19

Cruel malentendido, tú eliges la forma

y molde de esta arcilla mojada en tus manos, como la rueda

sin cesar gira.

Templada en granito, esta cáscara cocida se endurece

convertida en el escudo lleno de marcas de tus hazañas, y las oscuras

decisiones del interior.

Acomódate oculto en suspensión, invisible en bandas de estratos,

aguardando la llegada agotada de la muerte, la colación del viaje

para liquidarte.

Los ciegos afligidos te alzamos y honramos todo

lo que nunca fuiste, y lo que se pudre sellado en tu interior te sigue

a la tumba.

Me encuentro ahora entre los dolientes, disgustado

por mis sospechas cuando el polvo de la vasija flota…

Oh, cómo desprecio los funerales.

Los secretos de la arcilla

—Panith Fanal

Abrió los ojos en la oscuridad. Echado, inmóvil, esperó hasta que su mente separó los sonidos que lo habían despertado. Dos fuentes, decidió Barathol. Una distante, otra más cercana. La precaución dictó que se concentrara en esta última.

Crujido de mantas, tirones y sacudidas de las manos que las ajustaban, un leve arañazo de gravilla arenosa y después un murmullo ahogado. Un largo suspiro exhalado, más cambios de posturas y posiciones hasta que los sonidos se hicieron rítmicos y dos juegos de respiraciones se fundieron en una sola.

Era lo mejor. El Embozado sabía que Barathol no era el que podía aliviar la mirada atormentada de los ojos del daru. Después añadió otra plegaria silenciosa para que Scillara no le hiciera daño a aquel hombre con alguna traición futura. En cuyo caso, sospechaba que Navaja se alejaría tanto de la vida que ya no habría regreso.

De todos modos, esos eran asuntos que estaban fuera de sus manos y eso también era lo mejor.

Y luego… el otro sonido más lejano. Un susurro, más paciente en su ritmo que el acto del amor que se aceleraba al otro lado de la hoguera medio apagada. Como un viento que acariciara las copas de los árboles… pero no había árboles. Y tampoco viento.

Es el mar.

Se acercaba el amanecer, que hacía palidecer el cielo oriental. Barathol oyó a Scillara rodar de lado, los jadeos bajos y profundos, pero tardaron en calmarse. Por su parte, Navaja se subió las mantas, se volvió de lado y unos momentos después cayó en un sueño profundo una vez más.

Scillara se incorporó. Pedernal y hierro, un golpeteo de chispas cuando despertó su pipa. Había utilizado los últimos dineros que le quedaban para reabastecerse de roya el día anterior, cuando habían pasado junto a una modesta caravana que se iba adentrando en el continente. El encuentro había sido repentino, los grupos prácticamente habían chocado en una curva de la pista rocosa. Un intercambio de miradas recelosas y algo parecido al alivio inundó los rostros de los comerciantes.

La peste se había rendido. Así lo habían declarado caminantes espirituales tanno, con lo que habían levantado el aislamiento autoimpuesto de la isla Otataral.

Pero Barathol y sus compañeros eran las primeras personas vivas que esa tropa se había encontrado desde que abandonaran la pequeña aldea vacía en la que los había dejado su barco. Los mercaderes, que transportaban productos básicos de Rutu Jelba, habían empezado a temer estar entrando en una tierra fantasma.

Dos días de abstinencia para Scillara habían tenido a Barathol lamentando haber dejado jamás su herrería. Roya y ahora hacer el amor, esta mujer está en paz una vez más, gracias al Embozado.

—¿Quieres que prepare el desayuno, Barathol? —dijo entonces Scillara.

El herrero rodó de espaldas y se incorporó, después la estudió bajo la luz desvaída.

Scillara se encogió de hombros.

—Una mujer lo sabe. ¿Estás disgustado?

—¿Por qué habría de estarlo? —respondió él con voz profunda. Miró a la forma todavía inmóvil de Navaja—. ¿Está dormido de verdad una vez más?

Scillara asintió.

—La mayor parte de las noches apenas duerme, pesadillas y el temor que les tiene. Un beneficio añadido a un revolcón con él, que lo libera después de todo su agotamiento.

—Aplaudo tu altruismo —dijo Barathol mientras se acercaba a la hoguera y hurgaba en los carbones medio apagados con la punta del cuchillo de cocina. En la penumbra de su derecha apareció Chaur con una gran sonrisa.

—Pues deberías —dijo Scillara como respuesta al comentario de Barathol.

Este levantó la cabeza.

—¿Y eso es todo? ¿Para ti?

La mujer apartó la mirada y le dio una buena calada a la pipa.

—No le hagas daño, Scillara.

—Necio, ¿no lo ves? Estoy haciendo justo lo contrario.

—Eso es lo que concluí. Pero ¿y si se enamora de ti?

—No lo hará. No puede.

—¿Por qué no?

Scillara se levantó y se acercó a las mochilas.

—Prende ese fuego, Barathol. Un poco de té caliente debería quitarnos el frío de los huesos.

A menos que eso sea todo lo que tienes en ellos, mujer.

Chaur se colocó junto a Scillara y se agachó para acariciarle el pelo mientras la mujer, sin hacerle el menor caso, iba sacando los alimentos envueltos.

Chaur observaba, con una fascinación ávida, cada chorro de humo que exhalaba Scillara.

Sí, muchacho, como cuentan las leyendas, algunos demonios echan fuego.

Dejaron dormir a Navaja y este no se despertó hasta media mañana, cuando se incorporó disparado con una expresión confusa y luego culpable en la cara. El sol al fin calentaba, atemperado por una agradable brisa fresca que llegaba del este.

Barathol observó que la mirada errante de Navaja encontraba a Scillara, que se había sentado con la espalda apoyada en un peñasco; el daru se estremeció un poco cuando la mujer lo saludó con un guiño y tirándole un beso.

Chaur daba vueltas por el campamento como un perro emocionado, el rugido de las olas era mucho más estruendoso, traído por el viento, y el muchacho era incapaz de contener su impaciencia por descubrir la fuente del sonido.

Navaja apartó la atención de Scillara y observó a Chaur durante un rato.

—¿Qué le pasa?

—El mar —dijo Barathol—. Jamás lo ha visto. Es probable que ni siquiera sepa lo que es. Todavía queda algo de té, Navaja, y esos paquetes que tiene Scillara delante son tu desayuno.

—Es tarde —dijo el otro, y se levantó—. Deberíais haberme despertado. —Luego se detuvo en seco—. ¿El mar? Beru nos libre, ¿tan cerca estamos?

—¿Es que no lo hueles? ¿No lo oyes?

Navaja sonrió de repente, y era una sonrisa de verdad, la primera que Barathol había visto en el joven.

—¿Alguien vio la luna anoche? —preguntó Scillara—. Estaba moteada. Era raro, como si le hubieran hecho agujeros.

—Algunos de esos agujeros —comentó Barathol— parecen estar agrandándose.

Ella lo miró y asintió.

—Bien, eso me parecía a mí también, pero no estaba segura. ¿Qué crees que quiere decir?

Barathol se encogió de hombros.

—Se dice que la luna es otro reino, como el nuestro, con personas en la superficie. A veces caen cosas de nuestro cielo. Rocas. Bolas de fuego. La caída del dios Tullido se dijo que había sido así. Montañas enteras precipitándose, borraron del mapa buena parte de un continente y llenaron la mitad del cielo de humo y cenizas. —Miró a Scillara y después a Navaja—. Estaba pensando que, quizá, algo golpeó la luna del mismo modo.

—¿Como si hubieran derribado a un dios?

—Sí, algo así.

—¿Y qué son esas manchas oscuras?

—No lo sé. Podría ser humo y cenizas. Podrían ser trozos del mundo que se desprendieron.

—Agrandándose…

—Sí —Barathol se encogió otra vez de hombros—. El humo y las cenizas se extienden. Entonces tiene sentido, ¿no?

Navaja estaba desayunando a toda prisa.

—Siento haceros esperar a todos. Deberíamos ponernos en marcha. Quiero ver lo que hay en esa aldea abandonada.

—Cualquier cosa en condiciones de navegar es lo único que necesitamos —dijo Barathol.

