13

Y todas estas personas reunidas

para honrar al que había muerto,

¿era un hombre, una mujer, un guerrero,

un rey, un necio?, ¿y dónde estaban

las estatuas, los retratos pintados

en yeso y piedra?

Pero así se alzaron o sentaron, el vino

derramándose a sus pies, chorreando rojo

de sus manos, con avispas

en su moribunda estación girando,

en dulce sed y borrachas,

voces clamaban, despertadas a picotazos,

voces mezcladas en confusa

profusión, la pregunta planteada

una y luego otra vez: ¿por qué? Pero aquí

es donde una verdad halla su propio asombro,

pues la pregunta no era por qué

murió este, o tal para justificar,

pues en el corazón de vidas arremolinadas

no había ninguno para quien

esta reunión no fuera

más que un eco de sus antiguos yos.

Preguntaron una y luego otra vez,

¿por qué estamos aquí?

Aquel que murió no tenía nombre

sino todos los nombres, no tenía cara sino todas

las caras de aquellos que se habían reunido,

y así fuimos nosotros los que aprendimos

entre avispas arrastradas más allá de la vida,

pero cuyos nervios dispararon una última picadura,

que éramos nosotros los muertos

y todos en una mente invisible…

se alzaba o sentaba un hombre, o una mujer,

un guerrero, reina o necia, que

en bacante ocio dedicaba un momento

de pensamiento a todo lo pasado en vida.

Reunión en la fuente

—Pescador Kel’Tath

Incluso con cuatro ruedas nuevas, el carruaje de Trygalle era una ruina maltratada y decrépita. Dos de los caballos habían muerto en la caída. Tres accionistas habían quedado aplastados y un cuarto se había roto el cuello. Karpolan Demesand se había sentado en un taburete de campaña plegable con la cabeza envuelta en vendas ensangrentadas, sorbiendo una infusión de hierbas con sucesivas muecas de dolor.

Habían dejado la senda de Ganath de Omtose Phellack y los rodeaba el conocido desierto, el monte bajo y las colinas yermas de Siete Ciudades, el sol alcanzaba el mediodía tras una techo de nubes. El olor a lluvia teñía el aire inusualmente húmedo. Los insectos giraban y se arremolinaban sobre ellos.

—Esto viene —dijo Ganath— con el renacimiento del mar interior.

Paran la miró y después reanudó la tarea de ceñir con fuerza la cincha de su caballo, a la bestia le había dado por contener el aliento e hinchar el pecho en un esfuerzo por mantener la correa suelta, con toda probabilidad con la esperanza de que Paran se cayera de su grupa en algún momento de descuido. Los caballos eran compañeros reticentes en tantas de las escapadas, desastres y manías de los humanos que a Paran no podía ofenderle la bien ganada beligerancia del animal.

—Ganath —dijo—, ¿sabes con exactitud dónde estamos?

—Este valle lleva por el oeste al mar Raraku, tras la cordillera interior; y por el este, por un paso poco usado, baja a la ciudad de G’danisban. —La jaghut vaciló y después añadió—: Hace mucho tiempo que no llego tan al este… tan cerca de las ciudades de tu especie.

—G’danisban. Bueno, necesito provisiones.

La jaghut lo miró.

—Has completado tu tarea, Señor de la Baraja. Los deragoth están sueltos, el d’ivers conocido como Dejim Nebrahl, el cazador, es ahora el cazado. ¿Regresas ya a Darujhistan?

Paran hizo una mueca.

—Todavía no, por desgracia.

—¿Hay aún más fuerzas que tienes intención de liberar en el mundo?

Cierto matiz en la voz femenina lo hizo darse la vuelta.

—No si puedo evitarlo, Ganath. ¿Y tú, adónde irás?

—Al oeste.

—Ah, sí, a reparar el daño de ese ritual tuyo. Siento curiosidad, ¿qué encerraba?

—Una fortaleza flotante de los k’chain che’malle. Y… otras cosas.

¡Una fortaleza flotante! Dioses del inframundo.

—¿De dónde salió?

—Una senda, supongo —dijo ella.

Paran sospechaba que sabía algo, pero no insistió. Hizo unos últimos ajustes a la silla y después se despidió de Ganath.

—Gracias, Ganath, por acompañarnos; no habríamos sobrevivido sin ti.

—Quizá, algún día, pueda pedirte yo un favor a cambio.

—De acuerdo. —Paran sacó un objeto largo envuelto en tela que había tenido atado a la silla y se lo llevó a Karpolan Demesand.

—Mago supremo —dijo.

El corpulento hombre levantó la vista.

—Ah, su pago.

—Por los servicios prestados —dijo Paran—. ¿Quiere que lo desenvuelva?

—Por el Embozado, no, Ganoes Paran; la hechicería es lo único que me mantiene el cráneo intacto ahora mismo. Incluso envainada y envuelta como está esa espada ahora, puedo sentir su entropía.

—Sí, es un arma desagradable —dijo Paran.

—En cualquier caso, todavía hay una cosa más que hay que hacer. —Un gesto de Karpolan y una de las accionistas pardu se acercó y recogió la espada de otataralita que en otro tiempo había pertenecido a la consejera Lorn. La llevó a poca distancia, la puso en el suelo y se apartó. Llegó otro accionista, mecía en los brazos una gran maza que sujetaba con las dos manos. Se colocó sobre el arma envuelta y después descargó la maza con un golpe. Una vez y otra. Cada impacto hacía pedazos un poco más la hoja de otataralita. El hombre se apartó un paso jadeando y miró a Karpolan Demesand.

Que, a su vez, miró a Paran nuevamente.

—Recoja su trozo, Señor de la Baraja.

—Gracias —respondió el malazano, y se acercó. Se agachó y apartó la piel cortada y maltratada. Se quedó mirando las astillas de metal de tono óxido durante media docena de latidos y después eligió un trozo del tamaño de la longitud de su índice y no mucho más ancho. Lo envolvió con cuidado en un fragmento de cuero y después se lo metió en la saquita del cinturón. Se irguió y regresó con largas zancadas junto al mago supremo.

Karpolan Demesand suspiró y se levantó poco a poco del taburete.

—Es hora de que nos vayamos a casa.

—Que tengan un buen viaje, mago supremo —dijo Paran con una inclinación.

El hombre intentó sonreír y el esfuerzo le robó todo el color de la cara. Le dio la espalda y, ayudado por uno de los accionistas, regresó al carruaje.

—Roguemos —dijo Ganath en voz baja junto a Paran— por que no encuentre oponentes en las sendas.

Paran fue a su caballo, y después, con los brazos apoyados en la silla, miró a Ganath.

—En esta guerra —dijo— se implicarán fuerzas ancestrales. Están ya implicadas. Los t’lan imass bien pueden creer que han aniquilado a los jaghut, pero es obvio que no es el caso. Aquí estás, y hay otros, ¿no es cierto?

La jaghut se encogió de hombros.

Detrás de ellos se oyó el desgarro de una senda al abrirse. Unas riendas azotadas y después el rumor sordo de unas ruedas.

—Ganath…

—A los jaghut no les interesa la guerra.

Paran la estudió un momento más y después asintió. Apoyó un pie en el estribo, se aupó al caballo y recogió las riendas.

—Como tú —le dijo a la jaghut—, me siento muy lejos de casa. Que tengas un buen viaje, Ganath.

—Y tú, Señor de la Baraja.

Rumbo al este, Paran recorrió todo el valle. El río que solía atravesar esa tierra había desaparecido tiempo atrás, aunque el sendero serpenteante de su curso era evidente, con grupos de matorrales y árboles marchitos aquí y allá donde habían estado los últimos pozos de agua, antiguos lagos con forma de herradura y arenales de aluvión se extendían por las curvas. Tras una legua, el valle se abría a una cuenca poco profunda, riscos bastos al norte y laderas largas e inclinadas de escombros al sur. Justo delante se veía una pista que trepaba entre canales profundos.

Al llegar a la base, Paran desmontó y condujo al caballo de la rienda camino arriba. El calor de la tarde aumentaba, mucho más pegajoso a causa de aquella humedad antinatural. Lejos, al oeste, era de suponer que sobre el mar Raraku, se acumulaban unas nubes inmensas. Para cuando llegó a la cima, las nubes habían devorado al sol y la brisa que le llegaba por detrás prometía una lluvia dulce.

Paran se encontró con una vista que llegaba a lo lejos. Al este, bajaba por unas colinas onduladas salpicadas de cabras domésticas, y el sendero llevaba a un camino más sólido que atravesaba el borde de la llanura en dirección norte-sur. La ruta del sur giraba al este hacia una mancha distante de humo y polvo que Paran sospechaba que era G’danisban.

A lomos de su caballo una vez más, partió a medio galope.

Paran no tardó en llegar a la casucha del primer pastor, quemada y destrozada, donde al ir desvaneciéndose la luz del día empezaban a reunirse las cabras empujadas solo por la costumbre. No distinguió señal alguna de tumbas y tampoco se sentía inclinado a buscar entre las ruinas. La peste, el aliento silencioso e invisible de la diosa Gris. Comprendió que era muy probable que la ciudad que tenía delante fuera presa de ese terror.

Las primeras gotas de lluvia le salpicaron la espalda y un momento más tarde, en un chisporroteo apurado, tenía el chaparrón encima. El sendero rocoso se hizo de repente traicionero y Paran se vio obligado a frenar el paso del caballo a un cauto trote. La visibilidad se redujo a una docena de pasos por todos lados, el mundo posterior se lo llevó un muro plateado. Con el agua cálida colándose bajo sus ropas, Paran se subió la raída capucha de la capa de lluvia militar que le cubría los hombros y después se encorvó cuando la lluvia empezó a arreciar.

La gastada pista se convirtió en un arroyo, el agua enlodada se colaba entre las rocas y los adoquines. El caballo frenó hasta ir al paso y continuaron andando. Entre dos colinas bajas, la pista se convirtió en un lago poco profundo y Paran se encontró flanqueado por dos soldados.

Una mano envuelta en un guantelete se estiró para coger las riendas.

—Vas por el camino equivocado, forastero —rezongó el hombre en malazano.

El otro mecía en los brazos una ballesta, pero no estaba cargada; le habló desde las sombras de la capucha.

—¿Esa capa proviene de un saqueo? Se la arrancaste al cuerpo de un soldado malazano, ¿no?

—No —respondió Paran—. Facilitada por el ejército, como te facilitaron tus capas a ti, soldado. —Pudo distinguir durante un breve alivio del chaparrón que algo más adelante había un campamento. Dos, quizá tres legiones, las tiendas ocupaban una serie de colinas bajo el techo bajo de humo de las hogueras que iban muriendo a causa de la lluvia. Tras el campamento, con el camino serpenteando ladera abajo, se alzaban las murallas de G’danisban. Volvió a mirar a los soldados—. ¿Quién está al mando de este ejército?

El de la ballesta contestó.

—¿Y qué tal si respondes tú a las preguntas, para empezar? ¿Eres un desertor?

Bueno, técnicamente hablando, sí. Claro que se supone que estoy muerto.

—Deseo hablar con vuestro oficial al mando.

—Es que ahora mismo no tienes mucha elección, que digamos. Baja del caballo, forastero. Quedas arrestado bajo la sospecha de deserción.

Paran descendió de su montura.

—Bien. ¿Y ahora queréis decirme de quién es este ejército?

—El empujón del chaval está contigo. Eres prisionero de la hueste de Unbrazo.

Vistos todos los signos externos, Paran poco a poco empezó a caer en la cuenta de que aquello no era un asedio. Las compañías controlaban los caminos que llevaban al interior de G’danisban y el campamento en sí formaba medio cordón circular por el lado norte y oeste, no había ningún piquete a menos de cuatrocientos pasos de las murallas deshabitadas.

Uno de los soldados llevó el caballo de Paran hacia los establos temporales mientras el otro guiaba a Paran por las avenidas que corrían entre las tiendas empapadas. Se movían entre ellas figuras envueltas en mantos y capuchas, pero ninguna vestía el atavío completo de batalla.

Entraron en la tienda de un oficial.

—Capitán —dijo el soldado mientras se quitaba de un papirotazo la capucha—, nos hemos topado con este hombre intentando entrar a caballo en G’danisban por el camino de Raraku. Ya ve, señor, que viste una capa de lluvia militar malazana. Creemos que es un desertor, es probable que del Decimocuarto de la consejera.

La mujer a la que se dirigía estaba echada de espaldas en un catre colocado junto a la pared trasera. Tenía la piel muy clara y unos rasgos pequeños rodeados por una mata de largo cabello pelirrojo. Ladeó la cabeza para estudiar al soldado y a Paran y se quedó callada un momento, después volvió a clavar los ojos en el techo inclinado que tenía encima.

—Llévelo a los calabozos, tenemos calabozos, ¿no? Ah, y apunte sus datos, qué regimiento, qué legión y todo eso. Para que se pueda documentar en alguna parte antes de su ejecución. Y ahora largo, los dos, lo están poniendo todo perdido de agua.

—Solo un momento, capitán —dijo Paran—. Deseo hablar con el puño supremo.

—Imposible y no recuerdo haberle dado permiso para hablar. Arránquele las uñas por eso, Futhgar, ¿de acuerdo? Cuando llegue el momento, por supuesto.

Años antes Paran… no habría hecho nada. Se habría sometido a las reglas, a las escritas y a las tácitas. Se habría limitado a esperar su hora. Pero estaba empapado y necesitaba un baño caliente. Estaba cansado y ya había pasado por algo parecido una vez, hace mucho tiempo y muy lejos de allí, en otro continente. Por aquel entonces, por supuesto, había sido un sargento (el mismo pelo rojo, pero con un bigote bajo la nariz), con todo, el parecido estaba allí, como el pinchazo del cuchillo de un asesino.

