Un libro de la profecía abre la puerta. Hace falta un segundo libro para cerrarla.
—Caminante espiritual tanno Kimloc
Con unas tenacillas de plata, la sirvienta colocó otro disco de roya molida sobre la pipa de agua. Felisin la Menor dio una calada a la boquilla y despidió a la sirvienta con un ademán de la mano; observó, confusa, que la anciana (la cabeza tan gacha que la frente casi rozaba el suelo) se retiraba a gatas. Más reglas de decoro impuestas por Kulat cuando se estaba en presencia de Sha’ik Renacida. Estaba cansada de discutir sobre lo mismo, si los muy idiotas sentían la necesidad de venerarla, que la veneraran. Después de todo, por primera vez en su vida se encontraba con que satisfacían todas sus necesidades, la atendían con una diligencia fiera, y esas necesidades, para gran sorpresa suya, crecían en número con cada día que pasaba.
Como si su alma fuera un inmenso caldero, un caldero que exigía que lo llenasen, pero en realidad carecía de fondo. La alimentaban de forma constante y estaba ganando mucho peso, cada vez era más torpe y tenía pliegues de grasa por todas partes, bajo los pechos y en las caderas y el trasero, bajo los brazos, en el vientre y los muslos. Y, sin duda, también en la cara, aunque ella había proscrito la presencia de espejos en su salón del trono y en sus aposentos privados.
La comida no era su único exceso. Había vino, y roya, y también estaba el acto del amor. Entre los que la atendían había una docena de sirvientes cuya tarea era proporcionar el placer de la carne. Al principio, Felisin se había sentido conmocionada, incluso indignada, pero había ganado la perseverancia. Más reglas retorcidas de Kulat, había terminado por entender. Los deseos de ese hombre eran de la variedad voyerista y muchas veces ella había oído el chasquido húmedo de las piedras que tenía en la boca tras una cortina o un panel pintado mientras la espiaba con un patetismo lascivo.
Felisin ya entendía a su nuevo dios. Al fin. Bidithal se había equivocado por completo, aquella no era una fe de la abstinencia. El Apocalipsis se anunciaba con el exceso. El mundo terminaba con la superabundancia, y, al igual que su alma era un pozo sin fondo, también lo era la necesidad de toda la humanidad y en eso ella era la representante perfecta. Al igual que ellos devoraban todo lo que los rodeaba, lo mismo haría ella.
Como Sha’ik Renacida, su misión eran resplandecer con toda su luz, y rápido… y después morir. La muerte, donde se encontraba la verdadera salvación, el paraíso del que Kulat hablaba una y otra vez. Por extraño que fuera, a Felisin la Menor le costaba imaginarse ese paraíso, solo podía conjurar visiones que encajaban con lo que en esos momentos la envolvía a ella, cada uno de sus deseos satisfechos sin vacilación alguna, sin juzgar. Quizá sería así… para todos. Pero si todo el mundo iba a conocer una existencia así, ¿dónde quedaban los sirvientes?
No, le dijo a Kulat, tenía que haber niveles de salvación. El servicio puro en este mundo se recompensaba con indolencia absoluta en el otro. La humildad, el sacrificio de uno mismo, la servidumbre vil, eran los modos de vida que se medirían, que se juzgarían. La única dificultad con esa idea (que Kulat había aceptado de buena gana y convertido en edictos) era la posición de la propia Felisin. Después de todo, ¿su actual indolencia (su deleite en todos los excesos que se prometían a los otros solo tras la muerte) se iba a recompensar en la otra vida con una esclavitud brutal en la que sirviera las necesidades de todos los demás?
Kulat le aseguró que no debía preocuparse. En vida, ella era la encarnación del paraíso, el símbolo de la promesa. Pero a su muerte habría absolución. Era Sha’ik Renacida, después de todo, y ese era un papel que ella no había asumido por gusto. La habían obligado a cargar con él y esa era la forma más profunda de servidumbre de todas.
Kulat era convincente, aunque una diminuta astilla de duda se había incrustado en lo más profundo del interior de Felisin, unos cuantos pensamientos que iban cayendo uno tras otro. Sin excesos quizá me sintiera mejor, sobre mí misma. Sería como era antaño, cuando caminaba por las tierras agrestes con Navaja y Scillara, con Ranagrís y Heboric Manos Fantasmales. Sin todos estos sirvientes sería capaz de defenderme sola y de ver con claridad que una vida mesurada, una vida atenuada por la moderación, es mejor que todo esto. Vería que este es un paraíso mortal que cultiva defectos como si fueran flores, que se alimenta solo de raíces letales, que asfixia y me priva de toda vida hasta que solo me queda… esto.
Esto. Esta mente que vaga. Felisin la Menor luchó por concentrarse. Había dos hombres delante de ella. Comprendió que ya hacía un rato que estaban allí de pie. Kulat los había anunciado, cosa no del todo necesaria, ella ya sabía que venían; de hecho, los reconoció a los dos. Esos rostros duros, curtidos por los elementos, las vetas de sudor que atravesaban una capa de polvo, la gastada armadura de cuero, los escudos redondos y las cimitarras en la cadera.
El que tenía más cerca, alto, fiero. Mathok, que estaba al mando de las tribus del desierto en el Ejército del Apocalipsis. Mathok. El amigo de Leoman.
Y un paso por detrás del comandante, el guardaespaldas de Mathok, T’morol, que parecía un lobo lampiño puesto en pie, sus ojos eran los ojos de un cazador, fríos, intensos.
Habían traído su ejército, sus guerreros.
Habían traído eso, y más…
Felisin la Menor bajó la mirada, que apartó de la cara de Mathok y posó en el libro encuadernado en piel ajada que llevaba en las manos. El libro sagrado de Dryjhna el Apocalipsis. Mientras Leoman había guiado a los malazanos en una persecución salvaje que los había metido en la trampa que era Y’Ghatan, Mathok y sus guerreros del desierto habían viajado con discreción, en secreto, eludiendo todo contacto. La intención era, había explicado Mathok, encontrarse en Y’Ghatan, pero entonces había golpeado la peste y los chamanes de su tropa se habían visto acosados por visiones.
Visiones de Hanar Ara, la Ciudad de los Caídos. De Sha’ik, renacida una vez más. Leoman y Y’Ghatan, le dijeron a Mathok, era un punto muerto en todos los sentidos de la frase. Una finta, puntuada por la aniquilación. Así que el comandante había dado la vuelta con su ejército y había emprendido el largo viaje para encontrar la Ciudad de los Caídos. Para encontrarla a ella. Para entregarle el libro sagrado.
Un viaje difícil, un viaje digno de su propia épica, sin lugar a dudas.
Y en ese momento Mathok se encontraba ante ella y su ejército estaba acampado en la ciudad. Felisin estaba sentada entre los cojines de su propia grasa, envuelta en humo, se planteaba cómo le diría lo que aquel hombre necesitaba oír, lo que necesitaban oír todos, incluido Kulat.
Bueno, sería… directa.
—Gracias, Mathok, por traer el libro de Dryjhna. Gracias, también, por traer tu ejército. Por desgracia, no necesito ninguno de los dos regalos.
Mathok alzó las cejas solo una fracción.
—Sha’ik Renacida, con el libro podéis hacer lo que os plazca. De mis guerreros, sin embargo, tenéis gran necesidad. Se acerca un ejército malazano…
—Lo sé. Pero no sois suficientes. Además, no necesito guerreros. Mi ejército no marcha en filas ordenadas. Mi ejército no lleva armas ni viste armadura. En la conquista, mi ejército no mata a un solo enemigo, no esclaviza a nadie, no viola a niño alguno. Lo que mi ejército empuña es la salvación, Mathok. Su promesa. Su invitación.
—¿Y los malazanos? —quiso saber T’morol con su voz áspera, enseñando los dientes—. Ese ejército sí que lleva armas y viste armadura. Ese ejército, sagrada, marcha en filas ordenadas, ¡y ahora mismo se os está metiendo por el culo!
