16

Los privilegiados desamparados están aquí ahora,

pavoneándose tras ejércitos mercenarios,

y el otrora soldado sin piernas,

que se apoya torcido en un muro

como una estatua derribada, rota

(escrito en su palma vacía la advertencia de

que ni siquiera los ejércitos pueden comer oro),

pero estos jovencitos civiles no pueden ver

el futuro y para sus propios hijos,

el camino del porvenir ya está despejado,

adoquines arrancados para construir toscos muros

y decrépitos derrochadores refugios,

pero este es todavía un mundo acaudalado

que deja sus tesoros manchados de sangre

a sus pies de seda, están aquí ahora,

las caras de la civilización y, oh, cómo

los necios caídos ansiamos estar entre ellas,

compañeros de festín en el comedero sin fondo.

¿Qué ha de salir de esto? Descanso torcido,

dura piedra a mi espalda, y esta solitaria

moneda que se acomoda en mi palma tiene una cara,

algún antiguo desamparado privilegiado en su tiempo,

que antaño se ocultó detrás de ejércitos, sí,

hasta que esos ejércitos despertaron un día

con la barriga vacía, ¡tal orgullo,

tal arrogancia! ¡Mira el camino!

De este apuro civil quisiera correr y huir,

si al menos no hubiera luchado

defendiendo a ese absurdo devorador

del mañana, si al menos tuviera piernas…

así que míralos pasar bajo sus parasoles.

Y las famélicas multitudes son cada vez más

hoscas, ahora me miran con su hambre ávida,

correría, sí, si al menos tuviera piernas.

En los últimos días del Primer Imperio

Sogruntes

Una única playa de arena negra de cuatrocientos pasos de longitud interrumpía la ruina continua de basalto de la costa. Una franja oculta en ese momento bajo rampas, equipo, caballos y soldados, los amplios esquifes de carga se bamboleaban en los bajíos con las anchas maromas de arrastre que sujetaban los transportes anclados que atestaban la bahía. Durante tres días, el Decimocuarto Ejército había estado embarcando para huir por fin de aquella tierra enferma.

El puño Keneb observó el aparente caos de allí abajo durante un momento más, después se ciñó mejor el manto para defenderse del fiero viento del mar del norte, se dio media vuelta y regresó a los restos esqueléticos del campamento.

Había problemas, casi demasiados para planteárselos. El humor entre los soldados era una compleja mezcla de alivio, amargura, cólera y desaliento. Keneb había empezado a temer muy en serio que se produjera un motín durante la espera por la flota, las brasas de la frustración atizadas por la creciente escasez de provisiones de comida y agua. Era probable que la falta de opciones fuera lo que había mantenido al ejército tratable, aunque hosco; había llegado recado de cada ciudad y asentamiento al oeste, al este y al sur, todos hablaban de la peste. Lengua azul, feroz en su virulencia, no perdonaba a nadie. La única forma de escapar era con la flota.

Keneb entendía hasta cierto punto los sentimientos de la soldadesca. Al Decimocuarto le habían arrancado el corazón en Y’Ghatan. Era extraordinario cómo un simple puñado de veteranos podía terminar siendo el alma de miles, sobre todo cuando, en opinión del puño, no habían hecho nada por ganarse esa consideración.

Quizá la simple supervivencia ya había sido heroísmo suficiente. Supervivencia hasta Y’Ghatan. En cualquier caso, había una ausencia palpable en el ejército, un agujero en el núcleo que iba reconcomiéndolos por dentro.

Y por si eso fuera poco, el mando cada vez estaba más dividido, tenemos nuestro propio núcleo de putrefacción. Tene Baralta. El espada roja… que ansía su propia muerte. No había sanadores en el Decimocuarto con la habilidad suficiente para borrar el terrible daño sufrido por el rostro de Baralta; haría falta gran Denul para regenerar el ojo y el antebrazo perdido, y ese era un talento cada vez más escaso, por lo menos en el Imperio de Malaz. Ojalá Tene hubiera perdido también la capacidad de hablar. Cada palabra que pronunciaba era amarga, estaba envenenada, retoñaba en sus entrañas un odio creciente contra todo, empezando por él mismo.

Al acercarse a la tienda de mando de la consejera, Keneb vio que salía Menos, la expresión lúgubre, ofendida. Apareció el perro pastor, Torcido, y se acercó a ella con paso pesado, después, al percibir su humor, la enorme bestia llena de cicatrices se detuvo en seco, en apariencia para rascarse, y unos momentos después lo distrajo el perrito faldero hengese, Cucaracha. Los dos se alejaron sin prisas.

Keneb respiró hondo y se acercó a la joven bruja wickana.

—He de entender —dijo—, que a la consejera no le ha complacido mucho tu informe.

La wickana lo miró, furiosa.

—No es culpa nuestra, puño. Las sendas hierven con esta peste. Hemos perdido todo contacto con Dujek y la hueste desde que llegaron a las afueras de G’danisban. Y en cuanto a Perla —la bruja se cruzó de brazos—, no podemos encontrar su rastro, se ha ido y punto. Además, si el muy necio quiere hacer frente a las sendas, no nos toca a nosotros recuperar sus huesos.

Lo único peor que tener una garra en el campamento era la desaparición repentina e inexplicable de la susodicha garra. Y no era que hubiera nada que se pudiera hacer.

—¿Cuántos días han pasado desde que pudiste hablar con el puño supremo Dujek? —preguntó Keneb.

La joven wickana apartó la mirada con los brazos todavía cruzados.

—Desde antes de Y’Ghatan.

Keneb arqueó las cejas. ¿Tanto tiempo? Consejera, nos cuentas muy pocas cosas.

—¿Qué hay del almirante Nok, sus magos han tenido mejor suerte?

—Peor —soltó la niña—. Al menos nosotros estamos en tierra.

—Por ahora —le contestó él mirándola con intención.

Menos frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Nada, salvo… un ceño como ese puede hacerse permanente, eres demasiado joven para tener unas arrugas tan profundas ahí…

La bruja se fue con paso airado y un gruñido de desdén.

Keneb se la quedó mirando un momento, después se encogió de hombros, se dio la vuelta y entró en la tienda de mando.

Las paredes de lona todavía hedían a humo, un sombrío recordatorio de Y’Ghatan. La mesa de mapas continuaba en su sitio, todavía no la habían cargado en los transportes, y a su alrededor, a pesar de que estaba vacía, se encontraban la consejera, Blistig y el almirante Nok.

—Puño Keneb —dijo Tavore.

—Dos días más, diría yo —respondió él mientras se desabrochaba el manto una vez que estaba a salvo del viento.

Al parecer había estado hablando el almirante, pues fue el que carraspeó y continuó con lo que estaba diciendo.

—Sigo creyendo, consejera, que no hay nada que contradiga la orden. La emperatriz no cree que sea ya necesaria la presencia del Decimocuarto aquí. También está la cuestión de la peste, usted ha conseguido mantenerla alejada de sus tropas hasta el momento, es cierto, pero eso no durará. Sobre todo una vez que sus provisiones se acaben y se vea obligada a buscar alimentos.

Blistig lanzó un gruñido hosco.

—Este año no hay cosechas. Aparte del ganado abandonado, no hay muchos alimentos que buscar; no tendríamos más alternativa que marchar hacia una ciudad.

—Exacto —dijo el almirante.

Keneb miró a Tavore.

—Disculpe, consejera…

—Después de enviarlo a calibrar cómo va el embarque de las tropas, el tema de la estructura de mando se concluyó, a satisfacción de todos. —Una cierta sequedad en el comentario y el bufido de Blistig. Tavore continuó—: El almirante Nok por fin nos ha transmitido la orden de la emperatriz: debemos regresar a Unta. La dificultad que se nos presenta ahora es decidir la ruta de regreso.

Keneb parpadeó.

—Bueno, al este y después al sur, por supuesto. Por el otro lado llevaría…

—Más tiempo, sí —lo interrumpió Nok—. No obstante, en esta época del año nos ayudarían las corrientes y los vientos predominantes. Cierto, el rumbo está mucho menos estudiado y la mayor parte de los mapas que tenemos de la costa occidental de este continente se derivan de fuentes extranjeras, lo que hace que su fiabilidad sea cuestionable. —Se frotó la cara arrugada y curtida por los elementos—. Todo lo cual, por desgracia, carece de relevancia. El problema es la peste. Consejera, hemos buscado abrigo en un puerto tras otro de camino a este encuentro y ni uno solo era seguro. Nuestras propias provisiones están a un nivel peligrosamente bajo.

—Entonces —preguntó Blistig—, ¿dónde cree que podemos reabastecernos al oeste de aquí, almirante?

—Sepik, para empezar. La isla es remota, lo suficiente como para permanecer libre de la peste, creo. Al sur está Nemil y varios reinos menores todo el camino hasta Shal-Morzinn. Desde la punta meridional del continente, el viaje hasta la costa noroeste de Quon Tali es, de hecho, más corto que las rutas de navegación de Falar. Una vez que hayamos dejado atrás el riesgo que supone Deriva Avalii, nos encontraremos en el estrecho Genii, con la costa de Dal Hon al norte. En ese momento, las corrientes estarán una vez más con nosotros.

—Todo eso está muy bien —rezongó Blistig—, pero ¿qué pasa si Nemil y esos otros «reinos menores» deciden que no les interesa vendernos comida y agua potable?

—Tendremos que convencerlos —dijo la consejera— por los medios que sean necesarios.

—Esperemos que no tenga que ser con la espada.

En cuanto lo dijo fue obvio que Blistig se arrepintió, la afirmación debería haber parecido razonable, pero, en su lugar, solo reveló la falta de confianza que tenía el hombre en el ejército de la consejera.

Esta miraba a su puño sin expresión alguna, pero un viento gélido se coló en el aposento y llenó el silencio.

En la cara del almirante Nok, una expresión de decepción. Después fue a coger su manto de piel de foca.

—Debo regresar a mi buque insignia. Tres veces durante el viaje hasta aquí las escoltas avistaron una flota desconocida al norte. Sin duda los avistamientos fueron mutuos, pero no se produjo ningún otro contacto, así que creo que no supone ninguna amenaza para nosotros.

—Una flota —dijo Keneb—. ¿Nemil?

—Es posible. Se decía que había una ciudad meckros al oeste del mar Sepik, un informe que tiene ya unos años. Claro que —miró a la consejera mientras abría la solapa—, ¿a qué velocidad se puede mover una ciudad flotante? En cualquier caso, los meckros atacan y comercian y bien puede ser que los nemil hayan despachado barcos para mantenerlos fuera de sus costas.

Observaron irse al almirante.

—Perdone, consejera… —dijo Blistig.

—Ahórrese las disculpas —lo interrumpió ella, y le dio la espalda—. Un día lo llamaré, Blistig, para que las vuelva a presentar. Pero no ante mí, más bien ante sus soldados. Y ahora, por favor, vaya a visitar al puño Tene Baralta y transmítale lo más importante de esta reunión.

—No tiene ningún interés…

—Lo que le interese no me concierne, puño Blistig.

El hombre apretó los labios, hizo un saludo militar y se fue.

—Un momento —dijo la consejera cuando Keneb se dispuso a seguir el ejemplo—. ¿Cómo se encuentran los soldados, puño?

Él vaciló antes de contestar.

—La mayor parte, consejera, se sienten aliviados.

—No me sorprende —respondió ella.

—¿Les informo de que regresamos a casa?

La consejera esbozó una pequeña sonrisa.

—No me cabe duda de que el rumor ya corre entre ellos. Desde luego, puño. No hay razón para mantenerlo en secreto.

—Unta —caviló Keneb—, es muy probable que mi mujer y mis hijos estén allí. Por supuesto, es evidente que el Decimocuarto no se quedará mucho tiempo en Unta.

—Cierto. Volverán a llenar nuestras filas.

—¿Y luego?

La consejera se encogió de hombros.

—Korel, supongo. Nok cree que se renovará el asalto contra Robo.

Keneb tardó un momento en darse cuenta de que la consejera no creía ni una sola palabra de lo que le estaba contando. ¿Por qué no Korel? ¿Qué podría tenernos reservado Laseen si no es otra campaña? ¿Qué sospecha Tavore? Keneb ocultó su confusión manoseando los broches de su manto durante unos instantes.

Cuando volvió a levantar la cabeza, la consejera parecía tener los ojos clavados en una de las paredes moteadas de la tienda.

En pie, siempre en pie, no recordaba haberla visto jamás sentada, salvo encima de un caballo.

