¿Quiénes son esos desconocidos, entonces, con sus rostros familiares?
Surgen de entre la multitud con esos ojos indiferentes
y la sangre chorreándoles de las manos.
Es lo que estaba oculto antes, enmascarado por lo común
y lo inofensivo, ahora retuerce rasgos revelados
en una conflagración de odio, y las víctimas caen bajo los pies.
¿Quién guió y quién siguió y por qué las llamas medran
en la oscuridad, y toda mirada, insensata y confusa,
llegada la luz de la mañana se posa sobre el legado del desatado
rencor? No me engañan los gemidos de horror. No me conmueven
las protestas de dolor. Pues recuerdo esa noche morbosa,
el rostro que destellaba en charcos de sangre iluminados por el fuego era el mío.
¿Quién era ese desconocido, entonces, con esa cara familiar?
Que se funde entre la multitud, en palpitar tenso, caótico,
y la sangre que brama en la tormenta de mi cráneo hierve, frenética,
cuando me precipito y devasto todas estas vidas inocentes,
mi odio por su debilidad una olla volcada, mientras
se ahoga en la mía, este desconocido, este desconocido…
«Al amanecer, me quito la vida»
El pogromo wickano
—Kayessan
Cuando el bote largo del buque insignia de la flota jakatakana se puso al pairo, el comandante y cuatro infantes treparon a toda prisa al Lobo de Espuma. Eran untan, todos y cada uno, engalanados con elaboradas y costosas armaduras, el comandante alto, de barbilla débil y una expresión desvaída y nerviosa en los ojos pálidos. Le dedicó un saludo militar al almirante Nok primero y después a la consejera.
—No la esperábamos todavía en meses, consejera Tavore.
Con los brazos cruzados, el puño Keneb se hallaba a corta distancia, apoyado en el palo mayor. Tras las palabras del comandante, Keneb posó su atención en los infantes. ¿Es el uniforme de gala lo que vestís? Y entonces notó las expresiones de desdén y odio cuando los soldados se quedaron mirando a Nada y Menos. Keneb miró a su alrededor y después dudó.
—¿Su nombre, comandante? —dijo la consejera.
Una ligera inclinación.
—Mis disculpas, consejera. Soy Exent Hadar, de la Casa Hadar de Unta, primogénito…
—Conozco a la familia —interpuso Tavore con cierta sequedad—. Comandante Hadar, dígales a sus infantes que se retiren de inmediato, si veo una mano más rozar por casualidad la empuñadura de una espada, pueden volver a nado a su barco.
Los ojos claros del comandante se posaron por un instante en el almirante Nok, que no dijo nada.
Keneb se relajó, había estado a punto de acercarse a arrancarle la piel a tiras a esos imbéciles. Consejera Tavore, no se te pasa nada, ¿verdad? Nunca. ¿Por qué sigues sorprendiéndome? No, no es esa la forma adecuada de decirlo, ¿por qué yo me sorprendo de continuo?
—Le pido disculpas de nuevo —dijo Hadar, su falta de sinceridad era obvia cuando les hizo un gesto a sus guardias—. Se han producido una serie de, eh, bueno, revelaciones…
—¿Referentes a qué?
—A la complicidad wickana en la masacre del ejército leal de Pormqual en Aren, consejera.
Keneb se quedó mirando al tipo, mudo de asombro.
—¿Complicidad? —Tenía la voz ronca y apenas fue capaz de pronunciar aquella palabra.
La expresión de la consejera era la más fiera que Keneb le había visto jamás, pero fue el almirante Nok el que habló primero.
—¿Qué locura es esta, comandante Hadar? La lealtad y el servicio de los wickanos han estado y siguen estando fuera de todo reproche.
Un encogimiento de hombros.
—Como ya he dicho, almirante, revelaciones.
—Dejemos eso ahora —soltó de repente la consejera—. Comandante, ¿qué hace patrullando estas aguas?
—La emperatriz ordenó que extendiéramos nuestro alcance —respondió Hadar— por dos razones. La principal es que ha habido incursiones de un enemigo desconocido en barcos negros de guerra. Hemos entablado combate seis veces hasta el momento. En un principio, los magos de nuestros barcos no eran capaces de competir con la hechicería que empleaban los barcos negros y, por consiguiente, sufrimos en las hostilidades. Desde entonces, sin embargo, hemos incrementado la dotación y el calibre de nuestros cuadros. Poder anular la hechicería en las batallas igualó las cosas de manera considerable.
—¿Cuándo fue el último encuentro?
—Hace dos meses, consejera.
—¿Y la otra razón?
Otra ligera inclinación.
—Interceptarla a usted, consejera. Como he dicho, sin embargo, no la esperábamos hasta dentro de un tiempo. Pero por extraño que parezca, la posición precisa que tenemos ahora nos llegó por orden directa de la propia emperatriz hace cuatro días. No hace falta decir que con esta galerna tan poco propia de la estación nos costó bastante llegar aquí a tiempo.
—¿A tiempo para qué?
Otro encogimiento de hombros.
—Pues resulta que para recibirla. Parece obvio —añadió el comandante con tono condescendiente— que la emperatriz detectó su llegada adelantada. En estos temas, la señora es omnisciente, cosa que, por supuesto, era de esperar.
Keneb observó a la consejera, que estaba dándole vueltas a los acontecimientos.
—¿Y va a ser usted nuestra escolta hasta Unta? —preguntó la consejera.
—No, consejera. Debo darle instrucciones para que cambie el curso de la flota imperial.
—¿Hacia dónde?
—La ciudad de Malaz.
—¿Por qué?
El comandante Hadar negó con la cabeza.
—Dígame, si lo sabe —dijo Tavore—, ¿dónde está la emperatriz ahora mismo?
—Bueno, en la ciudad de Malaz, diría yo, consejera.
—¿Ves ese infante de la izquierda? —preguntó Kalam en un susurro.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Ben el Rápido con un encogimiento de hombros.
—Es una garra.
Se encontraban en la cubierta del castillo de proa, observando lo que acontecía abajo. El aire era dulce, cálido, los mares sorprendentemente calmos a pesar del viento fuerte y constante. Al asesino le parecía casi un puñetero paraíso después de esos tres días salvajes en la senda cruda y tumultuosa de Togg y Fanderay. Los barcos de la flota, salvo los de los perecederos, estaban muy dañados, sobre todo los transportes. Por fortuna, ninguno se había hundido, ni habían perdido ningún marinero ni infante. Unas cuantas docenas de caballos, por desgracia, se habían roto alguna pata durante las tormentas, pero era un precio que era de esperar y a nadie le sentaba mal un poco de carne en los guisos. Llegados a ese punto, y suponiendo que el viento siguiera empujándolos, la isla de Malaz estaba a solo dos días de distancia, quizá un poco más.
Una vez entregado el mensaje, la prisa del comandante Hadar por irse resultaba tan patética como obvia y parecía que ni la consejera ni el almirante estaban por la labor de prolongar la estancia del caballero.
Cuando los visitantes regresaron a su bote, una voz habló en voz baja detrás de Kalam y Ben el Rápido.
—¿He oído bien? ¿Navegamos ahora rumbo a la ciudad de Malaz?
Kalam intentó contener un escalofrío, no había oído nada. Otra vez.
—Sí, Apsalar…
Pero Ben el Rápido se había girado en redondo, alarmado, y en ese momento también enfadado.
—¡Los puñeteros escalones para llegar aquí están justo delante de nosotros! ¿Se puede saber cómo Embozado has hecho para presentarte sin que te viéramos, Apsalar? ¡A echarnos el aliento en la puta nuca!
—Es obvio —respondió la mujer kanesiana, sus ojos almendrados parpadeaban con languidez— que los dos estabais distraídos. Dime, Kalam Mekhar, ¿tienes alguna teoría que explique por qué un agente de la Garra acompañaba al comandante jakatakano?
—Muchas, pero no pienso compartir ninguna contigo.
Ella lo estudió por un momento antes de responder.
—Sigues sin decidirte, ¿verdad?
Oh, qué ganas tengo de pegarle. Aquí mismo, ahora mismo
—No sabes lo que estás diciendo, Apsalar. Y yo tampoco.
—Bueno, eso no tiene mucho sentido…
—Tienes razón —soltó de repente Ben el Rápido—, no lo tiene. ¡Y ahora sal de una vez de nuestras sombras, maldita seas!
—Mago supremo, se me ocurre que te equivocas en una cosa. Los mastines de Sombra, en G’danisban, iban a por ti.
—¡Oportunistas!
—Desde luego, si es lo que quieres creer. En cualquier caso, debería deducirse por tanto (incluso alguien tan inmune a la lógica como tú) que fue entonces cuando yo actué. Sola. La decisión fue mía, mago supremo, mía y de nadie más.
—¿De qué está hablando, Rápido? —preguntó Kalam.
Pero su amigo no decía nada, estudiaba a la mujer que tenía delante.
—¿Por qué? —preguntó después.
Ella sonrió.
—Tengo mis porqués, pero, de momento, no veo motivo para compartirlos contigo.
Apsalar se dio la vuelta y se dirigió a la proa.
—Es que es eso, ¿no? —murmuró Ben el Rápido por lo bajo.
—¿A qué te refieres?
—Sin decidir, Kal. No nos decidimos ninguno, ¿verdad? —Después giró en redondo y volvió a mirar a la consejera.
El asesino hizo lo mismo.
Tavore y Nok estaban hablando, pero en voz baja; sus palabras se las llevaba el viento.
—Bueno —continuó Ben el Rápido—, ¿y ella?
¿Indecisa? No lo parece demasiado. Kalam hizo una mueca.
—La ciudad de Malaz. No me lo pasé muy bien la última vez que la visité. ¿Se te pone la piel de gallina, Rápido? A mí sí. Mucho.
—¿No notas nada? —preguntó el mago—. Ese comandante, no hizo ni una triste pregunta sobre los barcos perecederos que llevamos con nosotros. Bueno, esa garra debe de haber informado ya, por senda, a Topper o a la propia emperatriz. Así que…
—Así que ya sabe que tenemos invitados. Quizá por eso no quiere que entremos en el puerto de Unta.
—Exacto, Laseen está nerviosa.
Kalam lanzó un gruñido.
—Acabo de darme cuenta de otra cosa —dijo en voz baja.
—¿Qué?
—La consejera envió al destriant a su camarote. Y no hizo ningún tipo de invitación formal al comandante, como se supone que debe hacer; no, los obligó a hablar las cosas aquí fuera, a cielo abierto. En fin, que quizá la consejera no quería que el comandante o esa garra vieran a Run’Thurvian o hablaran con él sobre nada.
—No es tonta.
—Una maldita partida de hoyos es lo que están echando, ¿no? Ben el Rápido, ¿qué está pasando aquí?
—Lo averiguaremos, Kal.
—¿Cuándo?
El mago supremo frunció el ceño y después contestó.
—Amigo mío, en cuanto dejemos de estar indecisos.
A bordo del Silanda, Violín había salido arrastrándose de la bodega como una rata tullida, desaliñado, pálido y grasiento. Vio a Botella, y poco a poco, con movimientos agónicos, se dirigió hacia él. Estaba pescando. Había bancos de peces allí fuera y él los había visto saltar para huir de lo que fuera que los persiguiera bajo la superficie. Uno de los dromones jakatakanos se deslizaba junto a ellos, a babor, a tiro de piedra, y el resto del pelotón se había puesto en fila para dar el espectáculo.
Botella sacudió la cabeza y después miró cuando llegó su sargento.
—¿Te encuentras algo mejor?
—Creo que sí. Dioses, me parece que ese reino de pesadilla me curó.
—Pues no tienes mejor pinta.
—Gracias, Botella. —Violín se incorporó un poco y se sentó, después miró al resto del pelotón—. ¡Por el aliento del Embozado! —explotó—. ¿Qué estáis haciendo?
Koryk, Sonrisas, Sepia y Chapapote se habían unido a Olor a Muerto, Rebanagaznates y Jarretesgrandes, de pie junto a la barandilla, delante del dromon que pasaba; bajo el brazo izquierdo de cada soldado había una cabeza tiste andii.
Con el estallido de Violín, aparecieron en la cubierta Gesler y Tormenta.
Botella los vio abarcarlo todo con una mirada y entonces Gesler exclamó a voz en grito:
—¡Saludadlos!
Los soldados obedecieron y empezaron a saludar alegremente a lo que parecía una masa de soldados, infantes y (Botella entrecerró los ojos) oficiales que los miraban con fijeza.
—No pasa nada, sargento —dijo Sonrisas—. Solo pensamos que agradecerían un cambio de paisaje.
—¿Quién?
—Pues estas cabezas, por supuesto.
Y entonces Tormenta pasó corriendo hacia la popa, se bajó los calzones y se sentó en la barandilla con el trasero colgando, abierto. Con un gruñido salvaje, empezó a defecar.
Y mientras los camaradas que permanecían junto a la barandilla se volvían para clavar los ojos en el cabo chiflado, Botella se quedó hipnotizado por las espantosas expresiones de placer que había en esas cabezas cortadas. Esas sonrisas… El sedal que tenía Botella en las manos empezó a soltarse y después se desvaneció sin que el soldado se diera cuenta, una náusea repentina le invadió las tripas.
Y salió disparado hacia la baranda contraria.
El capitán Tierno tuvo una arcada.
—Qué asquerosidad.
El teniente Poros asintió.
—Y que lo diga. Dioses, pero ¿qué comió ese hombre para producir eso?
Se estaba reuniendo una multitud en la cubierta, los infantes y marineros contemplaban entre carcajadas las payasadas que no cesaban en el Silanda, a medio cable de distancia. El dromon jakatakano estaba a babor con una masa de espectadores en las cubiertas, silenciosos, observando.
—Eso es de lo más inusual —comentó Poros—. No están picando el anzuelo.
—Parecen cagados de miedo —dijo Tierno.
—Así que esos infantes se han hecho con una colección de cabezas —dijo Poros con un encogimiento de hombros.
—Idiota. Esas cabezas todavía están vivas.
—¿Están qué?
—Vivas, teniente. Lo sé por fuentes muy fiables.
—Comoquiera que sea, señor, ¿desde cuándo se han hecho los malazanos tan blanditos?
Tierno lo miró como miraría a una larva ensartada en un pincho.
—Sus poderes de observación son patéticos de verdad. Ese barco está repleto de untan. Cachorritos mimados de noble cuna. Mire esos puñeteros uniformes, ¿quiere? Las únicas manchas que tienen encima es de mierda de gaviota y eso es porque las gaviotas no hacen más que confundirlos con focas muertas, hinchadas.
—Tiene gracia, señor.
—Otro comentario como ese —dijo Tierno— y haré que el sastre le cosa la boca, teniente. Ja, estamos cambiando de rumbo.
—¿Señor?
—Por el amor del Embozado, ¿qué están haciendo esos cretinos?
Poros siguió la mirada furiosa de su capitán hacia la popa de su propio barco, donde dos soldados de la infantería pesada estaban sentados uno junto al otro, con los pantalones por los tobillos.
—Me arriesgaría a decir, señor, que Hanfeno y Senny están poniendo su granito de arena.
—Vaya allí y hágalos parar, teniente. ¡Ahora!
—¿Señor?
—¡Ya me ha oído! ¡Y quiero a esos dos castigados!
—¿Que paren, señor? ¿Y cómo lo hago?
—Le sugiero unos corchos. ¡Y ahora, muévase!
Poros se escabulló a toda prisa.
Oh, por favor, por favor, terminad antes de que yo llegue, por favor.
La despedida de la flota jakatakana incluyó a todos los barcos malazanos, un desfile de defecaciones que atrajo gaviotas de varias leguas a la redonda entre chillidos locos y descensos en picado. La consejera no había permanecido en cubierta mucho tiempo, pero tampoco dio ninguna orden para detener la diversión. Ni tampoco el almirante Nok, aunque Keneb observó que los marineros de los dromones de escolta y los transportes no participaban. El gesto pertenecía en exclusiva al Decimocuarto Ejército.
Y quizá tenía cierto valor. Keneb sabía que era difícil sacar conclusiones con ese tipo de cosas.
El viento los siguió empujando, del este hacia el sudeste, y antes de que sonara un cuarto de campanada, los jakatakanos se habían quedado muy atrás.
El destriant Run’Thurvian había aparecido poco antes y había observado las travesuras de los infantes de marina en los barcos circundantes. Frunció el ceño durante un rato y cuando por fin vio a Keneb, se acercó.
—Señor —dijo—, estoy un tanto confundido. ¿Acaso no hay honor alguno entre los elementos del ejército mezla?
—¿Honor? En realidad, no, destriant. Las rivalidades les dan vida, aunque en este caso la cuestión resultó ser más bien unilateral y para encontrar la razón tendrá que mirar al Silanda.
Un asentimiento comprensivo.
—Por supuesto, el barco entretejido en hechicerías, donde se niega hasta el tiempo en sí.
—¿Conoce usted esa clase de hechicerías, destriant?
—Kurald Emurlahn, Tellann, Telas y un residuo toblakai, aunque en este último caso la naturaleza del poder es… incierta. Por supuesto —añadió— en eso no hay nada inusual. Entre los antiguos toblakai (según nuestras historias) podían surgir individuos, guerreros que se convertían en una especie de senda en sí mismos. Un poder que varía en eficacia y, al parecer, este tipo de talento en sangre fue menguando en las últimas generaciones de la civilización toblakai, se fue debilitando cada vez más. En cualquier caso —agregó el destriant con un encogimiento de hombros—, como ya he dicho, permanece un residuo en el Silanda. Toblakai. Lo que es bastante interesante, puesto que se creía que esa raza de gigantes se había extinguido.