—Kulat —dijo Felisin—. Busca un lugar para el libro sagrado. Que los artesanos preparen uno nuevo, las páginas en blanco. Habrá un segundo libro sagrado. Mi libro de la salvación. En su primera página, Kulat, recoge lo que se ha dicho aquí, en este día, y concede a todos los presentes el honor que se han ganado. Mathok y T’morol, sois muy bienvenidos aquí, en la Ciudad de los Caídos. Al igual que vuestros guerreros. Pero debéis entender que vuestros días de guerras y masacres han terminado. Guardad vuestras cimitarras y escudos, vuestros arcos. Desensillad vuestros caballos y dejadlos sueltos en los pastos altos de las colinas del manantial Denet’inar. Vivirán allí sus vidas, sanos y en paz. Mathok, T’morol, ¿aceptáis?
El comandante se quedó mirando el antiguo tomo que llevaba en las manos y Felisin vio que una expresión burlona surgía en sus rasgos. Abrió las manos, el libro cayó al suelo y aterrizó sobre el lomo. El impacto lo rompió. Páginas antiguas se desprendieron en un remolino. Sin hacer el menor caso a Felisin, Mathok se volvió hacia T’morol.
—Reúne a los guerreros. Nos reabasteceremos de lo que necesitemos. Después nos vamos.
T’morol miró al trono y escupió en el suelo delante del estrado. Se dio media vuelta y salió sin prisas de la cámara.
Mathok dudó y al fin miró a Felisin una vez más.
—Sha’ik Renacida, sin duda recibiréis a mis chamanes sin el deshonor presenciado aquí. Los dejo con vos. A vos. En cuanto a vuestro mundo, vuestro hinchado y asqueroso mundo y su salvación venenosa, quedaos también con él. Por todo esto, Leoman murió. Por todo esto, Y’Ghatan ardió. —La estudió un momento más, giró en redondo y abandonó el salón del trono.
Kulat se apresuró a arrodillarse junto al libro roto.
—¡Está destrozado! —dijo con una voz llena de horror.
Felisin asintió.
—Por completo. —Después sonrió con su propio chiste.
—Yo calculo que cuatro mil —dijo la puño Rythe Bude.
El ejército rebelde estaba dispuesto a lo largo de un risco. Guerreros montados, lanceros, arqueros, pero ninguno de ellos había preparado las armas. Los escudos redondos permanecían atados a las espaldas, los carcajs seguían tapados, los arcos sin las cuerdas y enfundados en las sillas de los animales. Dos jinetes se habían separado de la fila y bajaban con sus caballos por la empinada ladera hacia donde esperaban Paran y sus oficiales.
—¿Qué le parece, puño supremo? —preguntó Hurlochel—. Esto tiene pinta de rendición.
Paran asintió.
Los dos hombres llegaron a la base de la ladera y se acercaron a medio galope hasta detenerse a cuatro pasos de la vanguardia de la hueste.
—Soy Mathok —dijo el de la izquierda—. En otro tiempo del Ejército del Apocalipsis de Sha’ik.
—¿Y ahora? —preguntó Paran.
Un encogimiento de hombros.
—Morábamos en el sagrado desierto de Raraku, un desierto que ahora es un mar. Luchamos como rebeldes, pero la rebelión ha terminado. Creíamos. Ya no creemos. —Desenvainó su cimitarra y la lanzó al suelo—. Haz con nosotros lo que quieras.
Paran se acomodó en su silla. Respiró hondo y lanzó un largo suspiro.
—Mathok —dijo—, tú y tus guerreros sois libres de ir adonde os plazca. Soy el puño supremo Ganoes Paran y con estas palabras os libero. Como has dicho, la guerra ha terminado y a mí, por lo menos, no me interesan las compensaciones ni los castigos. Nada se obtiene infligiendo todavía más atrocidades para responder a las pasadas.
El guerrero entrecano que estaba junto a Mathok pasó una pierna por encima del cuello del caballo y se deslizó hasta el suelo. El impacto lo hizo estremecerse y arqueó los riñones con una mueca de dolor, después cojeó hasta la cimitarra de su comandante. La recogió, le limpió el polvo de la hoja y la empuñadura y se la entregó a Mathok.
Paran volvió a hablar.
—Venís del lugar de peregrinaje.
—La Ciudad de los Caídos, sí. ¿Tienes intención de destruirlos, puño supremo? Están indefensos.
—Me gustaría hablar con su líder.
—Pierdes el tiempo. Afirma que es Sha’ik Renacida. Si lo es, el culto ha experimentado una degradación de la que nunca se recuperará. Está gorda, envenenada. Apenas la reconocí. Desde luego que ha caído. Sus seguidores son simples aduladores, más interesados en orgías y en satisfacer su gula que en cualquier otra cosa. Están marcados por la enfermedad y medio locos. Su sumo sacerdote observa los actos sexuales de Sha’ik desde detrás de las cortinas y se masturba, y en ambos la energía no conoce límites y es insaciable.
—No obstante —dijo Paran tras un momento—. Percibo poder allí.
—Sin duda —respondió Mathok, que se inclinó hacia un lado y escupió—. Masácralos entonces, puño supremo, y el mundo se habrá deshecho de un nuevo tipo de peste.
—¿A qué te refieres?
—Una religión de mutilados y rotos. Una religión que brinda la salvación… solo que antes tienes que morir. Predigo que ese culto resultará altamente contagioso.
Seguro que tiene razón.
—No puedo asesinar a inocentes, Mathok.
—Entonces, un día, los más fieles y fanáticos entre ellos te asesinarán a ti, puño supremo.
—Quizá. Si es así, ya me preocuparé por ello entonces. Entretanto, me aguardan otras tareas.
—¿Hablarás con Sha’ik Renacida?
Paran lo pensó y después negó con la cabeza.
—No. Como sugieres, no tiene mucho sentido. Si bien veo la posible sabiduría de suprimir este culto antes de que se afiance, admito que la idea me parece reprensible.
—Entonces, si me permites preguntar, puño supremo, ¿adónde irás ahora?
Paran vaciló. ¿Me atrevo a responder? Bueno, ahora es un momento tan bueno como cualquier otro para que lo sepa todo el mundo.
—Regresamos, Mathok. La hueste marcha hacia Aren.
—¿Marchan a la guerra? —preguntó el comandante.
Paran frunció el ceño.
—Somos un ejército, Mathok. Con el tiempo, sí, habrá lucha.
—¿Aceptarás nuestros servicios, puño supremo?
—¿Qué?
—Somos un pueblo vagabundo —explicó Mathok—. Pero hemos perdido nuestro hogar. Nuestras familias están repartidas por muchos lugares y sin duda muchos han muerto de peste. No tenemos ningún sitio al que ir y nadie contra quien luchar. Si nos rechazas ahora y nos dejas libres para irnos, terminaremos disolviéndonos. Moriremos con la espalda cubierta de paja y arena en los guanteletes. O guerrero se volverá contra guerrero y se derramará sangre sin sentido. Acéptanos en tu ejército, puño supremo Ganoes Paran, lucharemos a tu lado y moriremos con honor.
—No tienes ni idea de adónde tengo intención de guiar la hueste, Mathok.
El veterano guerrero que permanecía junto a Mathok lanzó una carcajada seca.
—Los yermos que hay tras el campamento o los yermos que pocos han visto jamás, ¿qué diferencia hay? —Se volvió hacia su comandante—. Mathok, amigo mío, los chamanes han dicho que este mató a Poliel. Solo por eso yo lo seguiría hasta el mismo Abismo siempre que nos prometa cabezas que desmochar y quizá una mujer o dos que montar por el camino. Eso es todo lo que buscamos, ¿no?, antes de bailar en el regazo de un dios por última vez. Además, yo ya estoy cansado de huir.
A todo eso, Mathok se limitó a asentir con los ojos puestos en Paran.
