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¿Qué queda por entender? Elegir es una ilusión. La libertad es arrogancia. Las manos que se extienden para guiar cada uno de tus pasos, cada uno de tus pensamientos, no son de los dioses, pues ellos no están menos engañados que nosotros, no, amigos míos, esas manos vienen a cada uno de nosotros… de cada uno de nosotros.

Puede que creáis que la civilización nos ensordece con decenas de miles de voces, pero escuchad bien ese clamor ya que, con cada estallido renovado tan dispar y numeroso, una antigua fuerza despierta y acerca todavía más cada ruido, hasta que el coro no forma más que dos bandos, cada uno luchando contra el otro. Están dibujadas las líneas sangrientas, luchan en el giro de los rostros, en el taponamiento de los oídos, en la negación fría, y todo discurso, al final, se revela como fútil y sin valor.

¿Querréis seguir aferrándoos, amigos míos, a la creencia de que el cambio está a nuestro alcance? ¿Que la voluntad y la razón vencerán a la voluntad de la negación?

No queda nada que entender. Este torbellino loco nos retiene a todos en una presa que no se puede romper; y vosotros, con vuestras lanzas y máscaras de batalla; vosotros, con vuestras lágrimas y suaves caricias; vosotros, con la sonrisa sardónica tras la cual hay gritos de miedo y odio por vosotros mismos; incluso vosotros que os apartáis en silencio para presenciar nuestra catástrofe de disolución, demasiado entumecidos para actuar; todo es uno. Sois todos uno. Somos todos uno.

Así que ahora acercaos más, amigos míos y podréis ver en esta modesta carreta que tenéis delante mis más preciadas mercancías. Elixir del Olvido, Tintura de Baile Frenético, y aquí, mi favorito: Ungüento de Capacidad Sin Fin Masculina, donde garantizo que vuestro soldado permanecerá en pie batalla tras batalla…

Arenga del buhonero

Relatada por Vaylan Winder

Malaz, el año en que la ciudad se inundó de aguas residuales (1123 del Sueño de Ascua)

Riachuelos de agua que apestaban a orina chorreaban por los escalones que llevaban a la posada del Colgado de Gallera, una de la veintena de tabernas infames del barrio de los Muelles de la ciudad de Malaz que Banaschar, otrora sacerdote de D’rek, tenía por costumbre frecuentar en los últimos tiempos. Cuáles fueran los detalles que antaño hubieran existido en su mente para distinguir uno de esos lugares de otro ya hacía tiempo que se habían desvanecido, el dique de su resolución lo había podrido la frustración y un pánico creciente, lo bastante envenenado para paralizarlo en cuerpo y espíritu. Y la subsiguiente inundación era un consuelo sorprendente, incluso cuando las aguas iban subiendo cada vez más.

No muy diferente, observó mientras salvaba los traicioneros escalones recubiertos de moho, de esa maldita lluvia, o así la llamaban los vecinos de toda la vida, a pesar del cielo despejado que lucía sobre sus cabezas. La lluvia suele caer, decían, pero en ocasiones sube, se filtra por los adoquines deshechos del barrio y transforma establecimientos subterráneos como el de Gallera en un cenagal pantanoso, la entrada protegida por una nube quejumbrosa de mosquitos, y el hedor de las cloacas rebosantes flota tan denso que los veteranos anuncian su llegada como anunciarían la de una persona real que ostentara el desdichado nombre de Peste, le ofrecen un saludo si no la bienvenida a una compañía ya bastante sórdida.

Y muy sórdida era la compañía de Banaschar esos días. Veteranos que evitaban la sobriedad como si fuera una maldición; putas que ya hacía mucho tiempo que habían malvendido sus corazones de oro, si es que alguna vez los habían tenido; jóvenes escuálidos con una multitud de ambiciones apropiadamente modestas, ser el matón más mezquino de esa madeja de calles y aquellos callejones fétidos; el ladrón maestro de las pocas pertenencias que poseen los pobres; el navajero más despiadado con al menos cincuenta nudos en las cuerdas de la muñeca, cada nudo un homenaje a una persona lo bastante idiota como para confiar en ellos; y, por supuesto, el surtido habitual de guardaespaldas y musculitos cuyos sesos quedaron privados de aire en algún momento de sus vidas; contrabandistas y aspirantes a contrabandistas, informadores y los espías imperiales a los que informaban, espías que espiaban a los espías, pregoneros de innumerables sustancias, usuarios de esas mismas sustancias de camino al olvido del Abismo; y, aquí y acullá, personas imposibles de categorizar, puesto que no delataban nada de sus vidas, sus historias, sus secretos.

En cierto modo, Banaschar era una de esas personas en sus mejores días. Otras veces, como la que nos ocupa, no podía reivindicar una posible (si bien improbable) grandiosidad. Esa tarde, por tanto, había llegado temprano a lo de Gallera con la intención de alargar la noche todo lo posible, y lubricarla bien, por supuesto, lo que a su vez lograría un periodo muy largo y, con un poco de suerte, dichoso, de inconsciencia en una de las ratoneras infestadas de piojos que había encima de la taberna.

Sería fácil, reflexionó mientras agachaba la cabeza por la puerta y se detenía por un momento para parpadear en la penumbra, sería fácil pensar en el clamor como una única entidad, una entidad que lucía incontables bocas, y considerar el estrépito como algo tan sinsentido como el torrente de agua parda de una cloaca. Pero Banaschar había llegado a apreciar de un modo nuevo los caprichos del ruido que surgía de las gargantas humanas. La mayor parte hablaba para evitar pensar, pero otros hablaban como si arrojaran cuerdas de salvamento, aunque al mismo tiempo se ahogaban en cualquier reconocimiento desesperado al que hubiesen llegado, quizá durante alguna pausa inoportuna repleta del horror del silencio. Otros pocos no encajaban en ninguna de esas categorías. Eran los que utilizaban el clamor que los rodeaba como una barrera y creaban en el centro un lugar en el que ocultarse, mudos e indiferentes, apartados de todo contacto con el mundo exterior.

Con harta frecuencia, Banaschar, que antaño había sido sacerdote, que antaño se había zambullido en un zumbido de voces que entonaban la cadencia de la plegaria y los cánticos, buscaba a esos ciudadanos por el dudoso placer de su compañía.

Entre la calima del humo del durhang y la roya, los remolinos acres y negros de las mechas de las lámparas y algo que podría ser bruma reunida justo bajo el techo, vio, encorvado en un reservado junto a la pared trasera, una figura conocida. Conocida en el sentido de que Banaschar había compartido más de una y dos veces una mesa con ese hombre, aunque Banaschar lo ignoraba casi todo sobre él, incluyendo su nombre de pila. Él lo conocía solo como Forastero.

Forastero realmente, pues hablaba malazano con un acento que Banaschar no reconocía, algo en sí ya curioso, puesto que los viajes del antiguo sacerdote habían sido numerosos, desde Korel hasta Robo y Mare en el sur; desde Nathilog hasta Callows en Genabackis, por el este; y en el norte, desde Falar a Aren o Yath Alban. Y en esos viajes había conocido a otros viajeros que procedían de lugares que Banaschar ni siquiera podía encontrar en ningún mapa del templo. Nemil, Perecedero, Shal-Morzinn, Elingarth, Tormento, Jacuruku y Stratem. Pero el hombre al que se estaba acercando, abriéndose paso incluso a empujones entre la multitud vespertina de marineros y la horda local de veteranos, ese hombre tenía un acento diferente a todos los que Banaschar había oído jamás.

Pero la verdad de las cosas nunca era tan interesante como el misterio que precedía a la revelación y Banaschar había terminado por apreciar su propia ignorancia. En otros asuntos, después de todo, sabía demasiado, ¿y de qué le había servido eso?

El antiguo sacerdote se deslizó por el grasiento banco que tenía enfrente el enorme forastero, se soltó el broche de su desharrapado manto y se desprendió con un encogimiento de hombros de sus pliegues; en otro tiempo, le parecía que hacía ya mucho, una falta de consideración tan grande por las feas arrugas que provocaría lo habrían horrorizado, pero desde entonces ya había dormido lo suyo con ese manto puesto, inconsciente, en un suelo salpicado de vómito y, dos veces, en los adoquines de un callejón; el comportamiento correcto, por desgracia, había dejado de ser una necesidad moral.

Se recostó en el banco, con la basta tela arracimada tras él, cuando una de las sirvientas de Gallera llegó con una jarra de la Bazofia de Sanguijuela de Gallera, una cerveza débil, gaseosa, que había adquirido su nombre de un modo bastante literal y que justificaba la ya habitual mueca con el ojo cerrado con el que todos miraban aquel brebaje de color latón antes del primer trago.

El forastero había levantado la cabeza una vez, al llegar Banaschar, y había puntuado el gesto con una media sonrisa sardónica antes de volver su atención a la taza de arcilla cocida llena de vino que tenía entre las manos.

—Oh, las uvas jakatakanas no están mal —dijo el antiguo sacerdote—, es el agua local lo que convierte ese vino que tanto te gusta en pis de serpiente.

—Sí, malas resacas —dijo Forastero.

—¿Y eso es deseable?

—Pues sí. Me despierta una y otra vez durante toda la noche, casi cada campanada, con el cráneo estallándome y la vejiga a punto de explotar; pero si no me despertara, esa vejiga explotaría. ¿Entiendes?

Banaschar asintió y miró a su alrededor.

—Más cabezas de lo habitual para ser por la tarde.

—Solo te lo parece porque últimamente no pasas por aquí a estas horas. Hace tres noches que llegaron tres transportes y una escolta, venían de Korel.

El antiguo sacerdote estudió a los otros clientes con un poco más de atención.

—¿Hablan mucho?

—A mí me lo parece.

—¿Sobre la campaña de allí abajo?

Forastero se encogió de hombros.

—Vete a preguntarles, si quieres.

—No. Demasiado esfuerzo. Lo malo de hacer preguntas…

—Es que te contesten, sí, ya lo habías dicho.

—Eso es lo malo también, que todos terminamos diciendo lo mismo una y otra vez.

—Eso tú, no yo. Y cada vez vas a peor.

Banaschar se tomó dos tragos y después se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Peor. Sí, es verdad.

—Nunca es bueno —comentó Forastero— ver a un hombre con prisas.

—Es una carrera —dijo Banaschar—. ¿Alcanzo el borde y me precipito al vacío o llega mi salvación a tiempo? Envida unas monedas por el resultado, yo sugeriría lo primero, pero eso es solo entre tú y yo.

El hombretón (que pocas veces miraba a los ojos de nadie cuando hablaba y cuyas manazas y muñecas estaban repletas de cicatrices y cubiertas de verdugones) agitó la cabeza antes de hablar.

—Si esa salvación es una mujer, solo un necio apostaría contra mí.

Banaschar hizo una mueca y levantó su jarra.

—Una gran idea. Brindemos por todos los amores perdidos del mundo, amigo mío. ¿Qué le pasó al tuyo, o es una pregunta demasiado personal para esta dudosa relación nuestra?

—Has saltado a la piedra que no era —dijo el hombre—. Mi amor no está perdido, y quizá algunos días pensaría en cambiarme de lugar contigo, pero no hoy. Ni ayer tampoco, ni anteayer. Ahora que lo pienso…

—No hace falta seguir. Mi salvación no es una mujer, o, si lo fuera, no lo sería por el hecho de ser mujer, si sabes a qué me refiero.

—¿Así que acabamos de tener una de esas conversaciones hipotéticas?

—Aprendiste malazano de un marinero leído, ¿eh? En cualquier caso, hipotética no es la palabra adecuada para lo que yo quiero decir, creo. Más bien, metafórica.

—¿Estás seguro?

—Pues claro que no, pero no se trata de eso, ¿no? La mujer es un corazón roto, o quizá solo un tobogán de barro que recorres hasta que te entierra, hasta que nos entierra a todos. —Banaschar se terminó la cerveza, agitó la jarra en el aire durante un momento y después volvió a aposentarse con un eructo—. ¿Sabes lo del marinero napaniano? Se bebió un barril entero de Bazofia de Sanguijuela y después se acercó mucho a una mecha encendida, y fue y le explotó casi todo el trasero. Me pregunto cómo ilumina eso las cosas…

—Solo por un instante, me imagino.

Satisfecho con la respuesta, Banaschar no dijo nada. Llegó una sirvienta con una jarra con la que rellenó el jarro del antiguo sacerdote. Este la observó irse, balanceándose entre la multitud, una mujer con muchas cosas que hacer.

Era fácil pensar en una isla como algo aislado (desde luego la mayor parte de los isleños compartían una perspectiva restringida, una mezcla de arrogancia satisfecha y obsesión por sí mismos), pero el aislamiento era superficial, una mera vanidad. Si secas los mares, queda al descubierto el suelo rocoso que todo lo une; los seguidores de D’rek, el Gusano del Otoño, lo entendían de sobra. Rumores, actitudes, estilos, creencias que agitaban las cadenas de la convicción, todo rodaba sobre las olas con la facilidad del viento y lo que encajaba con comodidad no tardaban en convertirse en propiedad de los isleños, y, de hecho, en lo que a ellos se refería, hasta se había originado con ellos.

