Habló de esos que caerían, y en sus ojos fríos se encontraba desnuda la verdad de que era de nosotros de quien hablaba. Palabras de personas quemadas y pactos de desesperación, de rendición entregada como regalos y matanza en el nombre de la salvación. Habló del derramamiento de la guerra y nos dijo que huyésemos a tierras desconocidas para que pudiéramos ahorrarnos la ruina de nuestras vidas…
Palabras del profeta de hierro Iskar Jarak
—Los anibar (el pueblo de Mimbre)
Un momento las sombras entre los árboles estaban vacías y al siguiente que Samar Dev levantó la mirada, se le cortó el aliento al ver unas figuras. En cualquier rincón del claro donde el sol volvía a iluminar la maraña de píceas negras, helechos y hiedras, había salvajes…
—Karsa Orlong —susurró—, tenemos visita…
El teblor, las manos rojas de sangre y entrañas, cortó otra rebanada de carne del flanco del bhederin muerto y después levantó la mirada. Tras un momento lanzó un gruñido y volvió a su despiece.
Iban avanzando despacio, saliendo de la oscuridad. Pequeños, enjutos y fuertes, vestían cueros curtidos, tiras de pelo de animal atadas alrededor de la parte superior de los brazos, tenían la piel del color del agua cenagosa, con costuras de cicatrices rituales en los torsos y hombros expuestos. En la cara, pintura gris o ceniza de madera cubría las mandíbulas inferiores y sobre los labios, como barbas. Unos círculos alargados de color azul hielo y gris les rodeaban los ojos oscuros. Llevaban lanzas, hachas en cinturones de cuero junto con un surtido de cuchillos, iban engalanados con adornos de cobre batido en frío que parecían moldeados para imitar las fases de la luna; y un hombre lucía un collar hecho con las vértebras de algún pez grande del que pendía un disco de cobre negro ribeteado de oro que representaba, supuso Samar, un eclipse total. Ese hombre, que era evidentemente algún tipo de líder, se adelantó. Tres zancadas, los ojos en un absorto Karsa Orlong, y salió a la luz del sol, donde se arrodilló poco a poco.
Samar vio entonces que sostenía algo en las manos.
—Karsa, presta atención. Lo que hagas ahora determinará si pasamos por su tierra de forma pacífica o esquivando lanzas arrojadas desde las sombras.
Karsa cambió de posición el enorme cuchillo desollador con el que estaba trabajando y lo clavó en el fondo del cadáver del bhederin. Después se levantó para enfrentarse al salvaje arrodillado.
—Levántate —dijo.
El hombre se estremeció y bajó la cabeza.
—Karsa, te está ofreciendo un regalo.
—Entonces debería hacerlo de pie. Su pueblo se oculta aquí, en el monte, porque nunca se ha erguido lo suficiente. Dile que tiene que ponerse en pie.
Habían estado hablando en la lengua de los comerciantes y hubo algo en la reacción del guerrero arrodillado que llevó a Samar a sospechar que el hombre había entendido el intercambio… y la exigencia, porque se levantó con lentitud.
—Hombre de los Grandes Árboles —dijo entonces, el acento sonaba áspero y gutural a los oídos de Samar—. El Libertador que Lleva la Destrucción, los anibar te ofrecen este regalo y te piden que nos des un regalo a cambio…
—Entonces no son regalos —replicó Karsa—. Lo que buscas es un trueque.
El miedo destelló en los ojos del guerrero. Los otros de su tribu, los anibar, permanecieron en silencio e inmóviles entre los árboles, pero Samar percibió una consternación palpable que se extendía entre ellos. Su líder lo volvió a intentar.
—Este es el lenguaje del trueque. Libertador, sí. Veneno que debemos tragar. No conviene a lo que buscamos.
Karsa se volvió hacia Samar Dev con el ceño fruncido.
—Demasiadas palabras que no llevan a ninguna parte, bruja. Explica.
—Esta tribu sigue una antigua tradición perdida entre la mayor parte de los pueblos de Siete Ciudades —dijo—. La tradición de la entrega de regalos. El regalo en sí es una medida de varias cosas, con formas sutiles y con frecuencia confusas de atribuir valor. Estos anibar han aprendido por necesidad lo que es el comercio, pero no atribuyen valor del mismo modo que nosotros, así que, por lo general, pierden en el trato. Sospecho que no les suele ir demasiado bien cuando tratan con mercaderes astutos y poco escrupulosos de las tierras civilizadas. Hay…
—Basta —la interrumpió Karsa. Señaló con un gesto al líder, que se encogió una vez más, y dijo—: Muéstrame ese regalo. Pero primero, dime tu nombre.
—Soy, en la lengua del veneno, Buscabotes. —Levantó el objeto que llevaba en las manos—. La marca de valor —dijo— de un gran padre entre los bhederin.
Samar Dev, que enarcó las cejas, miró a Karsa.
—Eso es un hueso de pene, teblor.
—Sé lo que es —rezongó el guerrero—. Buscabotes, ¿qué me pides a cambio?
—Hay aparecidos que entran en el bosque, acosan a los clanes anibar del norte. Lo masacran todo a su paso, sin causa alguna. No mueren, pues dominan el propio aire y por ello desvían cada lanza que los busca. Eso oímos. Perdemos muchos nombres.
—¿Nombres? —preguntó Samar.
La mirada del hombre se posó en ella y asintió.
—Parientes. Ochocientos cuarenta y siete nombres entrelazados con el mío, entre los clanes del norte. —Hizo un gesto a los guerreros silenciosos que tenía detrás—. Igual número de nombres que se pierden entre estos de aquí, de cada uno. Conocemos el dolor en nuestra propia pérdida, pero más por nuestros hijos. Los nombres no los podemos recuperar, se van y nunca vuelven, y así nosotros disminuimos.
—Quieres que mate aparecidos —dijo Karsa Orlong, y señaló el regalo—, a cambio de eso.
—Sí.
—¿Cuántos de esos aparecidos hay?
—Vienen en grandes barcos de alas grises y se adentran en los bosques en partidas de caza, en cada partida hay doce. Los impulsa la cólera, pero nada de lo que intentamos apacigua esa cólera. No sabemos qué hacemos para ofenderlos de ese modo.
Seguramente ofrecerles un puñetero hueso de pene, pero Samar Dev se guardó esa idea para sí.
—¿Cuántas partidas de caza?
—Una veintena hasta ahora, pero sus barcos no parten.
La cara entera de Karsa se había oscurecido. Samar Dev jamás había visto una furia tan cruda en él. De repente temió que hiciera pedazos a aquel hombrecito acobardado.
—Repudiad vuestra vergüenza, todos vosotros —dijo en su lugar—. ¡Repudiadla! Los asesinos no necesitan razones para asesinar. Es lo que hacen. Que existáis es ofensa suficiente para esas criaturas. —Se adelantó y arrebató el hueso de las manos de Buscabotes—. Los mataré a todos. Hundiré sus malditos barcos. Lo…
—¡Karsa! —interpuso Samar.
Él se volvió hacia ella, los ojos le ardían.
—Antes de que prometas algo tan… extremo, podrías plantearte algo más fácil de lograr. —Al ver la expresión del guerrero, la bruja se apresuró a continuar—. Podrías, por ejemplo, conformarte con echarlos de esta tierra, que regresen a sus barcos. Hacer que el bosque resulte… desagradable.
Tras un momento largo y tenso, el teblor suspiró.
—Sí. Eso bastaría. Aunque siento la tentación de nadar tras ellos.
Buscabotes miraba a Karsa con los ojos como platos, en ellos asombro y un temor reverencial.
Por un momento Samar pensó que el teblor, de un modo muy poco propio de él, estaba intentando hacer una broma. Pero no, el enorme guerrero había hablado en serio. Y, para desesperación de la mujer, lo creyó y por tanto no halló nada gracioso ni absurdo en sus palabras.
—El momento para tomar esa decisión puede esperar, ¿no?
—Sí. —Karsa miró una vez más con el ceño fruncido a Buscabotes—. Describe a esos aparecidos.
—Altos, pero no tan altos como tú. Su carne es del tono de la muerte. Los ojos fríos como el hielo. Sostienen armas de hierro y entre ellos hay chamanes cuyo aliento mismo es enfermedad (terribles nubes de vapor venenoso), a todos los que toca, mueren entre grandes dolores.
—Creo —le dijo Samar Dev a Karsa— que su uso del término «aparecido» es para cualquier cosa o persona que no sea de su mundo. Pero los enemigos de los que hablan llegan en unos barcos. No parece muy probable si en verdad fueran no muertos. El aliento de los chamanes parece hechicería.
—Buscabotes —dijo Karsa—, cuando haya terminado aquí, me llevarás hasta los aparecidos.
La cara del hombre mudó de color.
—Son muchos, muchos días de viaje, libertador. Creo que enviaré recado de que vas de camino… a los clanes del norte…
—No. Tú nos acompañarás.
—Pero… ¿por qué?
Karsa dio un paso adelante y una mano salió disparada para coger a Buscabotes por el cuello. Arrastró al hombre hacia sí.
—Tú serás testigo, y siendo testigo te convertirás en más de lo que eres ahora. Estarás preparado para todo lo que ha de venir, tú y tu miserable pueblo. —Soltó al hombre, que se tambaleó hacia atrás con un jadeo—. Mi pueblo una vez creyó que podía esconderse —dijo el teblor, y enseñó los dientes—. Se equivocaban. Eso he aprendido y eso aprenderéis vosotros ahora. ¿Creéis que los aparecidos son todo lo que os afligirá? Necio. No son más que el principio.
