La verdad es una presión y nos veo a todos rehuyéndola. Pero, amigos míos, de la verdad no puede haber forma de escapar.
El año de las diez mil mentiras
—Kayessan
Un rhizano, aferrado a los pliegues flácidos del estandarte imperial, su hambre olvidada, su propia vida apenas una chispa indiferente en su cuerpo diminuto, había escuchado con atención la conversación entera.
Un dromon se iba deslizando con suavidad entre los transportes más cercanos, arrastraba un buque de guerra de líneas puras y casco negro; y desde la orilla observaban la consejera y el almirante Nok, junto con el puño Keneb, Ben el Rápido y Kalam Mekhar. Pocas palabras intercambiaron entre ellos hasta la llegada del sargento Gesler y el cabo Tormenta. Fue entonces cuando las cosas se pusieron interesantes.
—Consejera —dijo Gesler a modo de saludo—. Ese es nuestro barco. Ese es el Silanda.
El almirante Nok estaba estudiando al infante de marina de piel dorada.
—Sargento, tengo entendido que afirma que puede manejar esa desagradable nave.
Un asentimiento.
—Con un par de pelotones, sí, y nada más. En cuanto a la tripulación que hay bajo cubierta, a los remos, bueno, cuando necesitemos que remen, remarán.
—Vivimos con ellos tiempo suficiente —añadió Tormenta— para que ya no nos asusten, señor, ni siquiera aquí a Gesler, y eso que este salta cada vez que se mira en ese elegante espejo de plata que tiene. Y esas cabezas a nosotros ya no nos ponen los pelos de punta tampoco…
—Deje de hablar como un marinero, ayudante Tormenta —dijo Nok.
Una sonrisa entre la barba roja y erizada.
—Ya no soy ayudante, almirante.
Unas cejas finas se alzaron.
—¿Y acaso un título ya le otorga inteligencia a su portador? —preguntó Nok.
Tormenta asintió.
—Pues sí, señor. Que es por lo que Gesler es sargento y yo soy cabo. Somos más estúpidos con cada año que pasa.
—Y Tormenta está orgulloso de eso —dijo Gesler mientras le daba a su compañero una palmada en la espalda.
La consejera se frotó los ojos. Se examinó las puntas de los guantes de cuero y después empezó poco a poco a quitarse los guanteletes.
—Veo por la línea de flotación que está bien reabastecido…
—La comida no se estropea en esa bodega —dijo Nok—. Eso por lo menos han podido determinar mis magos. Es más, no hay ratas ni otras alimañas. —Dudó un momento y después vaciló—. En cualquier caso, no he podido encontrar marineros que se presentaran voluntarios para tripular el Silanda. Y no tengo intención de forzar el asunto. —Se encogió de hombros—. Consejera, si de verdad quieren…
—Muy bien. Sargento Gesler, su pelotón y otros dos.
—El cuarto y el noveno, consejera.
Los ojos entrecerrados de la mujer se clavaron en el tipo, después se volvió hacia Keneb.
—¿Puño? Son sus pelotones resucitados.
—El cuarto… sería el de Cuerdas…
—Por el amor del Embozado —dijo la consejera—. Se llama Violín. Es el secreto peor guardado de este ejército, Keneb.
—Por supuesto. Mis disculpas, consejera. El de Violín, entonces, y el noveno… veamos, el pelotón del sargento Bálsamo. Que el Abismo nos lleve, Gesler, menuda pandilla antipática de descontentos ha elegido.
—Sí, señor.
—De acuerdo. —Keneb vaciló y después se volvió hacia Tavore—. Consejera, ¿me permite sugerirle que el Silanda permanezca en un flanco de su buque insignia en todo momento?
Una desesperación burlona en la cara de Gesler, después dio un puñetazo a Tormenta en el brazo.
—No confían en nosotros, Tormenta —dijo.
—Demuestra lo que saben, ¿no?
—Pues sí. Maldita sea, son más listos de lo que pensábamos.
—Sargento Gesler —dijo la consejera—, coja a su cabo y lárguense de aquí.
—Sí, consejera.
Los dos infantes se fueron a toda prisa.
Tras un momento, el almirante Nok se rió por lo bajo.
—Consejera, debo decirle que me siento… aliviado.
—¿Por dejarles el Silanda a esos idiotas?
—No, Tavore. La inesperada llegada de más supervivientes de Y’Ghatan con soldados como Violín, Sepia, Gesler y Tormenta entre ellos, y… —se volvió hacia Ben el Rápido y Kalam— ustedes dos también. La transformación en el seno de su ejército, consejera, ha sido… palpable. Los comandantes suelen olvidar la importancia de los veteranos curtidos, sobre todo entre los soldados jóvenes y bisoños. Añádase a eso el extraordinario relato de su supervivencia bajo las calles de Y’Ghatan —sacudió la cabeza—. En total, un acontecimiento muy alentador.
—Estoy de acuerdo —dijo Tavore mientras miraba a Keneb—. Fueron esos soldados sobre todo los que en un principio abrazaron lo que podría haberse visto como un terrible presagio y lo convirtieron en una muestra de fuerza. Ninguno de ellos fue del todo consciente en ese momento, pero fue allí, en Aren, en esa primera parada militar, cuando nacieron los Cazahuesos.
Todos los demás se la habían quedado mirando con fijeza.
Ella arqueó las cejas ligeramente.
Keneb se aclaró la garganta.
—Consejera, los Cazahuesos quizá nacieran ese día en Aren, pero cuando tomaron su primer aliento en realidad fue ayer.
—¿Qué quiere decir?
—Nos preguntábamos —le dijo Kalam— de dónde salió esa condecoración. La que le impuso usted, con sus propias manos, a la capitán Faradan Sort y a la bruja Peccado.
—Ah, sí. Bueno, en eso no puedo atribuirme ningún mérito. El diseño de ese sigilo es obra de T’amber. Había artesanos joyeros en su familia, según tengo entendido, y ella pasó varios años de su juventud como aprendiz. No obstante, no veo que esa ceremonia haya podido lograr poco más que una confirmación de lo que ya existía.
—Consejera —dijo el puño Keneb—, era su confirmación lo que se necesitaba. Para convertirlo en realidad. No es mi intención ofenderla, pero antes de eso usted era la consejera. Era de Laseen. Propiedad de ella.
La expresión de la mujer se hizo de repente rotunda, peligrosa.
—¿Y ahora, puño?
Pero fue Kalam el que respondió.
—Ahora usted pertenece al Decimocuarto.
—Nos pertenece a nosotros —añadió Keneb.
El momento debería haber terminado allí y todo habría ido bien. Mejor que bien. Habría sido perfecto. En su lugar, vieron en la expresión de Tavore una creciente… consternación. Y miedo. Y, al principio, ninguna de esas emociones tenía sentido.
A menos…
A menos que ella fuera incapaz de devolver esa lealtad.
Y así la duda se retorció y se liberó como víboras recién nacidas que se deslizaron y salieron de su nidada, y unos colmillos diminutos y letales se hundieron en cada figura que permanecía allí, testigos de lo que revelaba la cara de aquella mujer.
Lo que revelaba. Y eso en una mujer cuyo autocontrol era casi inhumano, maldita fuera.
El lagarto rhizano cobró vida con un sobresalto, se cayó de su percha, rodó una vez y luego se alejó aleteando, bajó por la playa y se posó en el flanco blanco de un enorme tronco de árbol que alguna tormenta anterior había arrojado a la orilla. Las patas de la criatura se abrieron, pegó el vientre a la madera y se quedó allí, con los costados diminutos palpitando. Distraído y asustado, Botella estiró una mano para rozar al rhizano con la punta de un dedo entre los ojos, un gesto que pretendía ofrecer consuelo y al mismo tiempo liberar su chispa de vida. La criatura huyó en un frenesí de aleteos y latigazos con la cola.
Cinco días más tarde Botella se encontraba en la cubierta delantera del Silanda, con los ojos clavados barco abajo, en ese montón cubierto por una lona que ocultaba las cabezas cortadas que Tormenta llamaba el fideicomiso de su cerebro. Muy divertido, sí, pero Botella sabía que esos ojos imperecederos podían penetrar la tela raída de la lona y lo estaban observando. Expectantes. ¿Por qué? Malditos seáis, no puedo ayudaros, pobres idiotas. ¡Tenéis que verlo!
Además, él tenía cosas de sobra de las que preocuparse en esos momentos. Tantas, en realidad, que no sabía por dónde empezar.
Había visto el sigilo, la condecoración que la consejera le había impuesto a Faradan Sort en lo que debería haber sido su consejo de guerra, y a la niña muda, Peccado, y no era que fuera muda en realidad, eso Botella ya lo sabía. Solo que la golfilla no tenía mucho que decirle a nadie, salvo a su hermano Casco. El sigilo… hecho de plata, una muralla de una ciudad sobre la que se alzaban unas llamas de rubí, y la llanura inclinada bajo esa muralla, una masa de cráneos humanos de oro. El eco del antiguo sigilo de los Abrasapuentes no era accidental, era puro genio. El genio de T’amber.
Al final de ese mismo día se habían sacado agujas de hierro e hilos de seda y los dedos romos empezaron a trabajar con diferentes niveles de talento; los mantos de reglamento no tardaron en lucir una nueva decoración entre los soldados del Decimocuarto Ejército. Para acompañar los huesos de dedos que les colgaban, algún que otro cráneo de pájaro y dientes perforados.
Todo lo cual estaba muy bien, dentro de sus límites. Durante buena parte del primer día, mientras Botella y los demás se recuperaban, los otros soldados pasaban por allí solo para mirarlos. Había sido desconcertante, toda esa atención, y a él todavía le costaba entender lo que veía en esos ojos clavados en ellos. Sí, estamos vivos. Improbable, es cierto, pero real, no obstante. Bueno, ¿y qué es lo que veis vosotros?