—Eso es lo que espero que encontremos. —Navaja se limpió las migas de las manos, se metió un último higo seco en la boca y después se levantó—. Estoy listo —dijo con la boca llena.

Muy bien, Scillara, buen trabajo.

Había huesos blanqueados por el sol y mordisqueados por los perros en la calle trasera de la aldea de pescadores. Las puertas de las residencias que se veían, la de la posada y la del edificio del asesor malazano, estaban todas abiertas, los montones de arena fina se agolpaban en los umbrales. Amarrados a ambos lados del malecón de piedra había barquitos pesqueros medio sumergidos, las cuerdas que los sujetaban se estiraban e iban deshaciendo, mientras que en la bahía poco profunda dos carracas un poco más grandes esperaban ancladas junto a unos postes de amarraderos.

Chaur continuaba en el mismo punto en el que se había encontrado con el mar y las olas coronadas de blanco que rodaban hacia la playa. Su sonrisa no había cambiado, pero las lágrimas brotaban sin estorbos ni remisión de sus ojos, y parecía que estaba intentando cantar sin abrir la boca: de ella surgían extraños maullidos. Lo que le había chorreado de la nariz estaba salpicado con la arena llevada por el viento.

Scillara vagó por la aldea en busca de cualquier cosa que pudiera ser útil en la travesía que planeaban. Cuerda, cestas, barriles, alimentos secos, redes, arpones, sal para conservar pescado… lo que fuera. Sobre todo, lo que encontró fue los restos de los aldeanos, todos mordisqueado por perros. Dos almacenes achaparrados flanqueaban la avenida que salía del malecón y se adentraba en tierra, y los dos estaban cerrados con llave. Con la ayuda de Barathol, forzaron la entrada de los dos y en esas estructuras encontraron más suministros de los que podrían usar jamás.

Navaja fue a nado a examinar las carracas y regresó tras un rato para informar que ambas continuaban en buen estado y ninguna era especialmente más marinera que la otra. De igual eslora y manga, las naves eran casi gemelas.

—Hechas por las mismas manos —dijo Navaja—. Creo. Tú podrías juzgarlo mejor que yo, Barathol, si tienes algún interés.

—Acepto tu palabra, Navaja. Así que podemos elegir cualquiera de ellas.

—Sí. Por supuesto, quizá pertenezcan a los mercaderes que nos encontramos.

—No, no son jelban. ¿Cómo se llaman?

—La Cola de Dhenrabi es la de la izquierda. La otra se llama Dolor de Sanal. Me pregunto quién sería Sanal.

—Cogeremos el Dolor —dijo Barathol— y antes de que preguntes, no lo hagas.

Scillara se echó a reír.

Navaja vadeó las aguas junto a uno de los cascos inundados que había en el amarradero.

—Deberíamos reflotar uno de estos para llevar los suministros hasta allí.

Barathol se levantó.

—Empezaré a bajar esos suministros del almacén.

Scillara observó al hombretón subir por la avenida y después se volvió para mirar al daru, que había encontrado un achicador hecho con media calabaza y estaba sacando agua de uno de los cascos.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó.

—No pasa nada. Por fin tengo algo que hacer.

—Día y noche ahora.

La mirada que le lanzó era tímida.

—Nunca había probado la leche.

Scillara volvió a cargar la pipa con una carcajada.

—Sí que la probaste. Solo que no te acuerdas.

—Ah. Supongo que tienes razón.

—En cualquier caso, tú eres mucho más tierno de lo que era esa mosquita de la sangre de carita dulce.

—¿No le has puesto nombre?

—No. Que se peleen sus nuevas madres por eso.

—¿Ni siquiera en tu cabeza? Quiero decir, aparte de mosca de la sangre, sanguijuela y garrapata.

—Navaja —dijo la mujer—, no lo entiendes. Si le doy un nombre de verdad, terminaré teniendo que dar la vuelta. Y entonces tendré que quedármela.

—Oh. Lo siento, Scillara. Tienes razón. No hay mucho que entienda sobre nada.

—Tienes que confiar más en ti mismo.

—No. —Él hizo una pausa y clavó los ojos en el mar, hacia el este—. No hay nada que haya hecho que lo haga… posible. Mira lo que ocurrió cuando Felisin la Menor confió en mí para que la protegiera. Incluso Heboric… dijo que yo mostraba capacidad de liderazgo, dijo que eso era bueno. Así que él también confió en mí.

—Maldito idiota. Nos tendieron una emboscada unos t’lan imass. ¿Qué crees que podrías haber hecho?

—No lo sé y de eso se trata.

—Heboric era el destriant de Treach. Lo mataron como si no fuera más que un perro cojo. Desmocharon los miembros de Ranagrís como si se estuvieran preparando para cocinar un festín. Navaja, las personas como tú y como yo no podemos detener a criaturas así. Nos derriban y luego nos pasan por encima, y en lo que a ellos se refiere no hay más. Sí, es duro asimilarlo, para cualquiera. El hecho de ser insignificantes, irrelevantes. No se espera nada de nosotros, así que es mejor que nos agazapemos y que no nos vea nadie, mejor pasamos desapercibidos para criaturas como los t’lan imass, los dioses y las diosas. Tú y yo, Navaja, y Barathol también. Y Chaur. Somos los que, si tenemos suerte, continuaremos con vida el tiempo suficiente para limpiar el desastre y reunir las piezas. Para reafirmar el mundo normal. Eso es lo que hacemos, cuando podemos; mírate, acabas de resucitar un bote muerto, le has devuelto su función; míralo, Navaja, por fin tiene el aspecto que debería, qué satisfactorio, ¿verdad?

—Por el amor del Embozado —dijo Navaja mientras sacudía la cabeza—, Scillara, no somos simples termitas obreras que despejan un túnel después de la pisada descuidada de un dios. Eso no basta.

—No estoy sugiriendo que baste —le contestó ella—. Te digo que es lo que tenemos para empezar, cuando estamos reconstruyendo, reconstruyendo aldeas y reconstruyendo nuestras vidas.

Barathol había estado yendo y viniendo, siempre cargado, durante toda la conversación; Chaur había bajado con gesto tímido y se había acercado al agua. El mudo había descargado los suministros que llevaban en los caballos, incluyendo el cadáver amortajado de Heboric, y las bestias (desensilladas y con los bocados quitados) vagaban por la hierba del lindero tras la marca de la marea agitando las colas.

Navaja empezó a cargar el bote de remos.

Hizo una pausa en un momento dado y esbozó una gran sonrisa irónica.

—Encender una pipa es un buen modo de escaquearse del trabajo, ¿no?

—Dijiste que no necesitabas ayuda.

—Para achicar, sí.

—Lo que no entiendes, Navaja, es la necesidad espiritual de recompensa, por no mencionar la claridad que hay tu mente durante esas colaciones. Y al no comprenderlo, tú sientes resentimiento, lo que te agría la sangre del corazón y te convierte en una persona amargada. Es esa amargura lo que mata a la gente, ¿sabes?, se los come por dentro.

Navaja la estudió.

—¿Lo que significa que, en realidad, estoy celoso?

—Pues claro que lo estás, pero porque puedo identificarme contigo, no siento la necesidad de ofrecer juicios de valor. Dime, ¿puedes tú decir lo mismo?

Barathol llegó con un par de barriles bajo los brazos.

—Levanta el culo, mujer. Tenemos buen viento y cuanto antes nos pongamos en camino, mejor.

Scillara le hizo un saludo militar y se levantó.

—Ahí tienes, Navaja, un hombre que se pone al mando. Obsérvalo, escucha y aprende.

El daru se la quedó mirando, confuso.

Ella se lo leyó en la cara: Pero acabas de decir…

Eso dije, mi joven amante. Somos criaturas de contradicciones, los humanos, pero no es algo que tengamos que temer, ni siquiera debería inquietarnos. Y si haces una lista de todas las personas que veneran la coherencia, verás que todos y cada uno son tiranos o aspirantes a serlo. Tiranos que gobiernan a miles, o a un marido o una esposa, o a un niño que se encoge de miedo. Nunca temas la contradicción, Navaja, es el corazón mismo de la diversidad.

