos momentos más y después abriría su senda, forzaría un desgarro y se abalanzaría, se metería y se iría de una vez.
Llevaba las armas en las manos. Si caigo, será luchando, dios o no dios…
En el callejón, envuelto por la oscuridad (tras él más gritos que se iban aproximando), Perla extendió el brazo en su mente en busca de su senda, como un hombre que se ahoga. Mockra. Úsala. Retuerce la realidad, métete en otra senda, Rashan, y después la Imperial, y luego…
Nada respondió a su búsqueda. Un jadeo entrecortado estalló en la garganta de Perla, que salió a la carrera y subió por el callejón…
Algo tras él, justo detrás…
Cuchilladas lacerantes rebanaron sus dos tendones de Aquiles, Perla chilló cuando los ligamentos cortados se enrollaron bajo la piel, tropezó con unos pies que le parecieron de repente terrones de barro que se movían desesperados bajo él. Fue derrumbándose, negándose a soltar sus armas, todavía intentando alcanzar su senda…
Los filos de unas hojas que lamían como lenguas de ácido. Los tendones de las corvas, los de los codos; una única mano lo levantó de los adoquines ennegrecidos y lo arrojó contra un muro. El impacto le destrozó la mitad de la cara y cuando cayó hacia atrás la mano regresó, los dedos se clavaron en él, lo obligaron a echar la cabeza hacia atrás. Un hierro frío se metió en su boca, acuchilló, le cortó la lengua. Ahogándose en sangre, Perla giró la cabeza. Lo habían cogido otra vez, lo habían arrojado contra el muro contrario y tenía el brazo izquierdo roto. Aterrizó de lado, un pie le machacó de cadera, el soporte del hueso se desmoronó en un desastre de astillas. Dioses, el dolor… le barrió la mente entera, lo inundó… Su senda, ¿dónde?
Cesó todo movimiento.
Su atacante se encontraba sobre él. Se agachó.
Perla no veía nada, la sangre le cubría los ojos, un repiqueteo salvaje le llenaba la cabeza, el vómito le inundaba la garganta, se derramaba en arcadas que lo atravesaban entero, veteado por la sangre del muñón goteante de la lengua. Lostara, amor mío, acércate a la puerta y me verás. Caminando.
Una voz suave y baja lo atravesó todo, brutal, clara, despiadadamente cercana.
—Mi último objetivo. Tú, Perla. Había planeado algo rápido. —Una pausa larga en la que el asesino oyó una respiración lenta y regular—. Salvo por Kalam Mekhar.
Algo lo apuñaló en el estómago y se hundió en él.
—Te devuelvo el cuadrillo que lo mató, Perla. —La figura se irguió una vez más y se alejó unos pasos, pero regresó al tiempo que las primeras palpitaciones horripilantes de fuego empezaban a abrasar las venas de la garra, se acumulaban tras sus ojos, un veneno que lo mantendría con vida todo el tiempo posible, alimentaría su corazón mientras los vasos de todo su cuerpo estallaban, una y otra vez, y otra…
—Los cuchillos largos de Kalam, Perla. No te diste cuenta. No puedes abrir una senda con otataralita en la mano. Y por tanto, él y yo, juntos, te hemos matado. Qué adecuado.
¡Fuegos! ¡Dioses! ¡Fuego!
Apsalar se alejó. Siguió subiendo por el callejón, se alejó del puente. Se alejó de todo.
Una aparición flaca, envuelta en sombras, apareció ante ella cerca del otro extremo, donde el callejón alcanzaba una calle lateral justo a ese lado de un puente que atravesaba el río y se metía en el Ratón. Apsalar se detuvo delante de la aparición.
—Dile a Cotillion que he hecho lo que pidió.
Tronosombrío emitió un susurro, como un suspiro, y de entre los pliegues de su manto fantasmal surgió una mano casi sin forma aferrada a la cabeza plateada de un bastón con el que dio un golpecito en los adoquines.
—Lo vi, querida mía. Tu danza de Sombra. Desde los pies de la calzada de la Muralla, y a partir de ahí, lo presencié.
La asesina no dijo nada.
Tronosombrío continuó.
—Ni siquiera Cotillion. Ni siquiera Cotillion.
Apsalar siguió sin hablar.
El dios lanzó una risita de repente.
—Demasiados errores de criterio, la pobre mujer. Como temíamos. —Una pausa y después otra risita—. Esta noche, el patrón de la Garra y trescientas siete garras, todas por tu mano, querida muchacha. Sigo sin… poder creerlo. No importa. Se ha quedado sola. Lo siento por ella. —La cabeza encapuchada sin casi sustancia se ladeó un poco—. Ah. Sí, Apsalar. Mantenemos nuestras promesas. Eres libre. Vete.