Los recuerdos de aquel tiempo pasado bajo la ciudad eran un estribillo constante y obsesivo tras cada palabra que compartían Botella y los demás supervivientes. Alimentaba sus terribles sueños por la noche, él ya se había acostumbrado a que lo despertara el grito ahogado de un miembro del pelotón, Sonrisas, o Sepia, o Corabb Bhilan Thenu’alas. Gritos que encontraban un eco apagado en donde dormían los otros pelotones en el suelo de piedra.
Habían saqueado sus mochilas en su ausencia, los objetos y el equipamiento se habían redistribuido como era costumbre, y en ese primer día los otros soldados llegaron para devolver lo que se habían llevado. Al atardecer, cada superviviente tenía más de lo que jamás habían tenido, y solo podían mirar, aturdidos, el montón de baratijas, hebillas, broches y amuletos; las túnicas remendadas, el forro acolchado y bien limpio, las correas lustradas de cuero y los arreos de las armas. Y dagas. Montones de dagas, la más personal y valiosa de todas las armas, el último recurso del guerrero. El arma que, en caso de necesidad, se utilizaba para acabar con la propia vida ante la perspectiva de algo mucho peor. Y bien, ¿qué importancia debemos darle a todo eso?
Agachados no muy lejos, en la cubierta delantera, Koryk y Chapapote estaban echando una partida con un juego de huesos que el primero había encontrado entre las ofrendas que habían dejado en su mochila. Era una versión de marinero, la caja cuadrada era más profunda para evitar que las fichas rebotaran y se salieran del campo, la parte inferior era más estable gracias a unas garras con punta de hierro en cada esquina, lo bastante afiladas como para clavarse en la madera de un banco de la cocina o en la cubierta. Chapapote había perdido cada partida hasta el momento (más de veinte), tanto contra Koryk como contra Sonrisas, pero él seguía volviendo a por más. Botella jamás había visto a un hombre tan dispuesto a sufrir un castigo.
En el camarote del capitán holgazaneaban Gesler, Tormenta, Violín y Bálsamo; su conversación esporádica e intermitente. En las sombras más profundas, bajo la mesa de mapas alargada, se acurrucaba Y’Ghatan, la rata de Botella, mis ojos, mis oídos… mis tetas doloridas.
Ninguna otra rata a bordo y sin el control que tenía él sobre Y’Ghatan y su prole, ya hacía mucho tiempo que los animalitos se hubieran lanzado por la borda. Botella los comprendía. La hechicería que envolvía ese barco era fétida, olía a locura. Le desagradaba cualquier cosa viva que no estuviera atada a su caótica voluntad. Y en especial le desagradaba… yo.
Solo… Gesler y Tormenta, parecen inmunes a ella. Los muy cabrones, obligarnos a meternos con ellos en este túmulo flotante, ingrato y sobrecogedor.
Botella se planteo comentárselo a Violín, pero luego desechó la idea. Violín era como Kalam, que era como Apsalar, que era como Ben el Rápido. Todos… malignos.
Está bien, no malignos, pero sí algo. No sé. Eso de Sombra… ¿qué estaban tramando? Y Kalam, listo para clavarle los cuchillos a Apsalar. Y Apsalar, que parecía que era justo lo que quería. Y después Ben el Rápido despertando, interponiéndose entre los dos como si fuera una especie de vieja discusión, antiguas heridas que volvían a abrirse.
Tavore había reclamado a Ben el Rápido, Kalam y Apsalar para que formaran parte de su séquito en el buque insignia de la consejera, el Lobo de Espuma, un dromon construido en Quon, y cuya factura era mapau, la quilla y el trabajo en metal eran de otro lugar totalmente diferente. Fenn, no pueden quedar más de un puñado de talladores de quillas y herreros entre los restos miserables… pero hicieron esa quilla e hicieron esas instalaciones, y no tienen nada de absurdo o inerte. En cualquier caso, Botella se alegraba de que estuvieran en ese barco cabalgando sobre las olas a tres bordadas a estribor. No lo bastante lejos para su gusto, pero tendría que servir. Podía imaginarse a esos dos esqueletos de reptiles escabulléndose por la bodega, cazando ratas…
—¿Así que fue Larva el que se quedó con ese silbato? —le preguntó Violín a Gesler en el camarote.
Bajo la mesa, las orejas raídas de Y’Ghatan se levantaron.
—Sí. El chico de Keneb. Ese sí que es rarito. Dijo que sabía que veníamos. Bueno, quizá eso me lo creo. Quizá no. Pero fue lo primero que recuperé.
—Y menos mal —dijo Tormenta, y se rascó la barba de forma audible—. Me siento como en casa…
—Menudo chiste —lo interrumpió Gesler—. La última vez que estuvimos en este maldito barco, Tormenta, te pasaste la mayor parte del tiempo metido en una esquina todo encogido.
—Solo me llevó un tiempo acostumbrarme, nada más.
—Mira lo que un listillo me dejó en mi botín —dijo Violín. Algo cayó con un golpe seco en la mesa.
—Dioses del inframundo —murmuró el sargento Bálsamo—. ¿Está completa?
—Difícil de decir. Ahí hay cartas que no he visto en mi vida. Una para el Apocalipsis, es neutral, y hay algo llamado la Casa de Guerra, que muestra en su carta de más categoría un trono de huesos, desocupado, flanqueado por dos lobos. Y en esa Casa hay una carta llamada el Mercenario y otra, hecha por una mano diferente, que creo que se llama algo así como Guardianes de los Muertos, y que muestra a unos soldados fantasmales en pie en medio de un puente abrasándose…
Un momento de silencio, después habló Gesler.
—¿Reconoces alguna cara, Viol?
—No quise mirarla mucho. Está la Casa de Cadenas y el rey de esa Casa, el Rey Encadenado, está sentado en un trono. La escena es muy oscura, envuelta en sombras, salvo que juraría que el pobre cabrón está chillando. Y la expresión de sus ojos…
—¿Qué más? —preguntó Bálsamo.
—No te impacientes tanto, maldito sapo de roca dalhonesio.
—De acuerdo, si a ti no te gusta tu nuevo regalo, Violín, dámelo a mí.
—Claro, para que extiendas un campo aquí mismo, en este barco.
—¿Y?
—¿Así que quieres abrir una puerta a esa pesadilla de sendas, la tiste y la Tellan? ¿Y también al dios Tullido?
—Oh.
—En fin, hay más Neutrales. El Señor de la Baraja y, sí, a ese lo reconozco. Y Cadena, un nudo en el centro, con eslabones que se extienden en todas direcciones. No me gusta la pinta que tiene esa.
—Menudo regalo, Viol.
—Sí, como una roca lanzada a un marinero que se ahoga.
—Guárdalo —dijo Gesler.
La rata escuchó que la baraja desaparecía del centro de la mesa.
—Tenemos un problema —continuó Gesler.
—Solo —añadió Tormenta— que no sabemos cuál es. Solo sabemos que algo ha puesto nervioso a Keneb, y a ese asesino amigo tuyo, Viol. Y a Ben el Rápido. Los ha puesto nerviosos a todos.
—La consejera —dijo Violín—. Kalam y Rápido no han dicho nada, pero no están muy contentos. —Una pausa y después—: Podría ser el modo en que Perla se desvaneció sin más, justo después de Y’Ghatan, lo más probable es que haya vuelto directamente con la emperatriz. ¿Un simple operativo de la Garra que va a entregar su informe? Quizá. Pero incluso eso deja cierto mal sabor de boca, actuó demasiado rápido, llegó a conclusiones demasiado rápido, como si lo que creyó que había ocurrido en Y’Ghatan solo confirmara las sospechas que él ya tenía. Pensad en ello, ¿de verdad suponéis que un informe así puede tener algo bueno que decir?
—Fue ella la que mató a Sha’ik —dijo Bálsamo, exasperado—. Abrió ese avispero de Raraku y de ahí no salió zumbando casi ni una mierda. Pilló a Korbolo Dom y lo envió de regreso cargado de grilletes. Y lo hizo sin que perdiéramos a nadie, o a casi nadie, las trifulcas por el camino eran de esperar y en absoluto tan serias como podrían haber sido. Luego va a la caza de Leoman de los Mayales. A menos que tengas a alguien dentro para abrir un poco la puerta, los asedios son siempre costosos, sobre todo cuando los atacantes no tienen tiempo para esperar a que se agoten. Y nosotros no lo teníamos, ¿no? ¡Venía una maldita peste por detrás!
—Cálmate —dijo Violín—, nosotros también pasamos por todo eso, ¿recuerdas?
—Sí, ¿y uno solo de nosotros pensó de verdad que Leoman iba a asar a la parrilla a su propio pueblo? ¿Que convertiría una ciudad entera en un montón de cenizas y ríos de plomo? Lo único que digo, Viol, es que no nos ha ido tan mal, ¿verdad? Si lo piensas bien.
—Bálsamo tiene razón —dijo Tormenta mientras se rascaba otra vez—. Violín, en esa baraja que tienes, esa Casa de Guerra, ¿oliste a Treach ahí? Esos lobos me tienen muy intrigado.
—Tengo auténticas dudas sobre esa versión —respondió Violín—. Sobre toda esa Casa, de hecho. Estoy pensando que quien la hizo estaba confusa o quizá lo que vio era confuso…
—¿Confusa, una mujer?
—Eso creo, salvo la carta solitaria, los Guardianes de los Muertos. En eso hay una mano de hombre con toda seguridad.
Hubo una tensión repentina en la voz de Tormenta.
—Sácalas otra vez, Viol. Veamos esa Casa de Guerra, todas las cartas de esa Casa.
Ruidos de alguien barajando.