El soldado, Futhgar, permanecía de pie a su izquierda, medio paso por detrás. Paran no traicionó nada, se limitó a dar un paso a la derecha y después clavar el codo izquierdo en la cara del soldado. Le rompió la nariz. El hombre se derrumbó como un saco de melones.

La capitán se sentó, bajó las piernas al suelo y se puso en pie a tiempo de que Paran avanzara un paso y le propinara un buen puñetazo; los nudillos le crujieron contra la mandíbula femenina. Los ojos de la mujer se pusieron en blanco, se derrumbó sobre el catre y le rompió las patas de madera.

Paran se masajeó la mano y miró a su alrededor. Futhgar estaba sin sentido, igual que la capitán. El chaparrón constante del exterior había garantizado que fuera de la tienda no oyeran ningún sonido de la breve lucha.

Se acercó al arcón de viaje de la capitán. No estaba cerrado con llave. Levantó la tapa y empezó a revolver entre las ropas colocadas sobre la armadura. No tardó en encontrar suficientes telas para amordazar y atar a los dos soldados. Alejó a rastras a Futhgar de la entrada y le quitó el cuchillo de mesa, el puñal y un cuchillo carnicero kethra de hoja ancha, después lo despojó del cinturón de la espada. Preparó una bola de tela para hacer una mordaza y se inclinó para determinar si llegaba suficiente aire a los pulmones a través de la nariz rota del hombre. Ni de lejos. Dejó eso de momento y le amarró con fuerza las muñecas y los tobillos, utilizó una correa de arnés para unir las dos ataduras en la espalda de Futhgar. Después ató una tira alrededor de la cabeza con fuerza contra la boca abierta, dejó espacio suficiente para que pudiera respirar, pero sin sitio para sacar la lengua. Podría gruñir y gemir todo lo que quisiera, pero no mucho más.

Ató a la capitán de modo idéntico y después añadió una bola de trapo sujeta con otra tira de tela arrancada de una de las camisas de la capitán. Por último los ató a los dos a ambos lados del catre, y el catre al palo central de la tienda para impedir que salieran retorciéndose de la tienda, lo que esperó que le diera tiempo suficiente. Satisfecho, echó un último vistazo alrededor, se puso la capucha y volvió a salir.

Encontró la avenida principal y se dirigió a la gran tienda de mando del centro del campamento. Pasaron soldados a su lado sin prestarle ninguna atención. Era la hueste de Unbrazo, pero todavía tenía que ver una sola cara conocida, lo que tampoco era de sorprender, él había estado al mando de los Abrasapuentes y los Abrasapuentes habían desaparecido. La mayor parte de esos soldados serían recién llegados al ejército, reclutados en las guarniciones de Pale, Genabaris y Nathilog. Se habrían incorporado con posterioridad a la Guerra Painita. No obstante, esperaba encontrar al menos a alguien de la fuerza original que había marchado hasta Coral, alguien que hubiera tomado parte en esa demoledora batalla.

Cuatro soldados hacían guardia fuera de la tienda de mando de Dujek. Una quinta figura permanecía cerca, sujetando las riendas de un caballo salpicado de barro.

Paran se acercó con los ojos puestos en el del caballo. Alguien conocido, acababa de encontrar lo que estaba buscando. Un escolta, pero un escolta que había pertenecido al ejército de Caladan Brood, creía, aunque podría equivocarme. Bueno, ¿cómo se llamaba?

Los ojos de color castaño claro del hombre se clavaron en él cuando Paran se acercó. Entre las sombras de la capucha hubo un destello de reconocimiento y después confusión. El escolta se irguió e hizo un saludo militar.

Paran sacudió la cabeza, pero ya era demasiado tarde. Los cuatro guardias también se pusieron firmes. Paran respondió al saludo con un gesto vago, descuidado, y después se acercó al escolta.

—Soldado —murmuró—, ¿me conoce? Responda en voz baja, si tiene la bondad.

Un asentimiento.

—Capitán Ganoes Paran. No olvido las caras ni los nombres, señor, pero oímos que estaba…

—Sí, y así tiene que seguir. ¿Su nombre?

—Hurlochel.

—Ahora me acuerdo. Actuaba como cronista en ocasiones, ¿no?

Un encogimiento de hombros.

—Guardo una relación de los hechos, señor. ¿Qué está haciendo aquí?

—Necesito hablar con Dujek.

Hurlochel les echó un vistazo a los guardias y frunció el ceño.

—Venga conmigo, señor. No se preocupe por ellos, son lo bastante novatos como para no conocer a todos los oficiales.

Llevando el caballo por las riendas, Hurlochel se llevó a Paran y bajó por un callejón cercano, donde se detuvo.

—Hurlochel —dijo Paran—, ¿por qué la tienda de Dujek está protegida por soldados novatos? No tiene ningún sentido. ¿Qué ha ocurrido y por qué están acampados a las afueras de G’danisban?

—Sí, señor, hemos pasado malos tiempos. Es la peste, sabe, los sanadores de la legión la estaban manteniendo a raya, alejada de nosotros, pero lo que se ha hecho a Siete Ciudades… dioses, capitán, hay cuerpos por decenas de miles. Quizá cientos de miles. Cada ciudad. Cada pueblo. Campamentos de caravanas, por todas partes, señor. Teníamos a un moranthiano dorado acompañándonos, sabe, una especie de renegado. En fin, hay un templo, en G’danisban. El Gran Templo de Poliel, y es de donde sale este viento pestilente, y cada vez es más fuerte. —Hurlochel hizo una pausa para secarse la lluvia de los ojos.

—Así que Dujek decidió golpear en pleno corazón, ¿no?

—Sí, señor.

—Continúe, Hurlochel.

—Llegamos hace un mes y el puño supremo hizo formar a las compañías de sus veteranos junto con el moranthiano dorado. Planeaban un asalto contra ese maldito templo. Bueno, suponían que habría al menos una suma sacerdotisa o algo así, pero estaban preparados. Con lo que nadie contaba era con la propia diosa Gris.

Paran abrió mucho los ojos.

—¿Quién consiguió salir de allí?

—La mayor parte, señor, salvo el moranthiano dorado. Pero… están todos enfermos, señor. La peste se apoderó de ellos y solo siguen vivos gracias a los sanadores… solo que los sanadores están perdiendo la batalla. Así que, aquí estamos. Atascados y ni un solo fulano para asumir el mando de manera efectiva y empezar a tomar decisiones como debe ser. —Hurlochel vaciló y después siguió—: A menos que esté usted aquí para eso, capitán. Eso espero, la verdad.

Paran apartó la vista.

—Oficialmente estoy muerto, escolta. Dujek nos echó del ejército, a mí y a unos cuantos más…

—Abrasapuentes.

—Sí.

—Bueno, señor, si alguien se ha ganado sus días al sol…

Paran hizo una mueca.

—Sí, estoy seguro de que ese sol anda por ahí, en alguna parte. En cualquier caso, no se puede decir que pueda tomar el mando; además, solo soy capitán…

—Con antigüedad absoluta, señor. Dujek se llevó a sus oficiales con él; eran los veteranos, después de todo. Así que tenemos casi diez mil soldados acampados aquí y lo más parecido a un comandante que hay es la capitán Arroyodulce, que es una princesa falari, si se lo puede creer.

—¿Pelirroja?

—De un rojo salvaje, sí, y cara bonita…

—Con la mandíbula hinchada. Nos conocemos.

—¿La mandíbula hinchada?

—No fue un encuentro demasiado amistoso. —Pese a todo, Paran vaciló, después lanzó un juramento y asintió—. De acuerdo. Mantendré el rango de capitán… con antigüedad. Pero necesito un nombre nuevo…

—Capitán Tierno, señor.

—¿Tierno?

—Los soldados viejos hablan de él como las abuelas hablan de los monstruos a los mocosos, para mantenerlos a raya, señor. Nadie de aquí lo ha visto, al menos nadie que no tenga mucha fiebre y no esté medio loco.

—Bueno, ¿cuál fue el último destino de Tierno?

—El Decimocuarto, señor. El ejército de la consejera, allá por el oeste de Raraku. ¿De qué dirección venía usted?

—Oeste.

—Eso servirá, señor, creo. Haré como que lo reconozco. Nadie sabe nada de mí, solo que el puño supremo me usaba para llevar mensajes.

—¿Y por qué iba a dejar que dos soldados me arrestaran si se supone que vengo a asumir el mando?

—¿Se dejó? Bueno, quizá quería ver cómo hacíamos las cosas por aquí.

—De acuerdo. Una pregunta más, Hurlochel. ¿Por qué no sigue con Caladan Brood en Genabackis?

—La alianza se deshizo, señor, no mucho después de que los tiste andii se asentaran en Coral Negro. Los rhivi de regreso a las llanuras, los barghastianos de regreso a sus colinas. La Guardia Carmesí, que estaba arriba, en el norte, se desvaneció, nadie sabe adónde fueron. Cuando Unbrazo zarpó, bueno, parecía que se dirigían a algún lugar interesante.

—¿Le pesa?

—Con cada latido, señor. —Hurlochel frunció el ceño después—. ¿La capitán tiene la mandíbula hinchada, ha dicho?

—Le di un puñetazo. Junto con un soldado llamado Futhgar. Están atados y amordazados en la tienda de la capitán. Quizá ya hayan vuelto en sí a estas alturas.

El hombre sonrió, pero no era una sonrisa agradable.

—Capitán, ha dejado sin sentido a una princesa falari, es perfecto. Encaja con lo que la gente ha oído sobre Tierno. Es brillante.

Paran hizo una mueca y después se frotó la cara. Dioses del inframundo, ¿qué me pasa con la realeza?

Escondiéndose, había salido despacio del templo y había visto una fila desordenada de figuras magulladas que recorrían el camino inferior. Bajó por la ladera polvorienta llena de piedras y estaba a quince pasos antes de que alguien notara su presencia. Hubo algo extraño en ese momento de encuentro, supervivientes cara a cara, de reconocimiento y a la vez incredulidad. Aceptación, una sensación de algo compartido y, por debajo, el flujo inefable del dolor. Se intercambiaron muy pocas palabras.

Al unirse a los soldados en su marcha, Lostara Yil se encontró junto a la capitán Faradan Sort, que le contó algo de lo ocurrido en Y’Ghatan.

—Su puño, Tene Baralta, se debatía al borde de la muerte, si no del cuerpo, al menos del espíritu. Ha perdido un brazo, se le había quemado sin remedio, y había otros daños… en la cara. Creo que era un hombre vanidoso.

Lostara lanzó un gruñido.

—Esa maldita barba que llevaba, siempre aceitada. —Pensó en Tene Baralta durante un rato. Jamás le había caído muy bien. Era algo más que la vanidad. Quizá, a decir verdad, era una especie de cobarde, a pesar de toda su beligerancia y sus poses. Recordó el modo en que el tipo había encabezado la retirada después de que ella asesinara a la Sha’ik anciana y lo impaciente que estaba por apropiarse del mérito de cada éxito mientras se alejaba como podía del camino de cada desastre. En aquel hombre había una vena sádica y Lostara comenzó a temer que esa vena floreciera cuando Tene Baralta buscara medios para alimentar todo lo que había herido en su interior.

—¿Por qué los dejó atrás a todos el ejército?

Faradan Sort se encogió de hombros.

—Asumieron que ninguno de los que habían quedado atrapados dentro de la ciudad podría haber sobrevivido a la tormenta de fuego. —Hizo una pausa y después añadió—: Fue una suposición razonable. Solo Peccado sabía que no era así, y algo me llevó a confiar en la chica. Así que nosotras seguimos buscando.

—Visten todos harapos… y no van armados.

—Sí, que es por lo que tenemos que reunirnos con el ejército en cuanto sea posible.

—¿Puede Peccado ponerse en contacto con el Decimocuarto por medio de la magia? ¿O Ben el Rápido?

—A ella no le he preguntado. No sé cuánta de su capacidad es talento sin formar, este tipo de criaturas se dan de vez en cuando y sin la disciplina de una educación formal como aprendiz tienden a convertirse en avatares del caos. Poder, sí, pero sin dirección, salvaje. Con todo, fue capaz de derrotar al muro de fuego y salvar las compañías del puño Keneb… bueno, algunas.

Lostara miró a la capitana, se volvió de nuevo hacia los soldados que las seguían y los contempló un momento antes de hablar.

—¿Es usted korelana?

—Lo soy.

—¿Y estuvo destinada en la Muralla?

Una sonrisa tensa que permaneció allí un instante y después desapareció.

—No se permite a nadie abandonar ese servicio.

—Se dice que los jinetes de la tormenta empuñan una hechicería terrible en su asalto eterno contra la Muralla.

—Toda hechicería es terrible, mata de forma indiscriminada y con frecuencia a una gran distancia, no hay nada más dañino para el mortal que empuña ese poder, ya sea humano u otra cosa.

—¿Es mejor mirar a tu enemigo a los ojos cuando le quitas la vida?

—Como mínimo —respondió Faradan— les das la oportunidad de defenderse. Y Oponn decide al final, decide en qué par de ojos se desvanecerá la luz.

—Oponn… creí que era la habilidad.

—Todavía es usted joven, capitán Lostara Yil.

—¿Lo soy?

Faradan Sort sonrió.

—Con cada batalla en la que me encuentro, mi fe en la habilidad disminuye. No, es el empujón del Señor o quizá el tirón de la Señora, cada vez, todas las veces.

