Mi fe en los dioses es la siguiente: son indiferentes a mi sufrimiento.
—Tomlos, destriant de Fener
Circa 827 del Sueño de Ascua
Sus manos se introdujeron en otro mundo. Entraron y luego salieron, entraron y volvieron a salir. Daban, tomaban, Heboric no sabía qué, si es que hacían algo en realidad. Quizá lo mismo que una lengua hurgando en un diente roto, el sondeo incesante que desencadenaba punzadas que confirmaban que las cosas no estaban del todo bien. Metió las manos y tocó algo; el gesto impulsivo, amargo como una bendición, como si no pudiera evitar repetir, sin parar, el roce de un sanador burlón.
A las almas perdidas en los trozos destrozados de los gigantes de jade Heboric solo les ofrecía mentiras. Oh, su roce les hablaba de su presencia, su atención, y a su vez recordaban las vidas de verdad que una vez poseyeron, pero ¿qué clase de regalo podía proporcionar saber eso? No hacía ninguna promesa, pero ellos creían en él de todos modos y eso era peor que la tortura, tanto para él como para ellos.
Hacía ya dos días que habían dejado atrás la ciudad muerta, pero su ignorante complacencia seguía persiguiéndolo, los fantasmas y sus vidas absurdas, repetitivas, medidas zancada a zancada una y otra vez. En esos afanes se revelaban demasiadas verdades, y cuando se trataba de futilidad, Heboric no necesitaba ningún recordatorio.
Unas nubes impropias de la estación pintaban de plata el cielo, tras ellas el sol se deslizaba por su surco casi sin que lo vieran. Los insectos picaban en un enjambre reunido en el aire fresco, bailaban en la luz amortiguada del viejo camino de mercaderes por el que viajaban Heboric y sus camaradas, y se alzaban en nubes ante ellos.
Los caballos bufaban para despejarse los ollares, ondulaban la piel de los cuellos y los flancos. Scillara iba mascullando su impresionante lista de maldiciones, intentando espantar a los insectos con nubes de humo de roya que giraba alrededor de su cabeza. Felisin la Menor hacía algo muy parecido, pero sin la diatriba obscena. Navaja cabalgaba por delante y así, comprendió Heboric, era el responsable de agitar a las hordas y a la vez el que disfrutaba de un rápido paso entre ellas.
Parecía que Scillara también había notado lo mismo.
—¿Por qué no está él aquí atrás? Así, las moscas de sangre y las garrapatas nos estarían persiguiendo a todos en lugar de esto… ¡esta pesadilla!
Heboric no dijo nada. Ranagrís iba saltando por el lado sur del camino sin quedarse atrás. Matorrales ininterrumpidos se extendían más allá del demonio, mientras que al norte se veía un cerro de colinas, el extremo de la antigua cordillera de montañas que albergaba la ciudad muerta tanto tiempo atrás.
El legado de Icarium. Como un dios al que hubieran dejado suelto y recorriera la tierra, Icarium dejaba huellas ensangrentadas. A tales criaturas habría que matarlas. Tales criaturas son una abominación. Mientras que Fener… Fener se había limitado a desaparecer. Arrastrado cuando el dios Jabalí había estado en ese reino, lo habían despojado de la mayor parte de su poder. Revelarse sería como solicitar la aniquilación. Había cazadores allí fuera. Necesito encontrar un modo, un modo de hacer regresar a Fener. Y si a Treach no le gustaba, peor para él. El Jabalí y el Lobo podían compartir el trono de la Guerra. De hecho, tenía sentido. Siempre había dos bandos en una guerra. Nosotros y ellos, y, en realidad, a ninguno se le puede negar su fe. Sí, había cierta simetría en esa idea.
—Es cierto —dijo—, yo nunca he creído en respuestas únicas, nunca he creído en este… este choque divisivo de singularidad. El poder puede que tenga mil caras, pero la expresión en los ojos de cada una es la misma. —Miró a Scillara y Felisin, que se lo habían quedado mirando—. No hay diferencia —dijo— entre hablar en voz alta y en tu propia cabeza, en cualquier caso, nadie escucha.
—Cuesta escuchar —dijo Scillara— cuando lo que dices no tiene sentido.
—Para encontrarle sentido hay que hacer un esfuerzo.
—Oh, yo te diré lo que tiene sentido, viejo. Los niños son la maldición de la mujer. Empiezan agobiándote con su peso dentro, después te agobian con su peso fuera. ¿Durante cuánto tiempo? No, días no, ni meses, ni siquiera años. Décadas. Bebés, mejor si nacieran con rabo y cuatro patas e impacientes por huir y meterse en un agujero en el suelo. Mejor si pudieran defenderse solos en cuanto se escabullen y son libres al fin. Eso sí que tendría sentido.
—Si fuera así —dijo Felisin—, entonces no habría necesidad de familias, aldeas, pueblos y ciudades. Estaríamos viviendo todos en la naturaleza.
—Y en su lugar —contestó Scillara—, vivimos en una prisión. Por lo menos las mujeres.
—No puede ser tan malo —insistió Felisin.
—No se puede hacer nada —dijo Heboric—. Cada uno llevamos nuestra vida y no hay más. Algunas decisiones las tomamos, pero la mayor parte las toman por nosotros.
—Bueno —replicó Scillara—, es lógico que pienses eso, ¿no? Pero mira este estúpido viaje, Heboric. Cierto, al principio solo huíamos de Raraku, ese maldito mar que surgía de las arenas. Luego fue ese sacerdote idiota de Sombra y ahí Navaja, y de repente te estábamos siguiendo a ti, ¿adónde? La isla Otataral. ¿Por qué? Quién sabe, pero tiene algo que ver con esas manos fantasmales tuyas, algo que ver con que tengas que enderezar un entuerto. Y ahora estoy embarazada.
—¿Y cómo encaja ese último detalle? —preguntó Felisin, que era obvio que estaba exasperada.
—Encaja sin más, y no, no me interesa explicarlo. ¡Dioses del inframundo, me estoy asfixiando con estos malditos bichos! ¡Navaja! ¡Vuelve aquí, zoquete descerebrado!
A Heboric le hizo gracia la sorpresa aturdida del rostro del joven cuando se volvió al oír el grito.
El daru frenó su montura y esperó.
Para cuando llegaron los otros, estaba maldiciendo y dando palmetazos a los insectos.
—Ahora ya sabes cómo nos sentimos —soltó de repente Scillara.
—Entonces deberíamos acelerar el paso —dijo Navaja—. ¿Le parece bien a todo el mundo? Además, sería bueno para los caballos. Necesitan un poco de ejercicio.
Creo que eso nos hace falta a todos.
—Impón tú el ritmo, Navaja. Estoy seguro de que Ranagrís no se retrasará.
—Salta con la boca abierta —dijo Scillara.
—Quizá deberíamos probarlo todos —sugirió Felisin.
—¡Ja! ¡Yo ya estoy bastante llena!
Ningún dios merecía de verdad a sus acólitos. Era una relación desigual en todos los sentidos, se dijo Heboric. Los mortales podían sacrificar toda su vida adulta en la persecución de la comunión con el dios que habían elegido, y ¿qué conseguían a cambio de tanta devoción? No mucho, en el mejor de los casos; con frecuencia, nada en absoluto. ¿Era el leve roce de algo, alguien, con mucho más poder, era eso suficiente?
Cuando yo toqué a Fener…
Comprendió que el dios Jabalí hubiera ido mejor servido con la indiferencia de Heboric. La idea lo atravesó como un cuchillo romo de hoja de sierra, nada suave, nada preciso, y cuando Navaja los llevó camino abajo a medio galope, Heboric solo pudo hacer una mueca dura y enseñar los dientes contra el dolor espiritual.
Del que surgió un susurro de voces, todas rogándole, suplicándole. Lo que él no podía dar. ¿Era así como se sentían los dioses? Inundados por un número incontable de plegarias, la búsqueda de bendiciones, el don de la redención anhelado por una miríada de almas perdidas. Tantas que el dios solo podía echarse hacia atrás, apaleado y aturdido, y responder a cada voz que le imploraba solo con silencio.
Pero la redención no era un don. La redención había que ganársela.
Y así continuamos nuestro camino…
Scillara se puso al lado de Navaja. Lo estudió hasta que el joven fue consciente de su atención y giró la cabeza.
—¿Qué ocurre? ¿Qué problema hay?
—¿Quién dijo que hubiera algún problema?
—Bueno, ha sido una lista bastante larga de quejas la que has presentado en los últimos tiempos, Scillara.
—No, ha sido una lista corta. Es que me gusta repetirme.
La mujer lo observó suspirar; después, Navaja se encogió de hombros antes de contestar.