Chaur se agarró al remo que hacía de timón mientras Navaja y Barathol se ocupaban de las velas. El día era brillante, el viento fresco y la carraca surcaba las olas como si su madera estuviera viva. De vez en cuando la proa cabeceaba y levantaba espuma, y Chaur se reía con un sonido infantil que era alegría pura.

Scillara se acomodó en el centro del barco, con el sol en la cara, cálido pero sin ser caluroso, y se estiró.

Navegamos en una carraca llamada Dolor, con un cadáver a bordo. Un cadáver que Navaja quiere llevar a su lugar definitivo de descanso. Heboric, ¿sabías que podía existir tanta lealtad, ahí, en tu sombra?

Barathol pasó junto a ella en un momento dado y, cuando Chaur se echó a reír una vez más, Scillara vio una sonrisa de respuesta en su rostro maltratado y lleno de escaras.

Oh, sí, es en verdad música celestial. Tan inesperada y, en su inocencia, tan necesaria…

El regreso de ciertos rasgos mortales, comprendió Onrack el Fracturado, le recordaba a uno que la vida estaba lejos de ser perfecta. Y no era que él se hubiera hecho demasiadas ilusiones a ese respecto. Sobre nada. Con todo, Onrack tardó algún tiempo (en algo parecido a un estado de fuga) en reconocer que lo que estaba sintiendo era… impaciencia.

El enemigo volvería. Esas cuevas resonarían con los gritos, con el estrépito metálico de las armas, con voces alzadas coléricas. Y Onrack estaría al lado de Trull Sengar y con él presenciaría, embargado por una furia impotente, la muerte de más niños, hijos de Minala.

Por supuesto, «niños» era un término que ya no encajaba. Si hubieran sido imass, a esas alturas ya habrían sobrevivido a la ordalía que suponía el paso a la edad adulta. Estarían buscando pareja, liderando partidas de caza y uniendo sus voces a las canciones nocturnas del clan cuando la oscuridad regresara para recordarles toda la muerte que aguardaba allí, al final del sendero de la vida.

Yacer con amantes también pertenecía a la noche, y tenía sentido, pues era en medio de la verdadera oscuridad cuando nacía el primer fuego de vida, cuando despertaba con un parpadeo para hacer retroceder la ausencia inmutable de luz. Yacer con un amante era celebrar la creación del fuego. De esto, en la carne, al mundo de más allá.

Allí, en la sima, la noche reinaba eterna y no había fuego en el alma, ni el calor del acto del amor. Solo había una promesa de muerte.

Y a Onrack eso lo impacientaba. No había gloria en la espera del olvido. No, en una existencia que tuviera un significado y propósito real, el olvido y la nada deberían llegar de forma inesperada, sin que nadie lo anticipase o lo viese. Un momento corría a toda velocidad, al siguiente, se había ido.

Como t’lan imass de Logros, Onrack había conocido el terrible coste que suponían las guerras de desgaste. El espíritu agotado más allá de toda razón, sin salvación que lo aguardara, solo más de lo mismo. Los hermanos que caían al borde del camino, hechos pedazos e inmóviles, los ojos clavados en una visión torcida, una escena que contemplar para toda la eternidad, los cambios diminutos eran los que medían los siglos de indiferencia. Alguna tímida criatura que pasara corriendo, el verde exuberante de una planta que se abría camino por la tierra tras un chaparrón, pájaros que picoteaban semillas, insectos construyendo imperios…

Trull Sengar se acercó adonde Onrack se encontraba vigilando el embudo.

—Monok Ochem dice que la presencia de los edur se ha… contraído, alejado de nosotros. Por ahora. Como si algo hubiera hecho retroceder a mis hermanos. Tengo la sensación, amigo mío, de que nos han concedido un respiro, un respiro ingrato. No sé cuánto tiempo más podré luchar.

—Cuando en verdad tú ya no puedas seguir luchando, Trull Sengar, el fracaso dejará de importar.

—No pensé que fueran a desafiarla, sabes, pero ahora veo que tiene sentido. Ella esperaba que se fueran sin más, que abandonaran a su destino al puñado que permanecía aquí. A nuestro destino, quiero decir. —Se encogió de hombros—. A Panek no le sorprendió.

—Los otros niños lo admiran —dijo Onrack—. Jamás lo abandonarían. Ni a sus madres.

—Y, al quedarse, nos romperán el corazón a todos.

—Sí.

El tiste edur lo miró.

—¿Al final lamentas el despertar de las emociones en tu interior, Onrack?

—Este despertar sirve para recordarme una cosa, Trull Sengar.

—¿Cuál?

—Por qué me llaman «Fracturado».

—Tan fracturado como el resto de nosotros.

—No Monok Ochem, ni Ibra Gholan.

—No, ellos no.

—Trull Sengar, cuando lleguen los atacantes, quiero que sepas… que tengo intención de abandonar tu lado.

—¿De veras?

—Sí. Voy a desafiar a su líder. A asesinarlo o ser destruido en el intento. Quizá, si puedo infligir un coste realmente espantoso, se replantearán su alianza con el dios Tullido. Como mínimo, quizá se retiren y no regresen en mucho tiempo.

—Comprendo. —Trull sonrió entonces en medio de la penumbra—. Echaré de menos tu presencia a mi lado en esos momentos finales, amigo mío.

—Si triunfara en lo que pretendo, Trull Sengar, regresaré a tu lado.

—Entonces será mejor que te des prisa en matar a ese líder.

—Tal es mi intención.

—Onrack, oigo algo nuevo en tu voz.

—Sí.

—¿Qué significa?

—Significa, Trull Sengar, que Onrack el Fracturado, al descubrir la impaciencia, ha descubierto también otra cosa.

—¿Qué?

—Lo siguiente: se acabó, no pienso defender más lo indefendible. No pienso presenciar más la caída de mis amigos. En la batalla inminente, verás en mí algo terrible. Algo que ni Ibra Gholan ni Monok Ochem pueden lograr. Trull Sengar, verás a un t’lan imass que ha despertado a la ira.

Banaschar abrió la puerta, vaciló un momento, se apoyó con una mano en el marco y después entró tambaleándose en su decrépita habitación. El olor acre a sudor y sábanas sucias, a comida pasada y abandonada en la mesita que tenía bajo la ventana con barrotes. Hizo una pausa y se planteó si debía o no encender el farol, pero le quedaba poco aceite y había olvidado comprar más. Se frotó la barba incipiente de la barbilla con más vigor de lo habitual puesto que parecía que se le había entumecido la cara.

Un crujido de la silla que había contra la pared contraria, a seis pasos de distancia. Banaschar se quedó paralizado e intentó penetrar en la oscuridad con los ojos.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Hay pocas cosas en este mundo —dijo la figura sentada en la silla— más patéticas que ver al que una vez fue demidrek caído en semejante estado de deterioro, Banaschar. Entrar borracho y tropezando en este tugurio infestado de alimañas cada noche. ¿Por qué estás aquí?

Banaschar dio un paso a la derecha y se hundió con pesadez en el catre.

—No sé quién eres —dijo—, así que no veo razón para contestarte.

Un suspiro y después el otro respondió.

—Envías, uno tras otro desde hace ya un tiempo, mensajes crípticos. Ruegas, con desesperación creciente, reunirte con el mago supremo imperial.

—Entonces comprenderás —dijo Banaschar mientras luchaba por recuperar la sobriedad a marchas forzadas, y el terror ayudaba bastante— que el asunto concierne solo a devotos de D’rek…

—Una descripción que ya no encaja ni contigo ni con Tayschrenn.

—Hay cosas —dijo Banaschar— que no se pueden dejar atrás. Tayschrenn lo sabe, tanto como yo…

—En realidad el mago supremo imperial no sabe nada. —Una pausa que acompañaba a un gesto que Banaschar interpretó como el hombre estudiándose las uñas, y algo en su tono cambió—. Es decir, todavía no. Quizá nunca. Verás, Banaschar, la decisión es mía.

—¿Y tú quién eres?

—Todavía no estás listo para saber eso.

—¿Por qué estás interceptando mis misivas para Tayschrenn?

—Bueno, para ser precisos, yo no he dicho tal cosa.

Banaschar frunció el ceño.

—Acabas de decir que la decisión era tuya.

—Sí, así es. Una decisión que se centra en si continúo inactivo en este asunto, como he hecho hasta el momento, o, dados motivos suficientes, elijo, eh, intervenir.