Unos cuatro mil de la mejor caballería ligera de este continente acaban de presentarse voluntarios, veteranos todos y cada uno.
—Hurlochel —dijo—, únase como enlace al comandante Mathok. Comandante, ahora es usted puño y Hurlochel requerirá una recopilación escrita de sus oficiales u oficiales en potencia. El ejército malazano emplea tropas montadas en unidades de cincuenta, cien y trescientos. Adapte su estructura de mando en consecuencia.
—Así se hará, puño supremo.
—Puño Rythe Bude, que la hueste dé media vuelta. Y Noto Forúnculo, búsqueme a Ormulogun.
—¿Otra vez? —preguntó el sanador.
—Vaya.
Sí, otra vez. Creo que necesito una carta nueva. Creo que la llamaré Salvación. En este momento está en la esfera de influencia de la Casa de Cadenas, pero algo me dice que va a terminar liberándose. Esa mácula no durará. Esta carta es Neutral. En todos los sentidos de la palabra. Neutral, y con toda probabilidad, destinada a ser la fuerza más peligrosa del mundo.
Maldita sea, ojalá fuera más despiadado. Esa Sha’ik Renacida y todos sus retorcidos seguidores, debería meterme allí galopando y masacrarlos a todos, que es justo lo que Mathok quería que hiciera.
Que hiciera lo que él no había podido hacer, en eso somos iguales. En nuestra… debilidad.
No me extraña que me haya caído bien el tipo.
Mientras Hurlochel llevaba su caballo junto a Mathok, de regreso con los guerreros del desierto que permanecían en el cerro, el escolta miró al nuevo puño.
—Señor, cuando habló de Sha’ik Renacida, dijo algo… algo así como que apenas la había reconocido…
—La reconocí. Era una de las hijas adoptadas de Sha’ik, en Raraku. Por supuesto, como Leoman y yo bien sabíamos, ni siquiera ella era… lo que parecía. Oh, elegida por la diosa del Torbellino, eso estaba claro, pero no era una hija del desierto.
—¿No lo era?
—No, era malazana.
—¿Qué?
El compañero del comandante lanzó un gruñido y escupió.
—Mezla, sí. Y la consejera nunca lo supo, o eso oímos. Ella derribó a una mujer con yelmo y armadura. Y después se alejó. El cuerpo, después, se desvaneció. Una mezla matando a otra mezla… oh, cómo se deben de haber reído los dioses.
—O —dijo Hurlochel en voz muy baja— llorado. —Quiso hacer más preguntas sobre esa nueva Sha’ik Renacida, pero una sucesión de imágenes trágicas, variantes de aquel malhadado duelo en Raraku, antes de que los mares se alzaran del desierto, atravesaron como un rayo su mente. Así que cabalgó en silencio colina arriba, junto a los guerreros, y a no mucho tardar lo habían consumido por completo las necesidades de reorganizar a los guerreros montados de Mathok.
Tan ocupado que no informó de su conversación al puño supremo.
A tres leguas de la Ciudad de los Caídos, Paran hizo dar la vuelta a la hueste y los puso en camino de la lejana Aren. El camino que los llevaría lejos de Siete Ciudades.
Para no regresar jamás.
Saur Bathrada y Kholb Harat habían entrado a pie en una aldea de la meseta, a cuatro leguas tierra adentro de la ciudad portuaria de Sepik. A la cabeza de veinte guerreros edur y cuarenta infantes letherii, habían reunido a los degenerados mestizos esclavizados, habían liberado mediante un ritual a los confusos primitivos de sus cadenas simbólicas y después los habían encadenado de verdad para la marcha de regreso a la ciudad y los barcos edur. Después, Saur y Kholb habían metido a los humanos de Sepik en un corral donde se construyó una hoguera. Obligaron a las madres, una por una, a arrojar a sus bebés y demás hijos al rugido de las llamas. Tras eso, esas mujeres fueron violadas y, al fin, decapitadas. A los maridos, hermanos y padres se les obligó a mirar. Cuando solo ellos quedaron vivos, los desmembraron sistemáticamente y los dejaron, sin brazos ni piernas, para que se desangraran entre los balidos de ovejas empapadas de sangre.
Un chillido se había engendrado aquel día en el corazón de Ahlrada Ahn y no había cesado su desesperado y terrible llanto. La sombra de Rhulad cubría a los tiste edur, por muy lejos que estuviera el trono y la perturbada criatura que se sentaba sobre él. Y en esa sombra se agitaba una pesadilla de la que nadie se podía despertar.
Ese grito hallaba su eco en sus recuerdos de ese día, los chillidos arrancados de las gargantas de los niños quemados, las formas retorcidas entre las llamas, los fuegos reflejados en los rostros impasibles de guerreros edur. Hasta los letherii se habían dado la vuelta, embargados por el horror. Ojalá Ahlrada Ahn pudiera haber hecho lo mismo sin quedar mal ante los demás. En su lugar, continuó allí, uno entre muchos, y no reveló nada de lo que bramaba en su interior. Lo que bramaba y rompía… todo. En mi interior, se dijo esa noche, de regreso en Sepik, donde los sonidos de la matanza continuaban fuera de la habitación que había encontrado, en mi interior, nada queda en pie. Esa noche, por primera vez en su vida, se planteó quitarse la vida.
Una declaración de debilidad. Los otros no lo habrían visto de ninguna otra manera, no podían permitírselo; así pues, no una protesta sino una rendición, y harían cola para escupir sobre su cadáver. Y guerreros como Saur Bathrada y Kholb Harat sacarían sus cuchillos, se agacharían y, con una expresión de placer en los ojos, desfigurarían el cuerpo inerte. Esos dos edur habían llegado a amar la sangre y el dolor, y no eran los únicos.
El rey de Sepik fue el último en morir. Lo habían obligado a contemplar la destrucción de su amado pueblo. Se decía que era un gobernante benigno, oh, cómo despreciaban los edur esa afirmación, como si fuera un insulto, un insulto penoso y cruel. El desdichado se derrumbó entre dos guerreros que luchaban por sostenerlo erguido, lo cogían por el cabello canoso para levantarle la cabeza y obligarlo a mirar. Oh, cómo había chillado y sollozado. Hasta que Tomad Sengar se cansó de esos gritos y ordenó que arrojaran al rey desde la torre. Y, mientras caía, el lamento del rey se convirtió en un sonido que llenó el alivio. Contempló esos adoquines que se alzaban a toda velocidad para recibirlo, eran la salvación. Y este es nuestro regalo. Nuestro único regalo.
Ahlrada Ahn volvió a sacar sus alfanjes merude y estudió los bordes afilados, letales. Le gustaba sostener las empuñaduras que acunaba entre las grandes manos, era donde debían estar. Oyó un movimiento entre los guerreros reunidos en la cubierta, levantó la vista y vio al llamado Taralack Veed, que se abría paso entre la multitud, a su lado la atri-preda Yan Tovis y tras ellos el jhag conocido como Icarium.
Más alto que la mayoría de los edur, el silencioso guerrero de cara triste no llevaba más que su vieja espada de un solo filo. Ni arco, ni vaina para el arma que tenía en la mano derecha, ni armadura de ningún tipo. Pero Ahlrada Ahn sintió que un susurro lo atravesaba entero. ¿Es en verdad un paladín? ¿Qué veremos en este día, tras el portal?
Doscientos guerreros edur, el hechicero arapay Sathbaro Rangar (que en ese momento arrastraba su corpachón deforme por una ruta que interceptaría a Icarium) y sesenta arqueros letherii. Todos listos, todos impacientes por empezar a matar.
El hechicero levantó la cabeza y miró con los ojos guiñados al jhag, que se detuvo delante de él, no por deferencia, ni siquiera por prestarle un mínimo de atención, más bien porque el retorcido anciano le bloqueaba el paso.