—Estamos quizá a una semana de la costa. Estoy empezando a preguntarme si hicimos bien en tomar esta ruta por tierra… por zonas deshabitadas por completo. Siempre estamos racionando la comida y todos sufrimos por ello, salvo quizá tú y Ranagrís. Y cada vez estamos más paranoicos, huimos de cada estela de polvo y de cada posada en el camino. —Sacudió la cabeza—. No viene nada tras nosotros. No nos están dando caza. A nadie le importa un ardite qué tramamos o adónde vamos.
—¿Y si te equivocas? —preguntó Scillara. Enroscó las riendas en el pomo de la silla y empezó a cargar otra vez su pipa. Su caballo dio un mal paso y Scillara sufrió una sacudida momentánea que le provocó una mueca de dolor—. Un consejo, Navaja. Si alguna vez te quedas embarazado, no montes a caballo.
—Intentaré recordarlo —dijo—. En cualquier caso, tienes razón. Puede que me equivoque. Pero no creo. No es como si hubiéramos impuesto un ritmo endiablado, así que, si nos estuvieran dando caza, ya nos habrían alcanzado hace mucho tiempo.
La mujer tenía una respuesta obvia a eso, pero la dejó pasar.
—¿Has echado un vistazo a tu alrededor, Navaja? ¿Durante este viaje? ¿Todas estas semanas en este aparente yermo?
—Solo lo imprescindible, ¿por qué?
—Heboric ha elegido este camino, pero no por casualidad. Sí, es cierto, ahora es un yermo, pero no siempre lo fue. He empezado a notar cosas, y no solo las más evidentes como la ciudad en ruinas que acabamos de pasar. Hemos tomado caminos antiguos, caminos que en otro tiempo fueron más grandes, llanos, con frecuencia elevados. Caminos de una civilización que ha desaparecido por completo. Y mira ese tramo de terreno de ahí. —La mujer señaló al sur—. ¿Ves las ondas? Esos son surcos, antiguos, casi erosionados por completo, pero cuando la luz se alarga empiezas a distinguirlos. Antaño estaba todo arado. Era fértil. Hace semanas que lo veo, Navaja. El sendero que sigue Heboric nos lleva por los huesos de una era muerta. ¿Por qué?
—¿Por qué no se lo preguntas a él?
—No quiero.
—Bueno, puesto que está justo detrás de nosotros, es probable que esté escuchando ahora mismo, Scillara.
—Me da igual. Te preguntaba a ti.
—Bueno, pues yo no sé por qué.
—Yo sí —dijo ella.
—Oh. De acuerdo, entonces, ¿por qué?
—A Heboric le gustan sus pesadillas. Por eso.
Navaja la miró a los ojos y después el daru se giró en la silla y miró a Heboric.
Que no dijo nada.
—Muerte y morir —continuó Scillara—. El modo en que exprimimos la tierra. El modo en que estrujamos todo color de cada escena, incluso cuando esa escena nos muestra el paraíso. Y lo que le hacemos a la tierra también nos lo hacemos unos a otros. Nos derribamos. Hasta el campamento de Sha’ik tenía sus niveles, su jerarquía, lo que mantenía a cada uno en su sitio.
—A mí no tienes que explicármelo —dijo Navaja—. Yo viví bajo algo parecido en Darujhistan.
—No había terminado. Por eso Bidithal encontró seguidores para su culto. Lo que le daba fuerza era la injusticia, la falta de igualdad, y el modo en el que los cabrones siempre parecían ganar. Verás, Bidithal había sido uno de esos cabrones en otro tiempo. Se había deleitado en su poder, y entonces llegaron los malazanos y lo destrozaron todo, y Bidithal se encontró teniendo que huir, una liebre más escapando de los lobos. Pero él, bueno, quería recuperarlo, todo ese poder, y ese nuevo culto que creó tenía ese propósito. El problema fue que o bien tuvo suerte o era un genio porque la idea tras el culto, no los crueles rituales que impuso, sino la idea en sí, dio justo en el clavo. Llegó a los desposeídos y esa fue su genialidad…
—No fue idea suya —dijo Heboric detrás de ellos.
—¿Entonces de quién fue? —preguntó Navaja.
—Pertenece al dios Tullido. El Encadenado. Una criatura rota, traicionada, herida, imperfecta al modo de los mendigos callejeros, los huérfanos abandonados, los dañados física y moralmente. Y la promesa de algo mejor, más allá de la muerte en sí, ese paraíso del que hablaba Scillara, pero un paraíso que no podríamos menoscabar. En otras palabras, el sueño de un lugar inmune a nuestros excesos naturales, a nuestra depravación, y, por tanto, existir en él es despojarse de todos esos excesos, todas esas depravaciones. Solo hay que morir primero.
—¿Sientes miedo, Heboric? —preguntó Scillara—. Describes una fe muy seductora.
—Sí, a las dos cosas. Sin embargo, si su corazón es, de hecho, una mentira, entonces debemos hacer de la verdad un arma, un arma que, al final, debe alcanzar al propio dios Tullido. Rehuir ese último acto sería dejar incontestada la mayor injusticia de todas, la desigualdad más profunda y la traición más insondable que se pueda imaginar.
—Si es mentira —dijo Scillara—. ¿Y lo es? ¿Cómo lo sabes?
—Mujer, si la absolución es gratis, entonces todo lo que hacemos aquí y ahora carece de sentido.
—Bueno, quizá carezca.
—Entonces ni siquiera sería cuestión de justificar nada, la justificación en sí sería irrelevante. Estás pidiendo la anarquía, estás pidiendo el caos en sí.
Scillara negó con la cabeza.
—No, porque hay una fuerza más poderosa que todo eso.
—¿Sí? —preguntó Navaja—. ¿Cuál?
Scillara se rió.
—De lo que estaba hablando antes. —Señaló con un gesto los antiguos signos de labranza—. Mira a tu alrededor, Navaja, mira a tu alrededor.
Iskaral Pust pellizcó las gruesas hebras de telaraña que cubrían el inmenso pecho de Mappo Runt.
—¡Deshazte de esto! Antes de que despierte, maldita bruja. Tú y tu puñetera luna… mira, va a llover. Esto es un desierto, ¿qué hace aquí la lluvia? Es todo culpa tuya. —Levantó la cabeza y esbozó una sonrisa maliciosa—. No sospecha nada, la miserable foca. Oh, estoy deseando verlo. —Se irguió y se escabulló hasta el largo palo de bambú que había encontrado, bambú, por el amor de los dioses, y volvió a taladrar los diminutos agujeros fijadores de la base.
Ojales de alambre retorcido, atados a intervalos regulares con tripa húmeda justo hasta el extremo bien ahusado. Un carrete de madera tallada y pulida y media legua del pelo de Mogora, hilado y recubierto de fieltro o algo parecido, lo bastante fuerte como para tirar de lo que fuera, incluyendo una foca miserable que se resistiera en los bajíos. Cierto, tendría que esperar un año o dos, hasta que los pequeñuelos que se revolvían en el agua crecieran hasta alcanzar un tamaño decente. Quizá añadiría unos cuantos de los más grandes, había esos bagres gigantes que había visto en ese reino inundado, el que tenía todos esos monstruos vadeando las costas. Iskaral Pust se estremeció al recordarlo, pero un auténtico amante de la pesca comprendería las molestias que se tomaría un aficionado en su búsqueda de crías dignas. Incluso la necesidad extrema de matar demonios y cosas parecidas. Cierto, esa excursión concreta había sido un poquito peliaguda. Pero había vuelto con una retahíla de bellezas.
De niño siempre había querido aprender el arte de la pesca con caña, pero a las mujeres y los ancianos de la tribu no les interesaba eso, no, solo encañizadas y estanques y redes de recogida. Eso era cosechar, no pescar, pero el pequeño Iskaral Pust, que una vez se había escapado con una caravana y había visto los monumentos de Li Heng (durante día y medio, hasta que su bisabuela había llegado a recuperarlo y lo había arrastrado, chillando como un lechón abierto en canal, de regreso a la tribu), bueno, Iskaral Pust había descubierto la expresión perfecta de la depredación creativa, una expresión que era (como sabía todo el mundo) el esfuerzo ideal para el varón.
Pronto, muy pronto, y entonces su mula y él tendrían la excusa definitiva para abandonar el manido templo del hogar. Me voy de pesca, querida. Ah, cómo ansiaba decir esas palabras.
—Eres idiota —dijo Mogora.
