20

La disciplina es la mayor arma que tenemos contra los puritanos. Debemos medir la virtud de nuestra propia respuesta controlada cuando respondamos a las atrocidades de los fanáticos. Y sin embargo, no permitamos que se afirme en nuestra propia oratoria de la piedad que nosotros carecemos de fanáticos; pues los puritanos se engendran allí donde se sostiene la tradición, y con mayor frecuencia cuando existe la percepción de que esa tradición está siendo atacada. Se pueden crear fanáticos con tanta facilidad en un ambiente de decadencia moral (ya sea real o imaginada) como en un ambiente de desigualdad legítima o bajo el estandarte de una causa común.

Disciplina es tanto oponerse al enemigo interno como al enemigo que tienes enfrente; pues sin criterio crítico, el arma que empuñas no asesta (y no seamos tímidos) más que golpes asesinos.

Y su primera víctima es la probidad moral de tu causa.

(Palabras a los partidarios)

Espada mortal Brukhalian

Las Espadas Grises

Ganoes Paran comprendió que cada vez le costaba más no lamentar ciertas decisiones que había tomado. Mientras los exploradores informaban de que los deragoth no estaban siguiendo el rastro de su ejército, que marchaba hacia el norte y el este cruzando tierras casi vacías, esa misma ausencia provocaba suspicacia e inquietud. Después de todo, si esas viejas bestias no los estaban siguiendo, ¿qué estaban tramando?

Ganath, la hechicera jaghut, más o menos había dado a entender que la decisión de Paran de desatar a esas bestias era un terrible error. Seguramente debería haberla escuchado. Era arrogancia por su parte imaginar que podía manipular de forma indefinida todas las fuerzas que había dejado sueltas para que se ocuparan de los t’rolbarahl. Y quizá le había faltado confianza en la capacidad de los ascendientes que ya estaban activos en el reino. Los deragoth eran seres primitivos, pero, a veces, lo que era primario y primitivo sufría el asalto de un mundo que ya no les toleraba esa libertad sin límites.

Bueno, ya basta. Está hecho, ¿no? Que otro limpie el desastre que he dejado, para variar.

Después frunció el ceño. Cierto, supongo que no es la actitud que se espera del Señor de la Baraja. Pero yo no pedí el titulo, ¿a que no?

Paran cabalgaba en compañía de soldados en el centro de la columna. No le gustaba la idea de disponer de séquito, ni de vanguardia. La puño Rythe Bude iba en cabeza en ese momento, aunque esa posición rotaba entre los puños. Mientras Paran permanecía donde estaba, con solo Noto Forúnculo a su lado y, en ocasiones, Hurlochel, que aparecía cuando había algún mensaje que entregar y, por fortuna, había muy pocos.

—Era usted más contundente, ¿sabe? —dijo Noto Forúnculo, a su lado—, cuando era el capitán Tierno.

—Oh, cállese —dijo Paran.

—Una simple observación, puño supremo, no una queja.

—Cada una de sus observaciones es una queja, sanador.

—Eso me ofende, señor.

—¿Ve a lo que me refiero? Cuénteme algo interesante. Kartooliano, ¿verdad? ¿Entonces era usted seguidor de D’rek?

—¡Por el Embozado, no! Muy bien, si desea oír algo interesante, le contaré mi historia. De joven yo era rompepatas…

—¿Era qué?

—Rompía patas a los perros. Solo una por chucho, claro. Los perros cojos eran importantes para el festival…

—¡Ah, se refiere al festival de D’rek! ¡Ese día de celebración sórdida digna solo de bárbaros, asqueroso y salpicado de basura! Así que usted rompía las patas de unos pobres animales aturdidos para que los pudiera matar a pedradas en los callejones una panda de niños psicóticos.

—¿Adónde quiere ir a parar, puño supremo? Sí, eso es justo lo que hacía. Tres medialunas por perro. Me ganaba la vida. Por desgracia, terminé cansándome de eso…

—Los malazanos ilegalizaron el festival…

—Sí, eso también. Una decisión de lo más inoportuna. Ha hecho de mi pueblo un pueblo moribundo, nos ha obligado a buscar en otros sitios nuestra…

—Su forma enfermiza y aborrecible de satisfacer su gusto por la desdicha y el sufrimiento.

—Bueno, sí. Pero vamos a ver, ¿de quién es la historia?

—Que el Abismo me lleve, por favor, acepte mis disculpas. Continúe, suponiendo que yo pueda soportarlo.

Noto Forúnculo levantó la nariz.

—En mi juventud, yo no ocupaba mi tiempo andando por ahí ensartando diosas…

—Ni yo tampoco, aunque supongo que, como cualquier joven sano que no se dedica a partirle las patas a nada, codiciaba unas cuantas. Al menos, basándome en estatuas y demás. Tomemos a Soliel, por ejemplo…

—¡Soliel! ¡Un parecido visualizado de forma expresa para alentar ideas de maternidad!

—¿Oh, en serio? Vaya, eso es un poco revelador, ¿no cree?

—Claro que —dijo Noto Forúnculo con tono de conmiseración— usted era un chico joven…

—Sí que lo era, pero olvidemos eso ahora. ¿Iba diciendo? Después de que su carrera de rompepatas muriera con un gimoteo, ¿después qué?

—Oh, qué aburrido, señor. Debería señalar también que la manifestación de Soliel allí en G’danisban…

—Una puñetera desilusión —asintió Paran—. No tiene ni idea de cuántas fantasías de adolescente borró esa imagen.

—Pensé que no tenía deseo alguno de seguir debatiendo ese tema.

—Vale. Continúe…

—Fui aprendiz durante un breve periodo de tiempo de un sanador local.

—¿Sanando perros cojos?

—No era nuestra fuente principal de ingresos, señor. Hubo un malentendido, a consecuencia del cual me vi obligado a abandonar su compañía con cierta prisa. Fue muy oportuno toparme con una campaña de reclutamiento por la zona, sobre todo porque ese tipo de esfuerzos por parte de los malazanos pocas veces obtenían algo más de un puñado de kartoolianos y buena parte de ellos en forma de indigentes o criminales…

—Y usted era las dos cosas.

—La principal fuente de su alegría cuando me alisté en sus filas se derivó de mis habilidades como sanador. En cualquier caso, mi primera campaña fue en Korel, las campañas theftianas, donde tuve la buena fortuna de encontrarme bajo la tutela de un sanador que más tarde adquiriría cierta mala fama. Ipshank.

—¿De veras?

—Desde luego, ningún otro. Y sí, también conocí a Manask. Ha de decirse, y usted, puño supremo, comprenderá mejor que la mayoría la necesidad, ha de decirse que tanto Ipshank como Manask permanecieron leales a Melena Gris… hasta el último momento. Bueno, que yo sepa, claro, yo era sanador de una legión entera por aquel entonces y nos enviaron a Genabackis. A su debido tiempo…

—Noto Forúnculo —lo interrumpió Paran—, parece que tiene un talento especial para relacionarse con los personajes más famosos y más infames.

—Bueno, sí, señor. Supongo que eso es cierto. Y ahora, sospecho que usted se pregunta en qué categoría lo ubico a usted.

—¿A mí? No, no se moleste.

El sanador se dispuso a hablar otra vez, pero le interrumpió la llegada de Hurlochel.

—Puño supremo.

—Escolta.

—El camino que seguimos, señor, no ha revelado hasta ahora más que un puñado de lo que llamaríamos peregrinos. Pero parece que una tropa de jinetes se ha unido al viaje.

—¿Alguna idea de cuántos?

—Más de quinientos, puño supremo. Podrían llegar a los mil, cabalgan en formación, así que es difícil saberlo.

—En formación. Vaya, me pregunto quiénes podrán ser. Está bien, Hurlochel, haga avanzar a sus exploradores y a los escoltas de los flancos. ¿A qué distancia están esos jinetes?

—Cuatro o cinco días, señor. En general cabalgan a medio galope medido.

—Muy bien. Gracias, Hurlochel.

El escolta volvió a salir de la columna.

—¿Qué cree usted que significa eso, puño supremo?

Paran se encogió de hombros al oír la pregunta del sanado.

—Me imagino que no tardaremos en descubrirlo, Forúnculo.

—Noto Forúnculo, señor. Por favor.

—Menos mal —continuó Paran, incapaz de contenerse— que se convirtió usted en sanador y no lancero.

—Si no le importa, señor, creo que oigo a alguien quejándose ahí delante de llagas producidas por la silla. —El hombre azuzó a su montura con un cloqueo.

Oh, vaya, prefiere llagas en el trasero a mi compañía. Bueno, cada uno a lo suyo…

—El puño supremo Paran —murmuró la capitán Arroyodulce—. ¿Qué está haciendo ahí atrás y de qué va todo eso de no hacer saludos militares? Es pernicioso para la disciplina. Me da igual lo que piensen los soldados, ni siquiera me importa que en otro tiempo estuviera al mando de los Abrasapuentes; después de todo, asumió su mando solo para verlos después borrados del mapa. No es correcto, es lo único que digo. Nada correcto.

La puño Rythe Bude miró un momento a la mujer. Se le habían subido los colores, observó la puño, y le destellaban los ojos. Era obvio que la capitán no estaba lista para olvidar ese puñetazo en la mandíbula. Claro que, lo más probable es que yo tampoco se lo perdonara.

—Creo que los puños tendrían que reunirse…

—Capitán —advirtió Rythe Bude—, se olvida de quién es usted.

—Mis disculpas, señor. Pero ahora que seguimos a una especie de ejército, bueno, yo no quiero acabar como los Abrasapuentes, eso es todo.

—La confianza que tenía Dujek Unbrazo en Paran y la admiración que sentía por ese hombre, capitán, es suficiente para mí. Y para mis compañeros, los otros puños. Le aconsejo encarecidamente que contenga su ira y recuerde la disciplina a la que se debe. En cuanto al ejército que va por delante de nosotros, no puede decirse que ni siquiera un millar de guerreros montados represente una amenaza significativa para la hueste. Esta rebelión ha terminado; después de todo, no queda nadie para rebelarse. Y poco queda por lo que luchar. —Señaló con un guantelete—. Hasta esos peregrinos no hacen más que caerse al borde del camino.

A un lado de la tosca pista se veía un montículo bajo de piedras, otra triste víctima de esa peregrinación. Sobre él se alzaba un bastón adornado con plumas de cuervo.

—Eso también es espeluznante —dijo Arroyodulce—. Todos estos devotos de Coltaine…

—Esta tierra engendra cultos como gusanos en un cadáver, capitán.

—Una imagen muy apropiada, puño —rezongó Arroyodulce—, en este caso.

Rythe Bude lanzó un gruñido. Sí, me las tropiezo de vez en cuando.