—Las voy enseñando una por una. En la mesa no, las enseño en mi mano, ¿estamos? De una en una. Bien. En cuanto a los títulos, solo voy a leer lo que está en los bordes. —Un momento y luego—: Los Señores de la Guerra. Dos lobos, uno macho y uno hembra. Me sugiere que el nombre está mal. Pero es el plural lo que cuenta, lo que significa que el trono no ocupado no importa tanto. De acuerdo, ¿ya la ha visto todo el mundo? Bien, siguiente. El Cazador, y sí, ese es Treach…
—¿Qué hay de ese cadáver a rayas que hay en primer término? ¿Ese viejo sin manos?
—Ni idea, Gesler.
—Siguiente —dijo Tormenta.
—Guardianes de los Muertos…
—Déjame echar un vistazo… mejor. Espera…
—Tormenta —dijo Bálsamo—, ¿qué crees que estás viendo?
—¿Qué hay después? —preguntó el cabo falari—. ¡Rápido!
—El Ejército y el Soldado, no sé, dos nombres para la misma carta, que puede que vayan determinados por el contexto o algo.
—¿Alguna más?
—Dos, y no me gustan nada. Mirad, Matavida…
—¿Jaghut?
—Medio jaghut —dijo Violín con voz apagada—. Sé quién es, el arco de cuerno, la espada de un solo filo. Matavida es Icarium. Y su protector, Mappo Runt, no está por ningún lado.
—Todo eso da igual —dijo Tormenta—. ¿Cuál es la última carta?
—El contrapunto de Icarium, o algo así. Matamuerte.
—Por el Abismo, ¿se puede saber quién se supone que es? Eso es imposible.
Un gruñido amargo de Violín antes de contestar.
—¿Quién? Bien, veamos. Una choza miserable de pieles y palos, un brasero que tose humo, una criatura encapuchada dentro de la choza, miembros rotos, grilletes que se hunden en la tierra. Bueno, ¿quién podría ser?
—Eso es imposible —dijo Gesler haciéndose eco de la afirmación de Tormenta—. ¡No puede ser dos cosas a la vez!
—¿Por qué no? —dijo Violín, y después suspiró—. Se acabó. Oye, Tormenta, ¿qué ha encendido ese fuego en tus ojos?
—Sé quién hizo esas cartas.
—¿En serio? —Violín no parecía muy convencido—. ¿Y cómo lo has sabido?
—La carta de los Guardianes, algo en la cantería del puente. Después esas dos últimas, las calaveras, le eché un buen vistazo a la medalla de Faradan Sort. Para poder coser algo parecido, ya sabéis.
Hubo un silencio largo, muy largo.
Y Botella se quedó mirando, sin ver, a medida que las implicaciones encontraban su lugar en su mente, se asentaban y luego estallaban y salían como remolinos de polvo, una tras otra. La consejera quiere esa baraja de los Dragones en manos de Violín. Y, o bien ella o T’amber, o quizá Menos y Nada, o alguien, rebosa conocimientos arcanos y no tiene miedo de usarlos. Bueno, Viol, él nunca extiende un campo con esas cartas. No, él se inventa juegos.
La consejera sabe algo. Igual que sabía lo de los fantasmas de Raraku… y la inundación. Pero lleva una espada de otataralita. Y los dos wickanos no son en absoluto como eran, o al menos ese es el consenso. Tiene que ser T’amber.
¿Qué nos aguarda?
¿Es eso lo que puso tan nerviosos a Ben el Rápido y los demás?
¿Y si…?
—Algo me acaba de dar un empujoncito en el pie… ¿qué? ¿Eso es una rata? ¿Justo debajo de nuestra mesa?
—No hay ratas en el Silanda, Tormenta…
—Te estoy diciendo, Ges… ¡ahí!
Violín lanzó una maldición.
—¡Es la rata de Botella! —dijo después—. ¡Cogedla!
—¡A por ella!
Sillas que se arrastraban por el suelo, el estrépito de loza, gruñidos y botas pateando el suelo.
—¡Se está escapando!
Botella sabía que en un barco había muchos lugares a los que solo podía ir una rata. Y’Ghatan consiguió escaparse a pesar de todas las maldiciones y los golpes secos.
Unos momentos después, Botella vio a Violín aparecer en cubierta en el centro del barco, el soldado apartó los ojos un momento antes de que la mirada inquisitiva del sargento lo encontrara y Botella escuchó (con la mirada clavada en el mar) al hombre abriéndose paso entre los soldados que holgazaneaban por la cubierta y llegando junto a él.
Pum, pum, pum, escalones arriba hasta la cubierta delantera.
—¡Botella!
Parpadeó y lo miró.
—¿Sargento?
—Ah, no, no me engañas… ¡estabas espiando! ¡Poniendo la oreja!
Botella señaló con un gesto a Koryk y Chapapote, que habían levantado la cabeza de su partida y se lo habían quedado mirando.
—Pregúntales. Llevo aquí sentado, sin hacer nada, más de una campanada. Pregúntales.
—¡Tu rata!
—¿Ella? Le perdí el rastro anoche, sargento. No me he molestado en buscarla desde entonces porque… ¿qué sentido tendría? No se va a ninguna parte, no con las crías que tiene que cuidar.
Gesler, Tormenta y Bálsamo se habían arremolinado detrás de Violín, que parecía a punto de arrancarse la barba de tres días de pura frustración.
—Si estás mintiendo… —siseó Violín.
—Pues claro que está mintiendo —dijo Bálsamo—. Si yo fuera él, también estaría mintiendo ahora mismo.
—Bueno, sargento Bálsamo —dijo Botella—, usted no es yo y esa es una diferencia crucial. Porque resulta que estoy diciendo la verdad.
Con un gruñido de desdén, Violín se dio media vuelta y se abrió camino otra vez hasta la cubierta central. Un momento después, los demás lo siguieron; Bálsamo después de lanzarle una última mirada furiosa a Botella, como si solo entonces acabara de comprender que lo habían insultado.
Un bufido profundo de Koryk después de que se fueran.
—Botella, resulta que levanté un momento la cabeza hace un rato, antes de que Violín saliera, y que el Embozado me lleve, pero debía de haber cincuenta expresiones cruzándote la cara, una tras otra.
—¿En serio? —preguntó Botella con suavidad—. Serían nubes pasando delante del sol, Koryk.
—¿Tu rata todavía tiene esas crías? —dijo Chapapote—. Entonces debes de haberlas llevado tú durante la marcha. Si hubiera sido yo el que las llevaba, me las habría comido una por una. Metérmelas en la boca, morder, masticar. Dulces y deliciosas.
—Bueno, pues era yo, no tú, ¿verdad? ¿Pero por qué todo el mundo quiere ser yo?
—No queremos —dijo Chapapote, que volvió a estudiar la partida—. Solo estamos intentando decirte que creemos que eres tonto de remate, Botella.
Botella lanzó un gruñido.
—De acuerdo. Entonces, supongo que a vosotros dos no os interesa lo que estaban hablando esos en ese camarote hace solo un ratito.
—Ven para acá —rezongó Koryk—. Míranos jugar y empieza a hablar, Botella, o vamos y se lo contamos al sargento.
—No, gracias —dijo Botella y estiró los brazos—. Creo que necesito una siesta. Quizá más tarde. Además, esa partida me aburre.
—¿Crees que no se lo diremos a Violín?
—Pues claro que no.
—¿Por qué no?
—Porque entonces esta sería la última vez, la última vez de verdad, que os cuento información privilegiada.
—Maldita víbora mentirosa, quejica, malnacida…
—Bueno, bueno —dijo Botella—, portaos bien.
—Empiezas a ser peor que Sonrisas —dijo Koryk.
—¿Sonrisas? —Botella se detuvo en los escalones—. ¿Y dónde está esa, por cierto?
—Tonteando con Corabb, supongo —dijo Chapapote.
¿En serio?
—No debería.
—¿Por qué?
—La suerte de Corabb no incluye necesariamente a las personas que lo rodean, por eso.
—¿Qué significa eso?
Significa que hablo demasiado.
—No importa.
—¡Encontrarán a esa rata, sabes, Botella! —exclamó Koryk—. Antes o después.
Por aquí nadie piensa con claridad. Dioses, Koryk, todavía crees que esas crías son criaturitas rosadas e indefensas. Pues resulta que ahora son todas más que capaces de desplazarse por su cuenta. Así que no tengo un solo par de ojos y oídos extra, amigos míos. No. Está el pequeño Koryk, la pequeña Sonrisas, el pequeño Chapapote, el pequeño… oh, ya conocéis al resto…
Estaba a medio camino de la escotilla cuando sonaron las alarmas, flotaban como gritos demoníacos sobre las olas hinchadas y en el viento llegaba un olor… no, un hedor.
Que el Embozado me lleve, odio no saber. Kalam se subió de un salto a las jarcias sin hacer caso de los cabeceos y balanceos del Lobo de Espuma, que viraba en redondo para tomar un nuevo rumbo, nordeste, y dirigirse hacia la brecha que se había abierto (por incompetencia o descuido) entre dos de los dromones de la escolta. Mientras el asesino iba subiendo a toda prisa, vislumbró por un momento los barcos desconocidos que habían aparecido justo al lado de esa brecha. Velas que quizá hubieran sido negras una vez, pero que en ese momento eran grises, descoloridas por el sol y la sal.
Entre la repentina confusión de señales y alarmas, una verdad se estaba haciendo espantosamente evidente: se habían metido en una emboscada. Barcos al norte que formaban un arco con rutas mortales entre uno y otro. Otra medialuna, una que se abultaba hacia los malazanos, se acercaba a toda prisa por delante del viento que soplaba del nordeste. Mientras que otra hilera de barcos formaba una barrera erizada al sur, procedente de los bajíos que seguían la costa al oeste, después salieron en una formación de dientes de sierra rumbo al este hasta que el arco se rizó hacia el norte.