Samar observó al gigantesco guerrero regresar a su despiece.
Buscabotes se lo quedó mirando con los ojos brillantes, embargados de terror. Después se giró en redondo y siseó en su idioma. Seis guerreros se adelantaron corriendo, pasaron junto a su líder, sacaron cuchillos y se acercaron a Karsa.
—Teblor —le advirtió Samar.
Buscabotes levantó las manos.
—¡No! Ningún daño te busca, libertador. Ahora te ayudan a cortar, eso es todo. Preparan el botín para ti, para que no tengamos que perder ningún tiempo…
—Quiero las pieles curadas —dijo Karsa.
—Sí.
—Y mensajeros que nos lleven esas pieles y la carne ahumada de esta matanza.
—Sí.
—Entonces podemos irnos ahora.
Buscabotes meneó la cabeza como si no pudiera confiar en su propia voz para responder a esa última exigencia.
Karsa recuperó su cuchillo con un gruñido burlón y se acercó a un charco cercano de agua salobre donde empezó a lavar la sangre de la hoja y después de las manos y los antebrazos.
Samar Dev se acercó a Buscabotes cuando la media docena de guerreros se agacharon a despiezar el bhederin muerto.
—¿Buscabotes?
Él la miró con ojos asustadizos.
—Eres una bruja, así te llama el libertador.
—Lo soy. ¿Dónde están vuestras mujeres? ¿Vuestros niños?
—Más allá de esta ciénaga, al oeste y al norte —respondió el hombre—. La tierra se alza y hay lagos y ríos donde encontramos el grano negro y, entre la roca plana, bayas. Acabamos nuestra gran caza en las tierras abiertas y ahora regresamos a nuestros muchos campamentos con carne de invierno. Sin embargo —señaló con un gesto a sus guerreros—, os seguimos. Presenciamos cómo el libertador mata a los bhederin. Monta un caballo de hueso, no vemos caballos de hueso montados. Porta una espada de piedra natalicia. El profeta de hierro le habla a nuestro pueblo de tales guerreros, los que empuñan la piedra natalicia. Dice que vienen.
—No he oído hablar de ese tal profeta de hierro —dijo Samar Dev con el ceño fruncido.
Buscabotes hizo un gesto y miró al sur.
—Hablar de esto, es el tiempo congelado. —Cerró los ojos y su tono cambió de repente—. En el tiempo de la gran matanza, que es el tiempo congelado del pasado, los anibar moraban en las llanuras y viajaban casi hasta el río Este, donde los grandes campamentos amurallados de los ugari se alzaban de la tierra, y con los ugari los anibar intercambiaban carne y pieles por herramientas de hierro y armas. La gran matanza llegó a los ugari entonces, y muchos huyeron para buscar refugio entre los anibar. Pero los asesinos los siguieron, los mezla los llamaban los ugari, y se libró una batalla terrible y todos los que se habían refugiado entre los anibar cayeron ante los mezla.
»Al temer un castigo por la ayuda prestada a los ugari, los anibar se prepararon para huir (para internarse más todavía en el odhan), pero el líder de los mezla los encontró antes. Con un centenar de guerreros oscuros vino, pero contuvo sus armas de hierro. Los anibar no eran su enemigo, les dijo, y después lanzó una advertencia: otros venían y esos carecerían de piedad. Destruirían a los anibar. Este líder era el profeta de hierro, el rey Iskar Jarak, y los anibar prestaron atención a sus palabras y huyeron, al este y al norte, hasta que estas tierras de aquí y los bosques y lagos posteriores, se convirtieron en su hogar. —Miró adonde Karsa, sus provisiones reunidas, había montado a lomos de su caballo jhag, y su voz cambió una vez más—. El profeta de hierro nos cuenta que hay un tiempo en el que, cuando corremos mayor peligro, vienen a defendernos los que empuñan la piedra natalicia. Así pues, cuando vemos quién viaja por nuestra tierra y la espada que porta en las manos… este tiempo va pronto a ser un tiempo congelado.
Samar estudió a Buscabotes durante largo rato, después miró a Karsa.
—No creo que vayas a poder montar a Estragos —dijo—. Estamos a punto de dirigirnos a un terreno difícil.
—Hasta que llegue ese momento, montaré —respondió el teblor—. Tú eres libre de guiar a tu caballo a pie. De hecho, eres libre de acarrearlo por todo el terreno que consideres difícil.
Irritada, Samar se encaminó hacia su propio caballo.
—Bien, por ahora cabalgaré detrás de ti, Karsa Orlong. Al menos no tendré que preocuparme de que me golpeen las ramas, ya que tú te dedicarás a derribar todos los árboles que se interpongan en tu camino.
Buscabotes esperó hasta que los dos estuvieron listos y después se puso en marcha por el borde del pantanoso claro hasta que llegó a su extremo y de inmediato giró y desapareció en el bosque.
Karsa detuvo a Estragos y miró furioso los matorrales densos, enmarañados, y las compactas píceas negras.
Samar Dev se echó a reír, lo que le granjeó una mirada furiosa del teblor.
Después, el guerrero se bajó de la grupa de su semental.
Encontraron a Buscabotes esperándolos con una expresión de disculpa en la cara pintada de gris.
—Pistas dejadas por la caza, libertador. En estos bosques hay ciervos, osos, lobos y gamos, ni siquiera los bhederin moran en las profundidades, más allá de los claros. Los alces y los caribúes están más al norte. Estos caminos de animales, como veis, son bajos. Hasta los anibar se agachan y pasan rápido. En el tiempo no hallado que tenemos por delante y del que poco se puede decir, encontramos más roca plana y el trayecto será más fácil.
A la vez interminable y monótono, el bosque bajo suponía un trayecto riscoso y enredado donde proliferaba la frustración, como si viviera con el único propósito de negar el paso. El lecho de roca estaba cerca de la superficie, una roca maltratada de color morado y negro, entreverada en algunos lugares por largas venas de cuarcita, aunque su superficie estaba combada, inclinada y plegada, con lo que formaba cuencas de muros altos, agujeros y barrancos llenos de losas exfoliadas recubiertas de musgo resbaladizo de color verde esmeralda. Los árboles caídos atestaban esas depresiones, la corteza de la pícea negra era áspera como la zapa y las ramas sin agujas eran duras como garras e inflexibles.
De vez en cuando penetraban haces de luz que arrojaban motas de color intenso por un mundo de otro modo oscuro y cavernoso.
Llegado el atardecer, Buscabotes los llevó hasta un pedregal traicionero por el que treparon con no poco esfuerzo. Karsa y Samar Dev, que llevaban a sus caballos por las riendas, encontraron el ascenso peligroso, cada asidero menos seguro que el anterior, el musgo cedía como piel podrida y exponía rocas angulosas y afiladas y agujeros profundos, cualquiera de los cuales podría romperle la pata a un caballo.
Empapada de sudor mugriento, cubierta de arañazos y raspaduras, Samar Dev al fin alcanzó la cima y giró para guiar a su caballo por los últimos pasos. Ante ellos serpenteaba una superficie rocosa más o menos llana, gris por la piel de los líquenes. De alguna que otra modesta depresión se alzaban espinos blancos y pinos de banks, algún roble disperso, ribeteado de enebro y matorrales de arándanos y gaulteria. Libélulas del tamaño de dragones atravesaban como rayos nubes de insectos más pequeños que giraban bajo la luz moribunda de la tarde.
Buscabotes señaló el norte con un gesto.
—Este sendero lleva a un lago. Acampamos allí.
Se pusieron en marcha.
No se veía suelo más alto en ninguna dirección y a medida que el batolito giraba y viraba, flanqueado de vez en cuando por plataformas algo más bajas y tocones, Samar Dev no tardó en darse cuenta de lo fácil que sería perderse en esa tierra salvaje. El sendero se bifurcaba más adelante y, al acercarse al cruce, Buscabotes recorrió el borde oriental, buscó durante un rato y después escogió el risco de la derecha.
Samar Dev lo imitó, miró el borde y vio lo que su guía había estado buscando, una línea sinuosa de cantos más pequeños posados en un saliente de piedra un poco por debajo de ellos, el dibujo creaba algo parecido a una serpiente, la cabeza consistía en una roca plana con forma de cuña mientras que, en el otro extremo, la última piedra de la cola no era más grande que la uña de su pulgar. Los líquenes cubrían las piedras y se arremolinaban alrededor de cada una, lo que sugería que el indicador del camino era muy antiguo. No había nada obvio en la petroforma que aclarara la elección de ruta, aunque la cabeza de la serpiente apuntaba en la dirección que habían tomado.
—Buscabotes —exclamó—, ¿cómo lees esta serpiente de cantos?
El guía se giró y la miró.
—Una serpiente se aleja del corazón. Una tortuga es el camino al corazón.
—De acuerdo, ¿entonces por qué no están en terreno más alto, para que no tengas que buscarlas?
—Cuando el grano negro se transporta al sur, tomamos la carga, ni tortuga ni serpiente deben perder forma ni dibujo. Recorremos estos caminos de piedra. Cargados.
—¿Adónde lleváis la cosecha?