Lostara no dijo nada. No podía estar de acuerdo con eso, incluso sin tener en cuenta la irritación de la condescendencia de la otra mujer. Un soldado listo y hábil vivía allí donde morían los soldados lerdos y torpes. La habilidad era una moneda que compraba el favor de Oponn, ¿cómo podía ser de otra manera?

—Usted sobrevivió a Y’Ghatan —dijo Faradan Sort—. ¿Cuánto intervino en eso el tirón de la Señora?

Lostara lo pensó un momento antes de contestar.

—Nada.

Una vez, años antes, unas cuantas decenas de soldados habían salido tambaleándose de una ciénaga inmensa. Ensangrentados, medio locos, la piel les colgaba en tiras descoloridas tras haber pasado semanas vadeando barro y agua negra. Kalam Mekhar había estado entre ellos, junto con los otros tres que caminaban a su lado en ese momento, y parecía que, al final, solo habían cambiado los detalles.

Perro Negro había masacrado a los Abrasapuentes, una guerra de pesadilla que había alargado y conducido entre sotos de píceas negras, en lagunas y pantanos, chocando con los Irregulares de Mott, el Primer Ejército Nathii y la Guardia Carmesí. Los supervivientes estaban aturdidos, liberarse del horror era arrojar a un lado la desesperación, pero fuera lo que fuera lo que debía sustituirla, tardaba mucho en despertar. Y dejaba… muy poco. Míranos, recordaba que había dicho Seto, no somos más que troncos huecos. Nos hemos podrido por dentro, igual que todo lo demás que hay en esta maldita ciénaga. Bueno, Seto jamás había sido de los optimistas.

—Estás muy pensativo —comentó Ben el Rápido a su lado.

Kalam lanzó un gruñido y después lo miró.

—Me preguntaba una cosa, Rápido. ¿Tú te cansas alguna vez de tus recuerdos?

—Esa no es una buena idea —respondió el mago.

—No, supongo que no. No solo me estoy haciendo viejo, me siento viejo. Miro a todos esos soldados que tenemos detrás, dioses del inframundo, qué jóvenes son. Salvo en los ojos. Supongo que nosotros también fuimos así, una vez. Solo que… desde entonces hasta ahora, Rápido, ¿qué hemos hecho? Una mierda, muy poco que significara algo.

—Admito que yo también me he estado preguntando unas cuantas cosas sobre ti —dijo Ben el Rápido—. Esa garra, Perla, por ejemplo.

—¿El que me apuñaló por la espalda? ¿Qué pasa con él?

—Por qué no te lo has cargado todavía, Kalam. Es decir, no es algo que tú por lo general dejarías para otro día, ¿no? A menos, por supuesto, que no sepas muy bien si puedes con él.

Violín habló desde detrás de los dos hombres.

—¿Era Perla el de esa noche en la ciudad de Malaz? Por el aliento del Embozado, Kalam, ese cabrón lleva pavoneándose por el Decimocuarto desde Raraku, no me extraña que ponga esa sonrisa astuta cada vez que te ve.

—A mí Perla me importa una mierda, o por lo menos matarlo, en cualquier caso —dijo Kalam en voz baja—. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos. ¿Qué tiene en mente la consejera? ¿Qué planea?

—¿Quién dice que planee algo? —replicó Violín. Llevaba a uno de los niños en brazos, una niña, dormida como un tronco con el pulgar en la boca—. Fue tras Leoman y ahora está huyendo de una peste e intentando enlazar con la flota de transporte. ¿Y luego? Yo diría que regresamos a Genabackis o quizá vayamos a la península de Korel. Más de lo mismo, porque eso es lo que hacen los soldados, es la vida de los soldados.

—Creo que te equivocas —dijo Kalam—. Ahora está todo enmarañado.

—¿A qué te refieres?

—Perla es la clave, zapador —dijo el asesino—. ¿Por qué sigue por aquí? ¿Qué sentido tiene espiar a la consejera? ¿Qué sentido tiene seguirle los pasos al Decimocuarto? Lo que yo te diga, Viol, lo que la consejera haga a continuación depende de la emperatriz Laseen, ella y nadie más.

—No nos va a licenciar a todos —dijo Violín—. No a la consejera y no al Decimocuarto. Somos el único ejército móvil que tiene digno de ese nombre. No hay más comandantes ahí fuera, bueno, los hay, pero el único saludo que les dedicaría yo sería enseñarles el dedo corazón. Con sangre o sin ella, Tavore ha puesto fin a esta rebelión y eso tiene que contar para algo.

—Viol —dijo Ben el Rápido—, la guerra es mucho más grande de lo que tú crees, y no ha hecho más que empezar. No hay forma de saber de qué lado está la emperatriz.

—¿De qué Embozado estás hablando tú?

Fue Apsalar la que contestó.

—Una guerra entre los dioses, sargento. El capitán Paran habló de una guerra así, en detalle…

Tanto Kalam como Ben el Rápido se dieron la vuelta al oír eso.

—¿Ganoes Paran? —preguntó el asesino—. Rápido dijo que lo dejó en Darujhistan. ¿Qué tiene él que ver con todo esto? ¿Y cuándo hablaste tú con él?

Apsalar conducía a su caballo de las riendas tres pasos por detrás de Violín; en la silla llevaba a tres chiquillos con los ojos apagados por el calor. A las preguntas de Kalam se encogió de hombros antes de contestar.

—Es el Señor de la Baraja de los Dragones. En calidad de tal ha venido aquí, a Siete Ciudades. Estábamos al norte de Raraku cuando nos separamos. Kalam Mekhar, no me cabe duda de que Ben el Rápido y tú estáis metidos en otra intriga más. Si sirve de algo, yo aconsejaría cautela. Hay demasiadas fuerzas desconocidas en este juego y entre ellas se encuentran dioses ancestrales y, de hecho, razas ancestrales. Quizá creáis que comprendéis todas las apuestas, pero yo presumo que no es así…

—¿Y tú sí? —preguntó Ben el Rápido.

—No del todo, claro que yo he limitado mis… objetivos… y busco solo lo que se puede lograr.

—Ahora has conseguido que me pique la curiosidad —dijo Violín—. Aquí estás, marchando con nosotros una vez más, Apsalar, cuando yo había imaginado que te habías asentado en un pueblecito costero, de vuelta en Itko Kan, y que estarías tejiendo jerséis grasientos para tu papá. Quizá hayas dejado a Azafrán, pero me parece a mí que eso es lo único que has dejado atrás.

—Viajamos por el mismo camino —le contestó ella— de momento. Sargento, no tienes nada que temer de mí.

—¿Y qué hay de los demás? —preguntó Ben el Rápido.

La asesina no contestó.

Una inquietud repentina invadió a Kalam. Se encontró con los ojos de Rápido por un breve instante y después miró hacia delante de nuevo.

—Vamos a alcanzar a ese maldito ejército primero.

—Me gustaría que alguien se deshiciera de Perla —dijo Ben el Rápido.

Nadie habló durante un buen rato. No era frecuente que el mago expresara sus deseos con tanto… descaro, y Kalam comprendió con un escalofrío que las cosas se estaban poniendo mal. Quizá incluso desesperadas. Pero no era tan fácil. Como ese tejado en Darujhistan, enemigos invisibles por todas partes, miras y miras, pero no ves nada.

Perla, que en otro tiempo fue Salk Elan. Senda de Mockra… y una hoja que me atraviesa como fuego la espalda. Todo el mundo cree que Topper es el señor de la Garra, pero yo no estoy tan seguro… ¿Puedes con él, Kalam? Rápido tiene sus dudas, y acaba de ofrecer su ayuda. Dioses del inframundo, quizá me esté haciendo viejo.

—No me has respondido, amigo —le dijo el asesino a Ben el Rápido.

—¿Cuál dices que era la pregunta?

—¿Alguna vez te cansas de tus recuerdos?

—Ah, esa.

—¿Y bien?

—Kalam, no tienes ni idea.

A Violín no le gustaba esa conversación. De hecho, la odiaba, y para él fue un alivio cuando todo el mundo se calló otra vez; caminaban por la pista polvorienta, cada paso iba dejando esa maldita ruina de ciudad más y más atrás. Sabía que debería regresar a la columna, con su pelotón, o quizá más adelante, para intentar sonsacarle algo a Faradan Sort, esa capitán estaba llena de sorpresas, la muy astuta. Les había salvado la vida a todos, no cabía duda de eso, pero eso no significaba que tuviera que confiar en ella. Todavía no, a pesar de que lo cierto era que él quería, por alguna razón arcana que todavía tenía que comprender.

La niña de los mocos constantes sorbió por la nariz sin despertarse, una manita se aferraba al hombro izquierdo del soldado. Tenía la otra mano en la boca y al chuparse el pulgar emitía pequeños ruiditos. En sus brazos, casi no pesaba nada.

Su pelotón había sobrevivido intacto. Solo Bálsamo y quizá Hellian podían decir lo mismo. Así que tres pelotones de, ¿cuántos, diez? ¿Once? ¿Treinta? Los soldados de Moak habían quedado eliminados del mapa por completo, el undécimo pelotón había desaparecido, y ese era un número que jamás se resucitaría en la historia futura del Decimocuarto. La capitán había establecido los números, había añadido el decimotercero para el sargento Urb y resultó que el de Violín, el cuarto, era el número más pequeño del escalón. Esa parte de la novena compañía se había llevado una buena paliza, y Violín tenía pocas esperanzas para el resto, las que no habían conseguido llegar al Gran Templo. Y lo que era peor todavía, habían perdido demasiados sargentos. Borduke, Mosel, Moak, Sobelone, Tirón.

Bueno, de acuerdo, estamos hechos polvo, pero estamos vivos.

Se quedó atrás unos cuantos pasos y reanudó su marcha junto a Corabb Bhilan Thenu’alas. El último superviviente del ejército rebelde de Leoman (salvo el propio Leoman) no había dicho mucho, pero el ceño que invadía su expresión sugería que sus pensamientos eran cualquier cosa salvo tranquilos. Llevaba sobre los hombros a un muchachito escuálido al que se le iba venciendo la cabeza al dormitar.

—Estaba pensando —dijo Violín— en agregarte a mi pelotón. Siempre nos falta uno.

—¿Es así de sencillo, sargento? —preguntó Corabb—. Los malazanos sois raros. No puedo ser todavía soldado de tu ejército, todavía no he empalado a un bebé en una lanza.

—Corabb, la cama corrediza es una invención de Siete Ciudades, no malazana.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Quiero decir que los malazanos no clavamos bebés en lanzas.

—¿No es vuestro rito de paso?

—¿Quién te ha estado contando semejantes estupideces? ¿Leoman?

El hombre arrugó la frente.

—No. Pero a tales creencias se atenían entre los seguidores del Apocalipsis.

—¿Y no es Leoman uno de esos seguidores?

—No lo creo. No, nunca. Aunque yo no lo veía. Leoman creía en sí mismo y en ningún otro. Hasta esa zorra mezla que encontró en Y’Ghatan.

—Así que se buscó una mujer, ¿eh? No me extraña que se largara con viento fresco.

—No se fue con viento, sargento. Huyó por una senda.

—Es una forma de hablar.

—Se fue con su mujer. Que lo destruirá, estoy seguro, y ahora digo que eso es lo que Leoman se merece. Que Gorrionpardo sea su ruina, su absoluta…

—Un momento —interpuso Violín, al que recorrió un escalofrío extraño—, ¿acabas de llamarla Gorrionpardo?

—Sí, pues ese dijo que era su nombre.

—¿Malazana?

—Sí, alta y mezquina. Se burlaba de mí. De mí, Corabb Bhilan Thenu’alas, segundo de Leoman, hasta que me convertí en su tercero, el que se conformó con dejar atrás. Para morir con todos los demás.

Violín apenas lo oyó.

—Gorrionpardo —repitió.

—¿Conoces a esa arpía? ¿Esa bruja? ¿A esa seductora y corruptora?

Dioses, una vez la acuné en mis rodillas. Se dio cuenta de repente de que se estaba arañando con la mano los restos del pelo enmarañado, chamuscado, sin que le importaran los nudos, indiferente a las lágrimas que le llenaban los ojos. La niña se retorció en sus brazos. Violín se quedó mirando a Corabb sin verlo y después se adelantó a toda prisa, estaba mareado, estaba… horrorizado. Gorrionpardo… tendría veintitantos años ahora. Unos veinticinco o veintiséis, supongo. ¿Qué estaba haciendo en Y’Ghatan?

Se metió entre Kalam y Ben el Rápido y los sobresaltó a los dos.

—¿Viol?

—Tira de la serpiente del Embozado hasta que chille —dijo el zapador—. Ahoga a la maldita reina de los Sueños en su puñetero estanque. Amigos míos, no os vais a creer quién entró con Leoman en esa senda. No os vais a creer quién compartió la cama de Leoman en Y’Ghatan. No, no os vais a creer nada de lo que os diga.

—Que el Abismo te lleve, Viol —dijo Kalam, exasperado—, ¿de qué estás hablando?

—Gorrionpardo. Esa es la que está junto a Leoman ahora mismo. Gorrionpardo. La hermanita pequeña de Whiskeyjack y no sé… no sé nada, qué pensar, solo que me apetece chillar y no sé por qué allí siquiera, no, ya no sé nada. Dioses, Rápido… Kalam… ¿qué significa? ¿Qué significa esto?

—Tranquilízate —dijo Ben el Rápido, pero su voz había adquirido un tono chillón, tenso, muy extraño—. Para nosotros, es decir, para nosotros no significa necesariamente nada. Es una puta coincidencia e incluso si no lo es, no es como si significara algo, en realidad no. Es solo… peculiar, nada más. Sabíamos que era obstinada, un pequeño demonio, lo sabíamos incluso entonces, y tú la conocías mejor que nosotros, que Kalam y yo. Nosotros solo la vimos una vez, en la ciudad de Malaz. Pero tú, tú eras como su tío, ¡lo que significa que tienes cosas que explicar!