—Se dice que quedan restos —comentó Keneb—, en la cordillera Fenn, al norte de Quon Tali. Primitivos, solitarios…
—Oh, sí —dijo Run’Thurvian—, de mestizos hay ejemplos conocidos, inmensamente disminuidos, por supuesto. Los trell, por ejemplo, y una tribu conocida con el nombre de barghastianos. Desconocen sus glorias pasadas, como usted sugiere. Puño, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—La consejera Tavore. Parece que la relación con su emperatriz es ahora más tirante. ¿He conjeturado bien? Una noticia inquietante, dado lo que nos aguarda.
Keneb apartó la mirada y después se aclaró la garganta.
—Destriant, no tengo ni idea de lo que nos aguarda, aunque parece que usted sí. En cuanto a la emperatriz, una vez más, no imagino nada que pueda dar lugar a una desconfianza mutua. La consejera es la mano de la emperatriz. Una extensión de la voluntad de Laseen.
—Entonces la emperatriz no se sentiría inclinada —dijo Run’Thurvian— a amputarse esa mano, ¿no? Es un alivio oírlo.
—Bien, ¿por qué?
—Porque —dijo el destriant mientras se daba la vuelta— su Decimocuarto Ejército no será suficiente.
Si la madera pudiera agotarse por una tensión incesante, los barcos de la flota imperial estaban ya al límite a dos campanadas de la isla de Malaz la noche del segundo día, cuando el viento amainó de repente y una ráfaga fresca impregnó el aire; dio la sensación de que cada barco se encorvaba y se acomodaba un poco mejor entre las olas y, en lugar de un temporal seco y caluroso, llegó una brisa más suave.
A Kalam Mekhar le había dado por pasearse por la cubierta sin descanso, había perdido el apetito y tenía un nudo tenso en las tripas. Cuando se dirigía a popa por trigésima vez desde el atardecer, Ben el Rápido apareció a su lado.
—Laseen nos está esperando —dijo el mago supremo—. Y está allí Tayschrenn, como un escorpión bajo una roca. Kal, todo lo que estoy sintiendo…
—Lo sé, amigo mío.
—Como lo que sentía allá, a las afueras de Pale.
Dieron la vuelta y caminaron con lentitud. Kalam se rascó la barba.
—En aquel entonces teníamos a Whiskeyjack. Incluso a Dujek. Pero ahora… —rezongó por lo bajo, después giró los hombros.
—Hace mucho tiempo que no te veo hacer eso, Kal, ese encogimiento de hombros tuyo.
—Ya.
—Eso me había parecido. —El mago supremo suspiró, estiró la mano y cogió al asesino por el brazo cuando surgió una figura de la oscuridad delante de ellos.
La consejera.
—Mago supremo —dijo en voz muy baja—, quiero que cruce hasta el Silanda, por una senda.
—¿Ahora?
—Sí. ¿Hay algún problema?
Kalam percibió la inquietud de su amigo y se aclaró la garganta.
—Consejera, el mago supremo imperial Tayschrenn está, eh, justo ahí delante.
—No hace ningún sondeo —respondió ella—. ¿No es cierto, Ben el Rápido?
—No. ¿Cómo lo sabía usted?
Ella no hizo caso de la pregunta.
—Por una senda, de inmediato, mago supremo. Debe recoger a Violín y al soldado llamado Botella. Informe al sargento de que ha llegado el momento.
—¿Consejera?
—De echar una partida. Lo entenderá. Después, los tres deben regresar aquí, donde se reunirán conmigo, con Kalam, el puño Keneb, T’amber y Apsalar, en mi camarote. Tiene un cuarto de campanada, mago supremo. Kalam, venga conmigo, por favor.
Una de las partidas de Violín.
¡Dioses del inframundo, una partida!
Un mocasín dio un golpe seco en el costado de Botella. Este se incorporó con un gruñido, todavía muy dormido.
—¿Eres tú, Sonrisas? Ahora no… —Pero no, no era Sonrisas. El corazón se le despertó con un vuelco y un tamborileo salvaje—. Oh, mago supremo, eh. Ah. ¿Qué pasa?
—En pie —siseó Ben el Rápido—. Y sin hacer ruido, maldito seas.
—Demasiado tarde —murmuró Koryk desde su petate, no muy lejos.
—Mejor que no lo sea, soldado —dijo el hechicero—. Haces otro sonido más y te meto la cabeza por el trasero del siguiente soldado.
Una cabeza se levantó de las mantas.
—Seguro que la vista sería mejor que la que tengo ahora… señor. —Después volvió a acomodarse en el suelo.
Botella se puso en pie, tenía frío pero sudaba.
Y se encontró mirando el rostro desdichado de Violín, que se cernía detrás del mago supremo.
—¿Sargento?
—Tú solo síguenos a popa, Botella.
Los tres se abrieron camino entre las formas dormidas por el centro de la cubierta.
Botella se dio cuenta de que había un extraño aroma en el aire. Conocido, pero…
—Sargento, llevas esa nueva baraja que tienes…
—Tú y tu maldita rata —murmuró Violín—, lo sabía, cabrón mentiroso.
—No fui yo —empezó a decir Botella, después se quedó callado. Dioses del inframundo, hasta yo lo encuentro patético. Intenta algo mejor—. Solo miraba por tus intereses, sargento. Tu taba afeitada en la manga, ese soy yo.
—Ja, ¿dónde habré oído eso antes, eh, Rápido?
—Callaos los dos. Vamos a cruzar ahora. Cogeos por los cinturones…
Botella parpadeó y apareció en otra cubierta y, justo delante, unos escalones que bajaban. Que el Abismo me lleve, qué rápido. Rápido y… atroz.
Ben el Rápido les hizo un gesto para que lo siguieran, bajó y tuvo que agachar el cuerpo, se detuvo tras cruzar el pasillo con tres zancadas y llamó a una puerta que quedaba a su izquierda. Se abrió de inmediato.
T’amber, los ojos que le daban nombre examinaron a los tres hombres apiñados en el estrecho pasillo. Después retrocedió un paso.
La consejera estaba de pie detrás de su silla, ante la mesa de mapas. El resto se había sentado y Botella se quedó mirando con expresión perturbada a unos y otros. El puño Keneb. Apsalar. Kalam Mekhar.
Violín emitió un gemido bajo.
—Sargento —dijo la consejera—, ya tiene sus jugadores.
Jugadores.
Oh.
Oh, no.
—De verdad que no creo que esto sea buena idea —dijo el sargento.
—Quizá —respondió la consejera.
—Estoy de acuerdo —dijo T’amber—. O más bien, mi participación… como jugadora. Como dije antes, Tavore…
—No obstante —interpuso la consejera, que sacó la silla vacía que había enfrente de la que estaba reservada para Violín y se sentó a la izquierda de Keneb. Después se quitó los guantes—. Explique las reglas, por favor.
Keneb observó que Violín lanzaba miradas de impotencia y desesperación tanto a Kalam como a Ben el Rápido, pero ninguno quería mirarlo a los ojos y era obvio que los dos estaban disgustados. Así que el sargento se dirigió con esfuerzo a la última silla y se acomodó en ella.
—Es que es eso, consejera, no hay ninguna regla, salvo las que me invento sobre la marcha.
—Muy bien. Comience.
Violín se rascó la barba, que empezaba a encanecer. Tenía los ojos clavados en T’amber, sentada a la izquierda de la consejera, justo enfrente de Keneb.
—Esta es tu baraja —dijo el sargento, la levantó para que la vieran y después la posó sobre la mesa—. Tiene cartas nuevas.
—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó la joven.
—Solo eso. ¿Y tú quién Embozado eres?
Un encogimiento de hombros.
—¿Importa?
Un gruñido de Kalam Mekhar, a la derecha de Keneb. Más allá del asesino, en el mismo lado y justo a la izquierda de Violín, estaba Apsalar. Botella estaba a la derecha del sargento, con el mago supremo a su lado. El único que no tiene sitio aquí, en realidad, soy yo. ¿Dónde está Blistig? ¿Nok? ¿Temul, Nada y Menos?
—Última oportunidad —le dijo Violín a la consejera—. Lo dejamos ahora…
—Comience, sargento.
—Botella, búscanos un poco de vino.
—¿Sargento?
—Primera regla. Vino. Todo el mundo tiene su copa. Salvo el repartidor, que recibe ron. A ello, Botella.
Cuando el joven soldado se levantó, Violín recogió las cartas.
—El jugador a la derecha del repartidor tiene que servir copas durante la primera mano. —Lanzó una carta boca abajo que se deslizó torcida y se detuvo delante de Ben el Rápido—. El mago supremo tiene la última carta. La última carta se reparte la primera, pero no se enseña hasta el final.
Botella volvió con las copas. Puso la primera delante de la consejera, después T’amber, Keneb, Rápido, Kalam, Apsalar, Violín y por fin una delante de su silla vacía. Cuando regresó con dos jarras, una de vino y otra de ron falari, Violín levantó una mano y lo detuvo.
En rápida sucesión, el sargento arrojó cartas en el mismo orden que había seguido Botella para poner las copas.
De repente, ocho cartas boca arriba marcaban el campo y Violín, tras hacerle un gesto a Botella para que se acercara con el ron, empezó a hablar.
—El repartidor recibe el Soldado de la Gran Casa de Vida, pero es agridulce, lo que significa que es para él y solo para él, dado lo tardío de la hora. La silla vacía recibe la Tejedora de Vida, y la señora necesita un baño, pero a nadie le sorprende. Así que tenemos dos de Vida para empezar. —Violín observó a Botella mientras le servía el ron—. Y por eso Kalam está mirando a un Neutral. El Obelisco, la diosa Dormida, tienes un campo invertido, Kal. Lo siento, pero no se puede hacer nada. —Se tomó el ron de un trago y volvió a tender la copa, interrumpiendo así los esfuerzos de Botella por llenar las otras de vino—. Apsalar tiene el Asesino de la Gran Casa de Sombra; oh, menuda sorpresa. Es la única carta que recibe…
—¿Quieres decir que gano yo? —preguntó ella, y arqueó una ceja con gesto sardónico.
—Y pierdes, también. Buena jugada interrumpirme así, estás aprendiendo. Y ahora, que nadie más diga una maldita cosa a menos que queráis subir las apuestas. —Se terminó la segunda copa—. Pobre Ben el Rápido, tiene que lidiar con Matavida, y eso lo mete en un agujero, pero no en el agujero en el que cree que está, en un agujero diferente. Y ahora T’amber, ha abierto la partida con esa carta. El Trono, y está cambiando de posición sin parar. La carta eje, así pues…
—¿Qué es una carta eje? —preguntó Botella, que por fin se sentaba.
—Cabrón, sabía que no podía confiar en ti. Es el gozne, por supuesto. Termínate ese vino, ahora tienes que beber ron. Eres muy listo, ¿eh? Ahora el puño Keneb, bueno, qué curioso. El Señor de los Lobos, la carta del trono de la Gran Casa de Guerra, y mira el aspecto funesto que tienen. Puño, ¿dónde se oculta Larva estos días?
—En el barco de Nok —respondió Keneb, perplejo y embargado por un temor extraño.
—Bueno, eso lo saca a usted de la partida, aunque todavía tiene cuatro cartas más, dado que hemos corregido el rumbo y el promontorio del nordeste se alza dos grados a estribor. En setenta latidos nos deslizaremos muy cerca de esa costa rocosa y el barco de Nok estará más próximo incluso. Larva se tirará por la borda. Tiene tres amigos viviendo en las cuevas del acantilado y aquí están sus cartas… —Tres más salieron deslizándose y se detuvieron cuando superaron el centro de la mesa—. Corona, Cetro, Orbe. Hmm, vamos a pasarlas por alto de momento.
Keneb se levantó a medias.
—¿Se tira por la borda?
—Relájese, volverá. Así que llegamos a la carta de la consejera. Casa de Guerra, Guardianes del Camino, o los Muertos, el título es incierto así que elija usted. —Violín arrojó otra carta, que se deslizó junto a la primera—. Oponn. Como pensaba. Decisiones que todavía hay que tomar. ¿Será el empujón o el tirón? ¿Y qué tiene eso que ver con esta? —Una que rozó la mesa y terminó justo en el centro, enfrente de Kalam y Ben el Rápido—. Heraldo de la Gran Casa de Muerte. Una carta claramente inactiva y caduca en este campo, pero veo un Guantelete Oxidado…
—¿Un qué? —preguntó Kalam Mekhar.
—Justo ahí, delante de mí. Una nueva Bebida que Botella, en su ebriedad, acaba de inventar. Ron y vino, mitad y mitad, soldado, sírvenos, y tú también, eso es lo que te pasa por poner esa cara.
Keneb se frotó la suya. No había tomado más que un solo sorbo de vino, pero ya estaba borracho. Hace calor aquí dentro. Se sobresaltó cuando aparecieron cuatro cartas en fila delante de la que ya tenía ante él.
—La Tejedora de Muerte, la Reina de Oscuridad, la Reina de Vida y, oh, el Rey Encadenado. Como cruzar un arroyo de piedra en piedra, ¿eh? ¿Espera ver a su mujer pronto, puño? Olvídelo. Ella lo ha dejado por un noble untan, y, oh, vaya, ¡si es el mismísimo Exent Hadar! Apuesto a que no lo miró a la cara, seguro que no hizo el menor caso de usted, eso es culpabilidad y suficiencia a partes iguales, ¿sabe? Debe de haber sido la barbilla débil lo que le robó el corazón a la dama. Pero mírese, señor, si parece aliviado y todo, y esa es una mano que nos supera a todos, y aunque estaba fuera cuando se trata de ganar, vuelve a entrar cuando se trata de perder, aunque en este caso, usted gana cuando pierde, así que, relájese.
—Bueno —murmuró Botella—, pos’espedo no ganad nunca’na de’sas manos.
—No —le dijo Violín—, tú lo tienes fácil. Es ella la que juega y la que toma y así… —Una carta cayó con estrépito ante el soldado de los ojos como platos—. Matamuerte. Ya puedes dormir, Botella, estás acabado por esta noche.
Los ojos del hombre se cerraron de inmediato y se fue deslizando de la silla, el mueble arañó el suelo al echarse hacia atrás. Keneb oyó que la cabeza del tipo caía con un golpe seco en los tablones, un solo golpe.
Sí, eso estaría bien. Exent Hadar. ¡Dioses, mujer!, ¿en serio?
—Bueno, ¿y cómo pasa Kalam de Heraldo de Muerte a Obelisco? Veamos. ¡Ah, el Rey de la Gran Casa de Sombra! Ese furtivo taponcete lleno de babas, ¡mira qué cara de satisfacción! A pesar del sudor en el labio superior… ¿quién se ha quedado frío aquí dentro? Manos arriba, por favor.
De mala gana… Kalam, T’amber y luego Apsalar todos levantaron las manos.
—Bueno, más feo no puede ponerse. Las botellas pasan a ti, Apsalar, ahora que Botella está encorchado. Esta es para ti, T’amber. La Virgen de Muerte, hasta aquí llegas. Estás fuera, así que tranquilízate. Kalam tiene frío, pero no recibe otra carta porque no la necesita, y ahora sé a quién empujan y de quién tiran y añadiré el nombre a la endecha que sigue. Y ocupémonos de los de sangre caliente. Ben el Rápido recibe el Consorte Encadenado, pero él es de Siete Ciudades y acaba de salvar la vida de su hermana, así que no es tan malo como podría haber sido. En cualquier caso, para ti se acabó. Bueno, ¿a quién deja eso?
Silencio por un momento. Keneb se las arregló para levantar la cabeza plúmbea, frunció el ceño y contempló el montón de cartas esparcidas por toda la mesa.
—Pues quedaríamos usted y yo, sargento —dijo la consejera en voz baja.
—¿Tiene frío? —le preguntó Violín al tiempo que se tomaba otra copa de Guantelete Oxidado.
—No.
—¿Calor?
—No.
Violín asintió y dejó la copa vacía de golpe en la mesa para que Apsalar se la volviera a llenar con vino y ron.
—Sí. —Hizo flotar una carta por toda la mesa. Se posó sobre la primera carta—. Señor de la Baraja. Ganoes Paran, consejera. Su hermano. Hasta al hierro frío, Tavore Paran, hay que templarlo. —Levantó otra carta y la posó ante él—. El Sacerdote de Vida, ja, esa sí que es buena. Se acabó la partida.
—¿Quién gana? —preguntó la consejera, el rostro pálido como la cera, en un susurro.
—Nadie —respondió Violín—. Así es la Vida. —Se levantó de repente, se bamboleó y después se tambaleó hacia la puerta.
—¡Espera! —exigió Ben el Rápido tras él—. ¡Queda la carta boca abajo que hay delante de mí! ¡Dijiste que cierra la partida!
—Acaba de hacerlo —murmuró el sargento mientras se peleaba con el cerrojo.
—¿Entonces le doy la vuelta?
—No.
Violín salió dando tumbos al pasillo y Keneb escuchó los pasos irregulares del hombre que se perdían rumbo a las escaleras que llevaban a la cubierta. El puño sacudió la cabeza y se puso en pie. Después miró a los otros.
No se había movido nadie.
Con un bufido, Apsalar se levantó y salió. Si estaba tan borracha como Keneb se sentía, no se le notaba en absoluto.
Un momento después, tanto Ben el Rápido como Kalam la siguieron.
Bajo la mesa, Botella roncaba.
Keneb se dio cuenta poco a poco de que la consejera y T’amber miraban la carta a la que no habían dado la vuelta. Entonces, con un siseo de frustración, Tavore estiró la mano y la giró. Tras un momento, se levantó a medias y se inclinó sobre la mesa para leer el título.
—El Caballero de Sombra. Jamás he oído hablar de esa carta. T’amber, quién, qué…
—Yo no —la interrumpió T’amber.
—¿Tú no qué?
La mujer miró a la consejera.
—Tavore, jamás he visto esa carta y desde luego yo no la pinté.