—A nuestros campamentos reunidos de las llanuras. Cada banda. Reunimos la cosecha. En una sola. Y la dividimos, de modo que cada banda tenga grano suficiente. No se puede confiar en los lagos, los ríos y sus orillas. Algunas cosechas rinden con abundancia. Otras cosechas rinden con debilidad. Como el agua se eleva y como el agua cae. No es lo mismo. La roca plana intenta nivelarse en todo el mundo, pero no puede, así que el agua se eleva y el agua cae. No nos arrodillamos ante la injusticia, de otro modo nosotros mismos desechamos la justicia y la igualdad y el cuchillo busca al cuchillo.
—Antiguas reglas para enfrentarse a la hambruna —dijo Samar con un asentimiento.
—Reglas del tiempo congelado.
Karsa Orlong miró a Samar Dev.
—¿Qué es ese tiempo congelado, bruja?
—El pasado, teblor.
La mujer observó que los ojos del guerrero se entrecerraban con aire pensativo y después gruñó.
—Y el tiempo no hallado es el futuro —dijo después—, lo que significa que ahora es el tiempo que fluye…
—¡Sí! —exclamó Buscabotes—. ¡Dices el secreto mismo de la vida!
Samar Dev se subió a la silla (en ese cerro podían montar sus caballos) con cuidado. Observó que Karsa Orlong la imitaba y una extraña quietud la llenó entera. Nacida, comprendió, de las palabras de Buscabotes. «El secreto mismo de la vida.» Este tiempo que fluye todavía no congelado y solo ahora averiguado en lo no hallado.
—Buscabotes, el profeta de hierro vino a vosotros hace mucho tiempo, en el tiempo congelado, sin embargo os habló del tiempo no hallado.
—Sí, tú lo entiendes, bruja. Iskar Jarak no habla más que un lenguaje, pero dentro están todos y cada uno. Es el profeta de hierro. El rey.
—¿Vuestro rey, Buscabotes?
—No. Nosotros somos sus sombras.
—Porque vosotros existís solo en el tiempo que fluye.
El hombre se volvió y se inclinó en un gesto reverente que agitó algo en el interior de Samar Dev.
—Tu sabiduría nos honra, bruja.
—¿Dónde —preguntó ella— está el reino de Iskar Jarak?
Lágrimas repentinas en los ojos del hombre.
—Una respuesta que anhelamos encontrar. Está perdido…
—En el tiempo no hallado.
—Sí.
—Iskar Jarak era mezla.
—Sí.
Samar Dev abrió la boca para hacer una pregunta más, luego se dio cuenta de que no era necesario. Ya sabía la respuesta.
—Buscabotes —dijo en su lugar—, dime, del tiempo congelado al tiempo que fluye, ¿hay un puente?
La sonrisa del hombre fue melancólica, impregnada de anhelo.
—Lo hay.
—Pero no podéis cruzarlo.
—No.
—Porque está ardiendo.
—Sí, bruja, el puente arde.
El rey Iskar Jarak y el reino no hallado…
Descendían como inmensos escalones bastos, los estantes de roca se precipitaban entre las olas y la espuma que se estrellaban en la orilla. Un viento fiero barría el agua oscura del mar del norte hasta el mismísimo horizonte, donde las nubes de tormenta dominaban el cielo, del color de la armadura ennegrecida. A su espalda y extendiéndose por toda la costa occidental se alzaba un bosque inclinado de pinos, abetos y cedros, las ramas arrancadas y astilladas por los fuertes vientos.
Taralack Veed se estremeció y se ciñó mejor las pieles, después les dio la espalda a los mares embravecidos.
—Ahora viajamos hacia el oeste —dijo hablando en voz lo bastante alta como para que lo oyeran por encima de la galerna—. Seguimos esta costa hasta que gire hacia el norte. Entonces viramos hacia el interior, hacia el oeste, y nos adentramos en la tierra de piedra y lagos. Difícil, pues hay poca caza por allí, aunque podremos pescar. Peor, hay salvajes sedientos de sangre, demasiado cobardes para atacar de día. Siempre de noche. Debemos estar listos para ellos. Debemos infligir una matanza.
Icarium no dijo nada, su mirada inhumana seguía clavada en la tormenta que se acercaba.
Taralack frunció el ceño y volvió a meterse en el campamento rodeado de rocas que habían montado, se agachó al bendito socaire y sostuvo las manos rojas, castigadas por el frío, junto a la hoguera de madera de desecho. Pocos brillos quedaban de la legendaria, casi mítica, ecuanimidad del jhag. Sombrío y arisco era lo que lo definía. Una remodelación de Icarium hecha por Taralack Veed con sus propias manos, aunque no hacía más que seguir las instrucciones precisas que le habían dado los sin nombre. La hoja se ha hecho roma. Tú serás la piedra de amolar, gral.
Pero las piedras de amolar eran insensibles, indiferentes a la hoja y a la mano que la sostenía. Para un guerrero alimentado por la pasión, era una inmunidad difícil de lograr, y mucho menos mantener. Podía sentir ya el peso que comenzaba a acumularse y sabía que un día terminaría por envidiar la muerte misericordiosa que se había llevado a Mappo Runt.
Habían avanzado a buen ritmo hasta el momento. Icarium era incansable una vez le daban una dirección. Y Taralack, a pesar de toda su capacidad y resistencia, estaba agotado. Yo no soy trell y esto no es solo vagar. Ya no, y nunca más lo será para Icarium.
Ni, al parecer, para Taralack Veed.
Levantó la vista cuando oyó que algo se movía y vio descender a Icarium.
—Esos salvajes de los que hablabas —dijo el jhag sin más preámbulos—, ¿por qué habrían de desafiarnos?
—Su bosque abandonado está lleno de sitios sagrados, Icarium.
—Solo hemos de evitar inmiscuirnos, entonces.
—No son lugares fáciles de reconocer. Quizá una línea de cantos en el lecho de roca, en su mayor parte enterrados en líquenes y musgo. O los restos de unas cuernas en la horquilla de un árbol, tan recubiertas de maleza que son casi invisibles. O una vena de cuarcita en la que resplandecen motas de oro. O la piedra para herramientas verde, las canteras no son más que una brecha pálida en una roca vertical, la piedra verde arrancada de ella con fuego y agua fría. Es posible que poco más que un camino de osos en el lecho de roca, pisoteado por esas miserables bestias a lo largo de un número incontable de generaciones. Todo es sagrado. No hay forma de desentrañar las mentes de esos salvajes.
—Parece que sabes mucho sobre ellos, sin embargo me has dicho que jamás has viajado por sus tierras.
—He oído hablar de ellos, en gran detalle, Icarium.
Una arista repentina en los ojos del jhag.
—¿Quién fue el que te informó tan bien, Taralack Veed de los gral?
—He vagado por tierras muy lejanas, amigo mío. He extraído un millar de relatos…
—Te estaban preparando. Para mí.
Una sonrisa leve convenía al momento y Taralack la encontró sin dificultad.
—Muchos de esos vagabundeos fueron en tu compañía, Icarium. Ojalá pudiera regalarte mis recuerdos del tiempo que hemos compartido.
—Ojalá pudieras —asintió Icarium, que se había quedado mirando al fuego.
—Por supuesto —añadió Taralack—, habría mucha oscuridad, muchas hazañas lúgubres y desagradables, en ese regalo. La ausencia de tu interior, Icarium, es a la vez una bendición y una maldición, lo comprendes, ¿verdad?
—No hay bendición en ese vacío —dijo el jhag sacudiendo la cabeza—. Todo lo que he hecho no puede exigir su precio legítimo. No puede marcar mi alma. Y así permanezco inmutable, ingenuo para siempre…
—Inocente.
—No, inocente no. No hay nada exculpatorio en la ignorancia, Taralack Veed.
Ahora me llamas por mi nombre, no «amigo». ¿La desconfianza ha empezado a envenenarte?
—Y por tanto es mi tarea, cada vez, devolverte todo lo que has perdido. Es arduo y me desgasta, por desgracia. Mi debilidad yace en mi deseo de ahorrarte los más horrendos de los recuerdos. Hay demasiada compasión en mi corazón y, al intentar ahorrarte dolor, me encuentro ahora con que no hago más que herir. —Se escupió en las manos y se alisó el cabello hacia atrás, después estiró las manos una vez más cerca de las llamas—. Muy bien, amigo mío. Una vez, hace mucho tiempo, te empujaba la necesidad de liberar a tu padre, al que se había llevado una Casa de Azath. Enfrentado a un terrible fracaso, nació una fuerza más profunda y letal, tu rabia. Hiciste pedazos una senda herida y destruiste un Azath, lo que liberó en el mundo una multitud de entidades demoníacas, todas las cuales buscaban solo dominar y tiranizar. A algunas de ellas las mataste, pero muchas escaparon de tu ira y continúan vivos hasta este día, repartidos por el mundo como tantas semillas del mal.
»La ironía más amarga es la siguiente: tu padre no buscaba liberación alguna. Había elegido, por voluntad propia, convertirse en guardián de una Casa de Azath, y es posible que continúe siéndolo hoy.
»A consecuencia de la devastación que forjaste, Icarium, un culto, devoto desde el comienzo de los tiempos de los azath, consideró necesario crear guardianes propios. Guerreros elegidos que te acompañarían, allá donde fueras; pues tu rabia y la destrucción de la senda te habían arrancado todo recuerdo de tu pasado y estabas condenado, para toda la eternidad al parecer, a buscar la verdad de todo cuanto has hecho. Y a tropezar con la rabia una y otra vez, provocando aniquilación.