Violín se quedó mirando al hombre, a sus ojos muy abiertos.

—¿Yo? Tú has perdido la cabeza, Rápido. ¡Escúchate! ¡Echarme a mí la culpa por ella! ¡No tenía nada que ver conmigo!

—Dejadlo ya, los dos —dijo Kalam—. Estáis asustando a los soldados que llevamos detrás. Mirad, ahora mismo estamos demasiado nerviosos, por todo tipo de cosas, para poder encontrarle sentido a algo de esto, suponiendo que haya algún sentido que encontrar. Las personas eligen su propia vida, lo que hacen, donde terminan, no significa que ande por ahí un dios jugando. Así que la hermana pequeña de Whiskeyjack es ahora la amante de Leoman, y los dos se esconden en la senda de la reina de los Sueños. De acuerdo, mejor eso que huesos desmigajados en las cenizas de Y’Ghatan, ¿no? ¿Y bien?

—Quizá, o quizá no —dijo Violín.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué significa eso? —preguntó Kalam.

Violín respiró hondo, un suspiro profundo y entrecortado.

—Tuvimos que contártelo alguna vez, no es que fuera un secreto ni nada parecido, y siempre lo usamos como excusa, para explicar cómo era, cómo se comportaba y todo eso. Nunca cuando pudiera oírlo ella, claro, y lo decíamos para quitarle su poder…

—¡Violín!

El zapador hizo una mueca ante el estallido de Kalam.

—Y ahora quién está asustando a todo el mundo…

—¡Tú! Y qué más dan los demás, ¡es a mí a quien estás asustando, maldito seas!

—De acuerdo. Nació de una mujer muerta, la madrastra de Whiskeyjack, murió esa mañana y el bebé… Gorrionpardo… bueno, tardó mucho en salir, debería haber muerto dentro, si sabéis a lo que me refiero. Por eso los ancianos de la ciudad la entregaron al templo, al del Embozado. El padre ya estaba muerto, lo mataron a las afueras de Quon, y Whiskeyjack, bueno, estaba terminando su aprendizaje. Éramos muy jóvenes entonces. Así que él y yo, bueno, tuvimos que forzar la entrada y recuperarla, pero ya la habían consagrado, bendecido en nombre del Embozado, así que le quitamos su poder hablando de ello, ja, ja, restándole importancia y todo eso, y la niña creció bastante normal. Más o menos. En general… —Se le fue apagando la voz, se negó a mirar a los dos pares de ojos que se habían clavado en él, después se rascó la cara chamuscada—. Necesitamos hacernos con una baraja de los Dragones. Creo…

Apsalar, que iba cuatro pasos por detrás del trío, sonrió cuando el mago y el asesino, los dos a la vez, le dieron una colleja al sargento Violín. Una sonrisa muy breve. Eran unas revelaciones inquietantes. Whiskeyjack siempre había sido más que reticente a hablar de dónde procedía, de su vida antes de convertirse en soldado. Misterios tan enterrados como las ruinas bajo las arenas. Había sido mampostero, un trabajador de la piedra. Eso Apsalar lo sabía. Una profesión peligrosa entre la arcana de la adivinación y el simbolismo. Constructor de túmulos, el que podía hacer sólida toda la historia, cada monumento a la grandeza, cada dolmen levantado en gestos eternos de rendición. Había constructores entre muchas de las Casas de la baraja de los Dragones, un indicativo tanto de permanencia como de su ilusión. Whiskeyjack, un constructor que dejó sus herramientas para abrazar la matanza. ¿Fue la mano del Embozado la que lo guió?

Muchos creían que Laseen había dispuesto la muerte de Dassem Ultor y Dassem había sido la espada mortal del Embozado (en la práctica si no de nombre), y centro de un culto creciente entre las filas de los ejércitos malazanos. El Imperio no buscaba ningún patrón entre los dioses, por muy seductora que fuera la invitación, y en eso Laseen había actuado con una sabiduría especial y muy probablemente a las órdenes del emperador. ¿Había pertenecido Whiskeyjack al culto de Dassem? Era posible; aun así, Apsalar no había visto nada que lo sugiriera. Si acaso, había sido un hombre desprovisto por completo de fe.

Y tampoco parecía probable que la reina de los Sueños aceptase a sabiendas la presencia de un avatar del Embozado dentro de su reino. A menos que los dos dioses sean ahora aliados en esta guerra. La idea misma de la guerra la deprimía, porque los dioses eran tan crueles y despiadados como los mortales. La hermana de Whiskeyjack quizá sea una jugadora tan involuntaria en todo esto como el resto de nosotros. Apsalar no estaba dispuesta a condenar a la mujer, y tampoco estaba lista para considerarla una aliada.

Se preguntó una vez más qué estarían planeando Kalam y Ben el Rápido. Los dos eran formidables por derecho propio, pero intrínseco en sus métodos estaba el hecho de pasar desapercibidos, sin que nadie los viera. Lo que era obvio, todo lo que yacía en la superficie, era, de forma invariable, una ilusión, un engaño. Cuando llegara el momento de elegir bandos, de manera abierta, era muy probable que sorprendieran a todos.

Dos hombres, así pues, en quien nadie podía confiar de verdad. Dos hombres en quien ni siquiera los dioses podían confiar, si a eso se iba.

Apsalar se dio cuenta de que al unirse a esa columna, al meterse entre esos soldados, se había enmarañado en otra telaraña, y no había garantías de que fuese capaz de soltarse sola. No a tiempo.

Ese enmarañamiento la preocupaba. No estaba segura de si le daría la espalda a una pelea con Kalam. Es decir, no a una pelea que fuese cara a cara. Y el hombre estaba en guardia. De hecho, lo había provocado ella. En parte por bravuconería, en parte para calibrar su reacción. Y solo un poco… para confundirlo.

Bueno, confusión había de sobra por todas partes.

Los dos lagartos no muertos, Cuajo y Telorast, se mantenían a cierta distancia del grupo de soldados, aunque Apsalar percibía que nunca se quedaban atrás, en algún lugar entre los matorrales que había al sur del camino elevado. Cualesquiera que fueran sus motivos ocultos para acompañarla, de momento se contentaban con seguirla sin más. Que poseían secretos y un propósito oculto era obvio para ella, al igual que la posibilidad de que ese propósito implicara, a algún nivel, la traición. Y eso también es algo que compartimos todos.

El sargento Bálsamo iba maldiciendo detrás de Botella mientras caminaban por el sendero de piedras. Botas quemadas, suelas que aleteaban, simples andrajos cubriendo los hombros del hombre bajo aquel sol abrasador, Bálsamo iba dando voz a las desdichas que afligían a todos los que habían salido arrastrándose del subsuelo de Y’Ghatan. El paso de la columna se iba ralentizando a medida que los pies se ampollaban, las rocas afiladas cortaban la piel tierna y el sol alzaba un muro resistente de calor cegador ante ellos. Arrastrarse por aquel desierto se había convertido en una lucha cruel, enervadora.

Allí donde otros entre los pelotones llevaban niños en brazos, Botella se encontró llevando a una madre rata y a sus crías, la primera encaramada a su hombro y las segundas envueltas en trapos en el pliegue del codo. Más sórdido que cómico, y hasta él se daba cuenta, pero se negaba a renunciar a sus nuevos… aliados.

Caminaba junto a Botella el seti mestizo, Koryk. Había vuelto a adornarse con huesos de dedos humanos y no mucho más. Los había anudado en mechones chamuscados de su cabello y con cada paso emitía un crujido suave y un tintineo, una música que a Botella le parecía horripilante.

Koryk llevaba más en una olla de arcilla con el borde agrietado que había encontrado en el pozo de una tumba saqueada. Sin duda planeaba distribuirlos entre los otros soldados. En cuanto hayamos encontrado suficientes ropas que ponernos.

Captó el ruido de algo escabulléndose entre los matorrales marchitos de su izquierda. Esos malditos esqueletos de lagarto. Están persiguiendo a mis exploradores. Se preguntó a quién pertenecían. Era razonable suponer que su orientación era la muerte, lo que seguramente los convertía en servidores del Embozado. No sabía de ningún mago entre los pelotones que usara la senda del Embozado, claro que esos pocas veces lo anunciaban. Quizá ese sanador, Olor a Muerto, pero ¿para qué querría familiares en ese momento? Y desde luego no los tenía abajo, en los túneles. Además, habría que ser un mago o un sacerdote muy poderoso para poder conjurar y vincular dos familiares. No, Olor a Muerto no. ¿Quién, entonces?

Ben el Rápido. Ese mago tenía demasiadas sendas dando vueltas a su alrededor. Violín había jurado que arrastraría a Botella hasta ese hombre y esa era una presentación que Botella no tenía ningún deseo de que le hicieran. Por fortuna, el sargento parecía haber olvidado a su pelotón, absorto como estaba en esa sórdida reunión de veteranos.

—¿Ya hay bastante hambre? —preguntó Koryk.

Sobresaltado, Botella miró al hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Pinchitos de bolitas para empezar y después rata estofada, por eso te las has traído, ¿no?

—Estás enfermo.

Justo delante, Sonrisas se volvió y les lanzó una carcajada desagradable.

—Muy buena. Ya puedes parar, Koryk, ya has alcanzado tu cuota para todo el año. Además, Botella no se va a comer esas ratas. Está casado con la mamá y ha adoptado a las crías, te perdiste la ceremonia, Koryk, cuando andabas por ahí a la caza de huesos. Una pena, lloramos todos.

—Perdimos nuestra oportunidad —le dijo Koryk a Botella—. Podríamos haberla dejado inconsciente de un golpe y haberla abandonado en los túneles.

Una buena señal. Las cosas están volviendo a la normalidad. Todo salvo la expresión acosada en los ojos. Estaba allí, en cada soldado que había atravesado los huesos enterrados de Y’Ghatan. Él sabía que algunas culturas utilizaban un ritual de enterramiento y resurrección para marcar un rito de paso. Pero si eso era un renacimiento, era de los más duros. No habían emergido inocentes, ni purificados. Si acaso, las cargas parecían más pesadas. El júbilo de haber sobrevivido, de haber escapado de la sombra de la puerta del Embozado, había resultado ser de una brevedad patética.

Debería haber sido… diferente. Faltaba algo. A los Abrasapuentes los había forjado el sagrado desierto de Raraku, así que para nosotros, ¿no fue Y’Ghatan suficiente? Parecía que, para esos soldados, la templanza del hierro había ido demasiado lejos y había creado algo picado y quebradizo, como si un golpe más pudiera hacerlos pedazos.

Algo más adelante la capitán dio el alto y su voz provocó un coro de maldiciones y gemidos de alivio. Aunque no había forma de encontrar sombra alguna, caminar por aquel horno era mucho peor que sentarse al borde del camino y aliviar los pies quemados y llenos de cortes y ampollas. Botella se metió tropezando en la cuneta y se sentó en un canto rodado. Observó, con el sudor escociéndole en los ojos, que Olor a Muerto y Laúdes se movían entre los soldados haciendo lo que podían para sanar las heridas.

—¿Viste a esa capitán de las Espadas Rojas? —preguntó Sonrisas, que se había agachado cerca—. Parecía que acababa de salir de un desfile.

—No, de eso nada —dijo el cabo Chapapote—. Está llena de manchas de humo y chamuscada, como era de esperar.

—Solo que conserva todo el pelo.

—Así que por eso estás tan gruñona —comentó Koryk—. Pobre Sonrisas. Sabes que no te volverá a crecer, ¿verdad? Nunca. Te has quedado calva para el resto de tu vida…

—Mentiroso.

Al oír la duda repentina en la voz femenina, el que contestó fue Botella.

—Eso es, miente.

—Ya lo sabía. ¿Y qué pasa con esa mujer morena del caballo? ¿Sabe alguien aquí quién es?

—Violín la reconoció —dijo Chapapote—. Una abrasapuentes, diría yo.

—A mí me pone nerviosa —dijo Sonrisas—. Es como ese asesino, Kalam. Impaciente por matar a alguien.

Sospecho que tienes razón. Y no se puede decir que Viol estuviera encantado de verla, tampoco.

—Koryk, ¿cuándo vas a compartir esos huesos de dedos que recogiste? —dijo Chapapote.

—¿Quieres el tuyo ahora?

—Pues sí.

Con la garganta reseca, la piel bañada en sudor y unos escalofríos que la atravesaban entera, Hellian se quedó de pie en el camino. Demasiado cansada para caminar, demasiado mareada para sentarse, temía no volver a levantarse jamás, se encogería hasta convertirse en una bolita temblorosa, hasta que las hormigas que tenía bajo la piel terminasen su trabajo y toda esa piel se desprendiese como el cuero de un venado, momento en el que los bichitos emprenderían la marcha con ella entonando canciones triunfantes con vocecitas chillonas.

Era la bebida, lo sabía. O más bien, la falta de ella. A su alrededor el mundo era demasiado nítido, demasiado claro; y nada de lo que había estaba bien, nada bien. Las caras revelaban demasiados detalles, todos los defectos y las arrugas desvelados por primera vez. Sufrió una conmoción al darse cuenta de que ella no era el soldado más viejo que había allí, aparte de ese ogro de Sepia. Bueno, era lo único bueno que había salido de esa sobriedad forzada. En fin, si al menos todas esas malditas caras pudieran desaparecer igual que las arrugas que tenían, ella sería mucho más feliz. No, espera, era al revés, ¿no? No era de extrañar que no fuera feliz.