Detrás de las dos oficiales habló el cabo Futhgar.

—Señores, ¿qué son esos?

Se giraron en las sillas y después miraron adonde señalaba el hombre. El cielo oriental. Comenzaban a alzarse voces entre los soldados, plegarias invocadas, unos cuantos gritos de sorpresa.

Una sarta de soles, una docena en total, cada uno muy pequeño, pero lo bastante brillante como para hacer arder agujeros cegadores en el cielo azul. De dos partían unas colas de bruma fiera. La fila de soles se curvó como un arco largo, los extremos más altos, y sobre el arco la superficie borrosa y deformada de la luna.

—¡Un augurio de muerte! —gritó alguien.

—Capitán —soltó de repente Rythe Bude—, que ese imbécil cierre el pico.

—Sí, señor.

—El cielo se cae —dijo Noto Forúnculo cuando se retrasó hasta quedar junto al puño supremo.

Paran frunció el ceño y continuó estudiando la extraña aparición en el cielo oriental, intentaba encontrar algún sentido a lo que estaban presenciando. Sea lo que sea, no me gusta.

—¿Duda de mí? —preguntó el sanador—. Puño supremo, he recorrido las tierras de Korel. He visto los cráteres que dejó a su paso todo lo que descendió del cielo. ¿Ha examinado alguna vez un mapa de Korel? ¿El subcontinente septentrional entero y su multitud de islas? Lance un puñado de gravilla al barro y luego espere mientras el agua llena los huecos. Eso es Korel, señor. La gente todavía cuenta historias del sinfín de fuegos que cayeron del cielo cuando se derribó al dios Tullido.

—Cabalgue hasta la cabeza de la columna, Noto Forúnculo —dijo Paran.

—¿Señor?

—Dé el alto. Ahora mismo. Y mándeme a Hurlochel y sus escoltas. Necesito tener una perspectiva de la zona que nos rodea. Puede que tengamos que buscar refugio.

Por una vez, el sanador no se quejó.

Paran se quedó mirando la sarta de fuegos que crecía como una salva lanzada desde el Abismo. Maldita sea, ¿dónde está Ormulogun? Necesito encontrarlo y será mejor que tenga esa baraja lista, o al menos las cartas esbozadas, a ser posible dibujadas y listas para las pinceladas de pintura. Dioses del inframundo, más vale que tenga algo porque no tengo tiempo de… Sus pensamientos se fueron perdiendo.

Podía notarlos ya, acercándose cada vez más, podía sentir su calor, ¿era eso posible siquiera?

La maldita luna, debería haber prestado atención. Debería haber indagado, averiguado lo que ha pasado ahí arriba, en ese mundo abandonado. Entonces se le ocurrió otro extraño pensamiento y se quedó frío.

Guerra entre los dioses.

¿Es un ataque? ¿Una andanada de verdad?

Paran enseñó los dientes con una mueca.

—Si estáis ahí fuera —susurró mirando furioso al cielo oriental mientras su caballo se espantaba, nervioso, bajo él—, no estáis jugando limpio. Y… eso no me gusta. —Se irguió, se apoyó más en los estribos y miró a su alrededor—. ¡Ormulogun! ¿Dónde Embozado está?

—Contra esto —murmuró Iskaral Pust—, no puedo hacer nada. —Se abrazó—. Creo que debería empezar a farfullar ahora mismo. Sí, eso sería de lo más apropiado. Una expresión perturbada en los ojos. Saliva, después espuma, sí. ¿Quién podría culparme? ¡Vamos a morir todos!

Las últimas palabras fueron un chillido, suficiente para sacar a Mappo de su letargo inconsciente. Levantó la cabeza y miró al sumo sacerdote de Sombra. El dalhonesio estaba acurrucado junto a su mula y los dos estaban bañados en una luz extraña de tono verdoso; no, comprendió el trell, esa luz estaba por todas partes.

Rencor bajó del castillo de proa y Mappo vio en su expresión una cólera gélida.

—Tenemos problemas —dijo la mujer con voz áspera—. Nos quedamos sin tiempo, yo esperaba… da igual… —De repente volvió la cabeza de golpe y miró al sudoeste. Entrecerró los ojos. Después dijo—: Oh… En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién eres? ¿Y qué te crees que estás tramando? —Se quedó en silencio una vez más y su ceño se profundizó.

Mappo Runt parpadeó y se levantó, entonces vio que el cielo estaba ardiendo… casi justo encima de ellos. Como si el sol hubiera engendrado una multitud de hijos, una sarta de perlas incandescentes, las llamas envueltas en halos de jade. Crecían… descendían. ¿Qué son?

El mar parecía temblar a su alrededor, las olas picadas chocaban en medio de la confusión. El aire estaba quebradizo, caluroso, y había amainado el viento por completo. Y allí, sobre la masa de tierra del este que era la isla Otataral… Mappo volvió la cabeza y miró a Iskaral Pust. El sumo sacerdote se había agazapado y se tapaba la cabeza con las manos. Los bhok’arala se iban reuniendo a su alrededor, maullando y gimoteando, estirándose para tocar a aquel anciano que se estremecía en el suelo. Y mientras tanto balbuceaba.

—Esto no lo planeamos, ¿verdad? No recuerdo… ¡dioses, no recuerdo nada! Mogora, mi querida arpía, ¿dónde estás? Este es mi momento de mayor necesidad. ¡Quiero sexo! ¡Incluso contigo! Ya me beberé la paraltina blanca después, ¿qué elección hay? ¡Es eso o el recuerdo de la debilidad más lamentable por mi parte! Hay un límite para lo que puedo sufrir. ¡Dejad de tocarme, simios! Tronosombrío, miserable sombra chiflada, ¿dónde te ocultas? Y, ¿hay sitio para mí, tu más devoto sirviente, tu mago? ¡Más vale que lo haya! ¡Ven a por mí, maldito seas, qué más dan los demás! ¡Solo yo! ¡Pues claro que hay sitio! ¡Asquerosa nube de pedos, rodillazo lleno de mocos en la entrepierna! ¡Sálvame!

—¡Por todos los espíritus del inframundo —murmuró Mogora junto a Mappo—, escucha a esa patética criatura! ¡Y pensar que yo me casé con él!

Rencor giró de repente en redondo y regresó corriendo a proa, los bhok’arala se dispersaron para apartarse de su camino. Una vez allí, se dio la vuelta.

—¡Los veo! —gritó—. ¡Poned rumbo hacia ellos, idiotas! ¡Rápido!

Y después viró, se alzó sobre el barco, que se bamboleaba y mecía, se extendieron las alas grabadas en plata. Un remolino de brumas que se retorcieron, se fueron solidificando hasta que un enorme dragón se cernió sobre el barco y empequeñeció a la nave con su inmensidad. Unos ojos relucientes llamearon como el azogue bajo aquella luz esmeralda sobrenatural. La larga y sinuosa cola de la criatura bajó deslizándose como una serpiente y se enroscó alrededor de la proa levantada. El dragón giró entonces en el aire, un golpe salvaje de las alas…

… y con una sacudida alarmante el barco se precipitó hacia delante.

Mappo se vio lanzado de espaldas contra la pared de la cabina, la madera se astilló bajo él. El trell se puso en pie con un jadeo y trepó hacia la proa.

¿Los ve? ¿A quién?

El cielo se estaba llenando de lanzas de fuego verde que abalanzaban sobre ellos.

Iskaral Pust chilló.

A más de diez mil leguas de distancia, al oeste, Botella se encontraba con los demás con los ojos clavados en el horizonte oriental, donde debería haber estado la oscuridad trepando hacia los cielos para anunciar el ciclo interminable de la muerte del día y el nacimiento de la noche. En su lugar podían ver con toda claridad una docena de motas de fuego que descendían y llenaban un tercio del cielo con un fulgor verdoso, chillón, incandescente.

—Oh —susurró Botella—, tenemos problemas.

Violín lo cogió por la manga y lo acercó a él.

—¿Entiendes esto? —preguntó el sargento con un susurro duro.

Botella negó con la cabeza.

—¿Es… es otro dios Tullido?

Botella se quedó mirando a Violín con los ojos muy abiertos. ¿Otro?

—Dioses del inframundo.

—¿Lo es?

—¡No lo sé!

Maldiciendo, Violín lo apartó de un empujón. Botella se tambaleó hacia atrás y chocó con el sargento Bálsamo, que apenas reaccionó; después se metió entre la multitud, se abrió camino a tropezones y se puso a mirar las aguas. Al sur, los barcos nemil (birremes de guerra y transportes de suministros) tenían todas las velas al viento y regresaban a toda velocidad a su tierra natal, los primeros dejando atrás con toda rapidez a los segundos, muchos de los transportes todavía medio llenos de cargamento, el reabastecimiento abandonado.

Sí, ahora es sálvese cada tonto que pueda. Pero cuando esas cosas choquen, la onda expansiva rodará a buena velocidad. Nos convertirá a todos en simples astillas. Pobres cabrones, nunca lo conseguiréis. Ni siquiera esos horribles birremes.

El viento incesante pareció parar un momento, como si quisiera recuperar el aliento, después regresó con fuerza redoblada e hizo tambalearse a todos los que estaban en cubierta. Las lonas se combaron, el mástil y los remos crujieron, el Silanda gimió bajo ellos.

¿Ben el Rápido? Más vale que huyas ahora y te lleves a quien puedas contigo. Contra lo que viene… no hay ilusión que pueda disuadirlo. En cuanto a esos tiste edur, bueno, están tan acabados como nosotros. Lo aceptaré a modo consuelo.

Bueno, abuela, tú siempre dijiste que el mar acabaría conmigo.

La sargento Hellian vagaba por la cubierta maravillándose del mundo verde que había encontrado. Cómo pegaba ese coñac nemil, ¿eh? La gente estaba chillando, o se habían quedado parados, como paralizados, pero a veces le ocurría, cuando sin querer (uyyy) se pasaba de la borrosa línea del no-borracha-del-todo. Con todo, ese verde la estaba poniendo un poco enferma.

Maldito coñac nemil del Embozado, ¿qué idiotas bebían esa basura? Bueno, podía cambiárselo a algún marinero falari por un poco de ron. Había suficientes idiotas en ese barco sin demasiado seso, solo tenía que encontrar uno. Un marinero, como ese de ahí.

—Eh. Mira, dengo coñac nemil, pero me apetese ron, ¿fale? Fueron diez medialunas por esto, ya sé, es un mondón, pero mi pelodón, ej que me quieren mucho, ¿sabes? Hiciedon una colecta. Así que, voy y pienso, y si cambiamos. Así, direcdamente, bodella por bodella. Güeno, me bebí casi doda esda, pero es que vale mucho más, eh. Así que, oye, tamos igual. —Después esperó.