Había habido una purga, y el aire todavía olía a ceniza procedente del arrabal del Ratón, donde la chusma se había abalanzado sobre las pocas familias wickanas desplazadas que residían allí (mozos de cuadra, zurcidores, remachadores de arreos de cuero, tejedores de mantas de caballo, una anciana que curaba caballos de tiro y mulas), y a todos, con un celo despiadado, los habían sacado a rastras de sus chozas y casuchas, niños y ancianos, y todos los demás entre medias; y, tras arrebatarles sus escasas posesiones, la turba había prendido fuego a esos hogares. Apiñados como ganado en la calle y rodeados, los wickanos acabaron lapidados.

Coltaine no estaba muerto, decía el pueblo. La historia entera era mentira, así como el rumor más reciente que decía que a Sha’ik la había matado la consejera. Una impostora, un chivo expiatorio para desviar la atención del ejército vengador. Y en cuanto a la rebelión en sí, no había sido aplastada. Se había limitado a desaparecer, los traidores habían vuelto a meterse en sus cuevas, las armas envainadas y ocultas bajo las telabas. Cierto, la consejera incluso había perseguido a Leoman de los Mayales y lo había atrapado en Y’Ghatan, pero hasta eso era una finta. Las Espadas Rojas estaban una vez más libres en Aren, los huesos del traicionado puño supremo Pormqual rotos y esparcidos por todo el Camino de Aren, la hierba ya crecía densa sobre los túmulos que albergaban al ejército traicionado de Pormqual.

¿Acaso los preocupados residentes de Aren no habían viajado hasta la colina conocida como la Ladera? ¿Y no habían cavado agujeros en el túmulo en busca de los huesos del maldito Coltaine? ¿Y los de Bastión, Picadora y Tregua? ¿Y no era cierto que no habían encontrado nada? Todo mentiras. Los traidores habían desaparecido, todos y cada uno, incluyendo Duiker, el historiador imperial cuya traición a la emperatriz, y al Imperio mismo, era quizá el momento más vil de todos.

Y, al fin, las últimas noticias. Sobre un asedio catastrófico. Sobre una plaga terrible en Siete Ciudades. Noticias dispares, inconexas, pero como atizadores metidos en el fuego, levantaban chispas que estallaban en la oscuridad. Y, en susurros endurecidos por la convicción de la verdad, había reaparecido Sha’ik Renacida y comenzaba a reunir más seguidores a su alrededor.

La gota que colmaba el vaso.

Abajo, en el Ratón, la chusma había actuado por voluntad propia. La chusma no necesitaba líderes, ni directivas imperiales, la chusma entendía de justicia y en esa isla (el lugar de nacimiento del Imperio) la justicia se sujetaba con manos rojas. Los cuerpos maltratados, hechos pulpa, se tiraron al río, que estaba demasiado hinchado, bajaba demasiado denso a causa de las aguas residuales y los desechos, las alcantarillas bajo los puentes eran demasiado estrechas para dejar pasar esos cuerpos y expulsarlos a la bahía.

Y eso también se vio como un mal presagio. El antiguo dios del mar había rechazado esos cadáveres. Mael, con el poder de la fe avivada de la isla, no quería aceptarlos en la bahía salada del puerto de Malaz, ¿qué mayor prueba hacía falta?

Se había visto al fantasma del emperador en el patio repleto de malas hierbas de la Casa de Muerte, un fantasma que se alimentaba de las almas de los wickanos masacrados.

En los templos de D’rek de Jakata y allí mismo, en la ciudad de Malaz, los sacerdotes y las sacerdotisas se habían desvanecido, los habían mandado marchar de noche, se susurraba, para dar caza al resto de los wickanos que quedaban en la isla, los que habían huido al enterarse de la purga en Malaz, pues la propia Gusano del Otoño ansiaba sangre wickana.

Se decía que se estaba reuniendo un ejército de ciudadanos en las antiguas fronteras, al borde de las Llanuras Wickanas del continente, y que estaba a punto de ponerse en marcha con el objetivo de destruir hasta el último de aquellos condenados traidores en sus miserables y malolientes chozas. ¿Y acaso había enviado la emperatriz a sus legiones para dispersar a ese ejército? No, pues claro que no, tenían su aprobación.

El mago supremo imperial Tayschrenn estaba en la ciudad de Malaz, instalado con toda comodidad en la fortaleza de Mock. ¿Qué lo había llevado allí? ¿Y por qué una visita tan pública? El extraño hechicero era legendario por moverse sin que nadie lo viera, por actuar entre bambalinas para garantizar la salud del Imperio. Después de todo, él era los cimientos del poder de Laseen, su mano izquierda allí donde la derecha pertenecía a la Garra. Si estaba allí, era para supervisar…

Está aquí. Banaschar podía sentir al muy cabrón, un aura siniestra y ominosa que se desprendía de la fortaleza de Mock. Día tras día, noche tras noche. ¿Y por qué? Ah, qué idiotas sois todos.

Por la misma razón por la que estoy aquí yo.

Seis mensajeros hasta el momento. Seis, todos recompensados con generosidad suficiente como para que fueran fiables, todos juraron después que habían puesto la misiva en las manos del vigilante de la puerta de la Fortaleza, esa criatura encorvada que se decía que era tan vieja como la propia fortaleza de Mock, que a su vez había asentido cada vez y había dicho que entregaría la misiva al mago supremo.

Y todavía no había respuesta. No había llamada.

Alguien está interceptando mis mensajes. No puede haber otra posibilidad. Cierto, fui muy reservado en lo que dije, ¿cómo no iba a serlo? Pero Tayschrenn reconocería mi sello y comprendería… con el corazón de repente martilleando en el pecho, un sudor frío en la piel, las manos temblorosas… lo habría entendido. Al instante.

Banaschar no sabía qué hacer. Al último mensajero lo había enviado tres semanas antes.

—Es ese destello desesperado en tus ojos —dijo el hombre que tenía enfrente, con otra media sonrisa en la cara, aunque su mirada se apartó en cuanto Banaschar se concentró en él.

—¿Qué pasa, que te he enamorado?

—No, pero siento cierta curiosidad. Llevo observándote las últimas semanas. Te vas rindiendo, pero poco a poco. La mayor parte de la gente lo hace en un instante. Se levantan de la cama, van a la ventana y después, allí de pie, inmóviles, sin ver nada, mientras por dentro todo se derrumba sin apenas un susurro, apenas una nube de polvo para marcar el desplome, su desaparición en la nada.

—Te prefiero cuando hablas y piensas como un puñetero marinero —dijo Banaschar.

—Cuanto más bebo, más despejado y seguro me siento.

—Eso es mala señal, amigo.

—Las colecciono. No eres el único con la maldición de la espera.

—¡Meses!

—Yo llevo años ya —dijo el hombre, y metió un dedo romo en la copa para sacar una polilla que había aterrizado en el vino.

—Parece que eres tú el que debería haberse rendido hace mucho tiempo.

—Quizá, pero he adquirido una especie de fe. Juraría que ya no falta mucho. No mucho.

Banaschar lanzó un bufido.

—El hombre que se ahoga conversa con el necio, una noche que arruina a acróbatas, malabaristas y bailarines, vengan unos, vengan todos, con dos platas te compras infinito (y me refiero a infinito de verdad) entretenimiento.

—No estoy muy familiarizado con el ahogamiento, amigo.

—¿Lo que significa?

—Algo me dice que, cuando se trata de necios, tú podrías decir lo mismo.

Banaschar apartó la mirada. Vio otra cara conocida, otro hombre enorme, más bajo que el forastero que tenía enfrente, pero igual de ancho, la testa sin pelo marcada por manchas de vejez, cicatrices que propagaban costurones por cada parte de su cuerpo. Estaba en ese momento recogiendo un jarro de la vieja negra malazana de Gallera. El antiguo sacerdote alzó la voz.

—¡Eh, Temple! ¡Hay sitio aquí! —Se deslizó por el banco y se quedó observando a aquel hombre viejo pero todavía formidable (un veterano sin lugar a dudas) que se abría camino hasta él.

Al menos la conversación podría deslizarse de una vez hacia la nada.

Con todo. Otro cabrón que espera… algo. Solo que, con él, sospecho que no sería nada bueno si al final llegara.

En algún lugar de los sótanos de una ciudad lejana, muy lejana, se pudría un tapiz. Enrollado, hogar de nidos de ratones, el genio de las manos que lo habían tejido perdía poco a poco su guerra sin testigos contra los gusanos de los escarabajos expeditos, las larvas tawryn y las polillas de la ceniza. Sin embargo, a pesar de todo eso, la oscuridad de su abandono ocultaba colores todavía vibrantes por algunos sitios, y la escena pintada en esa enorme colgadura conservaba suficientes elementos de la narrativa como para que no se perdiera su significado. Quizá sobreviviera otros cincuenta años antes de rendirse por fin a los estragos de la dejadez.

Ahlrada Ahn sabía que el mundo era indiferente a la necesidad de conservación. De historias, de relatos cargados de significado y trascendencia. Al mundo no le importaba nada lo que se olvidaba, pues la memoria y el conocimiento jamás habían sido capaces de detener la incesante reiteración de estupidez obstinada que tanto abundaba entre pueblos y civilizaciones.

El tapiz había dominado en otro tiempo una pared entera, la de la derecha según se miraba el trono de Obsidiana, desde el cual, antes de la anexión, el rey supremo de Rosazul, sumo sirviente del señor de las Alas Negras, había gobernado, y flanqueando el estrado, el Consejo de los Magos de Ónice, todos ataviados con sus magníficos mantos de piedra flexible, líquida, pero no, era el tapiz lo que obsesionaba a Ahlrada Ahn.

La narrativa comenzaba en el extremo más alejado del trono. Tres figuras contra un fondo del color de la medianoche. Tres hermanos, nacidos en Oscuridad pura y muy queridos por su madre. Todos expulsados ya, aunque cada uno había llegado a esa situación en su momento. Andarist, a quien Oscuridad veía como el primer traidor, una acusación que todos sabían errónea, pero el nudo de falsedades se había ceñido con fuerza a su alrededor y nadie podía soltarlo excepto el propio Andarist, que no pudo o no quiso hacerlo. Embargado por un dolor insoportable, había aceptado su destierro y sus últimas palabras habían sido las siguientes, que bienvenido o no, él continuaría guardando a madre Oscuridad, aislado, y en ello se hallaría la medida de su vida. Pero incluso a esa promesa ella le había dado la espalda. Sus hermanos no pudieron por menos que reconocer ese crimen y fue Anomandaris Purake el primero en enfrentarse a madre Oscuridad. Qué palabras se cruzaron solo ellos las supieron, aunque de la nefasta consecuencia fueron testigos todos, Anomander le dio la espalda a su madre. Se alejó, negó la Oscuridad de su sangre y buscó, en su lugar, el Caos que nunca había dejado de combatir en sus venas. Silchas Ruina, el más enigmático de los hermanos, había parecido un hombre desgarrado por la indecisión, atrapado por unos esfuerzos imposibles de mitigar, de reconciliar, hasta que toda restricción se partió y cometió el mayor crimen de todos. La alianza con Sombra. Al tiempo que la guerra estallaba entre los tiste, una guerra que continúa sin control hasta este día.

Hubo victorias, derrotas, grandes matanzas y después, en ese último gesto de desesperación, Silchas Ruina y sus seguidores se unieron a las legiones de Sombra y su cruel comandante Scabandari (que llegaría a ser conocido como Ojodesangre) en su huida por las puertas. Hacia este mundo. Pero la traición no deja de perseguir a los tres hermanos. Y así, en el momento de la victoria suprema contra los k’chain che’malle, Silchas Ruina había caído bajo el cuchillo de Scabandari y sus seguidores habían caído a su vez bajo las espadas tiste edur.

Esa era la segunda escena del tapiz. La traición. La matanza. Pero esa matanza no había sido tan concienzuda como los edur creían. Habían sobrevivido tiste andii, los heridos, los rezagados, los ancianos y las madres y los niños que habían quedado atrás, lejos del campo de batalla. Lo habían presenciado todo. Y escaparon.

La tercera escena retrataba su peligrosa huida, la desesperada defensa de cuatro hechiceros contra sus perseguidores (cuatro hechiceros apenas crecidos que se convertirían en los fundadores de la Orden del Ónice), la victoria que les dio respiro, lo suficiente para poder escapar, y a través de nuevos despliegues de magia, eludir a los cazadores y elaborar un santuario…

En cuevas enterradas bajo montañas en la orilla del mar interior, cuevas en las que crecían flores de zafiro, intrincadas como rosas, de las que reino, montañas y mar derivaban su nombre común. Rosazul, y así, la última y más conmovedora escena, la más cercana al trono, la más cercana a mi corazón.

Su pueblo, los pocos miles que quedaban, una vez más ocultos en esas cuevas profundas, mientras la tiranía de los edur se propagaba como una locura por todo Lether. Una locura que me ha devorado.

El birreme hiroth resonaba como un trueno entre las olas palpitantes de ese fiero mar septentrional que los nativos llamaban Kokakal; Ahlrada se aferró a la baranda con las dos manos cuando la gélida espuma le golpeó la cara una y otra vez, como si fuera el sujeto de la ira de un dios enfurecido. Y quizá lo fuera, y de ser así, entonces era bien merecida en lo que a él se refería.