—¿Entonces quién está bloqueando mis esfuerzos?

—Debes comprender, Banaschar, que Tayschrenn es, ante todo y sobre todo, el mago supremo imperial. Cualquier otra cosa que fuera en su momento ahora es irrelevante…

—No, no lo es. No, teniendo en cuenta lo que he descubierto…

—Cuéntamelo.

—No.

—Mejor aún, Banaschar, convénceme.

—No puedo —respondió el borracho, se aferraba con las manos a las sábanas mugrientas que cubrían los lados.

—¿Un asunto imperial?

—No.

—Bueno, es un comienzo. Como has dicho, entonces, el tema incumbe a los que fueron seguidores de D’rek. Un tema, es de suponer, relacionado con esa sucesión de muertes misteriosas ocurridas dentro del culto del Gusano. ¿Sucesión? Más bien masacre, ¿no? Dime, ¿queda alguien? ¿Una sola persona?

Banaschar no respondió.

—Salvo, por supuesto —añadió el desconocido— esos pocos que, en algún momento del pasado y por la razón que fuera, abandonaron la secta. El culto.

—Sabes demasiado —dijo Banaschar. Jamás debería haberse quedado en esa habitación. Debería haber buscado cuchitriles diferentes para cada noche. No se le había ocurrido que hubiera alguien, que quedara alguien, que se acordara de él. Después de todo, los que podrían haberse acordado estaban todos muertos. Y yo sé por qué. Dioses del inframundo, ojalá no lo supiera.

—Tayschrenn —dijo el hombre tras un momento— está aislado. De una forma absoluta y muy eficiente. Como profesional que soy, admito sentir una admiración considerable, de hecho. Por desgracia, a consecuencia de esa misma profesión, también experimento una alarma considerable.

—Eres una garra.

—Muy bien, parece que al menos algo de inteligencia se está filtrando entre la bruma de la ebriedad, Banaschar. Sí, me llamo Perla.

—¿Cómo me has encontrado?

—¿Importa mucho?

—Sí. A mí, sí, Perla.

Otro suspiro y un ademán de una mano.

—Oh, me aburría. Seguí a alguien que resultó que te estaba siguiendo el rastro a ti. Con quién hablabas, adónde ibas, ya sabes, lo habitual en estos casos.

—¿Casos? ¿Qué casos?

—Pues los preparativos, me imagino, para el asesinato cuando el amo de ese asesino lo considere oportuno.

Banaschar estaba de repente temblando, el sudor frío y pegajoso bajo las ropas.

—No hay nada político —susurró—, nada que tenga nada que ver con el Imperio. No hay razón…

—Oh, pero es que la razón la das tú, Banaschar. ¿Lo has olvidado? Tayschrenn está aislado. Tú estás intentando romper ese aislamiento, despertar al mago supremo imperial…

—¿Y por qué lo está permitiendo? —preguntó Banaschar—. No es idiota…

Una carcajada suave.

—Oh, no, Tayschrenn no es idiota. Y en eso, bien podrías tener tu respuesta.

Banaschar parpadeó en la penumbra.

—Debo reunirme con él, Perla.

—No me has convencido todavía.

Un largo silencio en el que Banaschar cerró los ojos y después se los tapó con las manos, como si con eso lograra algún tipo de absolución. Pero solo las palabras podían conseguirlo. Palabras pronunciadas en ese momento, dirigidas a ese hombre. Oh, cómo ansiaba creer que… bastaría. Una garra, que sería mi aliado. ¿Por qué? Porque la Garra tiene… rivales. Una nueva organización que ha considerado oportuno alzar muros impenetrables alrededor del mago supremo imperial. ¿Qué revela eso de esa nueva organización? Ven en Tayschrenn un enemigo, o eso querrían, para excluirlo y hacer que su inacción sea deseable, incluso para sí mismo. Saben que él sabe y esperan a ver si al fin pone alguna objeción. Pero no lo ha hecho todavía, lo que los lleva a creer que quizá no lo haga, durante lo que sea que vaya a ocurrir. Que el Abismo me lleve, ¿a qué nos enfrentamos aquí?

Banaschar habló sin quitarse las manos de la cara.

—Me gustaría preguntarte algo, Perla.

—Muy bien.

—Plantéate la más magnífica de las intrigas —dijo—. Plantéate el tiempo medido en milenios. Plantéate los rostros envejecidos de dioses, diosas, creencias, civilizaciones…

—Continúa. ¿Qué es lo que quieres preguntar?

La duda persistía. Después bajó poco a poco las manos y miró esa cara gris, fantasmal, que tenía enfrente.

—¿Qué crimen es mayor, Perla, un dios traicionando a sus seguidores o los seguidores traicionando a su dios? Seguidores que después deciden cometer atrocidades en nombre de ese dios. ¿Cuál, Perla? Dímelo, por favor.

La garra se quedó callada durante una docena de latidos y después se encogió de hombros.

—Le preguntas a un hombre sin fe, Banaschar.

—¿Quién mejor para juzgar?

—Los dioses traicionan a sus seguidores todo el tiempo, que yo sepa. Cada plegaria sin respuesta, cada ruego de salvación insatisfecho. Y esas son las cosas que definen la fe, podría añadir.

—¿Fracaso, silencio e indiferencia? ¿Esas son las definiciones de fe, Perla?

—Como ya he dicho, no soy el hombre apropiado para este debate.

—¿Pero esas cosas son auténtica traición?

—Eso depende, supongo. De si el dios venerado tiene, en virtud de ser venerado, a su vez obligaciones para con el devoto. Si no las tiene, si no hay convenio moral, entonces la respuesta es «no», no es traición.

—¿Ante quién, para quién actúa un dios? —preguntó Banaschar.

—Si procedemos según la ya mencionada afirmación, el dios o diosa actúa y responde solo ante sí mismo.

—Después de todo —dijo Banaschar, la voz ronca al inclinarse hacia delante—, ¿quiénes somos nosotros para juzgar?

—Como bien dices.

—Sí.

—Si —dijo Perla—, por otro lado, sí que existe un convenio moral entre dios y devoto, entonces todas y cada una de las negativas representa una traición…

—Suponiendo que lo que se pide de ese dios sea, en sí mismo, un acto ético.

—Cierto. Un esposo que ruegue para que su mujer muera en algún terrible accidente para poder casarse con su amante, por ejemplo, no puede decirse que sea algo que cualquier dios que se respete vaya a consentir o fomentar.

Banaschar oyó la burla en la voz del hombre, pero optó por no hacer caso.

—¿Y si la esposa es una tirana que golpea a sus hijos?

—Entonces un dios que sea de verdad justo actuaría sin necesidad de plegarias.

—¿Lo que significa que la plegaria en sí, pronunciada por ese esposo, es también implícitamente malvada, sean cuales sean sus motivos?

—Bueno, Banaschar, en mi argumento, su motivo suscita dudas dada la presencia de la amante.

—¿Y si la amante fuese una madrastra cariñosa que adorase a los hijos?

Perla lanzó un gruñido y dio un golpe seco con una mano.

—Ya está bien, maldito seas, puedes revolcarte en este dilema moral todo lo que quieras. No veo la relevancia… —Su voz se fue apagando.

Con el corazón asfixiado en un lecho de cenizas, Banaschar esperó y se obligó a no sollozar en voz alta, a no llorar como un bebé.

—Rezaron, pero no pidieron, no rogaron ni suplicaron —dijo Perla—. Sus plegarias eran una exigencia. La traición… fue de ellos, ¿verdad? —La garra se echó hacia delante—. Banaschar, ¿me estás diciendo que D’rek los mató a todos? ¿A su sacerdocio entero? ¡La traicionaron! ¿De qué modo? ¿Qué exigieron?

—Hay guerra —dijo el otro con voz apagada.

—Sí. Guerra entre los dioses, sí, dioses del inframundo, ¡esos devotos eligieron el bando equivocado!

—Los oyó —dijo Banaschar, que se tuvo que obligar a hablar—. Los oyó elegir. Al dios Tullido. Y el poder que exigían era el poder de la sangre. Bueno, decidió la diosa, si tanto codiciaban sangre… les daría toda la que quisieran. —Su voz se convirtió en un susurro—. Toda la que quisieran.

