14

Hay algo profundamente cínico, amigos míos, en la noción del paraíso tras la muerte. El atractivo es la evasión. La promesa es una excusa. No hay que aceptar la responsabilidad del mundo tal y como es y, por extensión, tampoco hay que hacer nada. Para procurar el cambio, la bondad real en este mundo mortal, hay que reconocer y aceptar, dentro de la propia alma, que esta realidad mortal tiene un propósito en sí mismo, que su valor mayor no es para nosotros sino para nuestros hijos y los hijos de estos. Ver la vida como un simple paso rápido por un sendero viciado y torturado por nuestra propia indiferencia es dar excusa a todo tipo de miseria y depravación, e imponer un castigo cruel a las vidas inocentes que han de venir.

Yo desafío esa noción del paraíso más allá de las puertas de hueso. Si el alma de veras sobrevive a ese paso, entonces nos incumbe a nosotros (a cada uno de nosotros, amigos míos) alimentar una fe en la similitud: lo que nos aguarda es un reflejo de lo que dejamos atrás, y al derrochar nuestra existencia mortal, renunciamos a la oportunidad de aprender los modos de la bondad, la práctica de la simpatía, la empatía, la compasión y la sanación, todo ello virtudes que dejamos atrás en nuestro apresuramiento por llegar a un lugar de gloria y belleza, un lugar que no nos hemos ganado y que desde luego no nos merecemos.

«Las enseñanzas apócrifas del caminante espiritual tanno Kimloc»

La década en Ehrlitan

Chaur sostenía al bebé como si fuera a empezar a jugar al caballito con ella sobre una rodilla, pero Barathol estiró el brazo y posó una mano en la muñeca del hombretón. El herrero sacudió la cabeza.

—Todavía no es lo bastante grande para eso. Cógela bien, Chaur, para que no se le rompa nada.

El hombre respondió con una gran sonrisa y volvió a abrazar y mecer a la pequeña envuelta en mantas.

Barathol Mekhar se echó hacia atrás en el sillón, estiró las piernas, cerró los ojos por un instante y puso todo su empeño en no escuchar la discusión de la habitación de al lado, donde la mujer, Scillara, se resistía a los esfuerzos combinados de L’oric, Nulliss, Filiad y Urdan, todos los cuales insistían en que debía aceptar al bebé, como era responsabilidad de cualquier madre, su deber de madre y una multitud de otros términos cargados de culpabilidad que le lanzaban como si fueran piedras. Barathol no recordaba la última vez que los aldeanos en cuestión habían desplegado un celo tan vehemente. Claro que, en ese caso, tanta virtud no tenía ningún mérito, no les costaba nada.

El herrero admitió sentir cierta admiración por la mujer. Los niños eran una carga, sin duda, y puesto que esa estaba claro que no era el fruto del amor, la falta de afecto de Scillara parecía por completo razonable. Y por el contrario, la ferocidad de sus conciudadanos lo indignaba y asqueaba un tanto.

Hayrith apareció en la habitación principal, momentos antes había sido testigo silenciosa de la diatriba del aposento lateral, donde habían instalado el catre de Scillara. La anciana sacudió la cabeza.

—¡Idiotas! ¡Cotorras imbéciles y pomposas! ¡Escucha toda esa piedad junta, Barathol! ¡Cualquiera diría que ese bebé es el emperador renacido!

—Los dioses nos libren —murmuró el herrero.

—La Jessa de la última casa del camino del este tiene ese mocoso de un año con las piernas atrofiadas que no va a salir adelante. No rechazaría el regalo y aquí todo el mundo lo sabe.

Barathol asintió, un tanto al azar, con la mente en otros asuntos.

—Está incluso la Jessa de la segunda planta de la antigua casa del comisionado, aunque hace quince años que no tiene leche. Con todo, sería una buena madre, y a este pueblo no le vendrían mal los lloriqueos de un mocoso para ayudar a ahogar los lloriqueos de todos los adultos. Solo hay que juntar a las Jessas y todo irá bien.

—Es L’oric —dijo Barathol.

—¿Qué pasa?

—L’oric. Es tan correcto que quema con solo tocarlo. O, más bien, quema todo lo que toca.

—Bueno, no es asunto suyo, ¿no?

—La gente como él hace de todo un asunto suyo, Hayrith.

La mujer acercó una silla y se sentó enfrente del herrero. Lo estudió con los ojos entrecerrados.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar? —le preguntó.

—En cuanto el chico, Navaja, sea capaz de viajar —dijo Barathol. Se frotó la cara—. Gracias a los dioses que todo ese ron ya está bebido. Había olvidado lo que le hace a las tripas de un hombre.

—Fue L’oric, ¿verdad?

Él alzó las cejas.

—Que apareciera aquí no solo te quemó, te dejó muy chamuscado, Barathol. Parece que hiciste cosas malas en el pasado. —La mujer lanzó un bufido—. Como si eso te diferenciase de nosotros. Pero pensaste que podrías esconderte aquí fuera para siempre y ahora sabes que no va a poder ser. A menos, por supuesto —los ojos se convirtieron en simples ranuras—, que mates a L’oric.

El herrero miró a Chaur, que estaba poniendo caras y arrullando al bebé, que, a su vez, parecía hacer pompitas de saliva, todavía con la dicha de no ser en absoluto consciente de la tremenda fealdad de la cara monstruosa que se cernía sobre ella. Barathol suspiró.

—No tengo ningún interés en matar a nadie, Hayrith.

—¿Así que te vas con esta gente?

—Hasta la costa, sí.

—Una vez que L’oric haga correr la voz, empezarán a buscarte otra vez. Llegas a la costa, Barathol, y buscas el primer barco que salga de este maldito continente, eso es lo que haces. Claro que, te echaré de menos, el único hombre con más de medio cerebro en el pueblo entero. Pero bien sabe el Embozado que no hay nada que dure.

Los dos miraron cuando apareció L’oric. Al mago supremo se le habían subido los colores y su expresión era de incredulidad y desconcierto.

—Es que simplemente no lo entiendo —dijo.

—No tienes nada que entender —rezongó Barathol.

—A esto se ha reducido la civilización —dijo el hombre, que se cruzó de brazos y miró con furia al herrero.

—No sabes la razón que tienes. —Barathol encogió las piernas y se levantó—. No recuerdo que Scillara te invitara a meterte en su vida.

—Quien me preocupa es la niña.

El herrero echó a andar hacia el aposento lateral.

—No, de eso nada. Lo que te obsesiona es la corrección. Tu versión de ella, ante la que todos los demás deben hincar la rodilla. Solo que a Scillara no la impresionas. Es demasiado lista para dejarse impresionar.

Barathol entró en la habitación y cogió a Nulliss por el cuello de la túnica.

—Tú —dijo con un gruñido—, y los demás, largo. —Guió a la semk, que escupía y maldecía, hasta echarla por la puerta, y después se hizo a un lado y observó a los otros arremolinarse en su impaciencia por escapar.

Un momento después Barathol y Scillara se quedaron solos. El herrero la miró.

—¿Cómo está la herida?

La mujer frunció el ceño.

—¿La que me ha convertido el brazo en un palo atrofiado o la que me hará caminar como un cangrejo el resto de mi vida?

—El hombro. Dudo que los andares de cangrejo sean permanentes.

—¿Y tú cómo lo sabes?

El herrero se encogió de hombros.

—Todas las mujeres de esta aldea han echado al mundo más de un bebé, y todas caminan bien.

Scillara lo miró con suspicacia.

—Tú eres el que se llama Barathol. El herrero.

—Sí.

—El alcalde de esta fosa que llamas aldea.

—¿Alcalde? No creo que este sitio justifique un alcalde. No, solo soy el tipo más grande y más desagradable que vive aquí, lo que para la mayor parte de las mentes cuenta demasiado.

—L’oric dice que traicionaste Aren. Que eres responsable de la muerte de miles, cuando los t’lan imass llegaron para aplastar la rebelión.

—Todos tenemos un mal día, Scillara.

Ella se echó a reír. Una carcajada bastante desagradable.

—Bueno, gracias por echar a esos idiotas. A menos que tengas planeado empezar por donde lo dejaron ellos.

Barathol negó con la cabeza.

—Tengo unas preguntas sobre tus amigos, las personas con las que viajabas. Los t’lan imass os tendieron una emboscada con el objetivo, al parecer, de llevarse a la joven llamada Felisin la Menor.

—L’oric dijo lo mismo —respondió Scillara, que se incorporó un poco más en la cama e hizo una mueca de dolor por el esfuerzo—. La chica no le importaba a nadie. No tiene sentido. Creo que vinieron a matar a Heboric más que a llevársela a ella.

—Era la hija adoptiva de Sha’ik.

La mujer se encogió de hombros e hizo otra mueca.

—Muchos de los huérfanos de Raraku lo eran.

—El que se llama Navaja, ¿de dónde dices que es?

—Darujhistan.

—¿Es adónde os dirigíais todos?

Scillara cerró los ojos.

—Ya no importa, ¿no? Dime, ¿habéis enterrado a Heboric?

—Sí, era malazano, ¿verdad? Además, aquí fuera tenemos un problema con los perros salvajes, lobos y demás.

—Pues casi vale más que lo desentierres, Barathol. No creo que Navaja se conforme con dejarlo aquí.

—¿Por qué no?

La única respuesta de Scillara fue sacudir la cabeza.

Barathol se volvió hacia la puerta.

—Que duermas bien, Scillara. Te guste o no, eres la única aquí que puede darle de comer a tu niña. A menos que puedas convencer a la Jessa de la última casa del camino del este. En todo caso, la cría no tardará en tener hambre.

—Hambre —murmuró la mujer tras él—. Como un gato con gusanos.

En la sala principal, el mago supremo había cogido a la niña de los brazos de Chaur. El enorme simplón se había quedado sentado con lágrimas corriendo por el rostro picado de viruelas, un detalle que pasó desapercibido a L’oric, que se paseaba con el inquieto bebé en brazos.

—Una pregunta —le dijo Barathol a L’oric—, ¿qué edad tienen que tener antes de que pierdas toda simpatía por ellos?

El mago supremo frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

Sin hacerle ningún caso, el herrero se acercó a Chaur.

—Tú y yo —dijo—, tenemos un cadáver que desenterrar. Más paladas, Chaur, a ti eso te gusta.

Chaur asintió y consiguió esbozar una pequeña sonrisa entre las lágrimas y los mocos.

Una vez fuera, Barathol llevó al hombre a la herrería, donde recogieron un pico y una pala, después emprendieron el camino a la llanura pedregosa al oeste de la aldea. La noche antes había caído una lluvia poco propia de la estación, pero apenas quedaban evidencias tras una mañana de sol abrasador.

La tumba estaba junto a un pozo medio lleno que contenía los restos de los caballos después de que Urdan hubiera terminado de despiezarlos. Le habían dicho que quemara esos restos, pero era obvio que lo había olvidado. Lobos, coyotes y buitres habían hallado los huesos y las vísceras y el pozo estaba atestado de moscas y gusanos. A veinte pasos al oeste, el cadáver sin forma e hinchado del demonio con pinta de sapo yacía sin que lo hubiese tocado ningún carroñero.

Cuando Chaur se inclinó y se puso a la tarea de desenterrar el cuerpo amortajado de Heboric, Barathol se quedó mirando el cuerpo deforme del demonio. La piel estirada estaba arrugada y repleta de líneas blancas, como si hubiera empezado a agrietarse. Desde donde estaba, Barathol no podía estar seguro, pero parecía que había una mancha negra rodeando el suelo bajo el cadáver, como si se hubiera salido algún líquido.

—Vuelvo ahora mismo, Chaur.

El hombre sonrió.

Cuando el herrero se acercó, se profundizó su ceño. La mancha negra eran moscas muertas, por miles. Tan intragable, entonces, ese demonio como lo había sido el hombre sin manos. Sus pasos se fueron ralentizando y después se detuvieron, a cinco pasos todavía de la horripilante forma. La había visto moverse, ahí, otra vez, algo que empujaba desde dentro contra la piel repleta de ampollas.

Y entonces una voz habló en la cabeza de Barathol.

Impaciencia. Por favor, sé tan amable, una hoja que abra con la mayor precaución esta piel infernal.

El herrero desenvainó el cuchillo y se adelantó. Llegó junto al demonio, se agachó y pasó la hoja bien afilada por una de las grietas de la gruesa y correosa piel. Esta se separó de repente y Barathol se echó atrás de un salto con una maldición cuando un chorro de líquido amarillo brotó del corte.

Algo parecido a una mano, después un antebrazo y un codo se abrieron paso, ensancharon la herida y unos momentos después la bestia entera se deslizó al exterior, cuatro ojos que parpadeaban bajo la luz brillante. Allí donde al cadáver le faltaban dos miembros, había unos nuevos, más pequeños y más pálidos, pero era obvio que funcionales.

Hambre. ¿Tienes comida, desconocido? ¿Eres comida?

Barathol envainó su cuchillo, se dio media vuelta y regresó adonde Chaur estaba sacando el cuerpo de Heboric. Oyó que el demonio lo seguía.

