15

Un anciano, dejados atrás sus mejores

años de soldado, sus ojos

ribeteados de polvo,

se alzó como despertado de golpe

del pozo de la matanza, derribado

de la huida interrumpida,

cuando jóvenes espadas lo persiguieron

y expulsaron del campo.

Parece una promesa que solo necios

podrían soñar desplegada,

los estandartes de gloria

gesticulando

al viento sobre su cabeza,

despojados como fantasmas,

cráneos hundidos, labios aleteando,

las bocas abiertas, mudas.

«Oh, prestadme oídos», exclama él

sobre su imaginada cima,

«y hablaré de riquezas

y recompensas, de mi grandeza,

mi cara antaño joven como estas

que veo ante mí, ¡oíd!»

Mientras aquí me siento de Tapu

a la mesa, dedos grasientos

con carne ensartada, copa agrietada

perlada bajo el caluroso sol, el vino

aguado para hacer en la

alianza de fino y espeso,

ambos hasta un punto pasables.

Al alcance de un brazo

de este agitador, este

enredador trompetero, que un día

quizá se encontrara con el escudo trabado

a mi lado, teñido de rojo, enmascarado

de borracho, basto de miedo,

en el momento antes de romperse…

romperse y correr…

Y ahora quiere llamar a una nueva

generación a la guerra, al clamor de la batalla,

¿y por qué? Bueno, por qué… Todo

porque una vez corrió, pero escuchad:

un soldado que una vez corrió,

siempre corre, y esto,

honorable magistrado,

es la razón…

la única razón digo yo…

para que mi cuchillo buscara su espalda.

Era un soldado

cuyas palabras de un empujón

me despertaron.

«Defensa de Bedura» en La muerte del rey Qualin Tros de Bullid

Transcrita como canción por Pescador

Ciudad Malaz, el último año del reinado de Laseen

En medio de un aura que olía y recordaba a una cripta, Noto Forúnculo, sajador de la compañía, kartooliano de nacimiento y en otro tiempo sacerdote de Soliel, mechones de cabello largos, ralos e incoloros de los que tiraba el viento como si fueran hebras de una telaraña, la piel del tono del cuero de cabra curtido, se alzaba como un arbolito joven encorvado y se hurgaba los dientes recubiertos de verde con una espina de pescado. Era su costumbre desde hacía tanto tiempo que se había hecho agujeros entre cada diente y las encías habían retrocedido un buen trecho, lo que convertía su sonrisa en esquelética.

Hasta el momento no había sonreído más que una vez, a modo de saludo, y para Ganoes Paran ya habían sido demasiadas.

En ese momento el sanador parecía, en el mejor de los casos, pensativo, en el peor distraído por el aburrimiento.

—No puedo decirlo con seguridad, capitán Tierno —dijo al fin el hombre.

—¿El qué?

Un destello en los ojos, gris flotando en tinieblas amarillas.

—Bueno, tenía una pregunta para mí, ¿no es cierto?

—No —respondió Paran—, tenía para usted una orden.

—Sí, por supuesto, a eso me refería.

—Le ordené que se hiciera a un lado.

—El puño supremo está muy enfermo, capitán. No le servirá de nada interrumpir su agonía. Y lo que es más importante, podría infectarse usted con el pavoroso contagio.

—No, no me contagiaré. Y es sobre su agonía sobre lo que tengo intención de hacer algo. De momento, sin embargo, deseo verlo. Eso es todo.

—La capitán Arroyodulce ha…

—La capitán Arroyodulce ya no está al mando, sajador. Estoy yo. Y ahora quítese de mi camino antes de que lo destine a irrigar los intestinos de los caballos, y dada la escasa calidad del pienso que se les ha proporcionado en los últimos tiempos…

Noto Forúnculo examinó la espina de pescado que tenía en la mano.

—Tomaré nota de esto en mi diario de la compañía, capitán Tierno. Como sanador de más rango de la hueste, hay ciertas dudas sobre la cadena de mando en estos momentos. Después de todo, en circunstancias normales estoy muy por encima de los capitanes…

—Estas no son circunstancias normales. Estoy empezando a perder la paciencia.

Una expresión de leve desagrado.

—Sí, tengo conocimiento de primera mano de lo que pasa cuando pierde la paciencia, por muy injusta que sea la situación. Le recuerdo que recayó sobre mí sanar el pómulo roto de la capitán Arroyodulce. —El hombre se apartó a un lado de la entrada—. Por favor, capitán, sea bienvenido.

Paran pasó sin prisas, con un suspiro, junto al sajador, apartó la solapa y entró en la tienda.

Penumbra, el aire caluroso y denso con un incienso pesado que apenas podía enmascarar el hedor de la enfermedad. En ese primer aposento había cuatro catres, cada uno ocupado por un comandante de compañía, solo dos le resultaban conocidos a Paran. Todos dormían o estaban inconscientes, los miembros retorcidos en las mantas manchadas de sudor, los cuellos hinchados por la infección, cada aliento aspirado era un resuello aflautado como un coro espeluznante. Conmocionado, el capitán pasó junto a ellos y entró en el aposento trasero de la tienda, donde no había más que un ocupante.

Bajo aquel aire granuloso, crepuscular, Paran se quedó mirando la figura del catre. Su primer pensamiento fue que Dujek Unbrazo ya estaba muerto. Un rostro envejecido, exangüe, estropeado por oscuras manchas moradas, los ojos cerrados incrustados de mucosidad. La lengua del hombre, del color del acero de Aren, estaba tan hinchada que le había abierto la boca a la fuerza y había partido los labios resecos. Un sanador, con toda probabilidad Noto Forúnculo, había envuelto el cuello de Dujek con una mezcla de moho, ceniza y arcilla que después se había secado y parecía el collarín de un esclavo.

Tras un largo momento, Paran oyó a Dujek aspirar una bocanada de aire, el sonido irregular se interrumpía una y otra vez con las leves convulsiones del pecho. El escaso aire volvía a salir siseando en un silbido estertóreo.

Dioses del inframundo, este hombre no saldrá de esta noche.

El capitán se dio cuenta de que se le habían entumecido los labios y que le estaba costando concentrarse. Este maldito incienso, es d’bayang. Se quedó allí otra media docena de latidos con los ojos puestos en la figura encogida y frágil del general vivo más extraordinario del Imperio de Malaz, después dio media vuelta y salió del aposento.

Dos zancadas por la habitación exterior y una voz ronca lo detuvo.

—En el nombre del Embozado, ¿quién eres?

Paran miró a la mujer que había hablado. Estaba incorporada en la cama, lo suficiente para poder mirar al capitán de tú a tú. De piel oscura, su complexión carecía de las arrugas curtidas de la vida en el desierto, ojos grandes y muy oscuros. Cabello negro, fibroso, aplastado por el sudor, muy corto, pero, no obstante, traicionaba un ondulado natural que le rodeaba la cara redonda que la enfermedad había demacrado y había hecho que los ojos le parecieran más profundos, más hundidos.

—El capitán Tierno…

—Y una mierda del Abismo. Yo serví a las órdenes de Tierno en Nathilog.

—Bueno, una noticia poco alentadora. ¿Y usted es?

—Puño Rythe Bude.

—Uno de los ascensos recientes de Dujek, entonces, pues jamás he oído hablar de usted. Ni tampoco consigo averiguar de dónde procede.

—Shal-Morzinn.

Paran frunció el ceño.

—¿Oeste de Nemil?

—Sudoeste.

—¿Y cómo terminó en Nathilog, puño?

—Por los Tres, dame un poco de agua, maldito seas.

Paran miró a su alrededor hasta que encontró una vejiga, que llevó junto a ella.

—Eres un necio —dijo la mujer—. Por entrar aquí. Ahora morirás con el resto de nosotros. Tendrás que echármela en la boca.

Paran quitó el tapón y se inclinó hacia ella.

La mujer cerró aquellos ojos extraordinarios, luminosos, echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca. Tenía los verdugones del cuello rotos y se filtraba por ellos un fluido claro tan denso como las lágrimas. Paran apretó la vejiga y observó el agua que le caía a la mujer en la boca.

Ella tragó con frenesí, jadeó y después tosió.

El capitán apartó la vejiga.

—¿Suficiente?

La puño consiguió asentir de algún modo, volvió a toser y después maldijo en un idioma desconocido.

—Este maldito humo —añadió en malazano—. Entumece la garganta y ni siquiera sabes cuándo estas tragando. Cada vez que cierro los ojos, los sueños de d’bayang se precipitan sobre mí como los vientos rojos.

Paran se irguió y bajó la vista para mirarla.

—Dejé Shal-Morzinn… con prisas. En un mercante de los moranthianos azules. El dinero para el pasaje se acabó en una ciudad llamada Brea, en la costa genabarii. Desde ahí conseguí llegar a Nathilog y con una barriga demasiado vacía para permitirme pensar con claridad, me alisté.

—¿Dónde quería ir?

La mujer hizo una mueca.

—Tan lejos como me llevaran mis dineros, necio. Contrariar a los Tres no es la mejor forma de garantizar una vida larga. Bendito sea el beso de Oponn, no vinieron a por mí.

—¿Los Tres?

—Los gobernantes de Shal-Morzinn… durante los últimos mil años. Me pareció que reconocías el nombre del Imperio, que es más de lo que hace la mayoría.

—No sé nada aparte del nombre en sí, que se encuentra en ciertos mapas malazanos.

La mujer lanzó una carcajada ronca.

—Malazanos. Fueron lo bastante listos como para hacer que su primera visita fuera la última.

—No era consciente de que lo habíamos visitado alguna vez —dijo Paran.

—El emperador y Danzante. El buque insignia imperial, el Torzal. Dioses, ya solo ese navío fue suficiente para dar que pensar a los Tres. Por lo general, para ellos es pura rutina aniquilar a los desconocidos; no comerciamos con nadie, ni siquiera con los nemil. Los Tres desprecian a los forasteros. Si esa fuera su inclinación ya habrían conquistado el continente entero a estas alturas, incluyendo Siete Ciudades.

—No son expansionistas, entonces. No me extraña que nadie haya oído hablar de ellos.

—Más agua.

El capitán se la dio.

Cuando se le pasó la tos, la puño lo miró a los ojos.

—No me lo has dicho, ¿quién eres en realidad?

—El capitán Ganoes Paran.

—Está muerto.

—Todavía no.

—Está bien. ¿Por qué la mentira, entonces?

—Dujek me licenció. Oficialmente, carezco de rango.

—Entonces, en el nombre del Embozado, ¿se puede saber que estás haciendo aquí?

Paran sonrió.

—Es una larga historia. De momento, hay una cosa que tengo que hacer y es pagar una deuda. Se lo debo a Dujek. Además, no conviene tener una diosa suelta en el reino mortal, sobre todo una diosa que se complace en la desdicha.

—Todos se complacen en la desdicha.

—Sí, bueno.

La mujer enseñó una fila de dientes igualados manchados por la enfermedad.

—Capitán, ¿te crees que si hubiéramos sabido que Poliel estaba en el templo, habríamos entrado siquiera? Tú, por otro lado, no tienes esa excusa. Lo que me lleva a la conclusión de que has perdido la cabeza.

—La capitán Arroyodulce desde luego está de acuerdo con usted, puño —dijo Paran mientras dejaba la vejiga—. Debo despedirme. Le agradecería, puño Rythe Bude, que se refiriera a mí como capitán Tierno. —Se dirigió a la salida de la tienda.

—Ganoes Paran.

Algo en su tono lo hizo darse la vuelta cuando ya iba a coger la solapa.

—Que quemen mi cuerpo —dijo ella—. De ser posible, que me llenen los pulmones de aceite para que me estalle el pecho y libere así al vuelo mi alma destrozada. Es como se hace en Shal-Morzinn.

Él dudó y después asintió.

Fuera, encontró al sajador Noto Forúnculo todavía de pie en su puesto, examinando la punta ensangrentada de la espina de pescado un momento antes de metérsela otra vez en la boca.

—Capitán Tierno —dijo el hombre a modo de saludo—. El escolta Hurlochel acaba de estar aquí, le buscaba. Me ha dado a entender que usted pretende hacer algo… imprudente.

—Sajador, cuando la alternativa es limitarme a esperar a que mueran, acepto el riesgo de hacer algo imprudente.

—Entiendo. ¿Cómo, entonces, ha planeado ese asalto suyo? Dado que se va a enfrentar a la propia diosa Gris. Dudo que ni siquiera su reputación sea suficiente para obligar a los soldados a asaltar el Gran Templo de Poliel. De hecho, dudo que consiga siquiera que entren en G’danisban.

—No me voy a llevar a ningún soldado, sajador.

Un asentimiento sabio del flaco y adusto hombre.