—Banaschar… espera un momento… ¿por qué los seguidores de D’rek iban a elegir la sangre, el poder de la sangre? Es un camino ancestral. Lo que dices no tiene ningún sentido.

—El culto del Gusano es antiguo, Perla. Ni siquiera nosotros podemos determinar lo antiguo que es. Hay mención de una diosa, la matrona de la Descomposición, la señora de los Gusanos, media docena de títulos en La locura de Gothos, en los fragmentos que poseía el templo. O, por lo menos, que estuvieron una vez en posesión del templo, esos pergaminos desaparecieron…

—¿Cuándo?

Banaschar consiguió esbozar una sonrisa amarga.

—La noche que Tayschrenn huyó del Gran Templo de Kartool. Los tiene él. Debe tenerlos. ¿No lo ves? ¡Está pasando algo! ¡Con todo esto! Lo que yo sé y lo que tiene que saber Tayschrenn con su acceso a La locura de Gothos, debemos hablar, hay que encontrarle sentido a lo que ha pasado y lo que significa. Esto va más allá del Imperio, pero esta guerra entre los dioses, dime, ¿qué sangre crees que se derramará? ¡Lo que ocurrió en el culto de D’rek no es más que el comienzo!

—¿Los dioses nos traicionarán? —preguntó Perla, que se echó hacia atrás—. A los… mortales. Ya seamos devotos o no, es la sangre mortal la que empapará la tierra. —Hizo una pausa y después siguió—. Quizá, dada la oportunidad, puedas persuadir a Tayschrenn. ¿Pero qué hay de los otros sacerdocios?, ¿de veras crees que puedes convencerlos, y qué les dirás? ¿Les rogarás que lleven a cabo una especie de reforma, Banaschar? ¿Una revolución entre creyentes? Se te reirán a la cara.

Banaschar apartó la mirada.

—A mi cara, quizá. Pero… Tayschrenn…

El hombre que tenía enfrente no dijo nada durante un rato. Una textura granulosa llenaba la penumbra, comenzaba a amanecer y con él llegaba un frío inhumano. Al final, Perla se levantó, el movimiento fluido y silencioso.

—Este es un asunto para la emperatriz…

—¿Ella? No seas idiota…

—Cuidado —le advirtió la garra en voz muy baja.

Banaschar pensó rápido, con desesperación.

—Ella solo entra en juego si se trata de liberar a Tayschrenn de su posición como mago supremo, liberarlo para que pueda actuar. Y además, si son ciertos los rumores, que la Señora Gris está acechando Siete Ciudades, entonces está claro que la guerra en el panteón ya ha empezado con su miríada de manipulaciones del reino mortal. La emperatriz haría bien en prestar atención a esa amenaza.

—Banaschar —dijo Perla—, los rumores ni siquiera se acercan a la verdad. Han muerto cientos de miles. Quizá millones.

—¿Millones?

—Hablaré con la emperatriz —repitió Perla.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Banaschar. ¿Y qué hay de los que están aislando a Tayschrenn? ¿Qué hay de los que se están planteando matarme?

—No habrá necesidad —dijo la garra mientras se dirigía a la puerta—. Viene hacia aquí.

—¿Aquí? ¿Cuándo?

—Pronto.

¿Por qué? Pero no dio voz a esa pregunta, el hombre ya se había ido.

Tras decir que necesitaba hacer ejercicio, Iskaral Pust se había sentado a lomos de su mula y se esforzaba por hacerla caminar en círculos por el centro de la cubierta. Por lo que parecía, el jinete estaba trabajando bastante más que la extraña bestia, a la que convencía para dar un paso cada cincuenta latidos, más o menos.

Con los ojos enrojecidos y enfermo, Mappo estaba sentado con la espada apoyada en la pared del camarote. Cada noche, en sus sueños, lloraba, y cuando se despertaba se encontraba con que lo que había acosado sus sueños había atravesado la barrera del sopor y él yacía bajo las pieles temblando con algo parecido a la fiebre. Una auténtica enfermedad, nacida del pavor, la culpa y la vergüenza. Demasiados fracasos, demasiados fallos de criterio; llevaba mucho tiempo ciego, avanzando a trompicones.

Por una cuestión de amistad había traicionado a su único amigo.

Compensaré todo esto. Lo juro, ante todos los espíritus trell.

De pie en la proa, la mujer llamada Rencor era apenas visible entre la calima granulosa del color del barro que la envolvía. Ni uno solo de los bhok’arala que subían y bajaban por las jarcias o andaban de un lado a otro de las cubiertas se acercaba a ella.

La mujer estaba sumida en una conversación. O eso había afirmado Iskaral Pust. Con un espíritu cuyo sitio no era aquel. No el mar y esa calima vacilante, como un remolino de polvo entre hierbas amarillas, incluso para los ojos apagados de Mappo estaba descaradamente fuera de lugar.

Un intruso, pero poderoso, y ese poder parecía ir creciendo.

—Mael —había dicho Iskaral Pust con una carcajada maníaca—, se está resistiendo y está recibiendo puñetazos en la nariz. ¿Percibes su furia, trell? ¿Esa cólera que lo hace escupir? Je, je, je. Pero ella no le tiene miedo, oh, no, ¡ella no le tiene miedo a nadie!

Mappo no tenía ni idea de quién era esa «ella», y tampoco tenía la energía para preguntar. Al principio había pensado que el sumo sacerdote se refería a Rencor, pero no, cada vez fue quedando más claro que el poder que se manifestaba sobre la proa del barco no se parecía en nada al de Rencor. No había hedor dragontino, ni brutalidad fría. No, los suspiros del viento que alcanzaban al trell eran cálidos y secos, y olían a praderas.

La conversación había comenzado al amanecer y en ese momento el sol estaba justo encima de ellos. Parecía que había mucho que debatir… sobre algo.

Mappo vio dos arañas que se escabullían junto a sus mocasines. Maldita bruja, no creo que estés engañando a nadie.

¿Había alguna conexión? Allí, en ese barco sin nombre, dos chamanes de Dal Hon, que era una tierra de hierbas amarillas, acacias, rebaños enormes y grandes gatos, la sabana, y luego esa… visitante, que cruzaba mares extranjeros.

—Indignado, sí —había dicho Iskaral Pust—. Con todo, ¿percibes la reticencia de él? Oh, lucha, pero sabe también que ella, que elige estar en un lugar y no en muchos, lo supera con creces. ¿Osará él concentrarse? ¡Él ni siquiera quiere esta estúpida guerra, ja! ¡Pero, oh, es esa misma ambivalencia lo que deja libres a sus seguidores para que hagan lo que les plazca!

Un grito y un gruñido cuando el sumo sacerdote de Sombra se cayó de la mula. El animal relinchó y se alejó bailando, después se giró en redondo para mirar al anciano que se agitaba en el suelo. Volvió a relinchar y en ese sonido Mappo creyó oír una carcajada.

Iskaral Pust dejó de moverse y levantó la cabeza.

—Ella se ha ido.

El viento que había estado empujándolos con fuerza, sin parar, sin apartarse del rumbo, se hizo intermitente.

Mappo vio que Rencor bajaba los escalones del castillo de proa, parecía cansada y un tanto consternada.

—¿Y bien? —preguntó Iskaral.

La mirada de Rencor bajó para contemplar al sumo sacerdote, todavía tirado en la cubierta.

—Debe dejarnos por un tiempo. Intenté disuadirla, pero por desgracia fracasé. Este sitio está… en riesgo.

—¿De qué? —preguntó Mappo.

Rencor lo miró.

—Pues de los antojos del mundo natural, trell. Que puede, en ciertos momentos, resultar alarmante y muy aleatorio. —Volvió a mirar a Iskaral Pust—. Sumo sacerdote, por favor, ejerce algún tipo de control sobre tus bhok’arala. No hacen más que deshacer nudos que deberían permanecer apretados, por no mencionar que te dejan esas feas ofrendas por todas partes y no hacemos más que pisarlas.

—¿Ejercer algo de control? —preguntó Iskaral, se sentó con una expresión aturdida en la cara—. ¡Pero forman la tripulación de este barco!