El herrero llegó junto al pico que había dejado junto a la tumba, aferró la herramienta, se giró y la levantó con las manos.

—Algo me dice —le dijo al demonio— que no es muy probable que te crezca un cerebro nuevo una vez te atraviese el cráneo con este pico.

Exageración. Me estremezco de terror, desconocido. Divertido. Ranagrís no estaba más que bromeando, alentado por tu expresión de terror.

—Terror no. Asco.

Los extraños ojos del demonio pivotaron en las cuencas y la cabeza se giró para mirar más allá de Barathol.

Mi hermano ha venido. Está aquí. Lo percibo.

—Pues será mejor que te des prisa —dijo Barathol—. Está a punto de adoptar a un nuevo familiar. —El herrero bajó el pico y miró a Chaur.

El hombretón permanecía junto al cadáver amortajado de Heboric, con los ojos muy abiertos clavados en el demonio.

—No pasa nada, Chaur —dijo Barathol—. Venga, vamos a llevar al muerto al montón de desechos que hay tras la fragua.

Con una nueva sonrisa, el hombretón levantó el cuerpo de Heboric. El hedor a carne putrefacta alcanzó a Barathol.

Con un encogimiento de hombros, el herrero recogió la pala.

Ranagrís se puso en camino a grandes zancadas hacia la calle principal de la aldea.

Adormilada, los ojos de Scillara se abrieron de golpe cuando una voz exultante le llenó la cabeza.

¡Júbilo! ¡Queridísima Scillara, el tiempo de vigilia ha concluido! ¡El leal y valiente Ranagrís ha defendido tu inviolabilidad y la prole en estos momentos se agita en los brazos del hermano L’oric!

—¿Ranagrís? ¡Pero decían que estabas muerto! ¿Qué estás haciendo hablando conmigo? ¡Tú nunca me hablas!

Las hembras embarazadas deben ser preservadas con el silencio. Toda astilla y dardo de irritación repelidos por el noble Ranagrís. ¡Y ahora, felizmente, soy libre de imbuir tu dulce persona con mi inmarcesible amor!

—Dioses del inframundo, ¿es esto lo que tenían que soportar los otros? —Estiró el brazo para coger su pipa y una saquita de hojas de roya.

Un momento después el demonio se metía por la puerta, seguido por L’oric, que sostenía a la pequeña en los brazos.

Scillara encendió su pipa con el ceño fruncido.

—La niña tiene hambre —dijo L’oric.

—Bien. Quizá eso alivie la presión y pare estos malditos escapes. Vamos, dame a esa pequeña sanguijuela.

El mago supremo se acercó y le entregó a la recién nacida.

—Debes admitir que esta niña te pertenece, Scillara.

—Oh, desde luego que es mía. Lo sé por la expresión codiciosa de sus ojos. Por el bien del mundo, deberías rezar, L’oric, para que todo lo que haya sacado de su padre sea la piel azul.

—¿Sabes, entonces, quién era ese hombre?

—Korbolo Dom.

—Ah. Está, creo, vivo todavía. Es huésped de la emperatriz.

—¿Te crees que me importa, L’oric? Me estaba ahogando en durhang. Si no hubiera sido por Heboric, todavía sería una de las acólitas masacradas de Bidithal. Heboric… —Bajó la cabeza y se quedó mirando al bebé que mamaba de su pecho izquierdo, con los ojos guiñados entre el humo de la pipa. Después alzó los ojos y miró furiosa a L’oric—. Y ahora unos malditos t’lan imass lo han matado, ¿por qué?

—Era sirviente de Treach. Scillara, se ha declarado una guerra entre los dioses. Y somos los mortales los que pagaremos el precio. Es un momento peligroso para ser devoto auténtico, de quien sea o lo que sea. Salvo, quizá, del propio caos, pues si una fuerza asciende en esta edad moderna, no cabe duda de que es esa.

Ranagrís estaba muy ocupado lamiéndose, concentrado, al parecer, en sus nuevos miembros. El demonio entero parecía… más pequeño.

—Así que te has vuelto a reunir con tu familiar, L’oric —dijo Scillara—. Lo que significa que ya te puedes ir adonde sea y con lo que sea que tienes que hacer. Puedes irte y alejarte de aquí lo máximo posible. Yo esperaré a que Navaja despierte. Me cae bien. Creo que iré adonde vaya él. Esta gran misión ha terminado. Así que lárgate.

—No hasta que sepa que no entregarás a tu hija a un futuro desconocido, Scillara.

—No es desconocido. O, por lo menos, no más desconocido que cualquier otro futuro. Hay dos mujeres aquí, las dos llamadas Jessa, y ellas se encargarán de la mocosa. La criarán bastante bien, puesto que parece gustarles ese tipo de cosas. Bien por ellas, digo yo. Además, estoy siendo muy generosa, no la estoy vendiendo, ¿no? No. Como una maldita imbécil, estoy regalando al mico este.

—Cuanto más tiempo pases sosteniendo a esa niña en tus brazos —dijo L’oric— menos probable es que hagas lo que planeas hacer. La maternidad es un estado espiritual, no tardarás mucho en darte cuenta de ello.

—Pues muy bien, ¿entonces por qué sigues aquí? Es obvio que ya estoy condenada a la esclavitud, por mucho que despotrique.

—La epifanía espiritual no es esclavitud.

—Se nota que sabes mucho, mago supremo.

—Me siento obligado a decirte que tus palabras han destrozado a Ranagrís.

—Sobrevivirá, parece capaz de sobrevivir a todo lo demás. Bueno, estoy a punto de cambiar de teta, ¿tenéis ganas de mirar los dos?

L’oric se dio media vuelta y abandonó la habitación.

Los grandes ojos de Ranagrís parpadearon, traslúcidos, y miraron a Scillara.

No estoy destrozado. Este hermano mío comprende mal. Las proles se liberan y deben defenderse, cada enanito se aferra a su propia vida. Recuerdos. Muchos peligros. Pensamiento de transición. Pena. Debo ahora acompañar a mi pobre hermano, pues le afligen en gran manera muchas cosas de este mundo. Calidez. Abrigaré bien mi adoración por ti, pues es algo puro debido a que será siempre inalcanzable la consumación de la misma. Lo que sería, has de admitir, sumamente incómoda.

—Incómodo no es la primera palabra que se me ocurre, Ranagrís. Pero gracias por el sentimiento, por enfermizo y retorcido que sea. Escucha, intenta enseñarle algo a L’oric, ¿quieres? Solo unas cuantas cosas, como, quizá, humildad. Y toda esa terrible certidumbre, derríbala, arráncasela. Lo está convirtiendo en alguien aborrecible.

Legado paterno, por desgracia. Los padres de L’oric… ah, no importa. Me despido, Scillara. Fantasías deliciosas, lentas y desveladas con exquisitez en las aguas oscuras y cenagosas de mi imaginación. Todo lo que ha de sostenerme en espíritu fecundo.

El demonio se alejó anadeando.

Unas encías duras se clavaron en el pezón derecho de Scillara. Dolor y placer, dioses qué alianza más miserable y confusa. Bueno, al menos el desequilibrio desaparecería, Nulliss le había estado plantando el bebé en la izquierda desde que había llegado al mundo. Se sentía como una mula con las alforjas mal puestas.

Más voces en la sala de fuera, pero no se molestó en escuchar.

Se habían llevado a Felisin la Menor. Eso era lo más cruel de todo. Heboric al menos había alcanzado cierta paz, se había acabado lo que fuera que lo atormentaba y, además, era un hombre viejo. Ya le habían pedido bastante. Pero Felisin…

Scillara se quedó mirando a la criatura que tenía al pecho, las manos diminutas y apretadas, y después apoyó la cabeza en la pared y empezó a llenar la pipa otra vez.

Algo informe le llenaba la mente, lo que había sido intemporal y solo en los últimos instantes, al aspirar unas cuantas bocanadas de aire, llegó entonces la conciencia y lo llevó de un momento al siguiente. Instante en el que Navaja abrió los ojos. Unos troncos viejos y grises cubrían el techo, las junturas repletas de telarañas enmarañadas alrededor de los cadáveres de polillas y moscas. Dos faroles colgaban de unos ganchos, las mechas bajas. Se esforzó por recordar cómo había terminado allí arriba, en esa habitación desconocida.

Darujhistan… una moneda que rebotaba. Asesinos…

No, eso había sido hacía mucho tiempo. Tremorlor, la Casa de Azath, y Moby… esa chica poseída por un dios, Apsalar, oh, mi amor… Palabras duras intercambiadas con Cotillion, el dios que había, en otro tiempo, mirado a través de los ojos de aquella chica. Estaba en Siete Ciudades, había estado viajando con Heboric Manos Fantasmales, Felisin la Menor, Scillara y el demonio Ranagrís. Se había convertido en un hombre con cuchillos, un asesino, dada la oportunidad.

Moscas…

Navaja gimió y se llevó una mano con vacilación al vientre bajo las mantas raídas. La cuchillada no era más que una fina costura. Había visto… sus entrañas derramándose. Había sentido la ausencia repentina de peso, el tirón que lo derribó al suelo. Frío, tantísimo frío.

Los otros estaban muertos. Tenían que estarlo. Claro que, comprendió Navaja, él también debería estar muerto. Lo habían abierto en canal. Giró poco a poco la cabeza y estudió la estrecha habitación en la que se encontraba. Una especie de almacén, una despensa, quizá. Los estantes estaban, en su mayor parte, vacíos. Estaba solo.

El movimiento lo dejó agotado, no tenía ni fuerzas para quitar el brazo de donde descansaba, sobre su estómago.

Cerró los ojos.

Una docena de respiraciones lentas, regulares y se encontró en pie en algún otro lugar. Un jardín en un patio descuidado y ya marchito, como si hubiera sufrido años de sequía. El cielo sobre su cabeza era blanco, anodino. Tenía delante un estanque amurallado, el agua lisa y tranquila. El aire estaba cargado y hacía un calor insoportable.

Navaja quiso avanzar, pero se encontró con que no podía moverse. Era como si hubiera echado raíces en el suelo.

A su izquierda, las plantas empezaron a crujir, a enroscarse y volverse negras cuando se formó en el aire un agujero desigual. Un momento después dos figuras salían tropezando por ese portal. Una mujer, después un hombre. La puerta se cerró de golpe tras ellos, dejó solo un remolino de cenizas y un cerco de plantas chamuscadas.

Navaja intentó hablar, pero no tenía voz, y tras unos momentos quedó claro que no podían verlo. Era un fantasma, un testigo invisible.

La mujer era tan alta como el hombre, una malazana, cosa que, con toda certeza, él no era. Atractiva de un modo duro, inflexible. Se irguió poco a poco.

Había otra mujer sentada al borde del estanque. De piel clara, rasgos delicados, el cabello largo de tonos dorados recogido y atado en una elaborada mata de trenzas. Tenía una mano sumergida en el estanque, pero por la superficie no se extendían ondas. La mujer estaba estudiando la superficie del agua y no levantó la cabeza cuando habló la mujer malazana.

—¿Y ahora qué?

El hombre, con dos mayales de aspecto cruel metidos en el cinturón, parecía un guerrero del desierto, la cara oscura y plana, los ojos meras ranuras entre una miríada de arrugas. Vestía una armadura, como si fuera a entrar en batalla. Al oír la pregunta de su compañera, clavó la mirada en la mujer sentada y él también habló.

—Nunca hablaste con claridad sobre eso, reina de los Sueños. La única parte de este trato que me inquieta.

—Demasiado tarde para arrepentimientos —murmuró la mujer sentada.

Navaja la miró de nuevo. La reina de los Sueños. Una diosa. Parecía que ella tampoco tenía la menor idea de que Navaja estaba presente de algún modo, que era testigo de la escena. Pero ese era su reino. ¿Cómo era posible?

El hombre había fruncido el ceño al oír la observación burlona de la Reina.

—Buscas mis servicios. ¿Para qué? Yo ya he terminado con los ejércitos, con las profecías. Dame una tarea si no te queda más remedio, pero que sea clara. Alguien a quien matar, alguien a quien proteger, no, esto último no, con eso también he terminado.

—Es tu… escepticismo… lo que más valoro, Leoman de los Mayales. Admito, sin embargo, cierta desilusión. La compañía que traes no es quien había anticipado.

El hombre llamado Leoman miró a la mujer malazana, pero no dijo nada. Después, poco a poco, abrió mucho los ojos y volvió a mirar a la diosa.

—¿Corabb?

—Elegido por Oponn —dijo la reina de los Sueños—. Amado por la Señora. Su presencia habría sido… útil. —Un leve ceño, después un suspiro y la diosa seguía sin levantar la vista cuando continuó—: En su lugar, debo tolerar a una mortal sobre la que otro dios más ha puesto el ojo. ¿Con qué fin, me pregunto? ¿Ese dios la usará por fin? ¿A la manera en que lo hacen todos los dioses? —Frunció el ceño y después continuó—. Yo no rebato esta… alianza. Confío que el Embozado lo entienda. Con todo, veo algo inesperado que se agita… en las profundidades de esta agua.