—Ah, un ejército de uno, entonces, ¿no? Lo admito —añadió mirando a Paran con expresión especulativa—, he oído relatos de su extraordinaria… ferocidad. ¿Es cierto que una vez colgó a un falah’d del balcón de la torre de su palacio? Aunque en ese momento era aliado del Imperio. ¿Qué crimen había cometido? Ah, sí, los colores de su atavío desentonaban el primer día del Festival del Emperador. ¿Cuáles fueron los colores que tuvo el descaro de ponerse?

Paran estudió al hombre por un momento y después sonrió.

—Azul y verde.

—Pero esos colores no desentonan, capitán.

—Nunca afirmé que mi criterio fuera el más acertado en materia de estética, sajador. Bueno, ¿de qué estábamos hablando? Ah, sí, mi ejército de uno. De hecho, tengo intención de no liderar más que a un hombre. Juntos, los dos atacaremos a la diosa Gris con objeto de expulsarla de este reino.

—Ha escogido con sabiduría, creo —dijo Noto Forúnculo—. Dado lo que le aguarda a Hurlochel, exhibió una calma extraordinaria hace solo unos momentos.

—Como no podría ser de otro modo —dijo Paran—, puesto que no es él quien viene conmigo. Es usted.

La espina de pescado atravesó el labio superior del sajador. Una expresión de agonía suplantó a la de incredulidad. Se arrancó la aguja ofensora del labio y la tiró al suelo, después se llevó las dos manos a la boca para calmar el dolor. Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas.

Paran le dio al hombre unas palmaditas en la espalda.

—Haga que le vean eso, ¿quiere? Salimos en media campanada, sajador.

Se sentó en un baúl de reglamento y se fue echando hacia atrás poco a poco hasta que la pared de la tienda dejó de ceder, después estiró las piernas.

—Debería estar medio borracho ahora mismo —dijo—, con lo que estoy a punto de hacer.

Hurlochel parecía incapaz de esbozar una sonrisa.

—Por favor, capitán. Deberíamos levantar el campamento. Cortar por lo sano. Le insto a que abandone este empeño, que no servirá más que para provocar la muerte de otro buen soldado, por no mencionar la de un irritante sajador de la compañía, aunque bastante competente.

—Ah, sí, Noto Forúnculo. Fue sacerdote de Soliel, diosa hermana de Poliel.

—Ya no es sacerdote, capitán. Los renegados ya no tienen influencia alguna sobre los ascendientes que han abandonado.

—Soliel, señora de la Sanación y la Beneficencia, la diosa que Derrama Lágrimas que Sanan. A estas alturas debe de haber dejado caer un océano entero de ellas, ¿no le parece?

—¿Es inteligente burlarse de ella en esta tesitura, capitán?

—¿Por qué no? ¿Qué bien les ha hecho a los mortales ese infame e incesante dolor que siente por sus apuros? ¿Algún bien les ha hecho, Hurlochel? Es fácil llorar cuando uno se queda lejos, sin hacer nada. Cuando te llevas el mérito de cada superviviente que hay ahí fuera, aquellos cuyos espíritus libraron la batalla, cuyos espíritus se negaron a entregarse al abrazo del Embozado. —Miró con sonrisa burlona el techo de la tienda—. Son esos supuestos dioses amables y comprensivos los que más cuentas tienen que rendir. —Paran miró furioso al hombre que tenía delante—. Bien sabe el Embozado que los otros son directos y más que puñeteramente claros en su infamia, eso hay que reconocérselo. Pero brindar socorro, salvación y demás mientras se deja el verdadero destino en manos del azar y solo el azar, ¡maldito sea yo, Hurlochel, de eso tendrán que responder!

El escolta había abierto mucho los ojos y no parpadeaba.

Paran apartó la mirada.

—Disculpe. Pensamientos que mejor será que me guarde. Es un antiguo defecto mío, por desgracia.

—Capitán. Por un momento… sus ojos… es que… se prendieron. Como los de una bestia.

Paran estudió al hombre.

—¿Eso hicieron?

—Lo juraría con un tacón en el prepucio del propio Embozado, capitán.

Ganoes Paran se puso en pie de un tirón.

—Transmita estas órdenes a los oficiales. Este ejército se pone en marcha en cuatro días. Dentro de tres días los quiero listos a mediodía, con el equipo completo, con el uniforme puesto y las armas listas para una inspección. Y cuando partamos, quiero dejar este campamento limpio, cada letrina tapada y los desechos quemados. —Miró a Hurlochel—. Ponga a trabajar a estos soldados, se están pudriendo por dentro. ¿Lo tiene todo, Hurlochel?

El escolta sonrió y después repitió las órdenes de Paran palabra por palabra.

—Bien. Asegúrese de recalcarles a los oficiales que los días de hacer el vago lamentándose y quejándose han llegado a su fin. Dígales que a la orden de marchar se colocará en cabeza a la compañía más presentable, todos los demás se comerán su polvo.

—Capitán, ¿adónde nos dirigimos?

—Ni idea. Me preocuparé de eso entonces.

—¿Qué hay del puño supremo y los demás de esa tienda?

—Lo más probable es que no estén en condiciones de hacer mucho durante un tiempo. Entretanto…

—Entretanto usted está al mando de la hueste, señor.

—Sí, así es.

El repentino saludo de Hurlochel fue claro y bien marcado, después giró en redondo y salió despacio de la tienda.

Paran se lo quedó mirando. Bien, al menos alguien se alegra, maldita sea.

Muy poco tiempo después Noto Forúnculo y él habían montado a lomos de sus caballos al borde del campamento y miraban ladera abajo, al otro lado del llano campo de la muerte, donde se alzaban los muros de la ciudad, su piedra caliza blanqueada revestida de una masa de garabatos, símbolos pintados, huellas de manos y figuras de esqueletos. A tan poca distancia deberían oír ruidos alzándose tras esas murallas, la calima de polvo y humo por encima y las enormes puertas deberían estar abiertas y trabadas para dar paso a un torrente constante de mercaderes y buhoneros, boyeros y partidas de trabajadores. Los soldados deberían dejarse ver en las ventanas de las torres cuadradas que flanqueaban la puerta.

El único movimiento procedía de las bandadas de palomas que se alzaban por el aire y después volvían a bajar, inquietas y frenéticas como una armada de cometas rechazadas por vientos de tormenta; movimiento también en los estorninos del desierto teñidos de azul y en los cuervos que graznaban alineados como un ejército de pesadilla en las almenas.

—Capitán —dijo el sajador, la espina volvía a sobresalirle entre los labios, el agujero que había hecho poco antes justo encima de esos labios era un punto rojo, un tanto fruncido, manchado como una espinilla explotada—, ¿me cree capaz de asaltar todo lo que es una abominación para mí?

—Creí que había renegado —dijo Paran.

—A eso voy, precisamente. Ni siquiera puedo recurrir a Soliel en busca de su benigna protección. Quizá sus ojos estén ciegos a la verdad, pero le digo, capitán, que yo puedo ver el aire revolviéndose tras esas murallas; es el aliento del caos. Las corrientes se arremolinan, palpitan; incluso contemplarlas, como hago ahora, me pone enfermo. Moriremos, usted y yo, nada más entrar, sin apenas dar ni diez pasos.

Paran comprobó la espada que llevaba en el cinturón y después se colocó bien la correa del yelmo.

—No estoy tan ciego como usted cree, sajador. —Estudió la ciudad durante un momento, después recogió las riendas—. No se separe mucho de mí, Noto Forúnculo.

—Capitán, la puerta parece cerrada, cerrada a cal y canto; no somos bienvenidos.

—Da igual la maldita puerta —dijo Paran—. ¿Está listo?

El hombre volvió unos ojos de loco hacia él.

—No —dijo con voz chillona—, no lo estoy.

—Acabemos de una vez con esto —dijo Paran y espoleó su caballo.

Noto Forúnculo lanzó una última mirada por encima del hombro y vio soldados de pie, observando, reunidos por cientos.

—Dioses —susurró—, ¿por qué no estoy entre ellos ahora mismo?

Después se movió para alcanzar al capitán Tierno, que una vez había colgado a un hombre inocente de una torre. Y ahora lo vuelve a hacer otra vez, ¡a mí!

Una vez la habían enviado a encontrar a su hermano menor, tuvo que buscarlo por media ciudad. Oh, el niño sabía que iba tras él, sabía que la enviarían a ella, la única capaz de cogerlo por un escuálido tobillo, llevarlo a rastras y después sacudirlo hasta que el cerebro le traqueteara dentro del cráneo. Esa noche la había llevado por un rastro salvaje. Diez años y ya fuera de control, los ojos brillantes como canicas pulidas con saliva, la sonrisa blanca más ladina que el gruñido de un lobo, todo miembros desgarbados y cabriolas maliciosas.

Había estado coleccionando… cosas. En secreto. Mechones de pelo, uñas cortadas, un diente podrido. Algo, según resultó, de cada miembro de toda su parentela. Cuarenta y dos personas si se contaba a Minarala, de cuatro meses, y él la había contado, el muy cabroncete. Una locura menos imaginativa quizá se hubiera conformado con una miríada de muñecos horrendos a los que él podría infligir un tormento menor pero crónico para alimentar su maldad insaciable, pero no su hermano, que era obvio que se creía destinado a una infamia más vasta. No contento con dar a los muñecos la forma de sus víctimas, el niño había construido, con bramante, palos, paja, lana y cuerno, un diminuto rebaño de cuarenta y dos ovejas. Metidas en un corral de ramitas instalado en el ático de la finca. Y luego, con uno de sus propios dientes de leche recién arrancado de la boca, se hizo un colmillo de lobo y después, con restos de piel, el lobo al que pertenecía, a una escala que le permitía devorar a una de las ovejas en miniatura de un solo bocado.

En madejas de magia demente, había metido su lobo entre el rebaño.

Chillidos y llantos en la noche, en un hogar tras otro, desatados por las aterradoras pesadillas empapadas en el hedor a pánico y lanolina de pezuñas ruidosas y huidas desesperadas e impotentes. Mordiscos y empujones del enorme lobo que rugía, la bestia jugaba con todos y cada uno. Oh, ella recordaría el tormento durante mucho, mucho tiempo.

En el curso del día siguiente tíos, tías, sobrinos y demás se fueron reuniendo, todos pálidos y temblorosos, y a medida que llegó la revelación de que todos y cada uno habían compartido la noche de terror, pocos tardaron en comprender la fuente de sus pesadillas; por supuesto, el culpable ya había salido como el viento, rumbo a uno de los incontables refugios que tenía en la ciudad. Donde permanecería escondido hasta que la furia y la indignación pasasen.

Cuando los crímenes los cometían niños, toda furia se desvanecía con el tiempo, y entonces la preocupación se alzaba en su lugar. Cuando eran niños, niños normales; pero no en el caso de Ben Adaephon Delat, que había ido demasiado lejos. Otra vez.

Así que habían despachado a Torahaval Delat para encontrar el rastro de su hermano y darle un castigo apropiado. Por ejemplo, como se había planteado ella en su momento, desollarlo vivo. Conque eran ovejas, ¿eh? Bueno, llevaba en su mochila el muñeco del lobo y con eso pretendía someterlo a la más pavorosa tortura. Aunque en absoluto tenía tanto talento como su hermano menor, y admitía que era mucho menos imaginativa, se las había arreglado para fabricar una especie de correa para la criatura y, fuera donde fuera su hermano, ella podía seguirlo.

El niño consiguió llevarle ventaja buena parte de un día y la noche siguiente, hasta que una campanada antes del amanecer, en un tejado del barrio Prelid de Aren, lo alcanzó, cogió el muñeco del lobo, lo sujetó por las patas traseras y las abrió de un tirón.

El niño, que corría como un rayo un momento dado, se encontró tirado en el suelo al siguiente. Chillidos y carcajadas, y, aunque tropezó, esa risa la ofendió y Torahaval le dio a las piernas un giro más.

Y, con un aullido, cayó en el tejado repleto de guijarros, en las caderas un dolor intenso.

Su hermano chilló también, pero no pudo dejar de reír.

Ella no había mirado con mucha atención el muñeco del lobo y en ese momento, jadeando y entre muecas, intentó hacerlo. La oscuridad era reticente a ceder, pero por fin pudo distinguir el cuerpo atado del animal bajo los jirones de pelo, su ropa interior (la que había desaparecido del tendedero una semana antes) anudada y envolviendo con fuerza un núcleo sólido, sobre la naturaleza del cual decidió no reflexionar demasiado.

El niño sabía que ella iría tras él. Sabía que encontraría su escondrijo de muñecos en el ático. Sabía que utilizaría el muñeco de lobo, su propia ánima, que había sido tan descuidado de dejar atrás. El niño lo sabía… todo.

Esa noche, en la oscuridad que precedía al amanecer, Torahaval decidió que lo odiaría para siempre jamás. Con pasión, un odio lo bastante fiero como para cubrir la tierra completa.

Es fácil odiar a los listos, aunque resulte que son de la familia. Quizá sobre todo en ese caso.