El tipo era un cabrón muy alto. Tenía una pinta así como severa. Había otra gente mirándolos, pero ¿qué problema tenían?

El hombre cogió la botella, la agitó un poco y frunció el ceño. Se la terminó en tres rápidos tragos.

—Eh, oye…

El hombre metió la mano bajo el elegante manto que llevaba, sacó una petaca y se lo pasó a Hellian.

—Toma, soldado —le dijo—. Ahora baja y bebe hasta que te desmayes.

Hellian cogió la petaca con las dos manos y se maravilló de su superficie de plata pulida, incluso la brecha que lo recorría en diagonal por un lado, y los sigilos grabados, muy bonito. El cetro imperial y otros cuatro antiguos, los que solían identificar buques insignia, no era la primera vez que los veía. Ahí estaba el de Cartheron Costra y ese era el de Urko y ese otro no lo conocía, pero el último era el mismo que el que había en la bandera que tenían encima del barco en el que estaba. Pero es una coincidencia, ¿no? Parpadeó y miró al hombre.

—No puedo —dijo—, tengo órdenes…

—Estoy revocando esas órdenes, sargento.

—¿Y tú puedes hacer eso?

—Dadas las circunstancias, sí.

—Bueno, entonces nunca torvidaré, marinero. Prometido. Y ahora… aónde está sa escotilla…

El tipo la guió con una mano firme en el hombro y la puso en la dirección correcta. Hellian apretó contra el pecho la preciosa petaca cuyo interior susurraba de forma tan preciosa y se abrió camino entre el lodo verde y todas las caras clavadas en ella. Les sacó la lengua.

Que se busquen la suya.

Apsalar se volvió al oír el suspiro de la consejera.

La expresión de Tavore era… filosófica, mientras contemplaba el horizonte oriental.

—Una lección de humildad, ¿verdad?

—Sí, consejera, supongo que sí.

—Todos nuestros planes… nuestra presunción… como si solo a fuerza de voluntad pudiéramos garantizar de alguna forma que todo lo demás permanece inmutable a nuestro alrededor, a la espera solo de lo que nosotros hacemos, lo que decimos.

—Los dioses…

—Sí, lo sé. Pero eso… —señaló con la cabeza el este— no es cosa suya.

—¿No?

—Es demasiado devastador, soldado. Ninguno de los dos bandos está tan desesperado… todavía. Y ahora —se encogió de hombros—, hasta sus juegos empequeñecen y resultan insignificantes.

—Consejera —dijo Apsalar—, le falta confianza.

—¿Ah, sí? ¿En qué?

—En nuestra resistencia.

—Quizá.

Pero hasta la confianza de Apsalar se iba derrumbando, aferrada a un único pensamiento, y la resolución que había tras ese pensamiento también se iba debilitando. Con todo. Un único pensamiento. Esto lo anticiparon. Lo anticipó alguien. Tuvieron que anticiparlo.

Alguien lo vio venir.

La mayor parte de las personas estaban ciegas, a propósito o no. Pero había algunos que no lo estaban.

Así que ahora, mi clarividente amigo, más vale que hagas algo. Y rápido.

Ormulogun, con su sapo detrás, apareció tropezando con una saca de cuero a rebosar en los brazos. El sapo estaba gimoteando algo sobre artistas engañados y el mundo brutal en un tono de satisfacción pesimista. Ormulogun dio un traspié y estuvo a punto de caer junto a Paran, la saca se volcó y derramó su contenido, incluyendo decenas de cartas de madera, la mayor parte en blanco.

—¡Apenas has empezado! ¡Maldito idiota!

—¡Perfección! —chilló Ormulogun—. Dijiste…

—Da igual —gruñó Paran. Se volvió y miró el cielo oriental. Unas lanzas de fuego descendían como lluvia—. ¿En el continente? ¿En el mar? —se preguntó en voz alta—. ¿O en la isla Otataral?

—Quizá en los tres —dijo Noto Forúnculo, que se lamió los labios.

—Bueno —dijo Paran mientras se agachaba y despejaba un espacio en la arena delante de él—, el mar es peor. Eso significa… —Empezó a dibujar con el dedo índice.

—¡Tengo algunas! —gimoteó Ormulogun revolviendo entre las cartas.

Mael. Espero que estés prestando atención, espero que estés listo para hacer lo que hay que hacer. Estudió las rayas que había grabado en la arena. ¿Suficiente? Tendrá que serlo. Cerró los ojos y concentró su voluntad. La puerta está ante mí…

—¡Tengo esta!

El grito resonó con fuerza en el oído derecho de Paran y al tiempo que la fuerza de su voluntad se desataba, abrió los ojos… y vio, cerniéndose ante él, otra carta…

Y todo su poder se precipitó hacia ella…

De rodillas, resbalando por la arcilla que se deformaba bajo él, las manos estiradas para sujetarse. Aire gris, hedor a osario, y Paran levantó la cabeza. Ante él se encontraba una puerta, una masa de huesos retorcidos y carne pálida, magullada, de la que colgaban mechones de pelo, innumerables ojos clavados y detrás estaba el olvido, gris, turbio.

—Oh, Embozado.

Estaba en el mismísimo umbral. Casi se había arrojado dentro, joder…

Apareció una figura en el portal, manto negro, encapuchado, alto. Este no es uno de sus sirvientes. Este es el viejo cabrón en persona…

—¿Hay tiempo para pensamientos tan desagradables, mortal? —La voz era suave, solo un poco áspera—. Con lo que está a punto de suceder… Bueno, Ganoes Paran, Señor de la Baraja de los Dragones, te has colocado en una posición de lo más desafortunada, a menos que desees que te pisoteen las multitudes que en apenas unos momentos van a encontrarse en este camino.

—Oh, cállate, Embozado —siseó Paran mientras intentaba ponerse en pie, pero se detuvo cuando se dio cuenta de que no era una gran idea—. Ayúdame. Ayúdanos. Detén lo que viene, destruirá…

—Demasiado, sí. Demasiados planes. Pero yo no puedo hacer mucho. Has buscado al dios equivocado.

—Lo sé. Estaba probando con Mael.

—Inútil… —Pero al tiempo que el Embozado pronunciaba esa palabra, Paran detectó cierta… vacilación.

Ah, se te ha ocurrido algo.

—Así es. Muy bien, Ganoes Paran, negocia.

—¡Que el Abismo nos lleve, no hay tiempo para eso!

—Piensa rápido, entonces.

—¿Qué quieres? Más que cualquier otra cosa, Embozado. ¿Qué quieres?

Y el Embozado se lo dijo. Y, entre los cadáveres, los miembros y las miradas inexpresivas de la puerta, una cara en concreto se animó, los ojos se abrieron mucho… un detalle que les pasó desapercibido a los dos.

Paran se quedó mirando al dios sin poder creérselo.

—No puedes hablar en serio.

—La muerte siempre habla en serio.

—¡Oh, ya está bien con esa mierda pomposa! ¿Estás seguro?

—¿Puedes lograr lo que pido, Ganoes Paran?

—Lo haré. De algún modo.

—¿Es tu solemne promesa?

—Lo es.

—Muy bien. Vete de aquí. Debo abrir esta puerta.

—¿Qué? ¡Está abierta!

Pero el dios le había dado la espalda y Paran apenas oyó la respuesta del Embozado.

—No por este lado.

Chaur gimió cuando un granizo de piedras ardiendo chocó contra las aguas revueltas a apenas la longitud de un barco de distancia. Explosiones de vapor, un terrible chillido que hendió el aire. Navaja empujó todo lo que pudo el timón para intentar hacer avanzar la bamboleante nave, pero no tenía fuerza suficiente. El Dolor no iba a ninguna parte. Salvo, me temo, al fondo.

Algo chocó contra la cubierta; un golpe seco que partió astillas, reverberaciones que se transmitieron por todo el casco y después empezó a brotar vapor de aquel agujero del tamaño de un puño. El Dolor pareció combarse bajo ellos.

Barathol maldijo y gateó hasta la brecha, arrastrando un fardo de lona de repuesto. Mientras intentaba meterlo en el agujero, dos piedras más golpearon la nave, una por delante, que destrozó la proa, y otra… un destello de calor contra el muslo izquierdo de Navaja, que cuando miró vio vapor y después un torrente de agua.

El aire hervía como el aliento de una forja. Sobre ellos, el cielo entero parecía arder.

La vela había empezado a quemarse, rasgada por completo.

Otro impacto y más de la mitad de la baranda de babor desapareció de repente, madera pulverizada convertida en una bruma que se alejaba flotando entre destellos de motas en llamas.

—¡Nos hundimos! —gritó Scillara y se aferró a la baranda contraria cuando la cubierta del Dolor se ladeó de manera alarmante.

El cargamento cambió de posición. Demasiados suministros, nos hicimos codiciosos, haciendo que la nave moribunda se escorara todavía más.

El cadáver amortajado de Heboric rodó hacia las olas revueltas.

Navaja lanzó un grito e intentó ir hacia él, pero estaba demasiado lejos; la forma envuelta en telas se deslizó hasta el agua…

Y con un sollozo, Chaur lo siguió.

—¡No! —aulló Barathol—. ¡Chaur, no!

Los enormes brazos del gigante mudo envolvieron el cadáver un momento antes de que los dos desaparecieran bajo las aguas.

Mar. Bara lo llamó mar. Ahora caliente, mojado. Era tan bonito. Ahora, cielo malo, y mar malo, ahí arriba, pero ahora está bien. Ahí. Noche oscura, llega la noche, duelen los oídos. Duelen los oídos. Duelen. Bara dijo que nunca se respira en el mar. Tengo que respirar ahora. ¡Oh, duele! ¡Respira!

Se llenó los pulmones y un fuego le atravesó el pecho como un estallido, y después… frescor, calma, los espasmos se ralentizaron. La oscuridad lo rodeó, pero Chaur ya no le tenía miedo. El frío había desaparecido, el calor había desaparecido y el entumecimiento le llenó la cabeza.

Le había gustado tanto el mar, le había encantado.

El cuerpo envuelto que llevaba en brazos tiraba de él hacia abajo, y los miembros que habían sido amputados y que él había recogido cuando Bara se lo dijo parecían moverse en el interior, la lona se estiraba y perdía la forma.

Oscuridad, dentro y fuera. Algo caliente y salvaje atravesó el espacio a su lado, se precipitó al fondo como una lanza de luz y Chaur se estremeció. Y cerró los ojos para hacer que esas cosas se fueran. El dolor por fin había desaparecido de sus pulmones.

Ahora duermo.