Personas feas en un mundo feo. Eso era lo que pasaba cuando se veía todo tal y como era de verdad. Mejor cuando estaba borroso, todo mucho más lejos por aquel entonces, le había parecido, tan lejos que no notaba los hedores, las manchas, los pelos errantes que surgían de poros volcánicos, las opiniones miserables y las expresiones suspicaces, los susurros a sus espaldas.

Hellian se volvió y miró furiosa a sus dos cabos.

—¿Creéis que no os oigo? Ahora, callaos, o me arranco una oreja y ya veréis lo mal que os sentís.

Picajoso y Sinaliento intercambiaron una mirada. Fue Picajoso el que habló.

—Nosotros no hemos dicho na, sargento.

—Buen intento.

El problema era que el mundo era mucho más grande de lo que ella jamás había imaginado. Más grietas para arañas de las que podía contar un mortal en mil vidas juntas. Solo había que mirar alrededor para encontrar las pruebas. Y ya no eran solo las arañas. No, allí había moscas que picaban y la picadura hundía un huevo bajo la piel. Y polillas grises gigantes que aleteaban en la noche y a las que les gustaba comer costras de las llagas cuando estabas dormida. Despertabas al oír un crujido muy suave demasiado cerca. Escorpiones que se partían en dos cuando los pisabas. Pulgas que cabalgaban en los vientos. Gusanos que te aparecían en el rabillo del ojo y te dibujaban remolinos rojos en los párpados, y cuando crecían lo suficiente, te salían por los orificios de la nariz. Garrapatas de arena y sanguijuelas de cuero, lagartos voladores y escarabajos que vivían en el estiércol.

Por el cuerpo entero le reptaban parásitos, podía sentirlos. Hormigas diminutas y gusanos que se le deslizaban bajo la piel, le hurgaban en la carne y le comían el cerebro. Y una vez que el sabor dulce del alcohol se había ido, todos querían salir. Hellian esperaba, en cualquier momento, estallar de repente, y todas aquellas horrendas criaturas saldrían arrastrándose y su cuerpo se desinflaría como una vejiga pinchada. Diez mil bichos retorciéndose, todos desesperados por beber algo.

—Voy a encontrarlo —dijo—. Un día.

—¿A quién? —preguntó Pejiguero.

—A ese sacerdote que huyó. Voy a encontrarlo y voy a atarlo y a llenarle el cuerpo de gusanos. Se los voy a meter por la boca, por la nariz, por los ojos y las orejas, y también por otros sitios.

No, no se dejaría explotar. Todavía no. Ese saco de piel iba a permanecer intacto. Haría un trato con todos los gusanos y las hormigas, una especie de trato. ¿Quién dijo que no se podía razonar con los bichos?

—Hace un calor tremendo —dijo Pejiguero.

Todo el mundo lo miró.

Gesler examinó a los soldados tirados o despatarrados por la pista. Lo que el fuego no había quemado lo había quemado el sol. Los soldados de una marcha vestían sus ropas como si fuera su propia piel, y en aquellos cuya piel no era oscura, el bronce bruñido de manos, caras y cuellos contrastaba de forma marcada con los brazos, piernas y torsos pálidos. Pero lo que en otro tiempo había sido pálido era en esos momentos de un rojo brillante. Entre todos los soldados de piel clara que habían sobrevivido a Y’Ghatan, el propio Gesler era la única excepción. El tono dorado de su piel no parecía afectado por el sol abrasador del desierto.

—Dioses, esta gente necesita ropa —dijo.

A su lado, Tormenta lanzó un gruñido. Más o menos todo el alcance de sus comunicaciones en los últimos tiempos, desde que se había enterado de la muerte de Verdad.

—No tardarán en salirles ampollas —continuó Gesler—, y Olor a Muerto y Laúdes no pueden con todo. Tenemos que alcanzar al Decimocuarto. —Volvió la cabeza y miró con los ojos guiñados la parte delantera de la columna. Entonces se levantó—. No hay nadie pensando con claridad, ni siquiera la capitán.

Gesler se abrió paso camino adelante y se acercó a la reunión de antiguos abrasapuentes.

—Se nos ha pasado por alto lo más obvio —dijo.

—Nada nuevo en eso —dijo Violín, que tenía un aspecto desdichado.

Gesler señaló a Apsalar.

—Tiene que adelantarse con el caballo y detener al ejército. Tiene que decirles que nos traigan caballos, ropa, armaduras y armas. Y agua y comida. Si no, jamás los vamos a alcanzar.

Apsalar se irguió poco a poco y se sacudió el polvo de los pantalones ceñidos.

—Puedo hacerlo —dijo en voz baja.

Kalam se levantó y miró a la capitán Faradan Sort, que se encontraba cerca.

—El sargento tiene razón. No hemos visto lo obvio.

—Salvo que no hay garantía de que alguien la crea —replicó la capitán tras un momento—. Quizá, si uno de nosotros tomara prestado el caballo…

Apsalar frunció el ceño y después se encogió de hombros.

—Como quiera.

—¿Quién es el mejor jinete? —preguntó Kalam.

—Masan Gilani —dijo Violín—. Es cierto, es infantería pesada, pero bueno…

Faradan Sort miró el camino con los ojos guiñados.

—¿Qué pelotón?

—El de Urb, el decimotercero —señaló Violín—. La que está en pie, la alta, la dalhonesia.

Los ojos alargados, almendrados, de Masan Gilani se entrecerraron cuando vio acercarse a los soldados veteranos.

—Estás metida en un lío —dijo Escaso—. Algo has hecho, Gilani, y ahora quieren tu sangre.

Eso parecía, desde luego, así que Masan optó por no responder a las palabras de Escaso. Repasó todo lo que había hecho en los últimos tiempos. Mucho que considerar, pero no se le ocurrió nada que alguien pudiera averiguar, no después de tanto tiempo.

—Eh, Escaso —dijo.

El soldado alzó la vista.

—¿Qué?

—¿Sabes esa hoja grande y ganchuda que guardo con mi equipo?

Los ojos de Escaso se iluminaron.

—¿Sí?

—No es para ti —dijo ella—. Es para Lametazo de Sal.

—Gracias, Masan —dijo Lametazo.

—Siempre lo supe —dijo Hanno—, tú le tenías el ojo echado a Sal. Lo noté, ¿sabes?

—No, de eso nada, es solo que Escaso no me cae bien, eso es todo.

—¿Por qué no te caigo bien?

—Pues porque no, eso es todo.

Se quedaron callados cuando llegaron los veteranos. El sargento Gesler, con los ojos puestos en Masan, fue el que habló.

—Te necesitamos, soldado.

—Qué bien. —Masan notó que los ojos del sargento le recorrían el cuerpo casi desnudo y se detenían en los pechos al aire, con los pezones grandes y oscuros, antes de que, con un rápido parpadeo, se encontraran con los ojos de ella una vez más.

—Queremos que cojas el caballo de Apsalar y alcances al Decimocuarto. —Eso lo dijo el sargento Cuerdas, o Violín, o como se llamase esos días. Parecía que Gesler se había olvidado de cómo se hablaba.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—De acuerdo. Es un caballo muy bonito.

—Necesitamos que convenzas a la consejera de que estamos vivos de verdad —siguió Violín—. Luego tienes que hacer que nos envíe monturas y provisiones.

—De acuerdo.

La mujer, que era de suponer era la tal Apsalar, se acercó con el caballo y le cedió a Masan Gilani las riendas.

La soldado se subió a la silla.

—¿Alguien tiene un cuchillo de sobra o algo? —dijo después.

Apsalar se sacó uno de debajo del manto y se lo pasó.

Masan Gilani arqueó las finas cejas.

—Un kethra. Servirá. Te lo devolveré cuando nos volvamos a encontrar.

Apsalar asintió.

La dalhonesia partió.

—No debería llevarle mucho —dijo Gesler mientras observaba a la mujer alejarse de la columna y poner al caballo a medio galope.

—Descansaremos aquí un rato más —dijo Faradan Sort—, después reanudaremos la marcha.

—Podríamos esperar, sin más —dijo Violín.

La capitán sacudió la cabeza, pero no ofreció ninguna explicación.

El sol se acomodó en el horizonte, se desangraba por los lados como la sangre bajo la piel desollada. En el cielo, el sonido estridente de los ruidos y movimientos de los miles de pájaros que habían puesto rumbo al sur. Estaban en lo más alto, simples motas negras que volaban sin formación, pero sus gritos alcanzaban el suelo en un coro de terror.

Al norte, más allá de la cordillera de colinas rotas y sin vida y de estepas ribeteadas de escorrentía estacional, la llanura descendía para formar una salina incrustada de blanco, tras la cual yacía el mar. La salina había sido en otro tiempo una modesta meseta que habían ido hundiendo a lo largo de milenios los arroyos y manantiales subterráneos que habían reconcomido la caliza. Las cuevas, antes altas y enormes, habían quedado aplastadas o se habían derrumbado en parte, y los restos apiñados estaban inundados o repletos de aluvión que sellaban en la oscuridad las paredes y los techos abovedados atestados de pinturas y cámaras laterales que todavía albergaban los huesos fosilizados de algunos imass.

Coronando esa meseta había habido un asentamiento vallado, pequeño y modesto, una serie caótica de residencias adosadas que habrían albergado a unas veinte familias en los momentos de máxima ocupación. Los muros defensivos eran sólidos, sin puertas, los moradores del interior entraban y salían a través de los tejados y escalas de un solo poste.

Yadeth Garath, la primera ciudad humana, era ya poco más que escombros podridos por la sal y consumidos por los sedimentos, enterrados en las profundidades e invisible más allá de la salina. No quedaba más historia que las incontables derivaciones de su antiguo nombre, y de las vidas, las muertes y los relatos de todos los que en otro tiempo habían vivido allí, no sobrevivían ni siquiera los huesos.

Dejim Nebrahl recordó a los pescadores que habían morado en sus ruinas, que vivían en sus miserables casuchas sobre pilares, surcando las aguas en sus botes redondos de piel y caminando por las plataformas elevadas de madera que cruzaban los canales naturales que serpenteaban por el pantano. No descendían de Yadeth Garath. No sabían nada de lo que se revolvía bajo los sedimentos negros y eso en sí mismo ya era una verdad innegable, que la memoria se marchitaba y moría al final. No había un solo árbol de la vida, por muy única y primaria que fuera esa Yadeth Garath; no, había un bosque, y una y otra vez, un árbol, el tronco podrido entero, se derrumbaba para desvanecerse a toda prisa en la mugre sin aire.

Dejim Nebrahl recordó a esos pescadores, cuya sangre sabía a pescado y moluscos, sosa, hinchada y nublada por la estupidez. Si hombre y mujer no pueden, no quieren, recordar, entonces se merecían todo lo que pudiera acaecerles. Muerte, destrucción y devastación. No era el juicio de ningún dios, era el del mundo, el de la propia naturaleza. Extraído de esa conspiración de indiferencia que tanto aterraba y desconcertaba a la humanidad.

Las tierras se hunden. Las aguas lo inundan todo. Vienen las lluvias y luego no vienen jamás. Los bosques mueren, se alzan de nuevo y luego vuelven a morir. Hombres y mujeres se acurrucan con su prole en habitaciones oscuras con sus súplicas tardías, y sus ojos se llenan de fracasos mudos, y después son motas derrumbadas de gris y blanco entre los sedimentos negros, inmóviles como el recuerdo de las estrellas en un cielo nocturno muerto mucho tiempo atrás.

Extraer el juicio de la naturaleza, ese era el propósito de Dejim Nebrahl. A los olvidadizos, sus propias sombras los acechan. A los olvidadizos, la muerte siempre llega sin avisar.

Los t’rolbarahl habían regresado al lugar de Yadeth Garath, como si los atrajera un instinto desesperado. Dejim Nebrahl se moría de hambre. Desde su choque con el mago cerca de la caravana, sus vagabundeos lo habían llevado a través de tierras mancilladas por muerte podrida. Nada salvo cadáveres hinchados, ennegrecidos, impregnados de enfermedad. Cosas que no podían alimentarlo.

La inteligencia del interior del d’ivers había sucumbido a la urgencia visceral, unos adeudos terribles que lo empujaban por el camino de los viejos recuerdos, de lugares donde en otro tiempo se había alimentado, la sangre caliente y fresca derramándose por sus varias gargantas.

Kanarbar Belid, nada ya salvo polvo. Vithan Taur, la gran ciudad en la cara del risco, hasta el risco había desaparecido. Un ringlera de fragmentos de arcilla reducidos a gravilla era todo lo que quedaba de Minikenar, en otro tiempo una próspera ciudad a las orillas de un río ya extinto. La ristra de pueblos al norte de Minikenar no revelaba signos de haber existido jamás. Dejim Nebrahl había empezado a dudar de sus propios recuerdos.

Empujado por la necesidad, cruzó las colinas carcomidas y se adentró en el páramo fétido en busca de otro pueblo más de pescadores. Pero había sido demasiado concienzudo la última vez, tantos siglos atrás, y nadie había ido a ocupar el lugar de los masacrados. Quizá se conservaba algún recuerdo oscuro que arrojaba un velo angustiado por la ciénaga. Quizá las burbujas de los gases todavía soltaban antiguos gritos y chillidos y los barqueros de las islas, al pasar cerca, hacían gestos contra el mal de ojo antes de girar el timón y dar media vuelta.

Enfebrecido, debilitado, Dejim Nebrahl siguió vagando por el paisaje podrido.

Hasta que un leve aroma alcanzó al d’ivers.

Bestia, y humano. Vibrantes, vivos, y cerca.