»Gorrionpardo, ¿sabías que estabas marcada? No, deduzco que no lo sabías; después de todo, no eras más que una recién nacida cuando ocurrió. Y al poco te sacaron del templo a escondidas, te sacó tu hermano. El Embozado jamás lo perdonó por eso y, al final, se cobró una venganza de lo más satisfactoria, siempre desviando el toque de un sanador cuando no se necesitaba nada más, cuando ese toque podría haber cambiado el mundo, podría haber hecho pedazos una maldición de eras de antigüedad. —Se detuvo por un momento, todavía con los ojos clavados en el estanque—. Creo que el Embozado lamenta ahora su decisión, le remuerde la conciencia una vez más su falta de humildad. Gorrionpardo, contigo, sospecho que puede que busque compensarlo.

La mujer malazana estaba pálida.

—Había oído hablar de la muerte de mi hermano —dijo en voz baja—. Pero toda muerte llega de la mano del Embozado. No veo que haya necesidad de compensación en esta.

—De la mano del Embozado. Cierto, y también es el Embozado el que elige el momento y la manera. Solo en las más escasas de las ocasiones, sin embargo, interviene de forma manifiesta en la muerte de un único mortal. Considera su… implicación habitual… como poco más que los dedos marchitos que garantizan el tejido sin tacha de la tela de la vida, al menos hasta la llegada del nudo.

Leoman habló entonces.

—Reflexionad sobre las delicadezas del dogma en algún otro momento, las dos. Me he cansado de este lugar. Envíanos a alguna parte, Reina, pero antes, dinos qué servicios requieres.

La diosa al fin alzó la vista y estudió al guerrero del desierto en silencio durante media docena de latidos antes de hablar.

—Por ahora… no requiero nada de vosotros.

Se produjo entonces un silencio y Navaja al final se dio cuenta de que los dos mortales no se movían. Ni siquiera era visible el alza y la caída del aliento. Congelados en el tiempo… igual que yo.

La reina de los Sueños volvió poco a poco la cabeza, miró a Navaja a los ojos, y sonrió.

Una retirada repentina, mareante; despertó con un sobresalto bajo mantas raídas y las vigas cruzadas de un techo cubierto por cadáveres de insectos chupados. Pero esa sonrisa permanecía, lo recorría entero como sangre escaldada. Ella lo sabía, por supuesto que lo sabía, lo había llevado allí, a ese momento, para que lo presenciara. Pero ¿por qué? Leoman de los Mayales… el comandante renegado del ejército de Sha’ik, el comandante al que había perseguido el ejército de la consejera Tavore. Es obvio que encontró el modo de escapar, pero pagando un precio. Quizá esa es la lección: nunca hagas tratos con dioses.

Le llegó un sonido lejano. El llanto de un bebé, insistente, inflexible.

Después un ruido más cercano, pisadas, y Navaja giró la cabeza y vio que la cortina que cubría la puerta se retiraba y una cara joven y desconocida lo miraba. La cara se retiró a toda prisa. Voces, pasos pesados y después la cortina se apartó. Entró sin prisas un hombre enorme con la piel del color de la medianoche.

Navaja se lo quedó mirando. Le resultaba… conocido, pero sabía que nunca lo había visto.

—Scillara pregunta por ti —dijo el desconocido.

—Ese niño que oigo… ¿es el de ella?

—Sí, de momento. ¿Cómo te sientes?

—Débil pero no tan débil como antes. Tengo hambre, sed. ¿Quién eres?

—El herrero del pueblo. Barathol Mekhar.

¿Mekhar?

—Kalam…

Una mueca.

—Primo lejano. Mekhar denomina a la tribu… ya desaparecida, masacrada por el falah’d Enezgura de Aren, durante una de las conquistas que emprendió por el oeste. La mayor parte de los supervivientes nos repartimos por el mundo entero. —Se encogió de hombros y miró a Navaja—. Te traeré comida y bebida. Si una bruja semk entra aquí e intenta reclutarte para su causa, dile que se largue.

—¿Causa? ¿Qué causa?

—Tu amiga Scillara quiere dejar a la niña aquí.

—Oh.

—¿Te sorprende?

Lo pensó.

—No, en realidad no. No era ella misma por aquel entonces, por lo que tengo entendido. Allá en Raraku. Supongo que quiere dejar atrás todo lo que se lo recuerde, bien atrás.

Barathol lanzó un bufido y se volvió hacia la puerta.

—Pero ¿se puede saber qué pasa con todos estos refugiados de Raraku? No tardaré en volver, Navaja.

Mekhar. El daru consiguió esbozar una sonrisa. Ese parecía lo bastante grande como para coger a Kalam y lanzarlo al otro lado de una habitación. Y si Navaja había leído bien la expresión de ese tal Barathol, en ese único momento en el que lo había pillado desprevenido cuando había dicho el nombre de Kalam, era muy probable que lo hiciera a poco que pudiera.

Gracias a los dioses que no tengo hermanos ni hermanas… ni primos, si a eso vamos.

Su sonrisa se desvaneció de repente. El herrero había mencionado a Scillara, pero a nadie más. Navaja sospechó que no había sido casual. Barathol no parecía de los que hablaba por hablar. Beru nos libre…

L’oric salió. Su mirada fue bajando por la calle miserable, edificio tras edificio, los restos decrépitos de lo que una vez había sido una comunidad próspera. Empeñada en su propia destrucción incluso por aquel entonces, aunque sin duda pocos lo veían así en aquel momento. El bosque debía de parecer interminable, o por lo menos inmortal, así que habían recolectado con un abandono frenético. Pero los árboles desaparecieron y todos esos dineros acumulados de los beneficios se habían escabullido entre sus dedos y les habían dejado las manos llenas solo de arena. La mayor parte de los saqueadores habrían continuado su camino, habrían buscado algún otro soto de árboles antiguos para persistir en su adicción a la ganancia rápida. Creando un desierto tras otro… hasta que los desiertos se encuentran.

Se frotó la cara y sintió la grava de su estancia allí, irritante como el cristal aplastado en sus mejillas. Alguna recompensa había, por lo menos, se dijo. Había nacido una niña. Ranagrís había vuelto a su lado y había conseguido salvar la vida de Navaja. Y Barathol Mekhar, un nombre que cabalga en diez mil maldiciones… bueno, Barathol no se parecía en nada a lo que L’oric se había imaginado, dados sus crímenes. Los hombres como Korbolo Dom encajaban mejor en la idea que tenía de un traidor, o la locura retorcida de alguien como Bidithal. Y sin embargo Barathol, oficial de las Espadas Rojas, había asesinado al puño de Aren. Lo habían arrestado y encarcelado, lo habían despojado de su rango y lo habían azotado sin piedad sus compañeros espadas rojas, la primera mancha, y la más profunda, arrojada sobre el honor de la compañía, lo que alimentó los actos extremos de fanatismo desde entonces.

Barathol tenía que haber sido crucificado en el camino de Aren. En su lugar, la ciudad se había alzado en armas, había masacrado a la guarnición malazana y había expulsado a las Espadas Rojas de la ciudad.

Y entonces habían llegado los t’lan imass, que habían impuesto la lección dura, brutal, de la venganza imperial. Y Barathol Mekhar había sido visto, por decenas de testigos, abriendo de par en par la puerta norte…

Pero es cierto. Los t’lan imass no necesitan que les abran las puertas…

La pregunta que nadie había hecho era: ¿por qué iba a asesinar un oficial de las Espadas Rojas al puño de la ciudad?

L’oric sospechaba que Barathol no era de los que daba la satisfacción de una respuesta. Ese hombre había dejado de defenderse mucho tiempo atrás, con palabras al menos. El mago supremo lo veía en los ojos oscuros del hombretón, hacía mucho tiempo que había renunciado a la humanidad. Y al lugar que pudiera creer tener en ella. No se sentía impelido a justificar lo que había hecho; ningún sentido de la decencia o del honor obligaban a ese hombre a explicar su caso. Solo un alma que se ha rendido por completo renuncia a la idea de la redención. Algo había ocurrido, en algún momento, que había destrozado la fe de Barathol y había franqueado los senderos de la traición.

Pero la consideración en que tenían a Barathol Mekhar los vecinos de esa aldea rayaba casi en la más absoluta veneración, y eso era lo que L’oric no terminaba de entender. Incluso entonces, que ya sabían la verdad, que ya sabían lo que había hecho su herrero años antes, desafiaban las expectativas del mago supremo. Estaba desconcertado, y se sentía extrañamente indefenso.

Claro que, admítelo, L’oric, tú jamás has sido capaz de reunir seguidores, por muy noble que fuera tu causa. Oh, allí tenía aliados que añadían sus voces a su indignación ante la escandalosa indiferencia que mostraba Scillara por su hija, pero él sabía de sobra que tal unidad era, al final, transitoria y efímera. Quizá todos censuraran la postura de Scillara, pero no harían nada; de hecho, todos salvo Nulliss ya habían terminado por aceptar que la niña se iba a entregar a las dos mujeres que se llamaban Jessa. Listo, problema resuelto. Pero en verdad no es más que un crimen facilitado.

El demonio Ranagrís llegó sin prisas junto a él y se acomodó boca abajo en el polvo de la calle. Cuatro ojos que parpadeaban con pereza, no ofrecía ninguno de sus pensamientos, pero un susurro inefable de conmiseración calmó el tumulto interno de L’oric.

El mago supremo suspiró.

—Lo sé, amigo mío. Ojalá pudiera aprender a limitarme a pasar por un lugar, a hacer caso omiso a propósito de todas las ofensas contra la naturaleza, tanto pequeñas como grandes. Eso llega, sospecho, con los sucesivos fracasos. En Raraku, en Kurald Liosan, con Felisin la Menor, dioses del inframundo, qué lista tan deprimente. Y a ti, Ranagrís, a ti también te fallé…

Relevancia modesta —dijo el demonio—. Quisiera contarte un cuento, hermano. Al principio de la historia del clan, hace muchos siglos, surgió, como un aliento de gas de las profundidades, un nuevo culto. Elegido como su dios representativo fue el más lejano, el más distante de los dioses entre todo el panteón. Un dios que era, en realidad, indiferente a los clanes de mi especie. Un dios que no hablaba nunca con ningún mortal, que no intervenía nunca en los asuntos de los mortales. Morboso. Los líderes del culto se proclamaron la voz de ese dios. Escribieron… leyes, prohibiciones, atributos, ofrendas, blasfemias, castigos por no conformarse a las leyes, por entablar disputas y por posibles derivaciones. Lo cual no era más que un rumor, los dichos detalles se mantenían en una fuga vaga, hasta el momento en el que el culto logró el dominio y con el dominio, el poder absoluto.

»Terrible aplicación, terribles crímenes cometidos en nombre del dios silente. Llegaron y se fueron líderes, cada uno tergiversó todavía más palabras ya tergiversadas por la ambición mundana y el celo que buscaba la unidad. Se envenenaron estanques enteros. Otros se vaciaron y los sedimentos se sembraron con sal. Se aplastaron huevos. Se desmembraron madres. Y nuestro pueblo se hundió en un paraíso de miedo, las leyes se hicieron manifiestas y derramaron sangre las lágrimas de la necesidad. Falso pesar con un destello escalofriante en el ojo central. No aguardaba alivio alguno y cada generación sufría más que la anterior.

L’oric estudió al demonio que tenía a su lado.

—¿Qué ocurrió?

Siete grandes guerreros de siete clanes partieron para hallar al dios silente, partieron para ver por sí mismos si ese dios había bendecido de verdad todo lo que había llegado a pasar en su nombre.

—¿Y encontraron al dios silente?

Sí, y también hallaron la razón de su silencio. El dios estaba muerto. Había muerto con la primera gota de sangre derramada en su nombre.

—Entiendo, ¿y cuál es la relevancia de este relato tuyo, por modesta que sea?

Quizá la siguiente. La existencia de muchos dioses transmite la complejidad real de la vida mortal. Y a la inversa, la afirmación de que no hay más que un dios lleva a una negación de la complejidad y alienta la necesidad de simplificar el mundo. No culpa del dios, sino un crimen cometido por sus creyentes.

—Si a un dios no le gusta lo que se hace en su nombre, debería actuar.

Sin embargo, si cada crimen cometido en su nombre lo debilita… muy pronto, creo, no le queda poder y por tanto no puede actuar, y así, a la larga, muere.

—Procedes de un mundo extraño, Ranagrís.

Sí.

—Encuentro tu historia de lo más inquietante.

Sí.

—Debemos emprender ahora un largo viaje, Ranagrís.

Estoy listo, hermano.

—En el mundo que yo conozco —dijo L’oric— muchos dioses se alimentan de sangre.

Al igual que muchos mortales.

El mago supremo asintió.

—¿Te has despedido ya de todos, Ranagrís?

Lo he hecho.

—Entonces, abandonemos este lugar.

Filiad apareció a la entrada de la forja y captó la atención de Barathol. El herrero bombeó dos veces más el fuelle que alimentaba la fragua, después se quitó los gruesos guantes de cuero y llamó al joven con la mano.

—El mago supremo —dijo Filiad— se ha ido. Con ese sapo gigante. Lo vi, se abrió un agujero en el aire. Una luz amarilla cegadora se derramó de él y los dos desaparecieron dentro, ¡y después el agujero se desvaneció!