—¿Consejera?

La mujer se sobresaltó, después asintió.

—Puede irse, Keneb —dijo.

Se sintió como un cobarde cuando salió, enfadado con su propia sensación de alivio. Con todo, una nueva inquietud lo acosaba. Unta. Su mujer. Lo que era, ya no es, tengo años suficientes para comprenderlo. Las cosas cambian. Nosotros cambiamos…

—Haz que sean tres días.

Keneb parpadeó, bajó la cabeza y vio a Larva, flanqueado por Torcido y Cucaracha. La atención del enorme perro pastor estaba clavada en algún otro lugar, al sur, mientras que el perrito faldero olisqueaba uno de los mocasines gastados de Larva, allí donde el dedo gordo del niño sobresalía por una brecha en la costura de arriba.

—¿Que haga que sean tres días qué, Larva?

—Para que nos vayamos. Tres días. —El niño se limpió la nariz.

—Revuelve en uno de los equipos de sobra —dijo Keneb— y busca ropa de abrigo, Larva. Este mar es frío y va a hacer más frío todavía.

—Estoy bien. Me moquea la nariz, pero también le moquea a Torcido, y a Cucaracha. Estamos bien. Tres días.

—Nos habremos ido en dos.

—No. Tienen que ser tres días, o jamás llegaremos a ninguna parte. Moriremos en el mar, dos días después de dejar la isla Sepik.

Al puño lo atravesó un escalofrío.

—¿Cómo sabías que nos dirigíamos al oeste, Larva?

El niño miró al suelo y observó a Cucaracha, que le estaba lamiendo el dedo gordo del pie.

—Sepik, pero eso irá mal. Nemil irá bien. Luego mal. Y después de eso, encontramos amigos, dos veces. Y después terminamos donde empezó todo, y eso irá muy mal. Pero es entonces cuando ella se da cuenta de todo, de casi todo, quiero decir, lo suficiente de todo para que baste. Y el hombre grande con las manos cortadas dice sí. —Levantó la cabeza, los ojos brillantes—. Encontré un silbato de hueso y se lo estoy guardando porque querrá recuperarlo. ¡Nos vamos a recoger conchas!

Y con eso los tres se fueron corriendo hacia la playa.

Tres días, no dos. O morimos todos.

—No te preocupes, Larva —dijo con un susurro—, no todos los adultos son estúpidos.

El teniente Poros miró la colección de la soldado.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué es eso?

—Huesos, señor —respondió la mujer—. Huesos de pájaro. Se salían del risco, mire, son duros como piedras, vamos a añadirlos a nuestra colección, los de la pesada, quiero decir. Hanfeno les está haciendo agujeros, en los otros, bueno; tenemos cientos. ¿Quiere que le hagamos algunos, señor?

—Dame unos pocos —dijo el teniente, y estiró la mano.

La mujer le puso en la mano dos huesos de pata, cada uno tan largo como su pulgar, después otro que parecía un nudillo, un poco más ancho que el suyo.

—Idiota. Este no es de pájaro.

—Bueno, no sé, señor. ¿Podría ser un cráneo?

—Es sólido.

—¿Un pájaro carpintero?

—Vuelve con tu pelotón, Senny. ¿Cuándo os tocan las rampas?

—Parece que va a ser mañana, señor. Los soldados del puño Keneb se retrasaron, el tipo sacó a la mitad, ¡fue un auténtico caos! No hay quien entienda a los oficiales, eh, señor.

Un ademán hizo escabullirse a la mujer. El teniente Poros acunó los huesecitos en la palma de la mano y cerró los dedos para que no se le cayeran, después regresó donde permanecía el capitán Tierno junto a cuatro baúles que contenían su equipo de acampada. Dos criados se afanaban en volver a hacer uno de los baúles y Poros vio, dispuestos sobre una manta de pelo de camello, un surtido de peines; un par de docenas, quizá más, y no había dos iguales. Hueso, concha, cuerna, carey, marfil, madera, pizarra, plata, oro y cobre rojo sangre. Era obvio que la colección había ido aumentando a lo largo de años de viajes, el recorrido del capitán como soldado allí expuesto, la sucesión de culturas, tribus y pueblos con los que había hecho amistad o aniquilado. Con todo… Poros frunció el ceño. ¿Peines?

Tierno estaba casi calvo.

El capitán estaba dando instrucciones a sus criados sobre cómo guardar los objetos.

—… esos capullos de algodón, y la lana de cabra o como se llame. Uno por uno, y con cuidado, si encuentro un arañazo, una muesca o una púa rota, no me quedará más remedio que mataros a los dos. Ah, teniente, ¿confío en que ya se haya recuperado por completo de sus heridas? Bien. ¿Qué le pasa, hombre? ¿Se ha atragantado?

Poros sufrió una arcada, se puso colorado y esperó hasta que Tierno se acercó más, después lanzó una tos ruidosa y de la mano derecha (que sostenía junto a la boca) salieron disparados tres huesos escupidos que trapalearon y rebotaron por el suelo. Poros respiró hondo, sacudió la cabeza y carraspeó.

—Mis disculpas, capitán —dijo con la garganta ronca—. Algún hueso roto que tengo todavía dentro, supongo. Ya hace un tiempo que querían salir.

—Bien —dijo Tierno—, ¿ha terminado?

—Sí, señor.

Los dos criados se habían quedado mirando los huesos. Uno estiró la mano y cogió el nudillo.

Poros se limpió un sudor imaginario de la frente.

—Menudo ataque de tos, ¿eh? Hubiera jurado que alguien me había dado un puñetazo en las tripas.

El criado se acercó con el nudillo.

—Pues le dejó esto, teniente.

—Ah, gracias, soldado.

—Si se cree que esto tiene alguna gracia, teniente —dijo Tierno—, se equivoca. Bueno, y ahora explíqueme este maldito retraso.

—No puedo, capitán. Los soldados del puño Keneb, una especie de retirada. No parece haber una explicación razonable.

—Típico. Los ejércitos están dirigidos por necios. Si yo tuviera un ejército, las cosas se harían de forma diferente. No tolero soldados perezosos. He matado con mis propias manos más soldados perezosos que enemigos del Imperio. Si este fuera mi ejército, teniente, habríamos estado en esos barcos en dos días justos, y el que todavía siguiera en la orilla a esas alturas, lo dejaríamos ahí, en pelotas, con solo un mendrugo de pan en las manos y la orden de marchar de inmediato a Quon Tali.

—Al otro lado del mar.

—Me alegro de que nos entendamos. Bien, ahora quédese ahí y vigile mi equipo, teniente. Debo ir a buscar a mis compañeros capitanes, Madan’Tul Rada y Ruthan Gudd; son unos completos idiotas, pero pienso solucionarlo.

Poros observó alejarse al capitán, después se volvió, miró de nuevo a los criados y sonrió.

—¿No sería tremendo? El puño supremo Tierno al mando de todos los ejércitos malazanos.

—Por lo menos —dijo uno de los hombres—, siempre sabríamos lo que estaba tramando.

El teniente entrecerró los ojos.

—¿Te gustaría que Tierno lo pensara todo por ti?

—Soy soldado, ¿no?

—¿Y si te dijera que el capitán Tierno está loco?

—¿Nos pone a prueba? Bueno, a mí me da igual si lo está o no, siempre que sepa lo que está haciendo y no deje de decirnos lo que se supone que tenemos que hacer. —Le dio un codazo a su compañero—. ¿A que sí, Thikburd?

—Eso mismo —masculló el otro mientras examinaba uno de los peines.

—El soldado malazano está adiestrado para pensar —dijo Poros—. Una tradición que lleva con nosotros desde Kellanved y Dassem Ultor. ¿Se os ha olvidado eso?

—No, señor, no lo olvidamos. Pero hay pensar y pensar, y las cosas son como son. Los soldados piensan de una forma y los líderes de otra. Y no hay que mezclar las dos.

—A vosotros debe facilitaros mucho la vida.

Un asentimiento.

—Sí, señor, eso sí.

—Si tu amigo araña ese peine que está admirando tanto, el capitán Tierno os va a matar a los dos.

—¡Thikburd! ¡Deja eso!

—¡Pero es bonito!

—También es bonito tener la boca llena de dientes y tú querrás conservarlos todos, ¿no?

Y con soldados como estos, ganamos un imperio.

Los caballos ya habían dejado atrás sus mejores años, pero tendrían que servir. Una sola mula transportaría el monto de las provisiones, incluyendo el cadáver envuelto de Heboric Manos Fantasmales. Las bestias permanecían esperando en el extremo oriental de la calle principal, agitando las colas para espantar las moscas y ya nerviosas por el calor, aunque no era más que media mañana.

Barathol Mekhar hizo un último ajuste a su cinturón de armas. Lo desconcertó darse cuenta de que había ganado peso y tenía la cintura más gruesa, después guiñó los ojos y miró cuando Navaja y Scillara salieron de la posada y se dirigieron hacia los caballos.

La conversación de la mujer con las dos Jessas había sido un despliegue admirable de brevedad, desprovisto de consejos y finalizada con un somero «gracias». Así que el bebé se había convertido en la residente más joven de aquella aldea olvidada. La niña crecería jugando con escorpiones, rhizanos y ratas de aguas, sus horizontes parecerían ilimitados, el sol del cielo con su cara dura, cegadora y brutal de un dios. Pero, mirándolo bien, estaría a salvo y sería una niña querida.

El herrero observó una figura cercana que rondaba en la sombra de una puerta. Ah, bueno, al menos alguien nos echará de menos. Barathol se sentía extrañamente triste y se dirigió adonde estaban los otros.

—Tu caballo va a derrumbarse bajo tu peso —dijo Navaja—. Él es demasiado viejo y tú eres demasiado grande, Barathol. Ya solo tu hacha haría tambalearse a una mula.

—¿Quién es ese que está ahí en pie? —preguntó Scillara.

—Chaur. —El herrero se subió a la bestia, esta dio un paso hacia un lado bajo él cuando acomodó el peso en la silla—. Viene a despedirnos, supongo. Montad de una vez, los dos.

—Son las horas más calurosas del día —dijo Navaja—. Parece que siempre tenemos que viajar por lo peor que esta maldita tierra puede arrojarnos.

—Llegaremos a una fuente al atardecer —dijo Barathol—, cuando todos más la necesitemos. Descansaremos allí hasta el atardecer siguiente, porque el siguiente tramo del viaje será largo.

Se pusieron en camino, que pronto se convirtió en una simple pista. No mucho después habló Scillara.

—Tenemos compañía, Barathol.

Volvieron la vista y vieron a Chaur, que llevaba un fardo de lona apretado contra el pecho. Había una expresión empecinada en su cara sudorosa.

El herrero detuvo su caballo con un suspiro.

—¿Puedes convencerlo para que se vaya a casa? —preguntó Scillara.

—No es muy probable —admitió Barathol—. Simple y tozudo, una combinación desdichada. —Se deslizó hasta el suelo y se acercó al joven hombretón—. Trae, Chaur, vamos a atar tus trastos al fardo de la mula.

Chaur se lo dio con una gran sonrisa.

—Tenemos mucho camino por delante, Chaur. Y durante los próximos días por lo menos, tendrás que caminar, ¿entiendes? Bueno, veamos qué llevas en los pies… Por el aliento del Embozado…

—¡Va descalzo! —dijo Navaja, sin poder creérselo.

—Chaur —intentó explicarle Barathol—, este camino no es más que piedras afiladas y arena caliente.

—Hay un poco de piel gruesa de bhederin entre nuestras cosas —dijo Scillara mientras encendía su pipa—, por alguna parte. Esta noche puedo hacerle unas sandalias. A menos que quieras que paremos ahora mismo.

El herrero se descolgó el hacha y después se agachó y empezó a desatarse las botas.

—Puesto que yo voy a caballo, puede ponerse estas hasta entonces.

Navaja observó a Chaur pelearse con las botas de Barathol para ponérselas. Sabía que la mayor parte de los hombres habrían dejado a Chaur a merced de su destino. Solo era un niño en el cuerpo de un gigante, después de todo, tonto y casi inútil, una carga. De hecho, la mayor parte de los hombres le habrían dado una paliza al retrasado hasta que huyera corriendo a la aldea, una paliza por el bien de Chaur, y en cierto sentido hasta casi justificable. Pero ese herrero… no parecía el asesino de masas que se suponía que era. El que había traicionado a Aren, el hombre que había asesinado a un puño. Y que se había convertido en su escolta hasta la costa.