Los t’rolbarahl, cinco criaturas de sombras musculosas salidas de una pesadilla, alzaron las cabezas, miraron al sur y entrecerraron los ojos. Allí, justo tras las colinas, en la pista desmigajada que en otro tiempo había sido un camino llano que llevaba a Minikenar. El d’ivers se puso en marcha al tiempo que el atardecer caía sobre la tierra.

Masan Gilani redujo el medio galope del caballo cuando las sombras se espesaron con la promesa de la noche. La pista era traicionera, con adoquines sueltos y barrancos estrechos formados por las escorrentías. Habían pasado años desde la última vez que había montado vistiendo tan poco, nada más que un chal alrededor de las caderas, y sus pensamientos se remontaron muy atrás, a su vida en las llanuras dalhonesias. Por aquel entonces pesaba algo menos. Alta, ágil, de piel suave y una inocencia brillante. La pesadez de los pechos llenos y la hinchazón del vientre y las caderas llegó mucho después, tras los dos niños que había dejado a su madre y sus tías y tíos para que se los criaran. Era el derecho que tenía todo adulto, hombre o mujer, a ponerse en camino y vagar; antes de que el Imperio conquistara a los dalhonesios, era una elección que pocas veces se hacía, y los niños, criados por parientes de ambos lados, su salud atendida por chamanes, comadronas y brujas cargadoras, el abandono de un progenitor era algo que casi nunca experimentaban.

El Imperio de Malaz lo había cambiado todo, por supuesto. Mientras muchos adultos de la tribus se quedaban donde estaban, incluso en la época de Masan Gilani, cada vez más hombres y mujeres habían partido a explorar el mundo, y a edades cada vez más tempranas. Nacían menos niños y los mestizos eran más comunes, una vez que los guerreros regresaban a casa con nuevos maridos o esposas, y las nuevas costumbres teñían las vidas de los dalhonesios. Pues eso era una cosa que no había cambiado con el tiempo, siempre regresamos a casa. Cuando hemos terminado de vagar.

Echaba de menos esas praderas fértiles y sus vientos jóvenes y frescos. Las nubes henchidas de lluvias inminentes, el tronar de la tierra cuando pasaban los rebaños salvajes en sus migraciones anuales. Y sus paseos a caballo, siempre a lomos de los fuertes caballos cruzados de los dalhonesios, apenas domesticados, las leves vetas de su legado de cebra tan sutiles en sus pieles como el juego del sol sobre los juncos. Bestias que tan pronto corcoveaban como galopaban, ávidos de morder, con malicia pura en los ojos enrojecidos. Oh, cómo le encantaban esos caballos.

La montura de Apsalar era de una raza mucho mejor, por supuesto. De miembros largos y elegante, Masan Gilani no podía evitar admirar el juego de los músculos lustrosos bajo ella, y la inteligencia de sus ojos oscuros, líquidos.

El caballo se espantó de repente en la oscuridad creciente y levantó la cabeza. Sobresaltada, Masan Gilani echó mano del cuchillo kethra que había metido en un pliegue de la silla.

Las sombras tomaron forma por todos lados y se abalanzaron. El caballo se encabritó y chilló cuando salpicó la sangre.

Masan Gilani rodó hacia atrás con una voltereta cerrada que la apartó de la grupa de la tambaleante bestia y le permitió aterrizar con ligereza en una postura medio agazapada. Lanzó una cuchillada con el pesado cuchillo a la izquierda cuando la atacó una criatura con los miembros como la medianoche. Masan sintió que la hoja cortaba con profundidad y atravesaba dos miembros extendidos. Un grito bestial de dolor, después la cosa se echó hacia atrás, cayó a cuatro patas y tropezó con los miembros delanteros lisiados.

Masan le dio la vuelta al cuchillo, saltó para abalanzarse sobre la aparición y hundió el cuchillo en la parte posterior del cuello felino recubierto de escamas. La bestia se derrumbó, encorvada, contra las pantorrillas de la dalhonesia.

Un sonido pesado a la izquierda de la soldado cuando el caballo cayó de lado, cuatro más de los demonios haciéndolo pedazos. Las patas lanzaban coces espasmódicas y después giraron hacia arriba cuando las bestias hicieron rodar al caballo panza arriba para exponerle el vientre. Unos gruñidos terribles acompañaron a las criaturas salvajes que lo destriparon.

Masan Gilani saltó por encima del demonio muerto y se internó corriendo en la oscuridad.

Un demonio la persiguió.

Era demasiado rápido. Las pisadas resonaron tras ella, muy cerca, y después cesaron.

Masan se arrojó al suelo y rodó con fuerza, magullándose entera, y vio el contorno desdibujado del cuerpo largo del demonio pasar sobre ella. La soldado lanzó un navajazo con el cuchillo y atravesó un tendón de la pata trasera derecha de la criatura.

Esta chilló y se ladeó en pleno aire, la pata cortada se plegó bajo las ancas al aterrizar y las caderas se retorcieron por el impulso.

Masan Gilani lanzó el cuchillo. La hoja cargada chocó contra el hombro, y la punta y el filo rebanaron músculo para rebotar en la escápula y perderse girando en la noche.

La dalhonesia volvió a ponerse en pie y se precipitó tras el arma lanzándose por encima de la bestia, que no dejaba de escupir.

Unas garras le abrieron el muslo izquierdo, perdió el equilibrio y se derrumbó. Aterrizó con torpeza contra una ladera de piedras, el impacto le entumeció el hombro izquierdo. Se deslizó hacia abajo, de nuevo hacia el demonio. Masan clavó los pies en el lado de la ladera y después subió como pudo por la cuesta, arrojando puñados de arena y gravilla a su paso.

Un borde afilado le abrió el dorso de la mano izquierda hasta el hueso, había encontrado el kethra tirado en la ladera. Masan Gilani cogió el mango con unos dedos, de repente resbaladizos, y continuó su desesperada subida.

Otro salto desde atrás acercó al demonio a ella, pero la criatura volvió a resbalar por la ladera, escupiendo y siseando cuando la loma se hundió entre un estrépito de piedras y polvo.

Al llegar a la cima, Masan se puso en pie y echó a correr, medio ciega en la oscuridad. Oyó al demonio hacer otro intento, seguido por otra lluvia de piedras y escombros que se deslizaban. Más adelante distinguió un barranco de algún tipo, de paredes altas y estrecho. A dos zancadas de allí, se arrojó al suelo en respuesta a un aullido ensordecedor que hendió la noche.

Otro aullido le respondió y reverberó entre los peñascos, un sonido como el de un millar de almas precipitándose en el abismo. Un terror gélido heló los miembros de Masan Gilani, la despojó de toda su fuerza, de su voluntad. Yació en la grava, sus jadeos levantaban nubes diminutas de polvo ante su cara, los ojos muy abiertos, sin ver nada salvo el pedregal de rocas que marcaban la extensión del barranco.

En algún lugar más allá de la ladera, abajo, donde había muerto su caballo, se oía el sonido de los siseos que se alzaban de tres, quizá cuatro gargantas. Algo en esas voces sobrecogedoras, casi humanas, destilaba terror y pánico.

Un tercer aullido llenó la oscuridad procedente de algún lugar al sur, lo bastante cercano como para poner en riesgo la cordura de la mujer. Se encontró extendiendo los antebrazos y abriendo surcos en el pedregal con la mano derecha, el cuchillo kethra todavía aferrado con tanta fuerza como podía en la mano izquierda ensangrentada.

No son lobos. Dioses del inframundo, las gargantas que emitieron esos aullidos…

Una ráfaga repentina y pesada, a su derecha, demasiado cerca. Giró la cabeza, el movimiento involuntario, y el frío se filtró por su cuerpo paralizado como si echara raíces en el suelo duro. Un lobo, pero no un lobo que bajaba sin ruido por una ladera escarpada y aterrizaba en silencio en el mismo saliente ancho en el que yacía Masan Gilani, un lobo, pero enorme, tan grande como un caballo dalhonesio, de un color gris profundo o negro, no había forma de estar seguros. Se detuvo, se quedó inmóvil por un momento, de perfil, su atención obviamente clavada en algo que había delante, camino abajo.

Y entonces la cabeza de la inmensa bestia giró en redondo y Masan Gilani se encontró mirando unos ojos ambarinos, relucientes, como dos pozos de locura.

Se le detuvo el corazón en el pecho. No podía respirar, no podía apartar los ojos de la mirada letal de aquella criatura.

Y luego, esos ojos se fueron cerrando con mucha, muchísima lentitud, hasta quedar reducidos a la ranura más fina, y la cabeza volvió a girar.

La bestia se dirigió sin ruido a la cima. Se quedó mirando abajo por un momento y después se deslizó por el borde. Y desapareció.

De repente el aire, impregnado de polvo, inundó los pulmones de Masan. Tosió, imposible no toser. Se hizo una bola entre toses secas y náuseas, escupiendo flemas ásperas. Indefensa, rindiéndose entera, entregando su vida. Sin dejar de toser, Masan Gilani esperó a que volviese la bestia, a que la cogiera entre sus inmensas mandíbulas, la sacudiera una vez, con fuerza, tan vigorosamente como para partirle el cuello, la columna, aplastarle las costillas y hundir con ellas todo lo que había dentro.

Fue recuperando poco a poco el control de su respiración, todavía tirada en el suelo empapado de sudor, los escalofríos la embargaban.

Muy por encima de su cabeza, por algún sitio, en el cielo oscuro oyó gritos de pájaros. Un millar de voces, diez millares. No sabía que los pájaros volaban por la noche. Voces celestiales que aleteaban hacia el sur tan rápido como unas alas invisibles podían llevarlos.

Más cerca… ni un solo sonido.

Masan Gilani rodó de espaldas y se quedó mirando al cielo sin ver, sentía la sangre que le chorreaba por el muslo acuchillado. Espera a que Lametazo de Sal y los demás se enteren de esto…

Dejim Nebrahl atravesó como un rayo la oscuridad, tres bestias en plena huida, una cuarta cojeando tras ellas y que ya había quedado muy atrás. Demasiado débiles, aturdidos de hambre, toda astucia perdida, y encima un pariente d’ivers más estaba muerto. Asesinado sin esfuerzo por una simple humana, que luego mutiló a otro con un papirotazo perezoso de ese cuchillo.

Los t’rolbarahl necesitaban alimentarse. La sangre del caballo apenas había empezado a aplacar una sed insaciable, pero con ella adquiría un susurro de fuerza, un regreso a la cordura.

A Dejim Nebrahl lo perseguían. Era indignante que pudiera suceder algo así. El hedor de las criaturas cabalgaba en el viento, parecía llegar a ráfagas de todas direcciones salvo justo delante. Una vida fiera, antigua, y un deseo mortal, amargo a los sentidos de los t’rolbarahl. ¿Qué clase de bestias eran esas?

El cuarto hermano, cojeando media legua por detrás ya, podía sentir la cercanía de los perseguidores, que avanzaban a grandes zancadas, invisibles, que parecían conformarse con mantener el ritmo, casi como si no les interesara arrimarse y dar el golpe de gracia a ese d’ivers herido. Se habían anunciado con sus aullidos, pero desde entonces, nada salvo el silencio y la cercanía palpable de su presencia.

No hacían más que jugar con Dejim Nebrahl. Una verdad que enfurecía a los t’rolbarhal y que luego ardía como ácido que consumiese sus acelerados corazones. Si hubieran sanado por completo y fueran siete de nuevo en lugar de tres y poco más, esas criaturas sabrían lo que era el terror y el dolor. Incluso en ese momento, Dejim Nebrahl se planteó tenderles una emboscada utilizando al hermano herido como cebo. Pero los riesgos eran demasiado grandes, no había forma de saber cuántos de esos cazadores había allí fuera.

Y por tanto no quedaban muchas alternativas. Huir, desesperados como conejos, indefensos en ese absurdo juego.

Para los tres primeros hermanos, el olor de los cazadores había empezado a desvanecerse. Era cierto, pocas criaturas podían mantener el ritmo de Dejim Nebrahl durante mucho tiempo. Parecía, entonces, que se conformarían con el rezagado lisiado y le daría al d’ivers la oportunidad de verlos por primera vez, señalárselos a los otros, hasta el momento en que se pudiera ejecutar la venganza.

Y, sin embargo, las misteriosas bestias no aparecieron abalanzándose, no desgarraron al cuarto hermano. Hasta para ese, el olor se iba desvaneciendo.

No tenía ningún sentido.

Dejim Nebrahl ralentizó su huida, preguntándose por las razones, curioso, y en absoluto receloso todavía, nada sospechaba.

Del alivio fresco a un frío creciente, la noche cayó sobre los esforzados y exhaustos soldados haciendo surgir un murmullo de nuevas quejas. Con un niño dormido en los brazos, Violín caminaba dos zancadas por detrás de Kalam y Ben el Rápido, mientras tras él avanzaba sin prisas Apsalar, sus pisadas el más leve de los susurros.

Mejor que el sol abrasador y el calor… pero no mucho mejor. La piel quemada y repleta de ampollas de los hombros había empezado a irradiar todo el calor que podía crear la carne. Entre los más afectados, la fiebre despertaba como un niño perdido en los bosques, llenando las sombras de apariciones. Dos veces en los últimos cien pasos uno de los soldados había gritado de miedo al ver moverse grandes formas en la noche. Formas pesadas, que se pavoneaban con los ojos destellando como brasas del color de la sangre turbia. O eso había dicho Cachipolla, sorprendiéndolos a todos con el giro poético que le había dado a la frase.

Pero igual que nunca se acercan más los monstruos conjurados por la imaginación de los niños pequeños cuando están asustados, jamás llegaron a revelarse del todo. Tanto Cachipolla como Galt juraron que habían visto… algo. Algo que se movía en paralelo a la columna, pero más rápido, y que pronto adelantó a esta. Mentes febriles, se dijo Violín una vez más, eso y nada más.