Por los dioses, son muchos más que todas nuestras lamentables escoltas. Transportes cargados de soldados, como ovejas balando atrapadas en el corral del matadero.
Kalam dejó de trepar. Ya había visto suficiente. No sé quiénes son, pero nos tienen a su merced. Empezó a bajar otra vez, un esfuerzo casi tan peligroso como había sido el ascenso. Abajo, varias figuras se escabullían de un lado a otro por las cubiertas, marineros e infantes, oficiales que gritaban por todas partes.
El buque insignia de la consejera, flanqueado todavía a estribor por el Silanda, estaba virando para poner rumbo a la brecha. Estaba claro que Tavore tenía intención de entrar en combate con esa medialuna que se aproximaba. Lo cierto era que tenían pocas alternativas. Con ese viento detrás de los atacantes, podían meterse como una punta de lanza en medio de los pesados transportes. El almirante Nok estaba al mando de las escoltas de cabeza, al norte, y tendrían que intentar abrirse camino entre los enemigos que bloqueaban el paso con tantos como pudieran de los transportes que lo seguían, pero todo lo que los barcos enemigos tienen que hacer es empujarlos hacia la costa, hacia los arrecifes sin marcar que acechen en los bajíos.
Kalam se dejó caer el último tramo hasta la cubierta y aterrizó agachado. Oyó más gritos por encima de él, muy arriba, cuando echó a andar. De pie, cerca de la proa inclinada, una junto al otro, la consejera y Ben el Rápido, el viento azotando el manto de Tavore. El mago supremo le lanzó una mirada cuando Kalam llegó junto a ellos.
—Han acortado las velas, las han recogido o lo que sea que lo llaman los marineros a ir frenando.
—Bueno, ¿y por qué? —preguntó Kalam—. No tiene ningún sentido. Esos cabrones deberían estar precipitándose directamente contra nosotros.
Ben el Rápido asintió, pero no dijo nada.
El asesino miró a la consejera, pero no pudo detectar cuál era su estado de ánimo mientras miraba la hilera de barcos que tenían enfrente.
—Consejera —dijo—, quizá debería coger su espada.
—Todavía no —dijo la mujer—. Está pasando algo.
Él siguió su mirada.
—Por los dioses del inframundo, ¿qué es eso?
A bordo del Silanda, Gesler había hecho uso del silbato de hueso y en ese momento las bancadas de remos salían con un barrido y retrocedían con una indiferencia firme a las olas palpitantes que los rodeaban; el barco gemía con cada embate y mantenía sin dificultad el ritmo del dromon de la consejera. Los pelotones habían terminado de arriar las velas y se encontraban en el centro del barco, preparando armaduras y armas.
Violín se agazapó sobre un cajón de madera e intentó sofocar las omnipresentes náuseas. Dioses, odio el mar, este maldito vaivén, arriba abajo, arriba abajo. No, cuando muera quiero tener los pies secos. Eso y nada más. Ninguna estipulación más. Solo los pies secos, coño, mientras iba soltando las correas y levantaba la tapa. Se quedó mirando las municiones moranthianas acurrucadas en su lechos acolchados.
—¿Quién sabe lanzar? —preguntó dirigiendo una mirada furiosa a su pelotón, después algo frío se le metió en las tripas.
—Yo —contestaron a la vez Koryk y Sonrisas.
—¿Para qué preguntas? —dijo Sepia.
Corabb Bhilan Thenu’alas permanecía sentado no muy lejos con las rodillas levantadas, demasiado mareado para moverse y mucho menos para responder a la pregunta de Violín.
—Si lo tengo justo delante —dijo Chapapote con un encogimiento de hombros—, quizá pueda darle, sargento.
Pero Violín apenas oyó nada, tenía los ojos clavados en Botella, que permanecía en pie, inmóvil, mirando la línea enemiga de barcos.
—¿Botella? ¿Qué pasa?
Un rostro ceniciento se volvió a mirarlo.
—Esto va mal, sargento. Están… conjurando.
Samar Dev se fue encogiendo hasta que la madera dura, insensible, se le clavó en la espalda. Ante ella, a ambos lados del palo mayor, había cuatro tiste edur de los que brotaba una hechicería crujiente, salvaje, que se agitaba como cadenas entre ellos y destellaba, fulminante, con estallidos y ráfagas de llamas grises. Más allá de la proa que se bamboleaba, se alzaba una ola que rodaba y se agitaba como si la sujetaran con fuerza, se alzaba por los cielos…
Unas cadenas erizadas de poder saltaron de repente de los cuatro hechiceros, se arquearon a izquierda y derecha, salieron para unirse a las hermanas idénticas que germinaban de los barcos que había a ambos lados del barco de mando de Hanradi Khalag, y después continuaban conectando a los otros barcos, uno tras otro. Y el aire que Samar Dev respiraba parecía muerto, una necesidad esencial destruida por completo. Jadeó, se hundió en la cubierta y levantó las rodillas. Una tos, después temblores que la atravesaron entera en oleadas…
Un aire repentino, vida que inundaba sus pulmones, había alguien a su izquierda. Miró y después levantó la cabeza.
Karsa Orlong, inmóvil, con los ojos clavados en la pared de magia que ondeaba y se hinchaba.
—¿Qué pasa? —preguntó el gigante.
—Ancestral —dijo ella con voz entrecortada—. Pretenden destruirlos. Pretenden hacer pedazos diez mil almas y más…
—¿Quién es el enemigo?
Karsa, ¿qué es este aliento de vida que repartes?
—La flota imperial malazana —oyó Samar que respondía el taxiliano, y vio que el hombre había aparecido en cubierta junto con Bruja de la Pluma y el preda, Hanradi Khalag, y todos miraban hacia arriba, a aquella terrible tormenta encadenada de poder.
El toblakai se cruzó de brazos.
—Malazanos —dijo—. No son enemigos míos.
Con un acento duro, vacilante, Hanradi se volvió y se dirigió a Karsa Orlong.
—¿Son tiste edur?
Los ojos del gigante se entrecerraron hasta convertirse en meras ranuras mientras continuaba estudiando el poder conjurado del que en ese momento surgía un rugido creciente, como un millón de voces encolerizadas.
—No —dijo.
—Entonces —respondió el preda— son el enemigo.
—Si destruís a estos malazanos —dijo Karsa— vendrán más a por vosotros.
—No tememos.
El guerrero toblakai al fin volvió la cabeza y miró al preda, y Samar Dev pudo leer, con una especie de aleteo en su interior, su desdén. Pero el hombretón no dijo nada, se limitó a darse la vuelta y agacharse junto a Samar Dev.
—Ibas a llamarlo necio —le susurró ella—. Me alegro de que no lo hicieras, estos tiste edur no llevan las críticas con mucha paciencia.
—Lo que los convierte en necios más grandes todavía —dijo con voz profunda el gigante—. Pero eso ya lo sabíamos, Samar Dev. Creen que su emperador puede derrotarme.
—Karsa…
Un extraño coro de gritos estalló entre los hechiceros y todos empezaron a sufrir convulsiones, como si una mano abrasadora se les hubiera metido en el cuerpos y se hubiera cerrado con fuerza, cruel, alrededor de la columna. Samar Dev abrió mucho los ojos. Este ritual los retuerce. Oh, cuánto dolor…
El enorme muro se separó de la superficie del mar, que repentinamente se había quedado en calma. Se alzó un poco más y después más todavía, y en el espacio que había debajo, una franja horizontal que imitaba la normalidad, los barcos malazanos eran visibles, las velas torcidas, todos y cada uno perdiendo el rumbo a medida que el pánico invadía a los pobres malnacidos, salvo los dos de cabeza, un dromon de guerra y, en el flanco exterior, una nave de casco negro cuyos remos destellaban a ambos lados.
¿Qué?
Hanradi Khalag se había adelantado al ver ese extraño barco negro, pero desde donde Samar se había sentado, encogida sobre sí misma, no podía verle la expresión, solo la nuca, la postura, que de repente era tensa, de su alta figura.
Y entonces, comenzó a pasar algo más…
El muro de magia se estaba soltando de la superficie, arrastraba chorros de agua blanca, revuelta, que se fragmentaba y caía como lanzas que se iban volcando cuando aquella manifestación entreverada de gris, colérica, lo iba alzando más y más. El rugido fue avanzando, estrepitoso y fiero como un ejército que se lanzara a la carga.
La voz de la consejera era baja, neutra.
—Ben el Rápido.
—No son sendas —respondió el mago, como asombrado—. Es ancestral. No son sendas. Son Fortalezas, pero atravesadas por Caos, por podredumbre…
—El dios Tullido.
Tanto el mago como Kalam la miraron.
—Nunca deja de sorprendernos, consejera —comentó Ben el Rápido.
—¿Puede responder a esto?
—¿Consejera?
—A esta hechicería ancestral, mago supremo, ¿puede usted darle respuesta?
La mirada que Ben el Rápido le lanzó a Kalam sobresaltó al asesino, pero encajó con la respuesta que dio a la perfección.
—Si no puedo, consejera, estamos todos muertos.
Cabrón, tienes algo…
—No dispone de mucho tiempo —dijo la consejera—. Si fracasa —añadió mientras se giraba—, tengo mi espada.
Kalam la observó bajar por la cubierta del barco. Después, con el corazón martilleándole con fuerza en el pecho, se enfrentó a aquella invocación revuelta, embargada de espuma, que llenaba el cielo del norte.
—Rápido, no es que tengas mucho tiempo, sabes, una vez que vuelva con su espada…
—Dudo que sea suficiente —interpuso el mago—. Oh, quizá para este barco y solo este barco. En cuanto a todos los demás, olvídalo.
—¡Entonces, haz algo!