»Este culto, el de los sin nombre, procuró entonces vincularte a un compañero. Como yo. Sí, amigo mío, ha habido otros, mucho antes de que yo naciera, y a cada uno se le imbuyó de hechicería, para ralentizar los rigores de la edad y blindarlo contra todo modo de enfermedad y veneno durante el tiempo que se mantuviera el servicio de ese compañero. Nuestra tarea es guiarte en tu furia, imponer un foco moral y, sobre todo, ser tu amigo, y esta última tarea ha resultado ser, una y otra vez, la más sencilla y, de hecho, la más seductora de todas ellas, pues es fácil encontrar en nuestro interior un amor profundo y perdurable por ti. Por tu sinceridad, tu lealtad, y por el honor sin mancha que habita en tu interior.
»Admito, Icarium, que tu sentido de la justicia es duro. Pero, en último caso, profundo en su nobleza. Y ahora, aguardándote, hay un enemigo. Solo tú, amigo mío, eres lo bastante poderoso como para enfrentarte a ese enemigo. Y así viajamos ahora, y todos los que intentan oponerse a nosotros, por la razón que sea, deben ser apartados a un lado. Por el bien mayor. —Se permitió sonreír otra vez, solo que esa vez impregnó la expresión de una angustia inmensa, aunque contenida con valor—. Debes ahora preguntarte, ¿son los sin nombre dignos de tal responsabilidad? ¿Puede su integridad moral y su sentido del honor igualar al tuyo? La respuesta se encuentra en la necesidad y, por encima de eso, en el ejemplo que das. Tú guías a los sin nombre, amigo mío, con cada uno de tus actos. Si ellos fracasan en su vocación, será porque tú has fracasado en la tuya.
Complacido por haber recordado a la perfección las palabras que le habían encomendado, Taralack Veed estudió al gran guerrero que permanecía ante él, iluminado por el fuego, el rostro oculto tras las manos. Como un niño al que la ceguera imponía la destrucción.
Se dio cuenta de que Icarium estaba llorando.
Bien. Hasta él. Incluso él se alimentará de su propia angustia y hará de ella un néctar adictivo, un dulce opiáceo de recriminaciones y dolor.
Y así toda duda, toda desconfianza, se desvanecerá.
Pues de todas esas cosas no se puede extraer dulce dicha.
Del cielo cayó una lluvia fría y se oyó el rumor profundo del trueno. Pronto tendrían la tormenta encima.
—Ya he descansado lo suficiente —dijo Taralack mientras se levantaba—. Nos aguarda una larga marcha…
—No hay necesidad —dijo Icarium tras las manos.
—¿Qué quieres decir?
—El mar. Está lleno de barcos.
El jinete solitario bajó de las colinas poco después de la emboscada. Barathol Mekhar, los enormes antebrazos, llenos de marcas y picados de viruelas, salpicados de rojo, se levantó tras su largo y silencioso estudio del demonio muerto. Vestía la armadura y el yelmo, y después sacó el hacha.
Habían pasado meses desde que habían aparecido los t’lan imass, había creído que ya hacía tiempo que habían desaparecido, que se habían ido incluso antes de que el viejo Kulat abandonara la aldea en su recién adquirida locura. No se había dado cuenta (ninguno lo había hecho) de que esas terribles criaturas no muertas jamás se habían llegado a ir.
La partida de viajeros había sido masacrada, la emboscada llevada a cabo con tal rapidez que Barathol ni siquiera había sabido de su existencia hasta que había sido demasiado tarde. Jhelim y Filiad habían irrumpido de repente en la herrería hablando a gritos de un asesinato ocurrido justo a las afueras de la aldea. Él había recogido su arma y había corrido con ellos al camino occidental solo para encontrarse con que el enemigo ya se había ido, cumplida su misión, y sobre el antiguo camino, caballos moribundos y cuerpos inmóviles tirados por el suelo como si se hubieran caído del cielo.
Tras enviar a Filiad en busca de la anciana Nulliss, que poseía ciertas modestas habilidades como sanadora, Barathol había regresado a su herrería sin hacer caso de Jhelim, que lo seguía como un cachorrito perdido. Se había puesto su armadura y se había tomado su tiempo. Los t’lan imass, sospechaba, habrían sido concienzudos. Habrían dispuesto de tiempo para asegurarse de que no cometían errores. Nulliss se encontraría con que nada podía hacerse por las pobres víctimas.
Al regresar al camino occidental, sin embargo, le asombró ver a la anciana semk arrodillada junto a una figura y gritándole órdenes a Filiad. A los atónitos ojos de Barathol le pareció, cuando se acercó corriendo, que la mujer había metido las manos en el cuerpo del hombre y movían los escuálidos brazos como si estuviera amasando. Y al tiempo que lo hacía, sus ojos no se separaban de una mujer echada cerca que había comenzado a quejarse y con las piernas abría surcos en el suelo. De ella, la sangre se había derramado por todas partes.
Nulliss lo vio y lo llamó.
Barathol advirtió que al hombre junto al que se había arrodillado la mujer lo habían destripado. Nulliss estaba volviendo a meter los intestinos en el interior.
—Por el amor del Embozado, mujer —rezongó el herrero—, déjalo estar. Está acabado. Le has llenado la cavidad de tierra…
—Viene de camino agua hirviendo —le soltó ella—. Tengo intención de lavarla. —Señaló con la cabeza a la mujer que se agitaba—. Esa tiene una puñalada en el hombro y ahora está de parto.
—¿De parto? Por los dioses del inframundo. Escucha, Nulliss, el agua hirviendo no servirá, a menos que tengas intención de cocinar su hígado para la cena de esta noche.
—¡Vuelve con tu maldito yunque, simio descerebrado! Era un corte limpio, he visto lo que pueden hacer los jabalíes con sus colmillos y es muchísimo peor.
—Quizá empezara siendo limpio…
—¡He dicho que pienso limpiarlo! Pero no podemos llevarlo al pueblo con las tripas arrastrando, ¿no crees?
Desconcertado, Barathol miró a su alrededor. Le apetecía matar algo. Un deseo muy simple, pero ya sabía que se lo frustrarían y eso lo ponía de mal humor. Se acercó al tercer cuerpo. Un anciano, tatuado y sin manos, los t’lan imass lo habían hecho pedazos. Bueno. Este era su objetivo. Los otros solo estaban en medio. Que es por lo que les dio igual si vivían o morían. Mientras que ese pobre malnacido no podía estar más muerto de lo que estaba.
Tras un momento, Barathol se dirigió hacia la última víctima a la vista. De la aldea empezaba a llegar más gente con mantas y trapos. Storuk, Fenar, Hayrith, Stuk, todos parecían de algún modo más pequeños, reducidos y pálidos de miedo. Nulliss empezó a chillar órdenes una vez más.
Ante él estaba despatarrado un demonio de algún tipo. Le habían amputado los dos miembros de un lado. No mucha sangre, observó, pero algo extraño parecía haber afligido a la criatura al morir. Tenía un aspecto… desinflado, como si la carne hubiera empezado a disolverse bajo la piel, a fundirse en la nada. Sus extraños ojos ya se habían secado y agrietado.
—¡Herrero! ¡Ayúdame a levantar a este!
Barathol regresó.
—Sobre la manta. Storuk, tú y tu hermano por ese extremo, una esquina cada uno. Fenar, tú conmigo por el otro extremo…
Hayrith, casi tan anciana como la propia Nulliss, sostenía los trapos en los brazos.
—¿Y yo qué? —preguntó.
—Ve a sentarte junto a la mujer. Métele un trapo en la herida, la cauterizaremos más tarde, a menos que el parto le dé problemas…
—Con la pérdida de sangre —dijo Hayrith con los ojos entrecerrados—, es probable que no sobreviva a él.
—Quizá. Por ahora, siéntate con ella. Cógele la mano, háblale y…
—Sí, sí, bruja, no eres la única de por aquí que sabe lo que es.
—Bien. Pues en marcha.
—Lo estabas deseando, ¿eh?
—Calla ya, vaca sin ubres.
—¡Reina Nulliss, suma sacerdotisa de la mala leche!
—Herrero —rezongó Nulliss—, pégale un hachazo, ¿quieres?
Hayrith se escabulló con un siseo.
—Ayúdame —le dijo Nulliss—, tenemos que levantarlo.
Parecía una tarea inútil, pero hizo lo que le pedían y le sorprendió oírla declarar que el joven todavía vivía después de depositarlo en la manta.
Mientras Nulliss y los otros se lo llevaban, Barathol se acercó sin prisas al cuerpo desmembrado del anciano tatuado. Se agachó a su lado. Sería una tarea desagradable, pero cabía la posibilidad de que Barathol lograra información sobre él por sus posesiones. Le dio la vuelta al cuerpo y después se detuvo y miró con fijeza esos ojos inertes. Los ojos de un gato. Observó con interés renovado el dibujo de los tatuajes y después se sentó muy despacio.
Y solo entonces se fijó en todas aquellas moscas muertas. Cubrían el suelo por todas partes, más moscas de las que había visto jamás. Barathol se irguió y regresó junto al demonio muerto.
Miró al suelo con aire pensativo hasta que un movimiento distante y el sonido de los cascos de unos caballos le llamaron la atención. Tras él, los aldeanos habían regresado para llevarse a la mujer embarazada.
Y en ese momento se percató del jinete que cabalgaba directamente hacia él.
En un caballo empapado de sudor del color del hueso blanqueado por el sol. Vestía una armadura recubierta de polvo barnizada de blanco. El rostro pálido del hombre bajo el borde del yermo estaba demacrado por el dolor. Detuvo a la montura, se deslizó de la silla y, sin hacer caso de Barathol, se tambaleó hasta el demonio, donde cayó de rodillas.