—No seas idiota —dijo Rencor—. Este barco lo tripulan fantasmas. Fantasmas tiste andii, para ser más concretos. Cierto, tenía su gracia pensar otra cosa, pero ahora esos pequeños devotos tuyos con cerebro de guisante están empezando a ser un fastidio.

—¿Un fastidio? ¡No tienes ni idea, Rencor! ¡Ja! —El sacerdote ladeó al cabeza—. Sí, que se lo piense un rato. Ese ceño diminuto que le arruga la frente es entrañable. Más que eso, admítelo, inspira lujuria, ¡oh sí, no estoy tan marchito como sin duda piensan y al pensar así por fuerza casi me convencen! Además, me desea. Se lo noto. Después de todo, tuve una esposa, ¿no? No como ahí Mappo, con sus rasgos bestiales sin duda en aumento, no, ¡él no tiene a nadie! De hecho, ¿acaso no tengo experiencia? ¿No soy acaso capaz de una sutileza deliciosa, tentadora? ¿No me favorece acaso el idiota de mi dios, que siempre calcula mal?

Rencor pasó junto al sacerdote sacudiendo la cabeza y se detuvo ante Mappo.

—Ojalá pudiera convencerte, trell, de la necesidad que hay de paciencia, de fe. Nos hemos tropezado con un aliado extraordinario.

Aliados. Al final siempre te fallan. Los motivos chocan, sigue después la violencia que todo lo divide y el amigo traiciona al amigo.

—¿Devorarás tu propia alma, Mappo Runt?

—No te entiendo —dijo él—. ¿Por qué te implicas en mi propósito, mi misión?

—Porque —contestó ella— sé adónde llevará todo.

—El futuro se despliega ante ti, ¿no?

—Nunca con claridad, nunca del todo. Pero puedo percibir la convergencia que nos aguarda; será inmensa, Mappo, más terrible de lo que este u otro reino cualquiera ha visto jamás. La caída del dios Tullido, la furia de Kallor, la herida de Alborada, los encadenamientos, todo ello quedará eclipsado por lo que va a ocurrir. Y tú estarás allí, porque formas parte de esa convergencia. Al igual que Icarium. Igual que yo me encontraré cara a cara con mi malvada hermana justo al final, un encuentro que solo una superará cuando todo haya acabado entre nosotras.

Mappo se la quedó mirando.

—¿Podré —susurró—, lo detendré? ¿Al final? ¿O es él el final… de todo?

—No lo sé. Quizá las posibilidades, Mappo Runt, dependan por completo de lo preparado que estés en ese momento, de tu buena disposición, de tu fe, si quieres.

Mappo suspiró poco a poco, cerró los ojos y después asintió.

—Entiendo.

Y, puesto que no veía, no vio estremecerse a Rencor y tampoco fue consciente del patetismo que llenaba el tono de esa admisión.

Cuando miró a la mujer una vez más, no advirtió más que una expresión serena, paciente. Fría, calculadora. Mappo asintió.

—Como digas. Lo… intentaré.

—No esperaría menos, trell.

—¡Silencio! —siseó Iskaral Pust, todavía echado en la cubierta, pero en ese momento boca abajo. Estaba olisqueando el aire—. ¿La oléis? Yo sí. ¡La huelo! ¡En este barco! ¡Esa vaca de ubres nudosas! ¿Dónde está?

La mula relinchó una vez más.

Taralack Veed se agachó ante Icarium. El jhag estaba más pálido de lo que lo había visto jamás, consecuencia de pasar día tras día en esa bodega, lo que le daba a su piel un tono verdoso y macabro. El siseo suave de la hoja de hierro contra la piedra de amolar fue, por un momento, el único sonido entre los dos. Luego el gral carraspeó.

—Por lo menos una semana más, estos edur se toman su tiempo. Al igual que tú, Icarium, ya han comenzado los preparativos.

—¿Por qué me imponen un enemigo, Taralack Veed?

La pregunta desprendía tanta desolación que, por un momento, el gral se preguntó si había sido retórica. Suspiró y se llevó la mano a la cabeza para asegurarse de que tenía el pelo como debía (los vientos de arriba eran fieros). Después contestó.

—Amigo mío, hay que mostrarles el alcance de tu… pericia marcial. El enemigo con el que han chocado cierto número de veces, al parecer, ha resultado ser tan resistente como feroz. Los edur han perdido guerreros.

Icarium siguió trabajando el filo único y repleto de marcas de su espada. Después hizo una pausa y clavó los ojos en el arma que tenía en las manos.

—Siento —dijo—, siento… que están cometiendo un error. Esta noción… de ponerme a prueba, si lo que me has dicho es cierto. Esos relatos de mi cólera… desatada. —Sacudió la cabeza—. ¿A quién voy a enfrentarme, lo sabes?

Taralack Veed se encogió de hombros.

—No, sé muy poco, no confían en mí, ¿y por qué habrían de hacerlo? No soy aliado suyo, de hecho, no somos aliados…

—Y, sin embargo, pronto lucharemos por ellos. ¿No ves las contradicciones, Taralack Veed?

—No hay ningún lado bueno en la batalla inminente, amigo mío. Luchan entre sí sin cesar, parece que ambos bandos carecen de la capacidad, o la voluntad, de hacer otra cosa. Ambos ansían la sangre de sus enemigos. Tú y yo, ya lo hemos visto antes, el modo en que dos fuerzas opuestas (no importa lo dispares que sean sus orígenes, no importa lo justificado que esté uno cuando comienza el conflicto) terminan convirtiéndose prácticamente en fuerzas idénticas. La brutalidad se enfrenta a la brutalidad, la estupidez a la estupidez. ¿Quieres que les pregunte a los tiste edur? ¿Sobre sus terribles y malvados enemigos? ¿Qué sentido tiene? Amigo mío, es solo cuestión de matar. Eso y nada más. ¿Lo entiendes?

—Cuestión de matar —repitió Icarium, sus palabras eran un susurro. Tras un momento, reanudó la tarea de afilar el borde de su espada.

—Y eso —dijo Taralack Veed— es cosa tuya.

—Mía.

—Debes demostrárselo. Poniendo fin a la batalla. Por completo.

—Ponerle fin. A todas las muertes. Ponerle fin para siempre.

—Sí, amigo mío. Es tu propósito.

—Con mi espada puedo llevar la paz.

—Oh, sí, Icarium, puedes y lo harás. —Mappo Runt, valiente necio fuiste. Cómo podrías haber utilizado a este jhag. Por el bien de todos. Icarium es la espada, después de todo. Forjada para que alguien la utilice, al igual que todas las armas.

El arma, así pues, que promete paz. ¿Por qué, idiota de trell, tuviste que huir?

Al norte de la península Olphara los vientos refrescaron, llenaron las velas y los barcos parecieron precipitarse como dhenrabi migratorios a través del azul medianoche de los mares. A pesar de su poco calado, el Silanda luchaba por no quedarse atrás de los dromones y los enormes transportes de tropas.

Casi tan aburrido como los otros infantes, Botella subía y bajaba por la cubierta, intentaba no hacer caso de las constantes disputas de sus compañeros, intentaba concretar esa sensación de inquietud que iba creciendo en su interior. Algo… en este viento… algo…

—El vendedor de huesos —dijo Sonrisas y señaló con su cuchillo a Koryk—. A eso es a lo que me recuerdas con todos esos huesos que llevas colgando. Recuerdo a uno que solía pasar por la aldea, la aldea que había junto a nuestra finca, quiero decir. Iba recogiéndolos de los muladares de las cocinas. Los molía de todas clases y los metía en frascos. Con etiquetas. Mandíbulas de perro para el dolor de muelas, caderas de caballo para hacer bebés, cráneos de pájaro para los ojos que fallan…

—Huesos de pene para las jovencitas poco atractivas —atacó Koryk.

La mano de Sonrisas giró de repente el cuchillo con un movimiento borroso y la joven sostuvo la punta entre el pulgar y los dedos.

—Ni lo pienses siquiera —rezongó Sepia.

—Además —comentó Chapapote—, Koryk no es el único que se ha puesto un montón de huesos. Por el aliento del Embozado, Sonrisas, tú llevas los tuyos…

—Los llevo con elegancia —replicó ella, que no había dejado de sujetar el cuchillo por la punta—. Es el exceso lo que lo hace burdo.