Las dos mujeres se quedaron calladas otra vez, ambas mirando la extraña carta. Keneb luchó por concentrarse en la turbia imagen.
—Es uno de esos pieles grises —dijo.
—Tiste edur —murmuró T’amber.
—Con una lanza —continuó el puño—. Un piel gris como los que vimos en esos barcos negros… —Keneb se echó hacia atrás, la cabeza le daba vueltas—. No me encuentro muy bien.
—Por favor, quédese un momento, puño. T’amber, ¿qué acaba de pasar aquí?
La otra mujer sacudió la cabeza.
—Jamás he visto un campo tendido de ese modo. Era… caótico, perdona, no me refería a en un sentido elemental. Como una roca rebotando por un barranco, saltando de un sitio a otro, pero allí donde golpeaba, acertaba.
—¿Puedes encontrarle algún sentido?
—No mucho. Todavía no. —Dudó y examinó las cartas esparcidas por toda la mesa de mapas—. La presencia de Oponn fue… inesperada.
—El empujón o el tirón —dijo Keneb—. Alguien está indeciso sobre algo, eso es lo que dijo Violín. ¿Quién decía que era?
—Kalam Mekhar —respondió la consejera—. Pero el Heraldo de Muerte interviene…
—El Heraldo no —interpuso T’amber—, sino una versión inactiva, un detalle que creo es crucial.
Fuera de la habitación, unos gritos apagados anunciaron que tenían a la vista el puerto de Malaz. La consejera miró a Keneb.
—Puño, estas son sus órdenes para esta noche. Se queda al mando del Decimocuarto. Nadie puede desembarcar, salvo a los que yo despache en mi propio nombre. Con la excepción del Lobo de Espuma, todos los demás barcos han de permanecer en el puerto en sí; que se omitan todas las órdenes para amarrar la flota en un malecón o en un embarcadero hasta que yo les informe de lo contrario.
—Consejera, cualquiera de esas órdenes, si llegan a mí, serán de la emperatriz en persona. ¿He de hacer caso omiso de ellas?
—Ha de entenderlas mal, puño. Dejo los detalles de ese malentendido a su imaginación.
—Consejera, ¿dónde estará usted?
La mujer lo estudió por un momento y después pareció tomar una decisión.
—Puño Keneb, la emperatriz me aguarda en la fortaleza de Mock. Supongo que no aguardará hasta la mañana para hacerme llamar. —Un destello de emoción en su rostro—. Los soldados del Decimocuarto Ejército no regresan como héroes, al parecer. No expondré sus vidas a riesgos innecesarios. Hablo en particular de los wickanos y de las Lágrimas Quemadas de los khundryl. En cuanto a los perecederos, la naturaleza de su alianza depende de mi conversación con la emperatriz. A menos que las circunstancias aconsejen un cambio, supongo que su despliegue concierne a Laseen, pero debo aguardar su recado sobre eso. En último caso, puño, es decisión de la espada mortal Krughava, ¿los perecederos desembarcan y se presentan ante la emperatriz como hicieron con nosotros o, si los acontecimientos se tornan desafortunados, se van de aquí? Lo que intento decir, Keneb, es que tienen que ser libres de elegir.
—¿Y la opinión del almirante Nok sobre eso?
—Estamos de acuerdo.
—Consejera —dijo Keneb—, si la emperatriz decide que los perecederos se queden, podríamos terminar con una batalla en el puerto de Malaz. Malazanos contra malazanos. Podría ser el comienzo de una maldita guerra civil.
Tavore frunció el ceño.
—No anticipo nada tan extremo, puño.
Pero Keneb insistió.
—Discúlpeme, pero creo que es usted la que lo ha entendido mal. Los perecederos juraron servirla a usted, no a la emperatriz.
—Eso no querrá escucharlo —dijo T’amber con un tono inesperado de frustración en la voz, se acercó adonde dormía Botella y le dio una patada que provocó un gruñido y después una tos—. Arriba, soldado. —A T’amber no parecía importarle la mirada furiosa que la consejera había clavado en ella.
No, idiota, Keneb, no es que no le importe, precisamente.
—Ya tiene sus órdenes, puño —dijo Tavore.
—Sí, consejera. ¿Quiere que saque a este infante de aquí?
—No. Debo hablar con Botella en privado. Puede irse ya, Keneb. Y gracias por venir esta noche.
Estoy bastante seguro de que no tenía elección. Cuando llegó a la puerta miró atrás y contempló una vez más las cartas. El Señor de los Lobos, la Tejedora de Muerte, las Reinas de Oscuridad y Vida y el Rey Encadenado.
El Señor de los Lobos… eso tienen que ser los perecederos.
Dioses del inframundo, creo que ha empezado.
En el muro de la fortaleza de Mock que daba al puerto, Perla observaba desde el parapeto las formas oscuras de la flota imperial que giraban sin prisas y entraban en las aguas tranquilas de la bahía. Transportes enormes, como bhederin demasiado grandes, y, en los flancos, los dromones que los escoltaban, esbeltos como lobos. Los ojos de la garra se entrecerraron para distinguir los barcos extranjeros que navegaban en medio de los otros. Enormes, con dos cascos… formidables. Parecía haber muchos.
¿Cómo habían llegado tan rápido? ¿Y cómo sabía la emperatriz que iban a llegar? La única respuesta posible a la primera pregunta era: por una senda. Pero ¿quién entre el séquito de la consejera podía elaborar una puerta de tal poder y anchura? ¿Ben el Rápido? A Perla no le parecía muy probable. Al cabrón le gustaban los secretos, y le gustaba fingir que era un enclenque y a la vez algo bastante más letal, pero no engañaba ni impresionaba a Perla. No, el mago supremo de Tavore no tenía lo que hacía falta para abrir una brecha tan masiva.
Lo que deja a esos malditos extranjeros. Y eso sí que era inquietante. Quizá fuera el momento propicio para algún tipo de acción preventiva y encubierta. Cosa que sería, puesto que la emperatriz había llegado, posible después de todo. Y conveniente, no tenemos ni idea de quién ha aparecido entre nosotros, justo en el corazón del Imperio. Una Armada extranjera, que llega casi sin oposición alguna… a solo unos pasos de la propia emperatriz.
Iba a ser una noche con mucho que hacer.
—Perla.
La voz era baja, pero no le hizo falta darse la vuelta para saber quién había hablado. Sabía también que la emperatriz Laseen frunciría el ceño en una mueca de desaprobación si se diera la vuelta para mirarla. Las viejas costumbres. No, simple paranoia.
—Buenas noches, emperatriz.
—¿Te complace la vista?
Perla hizo una mueca.
—Ha llegado. Se puede decir que justo a tiempo para todos los implicados.
—¿Estás deseando verla otra vez?
—Viajé en su compañía durante algún tiempo, emperatriz.
—¿Y?
—Y, para responder a vuestra pregunta, me es… indiferente.
—¿Mi consejera no inspira lealtad?
—No conmigo, emperatriz. Ni, creo, con los soldados del Decimocuarto Ejército.
—Y sin embargo, Perla, ¿les ha fallado? ¿Una vez siquiera?
—Y’Ghatan…
La voz aparentemente incorpórea lo interrumpió.
—No seas idiota. Somos tú y yo, Perla, los que hablamos aquí. En absoluta privacidad. Lo que ocurrió en Y’Ghatan no podía anticiparse, nadie podría haberlo hecho. Dadas las circunstancias, las acciones de la consejera Tavore fueron las adecuadas y, de hecho, hasta loables.
—Muy bien —dijo Perla, recordando esa noche de llamas… los chillidos lejanos que podía oír desde el interior de su tienda, cuando, enfadado y herido, me escondí como un niño—. Hechos aparte, emperatriz, el asunto depende de cómo se nos percibe.
—Sin lugar a dudas.
—La consejera Tavore pocas veces sale de algún acontecimiento (por benigno o fortuito que sea) sin mácula. Y no, no entiendo por qué debería ser así.
—El legado de Coltaine.
Perla asintió en la oscuridad. Después frunció el ceño. Ah, emperatriz, ahora lo entiendo…
—Así, el héroe muerto queda… desguarnecido. Su nombre se convierte en una maldición. Sus hazañas, una mentira. —No, maldita seas, estuve lo bastante cerca para saber que no fue así. No…—. Emperatriz, no funcionará.
—¿No lo hará?
—No. En su lugar, nos contaminamos todos. La fe y la lealtad se desvanecen. Todo lo que nos enorgullece se mancha. El Imperio de Malaz deja de tener héroes y, sin héroes, emperatriz, nos autodestruimos.
—Te falta fe, Perla.
—¿En qué, con exactitud?
—En la resistencia de una civilización.
—La fe que sugerís parece más una negación intencionada, emperatriz. Negarse a reconocer los síntomas porque así es más fácil. La complacencia no sirve para nada salvo para provocar la disolución.
—Puede que sea muchas cosas —dijo Laseen—, pero complaciente no es una de ellas.
—Disculpadme, emperatriz, no pretendía sugerir eso.
—Esa flota de catamaranes —dijo ella tras un momento— parece bastante siniestra. ¿Puedes percibir el poder que emana de ella?
—Un tanto.
—¿No se deduce, dada su aparición, Perla, que al aliarse con la consejera Tavore esos extranjeros percibieron en ella algo que nosotros no hicimos? Me pregunto qué podría ser.
—No me imagino sus motivos, emperatriz; todavía he de conocerlos.
—¿Es lo que deseas, Perla?
Como anticipaba.
—La verdad es que esos motivos no me interesan en demasía.
—Al parecer no hay mucho que lo haga estos días, Perla.
¿Y quién te ha dado ese informe en concreto, emperatriz? Perla se encogió de hombros y no dijo nada.
—La flota está anclando en la bahía —dijo la emperatriz de repente y fue a colocarse junto a Perla, las manos enguantadas posadas en la maltrecha piedra—. Allí, van a amarrar solo dos barcos. ¿Quién se ha creído esa mujer que es para dar esas órdenes? Y, lo que es quizá más significativo, ¿por qué el almirante Nok no ha revocado sus órdenes? Las banderas de señales están iluminadas, después de todo. No puede haber confundido mis órdenes.
—Emperatriz —dijo Perla—, no hay suficientes amarraderos para la flota en todo el puerto. Es posible que los barcos vayan a atracar en un orden concreto…
—No.
La garra se quedó callada, pero podía sentir el sudor que le picaba bajo las ropas.
—Su primer movimiento —susurró la emperatriz, y había algo parecido a una emoción intensa (o una satisfacción oscura) en su tono.
La veleta que había sobre la torre, tras ellos, emitió un chirrido y Perla se estremeció. Sí, en una noche sin viento… Bajó la vista, contempló la ciudad y vio antorchas en las calles. Chispas en la yesca, la noticia de los recién llegados a la bahía salta de boca en boca, impaciente como la lujuria. Los wickanos han regresado y ahora la chusma se reúne… la rabia despierta.
Así pues, emperatriz, necesitas que esos barcos atraquen, que las cuerdas se lancen rápido.
Necesitas que las víctimas desembarquen, para que empiecen a rugir las llamas.
La emperatriz dio media vuelta.
—Sígueme.
Regresaron por el parapeto del vigía y cruzaron la pasarela hasta la torre en sí. Las zancadas de la mujer eran seguras, casi impacientes. Bajo el arco de la entrada, entre las dos formas envueltas en mantos y capuchas de unas garras, Perla sintió las sendas de las dos abiertas, el poder que rodaba, invisible, en sus manos ocultas.
Un pasillo largo y mal iluminado, los adoquines combados allí donde se había asentado el subsuelo, marcaban el lugar donde una grieta enorme había atravesado la fortaleza entera. Un día todo este maldito lugar se derrumbará sobre la bahía, y que se pudra. Por supuesto, los ingenieros y magos les habían asegurado a todos que no se correría ese riesgo hasta medio siglo después o más. Una pena.
Un cruce, la emperatriz lo llevó hacia la izquierda, oh, sí, estaba familiarizada con el sitio donde, años atrás, había asesinado al emperador y a Danzante. Asesinato. Si se le podía llamar así. Más bien fue una cómplice involuntaria. Siguieron por otro pasillo ladeado y por fin llegaron ante las puertas de una cámara de reuniones. Donde se encontraban dos garras más, la de la izquierda se volvió al verlos y tiró de la puerta de la izquierda a tiempo para que la emperatriz pasara sin modificar el paso.
Perla la siguió, sus pasos se ralentizaron de repente en cuanto entró en la habitación.
Ante él una larga mesa con forma de «T». La disposición de un tribunal. Se encontró en la intersección. Una silla más alta marcaba la cabecera, en el cabo del eje vertical, y ese modesto trono estaba flanqueado por unas figuras ya sentadas, aunque las dos se levantaron con la llegada de Laseen.
Mallick Rel.
Y Korbolo Dom.
A Perla le costó un triunfo contener el asco. Justo delante de él estaban los respaldos de tres sillas a lo largo del eje horizontal. Dudó un momento.
—¿Dónde, emperatriz —preguntó—, me siento yo?
La emperatriz se acomodó en el trono y lo contempló por un momento, después alzó una fina ceja.
—Perla, no espero que asista. Después de todo, indicó que no tenía especial interés en ver a la consejera de nuevo, así que lo dispensaré de esa carga.
—Entiendo. ¿Entonces qué es lo que deseáis que haga?
El sacerdote jhistal sentado a la derecha de la emperatriz se aclaró la garganta antes de hablar.
—Una misión onerosa pero esencial, Perla, recae sobre usted. Se ha de organizar algo, ¿de acuerdo? Hay que despachar una mano que encontrará reunida en la Puerta. Una única muerte. Un borracho que frecuenta la posada del Colgado de Gallera. Su nombre: Banaschar. Después de lo cual, puede regresar a su alojamiento y aguardar allí sus próximas instrucciones.
Los ojos de Perla continuaron clavados en los de la emperatriz, trabados en los femeninos, pero la mujer no dejó traslucir ninguna emoción, como si lo desafiara a preguntar lo que tanto ansiaba: ¿una garra acepta ahora órdenes de un sacerdote jhistal de Mael? ¿Un hombre al que trajeron encadenado no hace tanto tiempo? Pero sabía que el silencio de la mujer le daba la respuesta que buscaba. Apartó la vista de ella y estudió a Korbolo Dom. El bastardo napaniano vestía las galas de puño supremo. Al ver la expresión satisfecha y desdeñosa del tipo, a Perla empezaron a picarle las palmas de las manos. Dos cuchillos, mis favoritos, que rebanan poco a poco esa cara, toda ella, dioses, qué más da eso, podría enterrarle una hoja en la maldita garganta ahora mismo, quizá sería lo bastante rápido, quizá no. Ese es el problema. La garra oculta en esta habitación acabará conmigo, por supuesto, pero quizá no anticipen… no, no seas tonto, Perla. Volvió a mirar una vez más a la emperatriz y algo en la expresión de la mujer le dijo que Laseen había comprendido, en toda su extensión, los deseos con los que él contendía… y le divertían.
Con todo, Perla vaciló. Comprendió que era el momento de alzar la voz. De intentar convencerla de que había invitado a dos buitres, encaramados en ese momento uno a cada hombro, y que lo que ansiaban no eran las personas que en muy poco tiempo se sentarían ante ellos, no, lo que querían era el trono que flanqueaban. Y te matarán, Laseen. Te matarán.
—Puede irse ya —dijo Mallick Rel con voz sibilante.
—Emperatriz —se obligó a decir Perla—, por favor, pensad bien en las palabras de Tavore de esta noche. Es vuestra consejera y nada ha cambiado eso. Nadie puede cambiar eso…
—Gracias por su consejo, Perla —dijo Laseen.
La garra abrió la boca para añadir algo más y después la volvió a cerrar. Se inclinó ante su emperatriz, dio media vuelta y salió del aposento. Y así, Perla, se lo arrojas al regazo de Tavore. Todo. Maldito cobarde.
Con todo, ¿quién mató a Lostara Yil? Bueno, consejera, esa indiferencia siempre termina dando su amargo fruto.
Que así fuera. Esa noche les pertenecía a ellos. De Korbolo Dom podía encargarse otra noche, a placer, y sí, desde luego que lo haría. Y quizá también de ese lagarto sonriente de sacerdote. ¿Por qué no? Topper había desaparecido, y con toda probabilidad estaba muerto. Así que Perla actuaría en nombre del Imperio. No en nombre de Laseen, sino en el del Imperio, y ese era un ejemplo (más claro que cualquier otro que se le pudiera ocurrir) en el que las dos lealtades chocaban. Pero como siempre con la Garra, como contigo una vez, hace mucho tiempo, emperatriz, la elección es obvia. Y necesaria.
A pesar de toda la bravuconería de sus pensamientos mientras bajaba al patio, otra voz le susurraba una y otra vez, atravesaba su cabeza una vez y otra. Una palabra que le quemaba como ácido, una palabra…
Cobarde.
Perla frunció el ceño y descendió los niveles de la torre. Una mano aguardaba para que se le encomendara la tarea de asesinar a un antiguo sacerdote borracho. Y en eso Perla también había esperado demasiado tiempo. Podría haber forzado las cosas y haberlas sacado a la luz, haber acudido a Tayschrenn, ese malnacido prácticamente se había sepultado en vida, por no hablar de aquel nido de ayudantes ocultos. Oh, el mago supremo imperial quería estar cerca de todo. Pero sin implicarse.
Pobre Banaschar, un erudito confuso y obsesionado que solo quería hablar con un viejo amigo. Pero Mallick Rel no quería que molestaran a Tayschrenn. Porque el sacerdote jhistal tiene planes.
¿Era Laseen en realidad tan necia? Era imposible que la emperatriz confiara en ellos. Entonces, ¿qué sentido tenía colocar a esos dos hombres en esa cámara? ¿Para desequilibrar a Tavore? ¿Desequilibrar? Más bien una bofetada en plena cara. ¿Es realmente necesario, emperatriz? Da igual Tavore, no puedes usar así a hombres como Mallick Rel y Korbolo Dom. Se volverán contra ti, como las víboras que son.