Géiseres de vapor que salían disparados al cielo, impactos atronadores que sacudían el aire y machacaban el mar de forma visible y lo hacía estremecerse, temblar, y Navaja vio a Barathol zambullirse en las aguas revueltas tras Chaur. El cuerpo. Heboric, Chaur, oh, dioses…

Llegó junto a Scillara y la estrechó entre sus brazos. Ella se aferró a su camisa empapada.

—Me alegro tanto —susurró cuando el Dolor gimió y se ladeó todavía más.

—¿De qué?

—De haberla dejado. Allí, en la aldea. La dejé.

Navaja la abrazó todavía más.

Lo siento, Apsalar. Por todo…

Ráfagas repentinas que los zarandeaban, una sombra que pasaba. Navaja levantó la cabeza y abrió mucho más los ojos cuando vio la forma monstruosa que ocluía el cielo y descendía…

Un dragón. ¿Y ahora qué?

Y entonces oyó gritos, y en ese momento el Dolor pareció explotar.

Navaja se encontró en el agua, agitando los brazos, el pánico despertó en su interior, como un puño que se cerrara alrededor de su corazón.

… Busca… busca…

¿Qué es ese sonido? ¿Dónde estoy?

Un millón de voces que chillan, que se precipitan a una muerte terrible, oh, habían viajado por el oscuro lapso durante tanto tiempo, ingrávidos, viendo ante ellos ese inmenso… vacío. Sin hacer caso de sus riñas, sus discusiones, sus fieros debates, se los tragó. Por completo. Y luego salieron, por el otro lado… una red de poder que se iba extendiendo, algo que ansiaba masa, algo que se iba haciendo más fuerte y el viaje se vio sumido de repente en un movimiento enloquecido, violento, un mundo debajo, tantos se perdieron entonces, y tras él, otro, ese más grande…

Oh, óyenos, tantos… aniquilados. Montañas golpeadas y convertidas en polvo, rocas que salían dando vueltas en la oscuridad, nubes cegadoras que destellaban bajo la luz dura del sol, y ahora, este mundo bestial que llena nuestra visión, ¿estamos en casa?

¿Hemos llegado a casa?

Busca… manos de jade, polvorientas, en bruto, sin pulir todavía para darles esa luminosidad refulgente. Recuerdo… tenías que morir, Treach, ¿verdad? Antes de la ascendencia, antes de la divinidad auténtica. Antes tenías que morir.

¿Fui alguna vez tu destriant?

¿Me perteneció alguna vez ese título?

¿Había que matarme?

Buscan… estas manos, estas manos desconocidas, incognoscibles, ¿cómo puedo responder a estos gritos? A estos millones en sus prisiones hechas pedazos, toqué, una vez, punta contra punta de los dedos, toqué, oh… las voces…

Esto no es la salvación. Solo morimos. Destrucción…

No, no, idiota. En casa. Hemos llegado a casa…

La aniquilación no es la salvación. ¿Dónde está? ¿Dónde está nuestro dios?

¡Te digo que termina la búsqueda!

No voy a discutirlo.

Escuchadme.

¿Quién es?

¡Ha vuelto! ¡El de fuera, el hermano!

Escuchadme, por favor. Yo… yo no soy vuestro hermano. No soy nadie. Pensé… destriant… ¿lo sabía con seguridad? ¿Me han mentido? Destriant… bueno, quizá, quizá no. Quizá nos equivocamos todos, cada uno de nosotros. Quizá hasta Treach se equivocó.

Ha perdido la cabeza.

Olvídate de él, mira, muerte, muerte terrible, viene…

¿Loco? Y qué. Prefiero escucharle a él que a cualquiera de vosotros. Dijo que escuchásemos, lo dijo, y lo escucharé.

Escucharemos todos, idiota, no tenemos alternativa, ¿no?

Destriant. Lo entendimos todo mal. ¿No lo veis? Todo lo que he hecho… no se puede perdonar. No se puede perdonar jamás, me ha hecho regresar. Hasta el Embozado me ha rechazado, me arrojó de allí. Pero… se está escabullendo, tan tenue, estoy fallando…

Fallar, caer, ¿qué diferencia hay?

Busca.

¿Qué?

Mis manos… ¿las ves? Están sueltas, eso es lo que pasó. Las manos… sueltas. Libres. Yo no puedo hacerlo… pero creo que ellas sí. ¿No lo ves?

Palabras sin sentido.

No, espera…

No es destriant.

Es yunque del escudo.

Buscan… miradme, ¡todos! ¡Buscad! ¡Veis mis manos! ¡Las veis! ¡Están buscando, estirándose hacia vosotros!

Están… buscando…

Barathol se internó nadando en la oscuridad. No veía… nada. A nadie. Chaur, oh dioses, ¿qué he hecho? Continuó abriéndose camino hacia el fondo. Mejor que se ahogara él también, no podía vivir con eso, no con la muerte de ese pobre hombre-niño en las manos, no podía…

Le estaba fallando la respiración, la presión se cerraba sobre él, le machacaba el cráneo. Estaba ciego…

Un destello verde esmeralda allí abajo, florecía, incandescente, se hinchaba… y en el centro… Oh, dioses, espera… espérame…

Inerte, enredado en pliegues desenredados de lona, Chaur se estaba hundiendo, los brazos estirados a los lados, los ojos cerrados, la boca… abierta.

¡No! ¡No, no!

Del fulgor pulsátil, calor… tanto calor… Barathol luchó por acercarse más, el pecho a punto de estallar y estiró las manos y buscó, buscó…

Una sección de la cubierta de popa se había separado de lo que ya era poco más que restos machacados y flotaba en el mar. Las piedras ardientes se precipitaban al mar por todas partes mientras Navaja luchaba por ayudar a Scillara a trepar a aquel fragmento inclinado. Esas piedras de fuego… eran más pequeñas que guijarros, a pesar de los agujeros de tamaños de puños que habían abierto en el Dolor. Más pequeñas que guijarros, más como granos de arena, con un fulgor de color verde brillante, como salpicaduras de vidrio; el color cambiaba casi al instante y se convertía en un rojo óxido al hundirse en las profundidades.

Scillara lanzó un grito.

—¿Te ha alcanzado algo? Oh, dioses, no…

La mujer se giró.

—¡Mira! ¡Que el Embozado nos lleve… mira! —Alzó un brazo y señaló cuando los levantó una ola de espuma… señaló al este…

Hacia la isla Otataral.

Se había… prendido. Verde jade, una cúpula reluciente que quizá abarcara la isla entera, se retorcía, se alzaba a los cielos y surgiendo a través de ella… manos. De jade. Como… como las de Heboric. Se elevaban, como árboles. Brazos, enormes, docenas de ellos… se elevaban, dedos que se abrían, luz verde que surgía como una espiral de las palmas levantadas, de los dedos, de las venas y arterias que atravesaban como cables toda la longitud musculosa, luz verde que acuchillaba los cielos como hojas de espada. Esos brazos eran demasiado grandes para comprender, se estiraban hacia arriba como columnas, atravesaban la cúpula… mientras los fuegos que llenaban el cielo parecían estremecerse… temblar… y después empezaron a converger sobre la isla, sobre las manos de jade que subían y se metían entre la luz verde que ondeaba.

El primero de los soles que se desplomaba golpeó la cúpula resplandeciente.

El sonido fue como el redoble de un tambor, de una magnitud que podría dejar sordos a los dioses. Su pulso onduló por los flancos florecientes de la cúpula, se extendió a toda velocidad y pareció despojar la superficie del mar, hizo estremecer los huesos de Navaja, un impacto que le provocó un estallido de agonía en los oídos, y luego otro, y otro más a medida que un sol tras otro se iba precipitando contra esa cúpula combada y repleta de marcas. Navaja estaba chillando, pero era incapaz de oírse a sí mismo. Una bruma roja le llenaba los ojos, sintió que se deslizaba de la embarcación y caía entre las olas cargadas de espuma…

Al tiempo que una enorme pata con garras bajaba, se abría sobre Navaja y Scillara, que lo sujetaba por un brazo para intentar subirlo otra vez a la balsa, y unas uñas del tamaño de cimitarras se cerraban alrededor de los dos. Los sacaron del agua revuelta, los levantaron, por los aires…

Estírate… sí. Hacia mí, más cerca, más cerca.

Da igual el dolor.

No durará. Lo prometo. Lo sé, porque recuerdo.

No, no se me puede perdonar.

Pero quizá tú puedas, quizá eso sí pueda hacerlo, si sientes que es necesario, no lo sé… no era el más adecuado para haber tocado… allí, en ese desierto. Yo no lo entendía y Baudin jamás podría haber adivinado lo que iba a ocurrir, cómo iba a quedar yo marcado.

Marcado, sí, ahora lo veo, para esto, esta necesidad…

¿Me oyes? Más cerca, ¿ves la oscuridad? Ahí, ahí es donde estoy yo.

Millones de voces que sollozan, gritan, voces, llenas de anhelo, podía oírlas…

Ah, dioses, ¿quién soy? No lo recuerdo.

Solo esto. La oscuridad que me rodea. Nosotros, sí, todos vosotros, nosotros podemos esperar aquí, en esta oscuridad.

Da igual el dolor.

Esperad conmigo. En esta oscuridad.

Y las voces, los millones que eran, con su inmensa, insoportable necesidad, se precipitaron hacia él.

Yunque del escudo, que se llevaría el dolor de todos, porque podía recordar ese dolor.

La oscuridad los absorbió y fue entonces cuando Heboric Manos Fantasmales, yunque del escudo, comprendió una verdad terrible.

No se puede, de un modo real y auténtico, recordar el dolor.

Dos cuerpos que cayeron en la cubierta como muñecos rotos. Mappo luchó por llegar a ellos al tiempo que Rencor salía dando vueltas una vez más, el trell podía sentir la agonía de la dragona con cada bocanada de aire entrecortada que cogía y el aire estaba impregnado del hedor a escamas y carne abrasada.

La lluvia de fuego había descendido en un torrente a su alrededor, salvaje como una granizada y mucho más letal, pero ni una sola partícula había alcanzado su barco, una protección que era obra, comprendió Mappo, no de Rencor, ni, de hecho, de Iskaral Pust o Mogora. No, como demostraban los besos aduladores y mojados del sumo sacerdote, era cosa de un poder nacido en esa maldita mula de ojos negros. De algún modo.

La bestia se limitaba a quedarse allí plantada, sin moverse, al parecer indiferente, la cola espantando la ausencia de moscas. Poco a poco, entre parpadeos, como si estuviera medio dormida, los labios se crispaban muy de vez en cuando.