Y Ben el Rápido se volvió hacia Kalam con una sonrisa que el asesino ya había visto antes, cientos de veces, y esa luz en sus ojos… tan conocida, tan…
El mago se escupió en las manos y se las frotó, después se enfrentó a la hechicería ancestral una vez más.
—Quieren meterse con las Fortalezas… pues yo también.
Kalam le enseñó los dientes.
—Menudo rostro tienes.
—¿Qué?
—«Nunca deja de sorprendernos», le dijiste.
—Sí, bueno, más vale que me dejes espacio. Hace ya bastante y puede que esté un poco… oxidado. —Y alzó los brazos.
Tan conocido, tan… alarmante.
En el Silanda, a cuatro bordadas hacia el mar, Botella sintió que algo sacudía todos sus sentidos. Giró la cabeza como un latigazo y clavó los ojos en el castillo de proa del Lobo de Espuma. Ben el Rápido, solo, erguido en la proa, con los brazos abiertos y extendidos hacia los lados, como una maldita ofrenda…
Y alrededor del mago supremo se despertó un fuego del color del barro con motas de oro, un fuego que ondeó, que se precipitó y luego empezó a subir, rápido… tan rápido, tan fiero… que los dioses me lleven… ¡no, más paciencia, tonto! Si se…
Susurrando una plegaria, Botella lanzó toda su voluntad hacia la invocación del mago supremo. Más lento, idiota. ¡Más lento! Así, profundiza el tono, más denso, estíralo por los lados, es un simple alud de lodo al revés, sí, va subiendo otra vez la ladera, llamas como lluvia, lenguas de maldad dorada, sí, así…
No, deja de luchar contra mí, maldito seas. Me da igual lo aterrado que estés, el pánico lo estropeará todo. ¡Presta atención!
De repente, llenando la cabeza de Botella, un aroma… a pelo. El roce suave de unas manos no del todo humanas, y los esfuerzos frenéticos de Botella para sofocar el entusiasmo maníaco de Ben el Rápido de súbito dejaron de importar cuando algo apartó su voluntad como si fuese una telaraña molesta…
Kalam, agachado en los escalones de madera del castillo de proa, observó que Ben el Rápido, con las piernas muy abiertas, se alzaba poco a poco de la cubierta, como si una fuerza exterior lo hubiera cogido con unas manos invisibles por la pechera de la túnica, lo hubiera acercado y después le diera una sacudida.
—En el nombre del Embozado, se puede saber qué…
La magia que se alzaba en respuesta a la hirviente tormenta gris que tenían enfrente era como un muro de tierra entreverado de raíces ardientes que se revolvía y palpitaba, y después caía de nuevo sobre sí misma, su voluntad salvaje, explosiva, vinculada de un modo muy estrecho a algo más poderoso. Y cuando Ben la libere dentro de esa otra… por el Embozado del inframundo, a esto no va a sobrevivir nadie…
Hanradi Khalag se quedó mirando, paralizado, durante una docena de latidos, cuando el caos salvaje de la magia ancestral se alzó en atroz desafío a la de los hechiceros edur (a la de casi un centenar de hechiceros edur) y, como comprendió Samar Dev mientras miraba al dromon malazano que iba en cabeza, todo obra de un único hombre, ese hombre de piel negra que flotaba sobre la proa del barco con los miembros estirados.
El preda pareció tambalearse y después se irguió y empezó a chillar órdenes, la misma frase repetida una y otra vez, mientras se abalanzaba como un borracho hacia sus hechiceros.
Estos se derrumbaron, arrojados a cubierta como si los tiraran, uno tras otro, los golpes de un gigante, después yacieron allí retorciéndose, con espuma en la boca, líquidos saliendo de sus cuerpos…
A medida que aquel muro gris que se cernía, rugiente, parecía implosionar, los zarcillos lanzaban latigazos y se desvanecían en el aire o golpeaban la superficie ya revuelta del mar, y con eso enviaban chorros por el aire que surgían disparados de nubes de vapor ondeante. El rugido se hizo pedazos y cayó.
La hechicería se desplomó, las cadenas que unían a los que las empuñaban en cada barco se apagaron con un parpadeo o rompieron con una explosión, como si en verdad fueran eslabones de hierro.
La cubierta cabeceó como borracha bajo ellos y todos, salvo Karsa Orlong, se tambalearon.
Samar Dev apartó los ojos de él con cierto esfuerzo y contempló una vez más ese muro oscuro, terrenal, de magia, que también empezaba a atenuarse. Sí, quizá estos idiotas edur no sientan escrúpulo alguno a la hora de desatar esas cosas cuando no hay oposición… pero no se te puede achacar a ti la misma estupidez, malazano, quienquiera que seas.
Hanradi Khalag, que no hacía caso de los hechiceros que se agitaban entre sus propios excrementos, empezó a lanzar órdenes a voz en grito; los marineros letherii (pálidos y entonando plegarias) se apresuraron a darle la vuelta al barco y poner rumbo este.
Nos retiramos. Los malazanos los han puesto en evidencia. El tipo los ha amilanado… Oh, mago, podría besarte, podría hacer incluso más que eso. Dioses, sería capaz de…
—¿Qué están diciendo los edur? —preguntó Karsa Orlong.
El taxiliano frunció el ceño y se encogió de hombros antes de contestar.
—No se lo creen…
—¿Que no se lo creen? —graznó Samar Dev—. Están conmocionados, taxiliano. Muy conmocionados.
El hombre asintió y miró un instante a Bruja de la Pluma, que los estaba observando a los tres.
—Toblakai, los edur están diciendo que estos malazanos tienen un ceda a bordo.
Karsa arrugó la frente.
—Yo no conozco esa palabra.
—Yo sí —dijo Samar Dev. Sonrió cuando un repentino haz de luz irrumpió en el tumulto del cielo y bañó su rostro con una calidez inesperada—. Diles, taxiliano, que tiene razón. Lo tienen. Un ceda. Los malazanos tienen un ceda, y por mucho que los edur esperaran de este día, en toda su arrogancia, esos malazanos no tuvieron miedo. Diles eso, taxiliano. ¡Díselo!
Kalam se arrodilló junto a Ben el Rápido y estudió la cara de su amigo durante un momento, la expresión ida, los ojos cerrados. Después le dio una bofetada. Una buena bofetada.
Ben el Rápido maldijo y miró con furia al asesino.
—Debería aplastarte como a un insecto, Kalam.
—Ahora mismo —contestó con voz profunda el otro—, me parece que el pedo de un insecto te tiraría por la borda sin mucho esfuerzo, Rápido.
—Cállate. ¿Es que no puedo ni siquiera quedarme aquí echado un rato más?
—Viene la consejera. Sin prisas, eso es cierto. Serás imbécil, has revelado demasiado…
—Basta, Kalam. Necesito pensar, y pensar mucho.
—¿Desde cuándo juegas con magia ancestral?
Ben el Rápido miró a Kalam a los ojos.
—¿Cuándo? Jamás, idiota.
—¿Qué?
—Fue una maldita ilusión del Embozado. Gracias a los dioses que se encogen en sus retretes ahora mismo que los tontainas se tragaron el anzuelo, pero escucha, no fue solo eso. Tuve ayuda. ¡Y después tuve más ayuda!
—¿Qué significa eso?
—¡No lo sé! ¡Déjame pensar!
—No hay tiempo para eso —dijo Kalam y se echó hacia atrás—, la consejera ya está aquí.
La mano de Ben el Rápido salió disparada, cogió a Kalam por la camisa y tiró de él.
—Dioses, amigo —susurró—, ¡jamás había estado tan asustado en toda mi vida! ¿No lo ves? Empezó como una ilusión. Sí, pero luego…
Se oyó entonces la voz de la consejera.
—Mago supremo, usted y yo debemos hablar.
—No era…
—Ben Adaephon Delat, usted y yo vamos a hablar. Ahora.
Kalam se irguió y retrocedió, pero se detuvo al ver un gesto de Tavore.
—Ah, no, asesino. Usted también.
Kalam vaciló un instante.
—Consejera —dijo después—, esta conversación que propone… no puede ser unilateral.
La mujer frunció el ceño y después, poco a poco, asintió.
Violín se plantó junto a Botella, que estaba tirado en el suelo.
—Tú, soldado.
Los ojos del hombre estaban cerrados y, al oír las palabras de Violín, los ojos se apretaron todavía más.
—Ahora no, sargento. Por favor.
—Soldado —repitió Violín—, te has, eh, bueno, ensuciado. Ya sabes, por la entrepierna.
Botella lanzó un gemido.
Violín les echó un vistazo a los demás componentes del pelotón. Todavía muy afanados consigo mismos de momento. Bien. Se agachó junto a su soldado.
—Maldita sea, Botella, lárgate de aquí a gatas y ve a asearte; si los otros ven esto… pero espera, tengo que saber algo. Necesito saber qué te pareció tan excitante en todo este follón.
Botella rodó de lado.
—No lo entiendes —murmuró—. A ella le gusta hacerlo. Siempre que tiene la oportunidad. No sé por qué. No sé.
—¿A ella? ¿A quién? ¡No había nadie cerca de ti, Botella!
—Ella juega conmigo. Con… eso.
—Que alguien lo hace está claro —dijo Violín—. Ahora vete abajo y límpiate. Como Sonrisas vea esto, se va a pasar la vida atormentándote.
El sargento observó al soldado alejarse a gatas. Excitado. Aquí estábamos, a punto de ser aniquilados. Todos y cada uno de nosotros, maldita sea. Y el tipo fantasea con una antigua novia.
Por el aliento del Embozado.