—Veo —dijo Sathbaro Rangar con tono áspero— en ti… nada. Un vacío inmenso, como si ni siquiera estuvieras aquí. ¿Y tu compañero afirma que eres un gran guerrero? Creo que nos han engañado.
Icarium no dijo nada.
El humano llamado Taralack Veed dio un paso adelante, hizo una pausa para escupirse en las manos y se las pasó por el pelo.
—Hechicero —dijo en una lengua de los comerciantes pasable—, cuando la lucha comience, verás el nacimiento de todo lo que aguarda en su interior. Lo prometo. Icarium existe para destruir, existe para luchar, quiero decir, y eso es todo…
—¿Entonces por qué llora al oír tus palabras? —preguntó Tomad Sengar desde detrás de Ahlrada Ahn.
Taralack Veed se volvió y después hizo una profunda inclinación.
—Preda, lamenta lo que se ha perdido en su interior, todo lo que su hechicero percibe… la ausencia, el recipiente vacío. No tiene importancia.
«No tiene importancia.» Ahlrada Ahn no se lo creía. No podía. ¡Necios! ¡Miradlo! Lo que ves, Sathbaro Rangar, no es más que pérdida. ¿Es que ninguno comprende la trascendencia de esto? ¿Qué metemos entre nosotros? Y este Taralack Veed, este salvaje maloliente, veis lo nervioso que está, como si él también sintiese pavor ante lo que está por venir, no, no soy ciego a la luz impaciente de sus ojos, pero también veo temor. Se le escapa a gritos por cada gesto.
¿Qué estamos a punto de hacer?
—Hechicero —dijo Tomad Sengar—, ten listo el sendero.
Al oír eso, todo el mundo preparó las armas. Saur Bathrada y Kholb Harat irían en cabeza, seguidos por el propio Sathbaro Rangar y después Taralack y su pupilo, con el grueso de los edur tras ellos y los letherii apareciendo en último lugar, con las flechas ensartadas.
Esa sería la primera incursión de Ahlrada Ahn contra los guardianes del trono. Pero había oído suficientes historias. Batalla sin cuartel. Batalla tan cruel como cualquiera de las que los edur habían experimentado. Cogió bien la empuñadura de los alfanjes y se puso en posición, en la primera línea del cuerpo principal. Unos saludos en voz baja llegaron a sus oídos, cada guerrero edur envalentonado por la presencia de Ahlrada Ahn entre sus filas. Rompelanzas. Intrépido, como si ansiara la muerte.
Oh, sí, sí que la ansío. La muerte. La mía.
Y sin embargo… ¿acaso no sueño todavía con volver a casa?
Observó el raído portal que provocaba ampollas en el aire, después se partía en dos, una brecha amplia pintada de llamas grises, su buche nada salvo oscuridad borrosa.
El hechicero se hizo a un lado y Saur y Kholb se precipitaron por la abertura y se desvanecieron en la penumbra. Sathbaro Rangar los siguió, después Taralack e Icarium. Y entonces le tocó a Ahlrada Ahn. Se lanzó hacia delante, se metió en el vacío…
… y tropezó con la marga que crujía, el aire dulce de los aromas del bosque. Como en el mundo que acababan de abandonar, caían las últimas horas de la tarde. Ahlrada Ahn continuó avanzando y miró a su alrededor. Estaban solos, sin oposición alguna.
—¿Dónde estamos? —oyó preguntar a Icarium.
Y el hechicero arapay se volvió.
—Deriva Avalii, guerrero. Donde reside el trono de Sombra.
—¿Y quién lo protege? —preguntó Taralack Veed—. ¿Dónde está ese fiero enemigo vuestro?
Sathbaro Rangar levantó la cabeza, como si olisqueara el aire y después lanzó un gruñido sorprendido.
—Los demonios han huido. ¡Han huido! ¿Por qué nos han entregado el trono? ¿Después de todas esas batallas? No lo entiendo.
Ahlrada Ahn miró a Icarium. Demonios… huir.
—No lo entiendo —volvió a decir el hechicero.
Quizá yo sí. Oh, Hermanas, ¿quién camina ahora entre nosotros?
Lo sobresaltó entonces un leve susurro, giró en redondo y alzó las armas.
Pero no era más que un búho que bajaba deslizándose por el ancho sendero que tenían delante.
Vio un destello de movimiento entre el humus, y las garras del ave raptora bajaron de repente. El búho subió aleteando una vez más con una diminuta forma rota aferrada en su presa de reptil.
—No importa —estaba diciendo el hechicero arapay—. Vamos a reclamar nuestro trono. —Y echó a andar, cojeando, arrastrando una pierna doblada, camino abajo.
Desconcertado, Taralack Veed miró a Icarium.
—¿Qué percibes de este lugar?
Los ojos que lo contemplaron carecían de vida.
—Los demonios de Sombra se fueron con nuestra llegada. Había… alguien… un hombre, pero él también se ha ido. Hace algún tiempo. Es aquel al que yo me habría enfrentado.
—¿Lo bastante hábil para desatarte, Icarium?
—Lo bastante hábil, quizá, para matarme, Taralack Veed.
—Imposible.
—Nada es imposible —dijo Icarium.
Echaron a andar tras la media docena de edur que se habían apresurado a reunirse con Sathbaro Rangar.
Quince pasos camino abajo se encontraron con las primeras señales de la batalla pasada. Cuerpos hinchados de demonios aptorianos y azalanos muertos. Taralack Veed sabía que no habrían caído con facilidad. Había oído hablar de pérdidas atroces entre los edur y, en especial, entre los letherii. Esos cuerpos se los habían llevado.
A poca distancia de allí se alzaban los muros de un patio cubierto de maleza. Habían hecho pedazos la verja. Icarium iba un paso por detrás, Taralack Veed siguió a los otros al interior del complejo, entonces el jhag estiró un brazo y detuvo al gral.
—Hasta aquí.
—¿Qué?
Había una expresión extraña en la cara de Icarium.
—No hay necesidad.
Ahlrada Ahn, junto con Saur y Kholb, acompañó al hechicero arapay al interior de aquella cámara sumida en las sombras y repleta de desechos del salón del trono. La sede de Sombra, el alma de Kurald Emurlahn, el trono que había que reclamar antes de que el reino partido pudiera devolverse a su estado original, una senda entera en la que hervía el poder.
Quizá, con esto, Rhulad podría romper el…
Sathbaro Rangar lanzó un grito, un sonido terrible, y se tambaleó.
Los pensamientos de Ahlrada Ahn se desmoronaron. Se quedó mirando fijamente.
El trono de Sombra, ahí, en un estrado elevado al otro extremo de la sala…
Ha sido destruido.
Destrozado en mil pedazos, la madera negra astillada revelaba el corazón rojo sangre de la madera. Los demonios nos han entregado… nada. El trono de Kurald Emurlahn está perdido para nosotros.
El hechicero estaba de rodillas, chillando con la cabeza alzada hacia el techo manchado. Saur y Kholb permanecían en pie, con las armas sacadas, pero en apariencia paralizados.
Ahlrada Ahn se acercó a Sathbaro Rangar, cogió al hechicero por el cuello de la ropa y lo levantó de un tirón.
—Ya basta —dijo—. Contrólate. Puede que hayamos acabado aquí, pero no hemos acabado, lo sabes. Los guerreros estarán sedientos de muerte. Debes regresar a la puerta, hay otro trono que ganar y los que lo defienden no huirán como han hecho estos. ¡Repórtate, Sathbaro Rangar!
—Sí —jadeó el hechicero y se liberó de un tirón de la presa de Ahlrada Ahn—. Sí, lo que dices es cierto, guerrero. Una masacre, sí, eso es lo que hace falta. Ven, partamos, ah, en el nombre de padre Ojodesangre, ¡salgamos de este sitio!
—Regresan —dijo Taralack Veed cuando los tiste edur reaparecieron a la entrada del templo—. El hechicero, parece… ofendido. ¿Qué ha pasado?