El riesgo de desatar falsos rumores era que podían ser demasiado eficaces y atrapar al mentiroso en la mentira, y Perla empezó a darse cuenta de algo… una posibilidad. Para arruinar el nombre de Coltaine había que elevar el de su enemigo. Korbolo Dom, de traidor a héroe. De algún modo… no, no quiero saber los detalles. Laseen no podría ejecutar, ni siquiera encarcelar a un héroe, ¿verdad? De hecho, tendría que ascenderlo. Emperatriz, te has dejado atrapar tú sola. No, no puedo creer que no seas consciente de ello…
Ralentizó sus pasos. Había llegado a la planta principal y estaba a diez pasos de la poterna que lo llevaría por la base de la muralla, un camino de sombras que lo conducía a la puerta principal.
¿Qué intentas contarle a tu consejera, entonces? ¿El extremo peligro en el que te encuentras? Le pides a Tavore… ¿ayuda? ¿Y ella, al entrar en ese aposento, se encontrará en condiciones de ver y comprender tu ruego? Por el amor del Embozado, Laseen, esto podría salir muy, pero que muy mal.
Perla se detuvo. Podía hacer lo que había que hacer, en ese mismo momento. Acercarse a la torre del este y derribar de una patada la puerta de Tayschrenn. Y decirle al muy idiota lo que necesitaba oír. Podría…
Dos figuras encapuchadas aparecieron ante él. Garras. Las dos se inclinaron y después habló la de la izquierda.
—Garra, nos han informado de que nuestro objetivo está instalado en la posada del Colgado. Hay un meadero en el callejón de detrás, que el tipo frecuentará a lo largo de la noche.
—Sí —dijo Perla, agotado de repente—. Eso sería ideal.
Las dos figuras encapuchadas que tenía delante esperaron.
—¿Hay más? —preguntó Perla.
—En estos asuntos es usted el que debe dar la orden.
—¿Qué asuntos?
—Señor, matar indeseables.
—Sí. Continúe.
—Solo eso, señor. Este objetivo nos lo comunicó… otra parte. Alguien que esperaba obediencia incontestable.
Perla entrecerró los ojos.
—El asesinato de esta noche… —dijo después—. No podría ejecutarse sin mi orden directa.
—Buscamos… confirmación.
—¿No confirmó la propia emperatriz las palabras del jhistal?
—Señor, no lo hizo. No… no dijo nada.
—Sin embargo, estaba presente.
—Lo estaba.
¿Y qué tengo que pensar yo ahora? ¿Solo estaba largando cuerda suficiente? ¿O a ella también le daba miedo Tayschrenn y por tanto estaba encantada de desatar a Mallick Rel contra Banaschar? ¡Maldita sea! No sé lo suficiente. Así que, de momento, no hay alternativa.
—Muy bien. La orden está dada.
La Garra, Mallick Rel, no es tuya. Y la emperatriz se ha… abstenido. No, parece que hasta que regrese Topper, si regresa, la Garra es mía. Muy conveniente, también, Laseen, que te trajeras a seiscientos contigo…
Los dos asesinos se inclinaron y después partieron por la poterna.
Claro que, ¿por qué tenía la sensación de que era a él al que estaban utilizando? Y peor todavía, ¿por qué tenía la impresión de que ya no le importaba? No, estaba bien. Esa noche no pensaría, solo obedecería. Mañana, bueno, ese era otro asunto, ¿no? Mañana revolveré a patadas lo que quede. Y decidiré lo que haya que decidir. Ahí lo tienes, emperatriz. Mañana, el nuevo patrón de la Garra una vez más hace limpieza general. Y quizá… quizá eso sea lo que me pides. O lo que ya me has pedido, porque no fue para la consejera para quien reuniste ese tribunal, ¿verdad? Acabas de darme el mando de seiscientos magos-asesinos, ¿no es cierto? ¿Para qué otra cosa iban a ser?
Lo cierto era que no podía adivinar lo que pensaba la emperatriz Laseen y desde luego no era el único que se encontraba en esa tesitura.
Los nervios se le despertaron como serpientes en el estómago, nacidos de temores repentinos que era incapaz de comprender. Seiscientos…
Asúmelo, Perla. La consejera no mató a Lostara. Fuiste tú. Tú la mandaste marchar y ella murió. Y no hay más.
Pero eso no cambia nada. Lo que yo haga ahora no cambia las cosas.
Que se mueran todos.
Perla se dio la vuelta y se dirigió a sus habitaciones. Para esperar más órdenes. Seiscientos asesinos que desatar… pero ¿contra quién?
Hellian decidió que odiaba el ron. Quería otra cosa, algo no tan dulce, algo más adecuado a su naturaleza. Estaba oscuro, el viento era cálido y húmedo, pero iba amainando y el puerto de Malaz parecía susurrar una invitación, como el aliento de un amante en la nuca.
La sargento se encontraba en cubierta observando al Lobo de Espuma, que se adelantaba al resto de los barcos con el Silanda siguiendo su estela. Sin embargo, a su alrededor comenzaba a oírse el traqueteo líquido de las cadenas de las anclas que se deslizaban hasta el agua, y la nave se detuvo con un tirón bajo sus pies. Hellian miró como una loca a su alrededor y maldijo.
—Cabo —dijo.
—¿Yo? —preguntó Pejiguero tras ella.
—¿Yo? —preguntó Sinaliento.
—Eso es, tú. ¿Qué pasa aquí? Mira, hay soldados en los muelles, y admiradores. ¿Por qué no entramos? Están saludando. —Hellian les devolvió el saludo, pero no era muy probable que pudieran verlo, casi no había luces en la flota—. Oscuridad y oscuridad —murmuró la sargento—, como si fuésemos un perro medio muerto que vuelve arrastrándose a casa.
—O como si fuera muy tarde —dijo Sinaliento— y tú no tenías que estar con la amiga de tu madre, sobre todo cuando ma lo sabe y está esperando levantada con esa sartén abollada, pero a veces, ya sabes, las mujeres mayores vienen a por ti como un diablo ¿y qué puedes hacer tú?
—Así no, idiota —siseó Pejiguero—. Más bien como esa hija de ese sacerdote y dioses del inframundo, tú corres, pero no hay quien escape de maldiciones como esas, no de las de un sacerdote, por lo menos, lo que significa que tu vida está condenada para siempre jamás, aunque a Ascua le importe un pimiento, total, está durmiendo, ¿no?
Hellian se dio la vuelta y se quedó mirando un espacio situado justo en medio de los dos hombres.
—Escucha, cabo, decídete de una puñetera vez; claro que, ni te molestes. No me interesaba. Te estaba haciendo una pregunta y si no sabes responder, entonces no digas nada.
Los dos hombres intercambiaron una mirada, después Sinaliento se encogió de hombros.
—No desembarcamos, sargento —dijo—. Acaba de llegar recado.
—¿Están locos? Por supuesto que desembarcamos, acabamos de navegar un millón de leguas. Cinco millones, incluso. Hemos soportado fuegos y tormentas, luces verdes en el cielo y noches con el tembleque, mandíbulas rotas y ese maldito pis de rhizano que llamaban vino. Esa es la ciudad de Malaz, ahí delante, justo ahí, y ahí es adonde voy yo, cabo Sinaguero Pejialiento, y me da igual cuántos brazos tengas, yo voy y punto. —Se dio media vuelta, echó a andar, llegó a la barandilla, se inclinó y de repente había desaparecido.
Sinaliento y Pejiguero se quedaron mirándose el uno al otro de nuevo cuando resonó un intenso chapoteo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Pejiguero.
—A que se acaba de ahogar, ¿a que sí?
—Será mejor que informemos a alguien.
—Informamos y nos metemos en un lío de verdad. Estábamos aquí plantados, después de todo. Dirán que la empujamos.
—¡Pero no la empujamos!
—Eso da igual. Ni siquiera estamos intentando salvarla, ¿no?
—¡Yo no sé nadar!
—Yo tampoco.
—Entonces deberíamos dar la alarma o algo.
—Hazlo tú.
—No, tú.
—Quizá deberíamos ir abajo, sin más, y decirle a la gente que la buscamos, pero que no la encontramos por ninguna parte.
Tras eso, los dos hicieron una pausa y miraron a su alrededor. Unas cuantas figuras se movían en la oscuridad, marineros que hacían cosas de marineros.
—Nadie vio ni oyó nada.
—Eso parece. Lo cual está muy bien.
—Pues sí. Entonces nos vamos abajo ahora. Levantamos las manos y no decimos nada.
—Nada no. Decimos que no la encontramos por ninguna parte.
—Claro, eso quiero decir. Nada es lo que quiero decir. Es decir, sobre lo de caer por la borda, esas cosas.
Una nueva voz tras ellos.
—Vosotros dos, ¿qué estáis haciendo en cubierta?
Los dos cabos se volvieron.
—Nada —dijeron al unísono.
—Venga, abajo, y quedaos allí.
Los dos se largaron a toda prisa.
—Tres en tierra —dijo la joven figura ataviada como un petimetre, los ojos clavados en los dados de hueso que se detuvieron en la piedra curtida por los elementos.
Su gemela estaba de pie, contemplando la mole lejana, amenazante, de la fortaleza de Mock, el viento nocturno acariciaba las sedas chillonas que rodeaban su esbelta forma.
—¿Ves cómo se desarrolla? —le preguntó su hermano, que recogió los dados con un barrido de la mano—. Dime de verdad, ¿tienes alguna idea, alguna en absoluto, de la tremenda fuerza con la que tuve que luchar para retener nuestra carta durante esa horrenda partida? Sigo débil, mareado. Quería sacarnos a rastras, una y otra vez y después otra. Fue horripilante.
—Heroico, sin duda —murmuró ella sin volverse.
—Tres en tierra —dijo él otra vez—. Qué… inesperado. ¿Crees que ese pavoroso descenso sobre la isla Otataral fue el responsable? Es decir, ¿para el que en estos momentos está en camino? —Se irguió y fue a reunirse con su hermana.
Se encontraban en una torre idónea que se alzaba sobre la ciudad de Malaz, al sur del río. Para la mayor parte de los ciudadanos de la ciudad, la torre parecía estar en ruinas, pero era una ilusión mantenida por el hechicero que ocupaba los aposentos inferiores, un hechicero que parecía estar durmiendo. Los Gemelos, el dios y la diosa conocidos como Oponn, tenían la plataforma (y las vistas) para ellos solos.
—Desde luego es posible —admitió ella—, pero ¿no es ese el encanto de nuestros juegos, queridísimo? —Señaló con un gesto la bahía, a su derecha—. Han llegado y en estos mismos momentos algo se remueve entre los viles mortales de esos barcos, sobre todo en el Silanda. Mientras que en la feroz fortaleza de enfrente, el nido se despierta y desliza. Habrá trabajo para nosotros esta noche.
—Oh, sí. Para ti y para mí. Tirar, empujar, tirar, empujar. —Se frotó las manos—. Lo estoy deseando.
Su hermana lo miró de repente.
—¿Podemos estar seguros, hermano, de que comprendemos a todos los jugadores? ¿A todos ellos? ¿Y si uno se oculta de nosotros? Solo uno… salvaje, inesperado, tan terrible… podríamos terminar metidos en un lío. Podríamos terminar… muertos.
—Fue ese maldito soldado —gruñó su hermano—. ¡Robarnos nuestro poder! ¡Qué arrogancia, usurparnos en nuestro propio juego! ¡Quiero su sangre!
Su gemela sonrió en la oscuridad.
—Ah, cuánto fuego en tu voz. Así sea. Arroja los dados sobre su destino. Vamos. ¡Tira!
Él la miró con fijeza y después sonrió. Dio media vuelta y una mano arrojó las piezas con un gesto brusco, los dados chocaron, rebotaron, volvieron a chocar, después giraron y resbalaron y al fin se quedaron quietos.
Los Gemelos, respirando con fuerza y sincronizados perfectamente, se apresuraron a acercarse y se agacharon para estudiar la tirada.
Y entonces, si hubiera habido alguien allí para verlos, habría captado en sus sublimes rostros expresiones perplejas, ceños que se profundizaban, confusión enseñoreándose en ojos inmortales y, antes de que terminara la noche, puro terror.
Los inexistentes testigos sacudirían en ese momento la cabeza. Nunca, queridos dioses. Nunca os metáis con los mortales.
—Larva y tres amigos jugando en una cueva. Un soletaken con una espada robada. Togg y Fanderay y malditos náufragos…
Atrapado desde la lectura de Violín en un pequeño camarote del tamaño de un armario en el Lobo de Espuma, Botella le daba los últimos toques al muñeco acurrucado en su regazo. Las órdenes de la consejera no tenían ningún sentido, pero no, se corrigió con una mirada enfadada, no las de la consejera. Todo, todo eso, todo pertenecía a esa belleza de ojos tostados, T’amber. En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién es? Oh, da igual. Solo es la milésima vez que me hago esa pregunta. Pero es esa expresión que tiene en los ojos. Esa mirada astuta, como si se hubiera metido de cabeza en el centro de mi corazón.
Y ni siquiera le gustan los hombres, ¿verdad?
Botella estudió el muñeco y su ceño se profundizó.
—Tú —murmuró—, jamás te había visto, ¿lo sabes? Pero aquí estás, con una astilla de hierro en la tripa, dioses, eso tiene que doler, cortando sin parar, siempre cortándote por dentro. Tú, señor, estás en alguna parte de la ciudad de Malaz y ella quiere que te encuentre, y no hay más. Una ciudad entera, mira tú, y yo tengo hasta el amanecer para dar con tu rastro. —Por supuesto el muñeco ayudaría un tanto, una vez que el pobre hombre estuviera lo bastante cerca como para que Botella pudiera mirarlo a los ojos y ver el mismo dolor que en ese momento expresaban esas lascas irregulares de conchas de ostra. Eso y los costurones de viejas cicatrices en los antebrazos, pero había mucha gente con esas mismas cicatrices, ¿no?
—Necesito ayuda —musitó.
Arriba, las voces de los marineros cuando el barco viró hacia el amarradero y un sonido más profundo, más lejano, procedente del muelle en sí. Y la sensación era… desagradable.
Nos han traicionado. A todos.
La puerta se abrió tras él con un chirrido.
—Estamos cerca —dijo la consejera—. El mago supremo está listo para enviarlo al otro lado, lo encontrará en mi camarote. Confío en que esté listo, soldado.
—Sí, consejera. —Se volvió y estudió el rostro de la mujer en la penumbra del pasillo, donde se hallaba. La emoción extrema que experimentaba la mujer en su interior se revelaba solo en la tensión alrededor de los ojos. Desesperada.
—No debe fallar, Botella.
—Consejera, las posibilidades que tengo en contra…
—T’amber dice que debe buscar ayuda. Dice que usted sabe quién.
T’amber, la mujer de los ojos malditos. Como una leona. ¿Qué tienen, maldita sea, esos ojos?
—¿Quién es esa mujer, consejera?
Un destello de algo parecido a la comprensión en la mirada de la mujer.
—Alguien… mucho más de lo que en otro tiempo fue, soldado.
—¿Y usted confía en ella?
—Confianza. —La consejera esbozó una ligera sonrisa—. Debe de saber, joven como es, Botella, que la verdad se encuentra en el tacto. Siempre.
No, no lo sabía. No entendía. No entendía nada. Suspiró, se levantó y se metió el blando muñeco bajo el chaleco, donde quedó acurrucado junto al cuchillo envainado, bajo el brazo izquierdo. Sin uniforme, sin insignia alguna que pudiera sugerir que era un soldado del Decimocuarto, la ausencia de fetiches lo hacía sentirse desnudo, vulnerable.
—De acuerdo —dijo.
La consejera lo llevó a su camarote y se detuvo ante la puerta.
—Entre. Yo debo irme a cubierta.
Botella dudó.
—Tenga cuidado, consejera —dijo después.
La mujer abrió los ojos, muy poco, después se giró y se alejó.
Kalam se encontraba en popa, entrecerrando los ojos para mirar la oscuridad más allá de donde estaban anclando los transportes. Le había parecido oír el cabrestrante de un bote largo a unos cables de la orilla. En contra de cada puñetera orden que ha dado la consejera esta noche.
Bueno, a él tampoco le hacían gracia esas órdenes. Ben el Rápido abriendo con mucho cuidado una ranura de una puerta, incluso esa ranura podrían detectarla y eso no le convendría nada al pobre Botella. Se estaría metiendo en un nido de garras. No tendría una sola oportunidad. ¿Y quién podría colarse por el otro lado?
Todo demasiado arriesgado. Todo demasiado… extremo.
Hizo rodar los hombros, los levantó y después los encogió para intentar aliviar la tensión. Pero la rigidez volvió solo momentos después. Le picaban las palmas de las manos bajo el cuero gastado de los guantes. Decide, maldito seas. Tú decide.
Algo se escabulló por las planchas de madera a su derecha y el asesino se giró y vio un esqueleto de reptil que le llegaba a la pantorrilla, la cabeza de morro largo se ladeó y las cuencas vacías de los ojos lo miraron con atención. La cola segmentada dio un papirotazo.
—¿No hueles bien? —siseó la criatura, las mandíbulas chasqueaban sin ritmo alguno—. ¿No huele bien, Cuajo?
—Oh, sí —dijo otra voz aflautada, esa vez a la izquierda de Kalam, que miró y vio un esqueleto parecido al primero encaramado en la baranda de popa, casi a su alcance—. Sangre, fuerza, voluntad, intención, casi a la altura de nuestro cielito. Imagínate la lucha entre ellos, Telorast. ¿No sería algo digno de ver?
—¿Y dónde está? —preguntó Kalam con tono profundo—. ¿Dónde se esconde Apsalar?