Taralack Veed estudió la confusión que reinaba en cubierta durante un rato y frunció el ceño al ver al comandante, Tomad Sengar, pasearse de un lado a otro mientras guerreros edur iban y venían con mensajes enviados de algún modo por señales desde el aparente sinfín de barcos edur que los rodeaban. Algo había asestado a Tomad Sengar un golpe casi físico, no la hechicería ritual que había desafiado a la suya sino una noticia que había llegado poco tiempo después, cuando la flota malazana se esforzaba por salir del envolvimiento. Los barcos pasaban a menos de un tiro de cuadrillo de los demás, los rostros se giraban y clavaban al otro lado de la brecha, algo parecido al alivio conectaba esas miradas, Taralack incluso había visto a un soldado malazano saludar con la mano. Antes de que un compañero le diera al tipo un puñetazo en la sien.
Entretanto, las dos flotas edur se iban fundiendo en una sola, tarea nada sencilla dada las aguas picadas y el inmenso número de naves implicadas, además de la luz menguante del día que acababa.
Y allí, en el rostro de Tomad Sengar, el almirante de ese inmenso ejército flotante, la expresión acosada que solo podía provocar la noticia de una tragedia muy personal. Una pérdida, una pérdida terrible. Muy curioso, desde luego.
El aire era denso alrededor del barco, todavía contaminado por la hechicería ancestral. Esos edur eran auténticas abominaciones, a quién se le ocurría desatar de forma tan irresponsable un poder así. Pensando que podían empuñarlo como si fuera un arma de hierro frío e indiferente. Pero con los poderes ancestrales, con el caos, eran esos poderes los que te empuñaban a ti.
Y los malazanos habían respondido con la misma moneda. Una revelación aplastante, un descubrimiento de lo más inesperado de saber arcano. Si acaso, el poder del ritual malazano incluso superaba al de las decenas de hechiceros edur. Extraordinario. Si Taralack Veed no lo hubiera presenciado con sus propios ojos, habría considerado que semejante habilidad en las manos del Imperio de Malaz era, sencillamente, imposible de creer. De otro modo, ¿por qué no lo habían explotado jamás?
Ah, solo tuvo que pensarlo un momento para encontrar la respuesta. Los malazanos quizá sean tiranos sedientos de sangre, pero no están locos. Comprenden lo que es la cautela. La moderación.
Estos tiste edur, por desgracia, no.
Es decir, por desgracia para ellos.
Vio a Crepúsculo, la atri-preda, moviéndose entre sus soldados letherii, pronunciando una palabra tranquilizadora o dos, alguna que otra orden en tono bajo, y parecía que los alterados remolinos se tranquilizaban a su paso.
El gral se dirigió hacia allí.
La mujer lo miró a los ojos y lo saludó con un leve asentimiento.
—¿Cómo se encuentra tu compañero, ahí abajo? —preguntó ella y a Taralack le impresionó la facilidad creciente que estaba adquiriendo con su idioma.
—Come. Su fortaleza regresa, atri-preda. Pero, en cuanto a este día y sus extraños acontecimientos, es indiferente.
—Pronto se le pondrá a prueba.
Taralack se encogió de hombros.
—Esto no le concierne. ¿Qué aflige a Tomad Sengar? —preguntó por lo bajo y al preguntar se acercó un poco más.
Crepúsculo vaciló durante largo rato antes de contestar.
—Ha llegado recado de que entre la flota malazana había una nave que había sido capturada por los edur algún tiempo atrás, a un océano de distancia. Y ese barco se lo regalaron a uno de los hijos de Tomad y lo pusieron bajo su mando, un viaje al Naciente, una misión cuya naturaleza nunca se contó al emperador Rhulad.
—Tomad ahora cree que ese hijo está muerto.
—No puede haber ninguna otra posibilidad. Y al perder a un hijo, en realidad ha perdido a dos.
—¿Qué quieres decir?
La atri-preda lo miró y después negó con la cabeza.
—No importa. Pero lo que ha nacido en Tomad Sengar en este día, Taralack Veed, es un odio arrollador. Contra estos malazanos.
El gral se encogió de hombros.
—Se han enfrentado a muchos enemigos en su día, atri-preda. Caladan Brood, Sorrel Tawrith, K’azz D’Avore, Anomander Rake…
Al oír el último nombre, Crepúsculo abrió los ojos un poco más y cuando estaba a punto de hablar, su mirada se movió solo una fracción, justo por encima del hombro izquierdo de Taralack Veed. Una voz masculina habló a su espalda.
—Eso es imposible.
El gral se hizo a un lado para observar al recién llegado.
Un edur.
—Este se llama Ahlrada Ahn —dijo Crepúsculo, y el gral captó cierta complicidad entre los dos cuando ella pronunció el nombre edur—. Al igual que yo, él ha aprendido tu idioma, pero más rápido que yo.
—Anomander Rake —dijo el edur—, el gran señor de las Alas Negras, mora en las puertas de la Oscuridad.
—Lo último que supe —dijo Taralack Veed— fue que moraba en una fortaleza que flotaba llamada Engendro de Luna. Libró una batalla de hechicería contra los malazanos en un continente lejano, sobre una ciudad llamada Pale. Y Anomander Rake fue derrotado. Pero no lo mataron.
La conmoción y la incredulidad se debatían en el rostro curtido, arrugado, del guerrero edur.
—Debes contarme más sobre eso. El que llamas Anomander Rake, ¿cómo se le describe?
—No sé mucho. Alto, de piel negra, cabello plateado. Lleva un mandoble maldito. ¿Son precisos esos detalles? Lo desconozco… pero veo por la expresión de tus ojos, Ahlrada Ahn, que deben de serlo. —Taralack hizo una pausa y se planteó cuánto debería revelar, su siguiente afirmación implicaría cierto conocimiento arcano, información que no muchos conocían. Aun así… veamos cómo va esto. Cambió de idioma y comenzó a hablar el de los letherii.
—Anomander Rake es tiste andii. No edur. Sin embargo, por tu reacción, guerrero, yo podría pensar que, al igual que Tomad Sengar, te ha herido algún tipo de revelación no grata.
Un mirada repentinamente nerviosa en los ojos del guerrero. Miró a Crepúsculo, después se dio media vuelta y se alejó.
—Hay asuntos —le dijo la atri-preda a Taralack Veed— que desconoces y es mejor que continúen así. La ignorancia te protege. No fue inteligente —añadió— revelar tu facilidad con el idioma letherii.
—Creo —respondió el gral— que Ahlrada Ahn no se sentirá muy inclinado a informar a nadie de nuestra conversación. —La miró a los ojos entonces y sonrió—. Y tú tampoco, atri-preda.
—Eres muy descuidado, Taralack Veed.
Él se escupió en las manos y se las pasó por el pelo, y le extrañó de nuevo la repentina expresión de desagrado de la mujer.
—Dile a Tomad Sengar lo siguiente, atri-preda. Es él quien arriesga mucho exigiendo poner a prueba la pericia de Icarium.
—Pareces muy seguro —le contestó ella.
—¿De qué?
—De que tu compañero representa la amenaza más formidable a la que se ha enfrentado jamás el emperador Rhulad. Por desgracia, como se ha demostrado de forma invariable, todos los demás que creían lo mismo están ahora muertos. Y, Taralack Veed, te aseguro que ha habido muchos. Tomad Sengar debe saberlo con certeza. Se le debe hacer creer antes de que guíe a tu amigo ante su hijo.
—¿Su hijo?
—Sí. El emperador Rhulad es el hijo menor de Tomad Sengar. De hecho, ahora es el único hijo que le queda. Los otros tres han desaparecido o están muertos. Con toda probabilidad están todos muertos.
—Entonces me parece —contestó el gral— que lo que Tomad intenta no es medir la habilidad de Icarium, sino su falta de la misma. Después de todo, ¿qué padre le desearía la muerte a su último hijo superviviente?
A modo de respuesta, Crepúsculo se limitó solo a mirarlo durante largo rato. Después se dio la vuelta.
Y dejó a Taralack Veed solo, con un ceño creciente y más inquietud todavía en el rostro.
La sargento Hellian había encontrando la reserva del ron de los marineros y en ese momento se paseaba por las cubiertas con una sonrisa beatífica en la cara. No hacía ni media campanada que había estado cantando un canto fúnebre kartooliano mientras el mismísimo Abismo se desataba en los cielos.
Masan Gilani, la armadura quitada una vez más y un pesado manto de lana envolviéndola para defenderla del viento gélido, estaba sentada entre un puñado de otros soldados, más o menos fuera del camino de los marineros. La flota enemiga estaba por alguna parte, al sur, perdida en el atardecer cada vez más profundo. Anda y que se pudrieran.
Ahora tenemos un mago supremo solo para nosotros. Uno de verdad. El tal Ben el Rápido, bueno, era de los Abrasapuentes, después de todo. Un mago supremo de verdad que nos acaba de salvar a todos el pellejo. Eso está bien.
Una nueva insignia le adornaba el manto, hecha con hilos plateados, carmesíes y dorados, estaba bastante orgullosa de su obra. Los Cazahuesos. Sí, no me parece mal ese nombre. Cierto, no era tan conmovedor como «los Abrasapuentes». De hecho, su significado era un poco oscuro, pero eso daba igual ya que, de momento, la historia del Decimocuarto era igual de oscura. O, por lo menos, lo bastante turbia como para hacer que las cosas fuesen confusas e inciertas.
Como adónde vamos. ¿Y ahora qué? ¿Por qué nos ha reclamado la emperatriz? No es como si Siete Ciudades no necesitara que la reconstruyeran, o malazanos que llenen esas guarniciones vacías. Claro que, la peste tenía a esa tierra cogida por el pescuezo y seguía asfixiándola.
Pero nosotros tenemos un mago supremo.
La jovencita, Peccado, se acercó a gatas, temblando de frío, y Masan Gilani abrió un lado del manto. Peccado se deslizó en el interior de ese abrazo envolvente, se acurrucó y apoyó la cabeza en el pecho de Masan.