Icarium no dijo nada, pero algo destellaba en sus ojos.
—Jhag —gruñó Sathbaro Rangar cuando pasó cojeando—, compórtate. Nos aguarda una batalla de verdad.
Confusión entre las filas de los edur, palabras intercambiadas, después un grito indignado, maldiciones, bramidos de furia. La cólera se extendió, un fuego en el bosque impaciente de súbito por devorar todo lo que osase oponerse a él. Giraron en redondo y se apresuraron hacia la puerta que parpadeaba.
No regresaban a los barcos.
Taralack Veed le había oído a Crepúsculo que un comandante edur llamado Hanradi Khalag había estado enviando a sus guerreros contra otro enemigo, a través de una puerta, una puerta que llevaba, tras un viaje de días, a otra guerra privada más. Y eran esos enemigos los que se enfrentarían a la ira de esos edur. Y a la de Icarium.
Así que lo verán, después de todo. Eso está bien.
A su lado se oyó un sonido proveniente del jhag que hizo a Taralack Veed darse la vuelta, sorprendido. Una risa baja.
—¿Te divierte? —le preguntó a Icarium en un susurro ronco.
—De Sombra ambos —dijo el jhag, enigmático—, el tejedor engaña al devoto. Pero yo no diré nada. Estoy, después de todo, vacío.
—No entiendo.
—No importa, Taralack Veed. No importa.
El salón del trono quedó abandonado una vez más, el polvo se fue posando, las sombras se escabulleron de nuevo a sus guaridas predecibles. Y, en el trono hecho pedazos creció un leve brillo trémulo, unos filos borrosos, después una oscilación que habría alarmado a cualquiera que lo presenciase, pero no había ninguna de esas criaturas inteligentes.
Los fragmentos rotos y aplastados de madera se deshicieron.
Y una vez más, allí, en el estrado, se alzó el trono de Sombra. Y saliendo de él, una forma en sombras más sólida que cualquier otra. Encorvada, baja, envuelta en pliegues de gasa del color de la medianoche. En la mancha indistinta donde debería haber una cara, solo los ojos eran visibles y, por un instante, un destello resplandeciente.
La figura se apartó del trono y se dirigió a la entrada… un bastón de plata y ébano tamborileaba sobre los adoquines.
Muy poco tiempo después llegó a la entrada del templo y miró fuera. Allí, en la puerta, caminaba el último de ellos. Un gral, y la escalofriante y pavorosa aparición que era Icarium.
Una contención de aliento de la sombra agazapada bajo el arco de entrada cuando el jhag se detuvo un instante para mirar atrás.
Y Tronosombrío sorprendió, en la expresión de Icarium, algo parecido a una sonrisa y después el más leve de los asentimientos, antes de que el jhag se diera la vuelta.
El dios ladeó la cabeza y escuchó al grupo que volvía a subir a toda prisa por el camino.
Muy poco tiempo después se habían ido, habían regresado por la puerta de la senda.
Una ilusión meticulosa, elaborada con genio, disparada por la llegada de desconocidos (en realidad, de cualquiera salvo el propio Tronosombrío), disparada para transformarse en una ruina hecha pedazos y sin poder. Meanas, atado con Mockra, arrojado por toda la extensión de la cámara, hebras invisibles que cubrían la entrada formal. Mockra, filamentos de sugestión, invitación, la rendición del escepticismo natural que facilita la visión del trono roto.
Sendas menores, pero manipuladas por las manos de un dios, y no las manos de cualquier dios, tampoco. No… ¡las mías!
Los edur se habían ido.
—Idiotas.
—Tres reyes hechiceros —dijo el destriant Run’Thurvian— gobiernan Shal-Morzinn. Disputarán nuestro paso, consejera Tavore Paran, y eso no se puede permitir.
—Intentaremos negociar —dijo la consejera—. De hecho, queremos comprarles provisiones. ¿Por qué habrían de oponerse?
—Porque les complace hacerlo.
—¿Y son formidables?
—¿Formidables? Bien podría resultar —dijo el destriant— que incluso con la ayuda de sus hechiceros, incluyendo a aquí su mago supremo, suframos pérdidas graves, quizá devastadoras si chocásemos con ellos. Pérdidas suficientes para hacernos retroceder, incluso para destruirnos por completo.
La consejera frunció el ceño y miró a almirante Nok, al que tenía enfrente, y luego a Ben el Rápido.
Este último se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé quiénes son y ya los odio.
Keneb lanzó un gruñido. Menudo mago supremo.
—Destriant Run’Thurvian, ¿qué sugiere usted?
—Nos hemos preparado para esto, consejera, y con la ayuda de sus hechiceros, creemos que podemos triunfar en lo que nos proponemos.
—Una puerta —dijo Ben el Rápido.
—Sí. El reino de Fanderay y Togg posee mares. Mares duros, fieros pero navegables, no obstante. No sería inteligente alargar demasiado nuestro viaje por ese reino, los riesgos son demasiado inmensos, pero creo que podemos sobrevivir a ellos el tiempo suficiente para, al salir de nuevo, encontrarnos junto al cabo dalhonesio de Quon Tali.
—¿Cuánto tiempo llevará eso? —preguntó el almirante Nok.
—Días en lugar de meses, señor —respondió el destriant.
—Riesgos, ha dicho —aventuró Keneb—. ¿Qué clase de riesgos?
—Fuerzas naturales, puño. Tormentas, hielo sumergido; en ese reino los niveles del mar se han hundido, dado que el hielo apresa muchas tierras. Es un mundo atrapado en medio de cambios catastróficos. Con todo, la estación en la que entraremos es la menos violenta, en eso, somos muy afortunados.
Ben el Rápido lanzó un bufido.
—Discúlpeme, destriant, pero para mí no hay nada casual en todo esto. Tenemos un espíritu de la sabana empujándonos con estos vientos, como si cada momento ganado fuera crucial de algún modo. Un espíritu de la sabana, por el amor del Embozado. Y ahora, ustedes han elaborado un ritual para construir una enorme puerta en los mares. Ese ritual debe de haber empezado hace meses…
—Dos años, mago supremo.
—¡Dos años! Dijo que nos estaban esperando, sabían que íbamos a venir, ¿hace dos años? ¿Se puede saber cuántos espíritus y dioses nos están empujando por aquí?
El destriant no dijo nada, solo plegó las manos y las juntó delante de él, en la mesa de mapas.
—Dos años —murmuró Ben el Rápido.
—De usted, mago supremo, requerimos poder puro, agotador, sí, pero no tan arduo como para provocarle daños.
—Ah, pues qué bien.
—Mago supremo —dijo la consejera—, se pondrá a disposición de los Yelmos Grises.
El mago suspiró y después asintió.
—¿Cuándo, destriant? —preguntó el almirante Nok—. ¿Y cómo hemos de alinear la flota?
—Tres barcos juntos como mucho, a dos cables de distancia, no más, la extensión del vuelo de una flecha de arco corto entre unos y otros. Sugiero que empiece a preparar su flota de inmediato, señor. La puerta se abrirá mañana al amanecer.
Nok se levantó.
—Entonces debo irme, consejera.
Keneb estudió a Ben el Rápido, al otro lado de la mesa. El mago supremo tenía un aspecto desdichado.
Kalam esperó hasta que Ben el Rápido salió al centro de cubierta y después se acercó.
—¿Qué te tiene temblando como un pajarillo? —preguntó.
—No importa. Si estás aquí para fastidiarme con algo, lo que sea, no estoy de humor.
—Solo tenía una pregunta —dijo el asesino—, pero tengo que hacerla en privado.
—Nuestro agujero entre la carga, abajo.
—Buena idea.
Muy poco tiempo después se habían metido una vez más en el estrecho pasillo sin iluminar que quedaba entre cajones y fardos.
—Es lo siguiente —dijo Kalam, prescindiendo de preliminares—. La consejera.
—¿Qué pasa con ella?
—Estoy nervioso.