—¿Te refieres a la última moda en la corte de Unta? —preguntó Sepia alzando una ceja.

Chapapote se echó a reír.

—Sutil y comedido, ese modesto y diminuto hueso de un dedo que cuelga justo así… las damas se desmayaban de envidia.

Durante todo ese tiempo, observó Botella al pasar, Corabb Bhilan Thenu’alas se había limitado a mirar de un soldado al siguiente mientras estos bromeaban. En el rostro del hombre, una expresión de incomprensión aturdida.

En la cabina se alzaban voces sumidas en una discusión. Otra vez. Gesler, Bálsamo, Tormenta y Violín.

Una de las crías de Y’Ghatan estaba escuchando, pero Botella no prestó mucha atención, era una disputa de las antiguas, Tormenta y Bálsamo intentaban convencer a Violín para echar unas partidas con la baraja de los Dragones. Además, lo que era importante estaba ahí fuera, un susurro en el aire, en esa casi galerna, constante, incesante, un aroma casi oculto por la espuma salada del mar…

Botella se detuvo en la barandilla de babor y contempló ese lejano saliente de tierra al sur. Brumoso, extrañamente desdibujado, parecía estar pasando de forma visible, aunque a esa distancia tal percepción debería ser imposible. El viento en sí estaba teñido de marrón, como si hubiera atravesado algún desierto.

Hemos dejado Siete Ciudades. Gracias a los dioses. No quería volver a poner un pie allí jamás. La arena de esa tierra era una pátina granulosa en su alma, fundida por el calor, las tormentas y un sinfín de personas cuyos cuerpos habían sido incinerados, restos de esas personas permanecían en él y jamás podría eliminarlos de su carne, de sus pulmones. Podía saborear su muerte, oír el eco de sus gritos.

Narizcorta y Destello de Ingenio se estaban peleando en cubierta, gruñían y mordían como un par de perros. Alguna discusión enconada, Botella se preguntó qué parte de Narizcorta le arrancarían esa vez; se oyeron gritos y maldiciones cuando los dos chocaron y rodaron con soldados del pelotón de Bálsamo que estaban jugando a las tabas y los dispersaron. Momentos más tarde surgieron riñas por todas partes.

Cuando Botella se giró, Cachipolla había agarrado a Lóbulo y el mago vio al desventurado soldado volar por los aires y estrellarse contra el montículo de cabezas cortadas.

Chillidos y los espeluznantes objetos salieron impelidos, parpadeando bajo la luz repentina…

La pelea terminó de súbito y los soldados se apresuraron a devolver los trofeos a su pila bajo la lona.

El alboroto hizo que Violín abandonara su camarote. Parecía agobiado. Hizo una pausa, examinó la escena, sacudió la cabeza y se acercó adonde Botella se había apoyado en la baranda.

—Corabb debería haberme abandonado en el túnel —dijo el sargento mientras se rascaba la barba—. Al menos entonces me dejarían en paz.

—Es solo Bálsamo —dijo Botella, y después se tapó la boca de repente… pero ya era demasiado tarde.

—Lo sabía, maldito cabrón. Bien, esto se queda entre tú y yo, pero a cambio quiero oír lo que piensas. ¿Qué pasa con Bálsamo?

—Es dalhonesio.

—Eso ya lo sé, idiota.

—Bueno, se le está poniendo la piel de gallina, diría yo.

—La mía también, Botella.

Ah, eso lo explica todo.

—Está con nosotros, ahora. Quiero decir, otra vez.

—¿Y te refieres a…?

—Ya sabes a quién.

—La que juega con tu…

—La que también te curó a ti, sargento.

—¿Qué tiene ella que ver con Bálsamo?

—No estoy seguro. Más bien con el lugar donde vive su pueblo, creo.

—¿Por qué nos está ayudando?

—¿Lo hace, sargento? —Botella se volvió para estudiar a Violín—. Ayudarnos, quiero decir. Cierto, la última vez… la ilusión de Ben el Rápido que espantó a esa flota enemiga. Pero ¿y qué? Ahora tenemos esta galerna a la espalda y nos está empujando al oeste, rápido, quizá más rápido de lo que es posible; mira esa costa, a estas alturas los barcos de cabeza ya deben de estar al sur de Monkan. A este ritmo, llegaremos a Sepik antes de que caiga la noche. Nos están empujando y eso me pone muy nervioso, ¿a qué viene tanta puñetera prisa?

—Quizá solo sea para poner tierra de por medio entre nosotros y esos bárbaros de piel gris.

—Son tiste edur. Tampoco es que se les pueda llamar bárbaros, sargento.

Violín lanzó un gruñido.

—He tenido choques con los tiste andii, y ellos usaban magia ancestral, Kurald Galain, y no se parecía en nada a lo que vimos hace una semana.

—No, no eran sendas. Eran Fortalezas, más antiguas, más bastas, demasiado cercanas al caos, con mucho.

—Fuera lo que fuera —dijo Violín— no tiene sitio en la guerra.

Botella se echó a reír. No pudo evitarlo.

—¿Quieres decir que lo normal es un poco de matanza sana, sargento? ¿Como lo que hacemos nosotros en el campo de batalla? Perseguir a los soldados que huyen y aplastarles el cráneo por detrás, ¿eso está mejor?

—Nunca dije que tuviera sentido, Botella —replicó Violín—. Es solo lo que me gritan las tripas. He estado en batallas donde se dejó a la magia campar a sus anchas, se la dejó campar de verdad, y no se parecía en nada a lo que tramaban esos edur. Ellos quieren ganar guerras sin desenvainar ni una sola espada.

—¿Y eso importa mucho?

—Hace que la victoria sea inmerecida, eso es lo que hace.

—¿Y la emperatriz se gana sus victorias, sargento?

—Cuidado, Botella.

—A ver —insistió él—, ella está allí sentada, en su trono, mientras que nosotros estamos aquí fuera…

—¿Crees que lucho por ella, Botella?

—Bueno…

—Si eso es lo que piensas, no aprendiste una mierda en Y’Ghatan. —Se volvió y se alejó con paso furioso.

Botella se lo quedó mirando durante un momento y después volvió a contemplar el horizonte lejano. Está bien, tiene razón. Pero, aun así, lo que nos estamos ganando es para ella, que conste.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí abajo?

—Escondiéndome, ¿a ti qué te parece? Ese ha sido siempre tu problema, Kal, tu falta de sutileza. Y antes o después te va a meter en un lío. ¿Ya ha oscurecido?

—No. Escucha, ¿qué pasa con este maldito temporal que tenemos encima? Es todo muy raro…

—¿Y te acabas de dar cuenta?

Kalam frunció el ceño en la penumbra. Bueno, al menos había encontrado al brujo. El mago supremo del Decimocuarto escondido entre cajones, barriles y fardos. Muy alentador, joder.

—La consejera quiere hablar contigo.

—Pues claro que quiere. Yo también querría si fuera ella. Pero no soy ella, ¿no? No, ella es un misterio, ¿te das cuenta de que casi nunca se pone esa espada? Bueno, admito que me alegro, ahora que me han encadenado a este maldito ejército. ¿Te acuerdas de esas fortalezas flotantes? Estamos en medio de algo, Kal. Y la consejera sabe más de lo que admite. Mucho más. De alguna forma. La emperatriz nos ha reclamado. ¿Por qué? ¿Qué pasa ahora?

—Estás desbarrando, Rápido. Resulta embarazoso.

—Quieres que desbarre, prueba con esto. ¿No se te ha ocurrido que esta la hemos perdido?

—¿Qué?

—Dryjhna, el Apocalipsis, la profecía entera, no la entendimos, nunca la entendimos, y tú y yo, Kal, deberíamos haberla entendido, ¿sabes? El levantamiento, ¿qué logró? Qué te parece masacres, anarquía, cuerpos putrefactos por todas partes. ¿Y qué llego en la estela de todo eso? La peste. El apocalipsis, Kalam, no era la guerra, era la peste. Así que quizá ganamos y quizá perdimos. Las dos cosas, ¿lo ves?

—Dryjhna nunca perteneció al dios Tullido. Ni a Poliel…

—Eso da igual. Ha terminado sirviendo a los dos, ¿no?