—¿Quién… quién ha hecho esto? —preguntó.
—T’lan imass. Cinco. Un grupo bastante quebrantado, incluso para lo que son los t’lan imass. Una emboscada. —Barathol señaló el cuerpo del hombre tatuado—. Iban tras él, creo. Sacerdote, de un culto devoto del héroe primero Treach.
—Treach es ahora dios.
Al oír eso, Barathol se limitó a rezongar. Volvió a lanzar un vistazo a las casuchas destartaladas a las que había terminado por considerar su hogar.
—Había otros dos. Vivos todavía, aunque uno no durará mucho más. La otra está embarazada y se ha puesto de parto…
El hombre alzó la cabeza y lo miró.
—¿Dos? No, debería haber habido tres. Una chica…
Barathol frunció el ceño.
—Creí que el sacerdote era el objetivo, fueron concienzudos con él, pero ahora veo que acabaron con él porque era el que suponía la mayor amenaza. Debían de venir a por la chica. No está aquí.
El hombre se levantó. Igualaba a Barathol en altura, pero no en anchura.
—Quizá huyó… a las colinas.
—Es posible. Aunque —añadió mientras señalaba un caballo muerto que había cerca—, me había extrañado la montura extra, ensillada como las otras. Derribada en el camino.
—Ah, sí. Entiendo.
—¿Quién eres? —preguntó Barathol—. ¿Y qué era esa chica desaparecida para ti?
La conmoción todavía estaba escrita con líneas profundas en el rostro del hombre, que parpadeó al oír las preguntas, después asintió.
—Me llamo L’oric. La niña era… era para la reina de los Sueños. Venía a recogerla, a ella y a mi familiar. —Bajó los ojos de nuevo, miró al demonio y la angustia tiró de sus rasgos una vez más.
—La fortuna te ha abandonado, entonces —dijo Barathol. Se le ocurrió algo—. L’oric, ¿tienes alguna habilidad en el arte de la sanación?
—¿Qué?
—Eres uno de los magos supremos de Sha’ik, después de todo…
L’oric apartó la vista, como si le doliera.
—Sha’ik está muerta. La rebelión ha quedado aplastada.
Barathol se encogió de hombros.
—Sí —dijo L’oric—, puedo recurrir a Denul, si es menester.
—¿Es la vida de esa chica lo único que te preocupa? —Señaló con un gesto al demonio—. No puedes hacer nada por tu familiar, ¿qué hay de sus compañeros? El joven morirá… si no ha muerto ya. ¿Te quedarás aquí, lamentándote sin más por lo que has perdido?
Un destello de cólera.
—Te aconsejo cautela —dijo L’oric en voz muy baja—. En otro tiempo fuiste soldado, eso es obvio, pero te has ocultado aquí como un cobarde mientras que el resto de Siete Ciudades se alzó en armas soñando con la libertad. No me reprenderá alguien como tú.
Los ojos oscuros de Barathol estudiaron a L’oric un momento más, después se dio la vuelta y echó a andar de regreso hacia los edificios.
—Vendrá alguien —dijo por encima del hombro— para vestir a los difuntos para el entierro.
Nulliss había elegido el antiguo mesón para depositar a sus pacientes. Sacaron un catre de una de las habitaciones para la mujer, y al joven destripado lo colocaron sobre la mesa comunal del comedor. Una olla llena de agua humeaba en la chimenea y Filiad estaba usando un gancho para sacar tiras empapadas de tela y llevarlas adonde trabajaba la semk.
Esta había sacado los intestinos una vez más, pero de momento parecía hacer caso omiso de la masa palpitante, tenía las dos manos metidas en lo más hondo de la cavidad del vientre.
—¡Moscas! —siseó cuando entró Barathol—. ¡Este maldito agujero está lleno de moscas muertas!
—Tú no lo salvarás —dijo Barathol mientras se acercaba a la barra y dejaba el hacha en la superficie maltratada y llena de polvo, el arma emitió un ruidoso estrépito metálico al posarse sobre la madera. Después empezó a quitarse los guanteletes y miró a Hayrith—. ¿Ha dado a luz? —preguntó.
—Sí. Una niña. —Hayrith se estaba lavando las manos en una palangana, pero señaló un bultito envuelto en telas echado sobre el pecho de la mujer—. Ya está mamando. Creí que las cosas habían ido mal, herrero. Muy mal. El bebé salió azul. Solo que el cordón no estaba anudado y tampoco le rodeaba el cuello.
—¿Entonces por qué estaba azul?
—¿Estaba? Todavía lo está. Padre napaniano, diría yo.
—¿Y el destino de la madre?
—Vivirá. No me hizo falta Nulliss. Sé cómo se limpia y se cauteriza una herida. Vaya, seguí al falah’d del Ejército Sagrado de Hissar, vi campos de batalla de sobra en mis tiempos. Y también limpié un buen montón de heridas. —Se escurrió el agua de las manos y después se las secó en la túnica mugrienta—. Tendrá fiebre, por supuesto, pero si sobrevive a eso, se pondrá bien.
—¡Hayrith! —exclamó Nulliss—. ¡Ven aquí y escurre esos trapos! Después vuelve a meterlos en el agua hirviendo. ¡Dioses del inframundo, lo estoy perdiendo! Su corazón se desvanece.
La puerta se abrió de golpe. Las cabezas se giraron y se clavaron en L’oric, que entró despacio.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién es ese? —preguntó Hayrith.
Barathol se desabrochó el yelmo y contestó.
—El mago supremo L’oric. Ahora es un refugiado del Apocalipsis.
Hayrith lanzó una carcajada seca.
—¡Bueno, pues está en el lugar adecuado! ¡Bienvenido, L’oric! ¡Sírvete un jarro de polvo y un plato de cenizas y únete a nosotros! Fenar, deja de mirar y vete a buscar a Chaur y a Urdan. Hay carne de caballo ahí fuera que hay que despiezar, no queremos que los lobos de las colinas bajen y se la queden.
Barathol observó a L’oric acercarse adonde Nulliss se había arrodillado sobre el joven de la mesa. Estaba metiendo trapos y sacándolos después, había demasiada sangre, no era de extrañar que el corazón estuviera desvaneciéndose.
—Apártate —le dijo L’oric—. No domino el gran Denul, pero como mínimo puedo limpiar y sellar la herida, y eliminar el riesgo de infección.
—Ha perdido demasiada sangre —siseó Nulliss.
—Quizá —admitió L’oric—, pero al menos démosle al corazón una oportunidad de recuperarse.
Nulliss se apartó.
—Como quieras —soltó, malhumorada—. Yo ya no puedo hacer más por él.
Barathol fue detrás de la barra y se agachó enfrente de un panel de madera que golpeó con fuerza. El panel cayó y reveló tres jarras polvorientas. Sacó una, se levantó y la dejó en el mostrador. Encontró un jarro, lo limpió y después, tras quitar la tapa de un tirón, lo llenó.
Todos los ojos se habían centrado en él, salvo los del propio L’oric, que permanecía junto al joven y le estaba posando las manos en el pecho.
—¿De dónde salió eso, herrero? —le preguntó Hayrith con tono reverente.
—El escondite del viejo Kulat —respondió Barathol—. No creo que vaya a volver a buscarlo.
—¿Qué es eso que huelo?
—Ron falari.
—¡Dioses benditos de las alturas y del inframundo!
De repente todos y cada uno de los vecinos presentes en el local se apiñaron alrededor de la barra. Nulliss apartó a Filiad con un gruñido burlón.
—Tú no… eres muy joven…
—¿Muy joven? ¡Mujer, que he visto veintiséis años!
—¡Ya me has oído! ¿Veintiséis años? No bastan para saber apreciar el ron falari, cachorro escuálido.
Barathol suspiró.
—No seas codiciosa, Nulliss. Además, hay dos jarras más en el estante de abajo. —Recogió su jarro y se apartó de ellos mientras Filiad y Jhelim se peleaban por meterse tras la barra.
Una cicatriz lívida era todo lo que quedaba de la estocada que había atravesado el vientre del joven, aparte de salpicaduras de sangre medio seca. L’oric continuaba a su lado, las manos inmóviles en el pecho. Tras un momento, abrió los ojos y dio un paso atrás.
—Es un corazón fuerte… ya veremos. ¿Dónde está la otra?
—Allí. Una herida en el hombro. La han cauterizado, pero puedo garantizar que habrá sepsis y es probable que termine matándola, a menos que hagas algo.
L’oric asintió.
—Se llama Scillara. Al joven no lo conozco. —Frunció el ceño—. Heboric Manos Fantasmales… —Se frotó la cara—. No habría pensado… —Miró a Barathol—. Cuando Treach lo eligió para que fuese su destriant, bueno, había tanto… poder. ¿T’lan imass? ¿Cinco t’lan imass deshechos?
Barathol se encogió de hombros.
—Yo no vi la emboscada. Los imass se presentaron aquí hace meses y después pareció que se habían ido. Después de todo, aquí no había nada que quisieran. Ni siquiera yo.
—Sirvientes del dios Tullido —dijo L’oric—. Los Desencadenados, de la Gran Casa de Cadenas. —Se dirigió a la mujer a la que había llamado Scillara—. Los dioses sin duda están en guerra…
Barathol lo siguió con los ojos. Se bebió la mitad del ron que tenía en la jarra y después se reunió de nuevo con el mago supremo.
—Los dioses, dices.