Con todo, él también sentía una inquietud creciente. Como si de verdad tuvieran compañía por aquel camino accidentado, allí fuera, en la oscuridad, entre las trincheras, los barrancos y la confusión de rocas caídas. Muy poco tiempo antes le había parecido oír voces lejanas y que parecían descender del cielo nocturno, pero ya se habían desvanecido. No obstante, comenzaban a crispársele los nervios, con toda probabilidad cansancio, con toda probabilidad una fiebre que nacía dentro de su propia mente.

Algo más adelante, Ben el Rápido giró de repente la cabeza, se quedó mirando a la derecha y examinó la oscuridad.

—¿Pasa algo? —preguntó Violín en voz muy baja.

El mago giró la cabeza, le lanzó una mirada, después apartó los ojos de nuevo y no dijo nada.

Diez pasos después, Violín vio a Kalam soltar los largos cuchillos en sus fundas.

Mierda.

Se fue quedando atrás hasta que se encontró junto a Apsalar y estaba a punto de decir algo cuando ella lo cortó.

—Ponte en guardia, zapador —le dijo la mujer en voz baja—. Creo que no tenemos nada que temer… pero no estoy segura.

—¿Qué hay ahí fuera? —preguntó él.

—Parte de un trato.

—¿Qué se supone que significa eso?

La asesina levantó de repente la cabeza, como si sondeara el viento, y su voz se endureció cuando habló en voz bien alta.

—Todo el mundo fuera del camino, lado sur solo, ¡ya!

Al oír esa orden, un miedo fino recorrió con un susurro todo el antiguo camino. Se agacharon, se acurrucaron en las sombras, los ojos muy abiertos y sin parpadear, contuvieron el aliento, los malazanos se esforzaron por escuchar cualquier sonido revelador en la oscuridad que los rodeaba.

Manteniéndose pegado al suelo, Violín se abrió camino hasta reunirse con su pelotón. Si algo iba a por ellos, prefería morir con sus soldados. Mientras se arrastraba, percibió una presencia que lo alcanzaba por detrás y al darse la vuelta vio a Corabb Bhilan Thenu’alas. El guerrero sostenía un pesado trozo de madera, una especie de porra, demasiado grueso para ser una rama, más parecido a la raíz central de un antiguo guldindha.

—¿Dónde encontraste eso? —le preguntó Violín con un siseo.

Un encogimiento de hombros fue la única respuesta.

Al llegar junto a su pelotón, el sargento se detuvo y Botella reptó hasta él.

—Demonios —susurró el soldado—, ahí fuera… —una sacudida de la cabeza señaló el lado norte del camino—. Al principio pensé que era el palio del mal junto a la costa lo que había espantado a los pájaros de las salinas tras la bahía…

—¿El palio de qué? —preguntó Violín.

—Pero no era eso. Algo mucho más cerca. Tenía un rhizano dando vueltas ahí fuera, se acercó a una bestia. Una puñetera bestia enorme, sargento. Un cruce entre lobo y oso, solo que del tamaño de un bhederin macho. Se dirigía al oeste…

—¿Sigues ligado a ese rhizano, Botella?

—No, el bicho tenía el hambre suficiente para soltarse, no estoy recuperado del todo, sargento…

—No importa. Buen intento. Así que el oso-lobo o lobo-bhederin se dirigía al oeste…

—Sí, no estaba ni a cincuenta pasos por delante de nosotros, imposible que no supiera que estábamos aquí —dijo Botella—. No es como si anduviéramos con sigilo, ¿no?

—Así que no le interesamos nosotros.

—Quizá todavía no, sargento.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, había enviado a una poliñera camino arriba, la usé para sondear el aire; pueden percibir cosas cuando esas cosas se mueven, agitan el aire, emiten calor a la noche, ese calor a veces es visible desde muy lejos, sobre todo cuanto más se enfría la noche. Las poliñeras necesitan todo eso para evitar a los rhizanos, aunque no siempre…

—Botella, no tengo un pelo de naturalista, ¿qué viste, percibiste, oíste o lo que fuera a través de esa maldita poliñera?

—Bueno, criaturas por ahí delante, acercándose a toda prisa…

—¡Ah, gracias por ese pequeño detalle, Botella! ¡Me alegro de que por fin llegaras al tema!

—Shh, eh, sargento. Por favor. Creo que deberíamos quedarnos aquí agachados; sea lo que sea lo que está a punto de pasar, no tiene nada que ver con nosotros.

—¿Estás seguro de eso? —dijo Corabb Bhilan Thenu’alas.

—Bueno, no, pero es razonable pensar…

—A menos que estén todos trabajando juntos, tendiendo una trampa…

—Sargento —dijo Botella—, no somos tan importantes.

—Quizá tú no, pero tenemos a Kalam, Ben el Rápido, Peccado, Apsalar…

—No sé mucho sobre ellos, sargento —dijo Botella—, pero quizá quiera advertirles sobre lo que viene, si no lo saben ya.

Si Rápido no se ha olido esto, se merece que le arranquen esa cabeza de mosquito.

—Eso da igual. —Violín se giró, entrecerró los ojos y miró la oscuridad al sur de ellos—. ¿Alguna posibilidad de movernos a un refugio mejor? Esta zanja no vale una puta mierda.

—Sargento —siseó Botella con voz tensa—, es que no tenemos tiempo.

Separados por diez pasos y moviéndose en paralelo por la ruta del viejo camino, uno en el centro de la pista y los de los flancos en las zanjas bastas de ambos lados, Dejim Nebrahl se deslizaba pegado al suelo, había levantado las correosas orejas inclinadas y examinaba con los ojos el camino que tenía por delante.

Algo iba mal. A media legua de los tres, por detrás, el cuarto hermano los seguía cojeando, débil por la pérdida de sangre y agotado por el miedo, y si los cazadores continuaban cerca, los estaban acechando en absoluto silencio. El cuarto se detuvo, se hundió y giró la cabeza para que sus penetrantes ojos registraran la noche. Nada, no había ningún movimiento más allá del aleteo de rhizanos y poliñeras.

Los tres del camino captaron el olor de los humanos, no estaban lejos, y un hambre salvaje envolvió todos los demás pensamientos. Hedían a terror, les contaminaría la sangre cuando tomara un trago profundo, un regusto metálico y amargo, un sabor que a Dejim Nebrahl había llegado a encantarle.

Algo entró con paso pesado en el camino treinta zancadas por delante.

Enorme, negro, conocido.

Deragoth. Imposible, habían desaparecido, tragados por una pesadilla que ellos mismos habían creado. No podía ser.

Un aullido repentino al sur, muy lejos, muy por detrás del cuarto hermano, que giró en redondo y le gruñó al sonido.

Los primeros tres d’ivers se separaron con los ojos en la bestia solitaria que se acercaba a ellos sin ruido. Si no es más que una, está condenada…

La bestia se abalanzó a la carga con un bramido.

Dejim Nebrahl echó a correr para recibirla.

Los d’ivers de los flancos giraron hacia fuera cuando otras formas enormes los cercaron aporreando el suelo, dos por cada lado. Las mandíbulas muy abiertas, los labios estirados, los deragoth alcanzaron a Dejim Nebrahl y dieron voz al trueno. Unos caninos inmensos se hundieron en los hermanos, desgarraron músculo, aplastaron hueso. Los miembros se partieron, las costillas se astillaron y quedaron expuestas entre la carne y la piel perforada.

Dolor, tanto dolor, el d’ivers del centro saltó por los aires para recibir la carga del deragoth que tenía delante. Y la pata derecha quedó prendida en unas mandíbulas enormes, lo que detuvo de repente a Dejim Nebrahl en pleno aire. Las articulaciones estallaron cuando le aplastaron e hicieron pedazos los huesos de la pata.

Arrojado con fuerza al suelo, Dejim intentó girar en redondo y azotar con las garras la ancha cabeza de su atacante. Destrozó un ojo y lo arrancó antes de mandarlo dando vueltas por la oscuridad.

El deragoth se encogió con un chillido agónico.

Después, un segundo par de mandíbulas se cerró alrededor de la nuca del hermano. Salpicó la sangre cuando los dientes se clavaron y cortaron, cuando aplastaron cartílago y después hueso.

La sangre llenó la garganta de Dejim Nebrahl.

No, no puede terminar así…

Los otros dos hermanos también estaban muriendo, los deragoth los estaban haciendo pedazos.

Más lejos, al oeste, el único superviviente se agazapaba, temblando.

Los mastines atacaron, tres que aparecieron delante del último d’ivers. Momentos antes de precipitarse sobre él, los tres se giraron, una finta, lo que significaba…

Unas mandíbulas de lobo se clavaron en la nuca de Dejim Nebrahl y levantaron al d’ivers del suelo.

El t’rolbarahl esperó que hundieran los dientes, la muerte, pero no llegó. En su lugar, la bestia que lo sostenía echó a correr a toda velocidad, con otras de su especie a ambos lados. Hacia el oeste y hacia el norte y luego, con el tiempo, giraron al sur, adentrándose en los yermos.

Sin cansarse, avanzaron sin tregua por la noche fría.

Indefenso entre los dientes de esas mandíbulas, el último d’ivers de Dejim Nebrahl no se resistió, luchar carecía de sentido. No habría una muerte rápida, esas criaturas tenían algún otro propósito en mente para él. Al contrario que los deragoth, comprendió, esos mastines tenían un amo.

Un amo que había encontrado alguna razón para mantener a Dejim Nebrahl con vida.

Una salvación curiosa, tensa. Pero sigo vivo, y eso es suficiente. Sigo vivo.

La fiera batalla había terminado. Kalam, tirado cerca de Ben el Rápido, entrecerró los ojos, apenas distinguía las enormes formas de los demonios que se pusieron en marcha sin una sola mirada atrás, hacia el oeste.

—Parece que no han terminado todavía la caza —murmuró el asesino mientras levantaba una mano para limpiarse el sudor que le había estado escociendo en los ojos.

—Dioses del inframundo —dijo Ben el Rápido con un susurro.

—¿Oíste esos aullidos a lo lejos? —preguntó Kalam, y se sentó—. Mastines de Sombra, tengo razón, ¿verdad? ¿Rápido? Así que tenemos gatos lagarto, y perros oso gigantes, como el que mató el toblakai en Raraku, y los mastines… mago, yo no quiero seguir en este camino.

—Dioses del inframundo —volvió a susurrar el hombre que tenía a su lado.

El alegre abrazo del teniente Poros con la Señora se amargó con una emboscada a una patrulla que había encabezado hacia el interior, alejándose del ejército que marchaba, tres días al oeste de Y’Ghatan. Bandidos famélicos, nada menos. Los habían vencido, pero el teniente había recibido el disparo de un cuadrillo de ballesta que le había atravesado con limpieza el brazo izquierdo y una estocada justo por encima de la rodilla derecha lo bastante profunda como para partir el músculo y llegar casi al hueso. Los sanadores habían arreglado el daño, lo suficiente como para coser con tosquedad la carne desgarrada y cerrar el tejido cicatrizal sobre las heridas, pero el dolor continuaba siendo agónico. Había estado convaleciendo en la parte trasera de una carreta atestada hasta que llegaron a la vista del mar del norte y el ejército acampó, momento en el que había aparecido el capitán Tierno.

Sin decir nada, Tierno había trepado a la carreta, había cogido a Poros por el brazo bueno y lo había sacado de la camilla. Lo había bajado al suelo, el teniente estuvo a punto de doblarse bajo la pierna débil, y después avanzó tambaleándose, entre tropezones, mientras el capitán iba tirando de él.

—¿Cuál es la emergencia, capitán? —había preguntado Poros con un jadeo—. Yo no he oído ninguna alarma…

—Porque no estaba escuchando —respondió Tierno.

Poros miró a su alrededor con cierto nerviosismo, pero no vio a nadie más precipitándose por ninguna parte, ninguna llamada general a las armas, el campamento estaba instalándose, se estaban encendiendo hogueras y las figuras se acurrucaban bajo capas de lluvia para defenderse del frío que traía la brisa marina.

—Capitán…

—Mis oficiales no se quedan tirados por ahí arrancándose pelos de la nariz, teniente. Hay soldados heridos de verdad en esas carretas y usted solo está en el medio. Los sanadores ya han terminado con usted. Es hora de estirar esa pierna mala. Es hora de volver a ser soldado, y deje de cojear, maldito sea, está dando un ejemplo miserable, teniente.

—Lo siento, señor. —Empapado de sudor, Poros luchó por mantener el ritmo de su capitán—. ¿Me permite preguntar adónde vamos?

—A mirar al mar —respondió Tierno—. Después se va a hacer cargo de los piquetes del interior, primera guardia, y le sugiero encarecidamente que haga una inspección de armas y armaduras, teniente, puesto que existe la posibilidad de que yo me dé un paseo por esos puestos.

—Sí, señor.

Algo más adelante, en una elevación con vistas al mar gris coronado de crestas blancas, se encontraban los mandos del Decimocuarto. La consejera, Nada y Menos, los puños Blistig, Temul y Keneb y, un poco más apartada y envuelta en un largo manto de cuero, T’amber. Justo tras ellos se encontraba el caudillo Hiel y su antiguo ayudante Imrahl, junto con los capitanes Ruthan Gudd y Madan’Tul Rada. El único que faltaba era el puño Tene Baralta, pero Poros había oído que el hombre todavía estaba bastante mal, manco y tuerto, la cara destrozada por el aceite hirviendo, y tampoco tenía a Tierno al mando, lo que significaba que lo habían dejado que se curara en paz.