—Se ha ido —dijo Cuajo meciendo la cabeza.
—Se fue —canturreó Telorast con otro papirotazo de la cola—. Ahora solo nos escondemos Cuajo y yo. Y no es que tengamos que hacerlo, por supuesto.
—Cuestión de conveniencia —explicó Cuajo—. Da miedo lo que hay por ahí esta noche. No tienes ni idea. Ni la menor idea.
—Sabemos quién está aquí, ¿sabes? Todos los que están.
Y entonces, en las aguas oscuras, Kalam oyó el crujido de unos remos. Pues sí, alguien había bajado un bote y se dirigía a la orilla. Malditos idiotas, la chusma los hará pedazos. Giró en redondo y se encaminó al centro de la cubierta.
El enorme amarradero apareció a estribor cuando el barco pareció girar y su flanco se acercó todavía más. El asesino vio subir a la consejera y se reunió con ella.
—Tenemos problemas —dijo sin más preámbulos—. Alguien va a la orilla en un bote.
Tavore asintió.
—De eso me han informado.
—Ah. ¿Y quién es?
T’amber intervino desde allí cerca.
—Hay cierta… simetría. Bastante amarga, por desgracia. En el bote, Kalam Mekhar, viaja el puño Tene Baralta y sus Espadas Rojas.
El asesino frunció el ceño.
—Quizá consideren probable —continuó T’amber— que la escolta que baje de la fortaleza de Mock para acompañarnos resulte insuficiente contra la chusma. —Pero no parecía haber demasiada convicción en el tono de la mujer, como si fuera consciente de una verdad más profunda e invitara a Kalam a buscarla por sí mismo.
—Las Espadas Rojas —dijo la consejera— siempre tienen gran necesidad de hacer valer su lealtad.
Su lealtad…
—Kalam Mekhar —continuó Tavore, que se había acercado un poco más y había clavado los ojos en los de él—. Supongo que no se me permitirá más que una mínima escolta de mi elección. T’amber, por supuesto, y si accede, usted.
—¿No es una orden, consejera?
—No —respondió ella en voz baja, casi trémula. Y después esperó.
Kalam apartó la mirada. El dragón tiene al Embozado por los pelos de la nariz… una de las observaciones de Viol durante una de sus partidas. Hacía ya muchos años. Perronegro, ¿no? Probablemente. ¿Por qué se había acordado de esa frase? Porque sé cómo debió de sentirse el Embozado, por eso.
Espera, puedo decidir esto sin decidir nada más, ¿no? Pues claro que sí.
—Muy bien, consejera. Formaré parte de su escolta. La llevaremos a la fortaleza de Mock.
—A la fortaleza, sí, eso es lo que le he pedido.
Cuando la consejera se dio la vuelta, Kalam frunció el ceño y después miró a T’amber, que lo miraba de hito en hito, como si estuviera decepcionada.
—¿Pasa algo? —le preguntó a la joven.
—Hay veces —dijo ella— en las que la paciencia de la consejera supera incluso a la mía. Y puede que tú no lo sepas, pero eso ya es mucho decir.
El Lobo de Espuma se fue acercando poco a poco al amarradero.
Al otro lado del mismo muelle de piedra, el bote arañó los cantos cenagosos de los cimientos. Ataron las cuerdas a toda prisa a los aros incrustados en la argamasa y Lostara Yil observó a uno de los Espadas Rojas más ágiles, que fue saltando de aro en aro y tejiendo una escala de nudos. Momentos más tarde había llegado a la cima del amarradero, donde acopló los ganchos de la escala a otros aros más.
Tene Baralta fue el primero en ascender, poco a poco, con torpeza, usando el único brazo que tenía y gruñendo con cada empujón que lo subía por los escalones.
Lostara, a la que se le había revuelto el estómago, lo siguió, lista para atrapar al hombre si vacilaba o resbalaba.
Es mentira. Todo esto.
Llegó a la cima, se puso en pie e hizo una pausa para colocarse bien el cinturón de las armas y el manto.
—Capitán —dijo Tene Baralta—, formen para aguardar a la consejera.
Lostara miró a la derecha y vio un contingente de la Guardia Imperial abriéndose paso entre la multitud reunida, con un oficial en medio.
Tene Baralta observó también su presencia.
—No suficientes, como sospechaba. Si esta chusma huele sangre…
Lostara se volvió hacia la compañía de Espadas Rojas y mantuvo la expresión impasible, incluso cuando una burla se deslizó en silencio por su mente: Lo que tú digas, puño. Pero no esperes que me crea nada.
En ese momento un rugido más profundo llenó el aire y el cielo sobre la bahía se incendió de repente con una luz brillante.
Banaschar guiñó los ojos entre la calima del humo y examinó la multitud, después lanzó un gruñido.
—No está aquí —dijo—. De hecho, hace días que no lo veo… creo. ¿Y usted qué, sargento mayor?
Diente Bravo se limitó a encogerse de hombros, su única respuesta a la pregunta de Tirabarro.
El soldado miró a Gentur, su silencioso compañero.
—Es que es eso, sargento mayor —dijo después—. Primero los perdemos, entonces oímos algo sobre él y lo preparamos, ¿lo ve?
El anciano peludo mostró los dientes.
—Oh, sí, Tirabarro. Ahora vete antes de que te ate un barril lleno a la espalda y te mande a dar vueltas por el puerto a paso ligero.
—No puede hacer eso, ¿verdad? —le preguntó Gentur a su compañero.
Pero Tirabarro se había quedado blanco.
—Usted nunca olvida, ¿verdad, señor?
—Explícaselo a tu amigo. Pero no aquí. Prueba en el callejón.
Los dos soldados se retiraron, intercambiando susurros mientras regresaban a su mesa.
—Me gusta pensar —dijo Banaschar— que una reputación desagradable es, por lo general, inmerecida. El beneficio de la duda y quizá me quede cierto rayo de fe en que la humanidad se abra paso de vez en cuando con uñas y dientes. Pero contigo, Diente Bravo, por desgracia, ese optimismo se revela como la ilusión que es en realidad.
—Vale, has acertado. ¿Y qué?
—Nada.
Oyeron gritos fuera, en la calle, un clamor de voces que después desapareció. Llevaba toda la velada pasando lo mismo. Bandas ambulantes de idiotas a la búsqueda de alguien a quien aterrorizar. El humor en la ciudad era oscuro y feo, y empeoraba con cada campanada que sonaba, y no parecía haber razón para ello, aunque Banaschar se recordó que eso acababa de cambiar.
Bueno, quizá seguía sin haber razón como tal. Solo que había llegado… un objetivo.
—Alguien está hurgando con un cuchillo —dijo Diente Bravo.
—Es la flota imperial —dijo Banaschar—. Mal momento, con todos los wickanos que hay en esos barcos, y los otros extranjeros que hay con ellos también, me imagino.
—No estás bebiendo mucho, Banaschar. ¿Estás enfermo o algo?
—Peor que eso —respondió el otro—. He tomado una decisión. Ha llegado el otoño. Se nota en el viento. Los gusanos están llegando en tropel a la orilla. Es la época de D’rek. Esta noche hablo con el mago supremo imperial.
El sargento mayor, enfrente de él, lo miró con el ceño fruncido.
—Pensé que habías dicho que, si lo hacías, terminarías muerto en cuestión de nada. A menos, por supuesto, que sea eso lo que quieres.
—He planeado perder a mi perseguidor entre la multitud —dijo Banaschar en voz baja, inclinado sobre la mesa—. Iré por el puerto, al menos hasta el puente. Tengo entendido que allí tienen a la guardia de la ciudad, están sacando a los imbéciles descerebrados de los amarraderos; dioses, ¿hasta qué punto puede ser estúpida la gente? ¡Hay un ejército ahí fuera, en esos barcos!
—Como decía, alguien está hurgando. Estaría bien conocer a ese alguien. Para poder meterle el puño por la cara y verlo salir por la nuca. Una forma de irse sucia pero rápida, que es más de lo que se merece el cabrón.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Banaschar.
—Da igual.
—Bueno —dijo el antiguo sacerdote con más bravuconería en la voz de la que sentía en realidad—. Es ahora o nunca. Ven mañana por la noche y te invito a una jarra de negra malazana…
—Eso me recuerda una cosa, siempre pareces encontrar dineros suficientes, ¿cómo es eso?
—Los cofres del templo, Diente Bravo.
—¿Robaste el templo de D’rek, aquí?
—¿Aquí? Esa es buena. Sí, aquí y también todos los demás que visité. Me lo fui guardando todo donde nadie salvo yo puede llegar. El problema es que me siento culpable cada vez que birlo algo. Nunca cojo mucho, no tiene sentido dar motivos para que me atraquen, después de todo. Pero es solo una excusa. Como te digo, es la culpa.
—Así que si haces que te maten esta noche…
Banaschar esbozó una gran sonrisa y levantó las manos en el aire.
—¡Puf! Todo desaparece para siempre.
—Buen truco, ese.
—¿Quieres que te lo deje a ti?
—¡Embozado, no! ¿Qué haría yo con cofres de dineros?
—¿Cofres? Mi querido sargento mayor, más bien habitaciones enteras. En cualquier caso, te veo mañana… o no. Y si no, entonces, un placer, Diente Bravo.
—Olvídate de eso. Mañana, como has dicho.
Banaschar asintió y retrocedió, después empezó a serpentear entre la multitud hacia la puerta de la calle.
Solo en la mesa, Diente Bravo levantó poco a poco el jarro para echar un trago, los ojos casi cerrados (y para cualquiera que estuviera a más de un paso o dos de distancia habrían parecido cerrados de verdad), así que la figura que se apresuró a levantarse y se deslizó como una víbora tras la estela de Banaschar no observó la mirada clavada del sargento mayor, los ojitos que rastreaban por un momento antes de terminarse la cerveza en tres rápidos tragos. Después, el hombretón peludo se puso en pie de un tirón, se bamboleó un poco y apoyó una mano en la mesa para recuperar el equilibrio.
Se tambaleó hasta Tirabarro y Gentur, y ambos levantaron la mirada con una expresión de culpabilidad y miedo, como si hubieran estado hablando de cosas feas. Diente Bravo se inclinó entre ellos.
—Escuchad, idiotas —les dijo por lo bajo.
—Solo estamos esperando a Forastero —dijo Tirabarro con los ojos muy abiertos—. Eso es todo. Nunca…
—Calla. ¿Veis esa serpiente en los escalones de delante? ¡Rápido!
—Se acaba… de ir —comentó Gentur guiñando los ojos—. Serpiente ha dicho. Yo diría más bien una…
—Y tendrías razón. Y el objetivo es nada menos que Banaschar. Bueno, ¿os apetece darle una sorpresita a una garra esta noche? Hacedlo y pensaré cosas buenas de los dos.
Los dos hombres ya se habían levantado.
Gentur se escupió en las manos y se las frotó.
—Yo antes soñaba con noches como esta —dijo—. Vamos, Barro. Antes de que lo perdamos.
—Se dirigen al puerto —dijo Diente Bravo—. Por el norte a las Escaleras, ¿estamos?
Observó a los dos soldados apresurarse hacia la puerta de atrás. Y por allí salieron, parecían demasiado impacientes.
El sargento mayor sabía que Tirabarro era mucho más duro de lo que parecía. Además, no creía que la garra fuera a pensar que iba a tener a alguien siguiendo su rastro. Y con las multitudes… bueno, no deberían de tener excesivos problemas. A los soldados les encanta matar asesinos…
Alguien tiró un puñado de dados de hueso al fondo de aquella sala de techos bajos.
Y Diente Bravo tuvo de repente un escalofrío.
Debo de estar ablandándome.
Había muchas figuras bien armadas entre la multitud que se iba reuniendo en el muelle, aunque, de momento, esas armas permanecían bajo mantos pesados mientras agentes selectos se iban colocando en las posiciones que les habían designado. Entre ellos se pasaban leves asentimientos, unas cuantas palabras susurradas muy de vez en cuando.
La guardia de la ciudad había formado una línea desigual, las picas cambiaban de posición con gesto nervioso cuando los matones más atrevidos se acercaban con burlas y amenazas.
Había wickanos en esos barcos de allí fuera.
Y nosotros los queremos.
Traidores, todos y cada uno, y ocuparse de los traidores era cosa del pueblo. ¿No estaba la propia emperatriz allí arriba, en la fortaleza de Mock? Estaba allí para presenciar la ira imperial. Ya lo hizo antes, ¿no? Cuando estaba al mando de la Garra.
Da igual que estéis esperando a un oficial, idiotas, las señales están encendidas y no somos imbéciles, les están diciendo a esos cabrones que entren. Que echen las amarras. Que desembarquen. ¡Míralos, los cobardes! ¡Saben que ha llegado la hora de responder a su traición!
Creednos, vamos a llenar esta bahía con cabezas wickanas, ¿no será un bonito espectáculo llegada la mañana?
¡Dioses del inframundo! ¿Qué es eso?
Un coro de voces gritó eso, o algo parecido, y se levantaron dedos que señalaban, los ojos seguían una bola ardiente de fuego que bajaba inclinada atravesando medio cielo hacia el oeste, arrastraba un penacho gris azulado de humo como la huella de una anguila en la arena negra. Iba creciendo con una rapidez alarmante.
Y entonces… desapareció… Y un momento después, un crujido salvaje llegó desde más allá de la bahía, donde se alzó una nube revuelta de vapor.
¡Cerca! ¿Un tercio de legua, te parece?
Menos.
No un gran impacto, sin embargo.
Debía de ser pequeña. Más pequeña de lo que parecía.
Pasó justo por encima…
¡Es un presagio! ¡Un presagio!
¡Una cabeza wickana! ¿La viste? ¡Era una cabeza wickana! ¡Enviada por los dioses!
Distraído por un instante por la bola de fuego que se precipitó y que pareció aterrizar justo más allá de la bahía, la garra Saygen Maral empezó a abrirse camino una vez más. Al asesino le complacía la masa palpitante entre la que se movía, una masa que se asentaba una vez más, aunque con más anticipación que antes.
Algo más adelante, la multitud había ralentizado los pasos del antiguo sacerdote, y menos mal, puesto que ya nada iba según lo planeado. El objetivo debería haberse acomodado en el establecimiento de Gallera para pasar allí toda la velada, y lo más probable era que la mano estuviera cercando el callejón que había detrás de la posada para aguardar desde ese punto a que él se pusiera en contacto con ellos con los detalles necesarios.
«Señalar la calavera», solían llamarlo. Identificar al objetivo allí mismo, en el momento, en persona. La recompensa después de seguir al necio a veces durante semanas enteras: presenciar el asesinato. Fuera como fuera, tal y como estaban saliendo las cosas, esa noche tendría que mancharse él las manos con la sangre del objetivo, una vez que se había tomado la decisión de matar al borracho.
Un aunamiento muy conveniente de las lealtades divididas de Saygen Maral. Adiestrado desde niño por la Garra Imperial (desde que se lo habían llevado del lado de su madre muerta, a los catorce años, durante la Criba de las brujas de la cera, en el arrabal del Ratón tantos años atrás), su descontento con la emperatriz había tardado mucho en surgir e incluso entonces, si no hubiera sido por el amo jhistal, jamás habría encontrado un modo de centrarse, ni siquiera propósito. Por supuesto, descubrir con exactitud cómo había muerto su madre había ayudado de forma considerable.
El Imperio estaba podrido hasta la médula y él sabía que no era la única garra en darse cuenta de ello, igual que no era el único que seguía las órdenes del amo jhistal; la mayor parte de la mano que estaba bajando de la fortaleza de Mock pertenecía al fantasmagórico Guante Negro, que era el nombre de la organización espectral de Mallick Rel. En realidad, no había modo de saber cuántos miembros de la Garra Imperial se habían cambiado de bando, pues cada agente no era consciente más que de otros tres, que formaban una discreta célula, en sí misma la clásica estructura de la Garra.
En cualquier caso, el patrón de la Garra, Perla, había confirmado la orden de matar a Banaschar. Un pensamiento reconfortante.
Permaneció diez pasos por detrás del antiguo sacerdote, plenamente consciente de la violencia que hervía entre aquella gentuza (alentada por los gritos idiotas de «¡Un presagio!» y «¡Una cabeza wickana!»), pero llevaba sobre su persona ciertos objetos investidos con hechicería que fomentaban la falta de atención de todos aquellos junto a los que pasaba a toda prisa y además mitigaban su ira por unos instantes, por muy groseros y dolorosos que fueran los codazos.
Ya estaban cerca de los muelles, había agentes del amo jhistal entre la multitud arremolinada, la provocaban y hacían de ella una chusma más desagradable y beligerante con gritos y exhortaciones en los momentos más oportunos. No más de cincuenta soldados de la guardia de la ciudad se enfrentaban a una masa que alcanzaba ya los cientos, una presencia demasiado escasa que había coordinado con todo cuidado una incompetencia selectiva entre los oficiales de los cuarteles cercanos.
Observó un séquito de soldados ataviados con armas y armaduras más pesadas que escoltaban a un oficial de alto grado hacia el muelle central, ante el que en ese instante se cernía el buque insignia de la consejera. El capitán, como bien sabía Saygen Maral, estaba impartiendo una serie de lo más propicia de órdenes imperiales. Y esas, a su vez, conducirían de forma inexorable a una noche de matanzas como aquella ciudad no había experimentado jamás. Ni siquiera podría compararse con la Criba en el Ratón.
El asesino sonrió.
Bienvenida a casa, consejera.
Se quedó sin aliento de repente cuando se le despertó un cosquilleo en el hombro izquierdo, bajo la ropa. Se le había avivado un pequeño fragmento de metal insertado bajo la piel y le informaba que lo estaba siguiendo alguien con propósitos asesinos. Torpe. Un homicida siempre debería enmascarar esos pensamientos. Después de todo, Mockra es el talento natural más común, no necesita ningún tipo de adiestramiento formal, ese susurro de inquietud, el vello que se pone de punta en la nuca; son demasiados los que poseen ese talento.