—La fiebre ya susurra en su interior, esto no servirá. —Cerró los ojos y empezó a murmurar algo por lo bajo. Tras un momento, dio un paso atrás y se encontró con los ojos de Barathol—. Es lo que viene. La sangre de mortales derramada. Vidas inocentes… destruidas. Incluso aquí, en este agujero podrido de aldea, no os podéis esconder de la tormenta, os encontrará, os encontrará a todos.
Barathol se terminó el ron.
—¿Irás en busca de la chica?
—¿Y sin ayuda alguna arrancársela a los Desencadenados? No. Incluso si supiera dónde buscar, es imposible. La jugada de la reina de los Sueños ha fallado, lo más probable es que ya lo sepa. —Respiró hondo con un suspiro entrecortado, y solo entonces notó Barathol lo agotado que estaba ese hombre—. No —dijo de nuevo, con una expresión vaga y después desdichada—. He perdido a mi familiar… sin embargo… —Sacudió la cabeza—. Sin embargo no hay dolor, con la amputación debería haber dolor, no lo entiendo…
—Mago supremo —dijo Barathol—, aquí hay habitaciones libres. Descansa. Haré que Hayrith te busque algo de comer y Filiad puede llevar tu caballo al establo. Espera aquí a que yo regrese.
El herrero habló con Hayrith y después salió del mesón y regresó una vez más al camino del oeste. Vio a Chaur, Fenar y Urdan quitándoles las sillas y los arreos a los caballos muertos.
—¡Chaur! —exclamó—, apártate de ese. No, por aquí… Ahí, quédate quieto, maldito seas. Ahí. No te muevas. —El caballo de la chica. Al llegar a él, lo rodeó con cuidado en busca de huellas.
Chaur no paraba quieto, era un hombretón, pero tenía la mente de un chiquillo, aunque la visión de la sangre jamás lo había molestado.
Barathol no le hizo caso y siguió leyendo los arañazos, los surcos y las piedras sacadas de sitio y al fin encontró una huella pequeña, plantada no más que una vez y después torcida de un modo extraño sobre el talón. A ambos lados, huellas más grandes, esqueléticas, pero atadas por algunos sitios con tiras de cuero o fragmentos de piel curada.
Así que se había bajado de un salto del caballo mortalmente herido, pero en el mismo instante en que su pie entraba en contacto con el suelo, los t’lan imass la habían atrapado y la habían levantado por los aires, sin duda la chica se había debatido, pero contra una fuerza inhumana, implacable como aquella, había estado indefensa.
Y después los t’lan imass habían desaparecido. Se habían desvanecido en el polvo. De algún modo se la habían llevado con ellos. Barathol no pensaba que eso fuera posible. Pero… no había huellas que se alejaran de la zona.
Frustrado, Barathol echó a andar de regreso al mesón.
Un gemido tras él lo hizo dar la vuelta.
—No pasa nada, Chaur. Puedes volver con lo que estabas haciendo.
Le respondió una sonrisa radiante.
Cuando entró, Barathol percibió que algo había cambiado. Los vecinos habían retrocedido hasta la pared, detrás de la barra. L’oric se encontraba en el centro de la sala, delante del herrero, que se detuvo nada más entrar. El mago supremo había sacado su espada, una hoja de un blanco resplandeciente.
L’oric, los ojos duros clavados en Barathol, habló entonces.
—Acabo de oír tu nombre.
El herrero se encogió de hombros.
Una mueca de desprecio crispó la cara pálida de L’oric.
—Me imagino que todo ese ron les soltó la lengua, o quizá solo olvidaron tus órdenes de mantener ese tipo de detalles en secreto.
—No he dado ninguna orden —respondió Barathol—. Estas personas de aquí no saben nada del mundo exterior y les importa todavía menos. Hablando de ron… —Deslizó la mirada hasta la multitud que aguardaba tras la barra—. Nulliss, ¿queda algo?
Muda, la mujer asintió.
—En el mostrador, entonces, si tienes la bondad —dijo Barathol—. Junto a mi hacha servirá.
—Sería idiota si te dejara acercarte a esa arma —dijo L’oric, y levantó la espada que llevaba en la mano.
—Eso depende —respondió Barathol— de si tienes intención de luchar contra mí, ¿no?
—Se me ocurren un centenar de nombres de personas que, si estuvieran en mi lugar ahora mismo, no vacilarían.
Barathol arqueó las cejas.
—Un centenar de nombres, dices. ¿Y cuántos de esos nombres siguen perteneciendo al mundo de los vivos?
La boca de L’oric se redujo a una línea recta y apretada.
—¿Crees —continuó Barathol— que me limité a salir andando de Aren hace tantos años? No fui el único superviviente, mago supremo. Vinieron a por mí. Se puede decir que fue una maldita batalla continua desde el camino de Aren hasta Karashimesh. Antes de que dejara al último desangrándose en una zanja. Puede que sepas mi nombre y es posible que conozcas mi delito… pero no estabas allí. Los que sí estaban se encuentran todos muertos. Y bien, ¿te interesa de verdad recoger este guantelete?
—Dicen que abriste las puertas…
Barathol lanzó un bufido y se encaminó a la jarra de ron que Nulliss había dejado en la barra.
—Ridículo. Los t’lan imass no necesitan puertas. —La bruja semk encontró un jarro vacío y lo dejó con un golpe seco en el mostrador—. Oh, abrí las puertas, desde luego, cuando salí sobre el caballo más rápido con el que di. A esas alturas, la matanza ya había empezado.
—Pero no te quedaste, ¿verdad? ¡No luchaste, Barathol Mekhar! ¡Que el Embozado te lleve, hombre, se rebelaron en tu nombre!
—Una pena que no se les ocurriera preguntarme antes —rezongó el otro al tiempo que llenaba la jarra—. Y ahora guarda esa puñetera espada, mago supremo.
L’oric dudó, después se encorvó donde se encontraba y poco a poco envainó otra vez el arma.
—Tienes razón. Estoy demasiado cansado para esto. Demasiado viejo. —Frunció el ceño y después se irguió otra vez—. Creíste que esos t’lan imass estaban aquí por ti, ¿verdad?
Barathol estudió al hombre por encima del borde maltratado del jarro y no dijo nada.
L’oric se pasó una mano por el pelo y miró a su alrededor como si hubiera olvidado dónde estaba.
—Por los huesos del Embozado, Nulliss —dijo Barathol con un suspiro—, búscale al pobre cabrón una silla, ¿quieres?
La calima gris y sus motas cegadoras de plata se desvanecieron lentamente y entonces Felisin la Menor pudo notar su cuerpo otra vez, piedras afiladas clavándosele en las rodillas, el olor a polvo, sudor y miedo en el aire. Visiones de caos y muerte llenaron su mente. Se sentía entumecida y era casi lo único que podía hacer, ver, ser consciente de la forma de las cosas a su alrededor. Ante ella, el sol arrojaba haces afilados contra un muro de roca atravesado por fracturas de carga. Montones de arena arrastrada por el viento se apilaban junto a lo que solían ser unos escalones de piedra anchos y poco profundos que parecían subir al propio muro. Más cerca, los nudillos grandes, pálidos bajo la piel fina, curtida, de la mano que le sujetaba el brazo derecho por encima del codo, los ligamentos expuestos de la muñeca se estiraban y emitían leves sonidos como el cuero al retorcerse. Una presa que ella no podía romper, se había agotado intentándolo. Cercano y fétido, el olor de la putrefacción antigua, y visible (de vez en cuando) una hoja ondulada, manchada de sangre, ancha por la punta terminada en gancho, estrechándose por el mango envuelto en cuero. Piedra negra, vidriada, muy fina, casi traslúcida en el filo.
Otros la rodeaban, más de los temidos t’lan imass. Salpicados de sangre, algunos sin algún miembro o con ellos mutilados, y uno con media cara aplastada, pero era un daño antiguo, comprendió Felisin. Su batalla más reciente, no más que una escaramuza, no les había costado nada.
El viento emitía un gemido luctuoso por el muro de roca. Felisin se puso en pie de un empujón y se quitó las piedras incrustadas de las rodillas. Están muertos. Están todos muertos. Se lo dijo una y otra vez, como si las palabras no fueran más que algo acabado de descubrir, sin significado todavía para ella, no era todavía un idioma que ella pudiera entender. Mis amigos están todos muertos. ¿Qué sentido tenía decirlas? Pero regresaban una y otra vez, como si estuvieran desesperadas por suscitar una respuesta, cualquier respuesta.
Le llegó un nuevo sonido. Algo que se revolvía, parecía provenir del risco que tenían enfrente. Parpadeó para espantar el sudor que hacía que le escociesen los ojos y vio que una de las fisuras parecía haberse ensanchado, los lados desconchados como si lo hubiera abierto un pico y de ahí salió una figura encorvada, un anciano que vestía poco más que harapos, cubierto de polvo. Le supuraban unas llagas de las que le brotaba un líquido por los antebrazos y los dorsos de las manos.
Al verla, cayó de rodillas.
—¡Habéis venido! Habían prometido… pero ¿por qué mentirían? —Entre las palabras que surgían de su boca había extraños chasquidos—. Os llevaré ahora, ya veréis. Todo va bien. Estáis a salvo, niña, pues habéis sido elegida.
—¿De qué está hablando? —preguntó Felisin, una vez más intentó soltarse el brazo y esa vez lo consiguió, cuando la mano mortífera se aflojó. La joven se tambaleó.
El anciano se levantó de un salto y la sujetó.