Navaja se encontró con que la idea lo consolaba de un modo extraño. El primo de Kalam… los asesinatos deben de ser cosa de familia. Esa enorme hacha de doble filo no parecía precisamente el arma de un asesino. Se planteó preguntarle a Barathol (que le diera su versión de lo que había ocurrido en Aren tantos años atrás), pero el herrero era un conversador reticente y, además, si tenía sus secretos, estaba en su derecho de guardárselos. Igual que yo me guardo los míos.

Emprendieron de nuevo el camino. Chaur detrás de ellos, tropezando de vez en cuando, como si no estuviera familiarizado con el calzado de ningún tipo. Pero iba sonriendo.

—Malditas sean estas tetas, me chorrean —dijo Scillara a su lado.

Navaja se la quedó mirando sin saber cómo contestar a esa queja concreta.

—Y también me estoy quedando sin roya.

—Lo siento —dijo él.

—¿Qué tienes que sentir tú?

—Bueno, tardé mucho tiempo en recuperarme de mis heridas.

—Navaja, tenías las tripas enrolladas alrededor de los tobillos, ¿cómo te encuentras, por cierto?

—Incómodo, pero nunca fui un gran jinete. Crecí en una ciudad, después de todo. Callejones, tejados, tabernas, balcones de fincas, ese era mi mundo antes de todo esto. Por todos los dioses del inframundo, echo mucho de menos Darujhistan. Te encantaría, Scillara…

—Tienes que estar loco. Yo no recuerdo ciudad alguna. Todo es desierto y colinas secas para mí. Tiendas de lona y chozas de barro.

—Hay cuevas de gas bajo Darujhistan y ese gas está canalizado para iluminar las calles con un fuego azul precioso. Es la ciudad más magnífica del mundo, Scillara…

—¿Entonces por qué te fuiste tú?

Navaja se quedó callado.

—Está bien —dijo ella tras un momento—, ¿qué te parece esto? Nos llevamos el cuerpo de Heboric… ¿adónde, con exactitud?

—La isla Otataral.

—Es una isla muy grande, Navaja. ¿Algún lugar en concreto?

—Heboric habló del desierto, cuatro o cinco días al norte y al oeste de Dosin Pali. Dijo que hay un templo gigante allí, o al menos una estatua de uno.

—Así que estabas escuchando, después de todo.

—A veces estaba lúcido, sí. Algo que llamaba el Jade, un poder que era a la vez don y maldición… y quería devolverlo. De algún modo.

—Puesto que ahora está muerto —preguntó Scillara—, ¿cómo esperas que le devuelva poder a una estatua? Navaja, ¿cómo encontramos una estatua en medio de un desierto? Quizá quieras plantearte que lo que fuera que Heboric quería ya no significa nada. Los t’lan imass lo mataron, así que Treach tiene que buscarse un nuevo destriant, y si Heboric tenía algún otro tipo de poder, a estas alturas ya debe de haberse disipado, o lo habrá seguido por la puerta del Embozado… en cualquier caso, no hay nada que nosotros podamos hacer.

—Sus manos ahora son sólidas, Scillara.

La mujer se sobresaltó.

—¿Qué?

—Jade sólido, aunque no es puro, sino que está lleno de… imperfecciones. Defectos, partículas incrustadas en el fondo. Como si estuvieran moteadas de ceniza, o tierra.

—¿Has examinado su cuerpo?

Navaja asintió.

—¿Por qué?

—Ranagrís resucitó…

—Así que tú creíste que el viejo quizá hiciera lo mismo

—Era una posibilidad, pero no parece que vaya a pasar. Se está momificando, y rápido.

Barathol Mekhar habló entonces.

—Su mortaja funeraria estaba empapada en agua salada y luego lo envolvieron en más sal todavía, Navaja. Mantiene los gusanos a raya. Le metieron por la garganta un fardo de trapos del tamaño de un puño, y también por otros sitios. La antigua práctica era sacar los intestinos, pero los de la zona se han hecho más vagos, había técnicas implicadas. Habilidades que en su mayor parte se han olvidado. Lo que se hace es secar el cadáver lo más rápido posible.

Navaja miró a Scillara y después se encogió de hombros.

—A Heboric lo eligió un dios.

—Pero le falló a ese dios —respondió ella.

—¡Eran t’lan imass!

Una humareda acompañó las palabras de Scillara cuando contestó.

—La próxima vez que nos invadan las moscas, sabremos lo que va a pasar. —Lo miró a los ojos—. Mira, Navaja, ahora solo quedamos nosotros. Tú y yo, y hasta la costa, Barathol. Si quieres dejar el cuerpo de Heboric en la isla, me parece bien. Si esas manos de jade siguen vivas, pueden volver arrastrándose con su amo ellas solitas. Nosotros enterramos el cuerpo por encima de la marca de la marea y lo dejamos así.

—¿Y luego?

—Darujhistan. Creo que quiero ver esa magnífica ciudad tuya. Hablaste de tejados y callejones, ¿qué eras allí? ¿Ladrón? Debías de serlo. ¿Quién más conoce los callejones y los tejados? Bueno, puedes enseñarme las costumbres de un ladrón, Navaja. Te seguiré metida en tu sombra. Bien sabe el Embozado que robar lo que podamos de este chiflado mundo tiene tanto sentido como cualquier otra cosa.

Navaja apartó la mirada.

—No sirve de nada —dijo— seguir la sombra de nadie. Hay mejores personas allí… con las que puedes llevarte bien. Murillio, quizá, o incluso Coll.

—¿Descubriré algún día —preguntó la mujer— que me acabas de insultar?

—¡No! Claro que no. ¡Me cae bien Murillio! Y Coll es concejal. Tiene una finca y todo.

—¿Alguna vez has visto a un animal al que llevan al matadero, Navaja? —dijo Barathol.

—¿Qué quieres decir?

Pero el hombretón se limitó a sacudir la cabeza.

Después de volver a llenar su pipa, Scillara se acomodó en su silla; un pequeño favor acallar, al menos de momento, las pullas que le estaba lanzando a Navaja. Un favor y, admitió también, la sutil advertencia de Barathol para que dejara un poco tranquilo al joven.

El viejo asesino era muy perspicaz.

No era que ella le reprochara nada a Navaja. Muy al contrario, en realidad. La había sorprendido ese pequeño destello de entusiasmo cuando hablaba de Darujhistan. Navaja estaba apelando al consuelo de los viejos recuerdos, lo que a Scillara le sugería que sufría de soledad. Esa mujer que lo abandonó. La mujer por la que se fue de Darujhistan, sospecho. Soledad, así pues, y cierta pérdida de rumbo, porque Heboric estaba muerto y se habían llevado a Felisin la Menor. Quizá había también un poco de culpa, el chico había fracasado a la hora de proteger a Felisin, después de todo; también había fracasado a la hora de proteger a Scillara, si a eso iban, y no es que ella fuera de las que se lo recriminarían jamás. Eran t’lan imass, por el amor del Embozado.

Pero Navaja, que era joven y era un hombre, lo vería de forma diferente. Una multitud de espadas sobre las que caería encantado con un simple empujón de quien menos debía. Una persona que le importara. Mejor mantenerlo lejos de ese tipo de ideas, y un poco de coqueteo por parte de Scillara, lo que provocaría una confusión encantadora por parte del joven, debería bastar.

Scillara esperaba que Navaja tuviera en consideración su consejo de enterrar a Heboric. Ya estaba harta de desiertos. La idea de una ciudad iluminada por un fuego azul, un lugar lleno de personas, ninguna de las cuales esperaba nada de ella, y la posibilidad de hacer nuevos amigos (con Navaja a su lado), eran en verdad bastante tentadoras. Una nueva aventura, y civilizada además. Comidas exóticas, roya de sobra…

Scillara se había preguntado, solo por un momento, si la ausencia de pesar o pena en su interior tras entregar a la hija que había llevado en su vientre durante tantos meses era un indicativo real de una falta esencial de moralidad en su alma, una especie de defecto que pondría una expresión de horror en los ojos de madres, abuelas, e incluso niñas pequeñas, cuando la mirasen. Pero fueron unos pensamientos que no duraron mucho. Lo cierto era que a ella no le importaba lo que pensasen otras personas y si la mayor parte veía eso como una amenaza a… lo que fuera… a su opinión de cómo deberían ser las cosas… bueno, peor para ellos, ¿no? Como si su simple existencia pudiera atraer a los demás a una vida de actos sin consecuencias.

Eso sí que era para reírse, ¿verdad? Los seductores más letales son los que alientan la conformidad. Si solo puedes sentirte seguro cuando todos los demás sienten y piensan lo mismo y tienen el mismo aspecto que tú, entonces es que eres un maldito cobarde del Embozado… por no mencionar un tirano cruel en potencia.

—Bueno, Barathol Mekhar, ¿qué te aguarda a ti en la costa?

—Seguramente la peste —contestó él.

—Oh, qué idea más agradable. ¿Y si sobrevives a ella?

El otro se encogió de hombros.

—Un barco que vaya a alguna parte. Jamás he estado en Genabackis. Ni en Falar.

—Si vas a Falar —dijo Scillara—, o al Genabackis dominado por el Imperio, tus antiguos crímenes puede que terminen alcanzándote.

—No es la primera vez que me alcanzan.

—Así que, o bien eres indiferente a tu propia muerte, Barathol, o tu confianza es suprema e inatacable. ¿Qué va a ser?

—Elige tú.

Un tipo avispado. A este no voy a poder chincharlo, no vale la pena ni probar.

—¿Cómo crees tú que será cruzar un océano?

—Como un desierto —dijo Navaja—, solo que más mojado.

Quizá Scillara lo hubiera mirado furiosa por eso, pero tenía que admitir que era una buena respuesta. De acuerdo, así que quizá sean los dos avispados, cada uno a su manera. Creo que voy a disfrutar de este viaje.

Continuaron cabalgando por el camino, el calor y el sol fueron creciendo y estallando en una conflagración y tras ellos iba pisando fuerte Chaur, todavía con una sonrisa en la cara.

La jaghut Ganath se quedó mirando la sima. El tejido hechicero que había colocado sobre esa… intrusión se había hecho pedazos. No tenía que bajar por esa inmensa grieta, ni entrar en la fortaleza flotante enterrada, para saber la causa del rompimiento. Habían derramado sangre dragontina, aunque eso solo no era suficiente. También se había desatado el caos entre las sendas y había devorado Omtose Phellack como el agua hirviendo devora al hielo.

Pero su sentido de la secuencia de acontecimientos necesarios para que ocurriera tal cosa continuaba nublado, como si hubieran tergiversado el tiempo en sí dentro de ese fortín que otrora flotaba. Había indignación encerrada en el propio lecho de roca y, en ese momento, también una imposición muy peculiar de… orden.

Ojalá tuviera compañeros allí, a su lado. Cynnigig, sobre todo. Y Phyrlis. En esos instantes, en ese lugar, sola como estaba, se sentía rara y vulnerable.

Quizá, sobre todo, lo que siento es que Ganoes Paran, Señor de la Baraja, no esté conmigo. Un humano formidable, lo que era sorprendente. Quizá demasiado propenso a correr riesgos, sin embargo, y había algo en eso que invitaba a la prudencia. Tendría que curar eso, no cabía la menor duda. Con todo…

Ganath apartó la mirada inhumana de la grieta oscura a tiempo de ver, fluyendo por la roca plana que tenía a ambos lados y detrás, un enjambre de sombras, y luego figuras enormes, como reptiles, todos acercándose adonde se encontraba ella.

Gritó, su senda de Omtose Phellack se alzó en su interior, una respuesta instintiva al pánico, cuando las criaturas se aproximaron.

No había forma de escapar, no había tiempo…

Unos azadones pesados cayeron sobre ella, partieron carne y luego hueso. Los golpes la derribaron al suelo entre chorros de su propia sangre. Vio ante ella el borde del abismo e intentó alcanzarlo. Arrastrarse hasta allí y caer… una muerte mejor…

Unos inmensos pies con garras, recubiertos de escamas, envueltos en tiras de piel gruesa, levantaron polvo junto a su cara. Incapaz de moverse, sintiendo que se le iba la vida, observó que el polvo se asentaba en una pátina apagada sobre el charco de su sangre y lo cubría como una piel finísima. Demasiada tierra, a la sangre no le gustaría, se pondría enferma con toda esa tierra.