La joven le tendió los dos cuchillos largos por los mangos.
Una inclinación y el dios aceptó las armas de Kalam Mekhar.
Después Apsalar pasó junto a Tronosombrío y siguió caminando.
Él la observó cruzar el puente.
Otro suspiro. Un levantamiento repentino de la cabeza encapuchada, que olisqueó el aire.
—Oh, buenas noticias. Pero no para mí, todavía no. Primero, un modesto rodeo, sí. ¡Vaya, menuda noche!
El dios empezó a desvanecerse, después vaciló y empezó a formarse otra vez. Tronosombrío bajó la cabeza y miró los cuchillos largos que llevaba en la mano derecha.
—¡Qué absurdo! Debo caminar. ¡Y, rápido, por fuerza!
Se escabulló a toda prisa, el bastón iba repiqueteando en las piedras.
Muy poco tiempo después, Tronosombrío llegó a la base de una torre que no estaba en absoluto tan en ruinas como parecía. Levantó el bastón y llamó a la puerta. Esperó una docena de latidos y después repitió el esfuerzo.
La puerta se abrió de un tirón.
Unos ojos oscuros lo miraron desde arriba y en ellos había una furia creciente.
—Vamos, vamos, Obo —dijo Tronosombrío—. Te estoy haciendo un favor, te lo aseguro. Dos gemelos de lo más entrometidos se han adueñado de la cima de tu torre. Te sugiero humildemente que los eches con tu habitual amabilidad. —El dios esbozó un saludo formal con el bastón, se volvió y se fue.
La puerta se cerró de un portazo tras dos zancadas.
Tronosombrío empezó a acelerar el paso una vez más. Esa noche le quedaba pendiente un último encuentro, un encuentro muy valioso. El bastón golpeteó rápido como el tambor de un soldado.
A medio camino de su destino, la cima de la torre de Obo estalló en una atronadora bola de fuego que envió por los aires trozos de ladrillo y azulejo. En medio del estallido se oyeron dos chillidos indignados.
—Muy amable, Obo. Muy amable, desde luego —murmuró Tronosombrío cuando se recuperó, se había agachado de golpe por puro instinto.
Y el dios caminó por las calles de la ciudad de Malaz. Una vez más con un apresuramiento poco propio en él.
Se movieron deprisa por la calle, se mantuvieron entre las sombras, diez pasos por detrás de Legana Estirpe, que caminaba por el centro, la punta de la espada tropezando con los adoquines con un sonido metálico. Las pocas figuras que se cruzaron con ellos huyeron a toda velocidad al ver la aparición andrajosa del t’lan imass.
Violín les había dado a Gesler y a Tormenta unas ballestas, las dos cargadas con granadas repletas de fulleros, mientras que su arma contenía un maldito. Se acercaron a una calle más ancha que corría paralela al puerto, todavía al sur del puente que llevaba a los muelles centrales. Edificios conocidos para Violín por todos lados, pero un aura surrealista había impregnado el aire, como si la mano maestra de algún artista loco hubiera levantado cada detalle y lo hubiera convertido en algo más profundo.
Desde los muelles llegaba el rugido de la batalla, puntuado por algún crujido ocasional de municiones moranthianas. Fulleros, sobre todo. Sepia. ¡Está acabando con mis provisiones!
Llegaron al cruce. Legana Estirpe se detuvo en medio y poco a poco se volvió hacia la fachada combada de una taberna que había enfrente. Donde la puerta se abrió de golpe y salieron dos figuras dando tropezones. Tambaleándose, pisando con sumo cuidado los adoquines bajo ellos, como si cruzaran un río enfurecido por un camino de piedras; una de las figuras sujetaba a la otra por un brazo, tiraba, empujaba y después se apoyaba en ella, lo que hacía que los dos se bambolearan.
Violín juró por lo bajo y se dirigió a las dos figuras.
—Sargento Hellian, en el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué haces aquí?
Las dos figuras se enderezaron al oír la voz y se volvieron.
Y los ojos de Hellian se clavaron en el t’lan imass.
—Violín —dijo—, estás fatal.
—Aquí, borracha idiota. —Mandó seguir a Gesler y Tormenta con el brazo y se acercó—. ¿Quién es ese que está contigo?
Hellian se volvió y contempló al hombre que sujetaba por un brazo durante lo que pareció mucho tiempo.
—Du pridionero —dijo el hombre para alentarla.
—Edo. —Hellian se irguió y miró a Violín otra vez—. Hay una orrrden de bús… queda paraaa intedogadlo.
—¿Quién lo busca?
—Yo, eda. Bueno, ¿y ónde está er bote?
Gesler y Tormenta se dirigían al puente.