No había un camino claro que llevase desde ese recuerdo a su vida actual, a ese momento, con la única excepción de la sensación de encontrarse atrapada dentro de una pesadilla; una pesadilla de la que, al contrario que de esa otra pesadilla de tantos años atrás, jamás despertaría.

Su hermano no estaba allí, riéndose y jadeando y luego, al fin, con un ataque convulso de júbilo en aquel tejado, liberando la hechicería del muñeco de lobo. Haciendo que el dolor desapareciera. Su hermano, muerto o vivo (a esas alturas con toda probabilidad muerto) estaba muy lejos. Y ella deseaba, con todo su corazón, que no lo estuviera.

Murmurando como un mendigo borracho, Bridthok se sentó ante la mesa de granito manchado que tenía ella a la derecha, empujaba con los dedos de uñas largas el extraño surtido de monedas de oro y plata de un lado a otro para intentar clasificarlas de algún modo, una tarea en la que era obvio que estaba fracasando. Los inmensos cofres de dinero que había en el templo de Poliel carecían de fondo, y no era una forma de hablar sino literal, como habían descubierto. Meter el brazo en la oscuridad gélida era rodear con las manos oro y plata escarchados, con todo tipo de valores. Lingotes grabados, dientes tachonados, esferas agujereadas, torques y anillos, rollos de seda con hilos de oro lo bastante pequeños como para encajar en la palma de una mano, y monedas de todo tipo: cuadradas, triangulares, con forma de media luna, con agujeros, en forma de tubo; junto con intrincadas cajas plegables, cadenas, cuentas, carretes, galletas con forma de panal y lingotes. Ni una sola de esas monedas les resultaba conocida a todos los reunidos allí, atrapados allí, en el templo de G’danisban con su diosa chiflada y horrenda. Torahaval no tenía ni idea que había tantos idiomas en el mundo como los que veía inscritos en buena parte de las monedas. Letras como imágenes diminutas, letras que procedían en diagonal, o en vertical, o en espiral, algunas letras que eran poco más que dibujos de puntos.

De otros reinos, insistía Bridthok. Las monedas más mundanas podían encontrarse en la cámara oriental, detrás del altar, una habitación entera amontonada de putas cosas. El tesoro de un imperio solo en esa habitación, afirmaba el tipo, y quizá tenía razón. Con los primeros rumores sobre la peste, los cofres de Poliel se llenaron a rebosar. Pero era el dinero desconocido el que más interesaba al anciano. Desde entonces se había convertido en la obsesión de Bridthok, su Catálogo de reinos, que él afirmaba que sería su última gloria de estudio erudito.

Un extraño contraste, esa veta académica, en un hombre para el que la ambición y la sed de poder parecían ser todo, la razón para respirar, la jaula por la que se paseaba su corazón asesino.

Había hecho correr más rumores sobre su muerte que nadie que ella hubiera conocido, uno nuevo cada año, más o menos, para mantener a los muchos cazadores lejos de su rastro, afirmaba. Ella sospechaba que el tipo sencillamente se complacía en el desafío de la invención. Entre los necios (los compañeros de conspiración de Torahaval) reunidos allí, Bridthok era quizá el más fascinante. Ni Septhune Anabhin ni Sradal Purthu la alentaban en asuntos de confianza o respeto. Y Sribin, bueno, Sribin ya ni siquiera era reconocible.

El destino, según parecía, de aquellos a los que la diosa Gris tomaba como amantes mortales. Y cuando la diosa se cansara de la criatura putrefacta y llorosa que en otro tiempo había sido Scriben, la muy zorra elegiría a otro. En su reserva cada vez más pequeña de prisioneros aterrados. Hombres, mujeres, adultos, niños, nada importaba a Poliel.

Bridthok insistía en que el culto a Sha’ik había renacido, más revitalizado incluso, mucho más de lo que se había dado antes. En algún lugar, allí fuera, estaba la Ciudad de los Caídos y una nueva Sha’ik, y la diosa Gris estaba cosechando para ella una legión rota de locos para quienes todo lo que era mortal pertenecía a la desdicha y el dolor, los gemelos fruto del vientre de Poliel. Y gris, entre el miasma y el caos, desdibujado por la distancia, allí acechaba el dios Tullido, retorcido y riéndose a carcajadas agudas y secas, envuelto en sus cadenas, ciñendo cada vez más esa pestilente alianza.

¿Qué sabía Torahaval de guerras entre los dioses? Ni siquiera le importaban, aparte de las repercusiones mortales que pudieran tener en su mundo, en su vida.

Hacía mucho tiempo que su hermano menor había caído en un lado, ella en otro. Y toda esperanza de huida había desaparecido ya.

Los murmullos de Bridthok cesaron con un jadeo repentino. Se sobresaltó en la silla, levantó la cabeza y abrió mucho los ojos.

Un temblor recorrió entera a Torahaval Delat.

—¿Qué pasa? —preguntó.

El anciano se levantó detrás de la mesa.

—Nos llama.

Yo también debo de estar loca, ¿qué queda en la vida que se pueda amar? ¿Por qué me aferro todavía al borde cuando el Abismo ofrece todo lo que ahora anhelo? El olvido. Un fin. Dioses… un fin.

—Más que eso, Bridthok —dijo—. Pareces… horrorizado.

Sin decir nada y sin mirarla a los ojos, el anciano salió al pasillo. Con una maldición por lo bajo, Torahaval lo siguió.

Una vez, hace mucho tiempo, su hermano (que por aquel entonces no tendría más de cuatro años, quizá cinco, mucho antes de que el mal de su interior se hubiera desarrollado del todo) se había despertado chillando en plena noche y ella había acudido corriendo a su cama para consolarlo. En su lenguaje infantil, el niño describió su pesadilla. Había muerto, pero todavía caminaba por el mundo, pues había olvidado algo. Lo había olvidado y por mucho que lo intentara, recordar era imposible. Y así su cadáver vagaba por todos lados, siempre la misma pregunta en sus labios, una pregunta planteada a todas y cada una de las personas que sufrían la maldición de cruzarse en su camino: «¿Qué? ¿Qué he olvidado?».

Era difícil reconciliar a ese niño tembloroso de ojos muy abiertos que se ocultaba en sus brazos con el embustero astuto en el que se había convertido solo unos años más tarde.

Quizá, pensó entonces, mientras seguía a Bridthok y la cola de sus túnicas raídas que aleteaba por el pasillo, quizá en el intervalo de esos años, Adaephon Delat había recordado lo que se le había olvidado. Quizá no era más que lo que un cadáver que todavía recorría el mundo mortal no podía evitar olvidar.

Cómo vivir.

—Creí que se suponía que el día era para dormir —murmuró Botella cuando su sargento le tiró del brazo una vez más. La sombra del peñasco junto a la que se había acurrucado, se dijo el soldado, era la única razón de que siguiera vivo. Ese día había sido el más caluroso de todos. Los insectos que se arrastraban por las losas de piedra se habían asado a medio camino, los caparazones habían estallado como semillas. Nadie se movía, nadie decía nada. La sed y las visiones de agua obsesionaban a la tropa entera. Botella había terminado por caer en un sueño que todavía tiraba de él con manos aletargadas y densas.

Ojalá Violín lo dejara en paz de una buena vez.

—Ven conmigo, Botella. Arriba. En pie.

—Si has encontrado un barril de agua de manantial, sargento, entonces soy todo tuyo. Si no…

Violín lo levantó de un tirón y después lo arrastró con él. Entre tropezones, sentía la lengua como un nudo de tiras de cuero; el camino, entre rocas esculpidas por el viento, iba serpenteando. Medio cegado por el brillo del sol, el mago tardó un momento en darse cuenta de que se habían detenido y se encontraban en un claro de arena plana rodeado de cantos rodados, y que había dos figuras esperándolos.

Botella sintió que el corazón se le encogía en el pecho. El que estaba sentado con las piernas cruzadas enfrente de él era Ben el Rápido. A su derecha estaba agachado el asesino Kalam, la cara oscura resplandeciente, llevaba guantes negros en las manos y los mangos alargados de los dos cuchillos largos le sobresalían bajo los brazos. El hombre parecía listo para matar lo que fuera, aunque Botella sospechaba que esa era su expresión normal.

Los ojos de Ben el Rápido estaban clavados en él, lánguidos pero peligrosos, como un leopardo jugando con una liebre mutilada. Pero había otra cosa en esa mirada, sospechaba Botella. Algo no del todo oculto. ¿Miedo?

Tras un momento con las miradas enzarzadas, atrajo la atención de Botella la colección de muñecos encaramados a la arena delante del mago. El interés profesional lo ayudó a contener su propio miedo, al menos de momento. Se inclinó hacia delante casi sin querer.

—Es un antiguo arte —dijo Ben el Rápido—. Pero tú eso ya lo sabes, ¿no es así, soldado?

—Estás en un punto muerto —dijo Botella.

El mago arqueó las cejas y le lanzó a Kalam una mirada ilegible antes de carraspear y ponerse a hablar.

—Sí, así es. ¿Cómo lo viste? ¿Y cómo es que lo viste tan… rápido?

Botella se encogió de hombros.

Ben el Rápido frunció el ceño al oír el divertido gruñido de Violín.

—Está bien, maldito diablillo, ¿alguna sugerencia sobre lo que hacer?

Botella se pasó una mano por el rastrojo mugriento de pelo.

—Dime lo que estás intentando hacer.

—¡Lo que estoy intentando hacer, soldado, no es puñetero asunto tuyo!

Botella suspiró, se acomodó en la arena y adoptó una postura parecida a la del hombre que tenía enfrente. Estudió las figuras y luego señaló una.

—¿Quién es esa?

Ben el Rápido se sobresaltó.

—No sabía que era una «esa».

—La primera que colocaste, me atrevería a decir. Lo más probable es que te despertaras de un mal sueño, confundido, pero sabiendo que pasaba algo, algo en alguna parte y esta… esta mujer, es lo que te une a esa situación. Familia, me atrevería a decir. ¿Madre? ¿Hija? ¿Hermana? Hermana, sí. Ha estado pensando en ti. Mucho, en los últimos tiempos. Mira la madeja de líneas de sombra que la rodean, como si estuviera de pie entre un montón de paja, solo que no hay paja cerca, así que esa madeja pertenece a otra cosa.

—Que el Embozado me coja por los huevos —siseó Ben el Rápido, los ojos se le disparaban entre las figuras de la arena. Parecía haber olvidado toda su belicosidad—. ¿Torahaval? En el nombre del Abismo, ¿se puede saber en qué se ha metido ahora? ¿Y cómo es que ninguno de los otros puede llegar a ella con una sola sombra siquiera?

Botella se rascó la barba, atrapó con las uñas una liendre, se la arrancó y la lanzó al aire.

Kalam se sobresaltó y después maldijo.

—¡Cuidado con eso!

—Perdón. —Botella señaló a un muñeco envuelto en sedas negras. La sombra que arrojaba el muñeco parecía revelar dos proyecciones de algún tipo, como cuervos encaramados en cada hombro—. Esa es Apsalar, ¿no? Forma parte de esto, de acuerdo, aunque no en este momento. Creo que su camino debía cruzarse con el de tu hermana, solo que no se cruzó. Así que había intención, que no se cumplió, y alégrate de eso. Ese es Cotillion y sí, desde luego que está bailando su danza infernal, pero su único papel fue lanzar el guijarro desde la cima de la colina, cómo rodara y lo que recogiera por el camino lo dejó a los hados. Con todo, tienes razón al escoger la Casa de Sombra. ¿Fue por instinto? Da igual. Aquí está tu problema. —Señaló otro muñeco, este encapuchado y envuelto por completo en un manto de lino negro fino como una gasa.

Ben el Rápido parpadeó y después frunció el ceño.

—No creo. Ese es Tronosombrío y es fundamental en todo esto. Todo tiene que ver con él, y ¡maldito seas, Botella, eso es más que instinto!

—Oh, desde luego que es fundamental, pero ¿ves que su sombra no alcanza?

—¡Ya sé que no alcanza! ¡Pero ahí es donde está, joder!

Botella estiró el brazo y cogió el muñeco.

Ben el Rápido se levantó a medias con un gruñido, pero la mano de Violín salió disparada y empujó al mago hasta sentarlo.

—Quítame la zarpa de encima, zapador —dijo el mago, el tono bajo, firme.

—Te lo advertí —dijo el sargento—, ¿no? —Quitó la mano y Ben el Rápido se derrumbó otra vez como si algo mucho más pesado acabara de posársele sobre los hombros.

Entretanto, Botella estaba muy ocupado rehaciendo el muñeco. Doblaba los alambres de los brazos y las piernas. En sus esfuerzos él pocas veces utilizaba alambre, demasiado caro, pero en ese caso hacía que reconfigurar el muñeco fuera mucho más fácil. Satisfecho al fin, lo volvió a colocar en la misma posición exacta que antes.