No muy lejos, el sargento Cordón seguía maldiciendo a Bollito, que de la forma más estúpida había saludado a uno de los barcos enemigos al pasar, justo después de la batalla que nunca fue. Bollito había sido el que había armado una buena en la muralla de Y’Ghatan, recordó Masan. El que corría levantando mucho las rodillas a ambos lados de los orejones que tenía. Y que en ese momento estaba escuchando a su sargento con una sonrisa enorme, absurda, la expresión convirtiéndose en puro placer cada vez que la diatriba de Cordón alcanzaba una nueva cumbre de la imaginación.
Si la historia continuaba mucho tiempo más, Masan Gilani sospechaba que el sargento bien podría abalanzarse sobre Bollito y rodear con las manos ese cuello largo y escuálido con esa nuez del tamaño de un puño que no dejaba de subir y bajar. Para estrangularlo y quitarle esa sonrisa de la cara de caballo al muy idiota.
La manita de Peccado empezó a jugar con uno de los pechos de Masan, el índice iba rodeando el pezón.
¿Pero qué compañías ha tenido esta golfilla? Masan apartó la mano con suavidad, pero los dedos volvieron. Bien. Qué más da, pero maldita sea, qué mano tan fría.
—Todos muertos —murmuró Peccado.
—¿Qué? ¿Quiénes están todos muertos, pequeña?
—Están todos muertos, ¿te gusta esto? Creo que te gusta.
—Tienes el dedo frío. ¿Quiénes están todos muertos?
—Grande.
El dedo desapareció y lo sustituyó una boca cálida y húmeda. Una lengua danzarina.
¡Por el aliento del Embozado! Bueno, se me ocurren modos peores de terminar este día aterrador.
—¿Está mi hermana ahí escondida?
Masan Gilani levantó la cabeza y miró al cabo Casco.
—Sí.
Una expresión ligeramente dolorida en la cara masculina.
—No quiere contarme… lo que ocurrió en la finca. Lo que le… pasó. —El cabo vaciló y después añadió—. El tuyo no es el primer manto de la noche bajo el que se ha metido, Masan Gilani. Aunque eres la primera mujer.
—Ah, entiendo.
—Quiero saber lo que ocurrió. ¿Lo entiendes? Necesito saberlo.
Masan Gilani asintió.
—Sé lo que es —continuó Casco, que apartó la mirada y se frotó la cara—. Todos lo llevamos a nuestra manera…
—Pero tú eres su hermano —dijo Masan sin dejar de asentir—. Y la has estado siguiendo. Para asegurarte de que nadie hace con ella nada que no debiera.
El suspiro del hombre fue pesado.
—Gracias, Masan Gilani. En realidad tú no me preocupabas…
—Dudo que tengas que preocuparte por ninguno de nosotros —respondió ella—. No por los pelotones que tenemos aquí.
—¿Sabes? —dijo él, y Masan vio lágrimas deslizarse por la mejilla masculina—, eso es lo que me sorprendió. Aquí, con esta gente, todos nosotros, los que salimos de debajo de la ciudad, todos han dicho lo mismo que acabas de decir tú.
—Casco —dijo ella con suavidad—, ¿sigues siendo del regimiento Ashok? ¿Tú y los demás?
Él negó con la cabeza.
—No. Ahora somos Cazahuesos.
Eso está bien.
—Tengo algo de hilo de sobra —comentó ella—. Quizá podría tomar prestados vuestros mantos… un día cálido…
—Tienes buena mano, Masan Gilani. Se lo diré a los demás, si te parece bien.
—Sí. Ahora no podemos hacer mucho más, de todos modos, en estos hipopótamos hinchados.
—Te lo agradezco. Me refiero a todo, claro.
—Ve a dormir un poco, cabo. Por la forma de respirar de tu hermana, es lo que está haciendo ella ahora mismo.
Él se alejó con un asentimiento.
Y si algún soldado que no lo entienda intenta aprovecharse de esta pobre criatura rota, los cuarenta y tantos que somos lo desollaremos vivo, a él o a ella. Y puedes añadir una más. Faradan Sort.
Cuatro niños cruzaron a la carrera la cubierta, uno chillando de risa. Arropada en brazos de Masan Gilani, Peccado se removió un poco y después se acomodó de nuevo con la boca plantada con firmeza en el pezón de la mujer. La dalhonesia se quedó mirando a los niños, contenta de ver que se habían recuperado de la marcha, que habían comenzado su propio proceso de curación.
Todos lo llevamos a nuestra manera, sí.
¿A quién veía Peccado cuando decía que estaban todos muertos?
Dioses del inframundo, no creo que quiera saberlo. Esta noche no, por lo menos. Que duerma. Que los otros jueguen y después se acurruquen bajo unas mantas, abajo. Vamos a dormir todos mecidos por esta bestia. El regalo que nos ha hecho Ben el Rápido, todo esto.
Hermano y hermana estaban en la proa, envueltos en mantos para defenderse del frío mientras observaban las estrellas que iban llenando la oscuridad del cielo del norte. Cordaje que crujía, la tensión de las velas inclinadas cuando el barco hacía otra bordada más. Al oeste, una cordillera de montañas más negras que los cielos marcaba la península Olphara.
La hermana rompió el largo silencio entre ellos.
—Debería haber sido imposible.
Su hermano lanzó un bufido y después contestó.
—Lo era. De eso se trata.
—Tavore no conseguirá lo que quiere.
—Lo sé.
—Está acostumbrada.
—Ha tenido que tratar con nosotros, sí.
—¿Sabes, Nada?, nos ha salvado a todos.
Un asentimiento, invisible bajo la pesada capucha de lana wickana.
—Sobre todo a Ben el Rápido.
—Cierto. Así pues —continuó Menos—, también estamos de acuerdo en que es bueno que esté con nosotros.
—Supongo —respondió Menos.
—Solo lo dices así porque te gusta, hermana. Te gusta del modo que a una mujer le gusta un hombre.
—No seas idiota. Son esos sueños… y lo que ella hace…
Nada volvió a lanzar otro bufido.
—Te acelera la respiración, ¿eh? Esa mano animal que lo sujeta con fuerza…
—¡Basta! No me refería a eso. Es solo… sí, es bueno que él esté con este ejército. Pero ella, con él, bueno, no estoy tan segura.
—Dirás que estás celosa.
—Hermano, estoy empezando a cansarme de estas burlas infantiles. Hay algo, bueno, compulsivo en esto, en el modo en que ella lo utiliza.
—Está bien, en eso estoy de acuerdo contigo. Pero para ti y para mí, hermana, todavía queda una pregunta vital. La eres’al se está tomando cierto interés. Nos sigue como un chacal.
—A nosotros no. A él.
—Exacto. Y ahí está el quid de la cuestión. ¿Se lo contamos? ¿Se lo decimos a la consejera?
—¿Decirle qué? ¿Que un soldado con la entrepierna mojada del pelotón de Violín es más importante para ella y su ejército que Ben el Rápido, Kalam y Apsalar juntos? Escucha, esperamos hasta que descubramos lo que el mago supremo le dice a la consejera… sobre lo que acaba de pasar.
—Lo que significa que si no dice mucho o incluso afirma ignorar por completo…
—O se arroga el mérito y se pavonea por ahí como un héroe primero… entonces es cuando decidimos nuestra respuesta, Nada.
—De acuerdo.
Se quedaron en silencio durante una docena de latidos hasta que Nada habló.
—No deberías preocuparte demasiado, Menos. Un cruce entre mujer y animal cubierta de pelo maloliente no puede ser mucha competencia por su corazón, diría yo.
—Pero no era mi mano… —De repente la jovencita se calló y después soltó una sarta feroz de maldiciones wickanas.
En la oscuridad, Nada sonreía. Agradecía, no obstante, que su hermana no pudiera verlo.
Los infantes atestaban la bodega, despatarrados o acurrucados bajo mantas, tantos cuerpos inquietaban a Apsalar, como si se encontrara de repente en un túmulo de soldados. Apartó las prendas que la envolvían y se levantó. Había dos faroles colgando de las vigas con las mechas muy bajas. El aire se estaba cargando. Se abrochó el manto y se dirigió a la escotilla.
Trepó a cubierta y salió al centro de la misma. El aire nocturno era gélido, pero una bendición fresca en sus pulmones. Vio dos figuras en la proa. Nada y Menos. Así que optó por girar y subir al castillo de popa, y se encontró con otra figura más apoyada en esa barandilla. Un soldado bajo, achaparrado, la cabeza desnuda a pesar del viento helado. Calvo, con un flequillo de mechones grises astrosos que azotaban el aire bajo las ráfagas glaciales. No lo reconoció.
Apsalar vaciló, después se encogió de hombros y se acercó. La cabeza del hombre se giró cuando la asesina llegó a la barandilla, junto a él.
—Te vas a poner enfermo, soldado —le dijo—. Al menos, ponte la capucha.
El anciano lanzó un gruñido, pero no contestó.
—Me llamo Apsalar.
—Así que también querrás saber mi nombre, ¿no? Pero si te lo digo, todo termina. Solo silencio. Siempre es igual.
Apsalar bajó la cabeza y contempló la estela revuelta que se iba alejando de la popa del barco. Una fosforescencia iluminaba la espuma.
—Soy forastera en el Decimocuarto Ejército —dijo.
—Dudo que eso importe demasiado —contestó él—. Lo que hice no es un secreto para nadie.
—He vuelto hace muy poco a Siete Ciudades. —Apsalar hizo una pausa y después añadió—: En cualquier caso, no eres el único que soporta la carga de las acciones pasadas.
Él la miró de nuevo.
—Eres demasiado joven para que te atormente tu pasado.
—Y tú, soldado, eres demasiado viejo para que te importe tanto el tuyo.