—Ve con ellos —le dijo Violín a Legana Estirpe, el t’lan imass echó a andar arañando el suelo con los pies. El zapador se volvió de nuevo hacia Hellian—. Quedaos conmigo, regresamos a los barcos ahora mismo.
—Bien. Me alegro de que viniedas, Viol, por zi esde intenda escapar, ¿eh? Ties mi pedmiso pa dispadadle. Pero solo en el pie. Quiedo despuestas de este dipo y las voy a dener.
—Hellian —dijo Violín—, quizá tengamos que echar una buena carrera.
—Podemos correr. ¿Verdad, Banash?
—Serás imbécil —murmuró Violín—. Eso es el Smiley. Ese demonio no sirve cerveza normal. Cualquier otro sitio… —Después sacudió la cabeza—. Venga, los dos.
Más adelante Gesler y Tormenta habían llegado al puente. Agachados, habían empezado a cruzarlo.
Violín oyó vociferar a Gesler, un grito de sorpresa y alarma, y de inmediato tanto él como Tormenta estaban corriendo en línea recta hacia una multitud palpitante que se cernía delante de ellos.
—¡Mierda! —Violín se lanzó a la carrera.
Una trinchera serpenteante envuelta en penumbra, una vena que parecía correr por debajo del nivel donde el frenesí de matanzas dominaba las calles y los callejones de ambos lados. La mujer que llevaba detrás escupía grumos de sangre con cada tos e iba chapoteando; la consejera, Tavore Paran, vadeaba un arroyo hinchado de desechos.
Acercándose cada vez más a los ruidos de lucha de los muelles centrales.
Parecía imposible, pero las garras no las habían encontrado, no se habían precipitado por los muros podridos de ladrillo para llevar la muerte a la sopa sucia que era el río Malaz. Oh, desde luego que Tavore y T’amber se habían abierto paso entre suficientes cadáveres en su camino, pero los únicos sonidos que las envolvían eran el remolino del agua, las patitas de las ratas por los salientes de cada lado y el zumbido de los insectos que les picaban.
Todo eso cambió cuando llegaron al borde de la explanada. La conmoción de un fullero, tan cerca que las sobresaltó, y luego la caída de media docena de cuerpos cuando una sección del muro de contención se derrumbó justo delante. Más figuras que se deslizaron chillando, las armas agitándose en el aire…
… un soldado se giró, las vio…
Cuando bramó su descubrimiento, T’amber pasó con un empujón junto a la consejera. La espada larga dibujó un arco en diagonal y cortó el tercio superior de la cabeza del hombre, yelmo y hueso, la materia blanca lo salpicó todo.
Después, T’amber estiró el brazo hacia atrás, cerró una mano ensangrentada alrededor del manto de la consejera y la arrastró con ella hacia la orilla hundida de ladrillo caído, arena y grava.
La fuerza de ese puño asombró a Tavore cuando T’amber asaltó la ladera y arrastró a la consejera hasta levantarla del suelo y auparla al nivel de la explanada. Cayó de rodillas con un tropezón, la mano la abandonó y los sonidos de lucha estallaron a su alrededor…
La guardia de la ciudad, tres pelotones por lo menos, las detonaciones los habían empujado a ese lado de la explanada y se volvieron contra las dos mujeres como lobos rabiosos…
Tavore se irguió de un tirón y detuvo una estocada que intentaba alcanzarla en el estómago con una parada desesperada, las armas resonaron. Contraatacó por instinto y sintió que la punta de su espada rasgaba la cota de malla y abría los músculos de un hombro. Su oponente gruñó y se echó hacia atrás. Tavore cortó con un golpe seco la rodilla de la pierna delantera de su atacante y partió en dos la rótula. El hombre lanzó un chillido y cayó.
A la izquierda de la consejera, T’amber rebanaba, lanzaba estocadas, paraba y se abalanzaba, los cuerpos iban cayendo a su alrededor. Al mismo tiempo que unas espadas se hundían en ella, que se tambaleó.
Tavore lanzó un grito y se giró para ir hacia T’amber…
Y vio, a menos de veinte pasos de distancia, una veintena o más de garras que se precipitaban para unirse a la refriega.
Una espada surgió de repente por la espalda de T’amber, entre los omóplatos, el soldado que sujetaba el arma se acercó a la mujer, la levantó del suelo y la lanzó hacia atrás, la mujer se soltó del hierro y aterrizó con fuerza en los adoquines; se le cayó la espada de la mano y resonó en el suelo.