—Estáis agotada, no es de extrañar. Tantas reglas se rompieron para traeros aquí…
Felisin se apartó de él y apoyó la mano en el muro de piedra calentado por el sol.
—¿Dónde es aquí?
—Una antigua ciudad, elegida. En otro tiempo enterrada, pero pronto vivirá una vez más. No soy más que el primero al que han llamado para serviros. Otros vendrán, están en camino ya, pues ellos también han oído los Susurros. Veréis, son los débiles los que los oyen, y oh, hay muchos, muchísimos débiles. —Más chasquidos, tenía guijarros en la boca.
Felisin se giró, le dio la espalda al muro del risco y estudió la extensión de tierra rota y yerma. Signos de un viejo camino, signos de un pueblo…
—Caminamos por aquí… ¡hace semanas! —Miró furiosa al anciano—. ¡Me habéis traído de regreso!
El hombre sonrió y reveló unos dientes gastados, astillados.
—Esta ciudad os pertenece ahora, elegida.
—¡Deje de llamarme eso!
—Por favor… se os ha liberado y se ha derramado sangre en esa liberación, recae sobre vosotros darle sentido a ese sacrificio…
—¿Sacrificio? ¡Fue un asesinato! ¡Mataron a mis amigos!
—Os ayudaré a lamentar la pérdida, pues tal es mi debilidad, ¿veis? Yo lloro siempre, por mí mismo, por culpa de la bebida, y la sed está siempre en mi interior. Debilidad. Arrodillaos ante ella, niña. Convertidlo en algo que adorar. No tiene sentido luchar, la tristeza del mundo es mucho más poderosa de lo que vos podéis esperar llegar a ser jamás, y eso es lo que debéis llegar a comprender.
—Quiero irme.
—Imposible. Los Desencadenados os han liberado. ¿Adónde podríais ir incluso si os fuera posible? Estamos a leguas y leguas de cualquier parte. —Chupó los guijarros, tragó saliva y continuó—. No tendríais comida. Ni agua. Por favor, elegida, un templo os aguarda en el interior de esta ciudad enterrada, he trabajado tanto tiempo, he trabajado tanto para prepararlo para vos. Hay comida, y agua. Y pronto habrá más sirvientes, todos desesperados por responder a cada uno de vuestros deseos, una vez que aceptéis aquello en lo que os habéis convertido. —Hizo una pausa para sonreír otra vez y Felisin vio las piedras, negras, pulidas, por lo menos tres y cada una del tamaño de un nudillo—. Pronto comprenderéis en qué os habéis convertido, líder del culto más grande de Siete Ciudades, que lo barrerá todo, cruzará cada mar y cada océano, reclamará el mundo…
—Está usted loco —dijo Felisin.
—Los Susurros no mienten. —El anciano estiró el brazo y ella se encogió al ver esa mano brillante, repleta de pústulas—. Ah, hubo peste, ¿sabéis? Poliel, la propia diosa, se inclinó ante el Encadenado, como debemos hacer todos, incluso vos, y solo entonces adquiriréis vuestro poder legítimo. La peste se llevó a muchos, dejó ciudades enteras llenas de cuerpos ennegrecidos, pero otros sobrevivieron, gracias a los Susurros, y quedaron marcados, con llagas y miembros retorcidos, con ceguera. Para algunos fue la lengua. Se les pudrió y se les cayó; los dejó, por tanto, mudos. A otros, los oídos les sangraron y todo sonido ha dejado su mundo. ¿Comprendéis? Eran débiles y el Encadenado ha demostrado cómo la debilidad se convierte en fuerza. Puedo percibirlos, pues yo soy el primero. Vuestro senescal. Los percibo. Ya vienen.
Felisin continuó con los ojos clavados en aquella mano enfermiza y, tras un momento, el hombre la volvió a bajar al costado.
Unos chasquidos.
—Por favor, seguidme. Permitidme mostraros todo lo que he hecho.
Felisin se llevó las manos a la cara. No entendía nada. Nada de aquello tenía sentido.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Kulat.
—¿Y cómo —dijo en un susurro— me llamo yo?
El hombre se inclinó.
—No lo entendieron, no lo entendió ninguno. Dryjhna, el Apocalipsis, no es solo guerra, no es solo rebelión. Es devastación. No solo de la tierra, eso no es más que lo que sigue, ¿comprendéis? El Apocalipsis es el del espíritu. Aplastado, roto, esclavo de sus propias debilidades. Solo de un alma así de atormentada puede surgir la ruina que se ha de imponer a la tierra y todos los que sobre ella moran. Debemos morir por dentro para matar todo lo que hay en el exterior. Solo entonces, una vez que la muerte nos lleve a todos, solo entonces hallaremos la salvación. —Se inclinó todavía más—. Sois Sha’ik Renacida, la elegida como Mano del Apocalipsis.
—Cambio de planes —murmuró Iskaral Pust mientras se escabullía de un sitio a otro, parecía que al azar, entrando y saliendo de la luz de la hoguera del campamento—. ¡Mira! —siseó—. ¡Se ha ido, esa foca sarnosa! ¡Unas cuantas sombras monstruosas en la noche y puf! Nada salvo arañas, ocultas en cada grieta y fisura. ¡Bah! Llorica cobarde. Estaba pensando, trell, que deberíamos huir. Sí, echar a correr. Tú vas por ahí y yo voy por aquí… quiero decir, estaré justo detrás de ti, por supuesto, ¿por qué iba a abandonarte ahora? Incluso con esas cosas de camino… —Hizo una pausa, se tiró del pelo y después reanudó sus frenéticos movimientos—. Pero ¿por qué habría de preocuparme? ¿Acaso no he sido leal? ¿Eficaz? ¿Brillante como siempre? ¿Entonces por qué están aquí?
Mappo sacó una maza de su mochila.
—Yo no veo nada —dijo—, y lo único que oigo es a ti, sumo sacerdote. ¿Quién ha venido?
—¿Dije yo que viniera nadie?
—Sí, lo dijiste.
—¿Puedo evitarlo yo si has perdido la cabeza? Pero por qué, eso es lo que yo quiero saber, sí, ¿por qué? No es como si necesitáramos la compañía. Además, se diría que este es el último lugar en el que querrían estar, si lo que estoy oliendo es lo que estoy oliendo, y no estaría oliendo lo que estoy oliendo si no estuviera algo ahí que no oliera, ¿no? —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. ¿Qué es ese olor? Da igual, ¿dónde estaba? Sí, intentando concebir lo inconcebible, lo inconcebible siendo que Tronosombrío está en realidad bastante cuerdo. Ridículo, lo sé. En cualquier caso, si es eso, entonces esto, esto siendo que sabe lo que está haciendo. Tiene sus razones, razones reales.
—Iskaral Pust —dijo Mappo, y se levantó de donde había estado sentado cerca del fuego—. ¿Estamos en peligro?
—¿Ha visto el Embozado días mejores? Por supuesto que estamos en peligro, zoquete… Oh, debo guardarme ese tipo de opiniones para mí. ¿Qué te parece esto? ¿Peligro? Ja, ja, amigo mío, por supuesto que no. Ja, ja. Ja. Oh, aquí están…
Unas formas gigantescas surgieron de la oscuridad. Ojos como ascuas rojas en un lado, ojos de color verde refulgente en otro, y después otros pares, uno dorado, otro cobrizo. Silenciosos, pesados y letales.
Los mastines de Sombra.
En algún lugar, lejos, en el desierto, un lobo o un coyote aulló como si hubiera captado un olor del propio Abismo. En las inmediaciones, hasta los grillos se habían quedado callados.
Al trell se le puso el vello de la nuca de punta. Él también podía oler ya a las pavorosas bestias. Un olor picante, acre. Con ese hedor llegaron recuerdos dolorosos.
—¿Qué quieren de nosotros, sumo sacerdote?
—Silencio, necesito pensar.
—No hace falta que te esfuerces —dijo una nueva voz procedente de la oscuridad, y Mappo se volvió y vio a un hombre que entraba en el círculo de luz del fuego. Con un manto gris, bastante alto pero anodino—. Solo están… de paso.
La cara de Iskaral se iluminó con un falso placer al tiempo que se estremecía.
—Ah, Cotillion, ¿no lo ves acaso? He logrado todo lo que Tronosombrío me pidió…
—Con ese choque que tuviste con Dejim Nebrahl —dijo Cotillion—, de hecho, has excedido todas las expectativas; admito que no tenía ni idea de que poseyeras tal pericia, Iskaral Pust. Tronosombrío eligió bien a su mago.
—Sí, está lleno de sorpresas, ¿verdad? —El sumo sacerdote reptó como un cangrejo y fue a agacharse junto al fuego, después ladeó la cabeza y dijo—: Bueno, ¿qué quiere ahora? ¿Tranquilizarme? Jamás me tranquiliza. ¿Guiar a los mastines tras la pista de algún pobre necio? No por mucho tiempo, espero. Por el bien de ese pobre necio. No, nada de eso. Está aquí para confundirme, pero soy sumo sacerdote de Sombra, después de todo, y por tanto no se me puede confundir. ¿Por qué? Pues porque sirvo al dios más desconcertante de todos, por eso. Así pues, ¿he de preocuparme? Por supuesto, pero él nunca lo sabrá, ¿verdad? No, solo tengo que alzar la cabeza, sonreírle a este dios asesino y decir: «¿Te gustaría tomar un poco de té de cactus, Cotillion?».
—Gracias —respondió Cotillion—. Me gustaría.