—Oh, qué pena. Créeme, mucho mejor que estar cagado de miedo, Kalam.
—La consejera.
—¿Qué es eso? ¿Una pregunta?
—Necesito saberlo, Rápido. ¿Estás con ella?
—¿Con ella? ¿En qué? ¿En la cama? No. T’amber me mataría. Bueno, quizá si ella se decidiese a unirse, ya sería otra cosa…
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber de qué estás hablando, Rápido?
—Perdón. Con ella, has preguntado. —Hizo una pausa y se frotó la cara—. Las cosas se van a poner feas.
—¡Eso ya lo sé! ¡Por eso lo pregunto, idiota!
—Tranquilízate. No hay razón para dejarse llevar por el pánico…
—¿No la hay?
Ben el Rápido dejó de frotarse la cara y se puso a rascársela, después apartó las manos y miró con un parpadeo lloroso al asesino.
—Mira lo que me está pasando, y es todo culpa tuya, maldito seas…
—¿Mía?
—Bueno, es culpa de alguien, es lo único que digo. Estás aquí, así que bien podrías ser tú, Kal.
—De acuerdo, lo que tú digas. Todavía no me has respondido.
—¿Lo estás tú? —contraatacó el mago.
—¿Con ella? No lo sé. Ese es el problema.
—Yo tampoco. No lo sé. Es difícil que te caiga bien, casi tanto como odiarla; si miras atrás, en realidad no hay nada que dé motivos para lo uno o lo otro, ¿no?
—Estás empezando a decir sinsentidos, Rápido.
—¿Y qué?
—Y que tú no sabes y yo no sé. No sé tú —dijo Kalam—, pero yo odio no saber. Odio incluso que tú no sepas.
—Eso es porque, por aquel entonces, Laseen te convenció para que te pusieras de su lado. Ibas a matarla, ¿recuerdas? Y te hizo cambiar por completo. Pero ahora estás aquí, con la consejera, y hemos emprendido la vuelta, regresamos, con ella. Y tú no sabes si ha cambiado algo, o si ha cambiado todo. Una cosa era plantarnos junto a Whiskeyjack. Incluso Dujek. Los conocíamos. Pero la consejera… bueno… las cosas no son tan sencillas.
—Gracias, Rápido, por reiterar todo lo que acabo de contarte.
—Un placer. Bueno, ¿ya hemos terminado?
—Perdona, tendrás que cambiarte el taparrabos otra vez, ¿no?
—No tienes ni idea de lo que estamos a punto de hacer, Kal. Lo que sugiero es que, mañana por la mañana, te metas aquí abajo, cierres los ojos y esperes. Espera y espera. No te muevas. O, más bien, intenta no moverte. Puede que te zarandeen un poco y quizá esos fardos te caigan encima. De hecho, puede que termines aplastado como un mosquito, así que mejor que te quedes arriba. Los ojos cerrados, sin embargo. Cerrados hasta que yo te lo diga.
—No te creo.
El mago supremo frunció el ceño.
—De acuerdo. Quizá estaba intentando asustarte. Pero va a ser accidentado. Eso sí que es verdad. Y allí, en el Silanda, Violín va a echar hasta las tripas.
Kalam lo pensó y sonrió de repente.
—Eso me anima.
—A mí también.
Como un maremoto que se estrellase contra la boca de un río torrencial, muros de agua se alzaron en explosiones blancas, revueltas, por todos lados, cuando el Silanda se precipitó con la proa desplomada por el torbellino de la inmensa puerta. Más allá había un cielo transformado, acero, plata y gris, el tumulto de convulsiones atmosféricas parecían caer dando vueltas, como si en apenas unos momentos fuera a aplastar la veintena de barcos que ya habían pasado. La magnitud, a ojos de Botella, era equivocada a todas luces. Momentos antes, su barco de guerra no había estado más que un cable por detrás del Lobo de Espuma y, en ese instante, el buque insignia de la consejera estaba a una distancia de un tercio de legua, empequeñecido por las nubes bajas y las olas palpitantes.
Acurrucado junto a Botella, aferrado con las manos a la baranda, Violín escupió el último resto del desayuno, demasiado mareado para maldecir, demasiado desdichado incluso para levantar la cabeza siquiera…
Lo que seguramente era para bien, decidió Botella, mientras escuchaba a los infantes que vomitaban a su alrededor y los gritos (cercanos al pánico) de los marineros que se escabullían como podían en el transporte que se bamboleaba tras ellos.
Gesler empezó a tocar el maldito silbato como un condenado cuando el barco se alzó sobre una ola enorme, y Botella estuvo a punto de chillar al ver la popa del Lobo de Espuma alzándose justo delante de ellos. Se giró, miró atrás y vio la puerta hechicera muy lejos, la boca enfurecida llena de barcos, barcos que iban saliendo y luego se precipitaban de repente detrás del Silanda, muy cerca.
¡Por el Abismo! ¡Casi estamos volando, maldita sea!
Podía ver, a estribor, una masa de icebergs derramándose por la línea blanca del horizonte, un muro de hielo, comprendió. Mientras que a babor se alzaba una costa maltratada por los vientos, árboles de hoja caduca que se agitaban (robles, madroños) y por algunos sitios también grupos de pino blanco, los altos troncos meciéndose con cada ráfaga salvaje. Entre la flota y esa orilla había focas, sus cabezas salpicaban las olas, las playas rocosas atestadas de animales.
—Botella —graznó Violín, todavía sin levantar la cabeza—, dame alguna buena noticia.
—Ya hemos atravesado la puerta, sargento. Las aguas están picadas y parece que tenemos un mar lleno de icebergs acercándose por estribor, no, no tan cerca todavía, creo que los dejaremos atrás. Apuesto a que la flota entera ya ha pasado. Dioses, es como si esos catamaranes perecederos hubieran sido hechos para esto. Cabrones con suerte. En cualquier caso, según los rumores, no estaremos mucho tiempo en este reino… ¿sargento?
Pero el sargento se alejaba a gatas, rumbo a la escotilla.
—¿Sargento?
—Dije buenas noticias, Botella. Por ejemplo, que estamos a punto de caer todos por el fin del mundo. Algo así.
—Oh. Bien —exclamó Botella mientras el otro se arrastraba por la cubierta—, ¡hay focas!
La noche de la tormenta verde que estalló lejos, al norte, cuatro dromones malazanos entraron en el puerto de la ciudad de Malaz, las banderas que ondeaban en los mástiles indicaban que formaban parte de la flota jakatakana, cuya tarea era patrullar los mares desde la isla de Malaz, al oeste, hasta la isla de Geni y el Cabo del continente. Unos meses atrás se habían producido enfrentamientos con una flota desconocida, pero habían repelido a los invasores, aunque con cierto coste. Con todos sus efectivos, la flota jakatakana tenía en navegación veintisiete dromones y dieciséis barcos de abastecimiento. Se rumoreaba que se habían perdido once dromones en las múltiples escaramuzas con los bárbaros extranjeros, aunque Banaschar, cuando lo oyó, sospechó que los números eran o bien una exageración o, de acuerdo con la política de minimizar las pérdidas imperiales, justo lo contrario. Lo cierto era que él ya no creía mucho de lo que oía, fuera cual fuera la fuente.
El establecimiento de Gallera estaba atestado, muchas entradas y salidas, los parroquianos iban y venían a grandes zancadas para contemplar el cielo septentrional nocturno, donde no había noche en absoluto, y luego regresaban con más postulaciones todavía, lo que a su vez disparaba un nuevo éxodo. Y así sucesivamente.
Banaschar era indiferente a todas esas prisas (como perros tras un rastro, salían disparados del amo a la casa y vuelta otra vez). Incesante y absurdo, en realidad.
No sabía lo que estaba pasando allí arriba, pero estaba mucho más allá del horizonte. Aunque, visto lo visto, Banaschar tuvo que admitir de mala gana que grande sí que era.