Seis pasos entre la consejera y una docena de guardias, y detrás de ellos y acercándose a toda velocidad, las garras. Tavore retrocedió, rostros vueltos hacia ella, rostros crispados con una furia ciega, ojos fríos y duros, inhumanos. La consejera levantó la espada, las dos manos en la empuñadura, dio un paso atrás…
Y los guardias se abalanzaron…
Y luego un destello cegador, justo detrás de ellos, una oleada que se convirtió en una masa de cuerpos desgarrados, miembros amputados, cortinas de sangre, el rugido de la detonación pareció prenderse en el centro del cráneo de Tavore. El mundo se inclinó, la consejera vio cielo nocturno que rodaba, las estrellas parecían salir despedidas en todas direcciones, su cabeza chocó contra los adoquines y le arrancó el yelmo, y se encontró tirada de espaldas, mirando al cielo, confusa por el humo revuelto, la bruma roja, la protesta atronadora de cada músculo y hueso de su cuerpo.
Una segunda explosión la levantó de los adoquines y la volvió a arrojar con todo su peso sobre una superficie ladeada de repente. Llovió más sangre…
Alguien resbaló contra ella, una mano bajó y se posó con suavidad en su esternón, un rostro, borroso, que se cernía sobre ella. La consejera observó que la boca se movía, pero no escuchó nada.
Un destello, reconocimiento. Sargento Violín.
¿Qué? ¿Qué está haciendo?
Y entonces empezaron a arrastrarla, las botas se iban soltando por los extremos de unas piernas insensibles. La derecha se desprendió, se quedó allí. Tavore clavó los ojos en su pie envuelto en telas, empapado por el cieno del río y la sangre.
Podía ver que el sargento continuaba tirando de ella hacia el malecón. Otros dos infantes cubrían su retirada con unas ballestas extrañas, muy grandes. Pero no los seguía nadie, estaban muy ocupados muriendo bajo una espada de piedra en las manos desecadas de un t’lan imass, una criatura que recibía los puñetazos de una hechicería virulenta, pero seguía avanzando sin parar, matando, matando.
¿Qué estaba pasando? ¿De dónde habían salido los infantes? Vio otro, que forcejeaba con un prisionero, pero el hombre no estaba intentando escapar, solo seguir en pie. Están borrachos, los dos… bueno, por esta noche creo que lo dejaré pasar.
Oh, T’amber…
Empezaban a rodearlos más figuras. Soldados ensangrentados. Los perecederos. Había gente gritando, la consejera lo veía, pero el rugido de su cabeza no amainaba y ahogaba todo lo demás. Levantó a medias un brazo y se quedó mirando su mano cubierta por un guantelete. Mi espada, ¿dónde está mi espada?
Da igual. Ahora duerme. Solo duerme.
Larva la llevó a un callejón donde yacía un cuerpo enroscado, sacudido por espasmos y emitiendo un gemido atroz. Al acercarse, Lostara lo reconoció. La angustia la invadió entera y se abalanzó, dejó atrás a Larva y cayó de rodillas.
Perla estaba cubierto de heridas, como si lo hubieran torturado de forma sistemática. Y el dolor lo estaba consumiendo.
—Oh, amor mío…
Larva habló tras ella.
—El veneno lo ha corroído, Lostara Yil. Debes quitarle la vida.
¿Qué?
—Pensó que estabas muerta —continuó el niño—. Había renunciado. A todo. Salvo a la venganza. Contra la consejera.
—¿Quién ha hecho esto?
—No te lo diré —dijo Larva—. Perla ansiaba venganza y la venganza acabó con él. Eso es todo.
Eso es todo.
—Mátalo ya, Lostara. No te ve ni te oye. Solo hay dolor. Son las arañas, ¿sabes? Respiran la sangre de sus víctimas, la necesitan abundante, de color rojo vivo. Así que el veneno no las suelta. Y luego está el ácido en el estómago, que se filtra y lo va royendo todo.
Aturdida, la espada roja sacó su cuchillo.
—Haz que pare el corazón.
Sí, ahí, detrás y por debajo del omóplato. Empuja con fuerza, trabaja los bordes. Sácalo, mira, el cuerpo se queda quieto, los músculos dejan de crisparse. Se acabó. Se ha ido.
—Ven, vamos, hay más. Rápido.
El niño echó a andar y ella se levantó y lo siguió. Me has dejado. Estabas allí, en la fortaleza de Mock, pero yo no lo sabía. Tú no lo sabías.
Pasaron junto a una masa revuelta de cadáveres. Garras. El callejón estaba lleno de ellas.
Más adelante, los muelles centrales, el claro…
Unas detonaciones repentinas que mecieron los edificios. Gritos.
En la boca del callejón, entre los almacenes, Larva se agachó y le indicó con un gesto que se pusiera a su lado.