Ruthan Gudd estaba hablando en voz baja, su público era Madan’Tul Rada y los dos guerreros khundryl.

—… se cayó sin más al mar, esas olas, ese tumulto en medio de la bahía, ahí era donde se levantaba la ciudadela. Una grada de tierra levantada la rodeaba, la isla en sí, y había una pasarela que la unía a la orilla, no quedó nada salvo esas columnas que coronan las arenas por encima de la marca de la marea. Se dice que el aplastamiento de un enclave jaghut lejos de aquí, al norte, fue el responsable…

—¿Cómo pudo eso hundir esta isla? —inquirió Hiel—. Lo que dices no tiene sentido, capitán.

—Los t’lan imass rompieron la hechicería jaghut, el hielo perdió su poder, se fundió en los mares y subió el nivel de agua. Lo suficiente para meterse en la isla, inundar la grada de tierra y después devorar los cimientos de la ciudadela en sí. En cualquier caso, fue hace miles de años…

—¿Eres historiador además de soldado? —preguntó el caudillo echando un vistazo a su alrededor, su rostro tatuado de lágrimas bañado en rojo como una máscara bajo la luz brillante del sol poniente.

El capitán se encogió de hombros.

—El primer mapa de Siete Ciudades que vi en mi vida era falari, un mapa de las corrientes marinas que marcaban las zonas peligrosas de esta costa, y todas las demás costas hasta Nemil. Había sido copiado infinidad de veces, pero el original databa de los días en los que los únicos metales con los que se comerciaba eran estaño, cobre, plomo y oro. El comercio de Falar con Siete Ciudades se remonta a muy atrás, caudillo Hiel. Lo que tiene sentido, puesto que Falar está a medio camino, entre Quon Tali y Siete Ciudades.

—Es extraño, Ruthan Gudd, —comentó entonces el capitán Tierno—, no pareces falari. Ni tu nombre es falari.

—Procedo de la isla de Golpe, Tierno, que se encuentra junto a las Profundidades del Límite Externo. Golpe es la más aislada de todas las islas del archipiélago y nuestras leyendas sostienen que somos todo lo que queda de los primeros habitantes de Falar, las gentes de pelo dorado y pelirrojo que ves e identificas como falari eran, en realidad, del océano oriental, del otro lado del Abismo del Buscador, o de alguna isla desconocida muy alejada de los rumbos marcados en las cartas de navegación, al otro lado de ese océano. Ni ellos mismos recuerdan su tierra natal y la mayor parte cree que siempre ha vivido en Falar. Pero nuestros antiguos mapas muestran nombres diferentes, nombres de Golpe para todas las islas y reinos y pueblos, y la palabra «Falar» no aparece entre ellos.

Si la consejera y su séquito estaban hablando, Poros no los oía. Las palabras de Ruthan Gudd y el viento gélido ahogaban todo lo demás. Al teniente la pierna le palpitaba de dolor y no había ángulo en el que pudiese sostenerse el brazo herido con comodidad. Y puesto que se había quedado frío, con el sudor pegándose como hielo a su piel, solo podía pensar en las mantas cálidas que había dejado atrás.

Había veces, reflexionó con aire malhumorado, que le apetecía matar al capitán Tierno.

Keneb se quedó mirando las aguas palpitantes del mar Kokakal. El Decimocuarto había rodeado Sotka y se encontraban a trece leguas al oeste de la ciudad. Le llegaban trozos de conversaciones de los oficiales que tenían detrás, pero el viento se llevaba palabras suficientes como para hacer de la comprensión una tarea penosa, y con toda probabilidad, ni siquiera merecía el esfuerzo. Entre la primera línea de oficiales y magos, nadie había dicho nada en un rato.

Cansancio y, quizá, el fin de ese pavoroso y desdichado capítulo en la historia del Decimocuarto.

Habían avanzado a buen ritmo, primero hacia el oeste y después al norte. En algún lugar de aquellos mares estaba la flota de transporte y su escolta de dromones. Dioses, la intercepción tenía que ser posible, y por fin esas maltratadas legiones podrían abandonar de una vez ese continente asolado por la peste.

Para alejarse a toda vela… pero ¿adónde?

De regreso a casa, esperaba. Quon Tali, al menos por un tiempo. Para reagruparse, para incorporar suplentes. Para escupir los últimos granos de arena de esa tierra tomada por el Embozado. Él podría regresar con su esposa y sus hijos, con toda la confusión y agitación que supondría una reunión así. Había habido demasiados errores en su vida juntos, e incluso esos pocos momentos de redención habían estado contaminados por la amargura. Minala. Su cuñada, que había hecho lo que hacían tantas víctimas, ocultar sus heridas, buscar la normalidad en un abuso brutal y había terminado por creer que la culpa residía en ella, en lugar de en el loco con el que se había casado.

Matar al cabrón no había sido suficiente, en lo que a Keneb se refería. Lo que todavía había que expurgar era una podredumbre más profunda, más penetrante, los nudos y hebras atados en una red caótica que definía aquella época en aquella condenada guarnición. Una vida atada a todas las demás por hilos invisibles que zumbaban, heridas de las que nadie hablaba y expectativas sin respuesta, los engaños y las presunciones constantes, había hecho falta un levantamiento en todo un continente para hacer pedazos todo aquello. Y no nos hemos curado.

No era tan descabellado, la consejera y su maldito ejército estaban enredados en la misma red enmarañada, los legados de la traición, la verdad dura, casi insoportable, que suponía saber que algunas cosas no tenían respuesta.

Ollas de vientres redondos que atestaban los puestos del mercado, en los flancos una masa de mariposas amarillas pintadas con dibujos intrincados, una multitud agolpada de figuras apenas entrevistas que bajaban a toda velocidad por las corrientes de un río cargado de sedimentos. Vainas que lucían plumas negras. Una fila pintada de perros en un muro de la ciudad, cada bestia atada a la siguiente por una cadena de huesos. Bazares que vendían reliquias que se suponía contenían restos de grandes héroes del Séptimo Ejército. Bastión, Tregua, Chenned y Duiker. Y, por supuesto, el propio Coltaine.

Cuando tu enemigo abraza a los héroes de tu bando, te sientes extrañamente… engañado, como si el robo de la vida no fuera más que el comienzo, y después las leyendas mismas fueran robadas y transformadas de modos que escapan a todo control. Pero Coltaine nos pertenece. ¿Cómo os atrevéis a hacer esto? Esos sentimientos, surgidos del nudo oscuro de su alma, no tenían demasiado sentido, en realidad. Incluso al expresarlos se sentía incómodo, ridículo. A los muertos siempre se les da nueva forma, pues no pueden defenderse contra aquellos que quieren hacer uso o abuso de ellos, quiénes eran, lo que significaron sus actos. Y esa era la angustia… esa… injusticia.

Esos cultos nuevos con sus horripilantes iconos no honraban a la cadena de perros. Nunca había sido esa su intención. En su lugar, a Keneb le parecían esfuerzos patéticos por forzar un vínculo con la grandeza pasada, con una época y un lugar de gran trascendencia. No le cabía duda de que el último asedio de Y’Ghatan pronto adquiriría un estatus mítico parecido, y él odiaba esa idea, quería alejarse todo lo posible de esa tierra que alumbraba y nutría semejantes blasfemias.

El que había empezado a hablar era Blistig.

—Estas son malas aguas para anclar una flota, consejera, quizá podríamos continuar unas cuantas leguas más…

—No —dijo ella.

Blistig miró a Keneb.

—El tiempo cambiará —dijo Nada.

Un niño con arrugas en la cara. Este es el verdadero legado de la cadena de perros. Arrugas en su rostro y las manos manchadas de rojo.

Y Temul, el joven wickano que estaba al mando de ancianos resentidos, amargados, que todavía soñaban con vengarse de los asesinos de Coltaine. Montaba el caballo de Duiker, una yegua enjuta con unos ojos que Keneb habría jurado que estaban llenos de dolor. Temul portaba pergaminos que se suponía eran los escritos del historiador, aunque nunca se los enseñaba a nadie. Ese guerrero de tan pocos años soportaba la carga del recuerdo, soportaba los últimos meses de la vida de un anciano que en otro tiempo había sido soldado de la vieja guardia y que había, de un modo inexplicable, conmovido de alguna manera a ese joven wickano. Solo eso, sospechaba Keneb, ya era una historia digna de ser contada, pero jamás se revelaría, pues solo Temul la comprendía, solo él guardaba en su interior todos y cada uno de los detalles, y Temul no era de los que explicaba, no era un contador de historias. No, él solo las vive. Y eso es lo que los devotos anhelan para sí mismos, y lo que nunca llegarán a poseer de verdad.

Keneb no oía nada del enorme campamento que se estaba montando detrás de él. Pero una tienda concreta de aquella ciudad improvisada dominaba su mente. El hombre de su interior llevaba días sin hablar. Su único ojo parecía mirar la nada. Lo que quedaba de Tene Baralta había sido sanado, al menos en lo que a la carne y los huesos se refería. El espíritu del hombre era, por desgracia, otro asunto. La tierra natal del espada roja no lo había tratado demasiado bien. Keneb se preguntó si el hombre estaba tan impaciente como él por abandonar Siete Ciudades.

—La peste se está haciendo cada vez más virulenta —dijo Menos—. La diosa Gris quiere darnos caza.

La consejera giró la cabeza al oír eso.

Blistig lanzó una maldición antes de hablar.

—Desde cuándo se empeña Poliel en ponerse de parte de unos malditos rebeldes, ya ha matado a la mayor parte de ellos, ¿no?

—No entiendo esta necesidad —respondió Menos mientras sacudía la cabeza—. Pero parece que ha puesto sus ojos letales en los malazanos. Nos persigue y cada vez se acerca más.

Keneb cerró los ojos. ¿No hemos sufrido ya bastante daño?

Se encontraron con el caballo muerto poco después del amanecer. Entre el enjambre de poliñeras que se alimentaban del cadáver había dos esqueletos de lagartos alzados sobre las patas traseras, las cabezas agachándose y saliendo disparadas para aplastar y desollar a aquellos insectos del tamaño de pequeños pájaros.

—¡Por el aliento del Embozado! —murmuró Lostara—. ¿Qué son esos bichos?

—Telorast y Cuajo —respondió Apsalar—. Fantasmas unidos a esos pequeños armazones. Hace ya algún tiempo que me acompañan.

Kalam se acercó más y se agachó junto al caballo.

—Esos gatos lagarto —dijo—. Aparecieron por todos lados. —Se irguió y examinó las rocas—. No me imagino a Masan Gilani sobreviviendo a la emboscada.

—Pues te equivocarías —dijo una voz desde la ladera que tenían a su derecha.

La soldado estaba sentada en la cima, con las piernas estiradas por la ladera. Una de esas piernas estaba de color rojo carmesí desde la parte superior del muslo a la bota agrietada de cuero. La piel oscura de Masan Gilani había adquirido un tono ceniciento y sus ojos tenían un brillo apagado.

—No puedo detener la hemorragia, pero me cargué a uno de los cabrones y herí a otro. Entonces llegaron los mastines…

La capitán Faradan Sort se volvió hacia la columna.

—¡Olor a Muerto! ¡Al frente, rápido!

—Gracias por el cuchillo —le dijo Masan Gilani a Apsalar.

—Quédatelo —dijo la mujer kanesiana.

—Siento lo de tu caballo.

—Yo también, pero la culpa no ha sido tuya.

—Bueno, parece que, después de todo, va a ser una caminata muy larga —dijo Kalam.

Botella se dirigió al frente de la columna tras Olor a Muerto, lo bastante cerca como para echarles un buen vistazo, largo y atento, a los dos esqueletos de reptiles con aspecto de pájaro encaramados al cadáver del caballo y empeñados en matar poliñeras. Observó sus movimientos veloces, los papirotazos de las colas huesudas, el modo en que la oscuridad de sus almas exudaba como el humo por una cañería agrietada.

Alguien se acercó a su lado y el mago lo miró. Violín, los ojos azules del hombre clavados en las criaturas no muertas.

—¿Qué ves, Botella?

—¿Sargento?

Violín lo cogió por un brazo y se lo llevó a un lado.

—Escúpelo ya.

—Fantasmas, que poseen esos huesos atados.

El sargento asintió.

—Apsalar dijo algo muy parecido. Bien, ¿qué clase de fantasmas?

Botella frunció el ceño y vaciló.

Violín siseó una maldición.

—Botella.

—Bueno, supuse que la chica lo sabe, solo que tendrá sus razones para no mencionarlo, así que pensaba que no sería de buena educación…

—Soldado…

—Quiero decir que fue compañera de pelotón tuya y…

—Una compañera de pelotón que resulta que también estuvo poseída, por la Cuerda por cierto, casi todo el tiempo que la conocí. Así que no me sorprende que no diga nada. Dime Botella, ¿a qué clase de cuerpo llamaban hogar esas almas?

—¿Estás diciendo que no confías en ella?

—No confío ni siquiera en ti.

Botella frunció el ceño y apartó la mirada, observó a Olor a Muerto trabajar en Masan Gilani en la ladera, percibió el susurro de hechicería Denul… y algo parecido al mismísimo aliento del Embozado. ¡El muy cabrón es nigromante, maldito sea!

—Botella.

—¿Sargento? Ah, perdona, me estaba preguntando una cosa.

—¿Qué cosa?

—Bueno, por qué Apsalar lleva dos dragones a remolque.

—No son dragones. Son unos lagartos diminutos…

—No, sargento, son dragones.

Poco a poco Violín abrió mucho los ojos.

Botella ya sabía que no le haría ninguna gracia.