Pero muy lejos, tan lejos que perdió pronto el interés, al menos después de acabarse el primer jarro de cerveza. En cualquier caso, los cuatro dromones que acababan de llegar habían traído con ellos una veintena de náufragos. Hallados en un remoto atolón al sudoeste del Cabo (y, se preguntó Banaschar por un instante, ¿qué estaban haciendo los dromones allí fuera?), los habían recogido y trasladado a la isla de Malaz con cuatro barcos que iban perdiendo la batalla contra unas fugas de agua; esa misma noche los náufragos habían desembarcado en la gloriosa ciudad de Malaz.
Encontrar náufragos no era un hecho del todo insólito, pero lo que hacía más interesantes a esos era que solo dos de ellos eran malazanos. En cuanto al resto… Banaschar levantó la cabeza de su jarro, frunció el ceño y miró al que se había convertido en su compañero habitual de copas, el sargento mayor Diente Bravo, después volvió a mirar a los recién llegados, apiñados alrededor de la larga mesa del fondo. El antiguo sacerdote no era el único en lanzar miradas en esa dirección, pero era obvio que a los náufragos no les interesaba charlar con nadie salvo entre ellos, y tampoco parecía que la conversación fuese demasiado fluida, en cualquier caso, observó Banaschar.
Los dos malazanos estaban borrachos, de esas borracheras discretas, desdichadas. Los otros no bebían mucho, siete en total para compartir un solo decantador de vino.
En lo que a Banaschar se refería, aquello no podía ser natural, diablos. Pero tampoco era tan sorprendente, ¿no? Esos siete eran tiste andii.
—Conozco a uno de esos dos, ¿sabes? —dijo Diente Bravo.
—¿Qué?
—Los malazanos esos. Me vieron. Antes, cuando entraron. Uno de ellos se puso blanco. Por eso me di cuenta.
Banaschar lanzó un bufido.
—A la mayor parte de los veteranos que entran aquí les pasa eso la primera vez que te ven, Diente Bravo. A algunos les pasa cada vez. ¿Qué se siente, por cierto? ¿Cuando se infunde terror a todos los que has adiestrado?
—Está bien. Además, no es a todos los que he adiestrado. Solo a la mayoría. Estoy acostumbrado.
—¿Por qué no arrastras hasta aquí a esos dos? Entérate de su historia, ¿qué Embozado están haciendo con unos malditos tiste andii? Claro que, con la que está cayendo ahí fuera, hay muchas probabilidades de que esos idiotas no pasen de esta noche. Wickanos, Siete Ciudades, korelanos, tiste andii, extranjeros todos y cada uno. Y la chusma ya anda olisqueando el ambiente con las cerdas erizadas. Esta ciudad está a punto de estallar.
—Esto yo no lo había visto antes —murmuró Diente Bravo—. Este… odio. El antiguo Imperio nunca fue así. Maldita sea, era lo contrario, hostia. Mira a tu alrededor, Banaschar, si puedes concentrarte en algo que no sea esa copa, y lo verás. Miedo, paranoia, mentes cerradas y dientes al descubierto. Estos días te quejas en voz alta de algo y terminas hecho pedazos en algún callejón. Antes nunca fue así, Banaschar. Nunca.
—Tráete a uno.
—Yo ya oí la historia.
—¿En serio? ¿No llevas toda la noche aquí sentado, conmigo?
—No, me pasé allí más de una campanada; ni te enteraste, me parece que ni levantaste la cabeza. Eres una gran esponja de mar, Banaschar, y cuanto más te echas, más sed tienes.
—Me están siguiendo.
—Eso dices siempre.
—Van a matarme.
—¿Por qué? Pueden sentarse tan tranquilos y esperar a que te mates tú solito.
—Están impacientes.
—Así que te lo vuelvo a preguntar, Banaschar, ¿por qué?
—No quieren que llegue a hablar con él. Con Tayschrenn, sabes. Se trata de Tayschrenn, encerrado allí, en la fortaleza de Mock. Ellos trajeron los ladrillos, pero el que mezcló la argamasa fue él. Tengo que hablar con él y no me dejan. Me matarán si lo intento siquiera. —Señaló con un ademán salvaje la puerta—. Salgo ahora mismo y echo a andar hacia las Escaleras y estoy muerto.
—Ese maldito secreto tuyo, eso es lo que te va a matar, Banaschar. Es lo que te está matando ahora mismo.
—Me ha maldecido.
—¿Quién?
—D’rek, por supuesto. El gusano que tengo en las tripas, en el cerebro, el gusano que me está comiendo por dentro. Bueno, ¿y cuál es la historia?
Diente Bravo se rascó el vello erizado que tenía bajo la garganta y se echó hacia atrás en su asiento.
—Recluta de infantes de marina Tirabarro. Olvídate del nombre con el que empezó, Tirabarro es el que yo le puse. Encaja, claro. Siempre encajan. Pero era un tipo duro, un superviviente, y esta noche es la prueba. El otro se llama Gentur, kanesiano, creo, no es de los míos. En fin, que naufragaron después de una batalla con los bárbaros de piel gris. Terminaron en Deriva Avalii, donde las cosas empezaron a complicarse de verdad. Parece que esos bárbaros llevaban tiempo buscando Deriva Avalii. Bueno, había tiste andii viviendo en ella y antes de lo que canta un gallo hubo una lucha tremenda entre ellos y los bárbaros. Una lucha muy fea. Antes de darse cuenta Tirabarro y los otros que estaban con él se encontraron luchando con esos tiste andii, junto con uno llamado Viajero. Para resumir, Viajero les dijo a todos que se fueran, dijo que él se enfrentaría solo a los bárbaros y que todos los demás únicamente estaban estorbando. Y eso hicieron. Irse, quiero decir. Solo que los golpeó una tormenta de la hostia y lo que quedaba de ellos fue a parar a un atolón, donde se pasaron meses bebiendo leche de coco y comiendo almejas. —Diente Bravo fue a coger su jarra—. Y esa es la historia de Tirabarro, cuando estaba sobrio, que ya no lo está. El tal Viajero, ese es el que me interesa… Me suena de algo por el modo en que Tira lo describe, el modo en que luchó, lo mataba todo rápido, sin sudar siquiera. Una pena que no viniera con estos.
Banaschar se quedó mirando al hombretón que tenía enfrente. ¿De qué estaba hablando? Fuera lo que fuera, él seguía y seguía. ¿Viajar rápido? Tiradas y luchas con bárbaros. El tipo estaba borracho. Borracho y abstruso.
—Bueno, ¿y cuál dices que era la historia de Barro?
—Te la acabo de contar.
—¿Y qué hay de esos tiste andii, Diente Bravo? Los van a matar…
—No, de eso nada. ¿Ves el más alto de ahí?, ¿el del pelo largo y blanco? Se llama Nimander Golit. Y esa mujer tan guapa a su lado, esa es Phaed, su primogénita. Los siete son primos, hermanas, hermanos, pero es Nimander el que los lidera, puesto que es el mayor. Nimander dice que es el primogénito del Hijo.
—¿El qué?
—El hijo de la Oscuridad, Banaschar. ¿Sabes quién es? Anomander Rake. Míralos, son todos de la estirpe de Rake, nietos en su mayoría, salvo por Nimander, que es padre de muchos de ellos, pero no de todos. Bueno, quizá alguien odie a los extranjeros, pero ¿de verdad crees que ese alguien sería lo bastante estúpido como para ir a por la prole de Anomander Rake?
Banaschar se volvió un poco y miró a las figuras. Parpadeó con lentitud y negó con la cabeza.
—No, a menos que quieran suicidarse.
—Exacto, y de eso tú sabes mucho, ¿no?
—Y si Anomander Rake es el padre de Nimander, ¿quién era la madre?
—Ah, así que no estás ciego del todo. Lo ves, ¿no? Madres diferentes para algunos de ellos. Y una de esas madres no era ninguna tiste andii, ¿a que no? Mira a Phaed…
—Solo le veo la nuca.