La gente huía, los que todavía permanecían en pie, y eran muy pocos. Habían explotado al menos dos malditos en medio de la muchedumbre. Malditos y fulleros y allí un puñetero t’lan imass del Embozado que iba derribando a los últimos que quedaban a su alcance.
—Dioses —murmuró Lostara—, debe de haber un millar de muertos ahí fuera.
—Sí. Pero mira, tienes que ver esto. —Señaló a su derecha, cerca del río.
—¿Qué?
—Oh. —Larva estiró el brazo y posó una mano en el antebrazo femenino.
Y la escena pareció cambiar de algún modo, una nueva iluminación que se iba aglutinando alrededor de un único cuerpo, demasiado lejano para distinguir los detalles…
—Es T’amber —dijo Larva—. Solo tú y yo podemos verlo. Así que mira, Lostara. Mira.
El fulgor dorado se iba fundiendo, alzándose del cadáver. Un viento ligero sopló junto a Lostara y Larva, un viento conocido, impregnado del aroma de las hierbas de la sabana, cálidas y secas.
—Se quedó con nosotros mucho tiempo —susurró Larva—. Utilizó a T’amber. Mucho. No había elección. El Decimocuarto va a la guerra, y nosotros vamos con él. Tenemos que ir.
Una figura se alzaba medio agachada sobre el cuerpo. Cubierta de pelo, alta, una hembra. Sin ropa, sin ornamentos de ningún tipo.
Lostara vio que el t’lan imass, a treinta pasos o más de distancia, se volvía lentamente para contemplar la aparición. Y entonces, con una inclinación de la cabeza, el guerrero no muerto se hincó poco a poco sobre una rodilla.
—Creí que habías dicho que éramos los únicos que podían verlo, Larva.
—Me equivoqué. Ella tiene ese efecto.
—¿Quién… qué es?
—La eres’al. Lostara, jamás debes contárselo a la consejera. Nunca.
La capitana de las Espadas Rojas frunció el ceño.
—Otro maldito secreto que ocultarle.
—Solo esos dos —dijo Larva—. Puedes hacerlo.
Lostara miró el cuerpo.
—Dos, has dicho.
Larva asintió.
—Su hermana, sí. Ese y este. Dos secretos. Que nunca has de contar.
—Eso no será difícil —dijo Lostara mientras se erguía—. Yo no voy con ellos.
—Sí, sí que vas. ¡Mira! ¡Mira a la eres’al!
La extraña hembra estaba bajando la cabeza para mirar el cuerpo de T’amber.
—¿Qué está haciendo?
—Solo un beso. En la frente. Para dar las gracias.
La aparición se enderezó una vez más, pareció olisquear el aire y luego, en un contorno borroso, se desvaneció.
—¡Oh! —dijo Larva. Pero no añadió nada. En su lugar, cogió la mano de la mujer—. Lostara. La consejera ha perdido a T’amber. Tienes que ocupar ese lugar…
—Para mí se acabaron los amantes, hombres o mujeres…
—No, no eso. Solo… a su lado. Tienes que hacerlo. Ella no puede hacerlo sola.
—¿Hacer qué?
—Tenemos que irnos. No, por ahí no. A los muelles del Ratón…
—¡Larva… están zarpando!
—¡Eso da igual! ¡Vamos!
Olor a Muerto apartó a Violín de un empujón y se arrodilló junto al cuerpo de la consejera. Puso una mano sobre la frente tiznada y después la retiró de golpe.
—¡Por el aliento del Embozado! No me necesita. —Y se marchó sacudiendo al cabeza—. Maldita otataralita… Nunca lo entendí, lo que hace…
Tavore abrió los ojos. Se incorporó tras un momento con cierto esfuerzo, se sentó y después aceptó la mano que le ofrecía Violín para ponerse en pie.
El Lobo de Espuma se iba alejando poco a poco del malecón. El Silanda se había distanciado todavía más, los remos barrían el agua y se deslizaban por la superficie.
La consejera parpadeó y miró a su alrededor, después se volvió hacia Violín.
—Sargento, ¿dónde está Botella?
—No lo sé. No llegó a volver. Y parece que también hemos perdido a Ben el Rápido. Y a Kalam.
Al oír el último nombre, la mujer se estremeció.
Pero Violín ya lo sabía. La partida…
—Consejera…
—Jamás he visto a un hombre luchar como él lo hizo —dijo la consejera—. Él y T’amber, los dos, abriéndose paso por una ciudad entera…
—Consejera. Tenemos señales de los otros barcos. ¿Adónde vamos?
Pero ella le dio la espalda.
—Botella… hemos fracasado, sargento. Debía sacar a alguien.
—¿A alguien? ¿A quién?
—Ya no importa. Hemos fracasado.
¿Todo esto? ¿Todos los caídos de esta noche… por una persona?