No obstante, hasta un asesino torpe podía disfrutar del tirón de la Señora de vez en cuando, del mismo modo que Saygen Maral, con todas sus habilidades y su preparación, podía tropezar (de un modo fatal) con el empujón del Señor.
Más adelante, a quince pasos ya de distancia, Banaschar se estaba deshaciendo de la multitud y Saygen percibió la senda del hombre, Mockra, sí, logra lo que han hecho mis objetos investidos. Desinterés, una fuga repentina, confusión, cuanto más perspicaz es la mente, después de todo, más vulnerable es a estos ataques pasivos. Para ser asesino, obviamente, había que saber defenderse de ese tipo de hechicería. Bastaba con ser consciente de la trampa, así que Saygen Maral no estaba preocupado. Su determinación era de lo más singular.
Por supuesto tendría que eliminar antes a los que intentaban cazarlo a él.
Banaschar se dirigía a las Escaleras. Saygen podía desviarse un poco sin gran riesgo. Vio la boca de un callejón a la izquierda, donde la multitud raleaba. El asesino se dirigió allí y cuando pasó junto a la última figura, giró rápido a la izquierda y se deslizó por el callejón.
Oscuridad, basura en el suelo, una ruta serpenteante y torturada ante él. Dio cinco pasos más, encontró un hueco y se metió en él.
—Se está preparando para acabar con el borracho —siseó Gentur—. Va a rodear…
—Entonces vamos tras él —susurró Tirabarro y empujó a su amigo.
Entraron en el callejón y avanzaron sin ruido.
Las sombras que se tragaban el hueco eran demasiado profundas, demasiado opacas para ser naturales, y los dos soldados pasaron de frente sin dedicarles ni un pensamiento más.
Un sonido leve que silbó junto al hombro izquierdo de Tirabarro y Gentur lanzó un gruñido, levantó las manos, se tambaleó y después se derrumbó. Tirabarro se dio la vuelta y se agachó, pero no lo suficiente porque un segundo cuadrillo diminuto lo alcanzó en el pecho, justo sobre el corazón y, todavía girando con su propio impulso, los pies del soldado resbalaron bajo él. Cayó con fuerza y la parte posterior de la cabeza crujió sobre los adoquines grasientos.
Saygen Maral estudió los dos cuerpos inmóviles durante un momento más, después volvió a cargar las ballestas en espiral que llevaba atadas a las muñecas. Primer disparo, base del cráneo. Segundo disparo, corazón, ese fue pura suerte, porque estaba apuntando a la parte baja del vientre. Supongo que el tipo no quería todo ese dolor. Una pena. En fin, ¿qué pensaban que estaban haciendo? ¿Atracarme? Da igual, está hecho. Se colocó bien las mangas, ocultó las armas una vez más y partió tras Banaschar.
Un sexto de campanada más tarde, la garra se dio cuenta de que había perdido al tipo. En pleno ataque de pánico empezó a volver tras sus pasos, bajó por callejones y calles mientras una brisa fresca levantaba hojas marchitas que giraban al azar dibujando caminos entre los adoquines.
Emitiendo pequeños chasquidos como el revoloteo de unos dados.
Las enormes ruedas de cuerda enroscada suspendidas en un lado del embarcadero de piedra se comprimieron cuando el Lobo de Espuma empujó todo su volumen contra ellas; después, la nave se alejó deslizándose otra vez por un instante, hasta que las cuerdas, atadas a los enormes bolardos del muelle, se tensaron. Los tablones de desembarco traquetearon y se colocaron con unos golpes secos; el capitán de la guarnición y sus guardias ya bajaban por el amarradero. Hicieron caso omiso con toda intención de la tropa de Espadas Rojas que permanecían en posición de firmes enfrente de los tablones, con su comandante tuerto y manco.
Algo había golpeado el mar más allá de la flota anclada y el sonido atronador del impacto todavía despertaba ecos, la oscuridad volvía a barrerlo todo tras la estela de aquella bola de fuego brillante. El olor a vapor impregnaba el aire.
A Keneb le había parecido que había habido una peculiar falta de reacción ante ese acontecimiento, al menos por parte de la consejera y T’amber. Había habido muchos gritos, gestos contra el mal de ojo y luego charlas animadas entre los soldados, pero eso solo era de esperar.
Afrontémoslo, admitió Keneb, el momento no era el más propicio. No era de extrañar que los centenares de personas que componían la chusma que los esperaba estuvieran dando gritos sobre malos presagios.
La atención del puño recayó una vez más en el contingente que se acercaba.
—Van a subir a bordo, consejera —dijo Keneb mientras la mujer se preparaba para desembarcar.
Tavore frunció el ceño, después asintió y dio un paso atrás. T’amber se colocó a la izquierda de la consejera.
Unas botas golpearon los tablones y el capitán se detuvo a un solo paso de la cubierta del barco. Miró a su alrededor, como si intentara decidir qué hacer a continuación.
Keneb se adelantó y se dirigió a él.
—Buenas noches, capitán. Soy el puño Keneb, Octava Legión, Decimocuarto Ejército.
Una brevísima vacilación y después un saludo militar.
—Puño Keneb, traigo órdenes para la consejera Tavore Paran. ¿Me permiten subir a bordo?
—Por supuesto —dijo Keneb.
Llegaron hasta ellos lo que en su mayoría eran gritos y maldiciones ininteligibles procedentes de la multitud arremolinada tras una fila de soldados en el puerto, muchas de ellas eran burlas dirigidas a las Espadas Rojas. Al oír esos sonidos, el capitán sufrió un ligero estremecimiento, pero después continuó avanzando hasta que llegó frente a la consejera.
—La emperatriz la está esperando —dijo— en la fortaleza de Mock. En su ausencia, el mando del Decimocuarto Ejército recae de forma temporal sobre mí, en lo que respecta al desembarco y la retirada de las tropas.
—Entiendo —dijo Tavore.
El capitán cambió de postura, inquieto, como si hubiera estado aguardando algún tipo de protesta, como si la falta de reacción a sus palabras fuera lo último que hubiera previsto.
—Parece que los transportes están anclando en la bahía, consejera.
—Sí, eso parece, capitán.
—Tendrá que haber una contraorden inmediata.
—Capitán, ¿cómo se llama?
—¿Consejera? Mis disculpas. Soy Rynag. Capitán Rynag, de la Guardia Imperial Untan.
—Ah, entonces ha acompañado a la emperatriz hasta la isla. Su puesto habitual es como oficial en la guardia de palacio.
Rynag se aclaró la garganta.
—Exacto, consejera, aunque de forma automática mis responsabilidades se han ampliado…
—T’amber —lo interrumpió la consejera—. Por favor, ve a por Kalam Mekhar. Está, según creo, en popa una vez más. —La consejera estudió al capitán durante un momento más y después le preguntó—: ¿La emperatriz ordena que me reúna con ella a solas?
—Eh, bueno, no dio detalles concretos…
—Muy bien…
—Disculpe, consejera. No dio detalles concretos, como he dicho, salvo una excepción.
—¿Oh?
—Sí. El mago supremo Adaephon Delat ha de permanecer a bordo hasta nueva orden.
Tavore frunció el ceño por un momento antes de contestar.
—Muy bien.
—Creo que estaba hablando sobre dar una contraorden para que los barcos no anclen en la bahía…
—Le dejo eso a usted, capitán Rynag —dijo la consejera cuando reapareció T’amber seguida por Kalam un paso por detrás—. Utilizaremos su escolta, así como las Espadas Rojas del puño Baralta, para garantizarnos el paso entre esa muchedumbre. —Y con eso y un gesto dirigido a T’amber y al asesino para que la siguieran, la consejera desembarcó.
Aturdido, el capitán los vio cruzar hasta el amarradero. Unas cuantas órdenes bruscas a los guardias imperiales reunidos allí y un gesto descuidado a Tene Baralta y sus soldados para que formaran y los dos grupos salieron en incómoda compañía y flanquearon a Tavore y a sus dos acompañantes. Después, el grupo partió.
Rynag se volvió y miró a Keneb.
—¿Puño?
—¿Sí?
—Y bien…
—Las cosas no van según lo planeado, capitán. —Keneb se acercó más y posó de golpe la mano en el hombro del oficial—. Píenselo así, podría ser peor. Me corrijo. Es mucho peor.
—Ya no —soltó el hombre de repente, al final se había enfadado—. Ahora estoy yo al mando del Decimocuarto Ejército, puño Keneb, y estas son mis órdenes. Utilice las banderas de señales para comunicarse con el almirante Nok. Las escoltas deben retirarse y zarpar sin demora rumbo a Unta. Utilice las banderas de señales para comunicarse con la flota extranjera, deben anclar fuera de la bahía, a este lado de los bajíos, en el cabo situado al norte de la fortaleza de Mock. Un barco piloto los guiará. Por último, utilice las banderas de señales para comunicarse con los transportes, estableceremos un sistema de números; a partir de entonces, en grupos de quince, levarán anclas y se dirigirán a los amarraderos designados. El desembarco dará comienzo lo antes posible, puño. Además, los soldados deben ir desarmados, los equipos bien sujetos para su transporte.
Keneb se rascó la mandíbula cubierta por una barba incipiente.
—¿Por qué se queda ahí parado sin hacer nada, puño Keneb?
—Estoy intentando decidir, capitán, por dónde empezar.
—¿A qué se refiere?
—De acuerdo, da igual. En primer lugar, ya esté usted al mando del Decimocuarto Ejército o no, desde luego no supera en rango al almirante Nok. Hágale todas las señales que usted quiera, que él hará exactamente lo que le plazca.
—Tengo instrucciones de la emperatriz…
—Necesitará ver esas órdenes, capitán. En persona. El almirante es muy estricto con el protocolo. ¿Deduzco que tiene dichas órdenes?
—¡Pues claro que las tengo! ¡Muy bien, hágale señal de que suba a bordo!
—Por desgracia, no obedecerá.
—¿Qué?
—Y ahora, en cuanto a los perecederos… la flota extranjera, capitán Rynag, el único mando que reconocen, dadas las circunstancias, es el suyo propio. Por supuesto, haga su solicitud, pero asegúrese de que es una solicitud. No vaya a ser que se ofendan; y, capitán, de verdad, usted no quiere que se ofendan.
—No me está dejando más alternativa que relevarlo del mando, puño.
—¿Disculpe?
—Le he dado varias órdenes, pero usted continúa ahí…
—Bueno, es que ese es el problema, capitán. No se puede cumplir ni una sola de sus órdenes, el imperativo que las anula no lo pueden desafiar ni usted ni la mismísima emperatriz.
—¿De qué está hablando?
—Sígame, por favor, capitán —dijo Keneb.
Fueron hasta popa. Los enormes transportes se cernían en la bahía, a corta distancia, como bestias gigantes dormidas.
—Cierto —dijo Keneb—, la oscuridad oculta, y por eso es comprensible que no lo haya entendido todavía. Pero permítame dirigir su mirada, capitán, a la primera bandera de señales que hay en los barcos cercanos, una bandera idéntica a la de los dromones de Nok. En un momento, cuando esa nube deje atrás la luna, con la bendición de Oponn, habrá luz suficiente para ver. Hay un edicto, capitán, que concierne a la propia supervivencia. Parece olvidar que tanto el Decimocuarto Ejército como la flota imperial acaban de llegar de Siete Ciudades.
La nube se deslizó y descubrió la luna desdibujada, calinosa, y entonces hubo luz suficiente que lamió olas, barcos y banderas para que Rynag los viese. El capitán se quedó sin aliento y medio se atragantó.
—¡Dioses del inframundo! —susurró.
—Y Siete Ciudades —continuó Keneb con voz serena— fue golpeada por una plaga muy virulenta. Que, como puede ver ahora, hemos traído sin querer con nosotros. Así que, capitán, ¿entiende ahora por qué no podemos obedecer sus órdenes?
El hombre se giró en redondo para mirarlo, los ojos llenos de terror.
—¿Y este maldito barco? —preguntó con voz ronca—. ¿Y el otro que acaba de atracar? Puño Keneb…
—Libres de la peste, los dos, capitán, al igual que el barco del que se bajaron las Espadas Rojas. No habríamos amarrado junto a él si fuera de otro modo. En cualquier caso, aparte de las banderas de señales, no hay ningún contacto entre los barcos. Por razones obvias. Pero si cree que la emperatriz persistiría a pesar de todo en que desembarquemos, sin reparar en la masacre que nuestra presencia provocaría en la isla de Malaz y, de forma inevitable, en todo el continente, puede insistir en anular nuestro gesto colectivo de compasión y misericordia. No cabe la menor duda de que el nombre del capitán Rynag alcanzará un estatus legendario, al menos entre los devotos de Poliel; no hay nada de malo en ver el lado bueno, ¿no le parece?
El grupo marchaba cada vez más cerca del beligerante muro que bloqueaba las calles. Kalam soltó los cuchillos largos en sus vainas. Echó un vistazo y se encontró caminando junto a la capitán Lostara Yil, que parecía profundamente infeliz.
—Sugiero que todos saquéis las armas en cualquier momento —le dijo el asesino—. Debería bastar para que se aparten.
Ella lanzó un gruñido.
—Hasta que empiecen a volar ladrillos.
—Lo dudo. Estamos aquí por la emperatriz, no por ellos. A los que estas personas están deseando hincarles el diente están ahí fuera, en los transportes. Los wickanos. Las Lágrimas Quemadas de los khundryl.
—Muy astuta la treta —dijo Lostara por lo bajo—, esas banderas.
—El puño Keneb.
—¿En serio?
—Sí. —Después, Kalam sonrió—. La Tejedora de Muerte. Una mentira más bonita no la encontrarás. Viol debe de estar sonriendo de oreja a oreja, si no se está ahogando.
—¿Ahogando?
—Se lanzó por la borda antes de que el Silanda metiera los remos, supongo yo; lo más probable es que Gesler y Tormenta fueran también con él.
Justo entonces llegaron a la fila de la guardia de la ciudad, que se separó para dejarlos pasar.
Las armas sisearon al salir de las vainas y los escudos se levantaron en manos de las Espadas Rojas.
Y, tal y como había predicho Kalam, las multitudes quedaron en silencio, vigilantes, y se apartaron a ambos lados para dejar que el grupo siguiera avanzando.
—Bueno —dijo el asesino por lo bajo—, tenemos por delante un paseo largo y aburrido. Gran idea, por cierto, capitán, que tu puño decidiera actuar por su cuenta.
La mirada que le lanzó la mujer hizo sudar a Kalam por debajo de la ropa cuando ella le preguntó a su vez:
—¿Lo fue, Kalam Mekhar?
—Bueno…
La capitán volvió a mirar al frente.
—El puño —dijo con un susurro— ni siquiera ha empezado.
Bueno… oh, eso no es nada bueno.
Tras la tropa, la multitud se cerró de nuevo y empezaron a surgir nuevos gritos, esa vez de horror.
—¡Banderas de peste! ¡En los transportes de la bahía! ¡Banderas de peste!
En unos momentos el odio contenido se escurrió como la orina por una pierna y el horror los cogió entre esas mismas piernas y apretó con fuerza; la multitud empezó a escabullirse en todas direcciones, a punto de sumirse en un pánico puro, frenético. Kalam se guardó la sonrisa para sí.
Un ruido muy leve, pero el estrépito de los dados rebotando y resbalando había alertado a Banaschar. Esa noche el Gusano estaba despierto, del mismo modo había despertado la antigua sensibilidad del exsacerdote al susurro de la magia. En rápida sucesión a partir de entonces, mientras se desviaba de su camino y encontraba un callejón sin salida en el que agazaparse con el corazón martilleándole en el pecho, sintió múltiples pulsos de hechicería, una puerta que se abría deslizándose, solo una ranura, un tapiz invisible que se desenredaba de repente, con violencia, y luego, al fin, un temblor en el suelo, como si algo terrible e inmenso acabara de pisar la tierra seca de la isla.
Mareado a causa de las sucesivas oleadas de poder virulento, Banaschar se irguió una vez más, una mano contra un muro mugriento para no caerse, después se puso en marcha, de regreso, de vuelta al puerto.
No hay elección, no hay elección. Necesito ver… entender…
Al acercarse pudo oler el pánico en el aire, acre y amargo, y de inmediato vio figuras mudas que pasaban junto a él a toda prisa, los comienzos de un éxodo. Rostros crispados por el miedo pasaron a su lado, borrosos, otros oscurecidos por la rabia, como si alguien hubiera acabado con sus planes de repente y no hubiera tiempo todavía para encontrar un modo de reagruparse, no hubiera oportunidad ya de pensar bien las cosas.
Ha ocurrido algo.
Quizá tenga que ver con esa roca que cayó o lo que fuera.
En los viejos tiempos, un acontecimiento así la víspera del otoño, la víspera de la llegada de D’rek a la tierra mortal… bueno, habríamos inundado las calles. Habríamos salido de los templos alzando nuestras voces a los cielos. Y los cofres rebosarían porque sería inconfundible…
Los pensamientos se fueron apagando, se desvanecieron y no dejaron más que un sabor a ceniza en la boca. Fuimos tan idiotas. El cielo baja, el mundo se vuelve del revés, las aguas lo bañan todo. ¡Nada de esto, nada de nada, nada tiene que ver con nuestros preciosos dioses!
Llegó a la amplia avenida que daba a los muelles. La gente se movía por todos lados. Si quedaba rabia, estaba dando vueltas sin dirección alguna. Un inmenso deseo había… despuntado.
Al pasar junto a una anciana, Banaschar estiró el brazo hacia ella.
—Oiga —dijo—, ¿qué ha pasado?