Mientras el mundo se volvía loco a su alrededor, mientras despedazaba ese otro barco en mil pedazos…

Mappo le dio la vuelta a la figura más cercana. Cara manchada de sangre, chorros que le manaban de las orejas, la nariz, las comisuras de los ojos… pero él conocía a ese hombre. Lo conocía. Azafrán, el daru. Oh, muchacho, ¿qué te ha traído aquí?

El joven abrió los ojos. Llenos de miedo y aprensión.

—Tranquilízate —dijo Mappo—, ahora estás a salvo.

La otra figura, una mujer, estaba tosiendo agua de mar, sangraba por la oreja izquierda, sangre que le bajaba por la parte inferior de la mandíbula antes de chorrearle por la barbilla. A gatas, levantó la cabeza y se encontró con la mirada del trell.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Mappo.

Ella asintió y se arrastró hasta Azafrán.

—El chico vivirá —le aseguró el trell—. Parece que viviremos todos… No había creído…

Iskaral Pust chilló.

Señaló.

Un gran brazo de piel negra, lleno de cicatrices, había aparecido sobre la baranda de babor como una especie de anguila resbaladiza, la mano se aferraba a la madera mojada con los músculos forzados.

Mappo se acercó como pudo.

El hombre que vio al bajar la cabeza se aferraba a otro cuerpo, un hombre casi tan grande como el primero, y estaba claro que este estaba perdiendo fuerzas a toda velocidad. Mappo les tendió los brazos y los subió a los dos a la cubierta.

—Barathol —jadeó la mujer.

Mappo observó cuando el hombre llamado Barathol le dio la vuelta a toda prisa a su compañero y empezó a sacarle el agua de los pulmones.

—Barathol…

—Calla, Scillara.

—Estuvo hundido demasiado tiempo…

—¡Cállate!

Mappo observó, intentaba recordar lo que era sentir tal ferocidad, tal lealtad. Podía casi rememorar… casi. Se ha ahogado, este hombre. ¿Ves toda esa agua? Pero Barathol no cejaba en sus esfuerzos, empujaba el cuerpo inerte, sin fuerzas, a un lado y a otro, le mecía los brazos y luego, al fin, se puso la cabeza y los hombros de su amigo en el regazo, donde le acunó la cara como si fuese un recién nacido.

La expresión del hombre se crispó, terrible en su dolor.

—¡Chaur! ¡Escúchame! Soy Barathol. ¡Escucha! ¡Quiero que… que entierres los caballos! ¿Me oyes? ¡Tienes que enterrar los caballos! ¡Antes de que bajen los lobos! No te lo estoy pidiendo, Chaur, entiendes? ¡Te lo estoy mandando!

Ha perdido la cabeza. De esto ya no hay quien se recupere. Lo sé, lo sé…

—¡Chaur! Me enfadaré, ¿lo entiendes? ¡Me enfado… contigo! ¡Contigo, Chaur! ¿Quieres que Barathol se enfade contigo, Chaur? Quieres…

Una tos, un chorro de agua, una convulsión y después, el hombretón que sujetaba con tanta ternura Barathol en sus brazos pareció encogerse, una mano se alzó y un lamento quejumbroso se abrió paso entre los mocos y la espuma.

—No, no, amigo mío —jadeó Barathol, que abrazó al hombre con más fuerza y lo meció—. No estoy enfadado. No, no lo estoy. Dan igual los caballos. Ya lo has hecho. ¿Te acuerdas? Oh, Chaur, no estoy enfadado.

Pero el hombre berreaba y se aferraba a Barathol como un chiquillo.

Es retrasado. De otro modo el tal Barathol no le habría hablado de esa manera. Es un niño en el cuerpo de un hombre, ese Chaur…

Mappo observó a aquellos dos enormes hombres llorando el uno en brazos del otro.

Rencor se encontraba junto al trell y en cuanto Mappo fue consciente de ella, percibió su dolor, y luego su voluntad, que apartaba el dolor con ferocidad; el trell retiró la mirada de los dos hombres de la cubierta y la posó en ella.

Aparta, aparta con todas sus fuerzas todo ese dolor…

—¿Cómo? ¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

—¿Estás ciego, Mappo Runt? —le preguntó ella—. Mira, míralos, trell. Chaur, su miedo ha desaparecido. Cree a Barathol, cree en él. Por completo, sin duda alguna. No puedes ser ciego a eso, a lo que significa.

»Estás contemplando el júbilo, Mappo Runt. Frente a esto, no voy a obsesionarme con mi dolor, mi sufrimiento. ¿Lo entiendes? No pienso hacerlo.

Ah, espíritus del inframundo, me rompes el corazón, mujer. El trell volvió a mirar a los dos hombres y después adonde Scillara sostenía a Azafrán en brazos y le acariciaba el pelo mientras el muchacho iba recuperando el sentido. Roto, por todo esto. Otra vez.

Lo había… olvidado.

Iskaral Pust estaba bailando alrededor de Mogora, que lo observaba con una expresión amarga, el rostro contraído hasta parecerse a una pasa seca. Y después, en un momento en el que el sumo sacerdote se acercó demasiado, la mujer le disparó una patada que lo tiró al suelo. El sacerdote cayó con un golpe seco y empezó a maldecir.

—¡Mujer despreciable! Mujer, ¿he dicho mujer? ¡Ja! ¡Eres lo que deja a su paso una serpiente que muda la piel! ¡Una serpiente enferma! Con costras, pústulas, verdugones y juanetes…

—¡Oí que me codiciabas, asqueroso bicho raro!

—¡Querrás decir que lo intenté! ¡Por desesperación, pero ni siquiera la muerte inminente bastaba! ¿Lo entiendes? ¡No bastaba!

Mogora avanzó hacia él.

Iskaral Pust lanzó un chillido y se deslizó bajo la mula.

—¡Acércate más, arpía, y mi sirviente te dará una coz! ¿Sabes cuántos tontos mueren cada año por la coz de una mula? Te sorprendería.

La bruja dalhonesia siseó a su marido y de inmediato se derrumbó convertida en un enjambre de arañas que salieron disparadas por todas partes, momentos después no quedaba ni una sola a la vista.

El sumo sacerdote, los ojos muy abiertos, miró a su alrededor con frenesí y después empezó a rascarse bajo las ropas.

—¡Oh! ¡Horrible criatura!

La atención desconcertada de Mappo la atrajo entonces Azafrán, que se había acercado a Barathol y Chaur.

—Barathol —dijo el daru—. ¿No había posibilidad…?

El hombre lo miró y después negó con la cabeza.

—Lo siento, Navaja. Pese a que le salvó la vida a Chaur. Incluso muerto, salvó a Chaur.

—¿Qué quieres decir?

—El cuerpo relucía —dijo Barathol—. Con un verde brillante. Así fue como los vi. Chaur estaba enredado en el rollo de tela, tuve que cortarla para liberarlo. No podía llevarlos a los dos a la superficie, apenas conseguí salir…

—No pasa nada —dijo Azafrán.

—Se hundió, cada vez más, y el fulgor menguó. La oscuridad se lo tragó. Pero escucha, lo trajiste muy cerca, ¿lo entiendes? No hasta el final, pero sí bastante cerca. Fuera lo que fuera lo que pasó, fuera lo que fuera lo que nos salvó a todos, ¡vino de él!

Mappo habló entonces.

—Azafrán, ahora es Navaja, ¿no? Navaja, ¿de quién estáis hablando? ¿Se ahogó alguien más?

—No, Mappo. Es decir, en realidad no. Un amigo, murió… y yo… bueno, estaba intentando trasladar su cuerpo a la isla, es donde quería ir, sabes. Para devolver una cosa.

Una cosa.

—Creo que aquí tu amigo tiene razón —dijo el trell—. Lo has traído lo bastante cerca. Para que marcara la diferencia, para hacer lo que ni siquiera la muerte podía impedirle hacer.

—Se llamaba Heboric Manos Fantasmales.

—Recordaré ese nombre, entonces —dijo Mappo—. Con gratitud.

—Estás… diferente. —Navaja había fruncido el ceño—. Esos tatuajes. —Entonces abrió mucho los ojos y preguntó lo que Mappo más temía—. ¿Dónde? ¿Dónde está?

Las puertas del interior del trell que se habían abierto una ranura se cerraron de golpe una vez más y el hombre apartó la mirada.

—Lo perdí.

—¿Lo perdiste?

—Se fue. —Sí, le fallé. Nos fallé a todos. No podía mirar al daru. No podía soportarlo. Mi vergüenza…

—Oh, Mappo, lo siento.

¿Que tú lo… qué?

Una mano se apoyó en su hombro y eso ya fue demasiado. Pudo sentir las lágrimas, el dolor que inundó sus ojos y que bajó por su rostro. Se estremeció.

—Culpa mía… culpa mía…

Rencor se quedó mirando un momento más. Mappo, el trell. El que caminó con Icarium. Ah, ahora se culpa a sí mismo. Entiendo. Vaya… es… una lástima. Pero esa era nuestra intención, después de todo. Y cabe la posibilidad, la posibilidad que más aprecio. Icarium, bien podría encontrarse con mi hermana antes de que todo esto acabe. Sí, eso sería una dulzura, delicioso, un sabor que podría disfrutar durante mucho, mucho tiempo. ¿Estás lo bastante cerca, Envidia, para percibir mis pensamientos? ¿Mi… deseo? Eso espero. Pero no, no era el momento para esas ideas, por tentadoras que fuesen.

Dolorida todavía por las heridas, se volvió y estudió las nubes salvajes y agitadas que flotaban sobre la isla Otataral. Brotes de color, como si las llamas asolaran la tierra, lenguas de fuego que subían como un parpadeo por esos brazos gigantescos de jade y salían girando de los dedos. Sobre la cúpula hirviente, la noche estaba atenuando la penumbra de polvo y humo, donde cuchilladas de materia todavía la atravesaban de vez en cuando.

Rencor miró entonces al oeste, al continente. No sé quién eres, pero… gracias.

Paran abrió los ojos con un jadeo y se encontró lanzado hacia delante, la gravilla arenosa se alzaba a toda prisa, y después chocó y gimió con el impacto. Sentía los brazos como cuerdas desenredadas cuando los fue subiendo poco a poco, lo suficiente para ponerse de lado, lo que le permitió rodar de espaldas.

Sobre él, un círculo de caras, todas mirándolo.

—Puño supremo —preguntó Rythe Bude—, ¿acaba de salvar el mundo?

—¿Y a nosotros con él? —añadió Noto Forúnculo, después frunció el ceño—. Da igual, señor. Después de todo, al responder al interrogante de la puño, lo segundo va implícito…

—Cállese —dijo Paran—. Si he salvado al mundo, y de ninguna de las maneras afirmaría yo tal cosa, ya lo estoy lamentando. ¿Tiene alguien un poco de agua? Del lugar del que acabo de llegar me ha quedado un sabor bastante desagradable en la boca.