No habló nadie, todos los ojos clavados en el muñeco de Tronosombrío, que estaba a gatas, la pata delantera derecha y la izquierda trasera levantadas, la forma entera volcada hacia delante, en un equilibrio imposible. La sombra se estiraba a solo un dedo de la figura que era Torahaval Delat.

Tronosombrío… ahora otra cosa…

—Siguen sin tocarse —susurró Kalam.

Botella se echó hacia atrás, se cruzó de brazos y se estiró en la arena.

—Espera —dijo, después cerró los ojos y un momento más tarde estaba dormido otra vez.

Agachado muy cerca de Ben el Rápido, Violín exhaló un largo suspiro.

El mago apartó la mirada del reconfigurado Tronosombrío, los ojos brillantes cuando miró al zapador.

—Estaba medio dormido, Viol.

El sargento se encogió de hombros.

—No —dijo el mago—, no lo entiendes. Medio dormido. Hay alguien con él. Es decir, había. ¿Tienes idea de hasta cuándo se remonta la magia solidaria como esta? Al comienzo de todo. A ese indicio, ese primer indicio, Viol. El nacimiento de la conciencia. ¿Entiendes lo que te digo?

—Tan claro como la luna de los últimos tiempos —dijo Violín con el ceño fruncido.

—Los eres’al, los seres altos, antes de que un solo ser humano recorriera este mundo. Antes de los imass, antes incluso de los k’chain che’malle. Violín, Eres estuvo aquí. Ahora mismo. Ella en persona. Con él.

El zapador volvió a mirar al suelo, al muñeco de Tronosombrío. A cuatro patas, congelado en su veloz carrera, y la sombra que arrojaba no le pertenecía, no encajaba en absoluto. Porque la cabeza era ancha, el morro prominente y amplio, las mandíbulas abiertas, pero envolviendo algo. Y fuera lo que fuera lo que envolvía, se deslizaba y retorcía como una serpiente atrapada.

Pero ¿qué, Embozado? Oh. Oh, espera…

Sobre un gran canto rodado que se había partido y había creado una superficie inclinada, Apsalar estaba echada boca abajo, observando lo que ocurría en el claro, a unos veintitantos pasos de distancia. Conversaciones inquietantes, esas, sobre todo la última parte sobre Eres. Solo otra ancestral manida que más vale que dejen en paz. A ese soldado, Botella, habría que vigilarlo.

Torahaval Delat… uno de los nombres de la lista de ese espía, Mebra, en Ehrlitan. La hermana de Ben el Rápido. Bueno, eso sí que era desafortunado; al parecer, tanto Cotillion como Tronosombrío querían a esa mujer muerta, y esos por lo general conseguían lo que querían. Gracias a mí… y a personas como yo. Los dioses colocan cuchillos en nuestras manos mortales y ya no tienen que hacer más.

Estudió a Ben el Rápido, calibró la agitación creciente del mago y empezó a sospechar que sabía algo de los apuros en los que se encontraba su hermana. Lo sabía, y, por el espesor de la sangre que unía a los hermanos por muy distanciados que estuvieran, el muy necio había decidido hacer algo.

Apsalar no esperó más y se permitió bajar resbalando por la roca plana hasta aterrizar con suavidad en una arena densa llevada por el viento, metida entre sombras y oculta por completo a ojos de los demás. Se colocó bien la ropa, examinó el terreno llano que la rodeaba y después sacó de entre los pliegues de la ropa dos dagas, una en cada mano.

Había música en la muerte. Los actores y los músicos sabían que era una realidad. Y, en ese momento, también lo sabía Apsalar.

Al ritmo de un coro de aflicción que nadie más podía oír, la mujer de negro comenzó la danza de Sombra.

Telorast y Cuajo, que habían estado escondidas en una fisura cerca del canto rodado plano, se echaron hacia delante.

—Se ha metido en su propio mundo —dijo Cuajo, que, no obstante, susurraba, su cabeza esquelética se mecía y tambaleaba, la cola se meneaba con inquietud. Ante ellas, No-Apsalar bailaba, tan inmersa en sombras que apenas era visible. Apenas en ese mundo.

—Nunca enfades a esta, Cuajo —siseó Telorast—. Nunca.

—No tenía intención. No como tú.

—Yo no. Además, la perdición ha caído sobre nosotras, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé.

—Yo digo que la liemos, Cuajo.

Unas mandíbulas diminutas lanzaron una carcajada aguda.

—Eso me gusta.

Ben el Rápido se levantó de repente.

—No tengo alternativa —dijo.

Kalam lanzó una maldición.

—Odio que digas eso, Rápido —dijo después.

El mago sacó otro muñeco, uno que arrastraba unas hebras muy largas. Lo colocó a medio brazo de los otros, después volvió la cabeza y le hizo un gesto a Kalam.

El asesino frunció el ceño, desenvainó uno de sus cuchillos largos y lo clavó en la arena.

—El de otataralita no, idiota.

—Perdón. —Kalam retiró el arma y la volvió a envainar, después sacó el otro cuchillo. Una segunda cuchillada en la arena.

Ben el Rápido se arrodilló, recogió con cuidado las hebras y las llevó hasta el mango del cuchillo largo, donde hizo unos nudos que unieron el muñeco con el arma.

—Que queden tensas…

—Cojo el cuchillo y te traigo de un tirón. Ya lo sé, Rápido, no es la primera vez, ¿recuerdas?

—Claro. Disculpa.

El mago se volvió a sentar con las piernas cruzadas.

—Un momento —rezongó Violín—. ¿Qué está pasando aquí? No estarás planeando ninguna estupidez, ¿no? Ya veo que sí. No me jodas, Rápido…

—Cállate —dijo el mago mientras cerraba los ojos—. Tronosombrío y yo —susurró— somos viejos amigos. —Después sonrió.

En el claro, Kalam clavó la mirada en el muñeco que ya era su único vínculo entre Ben el Rápido y su alma.

—Se ha ido, Viol. No digas nada, necesito concentrarme. Esos hilos podrían tensarse en cualquier momento, despacio, tan despacio que ni siquiera lo ves ocurrir, pero de repente…

—Debería haber esperado —dijo Violín—. No había terminado de decir lo que iba a decir y va y se larga. Kal, tengo un mal presentimiento. Dime que Rápido y Tronosombrío son de verdad viejos amigos. ¿Kalam? Dime que Rápido no estaba siendo sarcástico.

El asesino levantó los ojos por un instante y miró al zapador, después se humedeció los labios y volvió a estudiar los hilos. ¿Se habían movido? No, por lo menos no mucho.

—No estaba siendo sarcástico, Viol.

—Bien.

—No, más bien sardónico, creo yo.

—No tan bien. Escucha, ¿puedes sacarlo ahora mismo? Creo que deberías…

—¡Cállate, maldito sea! Tengo que mirar bien. Tengo que concentrarme.

Viol tiene un mal presentimiento. Mierda.

Paran y Noto Forúnculo subieron a caballo y se detuvieron en la sombra arrojada por las murallas de la ciudad. El capitán desmontó y se acercó a la maltratada fachada. Grabó con la daga un arco ancho que comenzaba a su izquierda, en la base de la muralla, después subía, avanzaba dos pasos y volvía a bajar para terminar en la base de la derecha. En el centro hizo un dibujo con el cuchillo y después dio un paso atrás y envainó el cuchillo.

Volvió a montar y recogió las riendas.

—Sígame —dijo.

Y empezó a avanzar. Su caballo agitó la cabeza y dio patadas con las patas delanteras un momento antes de precipitarse contra la muralla y atravesarla. Salieron momentos más tarde a una calle salpicada de basura. Las fachadas de los edificios vacíos, sin vida, las ventanas hundidas. Un lugar devastado, un lugar en el que la civilización se había derrumbado y había revelado al fin sus cimientos, pavorosamente débiles. Unos huesos blancos y limpios yacían esparcidos. Una rata saciada anadeaba junto a la cloaca de la muralla.

Tras un largo momento apareció el sanador, que llevaba a su montura por las riendas.

—Mi caballo —dijo— no es tan estúpido como el suyo, capitán. Por desgracia.

—Solo menos experimentado —dijo Paran, y miró a su alrededor—. Vuelva a montar. Puede que estemos solos de momento, pero no durará.

—Dioses del inframundo —siseó Noto Forúnculo mientras se volvía a subir a toda prisa a su caballo—. ¿Qué ha pasado aquí?

—¿Usted no acompañó al primer grupo?

Entraron cabalgando con lentitud por la avenida de la puerta y después se dirigieron al corazón de G’danisban.

—¿La incursión de Dujek? No, por supuesto que no. Y ojalá el puño supremo siguiera al mando, la verdad.

Sí, ojalá.

—El Gran Templo está cerca de la plaza central, ¿dónde está el templo de Soliel?

—¿Soliel? Capitán Tierno, yo no puedo entrar en ese lugar, nunca más.

—¿Cómo es que terminó renegando, Forúnculo?

—Noto Forúnculo, señor. Hubo un desacuerdo… de naturaleza política. Es muy posible que el lodazal de nepotismo nefario e incestuoso que es la vida de un sacerdote siente bien a la mayor parte de sus adláteres. Por desgracia, yo descubrí demasiado tarde que no podía adaptarme a ese tipo de existencia. Debe entender que el culto como tal era la menor entre las prioridades diarias. Cometí el error de poner objeciones a esta inversión antinatural, no, impía.

—Qué noble por su parte —comentó Paran—. Es extraño, porque yo oí una historia diferente sobre sus problemas con el sacerdocio. Para ser más concretos, perdió una lucha de poder en un templo de Kartool. Algo sobre la disposición del tesoro.

—Es obvio que ese tipo de acontecimientos están abiertos a interpretaciones varias. Dígame, capitán, puesto que puede atravesar muros más gruesos de lo que es alto un hombre, ¿también posee sensibilidad mágica? ¿Puede sentir la avidez contaminada en el aire? Es odiosa. Quiere nuestra carne, donde pueda echar raíces y chuparnos hasta la esencia de la salud. Es el aliento de Poliel e incluso ahora empieza a reclamarnos.

—No estamos solos, sajador.

—No. Me sorprendería que lo estuviésemos. Perdonará a sus seguidores, sus portadores. Hará…

—Calle —dijo Paran y frenó—. Me refería a que no estamos solos ahora mismo.

Con los ojos disparados, Noto Forúnculo examinó la zona inmediata.

—Ahí —susurró y señaló hacia la boca de un callejón.

Observaron a una mujer joven que salía de entre las sombras del callejón. Estaba desnuda y aterradoramente delgada, los ojos oscuros, grandes y luminosos. Tenía los labios agrietados y partidos, el pelo desgreñado y trenzado en mugre. Una golfilla que había sobrevivido en las calles, recolectora de los desheredados y, sin embargo…

—No es portadora —dijo Paran con un murmullo—. Veo en ella… la salud más pura.

Noto Forúnculo asintió.

—Sí. A pesar de su estado aparente. Capitán Tierno, esta niña ha sido elegida… por Soliel.

—Entiendo que no es algo que usted creía siquiera posible, allá cuando era sacerdote.

El sajador se limitó a sacudir la cabeza.

La niña se acercó.

—Malazanos —dijo, la voz ronca como si no la usara mucho—. Una vez. Años… ¿un año? Una vez hubo otros malazanos. Uno de ellos fingía que era gral, pero yo vi la armadura bajo las túnicas. Vi el sigilo de los Abrasapuentes desde donde me escondí, bajo una carreta. Era pequeña, pero no demasiado pequeña. Me salvaron, esos malazanos. Alejaron a los cazadores. Me salvaron.

Paran se aclaró la garganta.

—Así que ahora Soliel te escoge… para que nos ayudes.

—Pues ella siempre ha bendecido a los que corresponden a la bondad —dijo Noto Forúnculo. La voz del sajador temblaba de asombro—. Soliel —susurró—, perdóname.

—Hay cazadores —dijo la niña—. Ya vienen. Saben que estáis aquí. Forasteros, enemigos de la diosa. Su líder alberga un gran odio contra todo. Los huesos marcados, la cara rota, se alimenta del dolor que inflige. Venid conmigo…

—Gracias —la interrumpió Paran—, pero no. Has de saber que agradecemos tu advertencia, pero pretendo encontrarme con esos cazadores. Pretendo que me guíen hasta la diosa Gris.

—Cararrota no lo permitirá. Te matará, y a tu caballo. A tu caballo primero, odia a esas criaturas.

Noto Forúnculo siseó.

—Capitán, por favor, es una oferta de Soliel…

—La oferta que espero de Soliel —dijo Paran, su tono se había endurecido— llegará más tarde. Una diosa de cada vez. —Preparó al caballo bajo él y después dudó y miró al sajador—. Vaya con ella, entonces. Nos reuniremos a la entrada del Gran Templo.

—Capitán, ¿qué es lo que espera de mí?