—Un idiota listo, mujer, y eso es ser muchísimo más listo que tú. —Hizo una pausa, la miró y después dijo—: Bueno, todo lo que tengo que hacer es esperar hasta que esté dormida para poder cortarle todo el pelo; no se enterará, no es como si tuviéramos espejos de plata colgando por todas partes, ¿no? Lo mezclaré todo, el pelo de la cabeza, de las orejas, de debajo de los brazos, de…
—¿Te crees que no sé lo que estás tramando? —preguntó Mogora, y después lanzó una risa aguda como solo podía hacer una vieja engendrada por hienas—. No solo eres idiota. También eres un necio. E iluso, inmaduro, obsesivo, mezquino, malicioso, condescendiente, blando, defensivo, agresivo, ignorante, testarudo, inconsistente, contradictorio, y encima feo.
—Bueno, ¿y qué?
La mujer se lo quedó mirando con la boca abierta, como una araña desdentada.
—Tienes un cerebro como una piedra pómez, ¡le tiras cosas y se hunden! Desaparecen. Se desvanecen. Incluso cuando me meo en él, ¡el pis hace puf! ¡Se va! Oh, cómo te odio, marido. Con todos esos repugnantes y malolientes hábitos, dioses, hurgarte en la nariz para desayunar, me pongo mala con solo pensarlo, una visión que sufro la maldición de no poder olvidar…
—Oh, calla ya. Hay polen nutritivo sepultado en el moco, como todo el mundo sabe…
Un suspiro pesado lo interrumpió y los dos dalhonesios bajaron la cabeza y miraron a Mappo. Mogora se acercó a toda prisa y empezó a quitar las telarañas de la cara cosida del trell.
Iskaral Pust se inclinó hacia él.
—¿Qué le ha pasado a su piel? Está toda llena de arrugas y pliegues… ¿qué le has hecho, mujer?
—La marca de las arañas, brujo —respondió ella—. El precio de sanar.
—¡Cada hebra ha dejado una línea!
—Bueno, ya no era ninguna belleza antes.
Un gemido y después Mappo levantó a medias una mano. Que volvió a caer, y el trell gimió otra vez.
—Y ahora también tiene cerebro de araña —predijo Iskaral—. Empezará a escupir en la comida, como haces tú, y te atreves a tildar de asqueroso el que yo me hurgue en la nariz.
—Ninguna criatura que se precie hace lo que hiciste tú esta mañana, Iskaral Pust. No ves arañas que se hurguen en la nariz, ¿verdad? Ja, sabes que tengo razón.
—No, no lo sé. Yo solo me estaba imaginando una araña con ocho patas metidas en la nariz y me recordó a ti. Necesitas un corte de pelo, Mogora, y yo soy el hombre indicado para eso.
—Acércate con intenciones distintas a las amorosas y te arreo.
—Amorosas. Qué idea tan horrible…
—¿Y si te dijera que estaba embarazada?
—Mataría a la mula.
Mogora saltó sobre él.
Entre chillidos, y después escupitajos y arañazos, los dos empezaron a rodar por el polvo.
La mula los observó con ojos plácidos.
Aplastadas y esparcidas, las losas que en otro tiempo habían compuesto el mosaico de la vida de Mappo Runt eran poco más que espejeos desvaídos, como si se hubieran dispersado por el fondo de un pozo profundo. Fragmentos dispares que solo podía observar, su conciencia de lo que significaban remota, y durante lo que pareció mucho tiempo habían estado alejándose de él, como si él estuviera, de una forma lenta e inexorable, flotando hacia una superficie desconocida.
Hasta que llegaron las hebras de plata y descendieron como lluvia, un granizo que atravesó la sustancia densa, turbia, que lo rodeaba. Y sintió su roce y después su peso, que detuvo su pausado ascenso y, tras un tiempo de inmovilidad, Mappo empezó a hundirse otra vez. Hacia esos pedazos rotos del fondo lejano.
Donde lo aguardaba el dolor. No de la carne, no había carne, todavía no, era una cauterización del alma, las múltiples heridas de la traición, del fracaso, de recriminarse a sí mismo, los mismos puños que habían hecho pedazos todo lo que había sido… antes de la caída.
Pero, con todo, las hebras iban reuniendo las piezas sin hacer caso de la agonía, sin prestar atención a todos sus gritos de protesta.
Se encontró de pie entre altos pilares de piedra que habían sido tallados con cuernas hasta convertirlos en columnas ahusadas. Pesadas nubes de hierro forjado recorrían una mitad del cielo, un viento fuerte hacía girar hebras por la otra mitad y llenaba un vacío, como si algo hubiera atravesado los cielos y el agujero tardara en curarse. Mappo vio que los pilares se alzaban por todos lados, decenas de ellos, que formaban un patrón indefinible desde donde se encontraba él entre ellos. Arrojaban sombras leves por el suelo maltratado y su mirada se vio atraída por esas sombras, al principio sin ver nada, después cayendo en la cuenta. Sombras arrojadas en direcciones imposibles que formaban una leve disposición, una telaraña, que se extendía por todas direcciones.
Y Mappo comenzó a comprender que él se encontraba en su mismo centro.
Apareció una mujer joven que salió de detrás de uno de los pilares. Cabello largo de los colores de las llamas al morir, ojos del tono del oro batido, vestida con sedas negras sueltas.
—Esto —dijo en el idioma de los trell— es hace mucho tiempo. Algunos recuerdos es mejor dejarlos en paz.
—No lo he elegido yo —dijo Mappo—. No conozco este lugar.
—Jacuruku, Mappo Runt. Cuatro o cinco años después de la caída. Una lección abyecta más sobre los peligros que se derivan del orgullo. —Levantó los brazos y observó las sedas que se deslizaban sin cortapisas y revelaban una piel sin tacha, unas manos suaves—. Ah, mírame. Soy joven otra vez. Extraordinario, que una vez pensara que estaba gorda. ¿Nos aflige a todos, me pregunto, el modo en el que el sentido que tiene uno de sí mismo va cambiando con el tiempo? ¿O acaso la mayor parte de las personas sostiene, a propósito o de otro modo, una persistencia inmutable en sus sobrias vidas? Cuando has vivido tanto como yo, por supuesto, esas ilusiones no sobreviven. —Alzó la cabeza y se encontró con los ojos del Mappo—. Pero tú eso ya lo sabes, trell, ¿no es cierto? El don de los sin nombre te recubre, la longevidad embruja tus ojos como gemas arañadas, gastadas más allá de la belleza, mucho más allá incluso del brillo trémulo de la arrogancia.
—¿Quién eres? —preguntó Mappo.
—Una reina a la que están a punto de expulsar de su trono, de desterrar de su imperio. Mi vanidad está a punto de sufrir una derrota ignominiosa.
—¿Eres una diosa ancestral? Creo que te conozco… —Mappo hizo un gesto—. Esta inmensa telaraña, el patrón invisible entre un caos aparente. ¿Digo tu nombre?
—Mejor no. He aprendido desde entonces el arte de ocultarme. Y tampoco me siento inclinada a otorgar favores. Mogora, esa vieja bruja, se arrepentirá de este día. Claro que, quizá no sea suya la culpa. Hay un susurro en las sombras sobre ti, Mappo. Dime, ¿qué posible interés podría tener Tronosombrío en ti? ¿O en Icarium, si a eso vamos?
Mappo se sobresaltó. Icarium. Le fallé… por el Abismo del inframundo, ¿qué ha pasado?
—¿Vive todavía?
—Vive, y los sin nombre le han concedido un nuevo compañero. —Esbozó una media sonrisa—. Has sido… desechado. ¿Por qué, me pregunto? Quizá algún fallo de propósito, una vacilación… has perdido la pureza de tu voto, ¿verdad?
Mappo apartó la mirada.
—¿Por qué no lo han matado, entonces?
La diosa se encogió de hombros.
—Es de suponer que prevén un uso para sus talentos. Ah, la idea te aterroriza, ¿verdad? ¿Será verdad que, hasta este momento, has conservado tu fe en los sin nombre?
—No. Me angustia la idea de lo que van a liberar. Icarium no es un arma…
—Oh, necio, por supuesto que lo es. Lo hicieron ellos y ahora lo utilizarán… Ah, ya entiendo a Tronosombrío. Qué malnacido tan listo. Por supuesto, me ofende que dé por supuesta mi lealtad con tanta alegría. E incluso me ofende más darme cuenta de que, en este asunto, está en lo cierto. —Hizo una pausa y después suspiró—. Es hora de hacerte regresar.
—Espera, has dicho algo, los sin nombre, que ellos hicieron a Icarium. Pensé…
—Forjado con sus propias manos, y después, a través de la sucesión de guardianes como tú, Mappo, afilado una y otra vez. ¿Era tan letal cuando salió arrastrándose de la ruina en que habían convertido su joven vida? ¿Tan mortífero como lo es ahora? Yo diría que no. —La diosa lo estudió—. Mis palabras te hieren. ¿Sabes?, cada vez me desagrada más Tronosombrío, puesto que cada uno de mis actos y mis palabras aquí cumplen sus nefarias expectativas. Te hiero y entonces comprendo que él te necesita herido. ¿Cómo es que nos conoce tan bien?