Unas botas de agua aparecieron con un chapoteo.

Pero Paran levantó una mano.

—El este… ¿tiene muy mal aspecto?

—Debería tenerlo mucho, mucho peor, señor —dijo la puño Rythe Bude—. Hay un auténtico follón por allí, pero la verdad es que no está saliendo nada, si sabe a lo que me refiero.

—Bien. —Bien.

Oh, Embozado. ¿Estabas hablando en serio de verdad?

Dioses, yo y mis promesas…

En el este la noche era una tormenta refulgente, silenciosa. En pie, cerca de la consejera, con Nada y Menos a pocas zancadas de distancia, a un lado, el puño Keneb se estremecía bajo su pesado manto a pesar del calor sofocante y peculiar del viento constante. No comprendía lo que había pasado más allá de ese horizonte oriental, ni antes ni en ese momento. El descenso de soles con llamas verdes, el torbellino enfurecido. Y, durante un tiempo, un malestar generalizado que envolvía a todo el mundo; había parecido que de lo que era inminente no habría indulto, ni forma de escapar, ni esperanza de supervivencia.

Una idea que, por extraño que fuera, había tranquilizado a Keneb. Cuando la lucha carecía de sentido, toda presión se limitaba a desaparecer. Se le ocurría que tampoco estaba de más aferrarse a esos sentimientos. Al fin y al cabo, la muerte en sí era inevitable, ¿no? Ineludible, ¿qué sentido tenía emplear uñas y dientes en rehuirla en un esfuerzo condenado de antemano?

El consuelo que eso representaba fue momentáneo, por desgracia. La muerte se cuidaba sola, era en la vida, en vivir, donde importaban las cosas. Actos, deseos, motivos, temores, los dones de la alegría y el sabor amargo del fracaso. Un festín al que todos debemos asistir.

Al menos hasta que nos vayamos.

Las estrellas oscilaban sobre sus cabezas, ribetes de nubes se aferraban al norte, de ese tipo que a Keneb le hacían pensar en la nieve. Y sin embargo, aquí estoy, sudando, el sudor se enfría, este frío que no ha moldeado la noche ni el viento, sino el agotamiento. Menos había dicho algo sobre ese viento, su urgencia, la voluntad que lo empujaba. Así pues, no era natural. Un dios, entonces, que nos manipula otra vez más.

Las flotas de los nemil patrullaban un amplio tramo de esa costa. Sus birremes de guerra eran primitivos, de aspecto torpe, y nunca se apartaban demasiado de la orilla rocosa. Esa costa pertenecía por tradición a los trell, pero había habido guerras, generaciones enteras de guerras, y los asentamientos nemil salpicaban las bahías y las ensenadas, y los trell, que jamás habían sido un pueblo de mar, se habían visto empujados al interior, hacia las colinas, a un enclave cada vez más pequeño rodeado de colonos. Keneb había visto mestizos entre las tripulaciones nemil en los barcos mercantes que habían salido con suministros.

Por beligerantes que fueran los nemil con los trell, no sentían una inclinación parecida cuando se enfrentaban a una enorme flota malazana que entraba en sus aguas territoriales. Los sabios entre ellos habían predicho esa llegada y el aliciente de los beneficios había puesto en movimiento una flotilla de botes de mercaderes que había partido del puerto acompañada por una desorganizada colección de escoltas, algunas privadas, otras de la casa real. El reabastecimiento se había asemejado a un festín frenético en el mar, es decir, hasta que el cielo oriental había estallado de repente en una luz salvaje.

No quedaba ya ni un solo barco nemil y ya habían dejado atrás esa costa cuando la mano del vigía hizo tañer con tono apagado la segunda campanada tras la medianoche, el sonido recogido por los barcos cercanos y repetido como una onda por toda la flota imperial.

De boca de un capitán nemil, ese mismo día, habían recibido noticias interesantes y fue esa información la que, a pesar de lo avanzado de la hora, la consejera continuaba debatiendo con sus dos compañeros wickanos.

—¿Alguna fuente malazana ha proporcionado detalles —le estaba preguntando Menos a Tavore— sobre los pueblos que habitan más allá del mar Catal?

—Nada más que un nombre —respondió la consejera y luego se dirigió a Keneb—. Puño, ¿lo recuerda usted?

—Perecedero.

—Sí.

—¿Y nada más se sabe de ellos? —preguntó Menos.

No respondió nadie. Y pareció que los wickanos entonces esperaron.

—Una sugerencia interesante —dijo la consejera tras un momento—. Y dado que casi hay galerna, no tardaremos en descubrir nosotros mismos qué tipo de pueblo es Perecedero.

El capitán nemil había informado (de oídas) que se había avistado otra flota edur el día antes. Muy hacia el norte, menos de una veintena de barcos que luchaban por avanzar hacia el este a pesar del viento incesante. Esos barcos estaban en malas condiciones, había explicado el capitán. Dañados, cojeando. Golpeados por una tormenta, quizá, o habían entrado en batalla. Fuera cual fuera la causa, no estaban impacientes por desafiar a los barcos nemil, lo que en sí mismo ya fue tema suficiente de conversación; al parecer, los barcos edur errantes llevaban casi dos años viviendo a costa de los mercaderes nemil y en los casos en los que las escoltas nemil estaban lo bastante cerca como para entablar combate, los resultados habían sido desastrosos para los anticuados birremes.

Una noticia curiosa. La consejera había presionado al capitán nemil para que le diera información sobre los perecederos, los habitantes de la inmensa península rodeada de montañas en el lado occidental del mar Catal, que era en sí mismo una ensenada importante que sobresalía por el sur, al fondo de la cual estaba el corazón del reino nemil. Pero el hombre se había limitado a sacudir la cabeza, mudo de repente.

Menos había sugerido momentos antes que quizá la flota edur había chocado con esos perecederos. Y había sufrido las consecuencias.

La flota malazana estaba atravesando la boca de la ensenada Catal (como se llamaba en los mapas malazanos), una distancia que el capitán había afirmado que suponía un viaje de cuatro días de navegación en condiciones ideales. Los barcos de cabeza ya habían cubierto una cuarta parte del trayecto.

Había algo más que el viento, algo mágico o no, el modo en que los horizontes tenían un aspecto borroso, sobre todo los cabos…

—Los nemil —dijo Nada— no eran reacios a hablar de los edur.

—Pero no quisieron decir nada en absoluto de los perecederos —añadió Menos.

—Habrá historia entre ellos —sugirió Keneb.

Los otros se volvieron hacia él.

Keneb se encogió de hombros.

—Solo es una idea. Es obvio que los nemil son expansionistas, y eso implica cierta… arrogancia. Devoraron a los pueblos trell, lo que proporcionó un símbolo alentador de la pericia nemil y su superioridad moral. Puede ser que los perecederos asestaran un golpe que supuso un símbolo opuesto, algo que conmocionó y a la vez humilló a los nemil, sentimientos que no encajaban con sus ideas de grandeza. Así que no querrán hablar de ello.

—Su teoría tiene sentido —dijo la consejera—. Gracias, puño. —Se volvió y estudió el amotinado cielo oriental—. Humillados, sí —dijo en voz baja—. En sus escritos, Duiker habla de los múltiples niveles que se encuentran en la guerra, desde el soldado que se enfrenta a otro soldado, hasta los propios dioses enzarzados en combate mortal. A primera vista, parece un ultraje considerar que puedan coexistir esos extremos, pero Duiker afirma luego que el potencial de causa y efecto puede fluir en ambas direcciones.

—Sería un consuelo pensar eso —dijo Keneb—. Se me ocurren unos cuantos dioses a los que me encantaría ponerles la zancadilla ahora mismo.

—Es posible —comentó la consejera— que alguien se le haya adelantado.

Keneb frunció el ceño.

—¿Sabe usted quién, consejera?

Ella lo miró, pero no dijo nada.

Y así termina su momentánea locuacidad. Bueno, ¿y qué me ha descubierto? Que es una mujer muy leída, pero eso ya lo sabía. ¿Algo más?

No.

Kalam se abrió camino y se derrengó una vez más junto a Ben el Rápido.

—Ya es oficial —dijo en la penumbra de la húmeda bodega.

—¿El qué?

—Seguimos vivos.

—Ah, eso está bien, Kal. Estaba subiéndome por las paredes aquí abajo a la espera de noticias.

—Prefiero esa imagen a la realidad, Rápido.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, la idea de que estabas escondido, el taparrabos cargado de repente y un charco extendiéndose debajo de ti.

—Tú no sabes nada. Yo sí. Sé más de lo que querría saber jamás…

—Imposible. Tú te bebes los secretos como Hellian el ron. Cuanto más sabes, más borracho y odioso te pones.

—¿Ah, sí? Bueno, pues sé cosas que tú querrías saber e iba a contártelas, pero ahora creo que voy a cambiar de opinión…

—Escúpelo ya, mago, antes de que vuelva arriba y le diga a la consejera dónde puede encontrarte.

—No hagas eso. Necesito tiempo para pensar, maldito seas.

—Pues habla. Puedes pensar mientras lo haces; después de todo, contigo las dos actividades se distinguen sin problemas y, por lo general, no guardan ninguna relación.

—¿Qué te tiene tan infeliz?

—Tú.

—Mentiroso.

—De acuerdo, yo.

—Eso está mejor. Pero bueno, que sé quién nos salvó.

—¿En serio?

—Bueno, más o menos… por lo menos el que echó a rodar la bola.

—¿Quién?

—Ganoes Paran.

Kalam frunció el ceño.

—De acuerdo, me sorprende menos de lo que debería.

—Entonces es que eres idiota. Lo hizo sosteniendo una conversación con el Embozado.

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba allí, escuchando. A la puerta del Embozado.

—¿Y qué hacías tú paseándote por allí?

—Íbamos a morir todos, ¿no?

—Ah, ¿así que querías llegar antes de que empezara la hora punta?

—Muy gracioso, Kalam. No, quería llegar a algún trato, pero eso ahora es irrelevante. Terminó siendo Paran el que hizo el trato. El Embozado dijo algo. Quiere algo… por su propio maldito aliento, me dejó escandalizado, que lo sepas…

—Pues dímelo.

—No. Necesito pensar.

Kalam cerró los ojos y se apoyó en un fardo. Olía a avena.

—Ganoes Paran. —Una pausa, y luego—: ¿Crees que ella lo sabe?

—¿Quién, Tavore?

—Sí, ¿quién si no?

—No tengo ni idea. No me sorprendería. Nada en ella me sorprendería, de hecho. Quizá hasta esté escuchándonos ahora mismo…

—¿No lo percibirías?