Había nacido hijo de espías y, generación tras generación, su linaje había vivido en medio de los tiste edur, prosperando sin sospechas en el caos de lo que parecían las interminables disputas intestinas entre las tribus. Hannan Mosag había puesto fin a eso, por supuesto, pero para entonces los vigilantes, como el propio Ahlrada Ahn y otros, ya estaban donde debían, su sangre y su historia mezclada a conciencia e inseparable de los edur.

Blanqueadores para la piel, los gestos secretos de comunicación que compartían los andii ocultos, las sutiles manipulaciones para garantizar su presencia en las reuniones importantes, esa era la vida de Ahlrada Ahn, y si las tribus hubieran permanecido en sus espesuras del norte, habría sido… aceptable, hasta el momento en el que él partiera en una expedición de caza de la que nunca regresaría, su pérdida llorada por su tribu adoptiva, mientras que, en realidad, Ahlrada habría cruzado la frontera sur de los yermos helados, habría recorrido las leguas incontables hasta llegar a Rosazul. Hasta llegar a casa, a su hogar.

Ese hogar no era… como había sido una vez. El santuario estaba bajo asedio, cierto, lo asediaba un enemigo confiado que todavía no sabía nada de las catacumbas ocultas bajo sus pies, pero eran los que gobernaban, las élites elegidas con sus posiciones de poder supremo, un poder del que se desprendía todo tipo de depravación y crueldad. Del emperador, la sangre sucia va bajando y bajando… Ningún reino letherii había caído tanto jamás como el de Rhulad y sus «nobles» edur. Ruego que termine. Ruego que, un día, los historiadores escriban sobre este periodo oscuro de la historia de los letherii llamándolo la Era de Pesadilla, un título que describe la verdad para advertir al futuro.

No creía ni una sola palabra de la plegaria que había musitado en su cabeza diez mil veces. Vimos el camino que tomaría Rhulad. Lo vimos cuando el emperador desterró a su propio hermano. Dioses, yo estaba allí, en el Naciente. Fui uno de los «hermanos» de Rhulad, su nueva familia extendida de aduladores acobardados. Que el señor de las Alas Negras me proteja, observé cuando el único edur que admiraba, el único edur al que respetaba, fue derribado. No, hice algo más que mirar, añadí mi voz al pelado ritual de Trull que hizo Rhulad. ¿Y el crimen de Trull? Solo un intento desesperado más de llevar a Rhulad a casa. Ah, por la propia madre Oscuridad… Pero Ahlrada Ahn jamás había osado, ni una sola vez, ni siquiera en esos primeros tiempos, cuando Trull luchaba por volver la marea. No, él también le había dado la espalda, había rechazado cada oportunidad de desvelar palabras que sabía que Trull necesitaba y que vería y atesoraría como regalos. Fui un cobarde. Mi alma huyó del riesgo, y ya no hay forma de volver.

En los días que siguieron a la ascensión de Rhulad a la corona letherii, Ahlrada había encabezado una compañía de guerreros arapay que había salido de Letheras en busca del rastro de los que habían traicionado al nuevo emperador: su hermano Temor y ese esclavo, Udinaas. No habían conseguido descubrir señal alguna de ellos y en eso Ahlrada había hallado una pequeña victoria. La cólera de Rhulad casi había provocado ejecuciones en masa. Ahlrada y su partida de búsqueda los primeros de todos, pero la ruina que quedaba de Hannan Mosag había conseguido imponer cierto control sobre Rhulad, el emperador tenía gran necesidad de guerreros tiste edur, no solo para ocupar y gobernar el Imperio sino, sobre todo, para las inmensas expediciones que se estaban planificando ya.

Expediciones como esta. Si hubiera sabido lo que esos viajes iban a implicar, Ahlrada quizá hubiera elegido la ejecución que Rhulad se había mostrado tan impaciente por llevar a cabo en esos primeros días en Letheras.

Desde ese momento… todo lo que hemos hecho en su maldito nombre…

Lo seguimos, ¿en qué nos ha convertido eso? Oh, Trull, tenías razón, y ni uno solo de nosotros fue lo bastante valiente como para ponerse a tu lado cuando más importaba.

Los recuerdos de Trull Sengar perseguían a Ahlrada Ahn. No, lo perseguían los recuerdos de todo, pero se habían fundido y concentrado en un único y honorable guerrero de los tiste edur.

Se encontraba en el enorme barco, los ojos en los mares tumultuosos, la cara ya hacía tiempo que entumecida por la espuma gélida. Mientras en las aguas, por todos lados, más barcos navegaban entre las olas pesadas, la mitad de la Tercera Flota Imperial Edur, que iba en busca de una ruta para rodear ese enorme continente. Bajo cubierta y en las jarcias, en todos y cada uno de los barcos, se afanaban tripulaciones letherii, hasta los infantes más humildes. Mientras que sus amos y señores no hacían nada, aparte de consumir vino en los interminables festines de comida, o llevarse a sus suntuosos lechos esclavas letherii, a las que usaban hasta la extenuación y que terminaban rotas y enloquecidas por el veneno de la semilla edur, así que se limitaban a tirarlas por la borda, las lanzaban a los enormes tiburones grises que nunca dejaban de seguirlos y a las manadas de dhenrabi primales.

Una mitad de la flota en esas aguas. Comandada por Tomad Sengar, el padre del emperador.

¿Y qué tal lo hemos hecho hasta ahora, querido Tomad? Un pequeño puñado de paladines dudosos, contrincantes que llevar a casa y poner bajo la mirada maníaca de tu hijo menor.

Y no olvidemos a los hermanos caídos que hemos hallado. ¿De dónde han salido? Ni siquiera ellos lo saben. ¿Pero acaso los tratamos como parientes perdidos tiempo atrás? ¿Les abrimos los brazos y los acogemos? No, son criaturas menores, sangre contaminada por el fracaso, por la indigencia. Nuestro regalo es el desdén, aunque lo llamamos liberación.

Pero yo estaba pensando en los paladines… y en el apetito insaciable de Rhulad que envía a este mundo flota tras flota. Tomad, ¿qué tal lo hemos hecho?

Pensó en sus últimos invitados, bajo cubierta, y estaba la sensación, no más que un susurro en el cieno de su alma enrollada, podrida, comida por las polillas, que quizá esa vez habían encontrado a alguien formidable de verdad. Alguien que quizá pudiera hacer que Rhulad se ahogara en su propia sangre, incluso más de una vez… aunque, como siempre, se oiría ese terrible chillido…

Se nos hace y se nos deshace, y así continúa. Para siempre.

Y yo nunca veré mi hogar.

Con los ojos del color del granito curtido por los elementos, la comandante de los infantes letherii, la atri-preda Yan Tovis, conocida entre sus soldados como Crepúsculo, contempló al hombre enfermo. La bodega oscura del barco era fétida y húmeda, la pasarela que había sobre la quilla estaba manchada de vómito y moho resbaladizo. Los crujidos y golpes secos llenaban el aire con el impacto de cada ola contra el casco. La luz tenue de los faroles se balanceaba provocando un desenfreno de sombras.

—Toma —dijo—. Bebe esto.

El hombre levantó la vista, los ojos enrojecidos enmarcados por un rostro del tono de la grasa de ballena.

—¿Beber? —La palabra misma parecía casi suficiente para hacerlo doblarse una vez más, pero la atri-preda lo vio luchar con todas sus fuerzas contra el impulso.

—Hablo tu idioma no bien —dijo ella—. Bebe. Dos tragos. Espera. Después más.

—Lo devuelvo todo —dijo el hombre.

—No importa. Dos, te sientes mejor. Luego más. Mareo se va.

Con mano temblorosa el hombre aceptó la botellita de cristal patinado.

—Ceda hace —dijo Crepúsculo—. Hecho, generaciones atrás. Mareo se va.

Él tragó una vez, después dos veces, se quedó inmóvil durante un momento y después se derrumbó de lado. Escupió, tosió, jadeó.

—Que los espíritus me lleven, sí —dijo después.

—¿Mejor?

Un asentimiento.

—Bebe resto. No vomitarás.

Así lo hizo el hombre y después se echó hacia atrás con los ojos cerrados.

—Mejor. Mejor, sí.

—Bien. Ahora, ve con él. —Señaló hacia la proa, a veinte pasos, por la pasarela, donde había una figura inclinada, acurrucada contra el saliente de la proa—. Preda Tomad Sengar tiene dudas. Paladín no sobrevivirá a viaje. No quiere comer, beber. Se consume. Ve con él. Afirmas mucho, su habilidad. Nosotros vemos otra cosa. Nosotros vemos solo debilidad.

El hombre echado en la pasarela no la miró a los ojos, pero se incorporó poco a poco y después se puso en pie con torpeza, vacilante. Se irguió con las piernas muy abiertas para mantener el equilibrio.

Se escupió en las palmas de las manos, se las frotó por un momento y después se pasó las dos manos por el pelo.

Taralack Veed miró a la mujer a los ojos.

—Ahora eres tú la que pareces enferma —dijo con el ceño fruncido—. ¿Qué te ocurre?

Crepúsculo se limitó a sacudir la cabeza.

—Ve. El preda debe estar convencido. Si no, os arrojamos a los dos por la borda.

El guerrero gral dio media vuelta y se dirigió, como un cangrejo, pasarela arriba. A ambos lados, apiñados entre cajones y barriles, había figuras encadenadas. De piel gris como la de sus captores, casi igual de altos, con muchos rasgos faciales que revelaban sangre edur. Pero allí estaban, pudriéndose en su propia suciedad, sus miradas apagadas, de búho, seguían el avance de Taralack.

El gral se agachó delante de Icarium y estiró un brazo para posar la mano en el hombro del guerrero.

Icarium se estremeció al sentir el contacto.

—Amigo mío —dijo Taralack en voz baja—. Sé que no es una enfermedad de la carne lo que te aflige. Es una enfermedad del espíritu. Debes luchar contra ella, Icarium.

El jhag estaba encogido, las rodillas contra el pecho, los brazos las envolvían con fuerza, al gral le recordaba el estilo de enterramiento que practicaban los ehrlitanos. Durante un buen rato no hubo respuesta a sus palabras, después un escalofrío recorrió a la figura acurrucada.

—No puedo hacerlo —dijo Icarium y alzó la cabeza para clavar unos ojos desesperados en Taralack—. No deseo… ¡no deseo matar a nadie!

Taralack se frotó la cara. Por los espíritus del inframundo, ese brebaje de Crepúsculo ha hecho maravillas. Puedo hacerlo.

—Icarium. Mira por toda esta pasarela. Mira esas criaturas mugrientas a las que se les dijo que las estaban liberando de sus opresores. Que llegaron a creer que en estos edur estaba su salvación. Pero no. Su sangre no es pura. Está embarrada, ¡eran esclavos! Caídos a lo más profundo, sin saber nada de su propia historia, de la gloria de su pasado, sí, lo sé, ¿qué gloria? ¡Pero míralos! ¿Qué clase de demonios son estos tiste edur y su maldito imperio para tratar así a los de su propia especie? Ahora dime, Icarium, ¿qué te he procurado yo? ¡Dímelo!

La expresión del guerrero era producto de los estragos, el horror inundaba sus ojos, y algo más, una luz salvaje.

—Por lo que presenciamos —susurró el jhag—. Por lo que los vimos hacer…

—Venganza —dijo Taralack Veed con un asentimiento.

Icarium se lo quedó mirando como si fuera un hombre ahogándose.

—Venganza…

—Pero no se te dará esa oportunidad, Icarium. El preda pierde la fe en ti, en mí, corremos un gran riesgo de que nos arrojen a los tiburones…

—Me piden que mate a su emperador, Taralack Veed. No tiene sentido…

—Lo que piden —dijo el gral enseñando los dientes— y lo que tú les entregarás son dos cosas completamente diferentes.

—Venganza —dijo Icarium otra vez, como si saboreara la palabra, después se llevó las dos manos a la cara—. No, no, no es para mí. Demasiada sangre ya, más no puede lograr nada. ¡No seré diferente de ellos! —Estiró el brazo de repente, cogió a Taralack y lo atrajo hacia sí—. ¿Es que no lo ves? Más vidas inocentes…

—¿Inocentes? Serás idiota, Icarium, ¿no lo entiendes? ¡La inocencia es una mentira! ¡Ninguno de nosotros somos inocentes! ¡Ni uno! ¡Muéstrame uno, por favor, te lo ruego, demuéstrame que me equivoco! —Se retorció en la presa de hierro del jhag y apuñaló el aire con un dedo para señalar las formas encorvadas de los esclavos—. Los dos lo presenciamos, ¿no es cierto? ¡Ayer! Dos de esos patéticos necios asfixiando a un tercero, ¡los tres encadenados, Icarium, los tres famélicos, medio muertos! ¡Pero una antigua disputa, una antigua estupidez, desatada una última vez! ¿Víctimas? Oh, sí, no cabe duda de eso. ¿Inocentes? ¡Ja! ¡Y que los espíritus de los cielos y el inframundo me partan con un rayo si he juzgado mal!