Tenía que limpiarla. Tenía que recogerla, volver a metérsela de algún modo en el cuerpo, que volviera a entrar por esas heridas abiertas y esperar que su corazón purificara con fuego hasta la última gota.

Pero hasta su corazón empezaba a fallar, y la sangre le brotaba, llena de espuma, de la nariz y la boca.

Comprendió, de repente, ese extraño sentido del orden. K’chain che’malle, un recuerdo que volvía a cobrar vida después de todo ese tiempo. Así que habían regresado. Pero no los caóticos de verdad. No, no los colas largas. Estos eran los otros, sirvientes de las máquinas, del orden en toda su brutalidad. Nah’ruk.

Habían regresado. ¿Por qué?

El charco de sangre se estaba hundiendo en el polvo blanco, calcáreo, donde las garras habían abierto surcos y en esos surcos el resto de la sangre caía en riachuelos hinchados. Las leyes inexorables de la erosión, escritas en letra pequeña y sin embargo… sí, supongo, de lo más conmovedoras.

Tenía frío, y eso la hacía sentirse bien. Una sensación reconfortante. Era, después de todo, jaghut.

Y ahora me voy.

La mujer estaba allí en pie, mirando hacia tierra, extrañamente alerta. Mappo Runt se frotó la cara, agotado por la maníaca diatriba que Iskaral Pust le dedicaba a la tripulación de la carabela de gran eslora, tripulación que se escabullía por todas partes sin, al parecer, motivo alguno: subían por las jarcias, saltaban como locos por cubierta y se aferraban (con chillidos frenéticos) a salientes precarios varios. Pero, de algún modo, la pequeña pero marinera embarcación mercante iba viento en popa, y cortaba las aguas con un rumbo que la llevaba al norte.

Una tripulación (una tripulación entera) de bhok’arala. Debería haber sido imposible. Desde luego era absurdo. Pero esas criaturas los estaban esperando en lo que sin duda era una nave sustraída a alguien, anclada a cierta distancia de la costa, cuando Mappo, Iskaral, su mula y la mujer llamada Rencor se abrieron camino entre los últimos matorrales y llegaron a las rocas destrozadas de la costa.

Y no era una colección cualquiera de aquellas bestezuelas simiescas de orejas puntiagudas, sino (tal y como anunció el chillido de furia de Iskaral) el mismísimo zoológico del propio sumo sacerdote, los antiguos residentes de su fortaleza del risco, la que había quedado a muchas leguas al este, al borde del lejano mar Raraku. Cómo habían terminado allí, con esa carabela, era un misterio, un misterio que no era muy probable que encontrara resolución a corto plazo.

Montones de fruta y marisco atestaban el centro de la cubierta, vigiladas y cuidadas como ofrendas votivas cuando los tres viajeros acercaron el bote (con el que habían remado hasta la orilla media docena de bhok’arala para recibirlos) al barco y treparon a bordo. Para descubrir (lo que contribuyó a la perplejidad de Mappo) que la mula de ojos negros de Iskaral Pust se les había adelantado de alguna manera.

Desde entonces había reinado el caos.

Si los bhok’arala podían poseer fe en un dios, entonces su dios acababa de llegar encarnado en el dudoso personaje de Iskaral Pust, y era obvio que los incesantes maullidos, chirridos y bailes alrededor del sumo sacerdote estaban volviendo loco a Pust. O más loco de lo que ya estaba.

Rencor había observado con mirada divertida durante un rato, sin hacer caso de las preguntas de Mappo. ¿Cómo llegó esto aquí? ¿Adónde nos van a llevar? ¿De verdad estamos persiguiendo a Icarium? No hubo respuestas.

Y en ese momento, cuando la costa pasaba a su lado arrastrándose, cabeceando y rodando a su derecha, la alta mujer continuaba allí, con un equilibrio impresionante, los ojos entrecerrados puestos en el sur.

—¿Qué pasa? —preguntó Mappo, que no esperaba respuesta alguna.

La mujer lo sorprendió.

—Un asesinato. Hay descreídos que caminan por las arenas de Siete Ciudades una vez más. Creo que comprendo la naturaleza de esta alianza. Las complejidades abundan, por supuesto, y tú no eres más que un trell, un pastor que mora en simples chozas.

—Y que no entiende nada de complejidades, lo sé. Con todo, explícate. ¿Qué alianza? ¿Quiénes son los descreídos?

—Eso poco importa, y no sirve mucho a modo de explicación. Corresponde a la naturaleza de los dioses, Mappo Runt. Y de la fe.

—Te escucho.

—Si uno impone una distinción entre los regalos de un dios y el mundo mortal, mundano, en el que existe el creyente —dijo Rencor—, se abre una puerta al verdadero descreimiento. A la religión de la incredulidad, si quieres. —Lo miró y se acercó sin prisas—. Ah, ya te veo fruncir el ceño, confundido…

—Frunzo el ceño por las implicaciones de esa distinción, Rencor.

—¿De veras? Bueno, me sorprende. De una forma muy agradable. Muy bien. Tienes que entender entonces una cosa. Hablar de guerra entre los dioses no es solo una cuestión de, digamos, esta diosa de aquí arrancándole los ojos a ese dios de allí. No, ni siquiera de un ejército de acólitos de este templo marchando contra un ejército del templo del otro lado de la calle. Una guerra entre los dioses no se libra con rayos y terremotos, aunque, por supuesto, es posible pero improbable que se llegue a eso. La guerra en cuestión es complicada, las líneas de batalla son turbias, poco claras, hasta los combatientes principales tienen que esforzarse por comprender lo que constituye un arma, qué hiere y qué resulta inofensivo. Y lo que es peor, empuñar esas armas podría ser tan dañino para el que las empuña como para el enemigo.

—El fanatismo engendra fanatismo, sí —dijo Mappo con un asentimiento—. En la proclamación, uno define a su enemigo por ser su enemigo.

La mujer esbozó su deslumbrante sonrisa.

—¿Una cita? ¿De quién?

—Kellanved, el emperador que fundó el Imperio de Malaz.

—Así es, has captado la esencia de lo que quiero decir. Bien, la naturaleza del fanatismo puede compararse con la de un árbol, muchas ramas, pero una sola raíz central.

—La desigualdad.

—O por lo menos la comprensión de y la fe en ella, si tal desigualdad no es más que imaginada o existe en realidad. La mayor parte de las veces, por supuesto, la desigualdad existe y es el veneno que engendra la fruta más oscura. La riqueza mundana se construye, por lo general, sobre huesos, apilados hasta el techo y en profundidad. Por desgracia, los poseedores de esa riqueza no comprenden la naturaleza de su recompensa y, por tanto, con frecuencia, se muestran alegremente indiferentes en el ostentoso despliegue de su buena fortuna. Lo que no comprenden es lo siguiente: que aquellos que no poseen riquezas, anhelan tenerlas y buscan lo más parecido, y este anhelo ocluye toda sensación de resentimiento, explotación y, lo que es más relevante, injusticia. Hasta cierto punto tienen razón, pero en general se equivocan de un modo deplorable. Cuando la riqueza asciende hasta un punto en el que la mayoría de los pobres comprende al fin que para ellos es inalcanzable, la cortesía se derrumba y prevalece la anarquía. Pero bueno, estaba hablando de la guerra entre los dioses. ¿Comprendes la relación, Mappo Runt?

—No del todo.

—Agradezco tu honestidad, trell. Piensa en lo siguiente, cuando la desigualdad florece y se convierte en conflagración violenta, los dioses mismos están indefensos. Los dioses dejan de guiar, no pueden más que seguir, arrastrados por la voluntad de sus devotos. Bien, supongamos que los dioses son, en esencia, entidades morales (es decir, poseen y, de hecho, representan de forma manifiesta una escala de valores concretos), bueno, entonces las consideraciones morales se convierten en la primera víctima de la guerra. A menos que ese dios o diosa decida defenderse de sus creyentes. ¿Aliados, enemigos? ¿Qué relevancia tienen ideas tan primitivas y simplistas en ese escenario, Mappo Runt?

El trell contempló las olas que palpitaban, esa sucesión incansable nacida de convulsiones lejanas, el tirón entrecortado de las mareas, los vientos fuertes y gélidos y todo lo que se movía en el mundo. Y sin embargo, si se contemplaba el tiempo suficiente, ese simple movimiento ondulatorio… hipnotizaba.

—Somos —dijo— como el suelo y el mar.

—¿Otra cita?

Él se encogió de hombros.

—Empujados por fuerzas invisibles, en movimiento eterno, incluso cuando nos quedamos quietos. —Luchó contra una oleada de desesperación—. A pesar de que los contendientes proclamen que no son más que soldados de su dios…

—Todo lo que hacen en nombre de ese dios es, en el fondo, profundamente impío.

—Y los que de verdad son impíos, los descreídos de los que hablaste antes, no pueden más que ver como aliados a esos blasfemos.

Rencor lo estudió hasta que él empezó a sentirse incómodo.

—¿Qué empuja a Icarium a luchar? —le preguntó ella después.

—Cuando está bajo control, es… la desigualdad. La injusticia.

—¿Y cuándo está fuera de control?

—Entonces… nada.

—Y la diferencia entre los dos es de magnitud.

Él apartó la mirada una vez más.

—Y de motivación.

—¿Estás seguro? ¿Incluso si la desigualdad, al provocar su violencia, asciende después y sin cruzar ningún umbral obvio se convierte en una aniquilación que lo destruye todo? Mappo Runt, creo que la motivación resulta ser, en último caso, irrelevante. Una matanza es una matanza. En ambos lados del campo de batalla el rostro sonríe con una estupidez franca, al tiempo que el humo llena el cielo de un horizonte a otro, al tiempo que las cosechas se marchitan y mueren, al tiempo que la tierra dulce se transforma en sal. La desigualdad termina, trell, cuando no queda nadie ni nada en pie. Quizá —añadió— ese es el auténtico propósito de Icarium, por lo que los sin nombre pretenden desatar su furia. Es, después de todo, un modo certero de terminar con esta guerra.

Mappo Runt se la quedó mirando y después contestó.

—La próxima vez que hablemos así, Rencor, puedes contarme tus razones para oponerte a los sin nombre. Para ayudarme.

Rencor le sonrió.

—Ah, ¿comienzas a dudar de nuestra alianza?

—¿Cómo no iba a hacerlo?

—Así es la guerra entre los dioses, trell.

—Nosotros no somos dioses.

—Somos sus manos, sus pies, caprichosos y testarudos. Luchamos por razones que son, en su mayor parte, absurdas en esencia, incluso cuando la justificación parece evidente y clara. Dos reinos, uno río arriba y otro río abajo. El reino que está río abajo ve llegar el agua ensuciada y repugnante, repleta de sedimentos y desechos. El reino que está río arriba, puesto que se halla en tierras más altas, ve que sus desesperados esfuerzos por irrigar fracasan porque las lluvias se llevan la capa superficial del suelo cada vez que llegan a las tierras altas que hay más allá. Los dos reinos riñen hasta que estalla una guerra. El reino que está río abajo marcha contra el otro, se libran batallas terribles, se queman ciudades hasta los cimientos, los ciudadanos terminan esclavizados, los campos sembrados de sal y convertidos en yermos. Las acequias y canales se rompen.

»Al final, solo permanece el reino que está río abajo. Pero la erosión no cesa. De hecho, ahora que ya no hay ningún tipo de irrigación río arriba, las aguas se precipitan en un torrente, salvajes y sin atemperar, transportan cal y sal que se deposita en los campos y envenena el suelo que queda. Hay hambrunas, enfermedades, y el desierto se precipita por todos lados. Los otrora victoriosos líderes son derrocados. Las fincas se saquean. Los bandidos recorren las tierras sin que nadie los contenga, y en una sola generación ya no hay reinos, ni río arriba ni río abajo. ¿La justificación era válida? Por supuesto. ¿Esa validez defendió a los victoriosos contra su propia aniquilación? Por supuesto que no.

»Una civilización en guerra elige solo al enemigo más obvio, y, con frecuencia, también al que se percibe, en un principio, como el más fácil de derrotar. Pero ese enemigo no es el auténtico enemigo, ni la amenaza más grave para esa civilización. Así pues, una civilización en guerra suele elegir al enemigo equivocado. Dime, Mappo Runt, para mis dos hipotéticos reinos, ¿dónde se ocultaba la amenaza más real?

El trell sacudió la cabeza.