—Envíame de regreso.
—La pista de Icarium se enfría.
—Ahora.
—Oh, Mappo, me incitas a sollozar. Lo hice, en ocasiones, cuando era joven. Aunque, cierto, la mayor parte de mis lágrimas las inspiraba la autocompasión. Y así nos transformamos. Vete ahora, Mappo Runt. Haz lo que debas.
Se encontró echado en el suelo, el sol brillante sobre su cabeza. Había dos bestias luchando cerca, no, vio cuando giró la cabeza que eran dos personas. Bañados en saliva polvorienta, vetas oscuras de sudor arenoso, tirándose de mechones de cabello, dando patadas y arañando.
—Dioses del inframundo —dijo Mappo sin aliento—. Dalhonesios.
Cesaron de reñir y lo miraron.
—No nos hagas caso —dijo Iskaral Pust con una sonrisa ensangrentada—. Estamos casados.
No había forma de dejarlo atrás. Con escamas y aspecto de oso, la bestia era tan grande como el carruaje de Trygalle y sus largas zancadas cubrían en su carrera más terreno de lo que podían conseguir ganar los aterrados caballos, agotados como estaban. Las escamas superpuestas, rojas y negras, que cubrían al animal eran cada una del tamaño de hebillas y casi inmunes a los proyectiles, como había demostrado el sinfín de cuadrillos que le habían resbalado por la piel cuando se había acercado. Poseía un solo ojo de gran tamaño, con facetas, como el de un insecto, y estaba rodeado por un risco de hueso protector que sobresalía. Las inmensas mandíbulas sostenían filas dobles de dientes como sables, cada uno tan largo como el antebrazo de un hombre. Antiguas cicatrices de batalla habían estropeado la simetría de la cabeza ancha y plana de la bestia.
La distancia entre el perseguidor y los perseguidos había disminuido a menos de doscientos pasos. Paran dejó de estudiar a la bestia por encima del hombro y azuzó a su caballo. Machacaban el suelo junto a una costa rocosa. Dos veces habían cabalgado con estrépito sobre los huesos de alguna enorme criatura, una especie de ballena, aunque muchos de los huesos estaban partidos y aplastados. Más adelante, y ligeramente hacia el interior, la tierra se alzaba en algo similar a una colina, lo más parecido que se podía encontrar en ese reino. Paran la señaló con un gesto.
—¡Por ahí! —le gritó al cochero.
—¿Qué? —chilló el hombre—. ¿Está loco?
—¡Un último empujón! ¡Después deténgase y déjeme el resto a mí!
El hombre sacudió la cabeza, pero viró los caballos ladera arriba y después los espoleó todo lo que pudo; los cascos revolvían el barro y se esforzaban por tirar del enorme carruaje cuesta arriba.
Paran frenó su caballo una vez más y vislumbró a los accionistas reunidos alrededor de la parte posterior del carruaje. Todos clavaron los ojos en él cuando frenó justo en el camino de la bestia.
Cien pasos.
Paran luchó por controlar a su aterrado caballo y sacó una carta de madera de la alforja. En ella marcó media docena de líneas con el pulgar. Un momento para alzar la vista, cincuenta pasos, cabeza bajada, mandíbulas abiertas de par en par. Oh, un poco más cerca…
Dos marcas más profundas en la madera y después lanzó la carta en el camino de la criatura que cargaba contra ellos.
Cuatro palabras por lo bajo…
La carta no cayó, sino que quedó suspendida, inmóvil.
El oso recubierto de escamas la alcanzó, bramó un rugido… y se desvaneció.
El caballo de Paran se encabritó y lo arrojó hacia atrás, las botas abandonaron los estribos, se deslizó por la grupa y después aterrizó con fuerza antes de resbalar por el barro. Se levantó frotándose el trasero.
Los accionistas corrieron a rodearlo.
—¿Cómo ha hecho eso?
—¿Adónde se fue?
—¡Eh!, si podía haberlo hecho en cualquier momento, ¿pa qué corríamos?
Paran se encogió de hombros.
—Adónde… ¿quién sabe? En cuanto al «cómo», bueno, soy el Señor de la Baraja de los Dragones. Pensé que por lo menos podía otorgarle algún sentido a tan rimbombante título.
Unas manos enguantadas le dieron unas palmadas en el hombro más fuertes de lo necesario, pero notó sus expresiones aliviadas, el terror que se les escapaba por los ojos.
Llegó Seto.
—Eso estuvo bien, capitán. Pensé que no iba a salir ninguno de esta. Por lo que vi, sin embargo, dejó las cosas casi para demasiado tarde… por los pelos. Lo vi mover la boca, ¿una especie de conjuro o algo? No sabía que era mago…
—No lo soy. Estaba diciendo: «Espero que esto funcione».
Una vez más, todo el mundo se lo quedó mirando.
Paran se acercó a su caballo.
—En fin —dijo Seto entonces—, desde la cima de esa colina se puede ver nuestro destino. El mago supremo pensó que debería saberlo.
Desde la cima de la colina eran visibles cinco enormes estatuas negras a lo lejos, el terreno intermedio interrumpido por pequeños lagos y pantanos. Paran estudió los altos edificios durante un rato. Mastines bestiales, sentados sobre las ancas, representados a la perfección, pero a una escala enorme, tallados por completo en piedra negra.
—¿Más o menos lo que esperaba? —preguntó Seto mientras volvía a trepar al carruaje.
—No estaba seguro —replicó Paran—. Cinco… o siete. Bueno, ahora lo sé. Los dos mastines de sombra de Dragnipur encontraron a sus… congéneres y se reunieron. Entonces, al parecer, alguien los liberó.
—Algo nos hizo una visita —dijo Seto— la noche que los fantasmas aniquilamos a los Mataperros. En el campamento de Sha’ik.
Paran se volvió para mirar al fantasma.
—Eso no lo habías mencionado, zapador.
—Bueno, es que tampoco duraron mucho.
—¿A qué te refieres, por el Embozado, con eso de que no duraron mucho?
—Quiero decir que alguien los mató.
—¿Los mató? ¿Quién? ¿Visitó un dios esa noche el campamento? ¿Uno de los héroes primeros? ¿O algún otro ascendiente?
Seto había fruncido el ceño.
—Todo esto es de oídas, que lo sepa, pero por lo que entendí, fue el toblakai. Uno de los guardaespaldas de Sha’ik, un amigo de Leoman. Me temo que no sé mucho sobre él, solo el nombre o, más bien, supongo que el título, dado que no es un nombre de verdad…
—¿Un guardaespaldas llamado «toblakai» mató a dos mastines deragoth?
El fantasma se encogió de hombros y después asintió.
—Sí, más o menos eso, capitán.
Paran se quitó el yelmo y se pasó una mano por el pelo. Dioses del inframundo, necesito un baño ya, después volvió a mirar a las lejanas estatuas y las tierras bajas que había entremedias.
—Esos lagos no parecen muy profundos, no deberíamos tener problemas para llegar allí.
Se abrió la puerta del carruaje y salió la hechicera jaghut, Ganath. Miró los monumentos de piedra negra.
—Dessimbelackis. Un alma convertida en siete, creía que eso lo haría inmortal. Un ascendiente impaciente por convertirse en dios…
—Los deragoth son mucho más antiguos que Dessimbelackis —dijo Paran.
—Recipientes de conveniencia —respondió la jaghut—. Su especie estaba casi extinta. Encontró a los últimos supervivientes y los utilizó.
Paran lanzó un gruñido.
—Craso error —dijo después—. Los deragoth tenían su propia historia, su propio relato, y no se contaba de forma aislada.
—Sí —asintió Ganath—, los eres’al, a los que domesticaron los mastines que los adoptaron. Los eres’al, que un día darían lugar a los imass, que un día darían lugar a los humanos.
—¿Tan sencillo como eso? —preguntó Seto.
—No, mucho más complicado —respondió la jaghut—, pero para nuestros propósitos, bastará.
Paran regresó a su caballo.
—Ya casi estamos, no quiero ninguna interrupción más, así que vamos a ponernos en marcha, ¿de acuerdo?
El agua que cruzaron hedía a podredumbre, el fondo del lago estaba enfangado de barro negro y, según resultó, sanguijuelas con forma de estrella de mar. El tiro de caballos tuvo que esforzarse para arrastrar el carruaje por el cieno, aunque era obvio para Paran que Karpolan Demesand estaba utilizando hechicería para aligerar el vehículo de algún modo. Los bajíos de lodo que rodeaban como una cinta el lago permitían algún respiro momentáneo, aunque también albergaban hordas de insectos que picaban y que acudían en un enjambre hambriento cuando los accionistas bajaban del carruaje para arrancar las sanguijuelas de las patas de los caballos. Uno de esos bancos de lodo los acercó a la orilla contraria, separada solo por un estrecho canal de agua perezosa que cruzaron sin dificultad.