Barathol revolvió entre una colección de barras de hierro negro hasta que encontró una que parecía la más adecuada para la tarea que tenía en mente. La colocó sobre el yunque.

—¿Dejó aquí su caballo?

—¿Qué? No, lo llevaba por las riendas.

—Una pena.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Filiad.

—¿Sobre qué?

—Bueno, todo, supongo.

—Vete a casa, Filiad.

—¿En serio? Oh. Está bien. Supongo. Nos vemos luego, entonces.

—Sin duda —dijo Barathol mientras se ponía los guantes de nuevo.

Después de que se fuera Filiad, el herrero cogió la barra de hierro con unas tenazas y metió el metal en la fragua. Con una pierna fue bombeando el fuelle del suelo. Cuatro meses antes había utilizado lo que le quedaba del gran tesoro de dineros robados en Aren para pagar un inmenso cargamento de carbón; le quedaba justo lo suficiente para esa última tarea.

T’lan imass. Nada salvo hueso y piel correosa. Rápidos y letales, maestros de la emboscada. Barathol llevaba ya días pensando en el problema que representaban, en diseñar algún medio para enfrentarse a ellos. Porque sospechaba que volvería a encontrarse con aquellos cabronazos.

Su hacha era lo bastante pesada para provocar daños si golpeaba con la fuerza suficiente. Aun así, esas espadas de piedra eran largas, ahusadas en la punta para clavarse bien. Si se quedaban fuera de su alcance…

A todo eso creía haberle encontrado una solución.

Bombeó un poco más hasta que se sintió satisfecho con el núcleo al rojo vivo que veía en el corazón de la fragua y observó cuando la barra de hierro adquirió un brillo querúbico.

—Ahora seguimos a la serpiente, que nos lleva a un campamento de reunión en las orillas de un lago de grano negro, tras el cual atravesamos roca plana durante dos días, hasta otro campamento de reunión, el más septentrional, pues todo lo que yace más allá es a la vez fluido y no hallado.

Samar Dev estudió la línea de cantos alargada y sinuosa en el saliente de roca que tenían debajo y a la izquierda. Pieles de líquenes grises y verdes, trozos de musgo verde, esquelético y polvoriento, salpicado de flores rojas que rodeaban cada piedra, y más allá, el verdor más profundo de otro tipo de musgo, suave y empapado. En el sendero por el que caminaban, el lecho de roca estaba restregado y limpio, el granito rosa y crudo, con capas que caían de los salientes en grandes placas planas. De vez en cuando, un liquen negro con la textura de la zapa se derramaba de fisuras y venas. Vio una cuerna de ciervo tirada en el suelo, restos de alguna época de celo pasada, las puntas de las púas mordisqueadas por los roedores, y recordó entonces que en el mundo natural nada se desperdiciaba.

Unas depresiones en el suelo alto albergaban grupos de píceas negras, tantas muertas como vivas, mientras que en las secciones más expuestas del lecho de roca, plantas de enebro bajas formaban islas que llegaban a las rodillas, islas que extendían ramas sobre la piedra, cada isla bordeada por matorrales de arándanos y gaulteria. Los pinos de banks se alzaban como centinelas solitarios sobre elevaciones en la extraña roca plegada, amorfa.

Duro e imponente, era un paisaje que nunca se rendiría al dominio humano. Daba una sensación de antigüedad como no la daba ningún lugar que Samar Dev hubiera visto jamás, ni siquiera en las tierras baldías del Jhag Odhan. Se decía que bajo toda superficie de este mundo, ya fuera arena o mar, llanura que se inundara o bosque, había roca sólida retorcida y plegada por presiones invisibles. Pero allí, todas las demás superficies posibles se habían agostado y habían dejado expuesto el propio músculo plagado de venas.

Una tierra que encajaba con Karsa Orlong. Un guerrero despojado de todas las galas civiles, un ente de músculos, voluntad y presiones ocultas. Mientras que, en extraño contraste, el anibar, Buscabotes, parecía un intruso, casi un parásito, cada uno de sus movimientos furtivo y cargado de una culpa extraña. De ese lugar roto, recubierto de roca, de ese lugar de árboles y lagos de agua limpia, Buscabotes y su pueblo cogían grano negro y las pieles de animales; cogían corteza de abedul y juncos para hacer cestas y redes. No lo suficiente para dejar marca en el paisaje, no lo suficiente para reclamar la conquista.

En cuanto a ella, se encontró contemplando su entorno en términos de árboles que quedaban sin cosechar, de lagos todavía repletos de peces, de modos más eficientes de recolectar los granos alargados del color del barro de los lechos de juncos en los bajíos, el llamado grano negro que había que golpear para liberarlo de los tallos, recogido en el hueco de los largos botes estrechos que usaban los anibar, golpeado con palos entre telarañas y arañas que giraban y el zumbido de las moscas tigre. Ella solo podía pensar en los recursos y en el mejor modo de explotarlos. Con cada día que pasaba le iba pareciendo cada vez menos una virtud.

Continuaron por aquella pista, Buscabotes por delante, seguido por Karsa, que llevaba a su caballo por las riendas, lo que dejaba a Samar Dev con el panorama de la grupa del animal y la cola que agitaba. A Samar le dolían los pies, cada paso en la piedra dura le reverberaba por la columna, tenía que haber un modo de acolchar esos impactos, se dijo, quizá algún tipo de tecnología de capas múltiples para las suelas de las botas, tendría que pensar en ello. Y esas moscas que no dejaban de picar; Buscabotes había cortado ramas de enebro y las había enhebrado por una especie de turbante de modo que los tallos verdes le colgaban delante de la frente y por la nuca. Era de suponer que el sistema funcionaba, aunque el tipo tenía un aspecto ridículo. Samar se planteó renunciar a su vanidad y seguir su ejemplo, pero iba a aguantar todavía un rato más.

A esas alturas Karsa Orlong se tomaba ese viaje como si fuese una especie de misión o búsqueda. Impelido por la necesidad de imponer su juicio sobre quien le placiera, fueran cuales fueran las circunstancias. Samar había comenzado a entender lo aterrador que podía ser ese salvaje y cómo eso alimentaba la fascinación creciente que sentía por él. Medio creía que ese hombre podía abrir un surco por un panteón entero de dioses.

Una depresión en el terreno los llevó a terreno cubierto de musgo entre el que las ramas rotas hacían surgir dedos grises e irregulares. A la derecha había un encinillo grueso y retorcido, de siglos de antigüedad y marcado por los rayos que le habían caído encima; todos los árboles menores que habían empezado a crecer a su alrededor estaban muertos, como si el maltratado centinela exudara algún veneno beligerante. A la izquierda estaba el muro de tierra de las raíces de un pino derribado; verticales y tan altas como Karsa, se alzaban de un estanque de agua negra.

Estragos se detuvo de súbito y Samar Dev oyó un gruñido de Karsa Orlong. La mujer fue rodeando al caballo jhag hasta que pudo ver con claridad el muro de raíces retorcidas. En el que estaba enmarañado un cuerpo marchito, la carne arrugada y ennegrecida, los miembros estirados, el cuello expuesto, pero de la cabeza solo era visible la mandíbula inferior. La zona del pecho parecía haber implosionado, el espacio hueco alcanzaba el corazón del enorme árbol en sí. Buscabotes permanecía enfrente y con la mano izquierda inscribía gestos en el aire.

—Esto se derrumbó hace poco —dijo Karsa Orlong—. Sin embargo, este cuerpo, lleva aquí mucho tiempo, veis cómo el agua negra que otrora se acumulara alrededor de las raíces le ha manchado la piel. Samar Dev —dijo al tiempo que la miraba—, hay un agujero en su pecho, ¿cómo se produjo?

Samar negó con la cabeza.

—No puedo ni siquiera determinar qué clase de criatura es.

—Jaghut —respondió el toblakai—. Los he visto iguales antes. La carne se convierte en madera, pero el espíritu permanece vivo en el interior…

—¿Estás diciendo que esta cosa sigue viva?

—No lo sé, el árbol se ha caído, después de todo, así que se está muriendo…

—La muerte no es segura —interpuso Buscabotes, los ojos muy abiertos en una expresión de terror supersticioso—. Con frecuencia el árbol se alza una vez más hacia el cielo. Pero su morador, encerrado de modo tan terrible, no puede estar vivo. No tiene corazón. No tiene cabeza.

Samar Dev se acercó a examinar el pecho hundido del cuerpo. Tras un rato retrocedió, la intranquilizaba algo que no podía definir.

—Los huesos bajo la carne continuaron creciendo —dijo—, pero no como huesos. Madera. La hechicería pertenece a D’riss, sospecho. Buscabotes, ¿cuántos años juzgas tú que tiene este árbol?

—Tiempo congelado, quizá treinta generaciones. Desde que cayó, siete días, no más. Y ha sido empujado.

—Huelo algo —dijo Karsa Orlong y le pasó las riendas a Buscabotes.

Samar Dev observó al guerrero gigante adelantarse y subir la colina contraria de la depresión, se detuvo en la cima del batolito. Se descolgó poco a poco la espada de piedra.

Y entonces ella también captó un leve olor ácido en el aire, el olor de la muerte. Subió hasta ponerse junto a Karsa.

Tras la cúpula de roca, el sendero bajaba serpenteando a toda prisa y desembocaba al borde de un pequeño lago pantanoso. A un lado, en un pequeño saliente sobre la orilla, había un claro en el que se asentaban los restos de un campamento improvisado, tres estructuras redondas con armazones de ramas y muros de pieles. Dos estaban medio quemadas y la tercera derribada y convertida en una masa de madera hecha pedazos y cuero desgarrado. Contó seis cuerpos inmóviles repartidos por el lugar, dentro y alrededor del campamento; uno boca abajo, con el torso, los hombros y la cabeza en el agua, el cabello largo y suelto como algas blanqueadas. Tres canoas formaban una fila al otro lado de la pista, los cascos de corteza desfondados.

Buscabotes se reunió con ella y Karsa en la elevación. Un pequeño gemido agudo se escapó de su garganta.

Karsa emprendió el descenso el primero por la pista. Tras un momento, Samar Dev lo siguió.

—No te acerques al campamento —le dijo Karsa—. Debo leer las huellas.

Samar lo observó moverse sigilosamente, los ojos masculinos examinaban el suelo marcado, los lugares donde el humus se había apartado a patadas. Fue hasta la hoguera y pasó los dedos por la ceniza y los carbones, hasta la tierra manchada que había debajo. En algún lugar del lago cantó un somormujo, su llanto luctuoso y embrujado. La luz había ido creciendo poco a poco, el sol ya estaba tras la línea del bosque, al oeste. En la elevación que había sobre la pista, el lamento de Buscabotes fue subiendo de volumen.

—Dile que se calle —rezongó Karsa.

—No creo que pueda hacerlo —respondió ella—. Déjalo con su dolor.

—Su dolor pronto será el nuestro.

—¿Temes a este enemigo invisible, Karsa Orlong?

El guerrero se irguió de donde había estado examinando las canoas agujereadas.

—Una bestia de cuatro patas ha pasado por aquí en tiempos recientes, una bestia grande. Recogió uno de los cadáveres… pero no creo que haya ido muy lejos.

—Entonces ya nos ha oído —dijo Samar Dev—. ¿Qué es, un oso? —Buscabotes había dicho que los osos negros utilizaban las mismas pistas que los anibar y había señalado los indicios en el camino. Había explicado que por lo general no eran peligrosos. Con todo, las criaturas salvajes eran siempre impredecibles y si alguno se había tropezado con esos cuerpos, bien podría considerar el sitio de la matanza como propio.

—¿Un oso? Quizá, Samar Dev. Así es la especie de mi tierra natal, mora en cuevas y alzado sobre las patas traseras es la mitad de alto que un teblor. Pero este es muy diferente, las plantas de las pezuñas están recubiertas de escamas.

—¿Escamas?

—Y calculo que pesaría más que cuatro guerreros adultos de los teblor. —La miró—. Una criatura formidable.

—Buscabotes no ha dicho nada de que haya tales bestias en este bosque.

—No es el único intruso —dijo el toblakai—. Estos anibar fueron asesinados con lanzas y hojas curvas. Después los despojaron de todo adorno, armas y herramientas. Había un niño entre ellos, pero se lo llevaron a rastras. Los asesinos llegaron por el lago, en botes largos de quilla de madera. Al menos diez adultos, dos de ellos con botas de algún tipo, aunque el dibujo de los talones no me resulta conocido. Los otros lucían mocasines de tiras cosidas, cada una superponiéndose por un lado.

—¿Superponiéndose? Un cordoncillo. Eso mejoraría el agarre, creo.

—Samar Dev, sé quiénes son estos intrusos.

—¿Viejos amigos tuyos?

—No hablamos de amistad en aquel momento. Dile a Buscabotes que baje, tengo preguntas que hacerle…

La frase quedó sin terminar. Samar Dev giró la cabeza y encontró a Karsa quieto como una roca, la mirada clavada en los árboles que había tras las tres canoas. Samar se volvió y vio una forma inmensa y pesada que apartaba con la zarpa delantera los arbolitos jóvenes doblados. Una enorme cabeza recubierta de escamas se alzó de unos hombros encorvados y los ojos se clavaron en el toblakai.