—Sí, difícil de contestar —prosiguió ella—, porque las amenazas eran muchas, en apariencia sin conexión, y aparecían, desaparecían y después reaparecían en el curso de un largo periodo de tiempo. La fauna que se cazó hasta la extinción, los bosques que se talaron, las cabras que se soltaron en las colinas, las mismísimas zanjas de irrigación que se cavaron. Y todavía más: los excedentes de comida, la población en aumento y sus desechos acumulados. Y después, las enfermedades, los suelos que se lleva el viento o el agua; y los reyes, uno tras otro, que no pudieron o no quisieron hacer nada, o, de hecho, no vieron nada impropio más allá de la mirada fanática que centraban en aquellos a los que querían culpar.

»Por desgracia —continuó, apoyada ya en la barandilla con la cara al viento—, no es nada sencillo intentar oponerse a una multitud así de amenazas. En primer lugar, hay que reconocerlas y para lograr eso hay que pensar a largo plazo; después hay que saber discernir los intrincados vínculos que existen entre todas las cosas, el modo en que un problema se alimenta de otro. A partir de ahí, se deben concebir soluciones y, por último, se debe motivar a la población para llevar a cabo un esfuerzo concertado, y no solo a tu propia población, sino a la de los reinos vecinos, todos los cuales están participando en la lenta autodestrucción.

»Dime, ¿te imaginas un líder así llegando alguna vez al poder? ¿O permaneciendo en él durante mucho tiempo? Yo tampoco. Los acumuladores de riquezas se unirán para destruir a un hombre o una mujer así. Además, es mucho más fácil crear un enemigo y librar una guerra, aunque por qué esos acumuladores de riqueza creen que ellos iban a sobrevivir a esa guerra es algo que no puedo comprender. Pero lo creen, una y otra vez. De hecho, parece que creen que llegarán a sobrevivir a la propia civilización.

—No propones mucha esperanza para la civilización, Rencor.

—Oh, mi falta de esperanza se extiende mucho más allá de la simple civilización. Los trell eran pastores, ¿no? Gestionabais los rebaños de bhederin medio salvajes de las llanuras Masal. De hecho, un modo de vida bastante próspero, dadas las circunstancias.

—Hasta que vinieron los comerciantes y los colonos.

—Sí, los que codiciaban vuestra tierra, empujados por el impulso de mejorar, la esterilidad de sus propias tierras o la pobreza en sus ciudades. Todos y cada uno buscaba una nueva fuente de riqueza. Para lograrla, por desgracia, primero tenían que destruir a tu pueblo.

Iskaral Pust llegó con cierta dificultad junto al trell.

—¡Escuchaos! ¡Poetas y filósofos! ¿Qué sabéis vosotros? ¡Habláis y habláis mientras a mí me asfixian y agotan esos horrendos bichos que se retuercen!

—Tus acólitos, sumo sacerdote —dijo Rencor—. Eres su dios. Indicativo, se podría decir, de por lo menos dos tipos de absurdo.

—A mí no me impresionas, mujer. Si soy su dios, ¿por qué nunca escuchan nada de lo que digo, si se puede saber?

—Quizá —respondió Mappo—, no están más que esperando a que digas lo que debes.

—¿En serio? ¿Y qué sería eso, zoquete seboso?

—Bueno, lo que sea que quieren oír, por supuesto.

—¡Esta te ha envenenado! —El sumo sacerdote retrocedió con los ojos muy abiertos. Se cogió y tiró de lo que le quedaba del pelo, después dio media vuelta y se precipitó hacia el camarote. Tres bhok’arala, que habían estado pendientes de él, salieron a toda velocidad tras él, chirriando y sujetándose de algo por encima de las orejas.

Mappo se volvió hacia Rencor.

—¿Adónde vamos, por cierto?

Ella le sonrió.

—Para empezar, al mar de Otataral.

—¿Por qué?

—¿No es vivificante esta brisa?

—Hace un frío puñetero.

—Sí. Una maravilla, ¿verdad?

Un pozo inmenso y oblongo recubierto de losas de piedra caliza, después paredes de ladrillo que se alzaban para formar un tejado abovedado, una única rampa de entrada enmarcada en piedra caliza, incluyendo un dintel enorme en el que el símbolo imperial se había grabado sobre el nombre de Dujek Unbrazo y su título, puño supremo. Dentro del túmulo habían colocado faroles para ayudar a secar las paredes recién enyesadas.

Justo fuera, en un cuenco ancho y poco profundo medio lleno de arcilla viscosa, disfrutaba del sol un gran sapo que parpadeaba medio dormido mientras observaba a su compañero, el artista imperial, Ormulogun, mezclar pinturas. Óleos por docenas, cada uno con cualidades concretas, y pigmentos extraídos de minerales aplastados, huevos de pato, tintas secas de criaturas marinas, hojas, raíces y bayas, y tarros de otros medios: claras de huevos de tortuga, serpiente y buitre; larvas masticadas, sesos de gaviota, orina de gato, saliva de perro, mocos de chulos…

De acuerdo, reflexionó el sapo, quizá no fueran mocos de chulos, aunque dado el desconcertante arcano de los artistas, nunca se podía estar seguro. Bastaba con saber que las personas que hurgaban en tales materiales estaban medio locas, si no al empezar, sí, de forma invariable, después de pasar años manejando tanta toxina.

Y sin embargo, ese idiota de Ormulogun de alguna forma persistía, con las manos manchadas, los labios manchados de chupar los pinceles, la barba manchada de esa extraña técnica que implicaba escupir después de mascar los pigmentos con saliva y el Embozado sabría qué más, la nariz manchada de cuando los dedos embadurnados de pintura sondeaban, rascaban y exploraban, los calzones manchados de…

—Sé lo que estás pensando, Gumble —dijo Ormulogun.

—¿Ah, sí? Por favor, procede entonces a describir mis pensamientos actuales.

—La cera de los oídos de las putas y manchado esto y manchado lo otro, el comentario descendiendo a toda prisa hacia el absurdo, como corresponde a tu incapacidad de pensar sin recurrir a la exageración y la hipérbole pueril. Y ahora, sobresaltado como sin duda te sientes, haz girar ese endeble y predecible cerebro que tienes y dime, a tu vez, qué estoy pensando yo. ¿Puedes? ¡Ja, ya me parecía que no!

—Te digo, revolvedor de engrudos, que mis pensamientos no eran en absoluto los que acabas de describir en esa patética insuficiencia de pastiche que osas llamar comunicación, un fracaso muy poco sorprendente puesto que yo soy maestro del lenguaje mientras que tú eres poco más que un estudiante siempre fracasado del arte de retratar, desprovisto tanto de instrucción convincente en el oficio como de, por desgracia, talento.

—Intentas comunicarte con los intelectualmente sordos, ¿verdad?

—Mientras que tú pintas para iluminar a los ciegos. Sí, sí. —Gumble suspiró y el esfuerzo terminó por desinflarlo de una forma alarmante, alarmante incluso para él, que de inmediato volvió a respirar hondo—. Libramos nuestra guerra incesante, tú y yo. ¿Qué adornará las paredes del túmulo del gran hombre? Bueno, siendo tú, lo habitual. Pompa y boato propagandístico, la reafirmación políticamente alineada del statu quo. Hazañas heroicas al servicio del Imperio y una muerte más heroica todavía; pues en esta era, como en cualquier otra, necesitamos a nuestros héroes, es decir, a los muertos. No creemos en los vivos, después de todo, gracias a ti…

—¿A mí? ¿A mí?

—La representación de los defectos es tu punto fuerte, Ormulogun. ¡Oh, piensa en esa afirmación! Me impresiono incluso a mí mismo con una ironía de una resonancia tan perfecta. En cualquier caso, esos defectos en el sujeto son como dardos envenenados arrojados contra el heroísmo. Tu ávida atención destruye como siempre ha de hacer…

—No, no, idiota, no siempre. Y conmigo, con Ormulogun el Grande, nunca. ¿Por qué? Es muy sencillo, aunque no tan sencillo como para que tú lo comprendas jamás; con todo, es lo siguiente: el gran arte no es una simple representación. El gran arte es transformación. El gran arte es exaltación y la exaltación es espiritual en el sentido más puro y espiritual…

—Como ya hemos observado —dijo con voz cansina Gumble—, la erudición exhaustiva y la brevedad eluden al pobre hombre. Además de lo cual, estoy seguro de que ya he oído esa definición del gran arte en algún otro contexto, con toda probabilidad acompañada por un puñetazo en la mesa, o en una coronilla, o, como mínimo, un rodillazo en los riñones. No importa, suena todo muy bien. Una pena que fracases de forma sistemática a la hora de trasladarlo a la realidad.

—Tengo un mazo con el que podría trasladarte a ti a la realidad, Gumble.

—Romperías este exquisito cuenco.

—Sí, y derramaría unas cuantas lágrimas por él. Pero después me recuperaría.

—Dujek Unbrazo de pie junto a las puertas hechas pedazos de Coral Negro. Dujek Unbrazo en el parlamento con Caladan Brood y Anomander Rake. Dujek Unbrazo y Tayschrenn fuera de Pale, el amanecer que precedió al ataque. Tres paredes primarias, tres paneles, tres imágenes.

—¡Has mirado mis esbozos! ¡Dioses, cómo te odio!

—No había necesidad —dijo Gumble— de hacer algo tan extremo, por no mencionar implícitamente deprimente, como examinar tus esbozos.

Ormulogun recogió a toda prisa las pinturas elegidas, estilos y pinceles y después se metió en el túmulo.

Gumble se quedó donde estaba y pensó en comerse unas moscas.

Ganoes Paran se detuvo a mirar la armadura dispuesta sobre el catre. La armadura de un puño supremo, una manga de cota de malla recién cosida. El legado le dejaba un sabor ácido, amargo, en la boca. ¿Así que proclamación? Como si algo que hubiera hecho siendo soldado pudiera justificarlo. Cada puño de ese ejército estaba más cualificado que él para asumir el mando. ¿Qué podría haber, allí, en los cuadernos de Dujek, para tergiversar de una forma tan absoluta, incluso falsificar, el legado de Paran como capitán y comandante de los Abrasapuentes? Se planteó averiguarlo por sí mismo, pero sabía que no lo iba a hacer. Ya se sentía como un impostor sin tener que ver la prueba de esa doblez ante sus propios ojos. No cabía duda de que Dujek tenía buenas razones, y lo más probable era que estuvieran relacionadas con proteger, o elevar, la reputación de la Casa Paran y, de ese modo, apoyar de forma implícita a su hermana Tavore en su nuevo cargo al mando del Decimocuarto.

La política era la que dictaba esos cuadernos oficiales, por supuesto. Como, supongo, dictarán mis propias anotaciones. O no. ¿Qué me importa a mí? A la mierda la posteridad. Si este es mi ejército, así sea. La emperatriz siempre puede despojarme de mi mando, como seguro que hará cuando se entere de este ascenso de campaña. Entretanto, Paran haría lo que le placiera.

Tras él, Hurlochel se aclaró la garganta antes de hablar.

—Puño supremo, los puños puede que ya se hayan levantado, pero siguen estando débiles.

—¿Quiere decir que están ahí fuera, en posición de firmes?

—Sí, señor.

—Eso es ridículo. Da igual la armadura, entonces.

Fueron hasta la solapa y Hurlochel apartó la lona. Paran salió fuera, parpadeando bajo la luz del sol. El ejército entero había formado con los estandartes en alto y la armadura reluciente. Justo delante de él estaban los puños, Rythe Bude en primera fila. Se encontraba demacrada, con una delgadez dolorosa, ataviada con un equipo que parecía demasiado grande para ella. Hizo un saludo militar y se dirigió a él.

—Puño supremo Ganoes Paran, la hueste aguarda su inspección.

—Gracias, puño. ¿Cuándo estarán listos para marchar?

—Mañana al amanecer, puño supremo.

Paran examinó las filas. Ni un solo sonido partía de ellas, ni siquiera el susurro de una armadura. Se erguían como estatuas polvorientas.

—Y con exactitud, ¿cómo se supone —preguntó con un susurro— que voy a estar a la altura de esto?

—Puño supremo —murmuró Hurlochel a su lado— entró a caballo en G’danisban solo con un sanador y después, sin ayuda alguna, fulminó a una diosa. La sacó de este reino. Después obligó a la hermana de esa diosa a donar a una docena de mortales el poder de sanar…

—Ese poder no durará —dijo Paran.

—No obstante. Puño supremo, ha acabado con la peste. Algo que ni siquiera Dujek Unbrazo fue capaz de lograr. Estos soldados son suyos, Ganoes Paran. No importa lo que decida la emperatriz.