—Kalam, esta noche hay algo paseándose entre la flota, y no es agradable, sea lo que sea. No hago más que sentir que pasa… cerca, nos roza y luego, antes de que pueda cogerlo por el pescuezo, se va en un susurro otra vez.

—¡Así que estás escondiéndote aquí abajo!

—Pues claro que no. Ya no, quiero decir. Ahora si me quedo aquí es para tender una trampa.

—Una trampa. Claro. Muy listo, mago supremo.

—Lo es. Para la próxima vez que se acerque todo furtivo.

—¿De verdad esperas que me crea eso?

—Cree lo que quieras, Kalam. Qué me importa a mí, incluso si es mi amigo más antiguo el que ya no confía en mí…

—¡Por el amor del Embozado, Ben el Rápido, yo nunca he confiado en ti!

—Eso sí que me ofende. Un proceder muy sabio pero, aun así, ofensivo.

—Dime algo, Rápido. ¿Exactamente cómo te las arreglaste para esconderte a la puerta del Embozado con Paran y el dios en persona plantados allí?

El mago sorbió por la nariz.

—Estaban distraídos, por supuesto. A veces, el mejor sitio para esconderse es a la vista de todo.

—Y entre los dos salvaron el mundo.

—Le dieron a la bola un empujoncito, Kal. El resto fue cosa de otro. No sé quién o qué. Pero te diré una cosa, esos soles que caían… estaban llenos de voces.

—¿Voces?

—Enormes trozos de piedra. Jade, que descendía de las estrellas. Y en esas montañas rotas, o lo que fueran, había almas. Millones de almas, Kalam. Las oí.

Dioses, no me extraña que te escondieras aquí abajo, Rápido.

—Eso es muy raro. Me estás dando escalofríos.

—Lo sé. Yo siento lo mismo.

—Bueno, ¿y cómo te escondiste del Embozado?

—Formaba parte de la Puerta, por supuesto. Otro cadáver más, otra cara con la mirada fija.

—Eh, qué astuto.

—¿Verdad?

—¿Y qué se sentía entre todos esos huesos, cuerpos y todo aquello?

—Era algo así como… reconfortante…

Ya lo veo. Kalam volvió a fruncir el ceño. Un momento… Me pregunto… ¿no nos pasará algo raro?

—Rápido, tú y yo.

—¿Sí?

—Creo que estamos chiflados.

—Tú no.

—¿Qué quieres decir?

—Eres demasiado lerdo. No puedes estar chiflado si te acabas de dar cuenta ahora mismo de que estamos chiflados. ¿Entiendes?

—No.

—Lo que yo decía.

—Bueno —rezongó el asesino—, qué alivio.

—Para ti, sí. ¡Shh! —La mano del mago se aferró al brazo de Kalam—. ¡Ha vuelto! —siseó—. ¡Está cerca!

—¿Al alcance de la mano? —preguntó Kalam con un susurro.

—¡Dioses, espero que no!

Residente solitario en ese camarote, y en los huecos y literas circundantes un cordón de Espadas Rojas que protegían con fiereza a su amargado y vencido comandante, aunque ninguno optaba por compartir el alojamiento del puño a pesar de las abarrotadas condiciones del barco. Más allá de esos soldados, las Lágrimas Quemadas de los khundryl, mareados todos y cada uno, llenaban el aire bajo las cubiertas del hedor acre de la bilis.

Así que él permanecía solo. Envuelto en su propio aire cargado, fétido, no había luz de farol que venciera a la oscuridad, y eso estaba bien. Pues todo lo que estaba fuera encajaba con lo que estaba dentro, y el puño Tene Baralta se decía a sí mismo, una y otra vez, que eso estaba bien.

Y’Ghatan. La consejera los había mandado entrar con todos los efectivos sabiendo que habría una masacre. No quería a los malditos veteranos y sus constantes impertinencias bajo su mando. Quería deshacerse de las Espadas Rojas y de los infantes, soldados como Sepia y Violín. Era muy probable que lo hubiera calculado todo, que hubiera conspirado con el propio Leoman. Esa conflagración, la ejecución había sido demasiado perfecta, demasiado oportuna. Había habido señales, esos idiotas de los faroles en los tejados, por las propias almenas.

Y el emplazamiento en sí, una ciudad llena de aceite de oliva, la cosecha de un año entero. La consejera no había lanzado el ejército tras Leoman, no había mostrado prisa alguna, cuando cualquier comandante leal de verdad habría… habría dado caza a ese cabrón mucho antes de llegar a Y’Ghatan.

No, el momento había sido… diabólico.

Y ahí estaba él, mutilado y atrapado en medio de unos malditos traidores. Pero una y otra vez se habían sucedido acontecimientos que ajaban a la consejera y sus planes traidores y asesinos. La supervivencia de los infantes, de Lostara entre ellos. Y luego, la inesperada actuación de Ben el Rápido para detener a esos magos edur. Oh, sí, sus soldados le informaban de cada pequeño detalle. Comprendían, aunque no revelaban nada de sus sospechas, se lo notaba en los ojos, comprendían. Que eran inminentes cosas necesarias. Pronto.

Y sería el puño Tene Baralta en persona el que las encabezaría. Tene Baralta, el Mutilado, el Traicionado. Oh, sí, le darían nombres. Habría cultos que lo venerarían, igual que había cultos que veneraban a otros grandes héroes del Imperio de Malaz. Como Coltaine. Bastión. Baria Setral y su hermano, Mesker, de las Espadas Rojas.

En esa compañía tenía su sitio Tene Baralta. Esa compañía, se dijo, era la única compañía digna.

Le quedaba un ojo, podía ver… casi… De día, una bruma borrosa flotaba ante su visión y había dolor, tanto dolor, hasta que no podía siquiera volver la cabeza; oh, sí, los sanadores habían trabajado sobre él, con órdenes, al fin lo sabía, de fallarle una y otra vez, de dejarle con una plaga de cicatrices sin sentido y dolor fantasma. Y, cuando salían de esa habitación se reían del éxito imaginado de su charada.

Bueno, les devolvería el regalo a todos y cada uno de esos sanadores.

En esa oscuridad suave y cálida se quedó mirando al techo desde el catre en el que yacía. Cosas invisibles crujían y gemían. Una rata se escabullía de un sitio a otro por un lado del atestado aposento. Su centinela, su guardaespaldas, su alma enjaulada.

Le llegó un olor extraño, dulce, empalagoso, paralizante, y sintió que sus molestias se desvanecían, el chillido de los nervios se acallaba.

—¿Quién anda ahí? —dijo con voz ronca.

Una respuesta áspera.

—Un amigo, Tene Baralta. Uno, en realidad, cuyo rostro es igual al tuyo. Como tú, golpeado por la traición. Tú y yo, estamos desgarrados y retorcidos para recordarnos, una y otra vez, que no se puede confiar en aquel que no luce cicatrices. Jamás. Es una gran verdad, amigo mío, que solo un mortal que ha sido vencido y roto puede volver a surgir por el otro lado, entero de nuevo. Completo y, para todas sus víctimas dispuestas ante él, con un brillo cegador, ¿eh? Los fuegos blancos y abrasadores de su justicia. Oh, te lo prometo, ese momento tendrá un sabor muy dulce.

—Una aparición —jadeó Tene Baralta—. ¿Quién te ha enviado? La consejera, ¿no? Un asesino demoníaco para poner fin a este…

—Pues claro que no, e incluso al tiempo que haces tales acusaciones, Tene Baralta, sabes que son falsas. Ella podría matarte en cualquier momento…

—Mis soldados me protegen…

—No te matará —dijo la voz—. No le hace falta. Ya te ha desechado, una víctima inútil y patética de Y’Ghatan. No ha comprendido, Tene Baralta, que tu mente continúa viva, tan perspicaz como siempre, su juicio claro e impaciente por derramar sangre viciada. Es una mujer complaciente.

—¿Quién eres?

—Me llamo Gethol. Soy el Heraldo de la Casa de Cadenas. Estoy aquí por ti. Solo por ti, pues hemos percibido, oh, sí, hemos percibido que estás destinado a la grandeza.

Ah, qué emoción al oír sus palabras… no, contenla. Sé fuerte… muéstrale a ese tal Gethol tu fuerza.

—Grandeza —dijo—. Sí, eso siempre lo he sabido, heraldo.

—Y el momento ha llegado, Tene Baralta.

—¿Sí?

—¿Sientes el don de tu interior? Va reduciendo tu dolor, ¿no?

—Lo siento.

—Bien. Ese don es tuyo, y habrá más.

—¿Más?

—Tu único ojo, Tene Baralta, merece algo más que un mundo nublado e incierto, ¿no te parece? Necesitas una visión aguda que esté a la altura de la agudeza de tu mente. Parece lo más razonable, de hecho, lo justo.

—Sí.

—Esa será tu recompensa, Tene Baralta.

—¿Si hago qué?

—Más tarde. Esos detalles no son para esta noche. Hasta que hablemos otra vez, sigue a tu conciencia, Tene Baralta. Haz planes para lo que ha de llegar. Regresas al Imperio de Malaz, ¿no? Eso está bien. Has de saber que la emperatriz te aguarda. A ti, Tene Baralta, más que a ningún otro de este ejército. Debes estar preparado para ella.

—Oh, lo estaré, Gethol.

—Debo irme ahora, no sea que se descubra esta visita… hay muchos poderes ocultos en este ejército. Ten cuidado. No confíes en nadie…

—Confío en mis Espadas Rojas.

—Si has de hacerlo, sí, los necesitarás. Adiós, Tene Baralta.

Silencio una vez más y la penumbra, igual e inmutable, por dentro y por fuera. Destinado, sí, a la grandeza. Lo verán. Cuando hable con la emperatriz. Lo verán todos.

Echada en su litera, la parte inferior de la de arriba a apenas un palmo de distancia, bramante nudoso y matas sucias de mantas, Lostara Yil continuó respirando con lentitud y regularidad. Podía oír el latido de su propio corazón, el zumbido de la sangre en los oídos.

El soldado del catre inferior gruñó y después habló en voz baja.

—Ahora habla solo. Mal vamos.

La voz del interior del camarote de Tene Baralta había estado murmurando a través de la pared durante los últimos cincuenta latidos, pero al parecer ya había parado.

¿Hablando solo? En absoluto; era una maldita conversación. Cerró los ojos y deseó haber estado dormida y no ser consciente de esa pesadilla cada vez más sórdida que era el mundo de su comandante: la luz viscosa de su ojo cuando entraba a verlo, los músculos del cuerpo combándose bajo la grasa, el rostro crispado que comenzaba a marchitarse y a adquirir un aspecto flácido donde no había cicatrices tensas. Piel pálida, mechones de pelo apelmazados por el sudor viejo.