Que levantó su espada de piedra con las dos manos y después se abalanzó contra ella.

El rugido de la bestia gigante terminó en un chillido agudo cuando salió disparado, hacia atrás, entre los matorrales. Unos golpes secos repentinos que se estrellaron contra la vegetación…

Karsa se lanzó al bosquecillo en persecución de la bestia.

Samar Dev se dio cuenta de que estaba sujetando la daga con la mano derecha, tenía los nudillos blancos.

El estrépito se fue haciendo más lejano, al igual que los chillidos frenéticos del oso con escamas.

Se volvió al oír un ruido de pasos en la ladera y vio que Buscabotes estaba bajando para acurrucarse a su lado. Movía los labios en plegarias silenciosas con los ojos puestos en el agujero abierto entre los árboles.

Samar envainó la daga y se cruzó de brazos.

—¿Pero qué le pasa a este hombre con los monstruos? —preguntó.

Buscabotes se sentó en el mantillo húmedo y empezó a mecerse adelante y atrás.

Samar Dev estaba terminando su segundo enterramiento cuando regresó Karsa Orlong. Se acercó a la hoguera que la mujer había encendido y junto a la que se había agazapado Buscabotes envuelto en pieles; el anibar emitía un gemido bajo de dolor incurable. El toblakai dejó su espada en el suelo.

—¿Lo has matado? —preguntó Samar—. ¿Le cortaste las zarpas, lo desollaste vivo, te colgaste las orejas del cinturón y le aplastaste el pecho con los brazos?

—Se escapó —contestó él con un gruñido.

—Seguro que ya está a medio camino de Ehrlitan a estas alturas.

—No, tiene hambre. Regresará, pero no antes de que nosotros nos hayamos ido. —Señaló los cuerpos restantes—. No tiene sentido, los va a desenterrar.

—Tiene hambre, has dicho.

—Está famélico. No es de este mundo. Y esta tierra no ofrece mucho, a esa bestia le iría mejor en las llanuras del sur.

—El mapa llama a esto las montañas Olphara. Hay marcados muchos lagos y creo que el pequeño que tenemos delante está unido a otros, más al norte, por un río.

—Esas no son montañas.

—En otro tiempo lo fueron, milenios atrás. Se han erosionado. Estamos en una elevación mucho más alta que cuando estábamos al sur de aquí.

—Nada puede carcomer las montañas hasta convertirlas en meros tocones, bruja.

—No obstante. Deberíamos ver si podemos reparar estas canoas, sería mucho más fácil…

—No pienso abandonar a Estragos.

—Entonces jamás alcanzaremos a nuestra presa, Karsa Orlong.

—No están huyendo. Están explorando. Buscando.

—¿Buscando qué?

El toblakai no respondió.

Samar Dev se limpió la tierra de las manos y después se acercó al fuego.

—Creo que esta cacería en la que nos hemos empeñado es un error. Los anibar deberían limitarse a huir, dejar esta tierra destrozada, al menos hasta que los intrusos se hayan ido.

—Eres una mujer extraña —declaró Karsa—. Deseabas explorar esta tierra, pero te encuentras con que te deja inerme.

Ella se lo quedó mirando.

—¿Por qué dices eso?

—Aquí hay que ser como un animal. Pasar sin ruido, pues este es un lugar que entrega poco y habla en silencio. Tres veces en nuestro viaje ha seguido nuestro rastro un oso, silencioso como un fantasma en este lecho de roca. Cruzaba y volvía a cruzar nuestro rastro. Se diría que una bestia tan grande sería fácil de ver, pero no. Aquí hay augurios, Samar Dev, más de los que he visto jamás en cualquier lugar, incluso en mi tierra natal. Los halcones dibujan círculos por el cielo. Los búhos nos ven pasar desde los huecos de los árboles muertos. Dime, bruja, ¿qué le está pasando a la luna?

La mujer se quedó mirando al fuego.

—No lo sé. Parece estar rompiéndose. Deshaciéndose. No hay documentado nada parecido que haya ocurrido antes, ni el modo en que se ha agrandado, ni la extraña corona que la rodea. —Samar sacudió la cabeza—. Si es un augurio, es un augurio que puede ver el mundo entero.

—Los pueblos del desierto creen que hay dioses que moran allí. Quizá estén librando una guerra entre ellos.

—Supersticiones absurdas —dijo Samar—. La luna es hija de este mundo, la última hija, pues hubo otras, en otro tiempo. —Vaciló un instante—. Puede ser que hayan chocado dos, pero es difícil asegurarse, las otras nunca fueron muy visibles, ni siquiera en el mejor de los casos. Oscuras, borrosas, distantes, siempre en la sombra arrojada por este mundo, o la de la luna más grande, la que vemos con más claridad. En los últimos tiempos ha habido mucho polvo en el aire.

—Hay más espadas de fuego en el cielo —dijo Karsa—. Justo antes del amanecer, puedes ver diez en el espacio de tres alientos, cada una hendiendo la oscuridad. Cada noche.

—Es posible que sepamos más cuando lleguemos a la costa, las mareas habrán cambiado.

—¿Cambiado, cómo?

—El aliento de la luna —respondió Samar—. Podemos medir ese aliento… en el fluir y refluir de las mareas. Así son las leyes de la existencia.

El toblakai lanzó un bufido.

—Las leyes se rompen. La existencia no se atiene a ninguna ley. La existencia es lo que persiste y persistir es luchar. Al final, la lucha fracasa. —Estaba sacando tiras de bhederin ahumado de su mochila—. Esa es la única ley digna de ese nombre.

La bruja lo estudió.

—¿Es eso lo que creen los teblor?

Karsa le mostró los dientes en una mueca fiera.

—Un día regresaré con mi pueblo. Y haré pedazos todas sus creencias. Y le diré a mi padre: «Perdóname. Tenías razón al no creer. Tenías razón al despreciar las leyes que nos encadenaban». Y a mi abuelo no le diré nada en absoluto.

—¿Tienes una esposa en tu tribu?

—Tengo víctimas, no esposas.

Una admisión brutal, reflexionó Samar.

—¿Tienes intención de ofrecer alguna reparación, Karsa Orlong?

—Eso se vería como una debilidad.

—Entonces las cadenas todavía te atan.

—Había un asentamiento nathii, junto a un lago, donde los nathii habían convertido a mi pueblo en esclavos. Cada noche, tras sacar las redes del lago, a esos esclavos les ponían grilletes y los encadenaban a una única cadena. Un teblor solo, atado así, nunca podría romper esa cadena. Juntos, sus fuerzas y voluntades combinadas, ninguna cadena podría haberlos retenido.

—Así que, por mucho que hables de regresar con tu pueblo y hacer pedazos todo aquello en lo que creen, en realidad necesitarás su ayuda para lograrlo. Parece que no es solo de tu padre de quien requieres perdón, Karsa Orlong.

—Tomaré lo que requiera, bruja.

—¿Fuiste uno de esos esclavos de la aldea de pescadores nathii?

—Durante un tiempo.

—Y para escapar, y es obvio que escapaste, terminaste necesitando la ayuda de tus compañeros teblor. —Samar asintió—. Entiendo ahora cómo eso podría reconcomerte el alma.

Karsa la miró.

—Eres lista de verdad, Samar Dev, para descubrir cómo encaja todo en su lugar.

—He hecho un largo estudio de la naturaleza humana, las motivaciones que nos guían, las verdades que nos acosan. No creo que los teblor seáis muy diferentes de nosotros en ese sentido.

—A menos, por supuesto, que empieces con una ilusión, una ilusión que convenga a la conclusión que buscabas desde el principio.

—Intento no dar por supuesta la veracidad —respondió ella.

—Cómo no. —El teblor le ofreció una tira de carne.

Samar Dev se cruzó de brazos y rechazó la oferta de momento.

—Sugieres que he hecho una suposición errónea y, por tanto, aunque afirmo entenderte, en realidad no entiendo nada. Un argumento muy conveniente, pero no muy convincente, a menos que tengas la bondad de ser más concreto.

—Soy Karsa Orlong. Conozco la medida de cada paso que he dado desde que me convertí en guerrero. Tu arrogante satisfacción no me ofende, bruja.

—¡Y el salvaje me trata a mí con condescendencia! ¡Dioses del inframundo!

El teblor volvió a tenderle la carne.

—Come, Samar Dev, no sea que te debilites tanto que no puedas indignarte.

La mujer lo miró con furia y después aceptó la tira de bhederin.

—Karsa Orlong, tu pueblo vive con una falta de sofisticación similar a la de estos anibar. Está claro que, en otro tiempo, los ciudadanos de las grandes civilizaciones de Siete Ciudades vivieron en un estado parecido de simplicidad e ignorancia imperturbable, perseguidos por augurios y huyendo de lo que no podían desentrañar. Y no me cabe duda de que nosotros también concebimos elaborados sistemas de creencias, pintorescos y ridículos, para justificar todas esas necesidades y restricciones que nos imponía la lucha por la supervivencia. Por fortuna, sin embargo, hemos dejado todo eso atrás. Descubrimos la gloria de la civilización y vosotros, los teblor, os mantenéis aferrados a un orgullo que está fuera de lugar, alzáis vuestra ignorancia de esa gloria como si fuera una virtud. De manera que seguís sin comprender el gran regalo de la civilización…

—Yo lo comprendo de sobra —respondió Karsa Orlong con la boca llena de carne—. El salvaje se introduce en la civilización por medio de mejoras…

—¡Sí!

—Mejoras en el modo y la eficacia de matar a las personas.

—Un momento…

—Mejoras en las reglas inatacables de la degradación y la desdicha.

—Karsa…

—Mejoras en modos de humillar, imponer sufrimientos y justificar las masacres de esos salvajes demasiado estúpidos y demasiado confiados para resistirse a lo que vosotros consideráis inevitable. Es decir, su extinción. Entre tú y yo, Samar Dev —añadió el teblor al tiempo que tragaba—, ¿a quién deberían temer más los anibar?

—No lo sé —le contestó ella con los dientes apretados—, ¿por qué no se lo preguntamos a él?

Buscabotes levantó la cabeza y estudió a Samar Dev con los ojos entornados.

—En el tiempo congelado —dijo en voz baja—, Iskar Jarak habló de lo no hallado.

—Iskar Jarak no era ningún dios, Buscabotes. Era un hombre mortal con un puñado de palabras sabias, hacer advertencias es fácil. ¡Quedarse y ayudar a que se preparen para ello es otra historia!

—Iskar Jarak nos dio los secretos, Samar Dev, y nos hemos preparado en el tiempo congelado, y nos preparamos ahora, y nos prepararemos en el no hallado.

Karsa lanzó una carcajada seca.

—Ojalá hubiera viajado aquí con Iskar Jarak. No tendríamos mucho sobre lo que discutir, creo.

—Esto es lo que consigo —murmuró Samar Dev— en compañía de bárbaros.

El tono del toblakai cambió de repente.

—Los intrusos que han venido aquí, bruja, se creen civilizados. Así que matan a los anibar. ¿Por qué? Porque pueden. No buscan ninguna otra razón. A ellos, Samar Dev, Karsa Orlong les dará respuesta. Este salvaje no es estúpido, ni confiado, y por las almas de mi espada que daré respuesta.

De súbito había llegado la noche y allí, en ese bosque en silencio, hacía frío.

De algún lugar lejano del oeste les llegó el aullido de unos lobos, y Samar Dev vio sonreír a Karsa Orlong.

En otra época, mucho tiempo atrás, Mappo Runt había estado junto a otros mil guerreros trell. Habían coronado la cordillera Orstanz, que se asomaba al valle de Bayen Eckar, llamado así por el río poco profundo y repleto de piedras que fluía hacia el norte, rumbo a un mar lejano y mítico, mítico al menos para los trell, ninguno de los cuales se había alejado jamás tanto de sus estepas y llanuras natales. Dispuesto en la ladera de enfrente y por la orilla occidental del río, a mil quinientos pasos de distancia, estaba el ejército nemil, comandado en esos días por un general muy temido, Saylan’mathas.

Muchos de los trell habían caído ya, no en batalla, sino víctimas de la debilidad de la vida en los campamentos que rodeaban los puntos de comercio, los fuertes y los asentamientos que convertían las fronteras en una noción borrosa, efímera, y poco más. El propio Mappo había huido de uno de esos asentamientos y había encontrado refugio entre los todavía belicosos clanes de las colinas.

Un millar de guerreros trell que se enfrentaban a un ejército que los superaba en número en una proporción de ocho a uno. Mazas, hachas y espadas golpeaban los bordes de los escudos, una canción de promesas de muerte se alzaba de sus gargantas, un sonido que era como un trueno terrenal que rodaba hasta el valle donde los pájaros volaban bajo y con un frenesí extraño, como si con el pánico hubieran olvidado el santuario del cielo. En su lugar se precipitaban y giraban entre los árboles de hojas grises apiñados junto al río, en ambas orillas, y parecían atravesar espinos y matorrales como un enjambre.