—No podemos luchar contra eso, Rápido —dijo Kalam—. Teníamos una rebelión. La sofocamos. Lo que estén tramando esos putos dioses y diosas no es nuestra guerra. Ni la guerra del Imperio, y eso incluye a Laseen. Ella no va a ver todo esto como una especie de fracaso. Tavore hizo lo que tenía que hacer, y ahora nos volvemos y después nos enviarán a alguna otra parte. Así van las cosas.

—Tavore nos envió a la senda Imperial, Kal. ¿Por qué?

El asesino se encogió de hombros.

—De acuerdo, como has dicho, esa mujer es un misterio.

Ben el Rápido se metió un poco más en el estrecho espacio que quedaba entre la carga.

—Ven, hay espacio.

Tras un momento, Kalam se reunió con él.

—¿Tienes algo que comer? ¿Beber?

—Por supuesto.

—Bien.

Cuando los vigías gritaron que tenían Sepik a la vista, Apsalar se adelantó. La consejera, Nada, Keneb y Menos ya estaban en el castillo de proa. El sol, bajo en el horizonte, al oeste, iluminó la masa de tierra que se alzaba a dos grados a estribor con un fulgor dorado. Los barcos de cabeza de la flota, dos dromones, ya se estaban acercando.

Al llegar a la baranda, Apsalar se dio cuenta de que ya podía distinguir la ciudad portuaria metida en la medialuna de su bahía. No se veía humo saliendo de las gradas y en el puerto en sí solo había anclados un puñado de barcos; era obvio que el más cercano había perdido el ancla de proa, algo había enganchado y volcado el navío mercante y lo había hecho zozobrar por un lado, de modo que la baranda de estribor estaba metida entera bajo el agua.

—El avistamiento de Sepik —decía Keneb en un tono que sugería que se estaba repitiendo— tendría que haber sido dentro de cuatro, quizá cinco días.

Apsalar observó que los dos dromones entraban en la bahía de la ciudad. Uno de ellos era el propio buque insignia de Nok.

—Hay algún problema —dijo Menos.

—Puño Keneb —dijo la consejera sin alzar la voz—, retire a los infantes.

—¿Consejera?

—No vamos a recalar…

Apsalar vio entonces que el primer dromon se detenía en seco, como si por alguna razón inexplicable no pudiera avanzar, y su tripulación salía disparada como hormigas frenéticas, con las velas combadas sobre ellos. Un momento después, la misma actividad se apoderó del barco de Nok, y una bandera de señales empezó a ascender.

Tras los dos navíos, la ciudad de Sepik cobró vida con una explosión.

Gaviotas. Decenas de miles que se alzaban de las calles, los edificios. Entre ellas, los jirones negros de cuervos, buitres isleños que se alzaban como copos de ceniza entre el remolino de humo de las gaviotas blancas. Se alzaban, ondeaban, arrojaban una sombra caótica sobre la ciudad.

—Están todos muertos —susurró Menos.

—Los tiste edur les han hecho una visita —dijo Apsalar.

Tavore la miró.

—¿Es la masacre su respuesta para todo?

—Encontraron parientes lejanos, consejera, un resto de población. Sometidos, poco más que esclavos. A esos edur no les cuesta desatar su furia.

—¿Cómo sabe eso, abrasapuentes?

Miró a la mujer.

—¿Cómo lo sabía usted, consejera?

Al oír eso, Tavore le dio la espalda.

Keneb se quedó mirando a las dos mujeres, de una a la otra y vuelta otra vez.

Apsalar volvió a clavar los ojos en el puerto, las gaviotas se posaron de nuevo en su festín mientras los dos dromones de cabeza iban saliendo de la bahía, las velas llenas una vez más. Los barcos en su estela inmediata también empezaron a cambiar de rumbo.

—Intentaremos reabastecernos en Nemil —dijo la consejera. Cuando se dio la vuelta hizo una pausa—. Apsalar, busque a Ben el Rápido. Utilice a sus sirvientes esqueléticos si es necesario.

—El mago supremo se oculta entre el cargamento, bajo cubierta —respondió la asesina.

Tavore alzó las cejas.

—¿Nada de hechicería, entonces?

—No.

Cuando el sonido de las botas de la consejera retrocedió, el puño Keneb se acercó más a Apsalar.

—La flota edur… ¿cree que nos está persiguiendo todavía, Apsalar?

—No. Se van a casa.

—¿Y cómo es que lo sabe?

La que contestó fue Menos.

—Porque un dios la visita, puño. Viene a romperle el corazón. Una y otra vez.

Apsalar sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho, el impacto reverberó por sus huesos, el ritmo de su interior se hizo de repente errático, forzado, cuando el calor le invadió las venas. Sin embargo, de cara al exterior, no reveló nada.

La voz de Keneb estaba tensa de furia.

—¿Era eso necesario, Menos?

—No hagas caso a mi hermana —dijo Nada—. Es grande el deseo que siente por alguien…

—¡Cabrón!

La joven wickana se fue corriendo. Nada la observó por un momento, después miró a Keneb y Apsalar y se encogió de hombros.

Tras un momento él también se fue.

—Mis disculpas —le dijo Keneb a Apsalar—. Jamás habría incitado una respuesta tan cruel… si hubiera sabido lo que Menos iba a decir…

—No importa, puño. No hace falta que se disculpe.

—Con todo, no volveré a fisgonear.

La asesina lo estudió un instante.

El hombre estaba incómodo, consiguió asentir de algún modo y después se alejó.

La isla había quedado a estribor del barco, a casi cinco grados. «Viene a romperle el corazón. Una y otra vez». Oh, qué pocos secretos podía haber en un barco como aquel. Y sin embargo, parecía que la consejera se escapaba a esa regla.

No me extraña que Ben el Rápido se esconda.

—Mataron a todo el mundo —dijo Botella con un estremecimiento—. Una puñetera isla entera de gente. Y también la isla Monkan; está en el viento, ahora, la verdad.

—Alégrate de que sople ese viento —dijo Koryk—. Mira qué rápido hemos dejado atrás esa pesadilla, muy rápido, coño, y eso es bueno, ¿no?

Sepia se sentó más erguido y miró a Violín.

—Sargento, ¿Sepik no era un principado del Imperio?

Violín asintió.

—Así que, lo que hicieron esos tiste edur, es un acto de guerra, ¿no?

Botella y los otros miraron al sargento, que tenía el ceño fruncido y era obvio que estaba rumiando las palabras de Sepia. Después contestó.

—Técnicamente, sí. ¿Va a verlo la emperatriz de ese modo? ¿Le va a importar siquiera? Ya tenemos enemigos suficientes tal y como están las cosas.

—La consejera —dijo Chapapote— tendrá que informar de ello, de todos modos. Y que ya hemos chocado una vez con esa puñetera flota que tienen.

—Seguro que está siguiendo nuestro rastro ahora mismo —dijo Sepia con una mueca—. Y vamos a guiarla justo al corazón del Imperio.

—Bien —contestó Chapapote—. Así podremos aplastar a los muy cabrones.

—Eso —murmuró Botella—, o nos aplastan ellos a nosotros. Lo que hizo Ben el Rápido no era de verdad…

—Al principio —dijo Violín.

Botella no dijo nada.

—Se está mejor sin algunos aliados —comentó después.

—¿Por qué? —quiso saber el sargento.

—Bueno —explicó Botella—, los aliados que no se pueden comprender, los que tienen motivos y objetivos que permanecen para siempre fuera de nuestra comprensión, y de eso es de lo que estamos hablando aquí, sargento. Y créeme, no queremos una guerra que se libre con la hechicería de las Fortalezas. De eso nada.

Los otros lo miraban con fijeza.

Botella apartó los ojos.

—Arrastradlo por el casco —dijo Sepia—. Seguro que así lo escupe todo.

—Tentador —comentó Violín—, pero tenemos tiempo. Mucho tiempo.

Idiotas. Tiempo es lo que no tenemos. Eso es lo que está intentando decirnos ella. Con este viento sobrenatural y atravesando como un puño furioso el reino de Mael, y el dios del mar no puede hacer nada. ¡Chúpate esa, Mael, percebe intratable!

¿Tiempo? Olvidadlo. Nos está metiendo en el corazón de una tormenta.