Icarium se lo quedó mirando y después, poco a poco, los largos dedos fueron soltando su presa, la camisa de piel del gral.

—Amigo mío —dijo Taralack—, debes comer. Debes conservar tus fuerzas. Este imperio de los tiste edur es una abominación, gobernado por un loco cuyo único talento radica en su espada, y ante eso los débiles y los fuertes deben inclinarse, así está hecho el mundo. Desafiar a los poderosos es dar pábulo a la subyugación y la aniquilación, tú lo sabes, Icarium. Pero tú y solo tú, amigo, posees lo necesario para destruir esa abominación. Para eso naciste. Tú eres el arma definitiva de la justicia, no vaciles ante esta inundación de desigualdad. Aliméntate de lo que has presenciado, lo que hemos presenciado, y de todo lo que veremos en la travesía que tenemos por delante. Aliméntate de ello para avivar la justicia de tu interior, hasta que su poder sea cegador. Icarium, no permitas que estos terribles edur te derroten, como están haciendo ahora.

Una voz habló tras él. Crepúsculo.

—El preda considera una prueba. Para este guerrero.

Taralack Veed se giró y miró a la mujer.

—¿A qué te refieres? ¿Qué clase de prueba?

—Libramos muchas guerras. Caminamos por senderos de Caos y de Sombra.

Los ojos del gral se entrecerraron.

—¿Caminamos?

La mujer hizo una mueca.

—Los edur ahora gobiernan Lether. Donde ellos guían, los letherii deben seguirlos. Las espadas edur hacen río de sangre y de río de sangre, hay río de oro. Los leales se han hecho ricos, muy ricos.

—¿Y los desleales?

—Se ocupan de los remos. Endeudados. Así es.

—¿Y tú, atri-preda? ¿Eres leal?

La mujer lo estudió en silencio durante media docena de latidos, después le contestó.

—Cada paladín cree. Bajo su espada el emperador morirá. Lo que se cree y lo que es verdad no es lo mismo —dijo tergiversando de un modo extraño las palabras de Taralack—. A lo que es verdad, yo soy leal. El preda considera una prueba.

—Muy bien —dijo el gral, después contuvo el aliento, temía una negativa de Icarium. No hubo ninguna. Ah, eso es bueno.

La mujer se alejó, la armadura susurraba como monedas derramadas sobre la gravilla.

Taralack Veed se la quedó mirando.

—Se oculta —dijo Icarium en voz baja y triste—. Pero su alma muere en su interior.

—¿Crees, amigo mío —dijo el gral, y se volvió hacia el jhag una vez más—, que solo ella sufre en silencio? ¿Que solo ella se encoge, medrosa, su honor asediado por lo que debe hacer?

Icarium sacudió la cabeza.

—Entonces piensa en ella cuando tu resolución vacile, amigo mío. Piensa en Crepúsculo. Y en todos los demás como ella.

Una sonrisa débil.

—Pero dices que no hay inocencia.

—Una observación que no obvia la necesidad de justicia, Icarium.

La mirada del jhag se desvió, bajó y se alejó, y pareció concentrarse en las planchas cargadas de cieno del casco, a su derecha.

—No —susurró con tono hueco—, supongo que no.

El sudor resplandecía en las paredes de roca, como si la presión del mundo se hubiera hecho insoportable. El hombre que acababa de aparecer, como salido de la nada, se quedó inmóvil durante un tiempo, el gris oscuro de su manto y capucha lo hacía indistinguible en la penumbra, pero los únicos testigos de esa peculiaridad eran indiferentes y ciegos a la vez, los gusanos que se retorcían en la carne desgarrada y podrida entre la cantidad de cuerpos que se extendía ante él y bajaba por el suelo alargado y basto de la sima.

El hedor era sofocante y Cotillion sintió que lo envolvía una sensación conocida cargada de dolor, como si ese fuera el verdadero aroma de la existencia. Había habido momentos, estaba casi seguro, en los que había conocido una alegría auténtica, pero tan desvaídos estaban en sus recuerdos que había empezado a sospechar que eran una conjura ficticia de la nostalgia. Como con las civilizaciones y sus épocas doradas, lo mismo ocurría con las personas: cada individuo ansiaba por siempre ese momento dorado pasado de paz y bienestar auténticos.

Con mucha frecuencia se enraizaba en la niñez, en un tiempo antes de que los rigores de la ilustración afligieran el alma, cuando lo que parecía sencillo se desplegaba en toda su complejidad como los pétalos de una flor venenosa para emitir su miasma de decadencia.

Los cuerpos eran de hombres y mujeres jóvenes, demasiado jóvenes en realidad para ser soldados, aunque soldados habían sido. Sus recuerdos de solaz con toda probabilidad habrían sido borrados de sus mentes cuando, en un lugar y un mundo que antaño llamaban hogar, colgaban clavados por estacas de hierro a cruces de madera sin comprender cuáles habían sido sus crímenes. Por supuesto no había habido tales crímenes. Y la sangre, que ellos habían vertido con tanta profusión, no había producido prueba alguna de su mancha, porque ni el nombre de un pueblo ni el tono de su piel, ni desde luego la forma de sus rasgos, podía hacer de la sangre que daba vida algo menos puro, menos precioso.

Solo unos necios obstinados con el asesinato enraizado en sus corazones podridos creían lo contrario. Dividían a los muertos entre víctimas inocentes y castigados con todo derecho, y sabían con una convicción inatacable en qué lado se encontraban ellos. Con semejante convicción, hundir el cuchillo resultaba de una facilidad extrema.

La lucha había sido reñida, observó al ponerse en movimiento de golpe. Una batalla encarnizada y después una retirada organizada. Prueba de un adiestramiento superior, disciplina y la voluntad fiera de no rendirse sin cobrarse antes un precio. El enemigo se había llevado a sus caídos, pero para esos jóvenes muertos, la sima en sí se había convertido en su cripta. Salvados de sus crucifixiones… para esto.

Había habido tantas… tareas urgentes. Necesidades esenciales. Tantas que descuidamos esta compañía, una compañía que nosotros mismos instalamos aquí para defender lo que reclamábamos como propio. Y luego debió de parecer que los abandonábamos. Y en esa lúgubre conclusión, admitió él con amargura, no andarían muy equivocados. Pero ahora nos atacan por todos lados. Estamos en nuestro momento más desesperado. Ahora mismo… oh, mis amigos caídos, siento tanto esto…

La arrogancia de los vivos, que sus palabras pudieran aliviar a los muertos. Peor, pronunciar palabras en busca del perdón de esos muertos. Los caídos no tenían más que un mensaje que entregar a los vivos, y no tenía nada que ver con el perdón. Recuérdatelo, Cotillion. Ten siempre muy presente lo que los muertos te dicen a ti y a todos los demás, una y otra vez.

Oyó ruidos más adelante. Un chirrido apagado, rítmico, como bordes de hierro lamiendo cuero, y luego los pasos blandos de unos mocasines.

El pasillo natural de la sima se estrechaba y bloqueando el embudo había un t’lan imass, la punta de su espada descansaba en la roca que tenía delante, que observó acercarse a Cotillion. Tras el guerrero no muerto se veía el fulgor amarillo apagado de unos faroles, una sombra que pasaba, luego otra, y después apareció una figura.

—Apártate, Ibra Gholan —dijo Minala, los ojos puestos en Cotillion.

Tenía la armadura destrozada. La punta de una lanza había perforado la cota de malla y el cuero en la parte alta del pecho, en el lado izquierdo, justo bajo el hombro. Sangre seca incrustada en los bordes. Un lado del barbote del yelmo había desaparecido y la zona de la cara que dejaba visible su ausencia estaba hinchada y moteada de cardenales. Sus extraordinarios ojos de color gris claro se clavaron en los de Cotillion cuando pasó junto al t’lan imass.

—Llegan a través de una puerta —dijo—. Una senda iluminada por fuego plateado.

—Caos —dijo Cotillion—. Prueba de la alianza que temíamos que se produjera. Minala, ¿cuántos ataques habéis rechazado?

—Cuatro. —La mujer dudó, después levantó un brazo, se soltó el yelmo y se lo quitó. Un cabello negro, mugriento, apelmazado por el sudor, le fue cayendo por los hombros—. Mis hijos… las pérdidas han sido numerosas.

Cotillion no pudo seguir sosteniéndole la mirada. No tras esa admisión.

Ella continuó.

—Si no hubiera sido por los t’lan imass… y la aptoriana, y el renegado tiste edur, este maldito primer trono estaría ahora en manos de un ejército de bárbaros sedientos de sangre.

—Hasta el momento, entonces —aventuró Cotillion—, ¿tus atacantes han sido exclusivamente tiste edur?

—Sí. —La mujer lo estudió durante un largo rato—. Eso no durará, ¿verdad?

Los ojos de Cotillion se clavaron una vez más en Ibra Gholan.

Minala continuó.

—Los edur no son más que escaramuzadores, ¿verdad? Y ni siquiera ellos se han comprometido del todo con esta causa. ¿Por qué?

—Están diseminados, como nosotros, Minala.

—Ah, entonces no puedo esperar más aptorianas. ¿Qué hay de los otros demonios de tu reino, Cotillion? ¿Azalan? ¿Dinal? ¿No nos puedes dar nada?

—Podemos —dijo él—. Pero no ahora.

—¿Cuándo?

La miró.

—Cuando la necesidad sea mayor.

Minala se acercó un poco más.

—Serás cabrón. Tenía mil trescientos. Ahora tengo cuatrocientos que todavía puedan luchar. —Apuntó con un dedo furioso la zona que quedaba tras el embudo—. Casi trescientos más yacen ahí, muriéndose de sus heridas, ¡y no hay nada que yo pueda hacer por ellos!

—Se informará a Tronosombrío —dijo Cotillion—. Vendrá. Sanará a tus heridos…

—¿Cuándo?

La palabra fue casi un gruñido.

—Cuando me vaya de aquí —respondió él—. Regreso directamente a Fortalezasombría. Minala, me gustaría hablar con los otros.

—¿Con quién? ¿Por qué?

Cotillion frunció el ceño antes de contestar.

—El renegado. Tu tiste edur. Tengo… preguntas.

—Jamás he visto habilidad igual con la lanza. Trull Sengar mata, y mata, y después, cuando todo acaba y se arrodilla entre la sangre de los hermanos que ha matado, llora.

—¿Lo conocen? —preguntó Cotillion—. ¿Lo llaman por su nombre?

—No. Dice que son den-ratha, y jóvenes. Recién iniciados en la sangre. Pero después dice que solo es cuestión de tiempo. Los edur que han logrado retirarse tendrán que informar de la presencia de un edur entre los defensores del primer trono. Trull dice que uno de su propia tribu estará entre los atacantes y que lo reconocerá, y es entonces, dice, cuando vendrán en masa, con hechiceros. Dice, Cotillion, que él será nuestra ruina.

—¿Se plantea irse? —preguntó Cotillion.

La mujer frunció el ceño.

—A eso no responde. Si se fuera, yo no lo culparía tampoco. Y —añadió— si elige quedarse, bien puedo morir con su nombre en los labios, la última maldición que expreso en este mundo. O, con más probabilidad, el suyo será el segundo nombre.

Cotillion asintió, lo comprendía.

—Trull Sengar continúa, así pues, careciendo de honor.

—Y ese honor significa nuestra perdición.

Cotillion se pasó una mano por el pelo, un tanto sorprendido al descubrir lo mucho que le había crecido. Tengo que encontrar un barbero. Uno lo bastante digno de confianza como para dejar que me ponga una navaja en el cuello. Se lo planteó. Bueno, ¿extraña acaso que los dioses tengan que hacer solos tareas tan mundanas? Escúchate, Cotillion, tu mente quisiera huir de este momento. A ver si tu valor está a la altura del de esta mujer.

—La llegada de hechiceros entre los tiste edur resultará ser una fuerza difícil de contrarrestar…

—Tenemos al invocahuesos —dijo ella—. Hasta el momento ha permanecido escondido. Inactivo. Puesto que, al igual que Trull Sengar, es un imán.

Cotillion asintió.

—¿Me muestras el camino, Minala?

Como única respuesta, la mujer se dio la vuelta y le hizo un gesto para que la siguiera.

La cueva en la que entraron era una visión de pesadilla. El aire era fétido, denso como el de un matadero. La sangre seca cubría el suelo de piedra como una alfombra pastosa, medio deshecha. Unos rostros pálidos (muy jóvenes, demasiado) se volvieron para mirar a Cotillion con unos ojos antiguos desprovistos de toda esperanza. El dios vio a la aptoriana, la piel negra del demonio ribeteada de cicatrices grises, apenas curadas; y agazapado junto a su única pata delantera, Panek, cuyo ojo enorme de múltiples facetas resplandecía. La frente sobre ese ojo encumbrado mostraba una brecha mal cosida, resultado de un golpe que le había desprendido el cuero cabelludo justo encima de un lado del hueso orbital del ojo, una brecha que le llegaba hasta la sien contraria.