Ante ellos había una ladera larga y suave de gravilla veteada de barro. Al llegar a la cima, un poco por delante del carruaje, Paran se detuvo.
Muy cerca de él, dos enormes pedestales rodeados de escombros marcaban dónde se habían levantado las estatuas en su momento. En el barro siempre húmedo de alrededor había rastros, huellas, señales de algún tipo de refriega. Justo detrás se alzaba el primero de los monumentos intactos; la piedra de color negro apagado parecía espantosamente viva en su representación de la piel y los músculos. En su base se alzaba una estructura de algún tipo.
Llegó el carruaje y Paran oyó que se abría la puerta lateral. Los accionistas estaban saltando al suelo para establecer un perímetro defensivo.
Paran desmontó y se acercó a la estructura, Seto fue junto a él.
—Alguien construyó una maldita casa —dijo el zapador.
—No parece que vivan en ella.
—Ahora no, no lo parece.
Construido por completo con madera de desecho, el edificio era más o menos rectangular, los lados más largos paralelos al pedestal de la estatua. No había ventanas visibles, ni, en ese lado, ninguna entrada. Paran estudió la estructura durante un rato y después se dirigió a un extremo.
—No creo que su función sea la de vivienda —dijo—. Más bien la de templo.
—Quizá tenga razón, la madera de desecho no hace junturas y no hay astillas que llenen los resquicios. Un constructor lo vería y diría que era para uso ocasional, lo que hace que parezca más un templo o un corral…
Llegaron a un extremo y vieron una entrada con forma de media luna. Delante habían colocado ramas en filas en el suelo margoso para crear una especie de pasarela. Pies embarrados la habían pisoteado entera, un sinfín de pares, pero ninguno muy reciente.
—Llevaban mocasines de cuero —comentó Seto, y se agachó para estudiar las huellas más cercanas—. Las costuras iban por arriba, salvo en la parte posterior del talón, donde hay un dibujo de punto de cruz. Si esto fuera Genabackis, yo diría rhivi, salvo por una cosa.
—¿Cuál? —preguntó Paran.
—Bueno, estos tipos tienen los pies anchos. Muy anchos.
La cabeza del fantasma se volvió poco a poco hacia la entrada del edificio.
—Capitán, alguien murió ahí dentro.
Paran asintió.
—Ya lo huelo.
Miraron cuando se acercaron Ganath y Karpolan Demesand (este último flanqueado por las dos accionistas pardu). El mercader mago de Trygalle hizo una mueca cuando lo alcanzó el hedor pestilente a carne podrida. Frunció el ceño y miró la puerta abierta.
—El derramamiento espiritual de sangre —dijo, y después, cosa poco propia de él, escupió—. Estos deragoth han encontrado devotos. Señor de la Baraja, ¿resultará ser este detalle problemático?
—Solo si aparecen —dijo Paran—. Después de eso, bueno, quizá terminen teniendo que replantearse su fe. Esto podría resultar trágico para ellos…
—¿Se lo está pensando mejor? —preguntó Karpolan.
—Ojalá pudiera permitirme ese lujo. Ganath, ¿quieres unirte a mí en la exploración del interior del templo?
La jaghut alzó las cejas ligeramente y después asintió.
—Por supuesto. Observo que la oscuridad reina en el interior, ¿necesitas un poco de luz?
—No vendría mal.
Dejaron a los otros y caminaron a la par hacia la puerta.
—Tú sospechas lo mismo que yo, Ganoes Paran —dijo Ganath en voz baja.
—Sí.
—Karpolan Demesand no es idiota. Se dará cuenta dentro de nada.
—Sí.
—Entonces deberíamos ser breves en nuestro examen.
—De acuerdo.
Al llegar a la puerta, Ganath hizo un gesto y una luz mortecina, azulada, se alzó poco a poco en la cámara interior.
Los dos entraron.
Una única habitación, sin muros interiores. El suelo era barro, compacto por las pisadas. Un tocón de árbol volcado y hecho pedazos dominaba el centro, las raíces se extendían casi en horizontal, como si el árbol hubiera crecido en un lecho de roca plana y hubiera mandado sus zarcillos por todos lados. En el centro de ese altar improvisado, el núcleo del tronco en sí había sido tallado en forma de cuenco, lleno en ese momento por un charco de sangre negra y seca. Había dos cadáveres con los miembros abiertos atados a las raíces extendidas, ambos de mujeres, ambos hinchados por la descomposición, podridos pero con una consistencia gelatinosa, como si se estuvieran fundiendo, los huesos sobresaliendo por algunos sitios. Había gusanos muertos amontonados bajo cada cuerpo.
—Sedara Orr —conjeturó Paran— y Darpareth Vayd.
—Esa parece una suposición razonable —dijo Ganath—. La hechicera de Trygalle debió de resultar herida de algún modo, dada su confirmada habilidad.
—Bueno, ese carruaje estaba destrozado.
—Así es. ¿Hemos visto suficiente, Ganoes Paran?
—Ritual de sangre, una ofrenda ancestral. Yo diría que se ha atraído a los deragoth.
—Sí, lo que significa que tienes poco tiempo una vez hayas llevado a cabo su liberación.
—Espero que Karpolan esté a la altura. —Paran miró a la jaghut—. En una auténtica emergencia, Ganath, ¿puedes… ayudar?
—Quizá. Como sabes, no me complace lo que tienes intención de hacer aquí. Lo que me complacería menos, sin embargo, es que me destrozaran unos mastines de Oscuridad.
—Comparto esa aversión. Bien. Así que, si solicito tu asistencia, Ganath, ¿sabrás lo que hacer?
—Sí.
Paran se dio la vuelta.
—Puede que no sea muy razonable —dijo—, pero mis simpatías por la probable angustia de estos devotos se han reducido de forma considerable.
—Sí, no es nada razonable. Tu especie venera por miedo, después de todo. Y lo que desates aquí serán las cinco caras de ese miedo. Y así sufrirán estas pobres gentes.
—Si no les interesara la atención de sus dioses, Ganath, habrían evitado derramar sangre en suelo consagrado.
—Alguien entre ellos buscó esa atención, y el poder que podría extraerse de ello. Un sumo sacerdote o chamán, sospecho.
—Bueno, entonces si los mastines no matan a ese sumo sacerdote, lo harán sus seguidores.
—Una lección dura, Ganoes Paran.
—Díselo a estas dos mujeres muertas.
La jaghut no respondió.
Salieron del templo, la luz se fue desvaneciendo tras ellos.
Paran observó la mirada fija de Karpolan Demesand, el pavor obvio, innegable, y asintió poco a poco. El maese de Trygalle se giró y, agotado como lo había estado antes, su cansancio pareció multiplicarse por diez.
Seto se acercó a su antiguo capitán.
—Podrían ser accionistas —sugirió.
—No —dijo Ganath—. Dos mujeres, ambas ataviadas con ropas costosas. Es de suponer que los accionistas se toparon con su destino en otra parte.
—Ahora llega tu última tarea, zapador —le dijo Paran a Seto—. Invocar a los deragoth, pero piensa en esto antes, están cerca y necesitamos tiempo para…
—Correr como los intestinos del Embozado, sí. —Seto levantó una cartera—. Bien, antes de que me pregunte dónde tenía esto escondido, no se moleste. En este lugar, ese tipo de detalles no importan. —Sonrió—. A algunas personas les gustaría llevarse oro con ellos cuando se vayan. Yo, yo prefiero llevarme municiones moranthianas antes que oro. Después de todo, nunca se sabe lo que te vas a encontrar al otro lado, ¿no? Así que siempre es mejor contar con la opción de volar las cosas por los aires.
—Sabio consejo, Seto. ¿Y esas municiones funcionarán aquí?
—Desde luego, capitán. La muerte en cierta época llamó a esto su hogar, ¿recuerda?
Paran estudió la estatua más cercana.
—Tienes intención de hacerlas añicos.
—Sí.
—Carga sincronizada.
—Sí.
—Solo que tienes cinco que programar y la más lejana parece a doscientos o trescientos pasos de distancia.
—Sí. Eso va a ser un problema, bueno, llamémosle un desafío. Cierto, a Viol se le dan mejor que a mí estas delicadezas. Pero dígame algo, capitán, ¿está seguro de que estos deragoth no se van a limitar a quedarse por aquí?
—Estoy seguro. Regresarán a su reino natal, eso fue lo que hicieron los dos primeros, ¿no?
—Sí, pero tenían sus sombras. Quizá estos de aquí vayan en busca de las suyas antes.
Paran frunció el ceño. Eso no se lo había planteado.