Mappo dejó su maza y volvió a sentarse mientras Iskaral servía el té. El trell se debatía contra la desesperación que crecía en él. Al norte, por alguna parte, Icarium estaba sentado ante unas llamas que, con toda probabilidad, no diferían mucho de las que él tenía delante, obsesionado como siempre por lo que no podía recordar. Sin embargo, no estaba solo. No, otro ha ocupado mi lugar. Cosa que debería haber sido motivo de alivio, pero lo único que Mappo sentía era temor. No puedo confiar en los sin nombre, eso lo aprendí hace mucho tiempo. No, a Icarium lo estaba guiando en ese momento alguien a quien no le importaba nada el jhag…
—Me complace, Mappo Runt —dijo Cotillion—, que estés bien.
—Los mastines de Sombra una vez lucharon a nuestro lado —dijo Mappo—, en la senda de Manos.
Cotillion asintió y tomó un sorbo de té.
—Sí, tú e Icarium estuvisteis muy cerca, entonces.
—¿Cerca? ¿A qué te refieres?
El dios patrón de los Asesinos tardó mucho tiempo en contestar. A su alrededor, justo tras el límite del campamento, los enormes mastines parecían haberse acomodado para pasar la noche.
—Es menos una maldición —dijo al fin— que un… residuo. La muerte de una Casa de Azath libera todo tipo de fuerzas, energías, no solo las que pertenecen a los habitantes en sus tumbas terrenales. Hay, grabada a fuego en el alma de Icarium, una especie de infección, o, quizá, un parásito. Su naturaleza es el caos, y su efecto es el de discontinuidad. Desafía a la progresión, de pensamiento, de espíritu, de vida misma. Mappo, hay que erradicar esa infección si quieres salvar a Icarium.
El trell apenas podía respirar. En todos los siglos transcurridos junto al jhag, entre todas las palabras que le habían dado los sin nombre, eruditos y sabios de medio mundo, jamás había oído nada parecido.
—¿Estás… estás seguro?
Un lento asentimiento.
—Tanto como es posible. Tronosombrío y yo —levantó la cabeza y luego se encogió de hombros a medias—, nuestro camino a la ascendencia fue a través de las Casas de Azath. Hubo años, un buen número de ellos, en los que ni al hombre que en ese momento se conocía como emperador Kellanved ni a mí se nos podía encontrar en ningún lugar del Imperio de Malaz. Habíamos iniciado otra búsqueda, una jugada más arriesgada. —La luz del fuego resplandecía en sus ojos oscuros—. Partimos con la intención de trazar un mapa de los azath. Cada Casa, por el reino entero. Partimos con la intención de dominar su poder…
—Pero eso no es posible —dijo Mappo—. Fracasasteis, no pudisteis haber hecho otra cosa, de otro modo los dos seríais ahora mucho más que dioses…
—Muy cierto, hasta el momento. —Estudió el té de la taza de arcilla acurrucada en el cuenco de sus manos—. Caímos, sin embargo, en la cuenta de ciertas cosas que nos ganamos a base de duras experiencias y una diligencia un tanto despiadada. La primera fue la siguiente: nuestra búsqueda exigiría mucho más que una única vida mortal. Los otros hechos que intuimos, bueno, quizá será mejor que los deje para otra noche, otro momento. En cualquier caso, al comprender que una jugada así nos impondría exigencias que no podíamos soportar, es decir, no como emperador y maestro de asesinos, resultó necesario hacer uso de lo que habíamos aprendido hasta la fecha.
—Convertiros en dioses.
—Sí. Y al hacerlo, aprendimos que las Azath son mucho más que Casas creadas como prisiones para entidades de gran poder. Son también portales. Y una cosa más que es segura, son los depósitos de los elementales perdidos.
Mappo frunció el ceño.
—Jamás había oído esa expresión. ¿Elementales perdidos?
—Los estudiosos tienden a no reconocer más que cuatro, por lo general: agua, fuego, tierra y aire; pero existen otros. Y es de esos otros de donde procede el inmenso poder de las Casas de Azath. Mappo, uno está en desventaja inmediata a la hora de discernir un patrón cuando no se tienen más que cuatro puntos de referencia y existe un número desconocido que permanecen invisibles, que faltan en el esquema.
—Cotillion, esos elementales perdidos… ¿están relacionados quizá con las orientaciones de la hechicería? ¿Las sendas y la baraja de los Dragones? ¿O, lo que es más probable, con las antiguas Fortalezas?
—Vida, muerte, oscuridad, luz, sombra… es posible, pero incluso eso parece una selección truncada. ¿Qué hay, por ejemplo, del tiempo? ¿Pasado, presente, futuro? ¿Qué hay del deseo, y de la acción? ¿Del sonido y el silencio? ¿O es que estos dos últimos no son más que aspectos menores del aire? ¿El tiempo pertenece a la luz? ¿O no es más que un punto en algún lugar entre la luz y la oscuridad pero distinto de la sombra? ¿Qué hay de la fe y la negación? ¿Entiendes ahora, Mappo, la complejidad potencial de las relaciones?
—Suponiendo que existan siquiera, más allá de la noción de conceptos.
—Cierto. Pero quizá todo lo que se necesite sean los conceptos, si el propósito de los elementos es dar forma y significado a todo lo que nos rodea por fuera y a todo lo que nos guía desde dentro.
Mappo se echó hacia atrás.
—¿Y vosotros quisisteis dominar ese poder? —Se quedó mirando a Cotillion y se preguntó si siquiera un dios era capaz de semejante arrogancia, semejante ambición. Y comenzaron su búsqueda mucho antes de convertirse en dioses…—. Confieso que espero que Tronosombrío y tú fracaséis, porque lo que describes no debería caer en manos de nadie, ni de un dios ni de un mortal. No, dejádselo a los azath…
—Y eso habríamos hecho, si no hubiéramos entendido que el control de los azath estaba fallando. Sospecho que los sin nombre han comprendido lo mismo y eso los empuja a la desesperación. Por desgracia, creemos que su última decisión precipitará, si ello es posible, a los azath todavía más en el caos y la disolución. —Señaló a Iskaral Pust, que permanecía agachado no muy lejos, murmurando para sí—. De ahí nuestra decisión de… intervenir. Demasiado tarde, por desgracia, para evitar la liberación de Dejim Nebrahl y la emboscada en sí. Pero… estás vivo, trell.
Y así, Cotillion, al intentar dominar al Azath, te encuentras ahora sirviéndolo. El deseo contra la acción…
—Quitarle la maldición a Icarium. —Mappo negó con la cabeza—. Es un ofrecimiento extraordinario, Cotillion. Siento que me debato entre la duda y la esperanza. —Una sonrisa irónica—. Ah, empiezo a entenderlo, los simples conceptos bastan.
—Icarium se ha ganado el fin de su tormento —dijo el dios—, ¿no es cierto?
—¿Qué debo hacer?
—Por ahora, haz lo que estás haciendo, persigue a tu amigo. Continúa tras su rastro, Mappo. Se acerca una convergencia, de una magnitud tan inmensa que con toda probabilidad desafiará la comprensión. Los dioses no parecen ser conscientes del borde del abismo al que se acercan todos, y sí, de vez en cuando yo me incluyo entre ellos.
—No se puede decir que tú no seas consciente.
—Bueno, entonces quizá impotente es un término más preciso. En cualquier caso, tú y yo volveremos a hablar. Por ahora, no dudes que eres necesario. Te necesitamos nosotros, te necesitan todos los mortales y, sobre todo, te necesita Icarium. —Dejó la taza y se levantó.
El sonido leve de los mastines alzando sus cuartos traseros y preparándose llegó a oídos de Mappo.
—Sé que no hace falta que lo diga —dijo el dios—, pero lo haré de todos modos. No desesperes, Mappo. Para esto, la desesperación es tu mayor enemigo. Cuando llegue el momento de que te interpongas entre Icarium y todo lo que pretenden los sin nombre… bueno, creo que no fracasarás.
Mappo observó a Cotillion adentrarse en la oscuridad, los mastines se deslizaron tras el dios. Después de un rato, el trell miró a Iskaral Pust. Y se encontró con unos ojos penetrantes y resplandecientes clavados en él.
—Sumo sacerdote —preguntó Mappo—, ¿tienes intención de unirte a mí en mi viaje?
—Por desgracia, no puedo. —El dalhonesio apartó la mirada—. ¡El trell está loco! ¡Fracasará! ¡Por supuesto que fracasará! Ya se puede dar por muerto, ah, no soporto siquiera mirarlo. Toda la sanación de Mogora ¡para nada! ¡Un desperdicio! —Iskaral Pust se frotó la cara y después se levantó de un salto—. Demasiadas tareas igual de importantes me aguardan, Mappo Runt. No, tú y yo recorreremos caminos de momento divergentes, ¡pero uno al lado del otro hacia la gloria, no obstante! Como ha dicho Cotillion, no fracasarás. Ni yo tampoco. ¡La victoria será nuestra! —Levantó un puño huesudo y lo sacudió contra el cielo nocturno. Después se abrazó—. Dioses del inframundo, estamos condenados.
Una carcajada seca de Mogora, que había reaparecido, los brazos cargados con leña que, de la forma más inverosímil, parecía haberla cortado y partido un maestro leñador. La mujer la dejó junto al fuego.
—Revuelve esas brasas, querido y patético esposo mío.
—¡No puedes darme órdenes, arpía! ¡Revuélvelas tú! ¡Yo tengo tareas más vitales que hacer!
—¿Por ejemplo?
—Bueno, para empezar, tengo que mear.