¡Pero yo no quiero un puto ejército!

—Dadas las pérdidas sufridas con la enfermedad, puño supremo —dijo la puño Rythe Bude—, contamos con provisiones suficientes para marchar durante seis, quizá siete días, suponiendo que no nos reabastezcamos por el camino. Por supuesto —añadió—, están los almacenes de grano de G’danisban, y con una población prácticamente inexistente…

—Sí —la interrumpió Paran—. Prácticamente inexistente. ¿No le parece extraño, puño?

—La diosa misma…

—Hurlochel me informa de que los escoltas no dejan de ver personas, supervivientes, que se dirigen al norte y al este. Una peregrinación.

—Sí, puño supremo.

El puño supremo vio que la mujer flaqueaba.

—Seguiremos a esos peregrinos, puño —dijo Paran—. Nos demoraremos otros dos días, durante los cuales utilizarán los almacenes de G’danisban para reabastecernos por completo, pero solo si queda lo suficiente para mantener a la población que permanece en la ciudad. Requise las carretas y los carros necesarios. Es más, invite a los ciudadanos con los que se topen los soldados a unirse a nuestra comitiva. Como mínimo, podrán ganarse la vida acompañándonos a nosotros, además de contar con comida, agua y protección. Ahora informe a los capitanes de que me dirigiré a las tropas la mañana que partamos, en la consagración y el sellado del túmulo. Entretanto, pueden romper filas todos.

Los puños hicieron un saludo militar. Los gritos de los capitanes pusieron las filas en movimiento cuando los soldados se relajaron y empezaron a separarse.

Debería haberles dicho algo aquí y ahora. Haberles advertido que no esperaran demasiado. No, eso no serviría. ¿Qué dice un comandante nuevo? ¿Sobre todo tras la muerte de un gran líder, un héroe de verdad? Maldita sea, Ganoes, estás mejor sin decir nada. Nada ahora, y tampoco mucho cuando sellemos el túmulo y dejemos al viejo en paz. «Vamos a seguir a los peregrinos.» «¿Por qué?» «Porque quiero saber adónde van, por eso.» Con eso debería bastar. Con un encogimiento de hombros mental, Paran echó a andar. Lo seguía Hurlochel y tras él, a diez pasos de distancia, la joven g’danii, Naval D’natha, que se había convertido, al parecer, en parte de su séquito.

—¿Puño supremo?

—¿Qué hay, Hurlochel?

—¿Adónde vamos?

—A visitar al artista imperial.

—Ah, él. ¿Me permite preguntar por qué?

—¿Por qué sufrir tal tormento, quiere decir? Bueno, tengo que pedirle una cosa.

—¿Puño supremo?

Necesito una nueva baraja de los Dragones.

—¿Sabe si es hábil?

—Es tema de constante debate, puño supremo.

—¿De veras? ¿Entre quién? ¿Los soldados? Me cuesta creerlo.

—Ormulogun tiene, acompañándolo a todas partes, un crítico.

Puf, pobre hombre.

El cuerpo estaba tirado en la pista, los miembros lacerados, la camisa de piel curtida rígida y negra por la sangre seca. Buscabotes se agachó a su lado.

—Buscapiedras —dijo—. En el tiempo congelado ahora. Compartimos historias.

—Alguien le cortó un dedo —dijo Karsa Orlong—. El resto de las heridas son producto de la tortura, salvo ese lanzazo, bajo la clavícula izquierda. Veis las huellas, el asesino salió de su escondite cuando el hombre pasaba, no corría, sino que se tambaleaba. No hicieron más que jugar con él.

Samar Dev posó una mano en el hombro de Buscabotes y sintió al anibar estremecerse de pena.

—¿Cuánto tiempo hace? —le preguntó a Karsa.

El teblor se encogió de hombros.

—No importa. Están cerca.

Ella se irguió, alarmada.

—¿Cerca hasta qué punto?

—Han acampado y son descuidados con los desechos. —Se descolgó la espada de pedernal—. Tienen más prisioneros.

—¿Cómo lo sabes?

—Huelo su sufrimiento.

Imposible. ¿Es tal cosa posible? Samar miró a su alrededor en busca de señales más obvias de todo lo que afirmaba saber el toblakai. Tenían a la derecha una cuenca repleta de turba, un descenso corto desde el camino de roca en el que se encontraban. Se alzaban de ella píceas negras de troncos grises que se inclinaban hacia un lado y otro, la mayor parte de sus ramas despojadas de agujas. Las hebras relucientes de unas telarañas salvaban los espacios intermedios, como arañazos en cristal transparente. A la izquierda, unos tramos aplastados de enebro ocupaban un pliegue en la roca que corría paralela a la pista. Samar frunció el ceño.

—¿Qué escondite? —preguntó—. Dijiste que el asesino salió de su escondite para clavar la lanza en la espalda del anibar. Pero no hay ningún escondite, Karsa.

—Ninguno que quede ya —dijo él.

El ceño de la mujer se profundizó y se convirtió en una mueca hosca.

—¿Van envueltos en ramas y hojas, entonces?

—Hay otras formas de ocultarse, mujer.

—¿Por ejemplo?

Karsa se quitó el manto de piel con un encogimiento de hombros.

—Hechicería —dijo—. Esperad aquí.

Y una mierda del Embozado. Echó a andar tras Karsa cuando el toblakai, con la espada por delante sujeta con las dos manos, avanzó deslizándose a media carrera. Cuatro zancadas más tarde y Samar tuvo que echar a correr a toda velocidad para poder mantener el ritmo.

La carrera, silenciosa, se hizo más rápida. Alcanzó la velocidad del rayo.

Jadeando, la mujer luchó por continuar tras el enorme guerrero, pero este ya se había perdido de vista.

Al oír un chillido repentino a su izquierda, Samar se detuvo con un resbalón; Karsa había abandonado el camino en algún lugar detrás de ella y se había precipitado en el bosque, saltando por encima de un revoltijo de cantos rodados recubiertos de musgo, árboles caídos y gruesas madejas de ramas muertas, y sin dejar a su paso señal alguna. Más gritos.

Con el corazón golpeándole en el pecho, Samar Dev se metió en el claro apartando con las manos los matorrales, las telarañas se aplastaban contra ella antes de partirse, el polvo y las motas de corteza caían en cascada… mientras algo más adelante continuaba la matanza.

Las armas chocaban, hierro contra piedra. El crujido de la madera astillada, movimiento desdibujado entre los árboles, allí delante, figuras que corrían, un cuerpo que daba volteretas en una bruma carmesí, llegó al borde del campamento…

Y vio a Karsa Orlong y a medio centenar, quizá más, de guerreros altos de piel gris que empuñaban lanzas, alfanjes, cuchillos largos y hachas, y que en ese momento rodeaban al toblakai.

El camino que se había abierto Karsa entre ellos estaba marcado por un horripilante pasillo de cadáveres y enemigos caídos, heridos de muerte.

Pero había demasiados…

La enorme espada de pedernal apareció de repente como un estallido en el extremo de un barrido súbito que subió, entre fragmentos de hueso y gruesas hebras de sangre y entrañas que salían girando. Dos figuras se tambalearon hacia atrás, una tercera golpeada con tanta fuerza que los mocasines se levantaron como un destello y quedaron al nivel de los ojos de Karsa, y, al caer, arrastraron consigo los mangos de las lanzas de otros dos guerreros, y en ese espacio abierto se precipitó el toblakai; esquivó media docena de cuchilladas y golpes, la mayor parte de los cuales surgieron tras él, pues la velocidad del gigante era extraordinaria, no, más que eso, era atroz.

Los dos enemigos, las armas arrebatadas, intentaron retroceder, fuera del alcance de Karsa, pero la espada de este se disparó y golpeó el cuello del de la izquierda, la cabeza saltó lejos del cuerpo, después la hoja bajó con un giro, atravesó con limpieza el hombro derecho del otro hombre y le amputó el brazo.

La mano izquierda de Karsa soltó la empuñadura de su espada e interceptó el mango de una lanza que iba a apuñalarlo, después acercó tanto arma como guerrero, la mano liberó el astil y rodeó de repente el cuello del hombre. Brotaron fluidos en ojos, nariz y boca de la víctima cuando el toblakai aplastó ese cuello como si no fuera más que un rollo de pergamino. Un fuerte empujón arrojó el cuerpo que se retorcía contra la masa que lo presionaba, obstruyendo más armas todavía…

Samar Dev apenas podía seguir lo que tenía delante de los ojos, pues al tiempo que la mano izquierda de Karsa se apartaba de la empuñadura de la espada, la hoja en sí lanzaba un tajo hacia la derecha y apartaba las armas enemigas, después giraba en redondo y subía y mientras la garganta del guerrero se derrumbaba en ese apretón salvaje, la espada caía con fuerza y atravesaba un alfanje levantado, penetraba en carne y hueso, destrozaba una clavícula y después una multitud de costillas…

Al arrancar la espada hizo estallar la caja torácica y Samar se quedó mirando el corazón de la víctima, que todavía latía; el órgano salió impelido de su nido roto y colgó por un momento de las arterias y venas arrancadas antes de que el guerrero cayera al suelo.

Alguien estaba gritando (lejos de la batalla), a la izquierda, a cierta distancia, donde había una orilla rocosa y detrás, en aguas abiertas, una fila de canoas de madera de eslinga baja y gran eslora, y vio allí a una mujer menuda, de cabello dorado, una humana, invocando conjuros.

Pero fuera cual fuera la hechicería con la que trabajaba, no parecía lograr nada. Por imposible que pareciera, Karsa Orlong se había ido abriendo camino hasta la parte exterior de la multitud, donde giró en redondo, de espaldas a un pino enorme, la espada de pedernal casi desdeñosa cuando apartaba ataques, mientras el toblakai hacía una pausa para descansar.

Samar no podía creer lo que estaba viendo.

Más gritos, un único guerrero, en pie, pero lejos de los empujones de la chusma, le bramaba algo a sus compañeros, que empezaron a retroceder y apartarse de Karsa Orlong.

Al ver que el toblakai respiraba hondo, hinchaba el pecho y después alzaba la espada, Samar Dev lanzó un grito.

—¡Karsa! ¡Espera! ¡No ataques, maldito seas!

La expresión furiosa y fría que la miró a los ojos hizo estremecerse a Samar.

El gigante hizo un gesto con la espada.

—¿Ves lo que queda de los anibar, mujer? —Su voz era profunda, el ritmo de sus palabras como un tambor de guerra.

Ella asintió, se negaba a mirar una vez más a los prisioneros, atados cabeza abajo a unos armazones de madera con los brazos y piernas abiertos, en fila en el borde interno del campamento, sus formas desnudas pintadas del rojo de la sangre y ante cada víctima un montón de ascuas encendidas que llenaban el aire con el hedor a pelo y carne quemada. A Karsa Orlong, comprendió ella, lo había empujado la cólera, pero esa furia no hacía temblar al enorme guerrero, la espada estaba inmóvil, sostenida en el aire, lista, y la misma quietud de esa hoja parecía prometer una marea de destrucción.

—Lo sé —dijo Samar—. Pero escúchame, Karsa. Si los matas a todos, y veo que es lo que tienes intención de hacer… ¡pero escucha! Si los matas, vendrán más en busca de sus parientes desaparecidos. Más vendrán, toblakai, y esto no terminará nunca, hasta que cometas un error, hasta que haya tantos que ni siquiera tú puedas llegar a prevalecer jamás. Y tampoco puedes estar en todas partes al mismo tiempo, así que morirán más anibar.

—¿Qué sugieres entonces, mujer?

Samar se adelantó sin hacer caso, de momento, de los guerreros de piel gris y de la bruja de cabello amarillo.

—Ahora te temen, Karsa, y debes utilizar ese miedo… —Hizo una pausa, distraída por una conmoción en aquel cruce de chozas y tiendas de campaña que había cerca de las canoas varadas. Habían aparecido dos guerreros arrastrando a alguien. Otro ser humano. Tenía la cara hinchada por las palizas constantes, pero aparte de eso no parecía herido. Samar Dev estudió al recién llegado con los ojos entrecerrados y después se acercó a toda prisa a Karsa, bajó la voz y le habló con un susurro áspero—. Ahora tienen un intérprete, Karsa. Los tatuajes de los antebrazos. Es taxiliano. Escúchame. Rápido. Utiliza ese miedo. Diles que hay más de los tuyos, aliados de los anibar, y que tú no eres más que el primero de una horda que viene a responder a un ruego de socorro. ¡Karsa, diles que se larguen de una vez de esta tierra del Embozado!