En el otro lado del valle, las unidades de soldados se movían en una formación siempre cambiante: unidades de arqueros, de tiradores con honda, de infantería de piqueros y los muy temidos catafractos nemil: con armaduras pesadas a lomos de caballos inmensos, escudos redondos preparados aunque las lanzas permanecían en los agujeros de los estribos mientras se dirigían al trote a los extremos, dejando clara su intención de flanquear la batalla una vez que los soldados de infantería y los guerreros trell estuvieran combatiendo en la cuenca.

El Bayen Eckar, el río, no era barrera, apenas llegaba a las rodillas. Los catafractos cruzarían sin obstáculo alguno. Saylan’mathas era visible a caballo, con unos criados en los flancos, atravesando la cordillera lejana. Unos estandartes revoloteaban sobre el terrible comandante, serpentinas en seda negra ribeteada de oro, como cuchilladas del Abismo que arañaran el propio aire. Cuando el séquito cubrió toda la cordillera, las armas se alzaron a modo de saludo, pero ningún grito subió a los cielos, no era esa la costumbre de ese ejército elegido en persona por su comandante. El silencio era ominoso, asesino, aterrador.

De las estepas trell, para liderar ese ejército desafiante de guerreros, había bajado un anciano llamado Trynigarr, para aquella, su primera batalla. Un anciano para quien el título honorífico estaba teñido de burla, pues era un viejo cuya fuente de sabiduría y consejos parecía haberse secado mucho tiempo atrás; un viejo que no decía mucho. Silencioso y vigilante es Trynigarr, como un halcón. Una observación seguida por una sonrisa muy poco generosa o algo peor, una carcajada chillona.

Estaba al mando en virtud de su sobriedad; los otros tres líderes habían tomado cinco noches antes cactus de jegurra llorón, cada gota transpirada en una hoja espinosa tras tres días de saturación forzada en una mezcla de agua, y las ocho especias, esto último era un brebaje chamanístico que se decía que albergaba la voz y las visiones de los dioses terrenales; pero esa vez el mejunje se había estropeado, un detalle que había pasado desapercibido: la trinchera cavada alrededor del tronco del cactus había capturado sin querer y ahogado a una araña conocida con el nombre de «la antílope» y la añadidura de sus jugos tóxicos había sumido a los ancianos en un profundo coma. Un coma del que jamás despertarían.

Decenas de jóvenes guerreros iniciados en la sangre se habían mostrado impacientes por asumir el mando, pero no se podían desestimar las viejas costumbres. De hecho, las viejas costumbres de los trell eran lo que estaba en el corazón mismo de esa guerra. Así que el mando había recaído sobre Trynigarr, tan sabio que no tiene nada que decir.

El anciano se encontraba ante los guerreros en ese malhadado risco, tranquilo y silencioso, estudiando al enemigo, que presentaba una alineación tras otra mientras la caballería de los flancos, a tres mil pasos de distancia o más lejos incluso, al norte y al sur, al fin giraba y comenzaba a descender hacia el río. Cinco unidades en cada flanco, cada unidad cien soldados con armadura pesada y una disciplina extraordinaria; eran soldados de noble cuna, hermanos, padres e hijos, hijas salvajes y feroces esposas; todos y cada uno comprometidos con la sed de sangre que era el modo de vida nemil. Que hubiera familias enteras entre esas unidades y que cada unidad estuviera compuesta en su mayor parte por familias extendidas y lideradas por un capitán elegido por aclamación entre todos ellos, era lo que los convertía en la caballería más temida al oeste del Jhag Odhan.

Mientras Trynigarr observaba al enemigo, también Mappo Runt observaba a su caudillo. El anciano no hacía nada.

Los catafractos cruzaron el río y tomaron posiciones mirando hacia el interior, donde esperaron. En la ladera que había justo enfrente, los soldados de infantería comenzaron a bajar mientras los escaramuzadores avanzados cruzaban el río seguidos por la infantería media y luego la pesada, cada una reforzando la cabeza de puente avanzada de ese lado del río.

Los guerreros trell seguían gritando, las gargantas irritadas y algo parecido al miedo creciendo en los intervalos cada vez más largos entre las aspiraciones, y en las pausas entre los golpes de las armas en los escudos. Su frenesí bélico iba decayendo y todo lo que había conseguido apartarlo, todos los terrores mortales y las dudas que cualquiera en su sano juicio no podía evitar sentir a punto de entrar en batalla, empezaban a regresar.

La cabeza de puente, al ver que no contaba con oposición, se extendió para adaptarse a la llegada del cuerpo principal del ejército al lado este del río. Cuando se movía, los ciervos salían disparados del refugio de los matorrales y corrían como rayos entre los ejércitos.

Siglo tras siglo, los trell siempre luchaban con frenesí salvaje. Batalla tras batalla, en circunstancias no muy diferentes de aquellas, a esas alturas ya habrían cargado, cobrando velocidad en la ladera, cada guerrero impaciente por dejar atrás a los demás y reclamar así la, por lo general, letal gloria de ser el primero en batirse con el odiado enemigo. La masa llegaba como una avalancha, los trell aprovechaban al máximo su mayor tamaño para estrellarse contra las primeras filas y derribarlas, para romper la falange e inaugurar así un día de masacres.

A veces habían triunfado. Muchas más habían fracasado, oh, el impacto inicial había derribado con frecuencia fila tras fila de soldados enemigos, en ocasiones había enviado cuerpos enemigos dando vueltas por el aire, y una vez, casi trescientos años antes, una de esas cargas había tirado una falange entera de culo. Pero los nemil habían aprendido y, llegados a ese punto, las unidades avanzaban con las picas preparadas. Una carga trell se ensartaba en esas letales puntas de hierro; el cuadro del enemigo, adiestrado para una mayor movilidad y adaptado al movimiento de retroceso con tanta facilidad como al de avance, se limitaba a absorber la colisión. Y los trell se rompían, o morían sin moverse, trabados por los colmillos de las picas nemil.

Y así, cuando los trell no hicieron nada, todavía clavados como espantapájaros arrancados por el viento sobre el risco, Saylan’mathas reapareció sobre su caballo de guerra, esa vez ante el río, con la mirada levantada como si quisiera penetrar en la mente imperturbable de Trynigarr mientras cruzaba a caballo la fila frontal de sus tropas. Era obvio que el general estaba disgustado, pues para entrar en combate con los trell tendría que enviar a su infantería ladera arriba y esa posición los pondría en desventaja para recibir la carga que, sin duda, se produciría entonces. Disgustado, sospechaba Mappo, pero no preocupado en exceso. Las falanges estaban extraordinariamente bien adiestradas, podían dividirse y abrir caminos en línea recta por lo que sus picas podrían encauzar a los trell, impulsados como irían los guerreros por su carga precipitada. Con todo, la caballería de los flancos había perdido buena parte de su eficacia, suponiendo que los dejara en sus puestos actuales, y en ese momento Mappo vio que unos mensajeros salían a caballo de entre el séquito del general, uno bajando y otro subiendo por el valle. Los catafractos procederían entonces ladera arriba para tomar el mismo risco que ocupaban los trell y después adentrarse. Dos cargas obligarían a los trell a girar sus propios flancos. Y no era que un movimiento así fuera a ayudar mucho, los guerreros no conocían táctica alguna para recibir una carga de la caballería.

En cuanto los catafractos hicieron girar sus monturas y comenzaron el ascenso, Trynigarr efectuó un gesto, cada mano estirada hacia los lados. La señal se fue pasando entre las filas hasta la ladera posterior del risco y después hacia fuera, al norte y al sur, a las masas ocultas y periféricas de guerreros trell, cada una ubicada casi enfrente de la confiada caballería de los flancos. Esos guerreros comenzaron entonces a subir hacia el risco, llegarían a él mucho antes que los catafractos y sus caballos de guerra cargados con la armadura, pero no se detendrían en la cima, sino que continuarían por ella, saldrían a la ladera del valle y cargarían ladera abajo contra los soldados montados. Los trell no sabían cómo recibir la carga de una caballería, pero sí que sabían cargar contra la caballería, siempre que el impulso lo pusieran ellos, como ocurriría en ese día.

Polvo y los sonidos distantes de la masacre que llegaban del campamento de suministros del oeste del río, cuando los mil quinientos trell que Trynigarr había enviado al otro lado del Bayen Eckar tres días antes descendieron sobre el poco protegido campamento de abastecimientos.

Los mensajeros se arremolinaron en el valle y Mappo vio que el séquito del general se detenía, los caballos giraban en todas direcciones como si quisieran reflejar la confusión de los oficiales que rodeaban a Saylan’mathas. En los flancos lejanos habían aparecido los trell con gritos de guerra, sobre el risco, y estaban comenzando su descenso letal entre el agitado nudo de jinetes, confusos de repente.

Saylan’mathas, que momentos antes estaba inmerso en la disposición del atacante, se encontró de repente cambiando de actitud, sus pensamientos desecharon toda noción de masacrar y se concentraron en la necesidad de defensa. Dividió a su ejército de soldados de infantería, medias legiones dieron media vuelta y se dirigieron al trote lento a los flancos demasiado lejanos, resonaban los cuernos para alertar a la caballería de que se había abierto una avenida de retirada. Algunos elementos de la caballería ligera que habían permanecido al otro lado del río, listos para que los enviaran a derribar a los trell que huyesen, el general los mandó entonces al galope hacia el campamento de suministros invisible, pero sus caballos tenían una ladera empinada que trepar primero y antes de que hubieran cubierto la mitad del camino, ochocientos trell aparecieron en la cima empuñando sus propias picas, estas con la mitad de la longitud que las utilizadas por los nemil. Tomaron posiciones con las largas armas apoyadas e inclinadas para encajar con la ladera. Cuando la caballería ligera alcanzó esa línea erizada e irregular, ya intentaban retroceder. Los caballos ensartados se encabritaron y bajaron a tropezones la colina rompiendo las patas de los caballos que habían quedado debajo. Los soldados giraron en las sillas, todo avance había desaparecido, y la línea trell comenzó a descender entre el enemigo para provocar una matanza.

El general había detenido el avance de su centro hacia la ladera y en ese momento lo reordenó en una defensa de cuatro lados, las picas eran un bosque que resplandecía y vacilaba, que cambiaba despacio como el pelo de punta en una bestia acorralada.

Inmóvil, tras observar durante un rato, Trynigarr, sabio en el silencio, giró a medias la cabeza, hizo un gesto con la mano derecha, una especie de pequeño saludo, y los mil trell que tenía tras él formaron en líneas impacientes que crearon avenidas a través de las que aparecieron las columnas de arqueros trell.

El término arqueros no llegaba a describir lo que eran. Es cierto, había algunos guerreros que llevaban arcos largos de doble curva, tan rígidos que ningún ser humano podría estirarlos, las flechas muy largas y casi con la misma masa que las jabalinas, las plumas alargadas con tiras reforzadas de cuero. Otros, sin embargo, sostenían gruesas jabalinas y átlatls compensados, mientras que entre ellos había lanzadores de honda, incluyendo los que disparaban fustíbalos, y había carretillas detrás de cada guerrero, cargadas con los grandes sacos delgados que lanzarían entre el enemigo, sacos que se agitaban y ondulaban.

Mil seiscientos arqueros, así pues, muchos de ellos mujeres, que más tarde bromearían que habían vaciado sus yurtas para esa batalla. Iban avanzando hacia la ladera al tiempo que los guerreros originales, alineados en columnas, se movían con ellas.

Bajaban para encontrarse con el corazón del ejército nemil.

Trynigarr caminaba entre ellos, de repente indistinguible de cualquier otro guerrero salvo por su edad. Había terminado de mandar, de momento. Cada elemento de su elaborado plan había entrado en combate, el resultado quedaba en manos de la bravura y la ferocidad de los jóvenes guerreros y sus líderes de clan. Ese gesto de Trynigarr era en verdad la mejor expresión de confianza y seguridad posibles. La batalla estaba allí, en ese momento, medida en el alzamiento y la caída de las armas. El anciano había hecho lo que había podido para apelar a los puntos fuertes inherentes de los trell al tiempo que emasculaba con habilidad los de los nemil y su cacareado general. Y por tanto, bajo los pájaros que chillaban y ante los ojos de los aterrados ciervos que todavía corrían y saltaban por las laderas del valle, el día y su batalla disfrutaron del derramamiento de sangre.

En la orilla oeste del río, los arqueros nemil, dispuestos para mirar tanto al este como al oeste, lanzaron andanadas de fechas letales una y otra vez, los ástiles descendían entre gritos y golpes secos en los escudos de madera, hasta que los guerreros que avanzaban para derribar los últimos elementos de la caballería ligera, reformada bajo el fuego de proyectiles, se acercó entonces al trote con las picas, el primer contacto con las cuales hizo pedazos a los arqueros y su exigua guardia de escaramuzadores. Las filas que habían mirado al este para lanzar flechas por encima del cuadrado nemil contra los trell que se acercaban marchando, se encontraron entonces con un ataque por detrás y la matanza fue grande.