—Consejera, podemos esperar aquí, en la bahía, hasta el amanecer, enviar un destacamento a la ciudad a buscar…
—No. A las escoltas del almirante Nok se les ordenará que hundan los transportes, los perecederos intervendrán y morirán más. Debemos irnos.
—Pueden perseguirnos…
—Pero no nos encontrarán. El almirante me ha garantizado su incompetencia inminente.
—¿Así que les hacemos señal a los otros para que leven anclas e icen las velas?
—Sí.
Un grito de un miembro de la tripulación.
—¡Barco acercándose por estribor!
Violín siguió a la consejera a la baranda. Donde ya se encontraba el puño Keneb.
Un pequeño navío se aproximaba siguiendo un rumbo de interceptación. En la proa apareció un farol que destellaba.
—Tienen pasajeros que dejarnos —exclamó el vigía.
El barco se puso a la par con un crujido y el chirrido de los cascos. Se arrojaron maromas y se bajaron escalas de cuerda.
Violín asintió.
—Botella. —Después frunció el ceño—. Creí que usted había dicho una persona, el muy imbécil se ha traído a una maldita veintena con él.
El primero en trepar a la baranda, sin embargo, fue Larva.
Una sonrisa radiante.
—Hola, padre —dijo el niño cuando Keneb estiró los brazos, lo cogió y lo dejó en cubierta—. He traído a la capitán Lostara Yil. Y Botella ha traído a un montón de gente…
Un desconocido trepó a bordo y aterrizó con ligereza en la cubierta, hizo una pausa con las manos en las caderas y miró a su alrededor.
—Un maldito desastre —dijo.
En cuanto habló, Violín se adelantó un paso.
—Cartheron Costra. Pensé que estabas…
—Aquí no hay nadie con ese nombre —rezongó el hombre y apoyó una mano en el mango del cuchillo que le sobresalía del cinturón.
Violín retrocedió un paso.
Fueron llegando más figuras, desconocidos todos y cada uno: el primero, un hombre enorme, la expresión ilegible, cauta, y en la frente tenía cicatrices y antiguos verdugones que Violín reconoció. Estaba a punto de hablar cuando Costra (que no era Costra) abrió la boca.
—Consejera Tavore, ¿no? Bueno, le voy a cobrar dieciséis imperiales de oro por traer a esta chusma de idiotas a su barco.
—Muy bien.
—Pues vaya a buscarlo, porque no nos vamos a quedar en este puñetero puerto más tiempo del imprescindible.
Tavore se volvió hacia Keneb.
—Puño, diríjase al cofre de pagas de la legión y saque doscientos imperiales de oro.
—Dije dieciséis…
—Doscientos —repitió la consejera.
Keneb se fue abajo.
—Capitán —empezó a decir la consejera, después se quedó callada.
Las figuras que estaba trepando a bordo eran, todas y cada una, altas y de piel negra. Una, una mujer, se puso muy cerca del hombre de las cicatrices, y fue la que miró a la consejera.
Y la que le habló en un tosco malazano.
—Mi marido lleva esperándola mucho tiempo. Pero no crea que voy a dejar que se lo lleve sin más. Lo que ha de venir nos pertenece, a los tiste andii, tanto o incluso más de lo que les pertenece a ustedes.
Tras un momento, la consejera asintió y después se inclinó.
—Bienvenidos a bordo, entonces, tiste andii.
Tres formas negras pequeñas se subieron a la barandilla y después treparon a las jarcias.
—Dioses del inframundo —murmuró Violín—. Nachts. Odio a esos bichos…
—Míos —dijo el desconocido de las cicatrices.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Tavore.
—Asimismo. Y esta es mi esposa, Sandalath Drukorlat. Sí, un nombre complicado y más que complicada…
—Calla, esposo.
Violín vio que Botella intentaba escabullirse por un lado y echó a andar tras el soldado.
—Tú.
Botella hizo una mueca y se volvió.
—Sargento.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber cómo encontraste a Cartheron Costra?
—¿Ese Costra? Bueno, yo solo seguí a mi rata. No había forma de que pudiéramos atravesar la batalla de la explanada, así que nos buscamos un barco…
—Pero ¿Cartheron Costra?
Botella se encogió de hombros.
Keneb había reaparecido y Violín vio que la consejera y Costra discutían, pero no oyó el intercambio. Tras un momento, Costra asintió y cogió el pequeño cofre de monedas. La consejera se fue a proa.
Donde se encontraban Nada y Menos.
—¿Sargento?
—Vete a descansar un poco, Botella.
—Sí, gracias, sargento.
Violín se acercó por detrás a la consejera para escuchar la conversación.
Tavore estaba hablando.