—Si se van, no puedo matar a más.

Había estallado una discusión entre los invasores. El guerrero que había dado las órdenes estaba rechazando (de un modo bastante obvio) los ruegos frenéticos de la humana de pelo amarillo. El taxiliano, al que sujetaban por los brazos, permanecía a un lado siguiendo el debate, pero su rostro estaba demasiado destrozado para revelar expresión alguna. Samar vio que los ojos del hombre se posaban por un instante en ella y Karsa, después volvieron a ella y, con lenta deliberación, el taxiliano guiñó un ojo.

Dioses del inframundo. Bien. Samar asintió. Después, para ahorrarle cualquier castigo, desvió la mirada y se encontró contemplando la escena de una terrible carnicería. Unas figuras yacían gimiendo entre un humus empapado de sangre. Había por todas partes mangos de lanzas rotos, como astillas esparcidas de una carreta volcada. Pero sobre todo había cadáveres inmóviles, miembros amputados, huesos expuestos e intestinos derramados.

Y Karsa Orlong ni siquiera se había quedado sin resuello.

¿Eran esos desconocidos altos e inhumanos tan malos luchadores? A Samar no se lo parecía. Por su atavío, la suya era una sociedad de guerreros. Pero muchas de esas sociedades, si terminan estancándose o aislándose durante un largo periodo de tiempo, vinculan sus artes marciales a formas y técnicas ritualizadas. Tendrían no más de una forma de luchar, quizá con unas cuantas variaciones, y les resultaría difícil adaptarse a lo inesperado… por ejemplo, a un toblakai solitario con una espada de pedernal irrompible casi tan larga como alto es él, un toblakai poseedor de una velocidad pasmosa y la precisión fría e indiferente de un asesino nato.

Y Karsa había dicho que ya se había enfrentado a ese enemigo una vez.

Se acercaba el comandante de los asaltantes de piel gris, al taxiliano lo arrastraban tras él, la bruja de pelo amarillo se apresuraba a acompañar al líder, que, al darse cuenta, la obligó a retroceder un paso con el brazo.

Samar vio el destello de odio desenfrenado que la mujercita dirigió a la espalda del comandante. Había algo colgando del cuello de la bruja, algo ennegrecido y oblongo, un dedo amputado. Una bruja sin duda, versada en las viejas artes, las costumbres perdidas de la magia espiritual, bueno, no perdidas del todo, yo también he hecho de ellas mi propia especialidad, zorra atávica que soy. Pero el cabello, los rasgos con forma de corazón (y esos ojos azules) le recordaban a Samar Dev a los pueblos pequeños y casi en su totalidad subyugados que se podían encontrar cerca del centro del subcontinente, en ciudades tan antiguas como Halaf, Guran y Karashimesh; y tan al oeste como Omari. Quizá algún resto de población, quizá. Y sin embargo, sus palabras anteriores habían sido en un idioma que Samar no había reconocido.

El comandante habló entonces, era obvio que se dirigía a la bruja de pelo amarillo, que, a su vez, transmitió sus palabras (en otro idioma distinto) al taxiliano. Al oír el último intercambio, Samar Dev abrió mucho los ojos al reconocer ciertas palabras, aunque jamás las había oído pronunciadas, solo las había leído en los tomos más antiguos. Restos, de hecho, del Primer Imperio.

El taxiliano asintió cuando la bruja terminó. Miró primero a Karsa y después a Samar Dev, y por fin habló.

—¿A cuál de vosotros debería transmitir las palabras del preda?

—¿Por qué no a los dos? —respondió Samar—. Los dos te entendemos, taxiliano.

—Muy bien. El preda pregunta qué razón tenía este tartheno para atacar sin justificación a sus guerreros merude.

¿Tarthenal?

—Venganza —se apresuró a decir Samar Dev antes de que Karsa Orlong desencadenara otro choque sangriento más. Señaló las patéticas formas de los armazones del borde del campamento—. Esos anibar, que sufren vuestros crueles castigos, han acudido a sus antiguos aliados, los toblakai…

Al oír esa palabra, la bruja de pelo amarillo se sobresaltó y los ojos alargados del preda se abrieron un poco más, solo un poco pero suficiente.

—… y este guerrero, un humilde cazador de un clan de veinte mil toblakai, estaba, por casualidad, cerca; representa el comienzo de lo que será, me temo, un castigo riguroso. Suponiendo que el preda sea, por supuesto, lo bastante necio como para aguardar su llegada.

Cierto buen humor destelló en los ojos del taxiliano, que se velaron de inmediato cuando se volvió para transmitir las palabras de Samar a la bruja de pelo amarillo.

Lo que esta a su vez le dijo al preda fue el doble de largo que la versión del taxiliano.

Preda. ¿Me pregunto si será una variación de predal’atr? Un comandante de unidad en una legión del Primer Imperio, en la Era Media. Pero… no tiene ningún sentido. Estos guerreros ni siquiera son humanos, después de todo.

La traducción de la bruja quedó interrumpida de repente por un gesto del preda, que después habló una vez más.

Cuando el taxiliano tradujo al fin, había algo parecido a la admiración en su tono.

—El preda desea expresar su reconocimiento por las formidables habilidades de este guerrero. Es más, inquiere si el deseo de venganza del guerrero está ya aplacado.

—No lo está —respondió Karsa Orlong.

El tono fue suficiente para el preda, que habló otra vez. La expresión de la bruja de pelo amarillo se cerró de repente y transmitió sus palabras al taxiliano en un tono extraño, monótono y apagado.

Oculta júbilo.

Surgieron ciertas sospechas en el interior de Samar Dev. ¿Y ahora qué va a ocurrir?

—El preda comprende la… postura del toblakai —dijo el taxiliano—. De hecho, empatiza con él, pues el preda mismo aborrece lo que se le ha ordenado hacer por toda esta costa extranjera. Pero él debe seguir los dictámenes de su emperador. Dicho eso, el preda ordenará una retirada completa de sus fuerzas tiste edur, que regresarán a la flota. ¿Está el toblakai satisfecho con eso?

—No.

El taxiliano asintió ante la brusca respuesta de Karsa y el preda habló otra vez.

¿Y ahora qué?

—El preda, una vez más, no tiene más alternativa que seguir las órdenes de su emperador, una orden permanente, si quieres. El emperador es el guerrero más extraordinario que ha visto el mundo y siempre defiende esa declaración en combate personal. Se ha enfrentado a un millar o más de luchadores, llegados prácticamente de cada tierra, y sin embargo sigue con vida, triunfante e invencible. Es por orden del emperador que sus soldados, estén donde estén, da igual con quién hablen, deben transmitir el desafío del emperador. De hecho, el emperador invita a todos y cada uno de los guerreros a un duelo, siempre a muerte, un duelo en el que nadie puede interferir, sean cuales sean las consecuencias, y al contrincante se le conceden todos los derechos de un invitado. Es más, a los soldados del emperador se les encomienda que proporcionen un medio de transporte y que satisfagan todas las necesidades y los deseos de aquellos guerreros que quieran enfrentarse al emperador en duelo.

Más palabras del preda.

Un profundo escalofrío estaba invadiendo a Samar Dev, un pavor que no podía identificar, pero allí había algo… algo que iba inmensamente mal.

El taxiliano reanudó su discurso.

—Así pues, si este cazador toblakai desea la venganza más dulce de todas, debe enfrentarse al que ha ordenado que sus soldados inflijan atrocidades a todos los desconocidos con los que se encuentren. Por consiguiente, el preda invita al toblakai y, si así lo desea, a su compañera a convertirse en huéspedes de los tiste edur en este, su viaje de regreso al Imperio Lether. ¿Aceptáis?

Karsa parpadeó, después bajó la cabeza y miró a Samar Dev.

—¿Me invitan a matar a su emperador?

—Eso parece. Pero, Karsa, hay…

—Dile al preda —dijo el toblakai— que acepto.

Samar vio sonreír al comandante.

—El preda Hanradi Khalag —dijo el taxiliano— te da la bienvenida, entonces, entre los tiste edur.

Samar Dev volvió la vista y contempló los cuerpos que yacían tirados por todo el campamento. ¿Y estos compañeros caídos, preda Hanradi Khalag, no te importan? No, dioses del inframundo, aquí hay algo que va muy mal…

—Samar Dev —dijo Karsa—, ¿te quedas aquí?

Ella sacudió la cabeza.

—Bien —rezongó él—. Ve a buscar a Estragos.

—Ve a buscarlo tú, toblakai.

El gigante sonrió.

—Merecía la pena intentarlo.

—Quítate esa expresión complacida de la cara, Karsa Orlong. No creo que tengas la menor idea de a qué te has comprometido. ¿No oyes los grilletes cerrándose? ¿Encadenándote a este… este desafío absurdo y a estos malditos tiste edur sin sangre?

La expresión de Karsa se oscureció.

—Las cadenas no pueden retenerme, bruja.

Idiota, te están reteniendo ahora mismo.

Al mirar al otro lado, Samar vio que la bruja de pelo amarillo evaluaba a Karsa Orlong con ojos ávidos.

¿Y qué significa eso, me pregunto, y por qué me asusta tanto?

—Puño Temul —preguntó Keneb—, ¿qué se siente al irse uno a casa?

El wickano alto y joven (que no hacía mucho que se había hecho un tatuaje azul de cuerpo entero al estilo del clan Cuervo, un intrincado diseño geométrico que hacía que su cara pareciera un retrato elaborado con teselas) estaba contemplando a sus soldados, que llevaban por las riendas a sus caballos para subirlos por las rampas instaladas en la playa, más abajo. Al oír la pregunta de Keneb se encogió de hombros.

—Entre mi pueblo me enfrentaré una vez más a todo lo que me he enfrentado aquí.

—Pero no solo, ya no —señaló Keneb—. Esos guerreros de ahí abajo, ahora son tuyos.

—¿Lo son?

—Eso me han dado a entender. Ya no desafían tus órdenes, o tu derecho a darlas, ¿verdad?

—Creo —dijo Temul— que la mayor parte de estos wickanos querrán dejar el ejército una vez que desembarquemos en Unta. Regresarán con sus familias y cuando se les pida que relaten sus aventuras en Siete Ciudades, no dirán nada. En mi opinión, puño Keneb, mis guerreros están avergonzados. No por el poco respeto que me han mostrado. No, están avergonzados por la lista de fracasos de este ejército. —Clavó los ojos oscuros y duros en Keneb—. Son demasiado viejos, o demasiado jóvenes, y ambas edades se sienten atraídas por la gloria como si fuese una amante prohibida.

Temul no era de los que daban discursos y Keneb no recordaba haber conseguido arrancarle jamás tantas palabras juntas al atormentado joven.

—Buscaban la muerte, entonces.

—Sí. Querían unirse a Coltaine, Bastión y los demás del único modo posible. Morir en batalla, contra el mismo enemigo. Por eso cruzaron el océano, por eso dejaron sus aldeas. No esperaban regresar jamás a sus hogares, así que este último viaje de regreso a Quon Tali acabará con ellos.

—Malditos idiotas. Disculpa…

Una sonrisa amarga de Temul cuando sacudió la cabeza.

—No hace falta. Son unos necios, e incluso si yo tuviera sabiduría, no conseguiría compartirla.

Entre los restos del campamento que quedaba a sus espaldas comenzaron a aullar los perros pastores. Los dos hombres se volvieron, sorprendidos. Keneb miró a Temul.

—¿Qué pasa? Por qué…

—No lo sé.

Echaron a andar de regreso al campamento.

El teniente Poros observó a Torcido subir disparado por la pista. Al paso del perro se levantaban pequeños remolinos de polvo. Vislumbró por un momento unos ojos salvajes, medio locos, sobre el morro mutilado, después la bestia se perdió de vista. Así que solo ahora averiguamos que les aterroriza el agua. Bueno, bien. Podemos dejar aquí a esos bichos feos. Miró con los ojos entrecerrados la fila de wickanos y setis que supervisaban el embarque de sus escuálidos caballos, no muchos de esos animales sobrevivirían al viaje, sospechaba Poros, lo que los convertía en valiosas fuentes de carne. Lo que sea para animar el agua de fregar la cubierta y la porquería de bazofia que los marineros llaman comida. Oh, estos guerreros montados se quejarían, cómo se quejarían, pero eso no les impediría hacer cola con los cuencos preparados cuando sonase la campana.