Él lanzó una carcajada seca y volvió a mirar el mar.
Al este, las nubes se deslizaban por la cara de la luna, pero la luz que arrojaba era tenue, apagada.
—Mira eso —dijo él—. Veo muy bien, pero esa luna no es más que un contorno borroso. Tampoco es la bruma de una nube. Es un mundo lejano, ¿verdad? Otro reino, con otros ejércitos escurriéndose por la niebla, matándose entre sí, arrastrando a los niños por las calles, las espadas rojas cayendo con un destello una y otra vez. Y apuesto a que alzan la cabeza de vez en cuando y les extraña todo ese polvo que han levantado y que hace que les cueste ver ese otro mundo que hay sobre sus cabezas.
—Cuando era niña —dijo Apsalar—, creía que allí había ciudades, pero no guerras. Solo jardines preciosos, y las plantas estaban siempre en flor, en cada estación, día y noche, llenando el aire con maravillosos aromas… ¿Sabes?, le conté todo eso a alguien, una vez. Más tarde me dijo que se enamoró de mí esa noche. Con esa historia. Era un hombre muy joven, ya sabes.
—Y ahora es solo ese vacío en tus ojos, Apsalar.
La asesina se estremeció.
—Si vas a hacer comentarios de ese tipo, quiero saber tu nombre.
—Pero eso lo estropearía. Todo. Ahora mismo solo soy yo, un simple soldado como todos los demás. Si averiguas quién soy, todo se hace pedazos. —El hombre hizo una mueca y después escupió en el mar—. Muy bien. No hay nada que dure, ni siquiera la ignorancia. Me llamo Bizco.
—Detesto destruir tu ego, torturado como está, pero no hay revelación inmensa que se abra al paso de tu nombre.
—¿Mientes? No, ya veo que no. Bueno, eso sí que no me lo esperaba, Apsalar.
—Nada cambia, entonces, ¿verdad? Tú no sabes nada de mí y yo no sé nada de ti.
—Había olvidado lo que era eso. Ese joven, ¿qué le pasó?
—No lo sé. Lo abandoné.
—¿No lo amabas?
Apsalar suspiró.
—Bizco, es complicado. He insinuado cosas de mi pasado. Lo cierto es que lo amaba demasiado para verlo caer, para verlo meterse tanto en mi vida, en lo que yo era, lo que sigo siendo. Se merece algo mejor.
—Serás idiota, maldita mujer. Mírame. Estoy solo. Antaño no tenía ninguna prisa por cambiar eso. Y luego, desperté un día y ya era demasiado tarde. Ahora, la soledad me da la única paz que tengo, pero no es una paz agradable. Vosotros dos os amabais, ¿tienes idea de lo escaso y valioso que es eso? Te rompiste tú y yo diría que lo rompiste a él también. Escúchame, ve a buscarlo, Apsalar. Encuéntralo y no lo sueltes; y ahora, ¿qué ego se tortura a sí mismo, eh? Ahí lo tienes, y tú pensando que el cambio solo puede ir en una dirección.
El corazón de Apsalar martilleaba con fuerza. Era incapaz de hablar, cada argumento contrario, cada refutación, parecía deshacerse. El sudor se le enfrió en la piel.
Bizco le dio la espalda.
—Dioses del inframundo, una conversación de verdad. Todo aristas y vida… lo había olvidado. Me voy abajo, tengo la cabeza entumecida. —Hizo una pausa—. Supongo que no te apetecerá volver a hablar otra vez… Solo Bizco y Apsalar, que no tienen nada en común salvo lo que no saben el uno del otro.
Apsalar consiguió asentir una vez.
—Lo… agradecería, Bizco.
—Bien.
La asesina escuchó los pasos que iban desapareciendo a su espalda. Pobre hombre. Hizo lo que debía acabando con la vida de Coltaine, pero es el único que no puede vivir con eso.
Cuando bajó a la bodega, Bizco se detuvo un momento con las manos en las barandillas de cuerda que había a ambos lados de los empinados escalones. Sabía que podría haber dicho mucho más, pero no tenía ni idea de que podría deslizarse con tanta facilidad entre las defensas de la mujer. Esa vulnerabilidad era… inesperada.
Cualquiera pensaría, no es verdad, que alguien que ha estado poseída por un dios sería algo más dura.
—Apsalar.
Reconoció la voz, así que no se volvió.
—Hola, Cotillion.
El dios se acercó y se apoyó en la barandilla, a su lado.
—No ha sido fácil encontrarte.
—Me sorprende. Estoy haciendo lo que pediste, después de todo.
—En el corazón del Imperio de Malaz. No es un detalle que hubiéramos anticipado.
—Las víctimas no se quedan quietas a la espera del cuchillo. Incluso sin sospechar nada, son capaces de cambiarlo todo.
El dios no dijo nada durante un rato y Apsalar sintió que algo se tensaba de nuevo en su interior. Bajo la luz apagada de la luna, el rostro del dios parecía cansado y en sus ojos, cuando la miró, había algo febril.
—Apsalar, estaba demasiado… pagado de mí mismo.
—Cotillion, eres muchas cosas, pero alguien pagado de sí mismo no es una de ellas.
—Descuidado, entonces. Ha ocurrido algo, es difícil de reconstruir. Como si los detalles necesarios los hubieran arrojado a un estanque de lodo y yo no he podido hacer mucho más que tantear, medio ciego y ni siquiera muy seguro de lo que estoy buscando.
—Navaja.
El dios asintió.
—Se produjo un ataque. Una emboscada, creo, hasta los recuerdos contenidos en el suelo, donde se derramó la sangre, estaban todos fragmentados, no pude leer demasiado.
¿Qué ha pasado? Apsalar quería hacer esa pregunta. Ya, atravesar de una vez ese enfoque lento, cauto… No es precaución, se está yendo por las ramas…
—Un pequeño asentamiento cerca de la escena… fueron los que lo limpiaron todo.
—Está muerto.
—No lo sé, no había cuerpos, salvo por los caballos. Una tumba, pero la habían abierto y exhumado al ocupante, no, no sé por qué lo haría nadie. En cualquier caso, he perdido el contacto con Navaja y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que me inquieta.
—Perdido el contacto —repitió ella con voz apagada—. Entonces está muerto, Cotillion.
—De verdad que no lo sé. Hay dos cosas, sin embargo, de las que sí estoy seguro. ¿Deseas oírlas?
—¿Son relevantes?
—Eres tú quien debe decidir.
—Muy bien.
—Una de las mujeres, Scillara…
—Sí.
—Dio a luz, sobrevivió al menos para hacer eso, y la criatura está ahora al cuidado de los aldeanos.
—Eso está bien. ¿Qué más?
—Heboric Toque de Luz está muerto.
Apsalar se giró al oír eso (pero de espaldas al dios), y se quedó mirando por encima de los mares esa luna lejana, turbia.
—Manos Fantasmales.
—Sí. El poder, el aura de ese anciano ardía como fuego verde, tenía la cólera salvaje de Treach. Era inconfundible, innegable…
—Y ahora ha desaparecido.
—Sí.
—Había otra mujer, una chica joven.
—Sí. La queríamos, Tronosombrío y yo. Y resulta que sé que está viva, y, de hecho, parece estar justo donde la queríamos nosotros, con una diferencia crucial…
—No sois Tronosombrío y tú los que la controláis.
—Guiar, no controlar, no habríamos pretendido tener el control, Apsalar. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de su nuevo amo. El dios Tullido. —Vaciló y después dijo—: Felisin la Menor es Sha’ik Renacida.
Apsalar asintió.
—Como una espada que mata a su creador… hay ciclos en la justicia.
—¿Justicia? Por el Abismo del inframundo, Apsalar, aquí la justicia no aparece por ninguna parte.
—¿Ah, no? —La asesina lo miró otra vez—. Hice alejarse a Navaja porque temía verlo morir si se quedaba conmigo. Lo hice alejarse y eso es lo que lo mató. Tú intentaste utilizar a Felisin la Menor y ahora se encuentra con que es un peón en manos de otro dios. Treach quería un destriant que guiase a sus seguidores a la guerra, pero a Heboric lo matan en medio de ninguna parte y sin haber logrado nada. Como un cachorro de tigre al que le aplastan el cráneo, todo ese potencial, todas esas posibilidades, desaparecidas. Dime, Cotillion, ¿qué tarea encomendaste a Navaja en esa compañía?
El dios no respondió.
—Le encargaste que protegiera a Felisin la Menor, ¿no es cierto? Y fracasó. ¿Está vivo? Por su propio bien, quizá sea mejor que no lo esté.
—No puedes hablar en serio, Apsalar.
La asesina cerró los ojos. No, no lo digo en serio. Dioses, ¿qué voy a hacer… con este dolor? ¿Qué voy a hacer?
Cotillion levantó el brazo poco a poco, la mano (sin el cuero negro del guante) se acercó a un lado de la cara femenina. Apsalar sintió que un dedo del dios le rozaba la mejilla, sintió el hilo frío que fue todo lo que quedó de la lágrima que le limpió el dios. Una lágrima que ella no sabía que estaba allí.
—Estás helada —dijo él en voz muy baja.
Ella asintió y después sacudió la cabeza de repente cuando en su interior todo se derrumbó, y se encontró en los brazos del dios, sollozando sin control.
Y el dios habló.
—Lo encontraré, Apsalar. Lo juro. Averiguaré la verdad.
Verdades, sí. Una tras otra, un peñasco que se asienta, y luego otro. Y otro. Bloquean la luz, la oscuridad lo invade todo, la grava y la arena se van filtrando, un silencio sólido cuando el último ocupa su lugar. Y ahora, mi buena imbécil, intenta respirar. Una sola vez.
Las nubes rodearon a toda prisa la luna. Y, uno por uno, los jardines murieron.