—Oh, ya veo. Al reino de Sombra, entonces.
—Si ahí es donde están los mastines de Sombra en este momento, sí.
Maldita sea.
—Está bien, coloca tus cargas, Seto, pero que no empiecen a bajar los granos de arena todavía.
—De acuerdo.
Paran observó alejarse al zapador. Después sacó su baraja de los Dragones. Hizo una pausa, miró a Ganath y después a Karpolan Demesand. Los dos vieron lo que sostenía en las manos. El maese de Trygalle empalideció de forma visible y después se apresuró a regresar a su carruaje. Tras un momento, y una mirada larga e ilegible, la jaghut lo siguió.
Paran se permitió esbozar una pequeña sonrisa. Sí, ¿por qué anunciaros a quienquiera que yo esté a punto de invocar? Se agachó y puso la baraja boca abajo en la embarrada pasarela de ramas. Después levantó la primera carta y la colocó a la derecha. Gran Casa de Sombra… ¿quién está aquí al mando, maldita baraja, tú o yo?
—Tronosombrío —murmuró—, exijo tu atención.
La imagen turbia de la Casa de Sombra continuó particularmente inerte en la carta lacada.
—Muy bien —dijo Paran—. Volveré a enunciar mi exigencia. Tronosombrío, habla conmigo aquí y ahora o todo lo que has hecho y todo lo que planeas hacer será hecho pedazos de una forma bastante literal.
Una luz trémula que oscureció todavía más la Casa y después algo parecido a una figura vaga sentada en un trono negro. Una voz le siseó.
—Más vale que esto sea importante. Estoy ocupado y además, hasta la simple idea de un Señor de la Baraja me da náuseas, así que acaba de una vez.
—Los deragoth están a punto de ser liberados, Tronosombrío.
Una agitación obvia.
—¿Qué idiota con cerebro de mosquito haría eso?
—Es inevitable, me temo…
—¡Tú!
—Mira, tengo mis razones, y se podrán encontrar en Siete Ciudades.
—Oh. —La figura volvió a acomodarse en el asiento—. Esas razones. Bueno, sí. Ingenioso, incluso. Pero, con todo, de una profunda estupidez.
—Tronosombrío —dijo Paran—, los dos mastines de Sombra que mató Rake. Los dos que se llevó Dragnipur.
—¿Qué pasa con ellos?
—No sé muy bien cuánto sabes, pero los liberé de la espada. —Esperaba otra tanda de histrionismo, pero… nada—. Ah, así que eso ya lo sabes. Bien. Bueno, he descubierto adónde fueron… Vinieron aquí, donde se reunieron con sus congéneres; y después los liberaron, y no, no fui yo. Ahora tengo entendido que con posterioridad los mataron. Para siempre esta vez.
Tronosombrío levantó una mano de dedos largos que llenó la mayor parte de la carta. Después cerró el puño.
—Déjame ver —ronroneó la voz del dios— si te he entendido bien. —Un dedo se levantó de repente—. Los tontos sin nombre van y liberan a Dejim Nebrahl. ¿Por qué? Pues porque son tontos. Sus propias mentiras dieron con ellos, así que tenían que deshacerse de un sirviente que estaba haciendo lo que ellos querían que hiciera, ¡solo que lo estaba haciendo demasiado bien! —La voz de Tronosombrío iba subiendo poco a poco en tono y volumen. Apareció de pronto un segundo dedo—. Y entonces tú, el señor Idiota de la baraja de los Dragones, decides liberar a los deragoth para deshacerte de Dejim Nebrahl. ¡Pero espera, aún mejor! —Un tercer dedo—. Algún otro repugnante peligroso que anda vagando por Siete Ciudades acaba de matar a dos deragoth y quizá ese repugnante sigue por ahí cerca ¡y le gustaría contar con unos cuantos trofeos más que arrastrar tras su puto caballo! —La voz se había convertido casi en un chillido—. ¡Y ahora! ¡Ahora! —El puño se volvió a cerrar y empezó a agitarse—. ¡Ahora quieres que mande a los mastines de Sombra a Siete Ciudades! ¡Porque al fin se le ha ocurrido a esa nuez plagada de gusanos que tú llamas cerebro que los deragoth no se van a molestar con Dejim Nebrahl hasta que encuentren a mis mastines! ¡Y si vienen a buscar aquí, a mi reino, no habrá forma de detenerlos! —Se detuvo de repente, el puño inmóvil. Después aparecieron varios dedos en un patrón cada vez más caótico. Tronosombrío gruñó y la mano enfebrecida se desvaneció. Un susurro—: Puro genio. ¿Por qué no se me ocurrió a mí? —El tono empezó a subir una vez más—. ¿Por qué? ¡Pues porque yo no soy idiota!
Y con eso, la presencia del dios desapareció con un parpadeo.
—No me has dicho si ibas a enviar a los mastines de Sombra a Siete Ciudades —dijo Paran con un gruñido.
Le pareció entonces oír un leve chillido de frustración, pero quizá solo se lo había imaginado. Paran devolvió la carta a la baraja, la metió otra vez en un bolsillo interior y se puso en pie poco a poco.
—Bueno —suspiró—, no fue tan mal como había creído.
Para cuando Seto regresó, tanto Ganath como Karpolan habían reaparecido y las miradas que le dedicaban a Paran eran decididamente inquietas.
El fantasma le hizo un gesto a Paran para que se acercase y le habló en voz baja.
—No va a funcionar como queríamos, capitán. Demasiada distancia entre ellas; para cuando llegue a la más cercana, la más lejana habrá volado y si esos mastines están cerca, bueno, como digo, no va a funcionar.
—¿Qué sugieres?
—No le va a gustar. A mí no me gusta, que lo sepa, pero es lo que hay.
—Escúpelo ya, zapador.
—Déjeme aquí. Váyanse ya. Ahora.
—Seto…
—No, escuche, tiene sentido. Yo ya estoy muerto, puedo salir solo.
—Quizá, solo quizá, puedas salir solo, Seto. Pero lo más probable es que lo que quede de ti lo hagan trizas, si no los deragoth, entonces cualquier otro entre una multitud de las pesadillas locales.
—Capitán, no necesito este cuerpo, es solo para aparentar, para que tenga una cara a la que mirar. Confíe en mí, es el único modo de que usted y los otros salgan vivos de esta.
—Probemos con un compromiso —dijo Paran—. Esperamos todo lo que podamos.
Seto se encogió de hombros.
—Como quiera, pero no esperen mucho, capitán.
—Vete ya, entonces, Seto. Y… gracias.
—Siempre un trato justo, capitán.
El fantasma se alejó. Paran se volvió hacia Karpolan Demesand.
—¿Hasta qué punto confía en poder sacarnos de aquí con rapidez? —le preguntó.
—Esa parte debería ser relativamente sencilla —respondió el hechicero de Trygalle—. Una vez que se encuentra un camino para entrar en una senda, su relación con los otros se hace conocida. El éxito de la Asociación Comercial de Trygalle depende por completo de sus geómetras, sus mapas, Ganoes Paran. Con cada misión, esos mapas se hacen más completos.
—Son documentos muy valiosos —comentó Paran—. Confío en que los mantengan bien protegidos.
Karpolan Demesand sonrió y no dijo nada.
—Prepare el camino, entonces —dijo Paran.
Seto ya se había perdido de vista en algún lugar de la negrura que había detrás de las estatuas más cercanas. Las brumas se habían asentado en las depresiones, pero el cielo voluble parecía tan remoto como siempre. Pese a todo, Paran observó que la luz se estaba yendo. ¿Su viaje hasta allí había abarcado nada más que un día? Eso parecía… improbable.
El ruido agudo de una munición lo alcanzó, un fullero.
—Esa es la señal —dijo Paran mientras se dirigía a grandes zancadas a su caballo—. La estatua más lejana será la primera en volar. —Se subió a la silla y acercó el caballo al carruaje en el que Karpolan y Ganath ya habían desaparecido. La contraventana de la ventana se deslizó a un lado cuando llegó.
—Capitán…
Una detonación atronadora lo interrumpió y Paran se volvió y vio una columna de humo y polvo que se alzaba.
—Capitán, parece… para gran sorpresa mía…
Una segunda explosión, más cerca esa vez, y otra estatua pareció desvanecerse sin más.
—Como decía, parece que mis opciones son mucho más limitadas de lo que al principio…
A lo lejos se oyó un rugido profundo, bestial.
El primer deragoth…
—¡Ganoes Paran! Como decía…
La tercera estatua detonó, su base desapareció en una onda creciente de humo, piedras y polvo que ondeó en el aire. Las patas delanteras se partieron y el enorme edificio se inclinó hacia delante, unas grietas irregulares recorrieron la roca y empezó su descenso. Después se estrelló.