—¿Yo? Nada. Lo que espero es que Soliel haga uso de usted, pero no como ha hecho con esta niña. Espero mucho más que eso. —Paran espoleó su montura—. Y no aceptaré un no por respuesta —añadió entre el traqueteo de los cascos.

Noto Forúnculo observó al loco que se alejaba cabalgando por la avenida principal, después el sanador le dio la vuelta a su caballo hasta que se quedó mirando a la niña. Se sacó la espina de pescado de la boca y se la metió tras una oreja. Después carraspeó.

—Diosa… niña. No tengo ningún deseo de morir, pero debo señalar que ese hombre no habla por mí. Si hubieras de castigarlo por su falta de respeto, yo desde luego no veré en ello nada injusto ni inmerecido. De hecho…

—Calla, mortal —dijo la niña con una voz mucho más madura—. De ese hombre depende el equilibrio del mundo entero y no se me conocerá por los restos como la responsable de alterar ese estado. De ninguna de las maneras. Bien, prepárate para cabalgar, yo guiaré, pero no te esperaré si acaso te perdieras.

—Creí que te ofrecías a guiarme…

—Una prioridad menor ahora mismo —dijo ella con una sonrisita de satisfacción—. Podrías decir que se ha invertido de la forma más impía. No, lo que busco ahora es presenciar. ¿Comprendes? ¡Presenciar! —Y con eso la niña dio media vuelta y se fue corriendo.

Con una maldición, el sajador clavó los talones en los flancos de su montura e intentó no perder el rastro de la niña.

Paran bajó a medio galope por la avenida principal, que parecía más una ruta de procesiones que se dirigiera a una necrópolis que la arteria central de G’danisban, hasta que vio más adelante una turba de figuras encabezadas por un único hombre, en sus manos la guadaña de un agricultor, de la que colgaba una cola de caballo incrustada de sangre. El variopinto ejército (unos treinta o cuarenta en total) parecía que lo hubieran reclutado en la fosa común de los indigentes. Cubiertos de llagas y verdugones, los miembros retorcidos, las caras demacradas, en los ojos el brillo de la locura. Algunos llevaban espadas, otros cuchillos de carnicero y navajas, o lanzas, cayados de pastor o ramas gruesas. La mayor parte parecía apenas capaz de tenerse en pie.

No era el caso del líder, al que la niña había llamado Cararrota. El semblante del hombre sí que estaba fruncido y deforme, carne y huesos plegados en la mandíbula inferior derecha, y luego por toda la cara, en diagonal, hasta el pómulo derecho. El capitán se dio cuenta de que lo había mordido un caballo. Tu caballo primero. Odia a estas criaturas…

En aquella cara en ruinas, los ojos, mal alineados en los pozos hundidos de las cuencas, ardían con fuerza cuando se clavaron en los de Paran. Algo parecido a una sonrisa apareció en la cueva derrumbada de la boca del hombre.

—¿Su aliento no es lo bastante dulce para ti? Eres fuerte para poder resistirte a ella. Le gustaría saber, primero, quién eres. Antes —la sonrisa se retorció todavía más—, antes de que te matemos.

—La diosa Gris no sabe quién soy —dijo Paran— por eso. Le he dado la espalda. De mí no puede conseguir nada.

Cararrota se estremeció.

—Hay una bestia… en tus ojos. Revélate, malazano. Tú no eres como los otros.

—Dile —dijo Paran— que vengo a hacer una oferta.

La cabeza se ladeó.

—¿Buscas aplacar a la diosa Gris?

—Es una forma de decirlo. Pero debo advertirte de que tenemos muy poco tiempo.

—¿Muy poco? ¿Por qué?

—Llévame a ella y te lo explicaré. Pero deprisa.

—Ella no te teme.

—Bien.

El hombre estudió a Paran un momento más y después hizo un gesto con la guadaña.

—Sígueme, entonces.

Se había arrodillado ante multitud de altares a lo largo de los años, y en ellos, en todos y cada uno, Torahaval Delat había descubierto algo que consideraba una gran verdad. Todo lo que se venera no es más que un reflejo del que venera. Un único dios, por muy benigno que sea, es torturado y convertido en una multitud de máscaras, y a cada una se le daba forma con los deseos secretos, los anhelos, los miedos y las alegrías del individuo mortal, que no hace más que jugar un juego de aprobación obsequiosa.

Los creyentes se abalanzaban sobre la fe. Los fieles se ahogaban en su fe.

Y había otra verdad, una que aparecía en la superficie para contradecir a la primera. Cuanto más dulce y amable es un dios, más duros y crueles son sus devotos, pues se aferran a sus convicciones con una certeza tensa, febril en su necesidad extrema, y por tanto no soportan a los disidentes. Matarán y torturarán en el nombre de ese dios. Y no verán en ellos mismos conflicto alguno, por muy manchadas de sangre que tengan las manos.

Las manos de Torahaval estaban manchadas de sangre, en ese momento de forma figurativa, pero en otro tiempo del modo más literal. Empujada a llenar un inmenso espacio vacío en su alma, se había abalanzado, se había ahogado, había buscado alguna mano externa que la salvara, intentando encontrar lo que no había en su propio interior. Y ya fuera benigno e hinchado por el amor, o brutal y doloroso, el toque de cada dios a ella le había parecido igual, apenas sentido a través de la obsesión entumecida que era su necesidad.

Se había topado con su camino actual del mismo modo que se había topado con tantos otros, pero esa vez parecía que no habría forma de volver atrás. Cada alternativa, cada elección, había desaparecido ante sus ojos. Las primeras hebras de la telaraña se habían tejido más de catorce meses atrás en su ciudad natal elegida de Karashimesh, en las orillas del mar interior de Karas, una telaraña que desde entonces, con una especie de terquedad lasciva, había permitido que se ciñera cada vez más a su alrededor.

El dulce señuelo de la diosa Gris, en espíritu la amante envenenada del Encadenado, la seducción de lo defectuoso había resultado, ah, tan tentadora. Y letal. Para los dos. Era, comprendió mientras seguía a Bridthok por el pasillo de la Gloria que llevaba al crucero, casi como abrirse de piernas ante una violación inevitable y a la que medio se había invitado. El pesar llegaría más tarde, si llegaba.

Quizá, entonces, un fin de lo más apropiado.

Para esta mujer necia que nunca aprendió cómo vivir.

El poder de la diosa Gris atravesaba la puerta maltratada en zarcillos gruesos, tan virulento que pudría la piedra.

En el umbral aguardaban a Bridthok y Torahaval los acólitos que quedaban de esa fe desesperada. Septhune Anabhin de Omari, y Sradal Purthu, que había huido de Y’Ghatan un año antes, tras un fallido intento de matar a esa zorra malazana, Gorrionpardo. Ambos parecían haber encogido, como si alguna esencia de su alma se hubiera agotado y disuelto en el miasma, como la sal en el agua. Terror dolorido en sus ojos cuando los dos se volvieron para ver llegar a Bridthok y Torahaval.

—Sribin ha muerto —susurró Septhune—. Ahora elegirá a otro.

Y eso hizo.

Invisible, una mano enorme, como una garra (más dedos de los que se podían concebir con cordura) se cerró alrededor del pecho de Torahaval, unas lanzas agónicas se hundieron en ella. Un jadeo ahogado estalló en su garganta y se tambaleó hacia delante, se abrió camino entre los otros, todos los cuales se apartaron, en la mirada un mar de alivio y conmiseración, el alivio superando con mucho a la conmiseración. Un odio profundo hacia ellos atravesó a Torahaval como un destello cuando entró tambaleándose en la cámara del altar; con los ojos ardiendo en la niebla ácida de la pestilencia, levantó la cabeza y contempló a Poliel.

Y vio el hambre que era deseo.

El dolor se extendió, le llenó el cuerpo y después disminuyó cuando la garra se retiró, cuando las zarpas incrustadas de mugre la soltaron.

Torahaval cayó de rodillas, resbaló sin poder evitarlo en su propio sudor, que se había acumulado en el suelo de mosaico bajo ella.

Cuidado con lo que pides. Cuidado con lo que buscas.

El ruido de los cascos de un caballo, procedía del pasillo de la Gloria e iba en aumento.

Llega un jinete. ¿Un jinete? Qué, quién osa, dioses del inframundo. Gracias, seas quien seas. Gracias. Seguía aferrándose al borde. Unos cuantos alientos más, unos cuantos más…

Cararrota apartó con un gruñido burlón a los sacerdotes encogidos que seguían en el umbral. Paran examinó a las tres figuras debilitadas y temblorosas y frunció el ceño cuando uno por uno fueron arrodillándose bajo el toque de su mirada, con las cabezas inclinadas.

—¿Qué les aflige? —preguntó.

La carcajada de Cararrota hendió el aire granuloso.

—Bien dicho, desconocido. Tienes hierro frío en la columna, eso hay que reconocértelo.

Idiota. No estaba intentando ser gracioso.

—Bájate de ese maldito caballo —dijo Cararrota y bloqueó la entrada. Se lamió los labios deformes y cambió la postura de las dos manos en el mango de la guadaña.

—De eso nada —dijo Paran—. Sé cómo te ocupas tú de los caballos.

—¡No puedes entrar montado en la cámara del altar!

—Deja paso —dijo Paran—. Esta bestia no se molesta en morder, prefiere cocear y pisotear. Disfruta con el sonido de los huesos al romperse, de hecho…

Cuando el caballo, con los ollares disparados, se acercó a la puerta, Cararrota se estremeció y retrocedió un poco. Después enseñó los dientes torcidos y siseó.

—¿Es que no sientes su ira? ¿Su indignación? ¡Oh, hombre necio!

—¿Puede ella sentir la mía?

Paran se agachó cuando su caballo cruzó el umbral. Se irguió un momento después. Una mujer se retorcía sobre las baldosas, a su izquierda, la piel oscura veteada de sudor, los largos miembros temblorosos cuando el aire contaminado de peste la acariciaba y se deslizaba a su alrededor, lánguido como el roce de un amante.

Tras la mujer se alzaba un estrado sobre tres escalones anchos y bajos en los que había fragmentos esparcidos de la piedra del altar. En el centro del estrado, donde en otro tiempo se había levantado el altar, había un trono elaborado con huesos retorcidos, deformados. Dominaba ese asiento una figura que irradiaba tal poder que su forma apenas era discernible. Miembros largos que supuraban veneno, un pecho desnudo andrógino en su falta de definición, en su fragilidad encogida; las piernas que se extendían parecían poseer demasiadas articulaciones y los pies tenían tres dedos y garras, como los de un ave raptora, pero tan grandes como los de un enkar’al. Los ojos de Poliel no eran más que la más leve de las chispas, desdibujados y húmedos en el centro de cuencas negras. La boca, ancha y con los labios agrietados que rezumaban, crispados en ese momento en una sonrisa.

—Los soletaken —dijo ella con voz débil— no me asustan. Había pensado, por un momento… pero no, no eres nada para mí.

—Diosa —dijo Paran, y se acomodó en su caballo—, continúo dándote la espalda. La elección es mía, no tuya, y por tanto ves solo lo que yo quiero que veas.

—¿Quién eres? ¿Qué eres?

—En circunstancias normales, Poliel, no soy más que un árbitro. He venido para hacer una ofrenda.

—Entiendes, entonces —dijo la diosa Gris—, la verdad bajo el velo. La sangre era el camino que tenían. Y por tanto elegimos envenenarlo.

Paran frunció el ceño, después se encogió de hombros y metió la mano entre los pliegues de su camisa.

—Aquí está mi regalo —dijo. Después vaciló—. Lamento, Poliel, que estas circunstancias… no sean las normales.

—No comprendo… —dijo la diosa Gris.

—¡Cógelo!

Un objeto pequeño, reluciente, salió como un destello de la mano masculina.

La diosa alzó las suyas para defenderse.

Un susurro extraño y débil marcó el impacto. Empaló la mano de la diosa, una esquirla de metal. Otataralita.

La diosa sufrió una convulsión, un grito terrible, animal, estalló en su garganta y hendió el aire. Un poder caótico que se hizo jirones y salió dando vueltas, oleadas de fuego gris que cargaban como criaturas desatadas de ira, baldosas del mosaico que explotaban a su paso.

Subido a un caballo erizado de miedo, nervioso, Paran observó la conflagración de agonía y se preguntó, de repente, si habría cometido un error.

Bajó la mirada y contempló a la mujer mortal, enroscada en el suelo. Y después su sombra fragmentada, atravesada como una cuchillada por… nada. Bueno, eso ya lo sabía. Casi se ha acabado el tiempo.

Un trono diferente, tan leve que no era más que la insinuación de rodajas de sombras esbozadas a través de planos de hielo sucio, cambiado de forma extraña, decidió Ben el Rápido, desde la última vez que él lo había visto.