Las flechas trell se alzaron dibujando un arco y aterrizaron dentro de la falange, los pesados ástiles atravesaron escudo y armadura. Las siguieron las jabalinas cuando los trell se acercaron, y las filas delanteras de los nemil se fueron haciendo más deslavazadas, porosas y agitadas a medida que los soldados se desplazaban para ocupar el lugar de los caídos. Los recibieron trell que lanzaban hachas y al final, con menos de veinte pasos entre las fuerzas, los fustíbalos empezaron a dar vueltas sobre la masa de trell, los enormes sacos giraban cada vez más rápido y después se soltaron, volaron por encima de las cabezas de las filas delanteras de los nemil, bajaron, chocaron contra las puntas de las picas, estallaron y cada pincho derramó cientos de escorpiones negros. Y fue por eso por lo que las mujeres rieron al contar cómo habían vaciado sus yurtas para buscar ese regalo para los odiados nemil.

Un pequeño detalle en el plan general, pero ese día, ese momento, había sido el guijarro de más en la carreta del granjero y el eje se había partido. Los chillidos de pánico, toda disciplina desaparecida. Las garras frías y duras de los escorpiones… en el cuello, deslizándose bajo los petos, los puños de los guanteletes, por debajo de las correas del escudo… y después la picadura salvaje, ácida, que perforaba como un colmillo, la llamarada de agonía que se hinchaba, era suficiente, era más que suficiente. La falange pareció explotar ante los ojos de Mappo, figuras que corrían, chillaban, se retorcían en bailes salvajes, armas y escudos arrojados al suelo, yelmos arrancados, armaduras que se quitaban a tirones.

Las flechas y las jabalinas penetraron entre la masa palpitante y los que salieron corriendo se encontraron con las mazas que los esperaban, las hachas y las espadas de los trell. Y Mappo, junto con sus compañeros, todo frenesí eliminado de sus cuerpos, infligieron la muerte a sangre fría.

El gran general, Saylan’mathas, murió en esa multitud, pisoteado por sus propios soldados. Por qué había desmontado para enfrentarse al avance trell fue algo que nadie pudo explicar; recuperaron su caballo cuando regresó al trote al campamento de suministros, las riendas bien enroscadas alrededor del pomo articulado de la silla, los estribos colocados sobre la silla.

Los catafractos, esos temidos soldados montados, nacidos de alta alcurnia, habían sido masacrados, al igual que las medias legiones de soldados de infantería que llegaron demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera morir entre caballos que se agitaban y daban coces y los llantos de los nobles heridos de muerte.

Los nemil habían mirado a los mil guerreros y habían pensado que esos trell eran los únicos presentes. Sus espías les habían fallado por partida doble, primero entre las tribus de las colinas, cuando los rumores sobre la ruptura de la alianza se habían dejado correr de forma deliberada entre los susurros constantes de los vientos; y después en los días y noches previos a la batalla de Bayen Eckar, cuando Trynigarr había enviado sus clanes, cada uno con una tarea concreta y todo conforme al lugar donde tendría lugar la batalla, pues los trell conocían esa tierra y podían viajar sin equivocarse las noches sin luna, podían ocultarse prácticamente invisibles entre las rugosidades y pliegues de esos valles durante el día.

Trynigarr, el anciano que había comandado su primera batalla, llegaría a librar seis más y cada vez repelería a los invasores nemil, hasta que se firmó el tratado que renunciaba a todo derecho humano sobre las estepas y colinas trell. El viejo que tan pocas veces hablaba había muerto borracho en un callejón años después, mucho después de que el último clan se hubiera rendido, expulsado de sus tierras agrestes por la hambruna provocada por la matanza continuada de los rebaños de bhederin efectuadas por los nemil y sus exploradores trell mestizos.

Mappo había oído que durante sus últimos años, Trynigarr, la lengua suelta por la bebida, había hablado con frecuencia, había llenado el aire con palabras arrastradas y sin sentido y recuerdos fragmentados. Tantas palabras, ni una sola sabia, para llenar lo que una vez había sido el más sabio de los silencios.

Tres zancadas tras Mappo Runt, Iskaral Pust, sumo sacerdote y mago juramentado de la Casa de Sombra, guiaba a su inquietante mula de ojos negros por las riendas y hablaba sin descanso. Sus palabras llenaban el aire como hojas secas en un viento constante y contenían toda la trascendencia y significado del mismo; puntuado por el sollozo de mocasines y cascos que se liberaban del barro de la ciénaga solo para volver a hundirse con un chapoteo, algún que otro tortazo contra un insecto que pretendía picar y el ruido que hacía Pust al sorber por una nariz con mocos perpetuos.

Para Mappo estaba claro que lo que estaba oyendo eran los pensamientos del sumo sacerdote, el monólogo interior, farragoso e inconexo, de un loco que lo desahogaba al viento con un abandono aleatorio. Y cada insinuación de genio no era más que una quimera, una pista tan falsa como la que estaban recorriendo, ese supuesto atajo que amenazaba con tragarlos enteros, hundirlos en esa turba oscura, insensible, que sería para siempre indiferente a sus ojos inermes.

Mappo había creído que Iskaral Pust había decidido despedirse, regresar con Mogora, si de verdad esta había regresado y no estaba escabulléndose entre los árboles fétidos y las cortinas de musgo, a su oculto monasterio del risco. Pero algo todavía inexplicado había hecho cambiar de opinión al sumo sacerdote, y era ese detalle más que cualquier otro lo que inquietaba a Mappo.

Hubiera querido que aquella fuera una empresa solitaria. Icarium era responsabilidad del trell, daba igual lo que afirmaran los sin nombre. No había nada justificado en su criterio, esos sacerdotes lo habían traicionado más de una vez. Se habían ganado la enemistad eterna de Mappo y quizá, un día, haría recaer sobre ellos todo el alcance de su desagrado.

Utilizado de un modo doloroso y maltratado espiritualmente, Mappo había descubierto en ellos un lugar en el que concentrar su odio. Era el guardián de Icarium. Su amigo. Y estaba claro, también, que el nuevo compañero del jhag lo guiaba con la prisa enfebrecida de un fugitivo, un hombre que sabía de sobra que lo estaban persiguiendo, que sabía que era uno de los conspiradores en una traición inmensa. Y Mappo iba a ser implacable.

Y tampoco necesitaba la ayuda de Iskaral Pust; de hecho, Mappo había empezado a sospechar que la ayuda del mago supremo no era en realidad tan honorable como parecía. Atravesar ese pantano, por ejemplo, un viaje en apariencia de no más de dos días, según insistía Pust, que los llevaría a la costa días antes de que si hubieran ido por el camino que atravesaba el terreno más alto. Dos días que ya se habían convertido en cinco y sin final en perspectiva. Lo que el trell era incapaz de desentrañar, sin embargo, era la posible motivación que Iskaral, y por extensión la Casa de Sombra, podría tener para demorarlo.

Icarium era un arma que ningún mortal y ningún dios podían arriesgarse a usar. Que los sin nombre creyeran lo contrario era indicativo tanto de locura como de total estupidez. No mucho tiempo atrás habían puesto a Mappo e Icarium en el camino a Tremorlor, una Casa de Azath capaz de encarcelar a Icarium para toda la eternidad. Un encarcelamiento que había sido su intención, y por mucho que Mappo clamara contra ello y al final los desafiara, había comprendido, incluso entonces, que tenía sentido. Ese giro radical, súbito e inexplicable, reforzaba la creencia del trell: el antiguo culto se había perdido, o lo había usurpado alguna facción rival.

Un gañido repentino de Iskaral Pust, una sombra enorme se deslizó sobre los dos viajeros y después desapareció al tiempo que Mappo alzaba la mirada y sus ojos buscaban entre las ramas cubiertas de musgo de los enormes árboles; no vio nada pero notó el paso de una brisa fría que corría en la estela de… algo. El trell miró al sumo sacerdote.

—Iskaral Pust, ¿hay algún enkar’al viviendo en este pantano?

El hombrecito abrió mucho los ojos. Se lamió los labios, sin darse cuenta recogió los restos esparcidos de un mosquito con la lengua y se los metió en la boca.

—No tengo ni idea —dijo, después se limpió la nariz con el dorso de la mano, parecía un niño sorprendido haciendo una terrible travesura—. Deberíamos regresar, Mappo Runt. Esto ha sido un error. —Ladeó la cabeza—. ¿Me cree? ¿Cómo podría no hacerlo? ¡Han pasado cinco días! ¡No hemos cruzado este ramal del pantano, este zarcillo septentrional, no, lo hemos recorrido entero! ¿Enkar’al? ¡Dioses del inframundo, se comen a la gente! ¿Era eso un enkar’al? ¡Ojalá! Pero, oh, no. Ah, si lo fuera. ¡Rápido, bendito genio, que se te ocurra algo más que decir! —Se rascó el rastrojo blanco de la barbilla y después se le iluminó la cara—. ¡Es culpa de Mogora! ¡Fue idea suya! ¡Todo esto!

Mappo miró a su alrededor. ¿Un ramal septentrional de terrenos pantanosos? Habían girado al oeste para encontrarlo, el primer indicio de que había algo raro, pero Mappo no pensaba con claridad por aquel entonces. Ni siquiera estaba seguro de que la niebla hubiera abandonado su espíritu en el tiempo transcurrido desde entonces. Pero entonces empezó a sentir algo, una agitación de las brasas, un destello de cólera. Viró hacia la derecha y echó a andar.

—¿Adónde vas? —preguntó Iskaral, y se apresuró a alcanzarlo, la mula lanzó un relincho de protesta.

El trell no se molestó en contestar. Estaba intentando contener el deseo de retorcer el cuello descarnado del hombrecito.

Muy poco tiempo después, el terreno se fue alzando de forma perceptible, se hizo más seco y surgieron más adelante unos trozos abiertos de claros iluminados por el sol, enmarcados por bosquecillos de abedules.

En el claro que tenían justo delante, medio sentada y medio recostada sobre un canto rodado, había una mujer. Alta, la piel del color de la ceniza tamizada, el largo cabello negro le pendía suelto y liso. Vestía una armadura de cota de malla de un color plateado reluciente sobre una camisa gris con capucha y unos pantalones ceñidos de un cuero pálido y flexible. Unas botas altas elaboradas con una criatura de escamas negras le llegaban a las rodillas. Dos estoques de empuñadura con forma de cesta le adornaban el cinturón.

Estaba comiendo una manzana con la piel del tono profundo de la sangre.

Los ojos eran grandes, negros, con pliegues epicánticos alargados que se alzaban en las esquinas; los había clavado en Mappo con algo parecido a un desdén lánguido y una ligera expresión risueña.

—Oh —murmuró—, la mano de Ardata, ya veo. Curado por la reina de las Arañas. Cultivas alianzas peligrosas, guardián. —Se llevó la mano libre a los labios y abrió mucho los ojos—. ¡Qué grosería por mi parte! Ya no eres guardián. ¿Cómo habría que llamarte ahora, Mappo Runt? ¿El desechado? —Tiró la manzana al suelo y se irguió—. Tenemos mucho de qué hablar, tú y yo.

—No te conozco —respondió el trell.

—Me llamo Rencor.

—Oh —dijo Iskaral Pust—, qué oportuno, puesto que ya te odio.

—Los aliados no tienen que ser amigos —respondió ella. Su mirada se posó un instante con desprecio en el sumo sacerdote. Entrecerró por un momento los ojos que había vuelto hacia la mula y después dijo—: Carezco de amigos y no busco amistades.

—Con un nombre como Rencor, ¿es de extrañar?

—Iskaral Pust, los mastines han hecho bien al deshacerse de Dejim Nebrahl. O, más bien, empiezo a comprender la partida sutil que han jugado, dada la proximidad de los deragoth. Tu amo es listo, tengo que admitirlo.

—Mi amo —siseó Iskaral Pust— no tiene necesidad de aliarse contigo.

La mujer sonrió y a Mappo le pareció una sonrisa bellísima.

—Sumo sacerdote, de ti y de tu amo no busco nada. —Sus ojos volvieron a posarse una vez más sobre el trell—. Tú, desechado, me necesitas. Viajaremos juntos, tú y yo. Ya no se requieren los servicios del mago de Sombra.

—No te desharás de mí con tanta facilidad —dijo Iskaral Pust, una sonrisa repentina que pretendía ser afectada, por desgracia estropeada por el cadáver de mosquito aplastado contra un incisivo torcido y roto—. Oh, no, seré como una sanguijuela, oculta bajo un pliegue de tu ropa, hinchándome con impaciencia con la sangre que te da vida. Seré el murciélago colmilludo que cuelga bajo tu ubre, lamiendo, lamiendo y lamiendo tu dulce exudación. Seré la mosca que te zumba directamente en la oreja, que hará allí su hogar con una despensa llena a mi disposición. Seré el mosquito…

—Aplastado por esos labios que no dejan de aletear, sumo sacerdote —dijo Rencor con gesto cansado, despidiéndolo—. Desechado, la costa no está más que a media legua de distancia. Hay una aldea de pescadores, por desgracia ahora desprovista de vida, pero eso no supondrá ningún obstáculo para nosotros.

Mappo no se movió.

—¿Qué motivo tengo yo —preguntó— para aliarme contigo?