Se levantaron tres figuras que salieron de la penumbra y se acercaron a Cotillion. El dios patrón de los Asesinos se detuvo en seco. Monok Ochem, el t’lan imass sin clan, conocido como Onrack el Fracturado, y el renegado tiste edur, Trull Sengar. Me pregunto si estos tres, junto con Ibra Gholan, habrían bastado. ¿Necesitábamos arrojar a Minala y sus jóvenes pupilos a este horror?

Luego, cuando se acercaron más, Cotillion vio a Onrack y Trull con más claridad. Se habían llevado una buena paliza y estaban llenos de brechas y cortes. La mitad de la cabeza esquelética de Onrack estaba pelada. Las costillas se habían hundido tras un golpe salvaje y el arco superior de la cadera, en el lado izquierdo, se lo había llevado un corte que revelaba el interior poroso del hueso. Trull estaba sin armadura y era obvio que había entrado en batalla sin esa protección. La mayoría de sus heridas (cuchilladas profundas, perforaciones) las tenía en los muslos, bajo las caderas y hacia fuera, signo del estilo de defensa de un guerrero que empuña una lanza y utiliza el centro del mango del arma. El edur apenas podía caminar y se apoyaba con fuerza en la maltratada lanza que llevaba en las manos.

A Cotillion le costó mucho mirar a los ojos agotados, desesperados, del edur.

—Cuando llegue el momento —le dijo al guerrero de piel gris—, vendrá la ayuda.

Onrack el Fracturado fue el que contestó.

—Cuando obtengan el primer trono, comprenderán la verdad. Que no es para ellos. Pueden ostentarlo, pero no pueden utilizarlo. ¿Por qué, entonces, Cotillion de Sombra, estos valientes mortales se dejan la vida aquí?

—Quizá nosotros no hagamos más que proporcionar una distracción —dijo Monok Ochem, el tono del invocahuesos tan carente de inflexión como el de Onrack.

—No —dijo Cotillion—. Más que eso. Es lo que harían al hacer ese descubrimiento. Desatarán la senda de Caos en este lugar, en la cámara en la que reside el primer trono. Monok Ochem, lo destruirán y también destruirán su poder.

—¿Es tal hecho causa de pesar? —preguntó Onrack.

Conmocionado, Cotillion no supo responder.

Monok Ochem se giró para mirar a Onrack el Fracturado.

—Este habla con las palabras de los Desencadenados. Lucha no para defender el primer trono. Lucha solo para defender a Trull Sengar. Él solo es la razón de que el tiste edur siga con vida.

—Eso es cierto —respondió Onrack—. No acepto otra autoridad que no sea mi propia voluntad, los deseos sobre los que elijo actuar y las opiniones que me formo por mí mismo. Eso, Monok Ochem, es lo que significa la libertad.

—No… —dijo Trull Sengar, y se dio la vuelta.

—¿Trull Sengar?

—No, Onrack. ¿Es que no lo ves? Te arriesgas a tu propia aniquilación, y todo porque yo no sé qué hacer, todo porque soy incapaz de decidir… nada. Así que aquí sigo, tan encadenado como estaba cuando me encontraste en el Naciente.

—Trull Sengar —dijo Onrack tras un momento—, tú luchas para salvar vidas. Las vidas de estos jóvenes. Te alzas en lugar de ellos, una y otra vez. Es una elección noble. A través de ti, yo descubro el regalo de luchar en defensa del honor, el regalo de una causa que es digna. No soy como fui una vez. No soy como Monok Ochem e Ibra Gholan. La conveniencia ya no es suficiente. La conveniencia es la mentira del asesino.

—Por el amor del Embozado —le dijo Cotillion a Monok Ochem, estaba exasperado, a punto de estallar de frustración—, ¿no puedes acudir a los tuyos? Unos cuantos cientos de t’lan imass, tiene que haber alguno por ahí tirado, en alguna parte, sin hacer nada, como tienen por costumbre.

Los ojos vacíos continuaron… vacíos.

—Cotillion de Sombra. Tu compañero reclamó el primer trono…

—Entonces solo tiene que ordenar a los t’lan imass que acudan…

—No. Los otros viajan a una guerra. Una guerra de supervivencia…

—¡Al Embozado con Assail! —gritó Cotillion, su voz resonó salvaje en toda la cueva—. ¡No es más que maldito orgullo! ¡Allí no podéis ganar! ¡Enviáis clan tras clan, todos para acabar en el mismo buche destructivo! ¡Malditos idiotas, retiraos de una vez! ¡No hay nada por lo que merezca la pena luchar en esa miserable pesadilla de continente! ¿No lo veis? ¡Entre los tiranos de allí, no es más que un juego!

—Es la naturaleza de mi pueblo —dijo Onrack, y Cotillion detectó cierto tono en las palabras, algo parecido a una ironía cruel— creer en su propia eficacia suprema. Tienen intención de ganar ese juego, Cotillion de Sombra, o encontrarse con el olvido. No aceptan alternativas. ¿Orgullo? No es orgullo. Es la razón de existir.

—Nos enfrentamos a amenazas mayores…

—Y no les importa —interpuso Onrack—. Es algo que has de entender, Cotillion de Sombra. Otrora, hace mucho tiempo desde el punto de vista mortal, tu compañero encontró el primer trono. Lo ocupó y con eso obtuvo el mando de los t’lan imass. Incluso entonces era un dominio tenue, porque el poder del primer trono es muy antiguo. De hecho, su poder se debilita. Tronosombrío pudo despertar a los logros t’lan imass, un único ejército que se encontró todavía vinculado a los restos de poder del primer trono, una cuestión de poco más que simple proximidad. No pudo dominar a los kron t’lan imass ni a los bentract, ni a los yfayle, ni a los otros que quedaban, estaban demasiado lejos. La última vez que Tronosombrío se sentó en el primer trono era mortal, no estaba vinculado a ninguna otra orientación. No había ascendido. Pero ahora es impuro, y esa impureza debilita todavía más su dominio. Cotillion, a medida que tu compañero va perdiendo cada vez más sustancia, también pierde… veracidad.

Cotillion se quedó mirando al guerrero fracturado, después posó los ojos sobre Monok Ochem e Ibra Gholan.

—Y estos —dijo en voz muy baja— representan… una obediencia simbólica.

—Debemos intentar —dijo el invocahuesos— preservar a los nuestros, Cotillion de Sombra.

—¿Y si se pierde el primer trono?

Un estrepitoso encogimiento de hombros.

Dioses del inframundo. Ahora, al fin, comprendo por qué perdimos el ejército no muerto de Logros en plena campaña de Siete Ciudades. Por qué… se fueron sin más. Volvió a mirar a Onrack el Fracturado.

—¿Es posible —preguntó— restaurar el poder del primer trono?

—No digas nada —ordenó Monok Ochem.

La mitad destrozada de la cabeza de Onrack se giró poco a poco y miró al invocahuesos.

—Tú no puedes imponerme nada. No tengo vínculos.

A una orden silenciosa, Ibra Gholan levantó su arma de piedra y se enfrentó a Onrack.

Cotillion levantó las manos.

—¡Esperad! Onrack, no respondas a mi pregunta. Olvidemos que la he hecho siquiera. No hay necesidad de esto, ¿no tenemos suficientes enemigos ya?

—Tú —le dijo Monok Ochem al dios— eres peligroso. Tú piensas lo que no se ha de pensar, dices en voz alta lo que no se ha de pronunciar. Eres como un cazador que recorre un sendero que nadie más puede ver. Debemos tomar en consideración las implicaciones. —El invocahuesos se giró, los pies huesudos arañaron el suelo cuando echó a andar hacia la cámara del primer trono. Tras un momento, Ibra Gholan bajó la espada y salió con un golpe seco tras Monok Ochem.

Cotillion levantó el brazo para pasarse la mano por el pelo una vez más y se encontró con que tenía la frente empapada de sudor.

—Bueno —dijo Trull Sengar con la insinuación de una sonrisa—, ya nos has tomado la medida, Cotillion. Y de esta visita, nosotros a nuestra vez sacamos dones igual de amargos. Es decir, la sugerencia de que todo lo que hacemos aquí, en defensa de este primer trono, es absurdo. Así pues, ¿optas ahora por retirarnos de este lugar? —Entrecerró los ojos para mirar al dios y la irónica medio sonrisa dio paso a… otra cosa—. Ya me parecía que no.

Quizá es cierto que recorro un sendero invisible, uno al que incluso yo estoy ciego, pero ahora la necesidad de seguirlo no podría ser mayor.

—No os abandonaremos —dijo.

—Eso dices tú —murmuró Minala tras él.

Cotillion se hizo a un lado.

—He invocado a Tronosombrío —le dijo él.

Una expresión irónica.

—¿Invocado?

—Nos concedemos permiso el uno al otro para hacer ese tipo de cosas, Minala, según dicta la necesidad.

—Auténticos compañeros, entonces. Creí que tú te sometías a Tronosombrío, Cotillion. ¿Afirmas ahora lo contrario?

El dios consiguió sonreír.

—Somos muy conscientes de los talentos complementarios del otro —respondió, y lo dejó así.

—No hubo tiempo suficiente —dijo ella.

—¿Para qué?

—Para el adiestramiento. Para los años que necesitaban… ellos. Para crecer. Para vivir.

El dios no dijo nada porque la mujer tenía razón.

—Llévatelos contigo —dijo Minala—. Ahora. Yo me quedaré, igual que la aptoriana y Panek. Cotillion, por favor, llévatelos contigo.

—No puedo.

—¿Por qué?

Él miró a Onrack.

—Porque, Minala, no regreso al reino de Sombra…

—¡Vayas donde vayas —dijo ella con una voz que de repente se hizo dura—, tiene que ser mejor que esto!

—Por desgracia, ojalá pudiera hacer esa promesa.

—No puede —dijo Onrack—. Minala, ahora es cuando de verdad emprende un camino invisible. En mi opinión, no lo volveremos a ver.

—Gracias por el voto de confianza —dijo Cotillion.

—Mi amigo ha visto días mejores —dijo Trull Sengar, que estiró un brazo para darle una palmada a Onrack en la espalda. El ruido seco que hizo el golpe fue hueco, levantó polvo y algo cayó con estrépito por el pecho del guerrero—. Oh —dijo el tiste edur—, ¿hay algún daño grave?

—No —respondió Onrack—. La punta rota de una lanza. Estaba alojada en el hueso.

—¿Te estaba irritando?

—Solo el molesto sonido que hacía cuando andaba. Gracias, Trull Sengar.

Cotillion los miró a los dos. ¿Qué mortal llamaría amigo a un t’lan imass? Y luchan uno junto al otro. Ojalá supiera más de este Trull Sengar. Pero, como con tantas cosas últimamente, no había tiempo. Se volvió con un suspiro y vio que el joven Panek vigilaba el embudo en ausencia de Ibra Gholan.

El dios se dirigió hacia allí.

Panek se giró y lo miró.

—Lo echo de menos —dijo.

—¿A quién?

—A Caminante del Filo.

—¿Por qué? Dudo que ese saco de huesos pudiera luchar lo suficiente como para salir siquiera de un ataúd hecho de varas.

—No para luchar a nuestro lado, tío. Resistiremos aquí. Madre se preocupa demasiado.

—¿Qué madre?

Una sonrisa horrenda repleta de dientes afilados.

—Las dos.

—¿Por qué echas de menos a Caminante del Filo, entonces?

—Por sus historias.

—Ah, eso.

—Los dragones. Los tontos, los sabios, los vivos y los muertos. Si cada mundo no fuese más que un lugar en el tablero, ellos serían las piezas del juego. Pero ni una sola mano los dirige. Cada uno de ellos es salvaje, tiene voluntad propia. Y después están las sombras, Caminante del Filo explicaba lo que eran, las que no se ven.

—Así que las explicaba, ¿eh? Bueno, está claro que a ese viejo malnacido tú le caes mejor que yo.

—Todos arrojan sombras, tío —dijo Panek—. En tu reino. Cada uno de ellos. Por eso hay tantos… prisioneros.

Cotillion frunció el ceño y después, despacio, de forma inexorable a medida que iba comprendiendo, los ojos del dios se abrieron mucho más.

Trull Sengar observó al dios pasar junto a Panek, había apoyado una mano en el muro de piedra, como si Cotillion estuviera de repente borracho.

—Me pregunto de qué iba todo eso. Cualquiera diría que Panek acaba de darle un rodillazo entre las piernas.

—Se ganaría un beso mío si lo hiciera —dijo Minala.

—Eres demasiado dura —dijo Trull—. A mí Cotillion me da pena.

—Entonces es que eres idiota, pero, por supuesto, eso ya lo sé desde hace meses.

Trull le sonrió desde donde estaba, enfrente de ella, pero no dijo nada.

Minala miró entonces la entrada irregular de la cámara del primer trono.

—¿Qué están haciendo ahí dentro? Nunca entran ahí.

—Considerando las implicaciones, supongo —dijo Trull.