Al igual que el dios delgado y fantasmal que había reclinado en ese trono. Oh, la capucha era la misma, siempre ocultando el rostro, y la mano negra y nudosa todavía encaramada al pomo nudoso del bastón encorvado, la postura del carroñero, como un buitre de una sola pata, y emanando de la aparición que era Tronosombrío, como un incienso demasiado dulce que se extendiera para rozar los sentidos del mago, una… suficiencia empalagosa, exasperante. Nada extraño en eso. Incluso así, había… algo.

—Delat —murmuró el dios, como si saboreara cada letra del nombre con dulce satisfacción.

—No somos enemigos —dijo Ben el Rápido—, ya no, Tronosombrío. Tienes que verlo.

—¡Ah, pero tú me querrías, ciego, Delat! Sí, sí, sí, claro que sí. ¡Ciego al pasado, a cada traición, cada mentira, cada insulto cruel que has dejado caer ponzoñoso como un escupitajo a mis pies!

—Las circunstancias cambian.

—¡Desde luego que sí!

El mago podía sentir el sudor que le caía bajo las ropas. Allí había algo que… ¿qué?

Que va muy mal.

—¿Sabes —preguntó Ben el Rápido— por qué estoy aquí?

—Esa mujer no es digna de misericordia alguna, mago. Ni siquiera de la tuya.

—Soy su hermano.

—Hay rituales para cortar esos lazos —dijo Tronosombrío—, ¡y tu hermana los ha llevado a cabo todos!

—¿Llevado a cabo? No, los ha intentado todos. Hay hilos que esos rituales no pueden tocar. Yo me aseguré de eso. No estaría aquí de otro modo.

Un bufido.

—Hebras. Como las que tú te complaces tanto en hilar. ¿Adaephon Delat? Por supuesto. Es tu mejor talento, tejer madejas imposibles. —La cabeza encapuchada pareció menearse de un lado a otro y Tronosombrío empezó a canturrear—. Redes, lazos y trampas, cañas, anzuelos y cebo, redes, lazos y… —Entonces se inclinó hacia delante—. Dime, ¿por qué habría que preservar a tu hermana? ¿Y cómo, cómo en verdad, imaginas que yo tengo el poder de salvarla? No es mía, ¿verdad? Ni siquiera está aquí, en Fortalezasombría, ¿no? —Ladeó la cabeza—. Oh, vaya. En estos momentos aspira sus últimos alientos… como la amante mortal de la diosa Gris, ¿qué, dime pues, esperas que haga yo?

Ben el Rápido se lo quedó mirando. ¿La diosa Gris? ¿Poliel? Oh, Torahaval…

—Espera —dijo—. Botella lo confirmó, más que instinto, tú estás implicado. Ahora mismo, estén donde estén, ¡tiene que ver contigo!

Una carcajada seca, espasmódica, de Tronosombrío, suficiente para hacer que los miembros finos, insustanciales, del dios sufrieran una convulsión momentánea.

—¡Me lo debes, Adaephon Delat! ¡Reconócelo y te enviaré con ella! ¡En este mismo instante! ¡Acepta la deuda!

Maldita sea. Primero Kalam y ahora yo. Serás cabrón, Tronosombrío.

—¡De acuerdo! ¡Te lo debo! ¡Acepto la deuda!

El dios de Sombra hizo un gesto, una sacudida perezosa de la mano.

Y Ben el Rápido se desvaneció.

Solo una vez más, Tronosombrío se echó hacia atrás en su trono.

—Tan peligroso —susurró—. Tan… desconsiderado, sin que le importe esta inmensa sala casi vacía que despierta ecos por todas partes. Pobre hombre. Pobre, pobre hombre. Ah, ¿qué es esto que encuentro en mi mano? —Miró y vio una guadaña de mango corto que sujetaba lista ante él. El dios entrecerró los ojos y miró a su alrededor entre el aire oscuro, después volvió a hablar—. ¡Bueno, mira esto! ¡Hilos! ¡Peor que telarañas, son estos! Se meten por todas partes, indicativo burdo de una… limpieza descuidada. No, no puede ser, no puede ser en absoluto. —Barrió con la hoja de la guadaña los zarcillos hechiceros y observó cómo desaparecían girando en la nada—. Ya está —dijo con una sonrisa—. Ya me siento más limpio.

Despertó asfixiado por las manos que le rodeaban la garganta, agitó brazos y piernas y después, de un tirón, lo pusieron de rodillas. La cara de Kalam metida por la suya y en esa cara, Botella vio terror puro.

—¡Los hilos! —gruñó el asesino.

Botella apartó las manos del hombre de un empujón, examinó el cuadro lleno de arena y lanzó un gruñido.

—Un tajo limpio, diría yo.

De pie, no muy lejos, le contestó Violín.

—¡Ve a buscarlo, Botella! ¡Búscalo, tráelo de vuelta!

El joven soldado se quedó mirando a los dos hombres.

—¿Qué? ¿Cómo se supone que voy a hacer eso? ¡Para empezar, no debería haber ido! —Botella se acercó gateando y se quedó mirando la faz inexpresiva del mago—. Desaparecido —confirmó—. Meterse en la guarida de Tronosombrío, ¿cómo se le ocurre?

—¡Botella!

—Oh —añadió el soldado, otra cosa le había llamado la atención—, mirad esto, me preguntó qué estará tramando esa.

Kalam apartó a Botella de un empujón y cayó a gatas con la mirada furiosa clavada en los muñecos. Después se levantó de un salto.

—¡Apsalar! ¿Dónde está?

Violín lanzó un gemido.

—No, otra vez no.

El asesino tenía los dos cuchillos largos en las manos.

—Que el Embozado se la lleve, ¿dónde está esa zorra?

Botella, aturdido, se limitó a encogerse de hombros mientras los dos hombres elegían direcciones al azar y se iban. Idiotas. Pero así les va, ¿no? ¡Por no contarle nada a nadie! ¡Sobre nada! Volvió la cabeza y miró otra vez los muñecos. Oh, vaya, esto va a ponerse interesante, ¿a que sí…?

—El muy idiota ha ido y se ha matado —dijo la capitán Arroyodulce—. Y se llevó a nuestro mejor sanador con él, ¡por la maldita puerta del Embozado!

Hurlochel la miraba con los brazos cruzados.

—No creo…

—Escúcheme —soltó de repente Arroyodulce, su cabo, Futhgar, asintió a su lado con énfasis cuando continuó—. Ahora estoy yo al mando y no hay una mierda en este maldito mundo entero que vaya a cambiar eso…

No llegó a terminar la frase, resonó un chillido en el lado norte del campamento, después rasgaron el aire unos aullidos atronadores, tan cerca, tan altos, que Hurlochel sintió que se le estaba partiendo el cráneo. Se agachó, giró en redondo y vio, dando volteretas sobre los tejados de las tiendas, un soldado con el arma saliendo por los aires, y después el chasquido repentino de las cuerdas, la tierra temblando bajo los pies…

Y apareció una forma monstruosa, negra, desdibujada, que corría como un rayo por el terreno, directo hacia ellos.

Una oleada de aire cargado golpeó a los tres como un ariete un momento antes de que la bestia los alcanzase. Hurlochel se quedó sin aliento, arrojado por los aires y aterrizando con fuerza sobre un hombro, después empezó a dar vueltas, vislumbró a la capitán Arroyodulce tirada a un lado, inerte como una muñeca de trapo. Futhgar pareció desvanecerse en el suelo cuando la criatura del color de la medianoche se limitó a pasar corriendo por encima del desventurado…

Los ojos del mastín…

Otras bestias que irrumpían en el campamento, caballos gritando, soldados chillando de terror, carretas tiradas por las oleadas de poder, y Hurlochel vio una criatura… No, imposible…

El mundo se oscureció de un modo alarmante mientras él yacía en un montón, paralizado, desesperado por coger aire. El espasmo que le tenía atenazado el pecho se soltó de repente y un júbilo puro seguido por el aire dulce y polvoriento le llenó los pulmones.

No muy lejos, la capitán estaba tosiendo, a gatas, escupiendo sangre.

De Futhgar, un único y lastimero gemido.

Hurlochel se puso en pie de golpe y se volvió, vio que los mastines llegaban a la muralla de G’danisban, y se quedó mirando, con los ojos muy abiertos, cuando una sección enorme de esa inmensa barrera explotaba, la fachada de piedra y ladrillo salía disparada hacia el cielo sobre una nube de polvo que iba hinchándose; después, la conmoción les pasó por encima…

Un caballo pasó galopando con los ojos en blanco de puro terror…

—¡Nosotros no! —jadeó Arroyodulce, que se acercó gateando—. Gracias a los dioses, solo venían de paso… solo… —Empezó a toser otra vez.

A Hurlochel le fallaron las piernas y cayó de rodillas.

—No tiene ningún sentido —susurró mientras sacudía la cabeza.

Los edificios de la ciudad se mecían y explotaban.

—¿Qué?

Miró a Arroyodulce. No lo entiende, ¡yo miré a esa bestia negra a los ojos, mujer!

—Vi… vi…

—¿Qué?

Vi puro terror…

La tierra resonó de nuevo. Un rebrote de chillidos, y se volvió al tiempo que aparecían cinco enormes figuras que desgarraban caminos anchos, despiadados, entre el ejército acampado, grandes, más grandes que… Oh, dioses del inframundo…

—Dijo que esperásemos… —apuntó Noto Forúnculo, después gimoteó cuando su caballo se estremeció de tal modo que más tarde juraría que había oído huesos romperse, fue entonces cuando la bestia giró en redondo, se apartó de la entrada del templo y salió disparado, desprendiéndose del sajador que llevaba en el lomo como de una viruta de madera.

El hombre aterrizó con torpeza y oyó que le crujían las costillas. El dolor se desvaneció ante una angustia más urgente, la espina de pescado que se le había incrustado en la garganta.

Se asfixiaba, el cielo se oscurecía, los ojos se le salían…

Y entonces la chica se cernió sobre él. Frunció el ceño durante lo que pareció toda una vida.

Estúpido, estúpido, estúpido…

Antes de meterle la mano en la boca abierta y sacar con suavidad la espina.

Con un quejido tras la primera y deliciosa bocanada de aire, Noto Forúnculo cerró los ojos y fue consciente una vez más de que esas aspiraciones en realidad le provocaban una cuchillada de agonía por todo el pecho. Abrió los ojos llenos de lágrimas.

La chica todavía se cernía sobre él, pero parecía que su atención en realidad estaba en otra parte. Ni siquiera en la entrada del templo, sino en la avenida principal.

Donde alguien estaba aporreando unos tambores infernales, el ruido atronador hacía que los adoquines temblaran y saltaran bajo él, provocándole más dolor todavía.

Y este día había empezado tan bien…

—No soletaken —le estaba diciendo Paran a la diosa que se retorcía en su trono, la mano perforada y la estaca de otataralita que la clavaba allí, a ese reino, a ese pavoroso extremo—, en absoluto soletaken, aunque en un principio pudiera parecerlo. Por desgracia, Poliel, es más complicado que eso. El comentario de antes de mi escolta con respecto a mis ojos, bueno, fue suficiente, y por los aullidos que acabamos de oír, resulta que llegan en el momento justo.

El capitán bajó la vista y miró una vez más a la mujer que estaba en las baldosas. Inconsciente, quizá muerta. No le parecía que los mastines fueran a molestarse con ella. Cogió bien las riendas y se irguió en la silla.

—Me temo que no puedo quedarme. Pero permíteme dejarte con esto: has cometido un terrible error. Por fortuna, no tendrás mucho tiempo para lamentarlo.

Conmociones en la ciudad, cada vez se acercaban más.

—Si te metes con los mortales, Poliel —dijo al tiempo que daba la vuelta con su caballo—, lo pagas caro.

El hombre llamado Cararrota, que en otro tiempo había poseído otro nombre y otra vida, se acurrucó en un lado de la entrada de la cámara del altar. Los tres sacerdotes habían huido por el pasillo. De momento estaba solo. Muy solo. Otra vez. Un pobre soldado de la rebelión, joven y tan orgulloso por aquel entonces, hecho pedazos en un solo momento.

Un caballo gral, un aliento impregnado del hedor a hierba húmeda, dientes como cinceles atravesándole la carne, el hueso, llevándoselo todo. Se había convertido en un ingrato espejo de la fealdad, cada rostro que se volvía hacia el suyo se giraba con una expresión de repulsión, o, lo que era peor, de fascinación morbosa. Y nuevos miedos se habían hundido en él, raíces ávidas que penetraron en su alma, terrores estremecidos que lo empujaban siempre hacia delante, en busca de dolor y sufrimiento que presenciar en otros, con la intención de convertir su desdicha en legión, soldados de una nueva causa, cada uno tan roto como él.

Había llegado Poliel, como un regalo, y ese cabrón la había matado, la estaba matando en ese momento, y se lo estaba llevando todo. Otra vez.