Tierno se había asegurado de que la consejera supiera, con todo lujo de detalles, lo mucho que le desagradaba la incompetencia del puño Keneb. Nadie dudaba que a Tierno le sobraba coraje, o al menos una megalomanía rampante. Pero esa vez, maldita fuera, el viejo cabrón tenía cierta razón. Habían perdido un día entero y la mitad de una noche por culpa de Keneb. Una puñetera inspección de equipos del Embozado, presentados pelotón por pelotón (y justo en medio de la asamblea de embarque), dioses, el follón que se había armado. «¿Es que Keneb ha perdido la cabeza?» Oh, sí, la primera pregunta de Tierno a la consejera, y algo en el ceño de respuesta de la interpelada le indicó a Poros que la desdichada mujer no sabía nada, y era obvio que tampoco comprendía por qué Keneb habría ordenado algo así.

Bueno, tampoco era de extrañar, con tanto andar con cara mustia por su puñetera tienda haciendo quién sabía qué con esa belleza fría de T’amber. Hasta la frustración del almirante había sido obvia. Se estaba corriendo la voz por las filas de que era muy probable que Tavore tuviera todas las papeletas para que la degradaran; Y’Ghatan podría haberse manejado mejor. Cada puñetero soldado resultaba ser un genio de la táctica cuando se trataba el asunto y más de una vez Poros había arrancado un buen trozo de carne soldadesca por algún comentario que hedía a traición. No importaba que Nok y Tavore estuvieran a la riña; no importaba que Tene Baralta fuera un caldero hirviente de sedición entre los oficiales; ni siquiera importaba que el propio Poros no hubiera decidido todavía si la consejera podría haberlo hecho mejor en Y’Ghatan, ya solo los rumores eran tan venenosos como cualquier peste que pudiera escupir la diosa Gris.

Poros estaba deseando, y a la vez temiendo, el embarque en los transportes y el largo y tedioso viaje que tenían por delante. Unos soldados aburridos eran peores que la carcoma en la quilla, o eso era lo que no dejaban de decir los marineros mientras posaban los ojos hastiados en los hombres y mujeres polvorientos que subían maldiciendo por las rampas solo para quedarse callados, apiñados como ovejas esquiladas, en las carboneras con pinta de lanchas mientras el canturreo de las idas y venidas resonaba sobre las aguas picadas. Peor todavía, los mares y océanos eran criaturas desagradables. Los soldados se enfrentaban a la muerte sin un solo parpadeo si sabían que podían defenderse, quizá incluso salir del lío luchando, pero el mar era inmune a las estocadas, las flechas que silbaban por el aire y los muros de escudos. Y bien sabe el Embozado que ya hemos tragado bastante esa costra grumosa de la impotencia.

Y a los malditos perros pastores se les ocurría perder los papeles justo en ese momento.

¿Y ahora qué? Sin saber muy bien tampoco por qué, Poros escogió la misma dirección que había tomado Torcido. Al este, por la pista, pasó junto a la tienda de mando, después junto al círculo interno de piquetes, y salió hacia las trincheras de las letrinas; el teniente vio entonces a una docena más o menos de perros pastores que corrían disparados. Las formas moteadas, oscuras, se reunían y después dibujaban círculos entre ladridos salvajes, y en el camino, los sujetos de su excitación, una tropa que se acercaba a pie.

En el nombre de la Reina, ¿se puede saber quiénes son esos? Los escoltas estaban todos en el campamento, estaba seguro, y había visto a los setis practicando las vomitonas en las rampas (los tipos se mareaban en un charco). Y los wickanos ya habían entregado sus monturas a las agobiadas tripulaciones de los transportes.

Poros miró a su alrededor y vio a un soldado que llevaba tres caballos hacia la playa.

—¡Eh! Espera ahí. —Se acercó—. Dame uno de esos.

—No están ensillados, señor.

—¿En serio? ¿Y cómo lo sabes?

El hombre empezó a señalar el lomo del caballo…

—Idiota —dijo Poros—. Dame esas riendas; no, esas otras.

—Es el de la consejera…

—Me lo pareció. —Apartó a la bestia y se subió de un salto en su lomo. Después partió por el camino. El huérfano, Larva, salía en ese momento del campamento, llevaba junto a un tobillo el chucho gritón que parecía algo que regurgitaría una vaca después de comer una alfombra de moer. Poros no les hizo ni caso, viró su montura hacia el este y la espoleó para ponerla a medio galope.

Ya podía ponerle nombre a la que iba al frente: capitán Faradan Sort. Y ahí estaba ese mago supremo, Ben el Rápido, y ese aterrador asesino, Kalam, y… dioses del inframundo, pero son todos… no, no lo eran. ¡Infantes! ¡Malditos infantes de marina!

Oyó gritos a su espalda en el campamento, se estaba dando la alarma fuera de la tienda de mando.

Poros no podía creer lo que estaba viendo. Supervivientes de la tormenta de fuego, era imposible. Cierto, tienen mala pinta, parecen medio muertos, de hecho. Como si el Embozado los hubiera usado para limpiarse los malditos oídos. Ahí está Lostara Yil, bueno, ella no está tan mal como el resto…

El teniente Poros se detuvo delante de Faradan Sort.

—Capitán…

—Necesitamos agua —dijo la mujer, las palabras apenas conseguían salir entre unos labios secos, agrietados y llenos de ampollas.

Dioses, tienen un aspecto horrible. Poros giró el caballo en redondo y a punto estuvo de caerse del lomo del animal en el proceso. Se irguió y cabalgó de regreso al campamento.

Cuando Keneb y Temul llegaron al camino principal, a treinta pasos de la tienda de mando, vieron aparecer a la consejera, un momento después a Blistig y después a T’amber. Los soldados estaban gritando algo todavía incomprensible en el extremo oriental del campamento.

La consejera se volvió hacia los dos puños que se acercaban.

—Parece que mi caballo ha desaparecido.

Keneb arqueó las cejas.

—¿De ahí las alarmas? Consejera…

—No, Keneb. Han visto una tropa en el camino del este.

—¿Una tropa? ¿Nos están atacando?

—No lo creo. Bueno, acompáñeme. Al parecer tendremos que caminar. Y eso le permitirá, puño Keneb, explicar el fiasco de embarco de su compañía.

—¿Consejera?

—Su repentina incompetencia me resulta poco convincente.

El puño la miró. Había una insinuación de alguna emoción en aquel rostro corriente, demacrado. Una insinuación, nada más, no lo suficiente como para poder identificarla.

—Larva —dijo el puño.

La consejera alzó las cejas.

—Creo que va a tener explicarse un poco mejor, puño Keneb.

—Dijo que deberíamos tardar un día más en embarcar, consejera.

—¿Y el consejo de ese niño, un niño que apenas sabe leer y que además crece medio salvaje, es justificación suficiente para que usted confunda las instrucciones de su consejera?

—No, en circunstancias normales, no —respondió Keneb—. Es difícil de explicar, pero sabe cosas. Cosas que no debería saber, quiero decir. Sabía que partíamos hacia el oeste, por ejemplo. Sabía los puertos en los que planeábamos arribar…

—Quizá se ocultó detrás de la tienda de mando —dijo Blistig.

—¿Has visto alguna vez esconderse al chico, Blistig? ¿Jamás?

El hombre frunció el ceño.

—Debe de dársele muy bien, entonces.

—Consejera, Larva dijo que teníamos que demorarnos un día o moriríamos todos. En el mar. Estoy empezando a creer…

La consejera levantó una mano enguantada, el gesto lo bastante brusco como para silenciarlo, y el puño vio que los ojos femeninos se habían entrecerrado, clavado en lo que tenía delante…

Un jinete, montado a pelo, se acercaba a galope tendido.

—Es el teniente de Tierno —dijo Blistig.

Cuando fue obvio que el hombre no tenía intención de frenar ni de desviarse, todo el mundo se apartó a toda prisa a los lados del camino.

El teniente esbozó un apresurado saludo militar, apenas visto entre el polvo, y pasó como un trueno mientras gritaba algo parecido a «¡Necesitan agua!».

—Y —añadió Blistig mientras apartaba a manotazos las nubes de polvo cuando todos echaron a andar otra vez— ese era su caballo, consejera.

Keneb miró camino abajo, parpadeando para quitarse la arenilla de los ojos. Unas figuras vacilaban a lo lejos. Indistintas… No, esa era Faradan Sort, ¿verdad?

—Su desertora regresa —dijo Blistig—. Una estupidez por su parte, la verdad, dado que la deserción se castiga con la muerte. Pero ¿quiénes son esas personas que van detrás? ¿Y qué llevan en las manos?

La consejera se detuvo de golpe, el movimiento fue casi un tambaleo.

Ben el Rápido. Kalam. Más caras, cubiertas de polvo, tan blancas que parecían fantasmas… Y es que lo son. ¿Qué otra cosa podrían ser? Violín. Gesler, Lostara Yil, Tormenta… Keneb vio una cara conocida, imposible, tras otra. Abrasados por el sol, tambaleantes, como criaturas atrapadas en el delirio. Y en sus brazos, niños, los ojos apagados, hundidos…

El niño sabe cosas… Larva…

Y allí estaba, flanqueado por sus extáticos perros, hablando, al parecer, con Peccado.

Peccado, pensábamos que estaba loca de pena, había perdido un hermano, después de todo… perdido y ahora encontrado de nuevo.

Pero Faradan Sort había sospechado, con toda razón, que otra cosa había sido la que había poseído a Peccado. Una sospecha lo bastante fuerte como para empujarla a desertar.

Dioses, nos rendimos con demasiada facilidad, pero no, la ciudad, la tormenta de fuego, esperamos días enteros, esperamos hasta que aquella maldita ruina entera se había enfriado. Revolvimos entre las cenizas. Nadie podría haber sobrevivido a aquello.

La tropa llegó adonde se encontraba la consejera.

La capitán Faradan Sort se irguió con solo una ligera vacilación y después hizo un saludo militar, con el puño al lado izquierdo del pecho.

—Consejera —dijo con voz ronca—, me he tomado la libertad de reformar los pelotones, pendiente de aprobación…

—Esa aprobación es responsabilidad del puño Keneb —dijo la consejera, su voz sonaba extraña, apagada—. Capitán, no esperaba verla otra vez.

Un asentimiento.

—Comprendo las necesidades de mantener la disciplina militar, consejera. Y por tanto, me entrego a usted. Le pido, sin embargo, que sea indulgente con Peccado, su juventud, su estado de ánimo en ese momento…

Caballos subiendo por el camino. El teniente Poros, que regresaba con más jinetes tras él. Vejigas llenas de agua que se balanceaban y rebotaban como ubres enormes. Los otros jinetes eran sanadores todos y cada uno, incluyendo los wickanos Nada y Menos. Keneb se quedó mirando sus expresiones de creciente incredulidad a medida que se acercaban.

Violín se había adelantado con un escuálido niñito profundamente dormido en los brazos.

—Consejera —dijo entre unos labios cuarteados—, sin la capitán, que cavó con sus propias manos, ni uno solo de los que estábamos atrapados bajo esa maldita ciudad la habríamos abandonado. Seríamos huesos medio podridos ahora mismo. —Se acercó un poco más, pero su esfuerzo por bajar la voz y convertirla en un susurro falló y Keneb lo oyó decir—: Consejera, cuelga usted a la capitán por deserción y más vale que consiga muchas más sogas, porque nosotros dejaremos este miserable mundo cuando ella lo haga.

—Sargento —dijo la consejera, que parecía imperturbable—, ¿he de entender que usted y esos pelotones que tiene detrás se metieron bajo Y’Ghatan en medio de la tormenta de fuego, de algún modo consiguieron no cocerse vivos en el proceso y después se abrieron camino cavando?

Violín volvió la cabeza y escupió sangre, después esbozó una sonrisa escalofriante, funesta, los labios se partieron en dos filas de fisuras rojas y brillantes.

—Sí —dijo con voz ronca—, nos fuimos de caza… por entre los huesos de esa maldita ciudad. Y luego, con la ayuda de la capitán, salimos arrastrándonos de esa tumba.

La mirada de la consejera abandonó al desharrapado y fue recorriendo con lentitud toda la fila, las caras demacradas, los ojos letales que se asomaban a rostros incrustados de polvo, la piel desnuda, ampollada.

—Auténticos cazahuesos, así pues. —Hizo una pausa cuando Poros se adelantó con sus sanadores y las botas de agua, y después dijo—: Bienvenidos a casa, soldados.