—¿Y dónde está Tronosombrío? Se supone que ya tendría que haber venido. Si nos atacaran ahora mismo…

Estamos muertos. Trull se apoyó un poco más en la lanza para aliviar el peso de la pierna izquierda, que le dolía más (ligeramente más) que la derecha. Por lo menos yo. Claro que también es lo más probable, me sanen o no, una vez que los míos decidan tomarse esto en serio. No entendía esas escaramuzas tímidas, los sondeos vacilantes de los den-ratha. ¿Y por qué se molestaban siquiera? Si ansiaban un trono, sería el de Sombra, no esa monstruosidad petrificada de hueso que llamaban el primer trono. Pero, ahora que lo pienso, quizá sí que tiene sentido. Se han aliado con el dios Tullido y con los t’lan imass Desencadenados que ahora sirven al Encadenado. Pero mis tiste edur no le dan mucha importancia a las alianzas con los no edur. Quizá por eso todo lo que han hecho hasta ahora ha sido un derramamiento de sangre simbólico. Un solo hechicero y unos cuantos guerreros veteranos y esta pequeña fiesta se acabó.

Y llegarían, vendrán una vez que me reconozcan. Pero él no podía ocultarse de ellos, no podía apartarse mientras masacraban a esos jóvenes humanos que no sabían nada de la vida, que eran soldados solo de nombre. Esas lecciones de crueldad y brutalidad no tenían sitio en lo que un niño necesitaba aprender, en lo que un niño debería aprender. Y un mundo en el que los niños estaban sometidos a semejantes cosas era un mundo en el que la compasión era una palabra hueca, sus ecos un coro de burlas y frío desdén.

Cuatro escaramuzas. Cuatro, y Minala era madre de setecientas vidas destrozadas, casi la mitad de las cuales se enfrentaban a la misericordia de la muerte… hasta que Tronosombrío aparezca, con su regalo afilado, en sí mismo frío y despiadado.

—Tu rostro te traiciona, Trull Sengar. Algo te empuja a llorar una vez más.

El edur miró a Onrack y después adonde se encontraba Minala con Panek.

—Su rabia es su armadura, amigo mío. Y esa es mi mayor debilidad, que no puedo conjurar lo mismo en mi interior. En su lugar me encuentro aquí, a la espera. Del siguiente ataque, del regreso de la música terrible, los gritos, el dolor y la agonía, el rugido ensordecedor de la futilidad que crea nuestra sed de batalla… con cada choque de la espada y de la lanza.

—Pero tú no te rindes —dijo el t’lan imass.

—No puedo.

—La música que oyes en batalla es incompleta, Trull Sengar.

—¿Qué quieres decir?

—Me encuentro a tu lado y también oigo las plegarias de Minala, ya esté cerca o no. Incluso cuando se lleva a rastras a los niños heridos y moribundos, cuando los aleja del peligro, la oigo. Reza, Trull Sengar, para que tú no caigas. Para que sigas luchando, para que el milagro que eres y la lanza que empuñas nunca le falléis. Nunca le falléis a ella y a sus hijos.

Trull Sengar le dio la espalda.

—Ah —dijo Onrack—, con las lágrimas que de repente derramas, amigo mío, veo mi error. Buscaba con mis palabras infundirte orgullo, pero derroto tu armadura y te inflijo una profunda herida. Con desesperación. Lo siento. Hay tanto de lo que es vivir que he olvidado… —El maltratado guerrero contempló a Trull en silencio un momento antes de añadir—: Quizá pueda darte otra cosa, algo más… esperanzador.

—Por favor, inténtalo —dijo Trull con un susurro.

—A veces, en el fondo de esta sima, huelo algo, una presencia. Es muy leve, animal. Me… consuela, aunque no sé por qué, no alcanzo a comprender su fuente. En esos momentos, Trull Sengar, siento como si nos observaran. Nos están mirando unos ojos invisibles y en esos ojos hay una compasión inmensa.

—¿Lo dices solo para aliviar mi dolor, Onrack?

—No, no te engañaría de ese modo.

—¿De qué… de quién proviene?

—No lo sé, pero he visto que afecta a Monok Ochem. Incluso a Ibra Gholan. Percibo su inquietud y eso también me consuela.

—Bueno —dijo una voz ronca a su lado—, pues no soy yo. —Sombras que se fundían y creaban una forma encorvada, encapuchada, que vacilaba, indistinta, como si fuera reacia a comprometerse con una existencia concreta, una única realidad.

—Tronosombrío.

—Sanación, ¿no? Muy bien. Pero tengo poco tiempo. Debemos darnos prisa, ¿entendéis? ¡Rápido!

Renovados una vez más, para enfrentarnos a lo que venga. Ojalá tuviera mis propias plegarias. Palabras de consuelo en mi mente… para ahogar los gritos que me rodean. Para ahogar los míos propios.

En algún lugar de allí abajo, Karsa Orlong se esforzaba por calmar a Estragos y en el martilleo repentino de los cascos contra la madera, que hacía temblar la cubierta bajo los pies de Samar Dev, se notaba que aún tardaría un rato en tranquilizar al animal. No culpaba al caballo jhag. El aire allá abajo estaba viciado, apestaba a enfermedad y agonía, con el hedor amargo que emitía la desesperación.

Pero nosotros nos hemos ahorrado ese destino. Somos invitados, porque mi gigantesco compañero podría matar al emperador. El muy idiota. El muy imbécil, arrogante, egoísta. Debería haberme quedado con Buscabotes, allí, en esa costa salvaje. Debería haberme dado la vuelta y haber regresado a casa. Había deseado tanto que aquel fuera un viaje de exploración y descubrimiento, el atractivo de las maravillas que aguardaban en el camino. En su lugar, se encontraba prisionera de un imperio que se había vuelto loco de obsesión. Un imperio farisaico, que veía su propio poder como si fuera un regalo que confería piedad. Como si el poder proyectase su propia escala de valores y la capacidad de hacer algo era justificación suficiente para hacerlo. La actitud del matón de la esquina, en su cabeza dos o tres reglas por las que guiaba su propia existencia y por las que intentaba dar forma a su mundo. Aquellos a quienes debía temer, aquellos a los que podía poner de rodillas, y quizá aquellos a los que ansiaba parecerse o a los que codiciaba, pero incluso entonces la relación era siempre de poder. Samar Dev se sentía enferma de asco, luchaba contra una marea de pánico tumultuoso que se alzaba en su interior, y no había cubierta seca bajo sus botas que pudiera evitarle ese ahogamiento.

Había intentado no interponerse en el trabajo de la tripulación humana que manejaba las velas del enorme barco y, al final, encontró un sitio donde no la empujaban ni maldecían, en el extremo de la proa, aferrada con fuerza al flechaste cuando las olas alzaban y luego dejaban caer el pesado navío. De una extraña forma, cada caída que le robaba el peso era una satisfacción, casi un consuelo.

Se acercó alguien a su lado y a Samar no le sorprendió ver a la bruja rubia de ojos azules. No le llegaba más que al hombro a Samar, los brazos desnudos mostraban los músculos enjutos, fibrosos, de alguien familiarizado con el trabajo duro y repetitivo. Indicativos también, creía Samar, de una personalidad concreta. Contundente, crítica, quizá incluso desconfiada, los músculos como alambres siempre se tensaban con una emoción extrema interna, una agitación nerviosa que la devoraba como un combustible, infinita en su acre provisión.

—Me llamo Bruja de la Pluma —dijo la mujer y Samar Dev notó, con cierta sorpresa, que era joven—. ¿Tú entiendes palabras mías?

—Mis palabras.

—Mis palabras. Él enseña no bien —añadió.

Se refiere al taxiliano. No me extraña. Sabe qué ocurrirá cuando deje de ser útil.

—Tú me enseñas —dijo Bruja de la Pluma.

Samar Dev estiró un brazo y le dio un papirotazo al dedo marchito que colgaba del cuello de la joven, lo que provocó un estremecimiento y una maldición.

—Yo a ti no te enseño… nada.

—Hago que Hanradi Khalag te mate.

—Entonces Karsa Orlong mata a todo el maldito mundo en este barco. Salvo a los encadenados.

Era obvio que Bruja de la Pluma, con el ceño fruncido, se esforzaba por comprender, después, con un gruñido, se dio media vuelta y se alejó.

Samar Dev volvió la mirada a los mares palpitantes que tenía delante. Una bruja, sin duda, y además de las que no jugaba limpio con los espíritus. Una bruja que no reconocía honor alguno. Peligrosa. Intentará… cosas. Puede incluso que intente matarme, hacer que parezca un accidente. Cabe la posibilidad de que lo consiga, lo que significa que más vale que advierta a Karsa. Si muero, comprenderá que no habrá sido ningún accidente. Y por tanto matará a cada una de estas malvadas criaturas.

Sus propios pensamientos la conmocionaron. Ah, debería darme vergüenza. Yo también empiezo a pensar en Karsa Orlong como un arma. Un arma que se puede empuñar, manipular, y en el nombre de una venganza imaginada, nada menos. Pero sospechaba que alguien o algo más ya estaba jugando a ese juego. Con Karsa Orlong. Y ese era el misterio que tenía que investigar, hasta que obtuviera una respuesta. ¿Y luego? ¿No estoy suponiendo que el toblakai no es consciente de cómo lo están utilizando? ¿Y si ya lo sabe? Piensa en eso, mujer…

De acuerdo. Lo acepta… por ahora. Pero cuando considere conveniente volverse contra esos manipuladores invisibles, lo hará, y ellos lamentarán haberse implicado en su vida. Sí, eso sí que encaja con la arrogancia de Karsa, con esa confianza inquebrantable. De hecho, cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que tengo razón. He tropezado con los primeros pasos de ese sendero que me llevará a resolver el misterio. Bien.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué le has dicho?

Sobresaltada, Samar Dev miró y vio que el taxiliano había llegado a su lado.

—¿Quién? ¿Qué? Ah, ella.

—Ten cuidado —dijo el hombre. Agitó una mano mugrienta delante de su cara deformada y repleta de moratones—. ¿Ves esto? Bruja de la Pluma. No me atrevo a pelear. No me atrevo siquiera a defenderme. Lo ves en sus ojos, creo que a ella también le pegaron, cuando era una niña. Así es como se engendran estas cosas, generación tras generación.

—Sí —dijo Samar, sorprendida—. Creo que tienes razón.

Él consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa.

—Fui lo bastante tonto como para que me capturaran, sí, pero eso no me convierte siempre en tonto.

—¿Qué pasó?

—Una peregrinación, o algo así. Pagué por un pasaje en un pato para regresar a Rutu Jelba, intentaba huir de la peste, y puedes creerme, pagué mucho.

Samar Dev asintió. Los patos eran barcos tanno de peregrinos, pesados, imperturbables, y seguros contra todo salvo las más fieras de las tormentas, y a bordo siempre había un caminante espiritual tanno, o como mínimo un mendicante tanno. Ninguna peste podría prosperar en un barco así, había sido una jugada inteligente, y los patos solían ir medio vacíos en los viajes de regreso.

—El pato se averió a solo dos días de Rutu Jelba —continuó el taxiliano— y nos rodearon unos barcos extranjeros, esta flota. El caminante espiritual intentó comunicarse, y después, cuando quedó patente que estos edur nos veían como un simple trofeo, negociar. ¡Por los dioses del inframundo, mujer, la hechicería que desataron sobre él! Horrible, enfermó al mismo aire. Él se resistió, mucho más tiempo del que esperaban, según me enteré después, lo suficiente para causarles una consternación considerable, pero al final cayó, el pobre malnacido. Los edur eligieron a uno de nosotros, resultó que a mí, abrieron en canal a los demás y los arrojaron a los tiburones. Necesitaban un traductor, ¿sabes?

—¿Y cuál, si me permites preguntar, es tu profesión?

—Arquitecto, en Taxila. No, no famoso. En apuros. —Se encogió de hombros—. Unos apuros que abrazaría encantado ahora mismo.

—Engañas cuando dices que enseñas a Bruja de la Pluma.

Él asintió sin decir nada.

—Lo sabe.

—Ya, pero de momento no puede hacer nada. Esta parte de la flota está reabastecida, aún tardaremos un tiempo en ir a tierra, y en cuanto a barcos de Siete Ciudades que se puedan capturar, bueno, la peste ha vaciado los mares, ¿no? Además, navegamos hacia el oeste. Por ahora estoy a salvo. Y a menos que Bruja de la Pluma sea mucho más lista de lo que yo creo, pasará mucho tiempo antes de que alcance a comprender.

—¿Cómo lo consigues?

—Le estoy enseñando cuatro idiomas a la vez y sin hacer distinciones entre ellos, ni siquiera las reglas sintácticas. Por cada palabra le doy cuatro como traducción y después me invento reglas extrañas para elegir una en lugar de otra según el contexto. No me ha pillado más que una vez. Verás: malazano, el dialecto de los eruditos taxilianos, la variante ehrlitana de la lengua común y, por parte de la hermana de mi abuelo, rangala tribal.

—¿Rangala? Creí que se había extinguido.

—No hasta que ella muera, y juraría que esa vieja arpía va a vivir para siempre.

—¿Cómo te llamas?

El hombre negó con la cabeza.

—Hay poder en los nombres; no, no es que desconfíe de ti, son estos tiste edur. Y Bruja de la Pluma, si descubre mi nombre…

—Puede someterte. Lo entiendo. Bueno, en mi mente pienso en ti como el taxiliano.