—Necesitarás los conocimientos que yo poseo, Mappo Runt, pues yo fui una de los sin nombre que liberó a Dejim Nebrahl con el objetivo de matarte, de modo que el nuevo guardián pudiera ocupar tu lugar junto a Icarium. Puede que te sorprenda —añadió la dama—, pero me complace que los t’rolbarahl fracasaran. Los sin nombre me han declarado prófuga, un hecho que me produce no poca satisfacción, incluso placer. ¿Te gustaría saber la intención de los sin nombre? ¿Te gustaría conocer el destino de Icarium?

Mappo se la quedó mirando.

—¿Qué nos aguarda en la aldea? —preguntó después.

—Un barco. Con provisiones y tripulación, por decirlo de alguna manera. Para perseguir a nuestra presa debemos cruzar medio mundo, Mappo Runt.

—¡No la escuches!

—Cállate, Iskaral Pust —dijo Mappo con un gruñido—. O despídete de nosotros de una vez.

—¡Necio! ¡Muy bien, está claro que mi presencia en vuestra miserable compañía no solo es necesaria sino esencial! ¡Pero tú, Rencor, ponte en guardia! ¡No permitiré traición alguna a este audaz y honorable guerrero! ¡Y vigila lo que dices, no vaya a ser que las palabras que desates lo hagan caer en la locura!

—Si ha soportado las tuyas hasta ahora, sacerdote —dijo la mujer—, es que está a prueba de toda locura.

—Tú, mujer, harías bien en quedarte en silencio.

La mujer sonrió.

Mappo suspiró. Ah, Pust, ojalá prestaras atención a tus propias advertencias…

El niño tenía nueve años. Llevaba enfermo un tiempo, días y noches sin medida, recordadas solo en visiones borrosas, los ojos llenos de dolor de sus padres, la extraña mirada calculadora en los de sus dos hermanas menores, como si hubieran empezado a contemplar la vida sin un hermano mayor, una vida libre de los tormentos y las burlas, y, como se exigía, de su fiabilidad estólida ante los otros niños del pueblo, igual de crueles que él.

Y luego había habido un segundo tiempo, uno que era capaz de imaginar con claridad, cerrado por todas partes, con el techo de una noche negra en la que las estrellas nadaban como arañas remeras por el agua de un pozo. En ese tiempo, en ese aposento, el niño estaba por completo solo; lo despertaban solo las necesidades de la sed, encontraba un cubo junto a su cama lleno de un agua impregnada de sedimentos y el cucharón de madera y cuerno que su madre usaba solo las noches de fiesta. Despertaba, conjuraba la fuerza necesaria para estirar el brazo y coger ese cucharón, lo metía en el cubo y luchaba con el peso del agua para meterse el líquido tibio entre los labios agrietados, para aliviar una boca recalentada y seca como el fondo de un horno.

Un día despertó una vez más y supo que estaba en un tercer tiempo. Aunque débil, fue capaz de salir a rastras de la cama, levantar el cubo y beberse el agua que quedaba, tosió al notar la consistencia caldosa, al saborear la arenilla de los sedimentos. El nido de hambre de su vientre se había llenado de huevos rotos y unas garras y unos picos diminutos le picoteaban las entrañas.

Un viaje largo y agotador lo llevó al exterior; parpadeó bajo la luz dura, tan dura y tan brillante que no veía nada. Había voces a su alrededor, voces que llenaban la calle y bajaban flotando de los tejados, agudas y en un idioma que no había oído jamás. Risas, emoción, pero esos sonidos le daban escalofríos.

Necesitaba más agua. Necesitaba derrotar esa luz brillante para poder ver otra vez. Descubrir la fuente de esos sonidos de carnaval, ¿había llegado una caravana al pueblo? ¿Una compañía de actores, cantantes y músicos?

¿No lo veía nadie? ¿Allí, a gatas, la fiebre desaparecida, la vida recobrada?

Le dieron un empujoncito por un lado, tanteó con la mano estirada y encontró el hombro y la nuca de un perro. El morro húmedo del animal se deslizó por su brazo. Era uno de los perros más sanos, le pareció, cuando su mano encontró una gruesa capa de grasa sobre el músculo del hombro y después, al ir bajando, la enorme hinchazón del vientre del animal. Oyó entonces a otros perros que iban reuniéndose, arremolinándose, retorciéndose de placer al notar el roce de sus manos. Todos estaban gordos. ¿Había habido un banquete? ¿La matanza de un rebaño?

Recuperó la visión con una claridad que no había experimentado jamás. Levantó la cabeza y miró a su alrededor.

El coro de voces procedía de los pájaros. Grajos, pichones, buitres que saltaban por la calle polvorienta, que chillaban con las carreras burlonas de los perros del pueblo, que se mostraban posesivos con los restos de cuerpos esparcidos por todas partes, en su mayor parte poco más que huesos y tendones ennegrecidos por el sol, cráneos partidos por mandíbulas caninas, las entrañas limpias a lametazos.

El niño se puso en pie y se tambaleó con un mareo repentino que tardó mucho tiempo en pasar. Al final pudo darse la vuelta y volver a mirar la casa de su familia para intentar recordar lo que había visto mientras se arrastraba por las habitaciones. Nada. A nadie.

Los perros lo rodearon, todos parecían desesperados por convertirlo en su amo, agitaban las colas, iban de un lado a otro con las columnas girando adelante y atrás, las orejas alzándose a cada gesto del niño, los morros hociqueándole las manos. Estaban gordos, comprendió el chiquillo, porque se habían comido a todo el mundo.

Pues habían muerto. Su madre, su padre, sus hermanas, todos los demás habitantes del pueblo. Los perros, propiedad de todos y de nadie y soportando una vida de sufrimientos, de hambre cruel y rivalidad, habían comido hasta caer en la indolencia. Su júbilo era producto de las barrigas llenas, toda rivalidad olvidada ya. El niño comprendió en eso algo profundo. Las ilusiones infantiles extirpadas revelaron las verdades del mundo.

Empezó a vagar.

Un tiempo después se encontró en el cruce que había justo después del caserío más septentrional, de pie en medio de sus recién adoptadas mascotas. Se había alzado un monumento de piedras en el mismo centro de la encrucijada de caminos y senderos.

Se le había pasado el hambre. Al bajar la cabeza vio lo delgado que se había quedado y vio también los extraños nódulos purpúreos que le habían engrosado las articulaciones, las muñecas, los codos, las rodillas y los tobillos, en absoluto dolorosos. Depósitos, al parecer, de algún otro tipo de fuerza.

El mensaje del monumento estaba claro para él, lo había levantado un pastor y el niño, en su día, se había ocupado de muchos rebaños. Le decía que fuera al norte, que subiera a las colinas. Le decía que allí lo aguardaba un santuario. Había habido supervivientes, por tanto. Que lo hubieran dejado atrás era comprensible, contra la fiebre de la lengua azul no se podía hacer nada. Un alma vivía o un alma moría por voluntad propia, o por falta de ella.

El niño vio que no quedaban rebaños en las laderas de las colinas. Habían bajado los lobos, quizá, sin encontrar oposición alguna; o los otros aldeanos se habían llevado a los animales con ellos. Después de todo, un refugio necesitaría comida y agua, leche y queso.

Se puso en camino por el sendero del norte, con los perros por toda compañía.

Vio que estaban contentos. Complacidos de ver que él los guiaba.

Y el sol en el cielo, que había sido cegador, ya no cegaba. El niño había llegado y después había cruzado un umbral que lo había llevado hasta el cuarto y último tiempo. No sabía cuándo terminaría.

Felisin la Menor se quedó mirando con ojos lánguidos al joven escuálido que acababan de traer los acólitos castrados. Solo un superviviente perdido más que acudía a ella en busca de sentido, guía, en busca de algo en lo que creer que no pudieran aplastar ni llevárselo los vientos del infortunio.

Era portador, lo supo al ver las hinchazones de las articulaciones. Lo más probable era que hubiera infectado al resto de su aldea. Los nódulos habían supurado, habían infectado el aire y había muerto todo el mundo. Él había llegado a las puertas de la ciudad esa mañana, en compañía de doce perros medio salvajes. Un portador, pero allí, en ese lugar, eso no era motivo de destierro. De hecho, muy al contrario. Kulat tomaría al niño bajo su protección, para enseñarle los modos de la peregrinación, pues esa sería su nueva vocación, llevar la peste por todo el mundo y así, entre los supervivientes que dejara a su paso, reunir más partidarios todavía de la nueva religión. Fe en los quebrados, los marcados, los castrados, se estaban formando todo tipo de sectas, los miembros se definían por el daño que la plaga había producido en cada superviviente. Los más escasos y más apreciados entre ellos, los portadores.

Todo lo que Kulat había predicho se estaba cumpliendo. Llegaron supervivientes, al principio un goteo, después a cientos, atraídos hasta allí, guiados por la mano de un dios. Comenzaron a excavar la ciudad enterrada desde hace tanto para buscarse hogares entre los fantasmas de ciudadanos largo tiempo muertos que todavía embrujaban las habitaciones, los pasillos y las calles, silenciosos e inmóviles, espectros que presenciaban un renacimiento, en sus rostros tenues, borrosos, un motín de expresiones que iban desde la desesperación al horror. Cómo podían aterrar los vivos a los muertos.

Arribaron pastores con enormes rebaños, ovejas y cabras, las reses de largas patas llamadas eragas que la mayoría había creído extintas miles de años atrás, Kulat había dicho que se habían encontrado rebaños salvajes en las colinas, y los perros recordaban entonces para qué los habían criado y defendían a las bestias contra los lobos y las águilas grises que podían levantar a un ternero recién nacido entre las garras.

Se asentaron artesanos y empezaron a producir imágenes que habían nacido en su enfermedad, en sus fiebres: el dios Encadenado, las multitudes de los quebrados, los marcados y los castrados. Imágenes en alfarería, en muros pintados con la antigua mezcla de sangre de eraga y ocre rojo, estatuas de piedra para los portadores. Telas tejidas con grandes nudos de lana para representar los nódulos, escenas de patrones de fiebre de color rodeaban imágenes centrales de la propia Felisin, Sha’ik Renacida, la que traía consigo el verdadero Apocalipsis.

Ella no sabía qué pensar de todo aquello. La desconcertaba una y otra vez todo lo que presenciaba, cada gesto de culto y adoración. Los horrores de la desfiguración física la asaltaban por todos lados, hasta que se sentía entumecida, drogada, insensible. El sufrimiento se había convertido en su propio idioma, la vida en sí definida como castigo y prisión. Y este es mi rebaño.

Sus seguidores habían respondido hasta el momento a todas y cada una de sus necesidades, a todas salvo una, y esa era el creciente deseo sexual que la envolvía y que reflejaba los cambios que se apoderaban de su cuerpo, la forma de la feminidad, el comienzo del sangrado entre las piernas, y la nueva avidez que alimentaba sus sueños de socorrer. No podía anhelar que la tocaran esclavos, pues esclavitud era lo que esas personas abrazaban por propia voluntad, allí, en ese momento, en ese lugar que llamaban Hanar Ara, la Ciudad de los Caídos.

Kulat le habló con la boca llena de piedras.

—Y ese es el problema, alteza.

Felisin parpadeó. No había estado escuchando.

—¿Qué? ¿Cuál es el problema?

—El portador, que llegó apenas esta mañana por la pista del sudoeste. Con sus perros que responden solo ante él.

Felisin miró a Kulat, el viejo malnacido que confesaba tensos sueños sexuales de vino como si la declaración ya supusiera en sí más placer del que podía soportar, como si la confesión lo emborrachara.

—Explícate.

Kulat chupó las piedras que tenía en la boca, tragó saliva y luego hizo un gesto.

—Mirad los brotes, alteza, los brotes de la enfermedad, las muchas bocas de la lengua azul. Se están encogiendo. Se han secado y se están desvaneciendo. Lo ha dicho él. Se han reducido. Es un portador que, un día, dejará de ser portador. Este niño perderá su utilidad.

Utilidad. Felisin lo miró otra vez, con más atención esa vez, y vio un rostro duro y anguloso que parecía mayor de lo que era, ojos despejados, un cuerpo que necesitaba más carne y con toda probabilidad la encontraría de nuevo, ya que volvía a tener comida. Un niño todavía muy pequeño que crecería y se convertiría en hombre.

—Residirá en el palacio —dijo Felisin.

Kulat abrió mucho los ojos.

—Alteza…

—He hablado. El Ala Abierta, con el patio y los establos, donde puede dejar a sus perros…

—Alteza, hay planes para convertir el Ala Abierta en vuestro jardín privado…

—No me vuelvas a interrumpir, Kulat. He hablado.

Mi propio jardín privado. La idea empezó a divertirla cuando estiró la mano para coger la copa de vino. Sí, y veremos cómo crece.

Y así, transportada por sus propios pensamientos silenciosos, Felisin no vio la repentina mirada lúgubre de Kulat, un momento antes de que se inclinara y se diera la vuelta.

El niño tenía nombre, pero ella le daría otro nuevo. Uno que encajara mejor con su visión del futuro. Tras un momento, sonrió. Sí, lo llamaría Azafrán.