Lo que se ha quemado es lo que templaba su alma. Ahora solo queda la maldad, una colección moteada de manchas e impurezas fundidas.

Y yo soy su capitán una vez más, por órdenes suyas. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué espera?

Tene Baralta había dejado de hablar. Lostara ya podía dormir, su mente solo tenía que dejar sus frenéticas carreras.

Oh, Cotillion, lo sabías, ¿verdad? Sabías que llegaría esto. Pero me dejaste la elección a mí. Y ahora la libertad parece una maldición.

Cotillion, tú nunca juegas limpio.

La costa occidental del mar Catal estaba bordeada de fiordos, altos acantilados negros y peñascos caídos. Las montañas que se alzaban casi junto a la orilla estaban recubiertas de coníferas, las agujas verdes tan oscuras que eran casi negras. Enormes cuervos de colas rojas daban vueltas en el cielo y lanzaban carcajadas extrañas y duras cuando viraban y se inclinaban hacia la flota de barcos inquietantes que se acercaban a los malazanos, se precipitaban casi hasta el suelo solo para alzarse de nuevo con el aleteo pesado y lánguido de las alas.

El buque insignia de la consejera se encontraba junto al de Nok y el almirante acababa de cruzar para reunirse con Tavore y esperar la llegada de los perecederos.

Keneb se quedó mirando, fascinado, los inmensos buques de guerra que se iban acercando. Cada uno era, de hecho, dos dromones unidos por unos arcos, lo que creaba un catamarán de proporciones ciclópeas. El cese repentino del viento había obligado a sacar los remos sobre las aguas encalmadas y eso incluía una bancada doble de remos en el lado interior de cada dromon, escorzados por los arcos.

El puño había contado treinta y una de esas gigantescas naves, dispuestas en forma de cuña ancha y aplastada. Podía ver balistas montadas a ambos lados de las proas como cabezas de lobo, y, acoplados a las barandas exteriores a lo largo de toda la longitud de los barcos, había una fila doble de escudos rectangulares superpuestos, las superficies de bronce pulidas y relucientes bajo la luz apagada del sol.

Cuando el barco de cabeza se acercó, se alzaron los remos y se introdujeron en el barco.

—Mire bajo la superficie, entre los cascos, almirante —dijo uno de los oficiales de Nok—. Los arcos de arriba tienen su contrapartida en los que van bajo el agua… y esos llevan arietes.

—No sería muy inteligente, desde luego —dijo Nok—, provocar una batalla con estos perecederos.

—Pero eso es lo que ha hecho alguien —dijo la consejera—. Hay daños por fuego mágico, ahí, en el que flanquea al buque insignia. Almirante, ¿cuál le parece que es la dotación de soldados a bordo de cada uno de esos catamaranes?

—Podría haber hasta doscientos infantes o el equivalente para cada dromon. Cuatrocientos por nave; me pregunto si algunos de ellos están a los remos. A menos, por supuesto, que tengan esclavos.

La bandera visible bajo la cofa del vigía del palo mayor del primer barco mostraba una cabeza de lobo sobre un campo negro bordeado de gris.

Observaron cuando bajaron una nave larga que semejaba una canoa de guerra entre los dos cascos del buque insignia y después descendieron unos soldados con armaduras que tomaron las palas. Tres figuras más se reunieron con ellos. Todas salvo una lucían yelmos de hierro con camales en la nuca y barbotes completos. Mantos grises, guanteletes de cuero. La única excepción era un hombre alto, demacrado y calvo que vestía una túnica pesada de lana de color gris oscuro. Tenían la piel clara, pero todas las demás características permanecían ocultas bajo la armadura.

—Es un montón de cota de malla lo que carga esa canoa —murmuró el mismo oficial—. Como vuelque, una veintena de bultos oxidándose en el fondo…

La canoa se deslizó sobre el ariete sumergido, impulsada a buen ritmo por los remeros cuyas palas destellaban en perfecta armonía. Unos momentos después, una orden dicha en voz baja provocó la retirada de los remos, salvo el del soldado de popa, que giró el timón y le dio la vuelta a la canoa para acercarla al buque insignia malazano.

A una orden de Nok, varios marineros se precipitaron a ayudar a subir a bordo al contingente perecedero.

La primera en aparecer fue una figura alta de hombros anchos ataviada con un manto negro. Bajo la gruesa lana había una sobrevesta de cota de malla ennegrecida que resplandecía por el aceite con la que estaba engrasaba. La espada larga de la cadera izquierda revelaba un pomo en forma de cabeza de lobo plateado. El perecedero hizo una pausa, miró a su alrededor y después se acercó a la consejera mientras los demás aparecían en la baranda. Entre ellos estaba el hombre de la túnica, que le gritó algo al que Keneb supuso que era el comandante. Esa persona se detuvo, se dio la vuelta a medias y la voz que surgió tras el yelmo con visor sorprendió a Keneb, pues era la de una mujer.

Es una puñetera gigante, incluso las mujeres de la pesada de nuestro ejército dudarían antes de enfrentarse a esta.

La pregunta de la mujer fue breve.

El hombre calvo respondió con una única palabra ante la que la mujer de la armadura se inclinó y se hizo a un lado.

Keneb observó que el hombre de la túnica se adelantaba con los ojos puestos en la consejera.

—Mezla —dijo—, bienvenidos.

Habla malazano. Bueno, esto debería facilitarnos las cosas.

La consejera asintió.

—Bienvenidos a su vez, perecederos. Soy la consejera Tavore Paran y este es el almirante Nok…

—Ah, sí, ese nombre nos es conocido, señor. —Una profunda reverencia dirigida a Nok, que pareció sorprenderse por un momento antes de responder con la misma moneda.

—Habla bien nuestro idioma —dijo Tavore.

—Discúlpeme, consejera. Soy el destriant Run’Thurvian. —Señaló con un gesto a la mujerona que tenía al lado—. Esta es la espada mortal Krughava. —Y después, tras hacerse a un lado, se inclinó ante otro soldado que se encontraba dos pasos por detrás de la espada mortal—. El yunque del escudo Tanakalian. —El destriant añadió algo en su propio idioma y, en respuesta, tanto la espada mortal como el yunque del escudo se quitaron los yelmos.

Ah, son soldados duros, muy duros. Krughava, de cabello férreo, tenía los ojos azules y el rostro curtido cubierto de cicatrices, pero los huesos bajo los rasgos angulosos y severos eran robustos y regulares. El yunque del escudo era, en contraste, bastante joven y, si acaso, más ancho de hombros, aunque no tan alto como la espada mortal. Tenía el cabello rubio, del color de los tallos de trigo, y los ojos de un profundo color gris.

—Sus barcos han estado luchando —le dijo el almirante Nok al destriant.

—Sí, señor. Perdimos cuatro en el enfrentamiento.

—Y los tiste edur —preguntó la consejera—, ¿cuántos perdieron ellos?

El destriant cedió de repente el turno a la espada mortal con una reverencia y la mujer respondió con soltura en malazano.

—No se sabe. Quizá veinte, una vez que se repelió su hechicería. Aunque ágiles, los barcos contaban con poca dotación. No obstante, lucharon bien, sin dar cuartel.

—¿Van en persecución de los barcos supervivientes?

—No, señor —respondió Krughava, después se quedó callada.

El destriant habló entonces.

—Nobles señores, les hemos estado esperando. A los mezla.

Se volvió y fue a situarse junto al yunque del escudo.

Krughava se colocó justo enfrente de la consejera.

—Almirante Nok, discúlpeme —dijo mientras sostenía la mirada de Tavore. La espada mortal sacó entonces su espada.

Al igual que cada uno de los oficiales malazanos que presenciaron el gesto, Keneb se puso en tensión y estiró la mano hacia su propia arma.

Pero la consejera no movió ni un músculo. No llevaba ningún arma en absoluto.

El trozo de hierro azul que se deslizó de la vaina estaba grabado desde la punta a la empuñadura: dos lobos se estiraban en pleno ataque; cada remolino de pelo visible, los colmillos pulidos y más brillantes que todo lo demás, relucientes; los ojos, manchas ennegrecidas. La manufactura era magnifica, pero el borde de esa hoja tenía muescas y estaba magullada. El hierro entero relucía, aceitado.

La espada mortal sostuvo la espada en horizontal contra su propio pecho, había una rigidez formal en sus palabras cuando habló.

—Soy Krughava, espada mortal de los Yelmos Grises de los perecederos, comprometidos con los Lobos del Invierno. En solemne aceptación de todo lo que pronto ha de ocurrir, pongo mi ejército a su servicio, consejera Tavore Paran. Nuestra dotación: treinta y un tronos de guerra. Trece mil setenta y nueve hermanos y hermanas de la orden. Ante nosotros, consejera Tavore, aguarda el fin del mundo. En el nombre de Togg y Fanderay, lucharemos hasta la muerte.

Nadie habló.

La espada mortal hincó una rodilla en la cubierta y depositó la espada a los pies de Tavore.

Kalam se encontraba junto a Ben el Rápido en el castillo de proa, observaban la ceremonia del centro de la cubierta. El mago permanecía junto al asesino murmurando por lo bajo, un sonido que al final irritó a Kalam lo suficiente como para apartar la mirada de la imagen que discurría más abajo cuando la consejera, con una solemnidad pareja a la de la espada mortal, recogió la espada y se la devolvió a Krughava.

—Ben, ¿quieres callarte? —siseó Kalam—. ¿Qué te pasa?

El mago se lo quedó mirando con una expresión medio loca en los ojos oscuros.

—Reconozco a estos… estos perecederos. Esos títulos, la puñetera formalidad y la dicción cuidada… ¡reconozco a esta gente!

—¿Y?

—Y… nada. Pero diré una cosa, Kal. Si alguna vez terminamos sitiados, pobres de los atacantes.

—Yelmos Grises… —rezongó el asesino.

—Yelmos Grises, espadas… dioses del inframundo, Kalam, tengo que hablar con Tavore.

—¡Por fin!

—Necesito hablar con ella de verdad.

—Ve abajo y preséntate, mago supremo.

—Debes de estar loco…

A Ben el Rápido se le fue apagando la voz y eso llevó la mirada de Kalam de nuevo a la multitud de abajo y vio que el destriant, Run’Thurvian, levantaba los ojos y los clavaba en los de Ben el Rápido. Entonces el hombre de la túnica sonrió e hizo una profunda inclinación a modo de saludo.

Las cabezas se volvieron.

—Mierda —dijo Ben el Rápido a su lado.

Kalam frunció el ceño.

—Mago supremo Ben Adaephon Delat —dijo por lo bajo—, el señor de la Dicción Cuidada.