El carruaje dio un salto y después volvió a rebotar en los puntales ribeteados. Algo de cristal se rompió en el interior.
Las reverberaciones de la conmoción atravesaron el suelo en oleadas.
Los caballos chillaron y lucharon contra los bocados, los ojos se les pusieron en blanco.
Un segundo aullido sacudió el aire.
Paran guiñó los ojos y miró entre el polvo y el humo, buscaba a Seto en algún lugar entre la última estatua en caer y las que faltaban todavía por ser destruidas. Pero en la oscuridad creciente no vio movimiento alguno. De inmediato, la cuarta estatua estalló. Algún capricho de secuencia ladeó el monumento hacia un lado y al derrumbarse golpeó al quinto.
—¡Tenemos que irnos!
El chillido lo había lanzado Karpolan Demesand.
—Espere…
—Ganoes Paran, ya no confío en absoluto…
—Espere un momento…
Un tercer aullido, repetido por los deragoth que ya habían llegado, y esos dos últimos rugidos se oían… cerca.
—Mierda. —No veía a Seto; la última estatua, ya rajada por las fisuras del impacto, se derrumbó de repente cuando explotó la munición de su base.
—¡Paran!
—¡De acuerdo, abra la maldita puerta!
El tiro de caballos se encabritó y después se lanzó hacia delante, hizo virar el carruaje y comenzaron un descenso salvaje por la ladera. Con una maldición, Paran espoleó a su caballo y se arriesgó a echar una última mirada atrás…
… y vio una enorme bestia jorobada que salía de las nubes de polvo, los ojos resplandecientes se clavaron en Paran y el carruaje que se alejaba. La cabeza ancha, inmensa, del deragoth bajó y la bestia se lanzó a una carrera rápida, salvaje.
—¡Karpolan!
El portal se abrió como una ampolla estallada (sangre aguada o algún otro fluido salpicó en los bordes) justo delante de ellos. Un viento con olor a osario los golpeó.
—¿Karpolan? ¿Dónde…?
El tiro de caballos, chillando todos y cada uno, se precipitó por la puerta y un latido más tarde los siguió Paran. La oyó cerrarse tras él con un golpe de fuego y después, por todas partes, locura.
Rostros podridos, manos roídas que se alzaban, ojos muertos hace mucho que imploraban al abrirse las bocas putrefactas.
—¡Llévanos! ¡Llévanos contigo!
—¡No te vayas!
—Nos ha olvidado, por favor, te lo ruego…
—Al Embozado le da igual…
Unos dedos huesudos se cerraron sobre Paran, empujaron, tiraron, y después se dedicaron a arañarlo. Otros se las habían arreglado para aferrarse a las proyecciones del carruaje y los estaban arrastrando.
Los ruegos se transformaron en cólera.
—¡Llevadnos u os haremos pedazos!
—¡Cortadlos, mordedlos, destrozadlos!
Paran luchó por liberarse el brazo derecho y consiguió rodear con la mano el puño de la espada y después sacarla. Empezó blandir la hoja a ambos lados.
Los chillidos de los caballos eran la voz de la propia locura, y entonces comenzaron a gritar también los accionistas al tiempo que lanzaban tajos contra las manos y los brazos que se alzaban hacia ellos.
Paran se giró en la silla mientras troceaba los miembros que intentaban aferrarse a él y vislumbró una vista inmensa, una llanura de figuras que se retorcían, los no muertos, cada cara vuelta hacia ellos, no muertos y a decenas de miles, no muertos que atestaban de tal modo el terreno que solo podían permanecer en pie, alcanzaban cada horizonte y alzaban un coro de desesperación…
—¡Ganath! —rugió Paran—. ¡Sácanos de aquí!
Una réplica cortante, como de hielo agrietado. Un viento mordaz giró alrededor de todos y el suelo se ladeó por un lado.
Nieve, hielo y los no muertos desaparecidos.
Un cielo azul que giraba. Peñascos montañosos…
Los caballos resbalaron, las patas se abrían, los gritos aumentaban de volumen. Unos cuantos cadáveres animados que agitaban los miembros. El carruaje, que se cernía delante de Paran, la parte posterior que resbalaba y giraba.
Estaban en un glaciar. Resbalaban, bajaban deslizándose a una velocidad cada vez mayor.
Paran oyó con toda claridad el comentario de una de las accionistas pardu.
—Oh, mucho mejor, dónde va a parar.
Y luego, con los ojos borrosos, el caballo torciéndose de forma salvaje bajo él, solo hubo tiempo para el descenso precipitado, que resultó ser por una montaña entera.
Hielo, después nieve, después fango, esto último alzándose como una ola ante los caballos y el carruaje que bajaba de lado, se alzaba y crecía y los iba frenando. De repente el fango dio paso al barro y después a la piedra…
Volcó el carruaje y arrastró con él a los caballos.
La montura de Paran corrió mejor suerte, consiguió ladearse hasta poder mirar colina abajo, las patas delanteras golpeaban la nieve y el fango en busca de agarre. En cuanto alcanzó el barro, y tras haber visto lo que lo aguardaba, el caballo se limitó a lanzarse a la carga. Un tropezón momentáneo y después, cuando el suelo se allanó, fue frenando, los flancos le palpitaban… y Paran se volvió en la silla a tiempo de ver que el enorme carruaje se detenía con un tropezón y una sacudida. Los cuerpos de los accionistas estaban tirados alrededor, ladera arriba, en el barro, inertes, inmóviles en el pedregal de piedras, casi indistinguibles de los cadáveres.
El tiro de caballos se había soltado, pero todos salvo uno habían caído, las patas dando coces entre una maraña de riendas, correas y hebillas.
Con el corazón todavía martilleando en el yunque del pecho, Paran fue tranquilizando a su animal hasta detenerlo y después lo hizo girar ladera arriba, tras lo cual llevó a la agotada y temblorosa bestia al paso hasta donde habían quedado los restos.
Unos cuantos accionistas se iban poniendo en pie aquí y allá, aturdidos. Uno empezó a maldecir mientras se encorvaba sobre una pierna rota.
—Gracias —graznó un cadáver que se agitaba como un pez en el barro—. ¿Cuánto te debo?
El carruaje estaba volcado de lado. Las tres ruedas que habían recortado el barro y la piedra se habían hecho pedazos y dos de enfrente no habían sobrevivido a las volteretas. Lo que no dejaba más que una superviviente que daba vueltas como un molino. Las portezuelas de los depósitos traseros se habían abierto de golpe y todo su contenido se había derramado. En el techo, todavía atado a él, estaba el cuerpo aplastado de un accionista, la sangre corría como el deshielo por los azulejos de cobre, los brazos y las piernas le colgaban inútiles, la carne expuesta, machacada y gris bajo la luz brillante del sol.
Una de las mujeres pardu se levantó del barro y se acercó cojeando a Paran cuando este se detuvo cerca del carruaje.
—Capitán —dijo—, creo que deberíamos acampar aquí.
Él se la quedó mirando desde el caballo.
—¿Se encuentra bien?
La mujer lo estudió un momento y después volvió la cabeza y escupió un chorro rojo. Se limpió la boca y se encogió de hombros.
—Bien sabe el Embozado que hemos tenido viajes peores…
La herida salvaje del portal, ya cerrada, todavía estropeaba el aire cargado de polvo. Seto salió de donde había estado escondido cerca de uno de los pedestales. Los deragoth se habían ido, de todo menos impacientes por quedarse mucho tiempo más en ese lugar mortal y desagradable.
Así que había exagerado las cosas un poco. Daba igual, se había mostrado lo bastante convincente y el resultado era el deseado.
Aquí estoy. Yo solo, en el pozo olvidado del Embozado del propio Embozado. Deberías haberlo pensado bien, capitán. A nosotros nada nos endulzaba ese trato y solo los necios acceden a eso. Bueno, nos mataron por necios y esa lección ya la tenemos aprendida.
Miró a su alrededor e intentó orientarse. En ese lugar, una dirección servía igual que otra. Salvo el puñetero mar, por supuesto. Así que está hecho. Es hora de explorar…
El fantasma dejó atrás los restos de las estatuas destruidas, una figura solitaria, casi insustancial, que caminaba por la tierra desnuda y embarrada. Con las piernas tan torcidas como las había tenido en vida.
La muerte no dejaba atrás detalles, después de todo. Y con toda certeza, nada parecido a la absolución aguardaba a los caídos.
La absolución la dan los vivos, no los muertos, y, como bien sabía Seto, había que ganársela.
Empezaba a recordar cosas. Por fin, después de todo ese tiempo. Su madre, una seguidora del campamento, abriéndose de piernas para el regimiento Ashok antes de que lo enviaran a Genabackis. Después de que se fueran, la mujer fue y se murió, sin más, como si sin esos soldados solo pudiera expirar, nunca más aspirar y era lo que aspirabas lo que te daba vida. Así, sin más. Muerta. Su retoño habría de defenderse como pudiera, sola, sin cuidados, sin amor.