Los cascos de un caballo resbalaron en las baldosas y él se encogió todavía más cuando el jinete y su montura atravesaron la puerta, la bestia pasó del trote al medio galope por el ancho pasillo.

Cuando pasaron, Cararrota se los quedó mirando con odio en los ojos.

Perdido. Todo perdido.

Miró en la cámara del altar…

Ben el Rápido aterrizó como un gato; después, en medio de la cascada de agonía virulenta que se desprendía de la diosa aprisionada a tres pasos escasos de él, a su derecha, se derrumbó boca abajo con las manos sobre la cabeza. Ah, muy gracioso, Tronosombrío. Volvió la cabeza y vio a Torahaval tirada, inmóvil, al alcance de su brazo, a la izquierda.

Pobre chica, jamás debería haberla atormentado de esa manera. Pero… muéstrame un niño compasivo y empezaré a creer de verdad en los milagros, y si hace falta meto también todos mis atrasos. Fue su hipersensibilidad la que acabó con ella. Pero claro, ¿qué es la vida sin unos miles de cosas que lamentar?

Había otataralita en esa habitación. Tenía que recoger a su hermana y sacarla de allí, llevarla fuera. No tan difícil una vez que hubiera salido de esa caótica casa de locos. Así que había resultado (para su asombro) que Tronosombrío había jugado limpio.

Fue entonces cuando oyó el aullido de los mastines, un eco atronador procedente del pasillo.

Paran salió del túnel, giró su caballo de repente a la izquierda y evitó por los pelos a Shan. La descomunal bestia negra pasó junto a él como un rayo y se metió directamente en el Gran Templo. Cruz lo seguía y después Baran, y en las enormes mandíbulas de Baran una pantera con aspecto de reptil que siseaba, que intentaba frenar a su captor con las garras sacadas arañando los adoquines, pero todo era en vano. Tras ellos, Ciega y Yunque.

Cuando Yunque se metió corriendo en el templo, el mastín dejó escapar un aullido, un sonido salvaje y jubiloso, como si alguna venganza largo tiempo esperada estuviera a punto de consumarse.

Paran se los quedó mirando por un momento, después vio a Noto Forúnculo tirado en el suelo, la chica sin nombre revoloteando a su alrededor.

—Por el amor del Embozado —le soltó—. No hay tiempo para eso, haz que se levante. Soliel, ahora vamos a tu templo. Forúnculo, por el Abismo, ¿se puede saber dónde tiene el caballo?

La chica se irguió y volvió a mirar calle arriba.

—La muerte de mi hermana se acerca —dijo.

El capitán siguió su mirada. Y vio al primero de los deragoth.

Oh, el que empezó todo esto fui yo, ¿verdad?

Tras ellos, el templo se agitó con una conmoción inmensa que hizo agrietarse los muros.

—¡Hora de irse!

Ben el Rápido cogió a su hermana por la capucha de la túnica y empezó a arrastrarla hacia la parte posterior de la cámara, aunque era obvio que no tenía sentido. Los mastines habían ido a por él y estaba en una cámara imbuida de otataralita.

Tronosombrío nunca jugaba limpio y el mago tenía que admitir que esa vez lo habían engañado bien. Y esta vez está a punto de ser la última…

Oyó garras que se iban acercando a toda velocidad por el pasillo y levantó la cabeza…

Cararrota se quedó mirando a la bestia que llegaba a la carga. Un demonio. Una criatura de belleza, de pureza. Y para él ya no había nada más, no quedaba nada. Sí, que me mate la belleza.

Se interpuso en el camino de la criatura…

Y lo apartaron con un empujón lo bastante fuerte como para estrellarle la cabeza contra el muro y atontarlo por un momento. Perdió pie y cayó de culo, oscuridad, remolinos, sombras que se agitaban…

Cuando el demonio se cernió sobre él, Cararrota vio otra figura, ágil, ataviada por completo de negro, las hojas de los cuchillos salieron con una estocada y rebanaron el hombro derecho de la bestia.

El demonio chilló, dolor, indignación, y, con un resbalón, se giró en redondo para enfrentarse a su nuevo atacante.

Que ya no estaba allí, que de algún modo se había ido al otro lado, los miembros tejiendo el aire, cada movimiento desdibujado de un modo extraño ante los ojos muy abiertos, fijos, de Cararrota. Los cuchillos dieron otro lametazo. El demonio se echó hacia atrás y se pegó a la pared contraria, los ojos ambarinos destellaban.

Se acercaban más demonios por el fondo del pasillo, a todo correr, pero frenando su ritmo feroz, las garras tintineaban en el suelo…

Cuando la figura se movió de repente entre ellos. El brillo de las hojas, rojas ya, parecía danzar en el aire, estaba aquí, allí, una pirueta de la figura, los brazos se retorcían como serpientes y con una distinción parecida, Cararrota vio un pie que se disparaba y conectaba con la cabeza de una bestia, que era tan grande como la de un caballo, solo que más ancha; el impacto hizo girar esa cabeza en redondo, los hombros la siguieron y después el torso que viró con una extraña elegancia, el demonio entero se alzó por los aires, el trasero en vertical, cabeza abajo, a tiempo para chocar contra la pared lateral.

Donde estallaron ladrillos, el muro se deshizo y se hundió sobre la habitación que había detrás, el cuerpo del demonio lo siguió en una nube de polvo.

Una confusión salvaje, atestada, en el pasillo, y de repente la figura se quedó inmóvil junto a Cararrota, las dagas todavía en la mano, chorreando sangre.

Una mujer, pelo negro, que bloqueaba la puerta.

Unos sonidos de algo que se escabullía a toda prisa, Cararrota miró al suelo y vio dos pequeños esqueletos con aspecto de pájaro que flanqueaban a la mujer. Tenían los picos abiertos y de las gargantas vacías surgían unos siseos. Las colas puntiagudas se meneaban de un lado a otro a toda velocidad. Uno se lanzó hacia delante, un solo salto, la cabeza hundida…

Y los demonios reunidos retrocedieron de repente.

Otro siseo de reptil, ese más alto, procedía de una criatura atrapada entre las mandíbulas de uno de los demonios. Cararrota vio en sus ojos terribles un miedo mortal que se iba convirtiendo en pánico…

La mujer habló en voz baja, era obvio que se dirigía a Cararrota.

—Sigue al mago y a su hermana, encontraron un refugio detrás del estrado; tiempo suficiente, creo, para que consigan escapar. Y tú también, si te vas ahora.

—No quiero —dijo él, incapaz de dejar de llorar—. Yo solo quiero morir.

Eso apartó la mirada de la mujer de los demonios que tenía delante.

Él contempló unos ojos exquisitos, alargados, negros como el ébano. Y en su rostro no había espejo, no había mueca de revulsión. No, nada más que una simple mirada y luego, algo que podría haber sido… pena.

—Ve al templo de Soliel —dijo.

—Siempre da la espalda…

—No, hoy no. No con Ganoes Paran sujetándola por el pescuezo. Ve. Que te sanen.

Era imposible, pero ¿cómo podía negarse?

—Date prisa, no sé cómo consiguen amenazarlos Cuajo y Telorast, y no hay forma de saber cuánto va a durar…

Al tiempo que decía esas palabras, un bramido atronador surgió al fondo del pasillo, los demonios se apelotonaron ante el umbral, entre gañidos de desesperación.

—Se acabó —murmuró la mujer, y levantó los cuchillos.

Cararrota se levantó de un salto y entró corriendo en la cámara del altar.

Incredulidad. Ben el Rápido no entendía lo que había contenido a los mastines, había captado sonidos, una lucha fiera, gruñidos cortantes, chillidos de dolor y en una mirada que había echado atrás, momentos antes de meter a Torahaval por el pasaje posterior, creyó haber visto… algo. A alguien, una figura fantasmal entre las sombras, una figura que dominaba el umbral.

Fuera cual fuera ese choque casual, a él le había valido la vida. Y a su hermana. Un valor que Ben el Rápido no tenía intención de desperdiciar.

Se echó a Torahaval al hombro, entró en el estrecho corredor y se puso a correr tan rápido como pudo.

En unos instantes oyó a alguien que lo perseguía. Ben el Rápido lanzó una maldición, giró en redondo y el movimiento estrelló la cabeza de Torahaval contra un muro, momento en el que la mujer gimió.

Un hombre, la cara deformada, no, mordida por un caballo, comprendió el mago, se acercó a toda prisa.

—Lo ayudaré —dijo—. ¡Rápido! ¡La perdición entra en este templo!

¿Había sido ese hombre el que se había enfrentado a los mastines? Daba igual.

—Cójala por las piernas, entonces, amigo. En cuanto salgamos de este suelo santificado, nos ponemos a correr como alma que lleva el Embozado…

Cuando los mastines se reunieron para abalanzarse sobre Apsalar, esta envainó los cuchillos.

—Cuajo, Telorast —dijo—, dejad de sisear. Hora de irse.

—¡Tú nunca te diviertes, No-Apsalar! —exclamó Cuajo.

—No, la verdad es que no, ¿verdad? —dijo Telorast, subiendo y bajando la cabeza en vagos movimientos de amenaza que cada vez eran menos eficaces.

—¿Dónde está? —preguntó Cuajo.

—¡Se ha ido!

—¡Sin nosotras!

—¡Tras ella!

Poliel, diosa Gris de la pestilencia, la enfermedad y el sufrimiento, estaba atrapada en su propia pesadilla torturada. Toda fuerza desaparecida, toda voluntad desangrada. El fragmento de otataralita letal le empalaba la mano, sentada en su trono, las convulsiones la sacudían.

Traiciones, demasiadas traiciones, el poder del dios Tullido había huido, la había abandonado, y ese mortal desconocido, ese asesino de ojos fríos, que no había entendido nada. ¿En nombre de quién? ¿Por la liberación de quién se estaba luchando esa guerra? Maldito idiota.

¿Qué maldición era, al final, ver defectos desvelados, ver la malicia retorcida de los mortales arrastrada a la superficie, expuesta a la luz del día? ¿Quién entre esos seguidores no buscaba alguna vez, con intención o sin ella, la pureza de la autodestrucción? Asumían la muerte en su obsesión, pero eso no era más que un reflejo ínfimo de la muerte que infligían a la tierra, al agua, al mismo aire. Autodestrucción que convertía en víctima al mundo entero.

El Apocalipsis pocas veces es repentino; no, entre estos mortales se arrastra con lentitud pero inexorable, incansable en su eliminación concienzuda de la vida, la salud, la belleza.

Las mentes enfermas y las almas contaminadas la habían arrastrado a ese mundo; por el bien de la tierra, por la posibilidad de que pudiera curarse en ausencia de los que con más crueldad infligían dolor y degradación, ella luchaba por suprimirlos con el aliento de la peste, no era imaginable un destino más merecido, y por todo eso, ella iba a morir.

Clamó contra ello. ¡Traición!

Cinco mastines de Sombra entraron en la cámara.

Su muerte. Tronosombrío, serás idiota.

Un mastín arrojó algo que tenía en la boca, algo que resbaló, escupiendo y retorciéndose, hasta chocar con el primer escalón del estrado.

Incluso en su agonía, un núcleo de claridad permanecía en el fondo de Poliel. Bajó la vista e intentó comprender (al tiempo que los mastines huían de la habitación, rodeaban el estrado y se metían por el hueco de los sacerdotes), quería comprender a esa pantera encogida, cubierta de escamas, una pata hinchada por la infección, las patas traseras y las caderas aplastadas. No podía huir. Los mastines la habían abandonado allí, ¿por qué?

Ah, para compartir mi destino.

Un último pensamiento, dócil y satisfactorio en sí mismo, cuando llegaron los deragoth, erizados de rabia y hambre. Ancestrales como cualquier dios, privados de una presa, pero conformándose con matar lo que quedara.

Un t’rolbarahl roto, chillando de terror y de furia.

Una diosa rota, que había intentando sanar a Ascua. Porque ese era el auténtico propósito de la fiebre, ese era el árbitro frío de la enfermedad. Solo los humanos, se recordó la diosa (su último pensamiento), solo los humanos centran la salvación únicamente en sí mismos.

Y entonces los deragoth, los primeros que esclavizaron a la humanidad, cayeron sobre ella.

—Ahora es portadora —dijo Cararrota—, y más. Ya no está protegida, la peste corre desenfrenada por su interior, ya no importa lo que le ocurra a Poliel. Una vez comienzan, estas cosas siguen su propio curso. Por favor —añadió cuando vio que el hombre intentaba despertar a Torahaval—, venga conmigo.

El desconocido alzó unos ojos impotentes.

—¿Ir? ¿Adónde?

—Al templo de Soliel.

—Esa zorra indiferente…

—Por favor —insistió Cararrota—. Ya verá. No puedo evitar creer lo que dijo ella.

—¿Lo que dijo quién?

—No está lejos. Hay que sanarla. —Bajó los brazos una vez más y cogió las piernas de la mujer—. Como antes. No está lejos.