—… pogromo. Los wickanos de vuestra tierra os necesitan a los dos. Y a Temul. Por desgracia, no podréis llevaros los caballos, el barco del capitán no es lo bastante grande, pero podemos embarcar a todos los wickanos. Por favor, preparaos y, por todo lo que habéis hecho por mí, gracias a los dos.
Nada fue el primero en bajar a la cubierta central. Menos lo siguió un momento más tarde, pero se dirigió a Botella, que se había derrumbado en el suelo y permanecía sentado con la espalda apoyada en la barandilla. La chica bajó los ojos y lo miró, furiosa, hasta que algún instinto advirtió al soldado, que abrió los ojos y la miró.
—Cuando hayas acabado —dijo Menos—, vuelve.
Después se fue. Botella se la quedó mirando con una expresión perpleja en la cara.
Violín se dio la vuelta. Cabrón con suerte.
O no.
Subió al castillo de proa y contempló la ciudad de Malaz. Algún incendio que otro, humo y el hedor de la muerte.
Kalam Mekhar, amigo mío.
Hasta siempre.
La pérdida de sangre, por irónico que fuera, era lo que lo había mantenido con vida. Sangre y veneno, chorreándole de las heridas mientras se tambaleaba, casi ciego del dolor que le estallaba en los músculos, el martilleo del corazón le ensordecía el cráneo.
Y continuó abriéndose camino como pudo. Un paso, después otro, doblándose cuando el dolor lo atenazaba de repente, atroz en su intensidad antes de aliviarse una fracción, lo suficiente para dejarlo coger aire y obligarse a poner un pie delante del otro de nuevo. Y luego otro.
Llegó a una esquina y luchó por levantar la cabeza. Pero el fuego le consumía los ojos y no distinguía nada del mundo que había más allá. Hasta allí… por puro instinto, siguiendo un mapa que tenía en la cabeza, un mapa que el dolor había hecho trizas.
Estaba cerca. Lo notaba.
Kalam Mekhar extendió un brazo para apoyarse en un muro, pero no había muro y se cayó, se derrumbó con un ruido seco sobre los adoquines, donde, incapaz de evitarlo, sus miembros se encogieron y se enroscó alrededor de una agonía hirviente que lo azotaba.
Perdido. Debería haber habido un muro, una esquina, allí mismo. Su mapa le había fallado. Y ya era demasiado tarde. Podía sentir cómo se le morían las piernas. Los brazos, la columna una lanza de fuego fundido.
Sintió una sien que reposaba en la piedra dura, húmeda.
Bueno, morirse era morirse. El arte del asesino siempre se vuelve contra el que lo empuña. Nada en el mundo podía ser más justo, más adecuado…
A diez pasos de distancia, Tronosombrío enseñó los dientes.
—Levántate, idiota. Ya casi estás. ¡Levántate!
Pero el cuerpo no se movió.
Con un siseo de furia, el dios se adelantó. Un gesto y los tres espectros de sombra que llevaba detrás se precipitaron y se reunieron alrededor de la forma inmóvil de Kalam Mekhar.
—Está muerto —dijo uno con voz áspera.
Tronosombrío lanzó un gruñido, apartó a sus sirvientes de un empujón y se agachó.
—Todavía no —dijo tras un momento—. Pero, oh, qué cerca está. —Se echó hacia atrás un paso—. ¡Cogedlo, malditos estúpidos! ¡Vamos a arrastrarlo!
—¿Vamos? —preguntó uno.
—Cuidado —murmuró el dios. Después observó cuando los espectros estiraron los brazos, cogieron los miembros y levantaron al asesino—. Bien, ahora seguidme, y rápido.
Hasta la verja, la barrera chirrió cuando Tronosombrío la empujó.
Por el sendero tosco, las piedras torcidas y los matojos de hierba muerta.
Montículos a ambos lados, los montecillos empezaban a humear. ¿La llegada del amanecer? Para nada. No, los que había en el interior… lo percibían. El dios se permitió una pequeña carcajada seca. Después hundió la cabeza cuando se le escapó más alta de lo que había pretendido.
Se acercaron a la puerta principal.
Tronosombrío se detuvo, se acercó todo lo que pudo a uno de los lados del camino y les hizo un gesto a los espectros para que siguieran.
—¡Rápido! ¡Dejadlo ahí, en el umbral! Oh, y toma, coge sus cuchillos largos. Eso, enváinalos, sí. Y ahora, todos, salid de aquí, ¡y no os apartéis del camino, gusanos descerebrados! ¿A quién pretendéis despertar?
Otro paso, más cerca de esa puerta oscura, perlada de rocío. Levantó el bastón. Un único golpe con la cabeza de plata.
Después el dios se dio la vuelta y se apresuró a bajar por el camino.