—Eso bastará.

—Yo soy Samar Dev y el guerrero con el que vine es un toblakai… el toblakai de Sha’ik. Se hace llamar Karsa Orlong.

—Arriesgas mucho revelando vuestros nombres…

—El riesgo lo corre Bruja de la Pluma. Mis conocimientos de las antiguas artes son superiores a los suyos. En cuanto a Karsa, bueno, puede intentarlo si quiere. —Samar lo miró—. ¿Has dicho que navegábamos hacia el oeste?

Él asintió.

—Hanradi Khalag está al mando de algo menos de la mitad de la flota, el resto está al este de aquí, por algún lugar. Los dos llevan ya unos meses recorriendo esta costa de un lado a otro, casi medio año, de hecho. Como las flotas pesqueras, pero la captura que ellos buscan camina sobre dos piernas y empuña una espada. Nadie esperaba descubrir un resto de su raza, y el estado en el que se hallaban esas criaturas enfureció a estos edur. No sé dónde tienen intención de converger las dos flotas, al oeste de Sepik, por algún sitio, creo. Una vez ocurra eso —se encogió de hombros—, ponemos rumbo al Imperio.

—¿Y dónde está?

Otro encogimiento de hombros.

—Muy lejos, y aparte de eso, no puedo decirte nada.

—Muy lejos desde luego. Jamás he oído hablar de un imperio de humanos gobernado por tiste edur. Y sin embargo, este idioma letherii. Como has observado, está emparentado de algún modo con muchos de los idiomas de aquí, de Siete Ciudades, los que no son más que ramas del mismo árbol, y ese árbol es el Primer Imperio.

—Ah, eso explica por qué ya casi puedo entender del todo el letherii. Usan un dialecto diferente cuando conversan con los edur, una mezcla de los dos. Una lengua de comerciantes, e incluso eso empiezo a comprenderlo.

—Te sugiero que te guardes eso para ti, taxiliano.

—Lo haré. Samar Dev, ¿es tu compañero de verdad el mismo toblakai que el llamado así que protegía a Sha’ik? Se dice que mató a dos demonios la noche antes de que ella fuera asesinada, uno de ellos con sus propias manos.

—Hasta no hace mucho —respondió Samar Dev— llevaba consigo las cabezas podridas de esos demonios. Se las regaló a Buscabotes, al chamán anibar que nos acompañaba. La piel blanca que lleva Karsa es de un soletaken. Mató a un tercer demonio justo a las afueras de Ugarat y espantó a otro en el bosque anibar. Mató sin ayuda de nadie a un macho bhederin, y eso lo presencié yo con mis propios ojos.

El taxiliano sacudió la cabeza.

—El emperador edur… él también es un demonio. Todas las crueldades cometidas por estos cabrones de piel gris afirman que es por orden de su emperador. Y también esta búsqueda de guerreros. Un emperador que busca su propia muerte, ¿cómo puede ser?

—No lo sé —admitió ella. Y no saber es lo que más me asusta—. Como tú dices, no tiene sentido.

—Una cosa sí se sabe —dijo el hombre—. Su emperador jamás ha sido derrotado. Si no, su gobierno habría terminado. Quizá sea cierto que ese tirano es el guerrero más grande de todos. Quizá no hay nadie, nadie en ninguna parte de este mundo, que pueda vencerlo. Ni siquiera el toblakai.

Samar lo pensó mientras la enorme flota edur que llenaba los mares a su alrededor se abría camino hacia el norte, los montes indomados de la península Olphara eran una línea irregular en el horizonte, a babor. Norte y luego oeste, hacia el mar Sepik.

Samar Dev frunció el ceño poco a poco. Oh, así que no es la primera vez. Sepik, la isla-reino, vasalla del Imperio de Malaz. Un pueblo peculiar, aislado, con su sociedad escalonada. La tribu indígena, subyugada y esclavizada. Rulhun’tal ven’or, o los pieles cenagosas…

—Taxiliano, esos esclavos edur de ahí abajo, ¿dónde los encontraron?

—No lo sé. —El rostro magullado se crispó en una sonrisa amarga—. Los liberaron, al parecer. La dulce mentira de esa palabra, Samar Dev. No, no lo pensaré más.

Me parece que me estás mintiendo, taxiliano.

Se oyó un grito en la cofa de vigía, repetido por los marineros de las jarcias y transmitido hacia abajo. Samar Dev vio cabezas que se giraban, vio aparecer a tiste edur y dirigirse hacia popa.

—Han avistado barcos detrás de nosotros —dijo el taxiliano.

—¿El resto de la flota?

—No. —Levantó la cabeza y continuó escuchando cuando el vigía gritó más detalles—. Forasteros. Muchos barcos. En su mayor parte transportes, dos tercios de transportes y un tercio de escolta de dromones. —Un gruñido—. Es la tercera vez que los avistamos desde que yo subí a bordo. Avistado y después eludido, cada vez.

—¿Has identificado a esos forasteros, taxiliano?

El otro negó con la cabeza.

La flota imperial malazana. El almirante Nok. Tiene que serlo. Samar notó cierta tensión entre los tiste edur.

—¿Qué pasa? ¿Qué los tiene tan emocionados?

—Esos pobres malazanos —dijo el hombre con una sonrisa salvaje—. Es la posición que tienen ahora, ¿ves?

—¿A qué te refieres?

—Si continúan detrás de nosotros, si siguen navegando hacia el norte para rodear esta península, están condenados.

—¿Por qué?

—Porque ahora, Samar Dev, el resto de la flota edur, la concentración de barcos de guerra de Tomad Sengar, está detrás de los malazanos.

De repente el viento frío pareció penetrar entre la ropa de Samar Dev.

—¿Van a atacarlos?

—Van a aniquilarlos —dijo el taxiliano—. He visto la hechicería edur y te puedo decir una cosa, el Imperio de Malaz está a punto de perder toda su flota imperial. Morirá. Y con ella, todo maldito hombre y mujer que vaya a bordo. —Se inclinó hacia delante como si fuera a escupir, después al darse cuenta de que el viento le daba en la cara, se limitó a sonreír todavía más—. Salvo, quizá, uno o dos… paladines.

Eso era nuevo, reflexionó Banaschar mientras se apresuraba bajo las cortinas de agua hacia el establecimiento de Gallera. Lo estaban siguiendo. En otro tiempo un descubrimiento así habría prendido la furia en su interior y habría despachado al muy idiota en un instante; y después de extraerle los detalles necesarios, habría acabado todavía más rápido con el que hubiera contratado a ese imbécil. Pero en ese momento lo único que pudo hacer fue lanzar una carcajada amarga por lo bajo. «Sí, amo (o ama), despierta por la tarde sin falta y después de un sexto de campanada o así de toser, rascarse y quitarse liendres, sale a la calle y se dirige, ama (o amo), a uno de entre unos seis establecimientos infames y, una vez a salvo entre los parroquianos, discute sobre la naturaleza de la religión… ¿o es sobre los impuestos y la subida de los diezmos del puerto? ¿O sobre la súbita caída en los bancos de coraval que hay junto a los bajíos de Jakatakan? ¿O la escasa habilidad de ese zapatero que juró que podía volver a coser esta suela de esta bota izquierda?… ¿Qué? Muy cierto, amo (o ama), es todo un código nefario, tan seguro como que puedo escabullirme como el mejor y ya casi lo tengo descifrado…»

Su única fuente de entretenimiento esas noches, esas conversaciones imaginadas. Dioses, eso sí que es patético. Claro que, el patetismo siempre me divierte. Y mucho antes de que pudiera dejar de divertirlo, estaría borracho, y así transcurría otro paso del sol y las estrellas en ese absurdo cielo que tenía encima. Suponiendo que todavía existiera, ¿quién sabía, con ese techo sólido de gris que llevaba posado sobre la isla casi una semana ya y sin señales de ir a abrir pronto? Mucho más de esta lluvia y terminaremos hundidos bajo las olas. Los mercaderes que lleguen del continente rodearán una y otra vez el lugar donde solía estar la isla de Malaz. Darán vueltas y vueltas, los pilotos rascándose la cabeza. Ya estaba otra vez, una escena conjurada más, con su sutil trama de desdén por todo lo humano (la absoluta incompetencia, estupidez, pereza y falta de habilidad), después de todo, mira esto, él cojeaba como un cazador de tiburones rengo, el zapatero lo había recibido en la puerta ¡descalzo! Debería haber empezado a sospechar entonces. ¿No crees?

«Bueno, emperatriz, veréis. El pobre cabrón era medio wickano y lo pagó caro gracias a que vos os negasteis a contener a las masas. Lo fueron llevando como a ganado, oh, gran señora, a base de ladrillazos y palos, hasta que ya no pudo seguir más sin meterse de cabeza en el puerto. Perdió todas sus herramientas de zapatero y demás, su forma de vida. Y yo, bueno, yo sufro la maldición de ser compasivo, sí, emperatriz, no es una aflicción que os atormente demasiado, y mucho mejor para vos, sin duda, pero ¿por dónde iba? Ah, sí, sacudido por la compasión, arrastrado hacia la misericordia. Bien sabe el Embozado que el pobre hombre vencido necesitaba esa moneda más que yo, aunque solo fuera para enterrar a ese hijito que todavía llevaba en brazos, sí, el del cráneo hundido…»

No, déjalo ya, Banaschar. Para.

Juegos mentales que no significan nada, ¿verdad? Que carecen de importancia. Nada salvo un capricho y por ese inmenso público de ahí fuera, los fantasmas que susurran y sus insinuaciones, sus suposiciones e insultos velados y sus mentes que con tanta facilidad se aburren, ese público. Ellos son mis testigos, sí, ese mar de rostros turbios en el pozo, a quienes mi desesperada interpretación, la que siempre intenta ofrecerse con un toque humano, no les produce más que impaciencia y nerviosismo, la espera inquieta de la frase que les permita reírse. Muy bien, Banaschar sabía que ese espectáculo de oratoria solo le servía a él, y todo lo demás era mentira.

El niño del cráneo hundido mostraba más de una cara, torcida y flácida en la muerte. Más de una, más de diez, más de diez mil. Caras en las que no podía permitirse pensar en su traspié de existencia, día a día, noche tras noche. Pues eran como clavos hundidos en lo más profundo del suelo, clavos que atrapaban la capa que él tuviera que arrastrar en su camino, y con cada paso que daba, la resistencia crecía, la constricción alrededor del cuello se iba ciñendo cada vez más, y no había mortal que pudiera soportar eso. Nos asfixiamos con lo que presenciamos, nos estrangula la huida precipitada, y eso no sirve, no sirve en absoluto. No me hagáis caso, estimada emperatriz. Veo lo limpio que está vuestro trono.

Ah, ahí estaban los escalones que bajaban. El querido Colgado de Gallera, el andamio de piedra del que chorreaban lágrimas arenosas bajo los pies y un reto para el descenso de los pies desparejados, la incertidumbre desvencijada, ¿eran realmente simples escalones que bajaban a una taberna? O ahora transformada, mi templo de los tragos que resuena con el gemido vacuo de mis prójimos, oh, qué bienvenido es este abrazo…

Se metió por la puerta e hizo una pausa en la oscuridad, justo bajo las vigas chorreantes, los pies plantados en un charco allí donde las baldosas se hundían, el agua que bajaba por su cuerpo se añadía a la profundidad del charco, y media docena de caras, pálidas y sucias como la luna tras una tormenta de arena, se volvieron hacia él… pero solo por un momento, después le dieron la espalda.

El público que me adora. Sí, el trágico enmascarado ha vuelto.

Y allí, sentado solo a una mesa, estaba una monstruosidad de hombre. Encorvado, unos ojitos diminutos y negros que brillaban bajo la sombra de una frente que sobresalía. Peludo más allá de toda razón. Unos mechones retorcidos salían como un estallido de ambas orejas, los rizos del color del ébano se encaminaban al suelo para fundirse antes con el inmenso nido de gaviotas que era su barba, que a su vez le envolvía el cuello y continuaba bajando, sin merma alguna, a lo que era visible del inmenso pecho del hombre; y, también, iba trepando para recubrirle las mejillas y unirse de camino a los dos mechones de pelos de la nariz, como si el hombre se hubiera metido unos árboles arrancados diminutos por la nariz, solo para fundirse entonces y sin interrupción alguna con las cuerdas de cáñamo saltonas que eran las cejas del tipo, que a su vez se fusionaban sin problemas con el aparatosamente bajo nacimiento del pelo que disimulaba a conciencia lo que tenía que ser una frente inclinada y muy exigua. Y, a pesar de la edad absurda del hombre (lo que se rumoreaba que era su edad, de hecho, puesto que nadie lo sabía con certeza), esa mata de pelo estaba teñida de un negro más oscuro que la tinta de calamar.

Estaba bebiendo una infusión de parra roja, un brebaje local que a veces se utilizaba para matar hormigas.

Banaschar se abrió camino hasta él y se sentó enfrente.

—Si lo hubiera pensado, diría que llevo buscándote todo este tiempo, sargento mayor Diente Bravo.