Ella levantó la cabeza, furiosa, y se soltó como si el tacto del hombre pudiera contaminarla.
—¡Barcos con la peste! —siseó la mujer—. ¡Apártate de mí!
Banaschar la soltó, se detuvo y se quedó mirando los barcos que llenaban la bahía.
Ah, las banderas…
Banaschar olisqueó el aire.
¿Poliel? No te percibo, no estás… ahí fuera. Ni en ningún otro sitio, ahora que lo pienso. Entrecerró los ojos. Y luego, poco a poco, sonrió.
En ese momento, una mano pesada cayó con un golpe seco sobre su hombro izquierdo, le dio la vuelta…
Y alguien chilló.
Salió de un tirón del remolino de aguas negras, sucias. Se irguió, el cieno y la grava chorrearon por su cuerpo, anguilas sedientas de sangre cayeron aleteando y se retorcieron en las rocas cubiertas de barro, en la cerámica rota y los fragmentos de ladrillo bajo el muelle de madera. Un paso más y luego otro, pesados, arañando el suelo.
Un muro basto justo delante que revelaba capas de varios niveles de las calles, baluartes, viejas cloacas que se remontaban a la juventud de la ciudad, antes de que los humanos hubiera forjado siquiera el hierro, cuando el sistema de alcantarillado era una red subterránea magnífica, eficiente, bajo calles planas. En total, asideros de sobra para las manos y los pies, dada la suficiente determinación, fuerza y voluntad.
De las tres cosas, allí de pie, enfrente de ese muro, le habían proporcionado de sobra.
Más pasos.
Y luego, trepar. Nadie conocía a aquel que había llegado a la ciudad de Malaz.
Jadeando, la mujer se apoyó en un muro. Menudo error, intentar nadar con toda esa armadura. ¡Y luego las malditas anguilas! Había salido del agua cubierta de aquellos malditos bichos. Manos, brazos, piernas, cuello, cabeza, cara, colgando y retorciéndose y seguramente emborrachándose todas y cada una de ellas, y no tenía la menor gracia tener que quitárselas. Aprietas demasiado y lo salpican todo de sangre, una cosa negra y maloliente. Pero había que apretar para poder cogerlas bien, porque esas bocas se agarraban como liendres y dejaban enormes verdugones redondos en la carne, fruncidos y supurantes.
Llegó tambaleándose a la orilla como una especie de bruja gusano, o demonio, ja, ese chucho que llegó a olisquearla había echado a correr como un poseso, ¿eh? Estúpido perro.
La rampa de una cloaca, bastante empinada, pero había escalones en los lados, así que pudo ir siguiéndola y después la subida, que casi había acabado con ella, pero de eso nada. La sed era un amo exigente. El amo más exigente de todos. Pero había tirado la armadura, allí abajo, hasta las rodillas de barro en el cieno del fondo, con la quilla del maldito barco a punto de arrancarle la cabeza, se llevó el yelmo, ¿no? Y si esa correa no se hubiera roto de forma tan conveniente… en fin, que incluso había tirado el cinturón de las armas. Nada que empeñar, y eso era un problema. Salvo por ese cuchillo, pero era el único cuchillo que tenía, el único que le quedaba.
Con todo, tenía sed. Tenía que quitarse el sabor de la sopa de puerto de la boca, sobre todo ese primer jadeo después de salir pataleando a la superficie, cuando se le había metido el cadáver hinchado de una rata asquerosa (eso sí que había estado a punto de acabar con ella), ¿y si hubiera estado viva e impaciente por metérsele por la garganta? Había tenido pesadillas con eso, una vez. Durante una temporada sin beber, sí, pero eso era lo que pasaba en las temporadas sin beber, te recordaban que el mundo era horrible, feo y miserable, y que había cosas ahí fuera que iban a por ti. Arañas, ratas, anguilas, orugas.
¿Había habido una multitud allí arriba? Ya no quedaban muchos y los que se acercaban a ella no hacían más que gritar y salir corriendo con una especie de extraño pánico ciego. Se pasó la mano por los verdugones que le escocían en la cara, parpadeó para apartarse más barro de los ojos, levantó la cabeza y miró a su alrededor.
Y ahora, ¿quién es ese?
Sobriedad repentina, resolución repentina, una ráfaga de incandescencia al rojo vivo que le purgó el cerebro y quién sabía qué más.
Y ahora ahora ahora, pero quién, oh, ¿quién es ese? Justo ahí, no, no te des la vuelta, demasiado tarde. ¡Je je, demasiado demasiado demasiado tarde tarde tarde!
Hellian avanzó poco a poco, tan silenciosamente como pudo y se colocó justo detrás de él. Sacó el cuchillo con la mano derecha y estiró la izquierda. Cinco pasos más…
Saygen Maral salió del callejón. El objetivo había dado media vuelta, el muy cabrón. Pero ahí estaba, ni a diez pasos de distancia, y pocas personas a su alrededor. Qué conveniente. Dejaría de ser sutil. A veces compensaba recordarles a los ciudadanos que la Garra siempre estaba presente, siempre estaba lista para hacer lo que fuese necesario.
El asesino sacó de debajo del manto una daga embadurnada con paraltina, la cogió con mucho cuidado y avanzó.
Había una mujer mirando con fijeza a Banaschar, una cosa llena de canas, empapada, con una anguila colgándole debajo de la oreja izquierda y llagas redondas por toda la piel expuesta; la gente, al verla, huía despavorida. Sí, parece que tiene la peste, pero no la tiene. Debe de haberse caído al agua o algo así. Da igual.
Volvió a mirar la espalda de su objetivo, avanzó con agilidad, sus pasos no hacían el menor ruido. Le daría la vuelta al idiota para sorprender la muerte en los ojos del hombre. Siempre era más placentero así, la fiebre de poder que atravesaba a toda velocidad al asesino cuando los ojos se encontraban y brotaba el reconocimiento, junto con el dolor y la conciencia repentina de la muerte inminente.
Sabía que era adicto a esa sensación. Pero no se podía decir que fuera el único, ¿verdad?
Con una media sonrisa, Saygen Maral se acercó por detrás al borracho, estiró el brazo y lo cogió por el hombro, después le dio la vuelta y el cuchillo que tenía en la otra mano salió con un susurro del manto y se precipitó…
Un chillido resonó por la avenida.
Cuando a Banaschar le dieron la vuelta, vio (en la cara del hombre que tenía enfrente) una expresión de conmoción y después de consternación…
Una mujer había cogido el antebrazo del hombre (un brazo en cuyo extremo había un cuchillo resplandeciente, manchado) y, mientras Banaschar miraba sin terminar de comprender del todo, la vio clavar el tacón de la mano en la articulación del codo de ese brazo, que partió con limpieza. El cuchillo se soltó, salió volando y cayó con un ruido metálico en los adoquines, al tiempo que la mujer, gruñendo alguna cosa en un susurro, bajaba de un tirón el brazo roto y clavaba la rodilla en la cara del hombre.
Un crujido salvaje, la sangre salpicó cuando la cabeza cayó hacia atrás, los ojos muy abiertos; la mujer retorció el brazo y obligó al hombre a caer boca abajo sobre el empedrado. Después se precipitó sobre él, lo cogió por el pelo con las dos manos y empezó a machacarle sistemáticamente el cráneo contra la calle.
Y entre crujido y crujido, impacto e impacto, iba diciendo algo entre dientes.
—¡No…
Crujido.
—te…
Crujido.
—atrevas!
Crujido.
—¡Este es…
¡Crujido!
—mío!
Horrorizado, Banaschar bajó el brazo, cogió a aquella terrible aparición por el chaleco empapado y la apartó a rastras.
—¡Por el amor del Embozado, mujer! ¡Le has hecho pedazos el cráneo! ¡Es todo pulpa! ¡Para! ¡Para!
La mujer se liberó de un tirón, se volvió contra él y con el mismo movimiento le puso la punta del cuchillo en el párpado derecho. El rostro femenino, mugriento, repleto de hoyos, manchado de sangre, se crispó en una mueca burlona.
—¡Tú! ¡Por fin! ¡Estás arrestado! —gruñó.
Y alguien chilló avenida abajo. Otra vez.
A treinta pasos de distancia, Violín, Gesler y Tormenta. Todos se quedaron mirando la conmoción que se producía no lejos de la boca de un callejón. Un intento de asesinato interrumpido (con una ferocidad letal) por una mujer…
Gesler cogió de repente el brazo de Violín.
—¡Oye, esa de ahí es Hellian!
¿Hellian? ¿La sargento Hellian?
Y entonces la oyeron efectuar un arresto.
Al tiempo que unos chillidos hendían el aire calle abajo y unas figuras empezaban a salir disparadas del puerto. Y ahora, ¿de qué va todo eso? Da igual. Con los ojos todavía clavados en Hellian, que estaba forcejeando con el pobre hombre que parecía tan borracho como ella (¿será el marido de la sargento?), Violín vaciló, después sacudió la cabeza.
—Imposible.
—Y que lo digas —dijo Gesler—. Bueno, Viol, nos vemos en una campanada, ¿no?
—Sí. Hasta entonces.
Los tres soldados echaron a andar y casi de inmediato se separaron, Gesler y Tormenta torcieron hacia el sur por una ruta que los llevaría al otro lado del río por el primer puente, Violín continuó por el oeste y se adentró en el corazón del distrito Central.
Dejó atrás los gritos frenéticos, aterrados, del extremo norte del paseo del puerto de los muelles centrales, que parecían, a pesar del ritmo que llevaba Violín, ir acercándose cada vez más.
Peste. Chico listo, Keneb. Me preguntó cuánto tiempo durará la treta.
Y luego, al llegar a las conocidas calles del lado de la bahía del parque Colina del Cuervo, lo inundó una oleada de placer.
Eh. Estoy en casa. Imagínate. ¡Estoy en casa!
Y allí, a diez pasos nada más, la fachada de una tiendecita, poco más que una puerta estrecha bajo un toldo medio deshecho del que colgaba un disco de hojalata pulida, en su superficie un símbolo grabado al ácido. Un ratón en llamas. Violín se detuvo delante y dio unos golpes secos en la puerta. Era mucho más sólida de lo que parecía. Llamó unas cuantas veces más hasta que oyó el chasquido de unos cerrojos al correrse al otro lado. La puerta escasamente se abrió. Uno ojo pequeño y legañoso lo contempló por un momento y después se retiró.
Un empujón y la puerta se abrió de par en par.
Violín entró. Un rellano con unas escaleras que subían. El propietario ya estaba a medio camino, tiraba de una pierna rígida bajo unas caderas torcidas, la túnica de color azul medianoche se arrastraba como una cola imperial. En una mano llevaba un farol que se agitaba de un lado a otro y arrojaba sombras salvajes. El sargento lo siguió.
La tienda de la planta de arriba estaba atestada, el botín de un saqueador que había estado en cien batallas, en cien ciudades conquistadas. Armas, armaduras, joyas, tapices, fardos de valiosa seda, estandartes de enemigos caídos, estatuas de héroes desconocidos, de reyes y reinas, de dioses, diosas y espíritus demoníacos. Violín miró alrededor cuando el anciano encendió dos faroles más.
—Te ha ido bien, Tak —dijo.
—La has perdido, ¿verdad?
El sargento se estremeció.
—Perdón.
Tak se metió detrás de una amplia mesa lacada y se sentó con cuidado en un lujoso sillón que podría haber sido el trono de algún rey menor de Quon.
—Enano descuidado, Violín. Sabes que solo las hago de una en una. No hay mercado, ¿sabes?, y sí, yo mantengo mis promesas. Trabajos llenos de amor, cada vez, pero esa clase de amor no llena el estómago, no les da de comer a las esposas y a todos esos golfillos, de los cuales ni uno solo se parece a mí. —Los ojitos eran como monedas de los túmulos—. Bueno, ¿y dónde está?
Violín frunció el ceño.
—Bajo Y’Ghatan.
—Y’Ghatan. Mejor ella que tú.
—Eso mismo pensé yo.
—¿Has cambiado de opinión desde entonces?
—Mira, Tak, ya no soy ningún novato ingenuo. Puedes dejar de tratarme como si fuera un maldito aprendiz y tú mi maestro.
Unas cejas enmarañadas se alzaron.
—Venga, Violín, que no era eso. Eso es por lo que se te ha despertado dentro de esa cabezota nudosa que tienes. Las viejas costumbres y demás. Lo decía en serio. Mejor ella que tú. Con todo, ¿cuántas van ya?
—Da igual —rezongó el sargento, encontró una silla, la acercó y se derrumbó en ella—. Como te digo, te ha ido bien, Tak. ¿Cómo es que nunca te arreglaste esa cadera?
—Yo lo calculo así —dijo el anciano—, la cojera se granjea simpatías, casi un cinco por ciento. Mejor aún, como yo no digo ni «mu», todos creen que soy una especie de veterano. Con mis clientes del ejército, eso es otro cinco por ciento. Y luego está el frente doméstico. Las parientas están más contentas porque todas saben que no puedo pescarlas…
—Parientas. ¿Y tú por qué te aviniste a eso?
—Bueno, cuatro mujeres se juntan y deciden que quieren casarse contigo, es difícil decir que no, te lo aseguro. Ya sé que no fue mi varonil atractivo, ni siquiera el fabrica-bebés torcido que tengo entre las piernas. Fue esta tienda nueva y todos esos misteriosos dineros que me ayudaron a montarla otra vez. Fue la casa aquí, en el distrito Central. ¿Crees que fui el único que terminó perdiéndolo todo en el Ratón?
—Está bien, si a ti te hace feliz. Así que mantuviste la cojera. Y la promesa. ¿Y bien?
Tak sonrió; después metió la mano bajo la mesa y soltó dos pestillos, Violín oyó el estrépito metálico de un cajón oculto que caía sobre sus raíles. El anciano echó el trono hacia atrás y abrió el gran cajón, después sacó con cuidado un objeto envuelto en tela. Lo dejó sobre la mesa y apartó la tela.
—Unas cuantas mejoras —ronroneó—. Más alcance, para empezar.
—¿Cuánto más? —preguntó Violín con los ojos puestos en la extraordinaria ballesta que había entre los dos.
—Súmale cincuenta pasos, calculo yo. Pero eso no lo he probado. Pero mira las varillas. Son diez tiras de hierro plegadas juntas. La banda interna tiene más flexibilidad y se va reduciendo progresivamente. El cable son cuatrocientas hebras convertidas en veinte y después envueltas en tripa de bhederin y empapadas en aceite de dhenrabi. El que tenías eran doscientas hebras convertidas en diez. Y ahora, mira la horquilla, solo tenía imitaciones de arcilla de malditos, fulleros e incendiarios, que pesaban más o menos lo que calculé…
—¿Fulleros e incendiarios?
Un asentimiento impaciente.
—¿Por qué solo malditos, me pregunté? Bueno, porque eso era lo que se quería y así fue como hicimos la horquilla, ¿no? Pero las imitaciones me dieron una idea. —Volvió a meter la mano en el cajón y sacó una granada de arcilla del tamaño de un maldito—. Así que hice soportes dentro de este para que encajaran cinco fulleros o tres incendiarios, el peso es parecido en las tres configuraciones, por cierto, los moranthianos siempre fueron muy precisos con este tipo de cosas. —Mientras hablaba, cogió el objeto de arcilla, puso una mano encima, la otra debajo, y empujó en direcciones opuestas hasta que se oyó un chasquido áspero, después el anciano mostró las dos mitades de la imitación hueca—. Como te dije, mejoras. Puedes cargarla como quieras, sin ni siquiera estar obligado a cambiar la horquilla del arco. Tengo hechas diez de estas. Vacías son muy ligeras y no saldrás volando por la puerta del Embozado si se te rompe una de ellas en la cartera sin querer.
—Eres un genio, Tak.
—Dime algo que no sepa.
—¿Cuánto quieres por todo esto?
Un ceño fruncido.
—No seas idiota, Violín. Me salvaste la vida, tú y Dujek. Me sacasteis del Ratón con mi cadera aplastada. Me disteis dinero…
—Tak, queríamos que hicieras ballestas, como hacía ese viejo joyero antes que tú. Pero él estaba muerto y tú no.
—Eso no importa. Llámalo garantía de sustitución de por vida.
Violín sacudió la cabeza, después metió la mano en la mochila y sacó un maldito de verdad.
—Veamos cómo encaja, ¿te parece?
Los ojos de Tak brillaron.
—¡Oh, sí, a ver! Después levanta el arma, comprueba cómo se equilibra, ¿ves ese grapa que hay encima del hombro? Es un refuerzo para afianzar la puntería y repartir el peso. No se te cansarán los brazos mientras sujetas y apuntas. —Se levantó—. Vuelvo ahora mismo.
Distraído, Violín asintió. Metió el maldito en la horquilla del arma y encajó la cesta acolchada abierta. El movimiento, a su vez, levantó en la base delantera de la horquilla una barra denticulada que evitaba que el maldito se saliera cuando se apuntaba el arma al suelo. Esa barra iba unida también al gatillo, que la dejaba caer de repente al nivel de la horquilla a tiempo para que el proyectil saliera volando.
—Oh —murmuró el zapador—, muy listo, Tak. —Con ese arma no había necesidad de mango. La horquilla era el lanzador.
El anciano estaba revolviendo en un cofre en la parte de atrás de la tienda.
—Bueno, dime —dijo Violín—, ¿cuántas más de estas has hecho?
—Ninguna más. Esa es la única.
—Claro. Bueno, ¿y dónde están las otras?
—En un cajón, sobre tu cabeza.
Violín levantó la mirada y vio una caja larga equilibrada sobre dos vigas ennegrecidas.
—¿Cuántas hay dentro?
—Cuatro.
—¿Idénticas a esta?
—Más o menos.
—¿Alguna más?
—Montones. Para cuando pierdas estas.