Llegó a la verja y se giró en redondo cuando se abrió la puerta con un gemido.
Una enorme figura con armadura llenó el portal y miró abajo.
—¡Cógelo, zoquete! —susurró Tronosombrío—. Cógelo.
Con una lentitud exasperante, el enorme guardián de la Casa de Muerte bajó los brazos, agarró al asesino por el cogote y cruzó el umbral arrastrándolo.
El dios, agachado junto a la verja, observó los pies de Kalam, que desaparecían en la penumbra.
Después la puerta se cerró con un portazo.
¿A tiempo?
—No hay forma de saberlo. No durante un tiempo… vaya, la colección de Tronosombrío es de lo más impresionante, ¿no? —Se dio la vuelta y vio que sus espectros huían calle abajo y que la puerta de una taberna cercana se abría con un ruido atronador.
El dios hizo una mueca y se agachó todavía más.
—Oh-oh, hora de irse, creo.
Un torbellino de sombras y Tronosombrío había desaparecido.
El sargento mayor Diente Bravo se acercó a la entrada del establecimiento de Gallera. No había amanecido todavía. Y la maldita noche se había quedado tranquila como una tumba. Se estremeció como si acabara de cruzarse en el camino de algún viejo fantasma que pasara, invisible, pero que se detuviera para lanzarle una mirada ávida.
La puerta de Gallera se abrió y se cerró, con fuerza, objeto de cierta cólera, y Diente Bravo frenó el paso.
Una monstruosidad con armadura apareció por los escalones.
Diente Bravo parpadeó, después gruñó por lo bajo y se acercó.
—Noches, Temple.
El yelmo se volvió hacia él, como si lo distrajera la repentina presencia del sargento mayor.
—Diente Bravo.
—¿Qué te hace salir?
Temple pareció olisquear el aire y después le echó un vistazo a la vieja Casa de Muerte. Un encogimiento de hombros que tintineó un poco cuando contestó.
—Pensé dar un paseo.
Diente Bravo asintió.
—Ya veo que te has vestido para ello.
Los dos hombres se apartaron cuando una mujer salió de un callejón cercano, pasó a su lado, bajó por las escaleras y se perdió en el buche de la posada de Gallera.
—Eso son andares y lo demás tonterías —murmuró el sargento mayor con tono apreciativo. Pero la atención de Temple estaba fija en los adoquines y Diente Bravo bajó la vista.
La mujer había dejado huellas. De color rojo oscuro.
—Bueno, Temple. Supongo que no podemos esperar que eso sea barro, ¿verdad?
—Me parece que no, Bravo.
—Bueno, creo que me voy a plantar donde Gallera. ¿Has terminado con tu paseo?
Una última mirada a la Casa de Muerte y después el hombretón asintió.
—Eso parece.
Los dos bajaron a los tenebrosos confines del Colgado.
Un huésped propicio se había escondido en el establecimiento de Gallera esa noche. El puño Aragan, que había ocupado el reservado más alejado de la puerta, en la esquina más oscura, donde se sentó solo, acunando un jarro de cerveza mientras fuera tañía campanada tras campanada entre un coro lejano, y a veces no tan lejano, de caos desenfrenado.
No fue el único en levantar los ojos y clavar la mirada admirativa en la desconocida mujer kanesiana morena que entró momentos antes del amanecer. La observó por debajo de unas cejas que ensombrecían su mirada cuando la mujer se dirigió a la barra y ordenó vino de arroz kanesiano, lo que obligó a Gallera a escabullirse en una búsqueda desesperada antes de salir con una polvorienta botella de cristal ambarino que ya en sí misma valía una pequeña fortuna.
Momentos después, Temple (cargado con un montón de armadura arcaica) entró en la taberna seguido por el sargento mayor Diente Bravo. Aragan se encogió más en su asiento y desvió la mirada.
Esa noche no quería compañía.
Llevaba desde el atardecer batallando contra un dolor de cabeza y creía que lo había vencido, pero de repente regresó el martilleo en el cráneo, redoblado en intensidad, y se le escapó un pequeño gemido.
Diente Bravo intentó hablar con la mujer, pero se encontró con la punta de un cuchillo apoyado bajo un ojo en agradecimiento a sus esfuerzos; después, la mujer pagó por la botella entera, pidió una habitación arriba y subió. Totalmente sola. Y nadie la siguió.
El sargento mayor lanzó un juramento, se limpió el sudor de la cara y después reclamó su cerveza con un rugido.
Extraños tejemanejes en el local de Gallera, pero, como siempre, el vino y la cerveza pronto enturbiaron las aguas. En cuanto al amanecer que iba cobrando vida fuera, bueno, eso pertenecía a otro mundo, ¿no?
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