—Pero no es que pienses mucho, ¿verdad? —El hombretón no se molestó en levantar la cabeza—. No puedes pensar mucho si me estabas buscando. Lo que ves aquí es una escapada, no, una huida pura y dura; el Embozado sabrá quién decide que estos imbéciles patéticos que no hacen más que enviarme merecen el nombre de reclutas. ¡En el ejército malazano, por el Abismo! El mundo se ha vuelto loco. Loco de remate.

—El portero —dijo Banaschar—. Cima de las escaleras, fortaleza de Mock. El vigilante de la puerta, Diente Bravo, supongo que lo conoces. Parece llevar allí tanto tiempo como tú llevas adiestrando soldados.

—Hay formas de conocer y formas de conocer. Ese viejo cangrejo con la espalda como una campana, bueno, déjame decirte una cosa sobre él. Podría enviar legión tras legión de mis tiernos soldaditos por esas escaleras, con todas las armas a su disposición, y jamás podrían pasar por su puerta. ¿Por qué? Te diré por qué. No es que ese tal Lubben sea todo un paladín ni espada mortal ni nada de eso. No, es que yo tengo más sesos incrustados en el agujero izquierdo de la nariz esperando por mi dedo que todos mis supuestos reclutas juntos.

—Eso no me dice nada sobre Lubben, Diente Bravo, solo tu opinión sobre los reclutas, que me parece que ya había adivinado.

—Justo —dijo el hombre con un asentimiento.

Banaschar se frotó la cara.

—Lubben. Escucha, necesito hablar con alguien, alguien que está metido en lo de Mock. Envío mensajes, llegan a manos de Lubben y luego… nada.

—¿Y con quién quieres hablar?

—Preferiría no decirlo.

—Ah, él.

—Bueno, ¿Lubben está tirando los mensajes por esa tobera viscosa cuyos efluvios pintan con tanto decoro el acantilado?

—¿Eflu qué? No. Oye, ¿qué tal si subo ahí arriba y cojo a quién preferirías no mencionar por esa trenza demasiado larga y pasada de moda que tiene encima de la cabeza y le doy dos o tres meneos?

—No sé cómo iba a ayudar eso.

—Bueno, a mí me animaría, no por ninguna queja en particular, que conste, pero por principios. Quizá quien preferirías no mencionar preferiría no hablar contigo, ¿se te ha ocurrido eso? O quizá preferirías no pensarlo.

—Tengo que hablar con él.

—Importante, ¿eh?

—Sí.

—¿Intereses imperiales?

—No, por lo menos no me lo parece.

—Una cosa, yo lo cojo por esa trenza tan mona y lo cuelgo de la torre. Tú puedes hacer una seña desde abajo. Yo lo balanceo de un lado a otro y eso significa que dice: «Claro, sube, viejo amigo». Y si lo dejo caer, significa lo contrario. Eso o que se me cansaron las manos y quizá se me resbaló.

—No me ayudas en nada, Diente Bravo.

—No fui yo el que se sentó a tu mesa, viniste tú a sentarte a la mía.

Banaschar se echó hacia atrás y suspiró.

—Bien. Trae, te invitó a otro té…

—¿Qué, ahora estás intentando envenenarme?

—De acuerdo, ¿qué tal si compartimos una jarra de negra malazana?

El hombretón se inclinó hacia delante y miró a Banaschar a los ojos por primera vez.

—Mejor. Verás, estoy de luto.

—¿Y eso?

—Las noticias de Y’Ghatan. —Lanzó un bufido—. Siempre son las noticias de Y’Ghatan, ¿verdad? En fin, que he perdido a algunos amigos.

—Ah.

—Así que esta noche —dijo Diente Bravo— voy a emborracharme. Por ellos. No puedo llorar a menos que esté borracho, ¿sabes?

—¿Y para qué la infusión de parra roja?

Diente Bravo levantó la cabeza cuando llegó alguien y le lanzó al hombre una sonrisa horrible.

—Pregúntale aquí a Temple. ¿Para qué la infusión de parra roja, viejo cabrón encorvado?

—¿Vas a llorar esta noche, Diente Bravo?

El sargento mayor asintió.

Temple ocupó con cuidado una silla que crujió de forma alarmante bajo su peso. Unos ojos enrojecidos se clavaron en Banaschar.

—Tiñe las lágrimas del color de la sangre. Según se dice, solo lo ha hecho en una ocasión anterior y fue cuando murió Dassem Ultor.

Dioses del inframundo, ¿tengo que presenciar esto esta noche?

—Es lo que me pasa —murmuró Diente Bravo con la cabeza gacha una vez más— por creer todo lo que oigo.

Banaschar frunció el ceño y miró al hombre que tenía enfrente. ¿Y se puede saber qué significa eso?

Llegó la jarra de cerveza como si la hubieran conjurado sus deseos silenciosos y Banaschar, libre por fin de más reflexiones (y cualquier otro tipo de constricción de pensamiento exigente), se puso cómodo, conformándose con capear otra noche más.

«Sí, amo (o ama), se sentó con esos veteranos, como si ese fuera su sitio, pero en realidad no es más que un impostor. Se quedó allí toda la noche, hasta que tuvo que sacarlo Gallera. ¿Dónde está ahora? Pues en esa apestosa habitación llena de suciedad que tiene, sin dar ni pie ni mano. Sí, Banaschar, no da ni pie ni mano, como si estuviera muerto para el mundo.»

La lluvia caía en torrentes, chorreaba por las almenas y se precipitaba por los desagües, la nube que tenían encima había bajado en los últimos veinte latidos y se había tragado la cima de la vieja torre. La ventana por la que miraba Perla había representado un día la cúspide de la tecnología de la isla, una fusión de arena para lograr un cristal con burbujas, moteado, pero en su mayor parte transparente. En ese momento, un siglo más tarde, su superficie lucía una pátina de arcoíris y el mundo que se veía detrás era desigual, como un mosaico incompleto, las teselas se fundían en un fuego que todo lo consumía. Aunque la visión de las llamas eludía a Perla, este sabía, con una certeza espantosa, que estaban allí, y no había lluvia que cayera de los cielos que pudiera cambiar eso.

Habían sido llamas, después de todo, las que habían destruido su mundo. Llamas que se la habían llevado a ella, la única mujer que había amado jamás. Y no había habido abrazo de despedida, ni se habían intercambiado palabras de consuelo y confianza. No, solo ese baile crispado que ejecutaban uno alrededor del otro, y ni Lostara ni él habían parecido capaces de decidir si ese baile era deseo o rencor.

Incluso allí, tras esa pequeña ventana y los gruesos muros de piedra, podía oír la maltratada y oxidada veleta sobre su cabeza, crujiendo y chillando bajo las fuertes ráfagas de viento que asaltaban la fortaleza de Mock. Y Lostara y él no se habían diferenciado en nada de esa veleta, girando, lanzados de un lado a otro, víctimas impotentes de fuerzas que estaban fuera de su control. Fuera, incluso, de su comprensión. ¿No sonaba eso convincente? Para nada.

La consejera los había enviado a una misión, una búsqueda, y al llegar su horripilante final, Perla se había dado cuenta de que el viaje entero no había sido más que un preludio (en lo que a su propia vida concernía) y que su propia búsqueda todavía lo aguardaba. Quizá había sido muy sencillo, el objeto de su deseo le proclamaría a su alma la consumación de esa búsqueda. Quizá ella había sido lo que él buscaba. Pero Perla no estaba seguro, ya no. Lostara Yil estaba muerta y lo que lo empujaba, lo que lo acosaba, no remitía. De hecho, crecía.

Que el Embozado se lleve esta maldita y asquerosa ciudad. ¿Por qué tienen que convergir aquí los acontecimientos imperiales? Porque, se respondió también, Genabackis tenía Pale. Korel tenía la muralla de las Tormentas. Siete Ciudades tiene Y’Ghatan. En el corazón del Imperio de Malaz tenemos a la ciudad de Malaz. Donde tuvo su comienzo, allí regresa, una y otra vez. Y otra más. Llagas enconadas que nunca se curan y cuando sube la fiebre, la sangre brota, de repente, como un diluvio.

Imaginó esa sangre barriendo la ciudad que tenía a sus pies, trepando por el acantilado, lamiendo las piedras mismas de la fortaleza de Mock. ¿Subiría todavía más?

—Es mi sueño —dijo el hombre sentado con las piernas cruzadas en la habitación, detrás de él.

Perla no se volvió.

—¿Cuál?

—No comprender esa reticencia tuya, garra.

—Te aseguro —dijo Perla— que la naturaleza de mi informe a la emperatriz hará volcar ese carrito tan ordenado que tienes. Estuve allí, vi…

—Viste lo que querías ver. Ningún testigo en realidad, salvo yo mismo, respecto a los acontecimientos que ahora se rememoran. Rememorados, ¿no? Como sucede con todos los acontecimientos, porque ese es el ejercicio de esa carroña con plumas en las garras que se hacen llamar historiadores. Rememorar, ansiar un sorbo, solo un sorbo, de lo que es conocer el trauma en tu alma temblorosa. Pronunciar con autoridad, sí, sobre aquello en lo que el que proclama no tiene autoridad alguna en realidad. Solo yo sobreviví como testigo. Solo yo vi, respiré el aire, saboreé la traición.

Perla no quiso volverse para mirar a aquel hombre gordo, afectado. No se atrevía, no fuera a embargarle un impulso, el impulso de alzar un brazo, flexionar así los músculos de la muñeca y lanzar un cuadrillo recubierto de veneno contra el cuello fofo de Mallick Rel, el sacerdote jhistal de Mael.

Sabía que era muy probable que fracasase. Estaría muerto antes de terminar de levantar el brazo. Era el aposento de Mallick Rel, después de todo, su residencia. Había guardas talladas en el suelo, rituales suspendidos en el aire húmedo, hechicería suficiente para ponerte de los nervios y dejarte de punta el vello de la nuca. Oh, oficialmente quizá llamaran celda a esa habitación bien amueblada, pero era un eufemismo absurdo que no duraría mucho más.

Los agentes del muy cabrón estaban por todas partes. Susurrando sus historias en las tabernas, en las esquinas de las calles, bajo las piernas abiertas de putas y mujeres nobles. El sacerdote jhistal se estaba convirtiendo a toda prisa en un héroe, el único superviviente de la Ladera, en Aren; es decir, el único leal. El que se las arregló para huir de las garras de los traidores, ya fueran los hombres de Sha’ik o los traidores de la propia ciudad de Aren. Mallick Rel, que solo él afirma conocer la verdad.

Había unas semillas de cierta hierba que crecía en las llanuras setis, recordó Perla, que estaban ingeniosamente recubiertas de púas, de modo que cuando se enganchaban a algo, o alguien, eran casi imposibles de quitar. Cáscaras con púas, que se debilitaban y agrietaban solo después de que el anfitrión hubiera llegado muy lejos. Así eran los rumores, transmitidos del aliento de un anfitrión al siguiente, las púas aferrándose con fuerza. Y cuando el tiempo necesario haya pasado, cuando cada semilla esté en su lugar, ¿entonces qué? ¿Qué se desplegará a una orden de Mallick Rel? Perla no quería pensar en eso.

Y tampoco quería pensar en otra cosa: estaba muy asustado.

—Garra, habla con él.

—Con él. Admito que soy incapaz de decidir todavía a qué «él» te estás refiriendo, sacerdote. En ninguno de los casos, por desgracia, alcanzo a comprender tus razones para pedirme eso. Tayschrenn no es amigo tuyo…

—Y tampoco es idiota, garra. Ve el futuro que nos aguarda, así es Tayschrenn. No, no hay razón para que te insista en que hables con el mago supremo imperial. Su posición se va haciendo más precaria con cada momento que pasa. ¿Pretendes, acaso, confabularte con él? Hablo claro, así pues, e insisto, garra, en que desciendas a las catacumbas y hables con Korbolo Dom. No has oído su historia y con toda humildad te aconsejaría que lo hicieses, pues va siendo hora.

Perla cerró los ojos a la escena azotada por la lluvia que se veía tras la ventana.

—Por supuesto. Era en realidad agente de Laseen, incluso cuando luchó en nombre de Sha’ik. Sus Mataperros estaban allí para volverse contra Sha’ik y aplastarla por completo, incluyendo la muerte tanto del toblakai como de Leoman de los Mayales. Pero resulta que durante la cadena de perros se tropezó con una traición en potencia incluso mayor. Oh, sí, Mallick Rel, tú y él lo tergiversaréis todo, me doy cuenta; imagino que vosotros dos habéis trabajado mucho durante ese sinfín de excursiones «ilegales» tuyas a las catacumbas. Así es, sé de ellas; la Garra continúa fuera de tu alcance y eso no va a cambiar, te lo aseguro.

—Será mejor —dijo el hombre con su voz sibilante— que tomes en consideración mi humilde sugerencia, garra, por el bien de tu secta.

«Por el bien de…» ¡Dioses del inframundo, cree que está listo para amenazar a la Garra! ¿Hasta dónde ha llegado toda esta locura? Debo hablar con Topper, quizá no sea demasiado tarde…

—Esta lluvia —continuó Mallick Rel a su espalda— hará que suban los mares, ¿verdad?