—Quiero esas cuatro de ahí arriba, Tak, y te las voy a pagar…
—Cógelas, no quiero tus dineros. Cógelas y vete a volar en mil pedazos a la gente que no te cae bien. —El anciano se irguió y regresó a la mesa.
En sus manos había algo que hizo abrir mucho los ojos a Violín.
—Dioses del inframundo, Tak…
—Lo encontré hace un año. Pensé para mí, oh, sí, siempre hay una posibilidad. Me costó cuatro medialunas de cobre.
Tak estiró los brazos y puso el violín en las manos del sargento.
—Te robaron —dijo Violín—. Es uno de los trozos de chatarra más feos que he visto jamás.
—¿Y qué más da? ¡Total, tú nunca tocas estos malditos trastos!
—En eso tienes razón. Me lo llevo.
—Dos mil oros.
—Tengo doce diamantes conmigo.
—¿Y valen?
—Unos cuatro mil.
—De acuerdo, seis entonces por el violín. ¿Quieres comprar el arco también?
—¿Por qué no?
—Son otros dos mil. ¿Ves el pelo de caballo? Es blanco. Yo conocía a este caballo. Solía tirar de las carretas de basura del mismísimo templo del Embozado en las Antiguas Superiores. Pero un día al carretero le estalló el corazón y se cayó bajo los cascos del animal. Al bicho le entró un ataque de pánico y salió disparado, se metió por el ventanal enrejado de este lado del cuarto puente…
—¡Espera! ¿Ese enorme ventanal de plomo? ¿El cuarto puente?
—El de la fachada de la oficina de reclutamiento, sí…
—¡Eso es! Ese antiguo templo…
—Y no te creerás quién estaba allí plantado con media docena de reclutas patizambos cuando ese caballo chiflado irrumpió en la habitación…
—¡Diente Bravo!
Tak asintió.
—Se dio la vuelta, le echó un vistazo y clavó el puño justo entre los ojos de la bestia. Que cayó muerto allí mismo. Solo que la mitad del animal aterriza en la pierna de un recluta y se la parte, y el chaval empieza a chillar. Entonces, sin hacer el menor caso, el sargento mayor se da la vuelta y le dice al encargado de suministros, que tenía los ojos como platos, te lo juro, se lo oí a uno de esos reclutas, le dijo: «Estas patéticas ratas de aguas vuelven a Ashok para reunirse con su regimiento. Asegúrate de que tienen botas de agua sin agujeros». Y baja la cabeza, mira al recluta de la pierna rota, que no deja de gritar, y le suelta: «Ahora te llamas Cojo. Sí, no es muy imaginativo, pero es lo que hay. Si tú no oyes al Embozado reírse, bueno, yo sí». Y bueno, de ahí fue de donde salió este pelo de caballo.
—¿Dos mil oros por el arco?
—Con una historia así, sí, y es una ganga.
—Hecho. Y ahora vamos a bajar ese cajón, no quiero la caja. Me las cuelgo todas al hombro.
—No tienen cuerdas, y esta tampoco.
—Pues las encordamos. ¿Tienes cable de sobra?
—Tres para cada una. ¿También quieres las imitaciones?
—Desde luego, y tengo fulleros e incendiarios en esta mochila, así que vamos a cargarlas, comprobar el peso y demás. Pero deprisa.
—Violín, ya no se está nada bien ahí fuera, ¿sabes? Sobre todo esta noche. Huele como el antiguo Ratón.
—Lo sé y por eso no quiero volver a salir sin este maldito ahí metido.
—Tú solo alégrate de no ser wickano.
—Al primer antiwickano que me encuentre, le meto este huevo por el comedor de atrás. Dime, ¿Diente Bravo todavía vive en la misma casa, abajo en el Inferior? ¿Cerca de la torre de Obo?
—Allí está.
Hellian arrastró a Banaschar por el serpenteante callejón, al menos parecía serpentear por el modo en que no dejaban de chocar con las paredes mugrientas. Y hablaba.
—Claro, pensaste que te habías ido de rositas. De eso nada. No, estás tratando con la sargento Hellian, que lo sepas. ¿Crees que no te iba a perseguir por medio maldito mundo? Maldito idiota…
—Idiota tú. ¿Medio maldito mundo? Bajé directamente a los muelles y zarpé de regreso a la ciudad de Malaz.
—¿Y creíste que con eso me habías engañado? Olvídate. Claro, la pista estaba fría, pero no lo bastante. Y ahora te tengo, un sospechoso al que se le busca para ser interrogado.
El callejón se abría a una calle más ancha. A su izquierda había un puente. Hellian frunció el ceño y tiró de su prisionero hacia allí.
—¡Ya te lo dije la primera vez, sargento! —soltó de repente Banaschar—. Yo no tuve nada que ver con esa matanza, había pasado lo mismo en cada maldito templo de D’rek, y justo a la misma hora. No lo entiendes, tengo que llegar a la fortaleza de Mock. Tengo que ver al mago supremo imperial…
—¡Esa serpiente! ¡Lo sabía, una conspiración! Bueno, ya me ocuparé de él más tarde. Los asesinos de masas de uno en uno, como digo siempre.
—¡Esto es una locura, sargento! Suéltame… puedo explicarlo…
—Ahórrate las explicaciones. Antes tengo unas cuantas preguntas para ti, ¡y más vale que las contestes!
—¿Con qué? —se burló él—. ¿Con explicaciones?
—No. Con respuestas. Hay una diferencia…
—¿En serio? ¿Cuál? ¿Qué diferencia?
—Las explicaciones son lo que la gente usa cuando necesitan mentir. Siempre se sabe cuáles son porque esas explicaciones no explican un pimiento, y después te miran como si acabaran de aclarar las cosas cuando en realidad hicieron justo lo contrario y lo saben, y tú lo sabes y ellos saben que tú lo sabes, y tú sabes que ellos saben que tú lo sabes, y ellos te conocen a ti y tú los conoces a ellos y quizá sales a tomar una jarra más tarde, pero ¿quién paga la cuenta? Eso es lo que yo quiero saber.
—Vale, ¿y las respuestas?
—Respuestas son lo que me contestan cuando hago preguntas. Respuestas son cuando no tienes alternativa. Yo pregunto, tú cuentas. Yo pregunto otra vez, tú cuentas un poco más. Entonces te rompo los dedos, porque no me gusta lo que me cuentas, ¡porque esas respuestas no explican nada!
—¡Ah! ¡Así que en realidad quieres explicaciones!
—¡No hasta que me des las respuestas!
—¿Y cuáles son las preguntas?
—¿Quién dijo que tenía preguntas? Además ya sé lo que me vas a contestar. No tiene sentido preguntar, la verdad.
—Entonces no hay necesidad de romperme los dedos, sargento, me rindo ya.
—Buen intento. No te creo.
—Dioses del inframundo…
Hellian volvió a arrastrarlo. Se detuvo y miró a su alrededor. La sargento frunció el ceño.
—¿Dónde estamos?
—Eso depende. ¿Adónde me llevas?
—De vuelta a los barcos.
—Serás idiota… fuimos por donde no era, lo único que tenías que hacer era dar media vuelta cuando me atrapaste…
—Bueno, pues no la di, ¿no? ¿Qué es eso? —Y señaló.
Banaschar frunció el ceño y miró la estructura siniestra y mal iluminada que había detrás del muro bajo junto al que habían estado caminando. Después maldijo para sí.
—Esa es la Casa de Muerte —afirmó.
—¿Qué es, una especie de bar?
—No, y ni se te ocurra arrastrarme ahí dentro.
—Tengo sed.
—Se me ocurre un modo de resolver eso, sargento. Podemos ir ahí, donde Gallera…
—¿Está muy lejos?
—Todo recto…
—Olvídalo. Es una trampa. —Tiró de él y siguieron por la fachada de la Casa de Muerte, después atravesaron un corto callejón con paredes irregulares por donde Hellian llevó a su prisionero a la izquierda una vez más. Después se detuvo y señaló enfrente.
—¿Qué lugar es ese?
—El Smiley. No quieres entrar ahí, es donde van las ratas a morirse…
—Perfecto. Me vas a invitar a una copa. Y después regresamos a los barcos.
Banaschar se pasó una mano por la cabeza.
—Como quieras. Dicen que la cerveza que hacen ahí dentro usa agua sacada de la Casa de Muerte. Y luego está el propietario…
—¿Qué pasa con él?
—Se rumorea que está emparentado con el mismísimo emperador difunto. Este sitio era de Kellanved, ¿sabes?
—¿El emperador era dueño de una taberna?
—Pues sí, su socio era Danzante. Y había una moza que servía que se llamaba Torva…
Hellian lo sacudió.
—Solo porque te hiciera preguntas no significa que quisiera respuestas, sobre todo no ese tipo de respuestas, ¡así que cállate!
—Perdón.
—Una copa y después volvemos a los barcos y nos damos un chapuzón…
—¿Un qué?
—Tranquilo. No hay arañas ahogadas en esta bahía.
—¡No, solo anguilas chupa-sangre! Como la que te cuelga detrás de la oreja. Ya te ha chupado toda la sangre de la mitad de la cara. Dime, ¿se te está entumeciendo el cuero cabelludo por un lado?
Hellian lo miró, furiosa.
—No te di permiso para hacer preguntas. La que pregunta soy yo. Que no se te olvide. —Después sacudió la cabeza. Algo largo e hinchado chocó contra su cuello. Hellian levantó la mano y atrapó a la anguila. Se la arrancó de un tirón—. ¡Ay! —Miró furiosa la criatura que se retorcía en su mano, la dejó caer y la aplastó con un tacón. Un mejunje negro chorreó por los lados—. ¿Ves eso, Banaschar? Si me causas problemas, te hago lo mismo.
—¿Si me cuelgo de tu oreja, quieres ejemplificar? En serio, sargento, esto es ridículo…
Se volvieron al oír unos murmullos en la calle, detrás de ellos. Aparecieron treinta o cuarenta vecinos que se dirigían a la calle Frontal. Algunos de ellos llevaban arcos y latas de brea ardiendo colgando de unas correas.
—¿Qué les pasa a esos? —preguntó Hellian.
—Creen que la flota está podrida de peste —dijo el antiguo sacerdote—. Supongo que pretenden prenderles fuego a unos cuantos transportes.
—¿Peste? No hay peste…
—Eso lo sé yo y lo sabes tú. Pero bueno, hay otro problema —añadió cuando la chusma los vio y media docena de matones se separaron y poco a poco, con gesto siniestro, se acercaron—. Esos verdugones que te cubren, sargento, se pueden confundir con facilidad con señales de peste.
—¿Qué? Dioses del inframundo, vamos a meternos en esa taberna.
Avanzaron a toda prisa y se colaron por la puerta.
Dentro, una oscuridad profunda rota solo por unas cuantas velas altas sobre unas mesas ennegrecidas. No había más que otro cliente, sentado cerca de la pared del fondo. El techo era bajo y el suelo estaba sembrado de basura. El aire denso le recordó a Hellian a un calcetín lleno de queso.
Por la derecha apareció el propietario, un dalhonesio flaco como una pica de edad indeterminada, cada ojo miraba en una dirección diferente, y ninguno se posó en Hellian ni en Banaschar cuando esbozó una sonrisa empalagosa mientras se retorcía las manos.
—Ah, una cita de lo más dulce, ¿eh? ¡Vengan! Tengo una mesa, ¡sí! ¡Reservada solo para parejitas como ustedes!
—Cierra esa fea bocaza o te la coso —dijo Hellian—. Tú llévanos a esa maldita mesa y luego tráenos una jarra de cualquier cosa que tengas que no nos vaya a salir luego por la nariz.
Asintiendo con la cabeza, el hombre cojeó hasta una mesa y, después de estirar el brazo múltiples veces, por fin consiguió coger las sillas y con muchos alardes las apartó entre la mugre.
Banaschar fue a sentarse, pero entonces se encogió.
—Dioses del inframundo, esa vela…
—¡Oh, sí! —dijo el dalhonesio muy contento—, las pocas brujas de la cera que quedan son muy generosas con Smiley. Es la historia, ¿eh?
De repente unas voces empezaron a armar jaleo en la entrada y el propietario hizo una mueca.
—Invitados no deseados. Un momento mientras los ahuyento. —Y se alejó.
Hellian soltó por fin al antiguo sacerdote y se derrumbó en la silla de enfrente.
—No intentes nada —rezongó—, no estoy de humor.
Detrás de ella, el propietario tiró de la puerta. Unas cuantas palabras discretas y a continuación amenazas a voces.
Hellian vio que la mirada de Banaschar pasaba de repente junto a ella (el antiguo sacerdote tenía un buen panorama de lo que estaba sucediendo en la puerta). La sargento se echó hacia atrás en la silla y abrió mucho los ojos justo cuando estallaron unos chillidos entre la chusma, seguidos por los ruidos de una huida aterrada.
Hellian frunció el ceño y se dio la vuelta en la silla.
El propietario había desaparecido y en el lugar del hombre había un demonio, les daba la espalda y era lo bastante grande como para llenar la puerta entera. Una víctima se agitaba entre sus manazas y, mientras la sargento miraba, el demonio arrancó la cabeza del boceras, se inclinó en la puerta y la arrojó tras los conciudadanos que huían. Después lanzó el cuerpo decapitado en la misma dirección.
Un extraño contorno borroso y un aroma dulce, especiado, entró flotando en la taberna; el demonio desapareció y reapareció el anciano dalhonesio, que se limpiaba las manos y luego la pechera de la mugrienta túnica. Se dio la vuelta y regresó a la mesa de sus clientes.
Otra sonrisa bajo los ojos torcidos.
—La mejor cerveza, entonces, una jarra, ¡enseguida!
Hellian volvió a girarse en la silla. Su mirada se posó por un instante en el otro cliente de la pared trasera. Una mujer, una puta. La sargento lanzó un gruñido y se dirigió a la mujer.
—¡Eh, tú! ¿Hay mucho negocio?
Un bufido de respuesta y luego:
—¿A quién le importa?
—Bueno, en eso tienes razón, sí, señor.
—¡Callaos las dos! —gritó Banaschar, su voz sonaba medio estrangulada—. ¡Eso era un demonio kenryll’ah!
—No está tan mal —dijo la puta—, una vez que lo conoces.
Desde detrás de la barra les llegó el sonido de loza que se rompía y una maldición.
En grupos, en bandas, en tropas desharrapadas, la multitud empezó a reaparecer por el paseo de los muelles centrales. Había más armas entre ellos, incluso algún que otro arco. Las antorchas destellaban en la oscuridad y las voces se alzaban para impartir órdenes.
Apoyado en la proa del Silanda, amarrado justo detrás del bote que habían usado las Espadas Rojas, Koryk observó el desarrollo de los acontecimientos de la calle frontal durante un rato, después se dio media vuelta y regresó al centro de la cubierta.
—Sargento Bálsamo.
—¿Qué?
—Podríamos tener algún problemilla pronto.
—Típico —siseó Bálsamo, que se levantó y empezó a pasearse—. Viol desaparece. Gesler desaparece. Y me dejan aquí solo, y yo no tengo silbato, ¿a que no? Olor a Muerto, levántate y acércate a hablar con el puño Keneb. A ver qué quieren que hagamos.
El cabo se encogió de hombros y se dirigió a la escala de embarque.
Chapapote se estaba poniendo la armadura.
—Sargento —dijo—, tenemos el cajón de municiones de Viol abajo…
—¡Por los huevos del Embozado, tienes razón! Sepia, baja ahí. Fulleros e incendiarios y todo lo que puedas echar mano. Rebanagaznates, ¿qué estás haciendo ahí?
—Estaba pensando en colarme entre la multitud —dijo el hombre desde la barandilla, donde había subido una pierna y estaba a punto de meterse en el agua turbia—. No suena bien, ¿eh? Hay cabecillas ahí arriba, quizá garras, y ya sabe lo que me gusta matarlos. Podría confundir más las cosas, como tendría que ser…
—Te van a hacer picadillo, idiota. No, quédate aquí, ya andamos bastante escasos de fuerzas.
Koryk se agachó cerca de Chapapote y Sonrisas.
—Viol siempre hace lo mismo, ¿eh?
—Relájate —dijo Chapapote—. Si hace falta, yo y los pesados de Gesler podemos defender el amarradero.
—¡Y lo estás deseando! —lo acusó Sonrisas.
—¿Por qué no? ¿Desde cuándo se merecen los wickanos todo este odio? Esa chusma le tiene ganas al Decimocuarto, pues muy bien, ¿para qué decepcionarlos?
—Porque tenemos órdenes de quedarnos aquí, a bordo —dijo Sonrisas.
—Es más fácil defender el amarradero que dejar que los cabrones bajen de un salto a la cubierta.
—Y volverían a salir de otro salto —predijo Koryk—, en cuanto viesen esas cabezas.
—Me muero por una pelea, Koryk.
—Está bien, Chapapote, sube y prepárate. Sonrisas, Sepia y yo iremos justo detrás, con unas cuantas docenas de fulleros.
Corabb Bhilan Thenu’alas se reunió con ellos. El hombre se estaba atando un escudo redondo.
—Yo lo flanquearé, cabo Chapapote —dijo—. He encontrado un alfanje y tengo cierta habilidad con esa arma.
—Agradezco la compañía —dijo Chapapote, después miró adonde Narizcorta, Destello de Ingenio, Uru Hela y Cachipolla se estaban poniendo la armadura—. Seis en total, primera línea. Que intenten pasar junto a nosotros.
Reapareció Sepia arrastrando un cajón.
—Ve repartiéndolos, zapador —ordenó Bálsamo—. Después subimos a saludar a esa escoria.
Koryk cargó su ballesta y después le dio una buena palmada a Chapapote en el hombro.
—Vamos a echar un vistazo. A mí también me apetece matar a alguien.
El cabo se irguió y escupió por la borda.
—¿Y a quién no?