—Lo que tú digas. Yo la miré y le hice esa misma pregunta que me acabas de hacer tú a mí.
—¿Cuál?
—«¿Quién era tu madre?»
—¿La mía?
—Y la chica sonrió, casi me muero, Banaschar, y hablo en serio. Casi me muero. Me estallaron vasos sanguíneos en el cerebro, me caigo y casi me muero. Pero bueno, me lo dijo y no era ningún nombre tiste andii, y por el aspecto que tiene la chica, yo diría que la otra mitad era humana, claro que, ¿de verdad se sabe con estas cosas? La verdad es que no.
—No, en serio, ¿cómo se llamaba?
—Lady Envidia, que también conoció al propio Anomander Rake y se vengó tomando a su hijo como amante. Complicado, ¿eh? Pero si se parecía en algo a esa Phaed, con esa sonrisa, bueno, envidia es la única palabra, para todas las mujeres del mundo. Dioses del inframundo… oye, Banaschar, ¿qué te pasa? De repente pareces a punto de vomitar. La cerveza no está tan mal, por lo menos comparada con lo que tomamos anoche. Mira, si estás pensando en llenar un plato sobre la mesa, que sepas que no hay plato, ¿estamos? Y los tablones están combados, así que me va a chorrear a mí en las piernas y me voy a molestar mucho, ¡por el amor del Embozado, hombre, respira hondo, coño!
Apoyado en la barra manchada y llena de marcas, a quince pasos de distancia, el hombre al que Banaschar llamaba Forastero acunaba un jarro de negra malazana, una variedad a la que le había tomado el gusto, a pesar del gasto que suponía. Oyó al antiguo sacerdote y al sargento mayor discutiendo con empeño en una mesa detrás de él, algo que en los últimos tiempos hacían mucho. Cualquier otra noche, reflexionó Forastero, se habría unido a ellos, se habría recostado en su asiento para disfrutar de lo que solía ser una actuación entretenida, si bien un tanto triste en ocasiones.
Pero no esa noche.
No con esos sentados ahí atrás.
Necesitaba pensar, y pensarlo todo bien. Tenía que tomar una decisión y presentía, con un temblor de miedo, que sobre esa decisión cabalgaba su destino.
—Gallera, pon otra negra aquí, ¿quieres?
La carraca Rata Ahogada parecía impaciente por zarpar del muelle de piedra al sur de la desembocadura del río, la marea le daba tirones de camino a la salida. Casco recién fregado, pintura fresca y una extraña vela latina con un timón en el centro de la popa había hecho converger la atención curiosa de unos cuantos marineros y pescadores que habían pasado junto a ella en los últimos días. Bastante irritante, caviló el capitán, pero Oponn seguía esbozando dos bonitas sonrisas gemelas y a no mucho tardar se pondrían al fin en camino. Saldrían de esa maldita ciudad, y cuanto antes, mejor.
El primer oficial, Palet, estaba tirado en la cubierta central, acurrucado; seguía doliéndose de los moretones y golpes que había sufrido a manos de una chusma borracha la noche anterior. La mirada de lagarto del capitán se posó en él por un momento antes de continuar. Estaban atracados, bien sujetos, y Campañol estaba encaramado a su enorme cofa de vigía (el tipo estaba más chiflado que una ardilla con la cola rota) y todo parecía ir bien, tan bien, de hecho, que los nervios del capitán eran un desastre tenso y enmarañado.
No era solo la fiebre de malicia que afligía casi a todo el mundo, diablos, con todos esos rumores ácidos de traición y asesinato en Siete Ciudades, y luego esa persecución no oficial desatada contra los wickanos; es que estaba, encima, todo lo demás.
Cartheron Costra se rascó los pocos pelos de la coronilla, se volvió y clavó los ojos entrecerrados en la fortaleza de Mock. Oscura en su mayor parte, por supuesto. Un leve fulgor en la casa del guarda, en la cima de las Escaleras; sería Lubben, el viejo portero jorobado, seguro que borracho como una cuba a esas alturas, como tenía por costumbre siempre que había huéspedes no deseados en la Fortaleza. Claro que ninguno de los huéspedes era deseado y aunque había llegado un puño nuevo un mes antes, el tal Aragan ya había estado destinado allí con anterioridad, así que sabía cómo funcionaban las cosas, es decir, había que pasar lo más desapercibido posible y no asomar el morro por el parapeto. ¿Quién sabe? Quizá Aragan esté compartiendo esa botella con Lubben.
Huéspedes no deseados… como el mago supremo Tayschrenn. Mucho tiempo atrás, Costra se había encontrado en compañía de esa víbora con demasiada frecuencia y se había esforzado mucho por no hacer algo que alguien pudiera terminar lamentando. Pero no yo. El emperador, quizá. El propio Tayschrenn seguro, pero no yo. Soñaba con un momento a solas, ellos dos nada más. Un momento, eso era lo único que necesitaba. Las dos manos en ese cuello flaco, apretar y retorcer. Hecho. Muy sencillo. Problema resuelto.
¿Qué problema? Eso sería lo que Kellanved habría preguntado, con su tono furioso habitual. Y Costra tenía una respuesta preparada. Ni idea, emperador, pero estoy seguro de que alguno había, quizá dos, quizá de sobra. Una respuesta bastante buena, suponía, aunque Kellanved quizá no hubiera estado de acuerdo. Pero Danzante sí. Ja.
—¡Cuatro dromones! —les gritó de repente Campañol.
Costra levantó la cabeza y se quedó mirando al muy idiota.
—¡Estamos en el puerto! ¿Qué esperabas? ¡Se acabó, Campañol, ya no se mandan más comidas ahí arriba, bajas el pellejo aquí!
—Vienen cortando del norte, capitán. Encima de los mástiles. Algo plateado que reluce…
El ceño de Costra se profundizó. Ahí fuera había una oscuridad del Abismo, pero Campañol nunca se equivocaba. Plateado… Eso no es buena señal. No, es la peor posible, joder. Se acercó a Palet y le dio un empujoncito.
—Levántate. Envía lo que quede de la tripulación de vuelta a esos almacenes, me da igual quién los vigile, soborna a esos cabrones. Nos quiero con la línea de flotación bien baja y saliendo a toda leche de aquí como un cangrejo de tres patas.
El hombre levantó la cabeza y lo miró con ojos de búho.
—¿Capitán?
—¿Te quitaron todo el entendimiento de un golpe, Palet? Va a haber problemas.
El primer oficial se sentó y miró a su alrededor.
—¿Guardias?
—No, mucho más problemático.
—¿Como qué?
—Como la emperatriz, imbécil.
Palet se había puesto en pie de repente.
—Provisiones, sí, señor. ¡Ya nos vamos!
Costra vio escabullirse al idiota. La tripulación estaba borracha. Que se fastidiaran. Y además les faltaba mucho personal. Había sido mala idea lanzarse a la bahía cuando el viejo Tapón de Trapo se había hundido, con todos esos tiburones rondando. Habían perdido cuatro buenos marineros esa noche. Buenos marinos, malos nadadores. Tiene gracia, las dos cosas suelen ir juntas.
Miró a su alrededor una vez más. Maldita sea, se me olvidó otra vez, ¿verdad? No hay botes. Bueno, siempre hay algo.
Cuatro dromones, visibles ya, rodeaban la bahía, iluminados por detrás por una de las tormentas más horribles que había visto jamás. Bueno, eso no era del todo cierto, ya había visto una parecida antes, ¿no? ¿Y en qué había acabado eso? No mucho, salvo, bueno, una montaña de otataralita…
El dromon de cabeza, el buque insignia de Laseen, el Torva. Tres tras él. Tres, eran muchos. ¿A quién se ha traído con ella, en el nombre del Embozado? ¿Al puto ejército al completo?
Invitados no deseados.
Pobre Aragan.