El hombre asintió.

Tras ellos, un único chillido se alzó en el templo, lo bastante penetrante como para que las fisuras se abrieran como una onda en los muros gruesos del edificio, el polvo saltó de repente de las grietas. Unos gemidos se abrieron camino bajo ellos, los cimientos se combaron y tironearon de las calles adyacentes.

—¡Tenemos que irnos ya! —dijo Cararrota.

Paran desmontó, arrastraba con una mano a un Noto Forúnculo que tropezaba y jadeaba tras él. Paran derribó las puertas del templo de Soliel de una patada, un estallido de poder modesto, pero de lo más satisfactorio, que confiaba que fuera suficiente para informar a la diosa Dulce de su estado de ánimo actual.

La chica se deslizó junto a él cuando el capitán cruzó el umbral y le lanzó una mirada sorprendida y encantada mientras se apresuraba a precederlo hasta la cámara central.

En los muros del pasillo, pinturas de figuras arrodilladas, las cabezas gachas para recibir la bendición, rogando o desesperadas. Lo más probable es que sea esto último con esta maldita diosa, decidió Paran. Colgando en pliegues del techo arqueado había mortajas funerarias, sin duda con la intención de preparar a los devotos para lo peor.

El suelo se puso a temblar cuando llegaron a la cámara central. El Gran Templo se estaba derrumbando. Paran arrastró a Noto Forúnculo hasta su lado, y después lo empujó tropezando hacia el altar. Con un poco de suerte enterrará a los malditos deragoth. Pero no apostaría por ello.

Sacó una carta y la tiró al suelo.

—Soliel, estás invocada.

La chica, que se hallaba en pie a la derecha del altar, de repente se encorvó y después alzó los ojos y parpadeó como una lechuza. Su sonrisa se ensanchó.

Paran juró entonces que intentaría recordar cada mínimo detalle de la diosa en su aparición forzada, tan exquisita era su furia contenida. Se encontraba detrás del altar, tan andrógina como la hermana que acababa de morir, los dedos largos (ideales para cerrar párpados sobre ojos que ya no veían) se cerraban con fuerza, apretaba los puños a los costados mientras se dirigía a Paran con voz chirriante.

—Has cometido un terrible error…

—No he terminado todavía —respondió él—. Desata tu poder, Soliel. Comienza la sanación. Puedes empezar con aquí Noto Forúnculo, en quien colocarás un residuo de tu poder, suficiente en fuerza y duración para llevar a cabo la curación de los enfermos del ejército acampado fuera de la ciudad. Una vez que termines con él, llegarán otros, los desechados de Poliel. Cúralos también y envíalos a las calles… —La voz de Paran se endureció—. Siete Ciudades ya ha sufrido bastante, Soliel.

La diosa pareció estudiarlo durante un buen rato, después se encogió de hombros.

—Muy bien. En cuanto a sufrimiento, eso te lo dejo a ti, y que conste que no es cosa mía.

Paran frunció el ceño y después se giró al oír un grito sorprendido tras ellos.

El capitán parpadeó y esbozó una gran sonrisa.

—¡Ben el Rápido!

El mago y Cararrota estaban arrastrando a una mujer entre los dos (la que había visto en la cámara del altar del Gran Templo) y, de inmediato, Paran lo entendió. Y luego, justo después, se dio cuenta de que no había entendido… nada.

Ben el Rápido alzó la mirada hacia el altar y entrecerró los ojos.

—¿Es esa? Por el aliento del embozado, nunca pensé… da igual. Ganoes Paran, ¿todo esto lo has hecho tú? ¿Sabías que los mastines iban a por mí?

—No lo creas, aunque comprendo que llegaras a pensarlo. Hiciste un trato con Tronosombrío, ¿verdad? Por —señaló con un gesto a la mujer inconsciente— ella.

El mago frunció el ceño.

—Mi hermana.

—Ha liberado a los deragoth —dijo Soliel, el tono duro y acusatorio—. ¡La destrozaron!

La hermana de Ben el Rápido gimió e intentó ponerse en pie.

—Mierda —murmuró el mago—. Será mejor que me vaya. Que vuelva con los otros. Antes de que se recupere.

Paran suspiró y se cruzó de brazos.

—En serio, Rápido…

—¡Tú más que nadie deberías saber lo que es la ira de una hermana! —soltó de pronto el mago y se apartó. Miró a Cararrota, que permanecía allí, transfigurado, con los ojos clavados en Soliel—. Vamos —dijo—. Tenía razón. Vaya con ella.

Con un pequeño gimoteo, Cararrota se adelantó con torpeza.

Paran observó a Ben el Rápido, que abrió una senda.

El mago dudó y miró al capitán.

—Ganoes —dijo—, contéstame a una cuestión.

—¿Qué?

—Tavore. ¿Podemos confiar en ella?

La pregunta pareció una bofetada repentina que le escoció. Parpadeó, estudió al otro y después contestó.

—Tavore hará, mago, lo que sea menester hacer.

—¿Lo que le convenga a ella o a sus soldados? —preguntó Ben el Rápido.

—Para ella, amigo mío, no hay distinción.

Sus miradas se entrelazaron por un momento; después, el mago suspiró.

—Te debo una jarra de cerveza cuando todo haya terminado.

—Te lo recordaré, Rápido.

El mago lanzó esa sonrisa memorable, exasperante, y desapareció en el portal.

Cuando se cerró tras él con un susurro, la mujer, su hermana, se incorporó a gatas. El cabello le caía sobre la cara y se la ocultaba, pero Paran la oyó con claridad cuando habló.

—Había un lobo.

Él ladeó la cabeza.

—Un mastín de Sombra.

—Un lobo —dijo ella otra vez—. El lobo más bonito y dulce del mundo…

Ben el Rápido abrió los ojos y miró a su alrededor.

Botella estaba sentado enfrente de él, el único presente en el claro. En algún lugar, no muy lejos, se oían gritos, ruidos coléricos de una violencia creciente.

—Bonito trabajo —dijo Botella—. Tronosombrío te lanzó justo en su camino, tanto de tu persona que, si los mastines te hubieran atrapado, ahora mismo estaría enterrando ese cadáver tuyo. Utilizaste su senda para llegar aquí. Muy bonito; debe de haber sobrevivido algún hilo, mago, uno que ni siquiera Tronosombrío vio.

—¿Qué pasa ahí?

El soldado se encogió de hombros.

—Una vieja discusión, creo. Kalam y Violín encontraron a Apsalar con sangre en los cuchillos. Se imaginan que estás muerto, sabes, aunque por qué…

Ben el Rápido ya se había levantado y había echado a correr.

La escena con la que se encontró momentos después estaba al borde del mismísimo desastre. Kalam avanzaba sobre Apsalar con los cuchillos largos sacados, la hoja de otataralita en posición adelantada. Violín permanecía a un lado, con expresión colérica e impotente a la vez.

Y Apsalar. La mujer se limitaba a mirar al fornido y amenazador asesino. No tenía cuchillos en las manos y en su rostro había algo parecido a la resignación.

—¡Kalam!

El hombre se giró en redondo, al igual que Violín.

—¡Rápido! —gritó el zapador—. ¡La encontramos! Sangre en las hojas, y tú…

—Ya basta —dijo el mago—. Apártate de ella, Kalam.

El asesino se encogió de hombros y después envainó sus armas.

—No estaba por la labor de dar explicaciones —dijo con un gruñido de frustración—. Como siempre. Y juraría, Rápido, que lo estaba buscando…

—¿Buscando qué? —preguntó—. ¿Tenía los cuchillos en la mano? ¿Está en posición de combate, Kalam? ¿No es acaso una bailarina de Sombra? ¡Maldito idiota! —Miró con furia a Apsalar y añadió en voz más baja—. Lo que ella quiere… no somos nosotros quienes debemos darlo…

Tras él resonaron unas botas en las piedras y Ben el Rápido se giró en redondo y vio a Botella, a su lado la capitán Faradan Sort.

—Ahí estáis todos —dijo la capitán, era obvio que tenía que esforzarse para mantener la curiosidad a raya—. Estamos a punto de ponernos en marcha. Con un poco de suerte, alcanzaremos al Decimocuarto esta noche. Por lo menos, eso parece pensar Peccado.

—Es una buena noticia —dijo Ben el Rápido—. Usted primero, capitán, vamos justo detrás.

Pero se retrasó hasta que Apsalar lo adelantó, después estiró la mano y le rozó el brazo recubierto por la manga.

Ella lo miró.

Ben el Rápido vaciló, después asintió.

—Sé que eras tú, Apsalar. Gracias —dijo.

—Mago —contestó ella—, no tengo ni idea de qué estás hablando.

Él la soltó. No, lo que quiere no somos nosotros quienes debemos darlo. Quiere morir.

Cubierto de polvo, pálido de cansancio, Cotillion entró sin prisas en el salón del trono y después se detuvo.

Los mastines estaban reunidos ante el trono de Sombra, dos estaban echados en el suelo, jadeando con fuerza, las lenguas colgando. Shan se paseaba en círculos, la bestia negra se crispaba y tenía los flancos llenos de cuchilladas que sangraban. Y Cotillion se dio cuenta de que los otros también estaban heridos.

En el trono estaba sentado Tronosombrío, su forma desdibujada, como si lo rodeara una nube de tormenta revuelta.

—Míralos —dijo en voz baja, amenazadora—. Míralos bien, Cotillion.

—¿Los deragoth?

—No, no fueron los deragoth.

—No, supongo que no. Parecen cuchilladas.

—Lo tenía. Y luego lo perdí.

—¿Tenías a quién?

—¡A ese horrendo maguito de las mil caras, a ese! —Se alzó una mano de sombras, los largos dedos se encresparon—. Lo tenía, aquí, en esta misma palma, como un trozo de hielo que se fuera derritiendo. —Un gruñido repentino y el dios se inclinó hacia delante en el trono—. ¡Es todo culpa tuya!

Cotillion parpadeó.

—Un momento, ¡yo no ataqué a los mastines!

—¡Eso es lo que tú te crees!

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Cotillion.

La otra mano se reunió con la primera, flotaba, se aferraba al aire con una rabia espasmódica, temblorosa. Después otro gruñido y el dios se desvaneció.

Cotillion bajó la cabeza, miró a Baran y estiró el brazo hacia la bestia.

Cuando oyó un gruñido profundo, apartó la mano de repente.

—¡No fui yo! —gritó.

Los mastines, todos y cada uno, habían clavado los ojos en él; no parecían muy convencidos.

El atardecer amortiguaba el polvo que flotaba en el aire sobre el campamento cuando el capitán Ganoes Paran (llevando su caballo por las riendas), el sajador Noto Forúnculo y la chica (cuyo nombre era Naval D’natha) treparon por la ladera y atravesaron la primera línea de piquetes.

El campamento entero parecía haber sido golpeado por una tormenta extraña. Los soldados trabajaban en la reparación de las tiendas, volvían a empalmar las cuerdas, llevaban camillas. Los caballos se habían escapado de los corrales y todavía vagaban por la zona, demasiado nerviosos para permitir que alguien se acercara lo suficiente para cogerlos por el bocado.

—Los mastines —dijo Paran—. Pasaron por aquí. Al igual, sospecho, que los deragoth. Qué puñetera mala suerte, espero que no hubiera demasiados heridos.

Noto Forúnculo lo miró y después se burló.

—¿Capitán Tierno? Nos ha engañado. Ganoes Paran, un nombre que se puede encontrar en la lista de los caídos de los cuadernos de trabajo del propio Dujek.

—Un nombre con demasiadas preguntas colgando de él, sajador.

—¿Se da cuenta, capitán, de que los dos ejércitos malazanos que quedan en Siete Ciudades están comandados por una hermana y su hermano? De momento, por lo menos. Una vez que Dujek se reponga…

—Un momento —dijo Paran.

Hurlochel y Arroyodulce esperaban junto a la tienda de mando. Los dos habían visto a Paran y a sus compañeros.

Algo en la cara del escolta…

Llegaron a su lado.

—¿Hurlochel? —preguntó Paran.

El hombre bajó la cabeza.

Arroyodulce se aclaró la garganta.

—El puño supremo Dujek Unbrazo falleció hace dos campanadas, capitán Paran.

«En cuanto a sufrimiento, eso te lo dejo a ti, y que conste que no es cosa mía.»

Lo sabía. Soliel ya lo sabía.

Arroyodulce seguía hablando.

—… la fiebre rompió hace muy poco rato. Están conscientes, se les ha dicho quién es usted… ¿Ganoes Paran, me está escuchando? Han leído los cuadernos de Dujek, todos los oficiales los hemos leído. Era un requisito. ¿Lo entiende? El voto fue unánime. Lo hemos proclamado puño supremo. Este es ahora su ejército.

La diosa lo sabía.

Todo lo que había hecho… demasiado tarde.

Dujek Unbrazo está muerto.