Sacerdotes locos, cultos enfermizos y, para la niña nacida de la madre, un nuevo campamento que seguir. Cada sendero de independencia no era más que un callejón sin salida de ese camino con surcos muy profundos, el que llevaba de padres a hijos, eso por lo menos ya lo tenía claro.
Y luego Heboric, destriant de Treach, se la había llevado (antes de que se encontrara expirando otra vez), pero no, antes de él había estado Bidithal y sus regalos que la entumecían, sus garantías susurradas de que el sufrimiento mortal no era más que las capas de una crisálida y con la muerte la gloria se partiría y desplegaría sus alas iridiscentes. El paraíso.
Oh, había sido una promesa muy seductora, y su alma asfixiada se había aferrado al solaz del peso que la derribaba y la hundía en la muerte. En un tiempo había soñado con herir a las jóvenes e inocentes acólitas, con coger el cuchillo con sus propias manos y arrancar todo placer. La desdicha adora, precisa, la compañía; no hay nada altruista en compartir. El egoísmo se alimenta de malicia y todo lo demás queda en la cuneta.
Había visto demasiado en su corta vida como para creer a cualquiera que profesara otra cosa. El amor que sentía Bidithal por el dolor había alimentado su necesidad de impartir entumecimiento. El entumecimiento de su interior lo hacía capaz de infligir dolor. Y el dios roto que afirmaba venerar, bueno, el dios Tullido sabía que nunca tendría que dar explicaciones por sus mentiras, sus falsas promesas. Buscaba vidas en desuso y con su muerte era libre de desechar a aquellos cuyas vidas ya había usado. Ella comprendió que esa era una forma de esclavitud exquisita: una fe cuyo principio central era indemostrable. No habría forma de matar esa fe. El dios Tullido encontraría una multitud de voces mortales para proclamar sus promesas vacías y, dentro de las restricciones arbitrarias de su culto, el mal y la profanación podían florecer sin trabas.
Una fe basada en el dolor y la culpa no podía proclamar pureza moral alguna. Una fe arraigada en la sangre y el sufrimiento…
—Somos los caídos —dijo Heboric de repente.
Con una sonrisa burlona, Scillara metió más roya en la cazoleta de su pipa y aspiró una buena bocanada.
—Un sacerdote de la guerra tenía que decir eso, ¿no? Pero ¿qué hay de la magnífica gloria hallada en la masacre brutal, viejo? ¿O no crees acaso en la necesidad de equilibrio?
—¿Equilibrio? Una ilusión. Como intentar concentrarse en una única mota de luz y no ver nada del chorro y el mundo que ese chorro revela. Todo está en movimiento, todo es flujo.
—Como estas malditas moscas —murmuró Scillara.
Navaja, que cabalgaba justo delante, se volvió y la miró.
—Me lo estaba preguntando —dijo—. Moscas carroñeras, ¿creéis que nos dirigimos a un antiguo campo de batalla? ¿Heboric?
El otro sacudió la cabeza, sus ojos ambarinos parecían llamear bajo la luz de la tarde.
—No percibo nada de eso. La tierra que hay por delante es lo que ves.
Se estaban acercando a una gran cuenca salpicada de terrones de juncos amarillentos y muertos. El suelo en sí era casi blanco, agrietado como un mosaico roto. Se veían algunos montículos más grandes por algunos sitios, construidos, parecía, con palos y juncos. Al llegar al borde se detuvieron.
Había raspas de pescado tiradas en una alfombra amontonada por la linde de la orilla del pantano muerto, llevadas hasta allí por los vientos. En uno de los montículos más cercanos pudieron ver también huesos de pájaros y restos de cáscaras de huevo. Esas marismas habían muerto de repente en la época de puesta.
Las moscas plagaban la cuenca y giraban en nubes zumbonas.
—Dioses del inframundo —dijo Felisin—, ¿tenemos que cruzar esto?
—No debería ser para tanto —dijo Heboric—. No es muy ancho. Si intentamos rodearlo, se hará de noche mucho antes de salir. Además —espantó con las manos las moscas zumbonas—, ni siquiera hemos empezado a cruzar todavía y ya nos han encontrado, rodeando la cuenca no podremos escapar de ellas. Al menos no son de las que pican.
—Vamos a acabar de una vez con esto —dijo Scillara.
Ranagrís se precipitó de un salto en la cuenca como si quisiera encender un rastro con la boca abierta y los chasquidos de la lengua.
Navaja azuzó a su caballo para ponerlo al trote y después, cuando lo rodearon las moscas, a medio galope.
Los otros lo siguieron.
Las moscas se posaban como una locura en la piel. Heboric entrecerró los ojos cuando un sinfín de cuerpos duros y frenéticos chocaron contra su cara. El mismo sol se había amortiguado entre esa nube caótica. Atrapadas en las mangas, dentro de los raídos pantalones ceñidos y por el cuello, apretó los dientes, resuelto a soportar esa irritación menor.
Equilibrio, las palabras de Scillara lo inquietaban por alguna razón, no, quizá no sus palabras, pero sí el sentimiento que revelaban. En otro tiempo acólita, en ese momento rechazaba toda forma de fe, algo que él mismo había hecho y que, a pesar de la intervención de Treach, todavía intentaba lograr. Después de todo, los dioses de la guerra no necesitaban sirvientes más allá de las ilimitadas legiones que siempre tenían y siempre poseerían.
Destriant, ¿qué yace bajo ese nombre? Cosechador de almas, posee el poder (y el derecho) de asesinar en nombre de un dios. De asesinar, de sanar, de imponer justicia. Pero ¿justicia a los ojos de quién? No puedo llevarme una vida. Ya no. Nunca más. Elegiste mal, Treach…
Todos estos muertos, estos fantasmas…
El mundo ya era bastante duro, no lo necesitaba a él ni a gente como él. Era una lista interminable la de los necios impacientes por llevar a otros a la batalla, por regocijarse en el caos y dejar a su paso un rastro hinchado y sollozante de desdicha, sufrimiento y dolor.
Él ya había tenido bastante.
La liberación era lo único que deseaba, su único motivo para continuar con vida, para arrastrar a esos inocentes con él a una isla destrozada, yerma, a la que habían despojado de toda vida unos dioses en guerra. Oh, no lo necesitaban en absoluto.
La fe y el celo de infligir un justo castigo era lo que yacía en el fondo de los verdaderos ejércitos, los fanáticos y sus certezas maliciosas, crueles. Se multiplicaban como gusanos en cada comunidad. Pero las lágrimas dignas salen del valor, no de la cobardía, y esos ejércitos están llenos de cobardes.
Los caballos que los sacaban de la cuenca, las moscas que giraban y se arremolinaban en una persecución absurda.
Salieron a una pista que surgía de la antigua orilla junto a los restos de un muelle y unos postes de amarre. Unos surcos profundos que trepaban a un risco de una playa más alta, de la época en la que la ciénaga había sido un lago, los surcos rasgados por las garras del agua de lluvia que no había encontrado refugio en las raíces, porque el verdor de los siglos pasados se había ido, lo habían cortado, devorado.
No dejamos nada salvo desierto a nuestro paso.
Remontaron la cima, donde el camino se allanaba y serpenteaba como un borracho por una llanura flanqueada por colinas de piedra caliza y, a lo lejos, a un tercio de legua de distancia justo al este, un villorrio pequeño y decrépito. Edificios auxiliares con corrales vacíos y potreros. A un lado del camino, cerca del borde de la aldea, medio centenar o más de troncos amontonados, la madera gris como la piedra allí donde los fuegos no la habían carbonizado, pero parecía que hasta en la muerte esa madera desafiaba los esfuerzos por destruirla.
Heboric comprendía esa resistencia obstinada. Sí, haceos útiles a la humanidad. Solo así sobreviviréis, incluso cuando lo que sobrevive de vosotros no es más que vuestros huesos. Entrega tu mensaje, querida madera, a nuestros ojos por siempre ciegos.
Ranagrís se había quedado atrás y en ese momento saltaba a diez pasos a la derecha de Navaja. Parecía que hasta el demonio había llegado al límite de moscas que su estómago podía asimilar, pues tenía la boca cerrada, los segundos párpados de los ojos, de un blanco lechoso, cerrados hasta que solo quedaban visibles las más pequeñas de las ranuras. Y la enorme criatura estaba casi negra con los insectos que reptaban por ella.
Igual que la juvenil espalda de Navaja, delante de él. Igual que el caballo que montaba el daru. Y, por todas partes, el suelo hervía, resplandeciente y rabioso de movimiento.
Tantas moscas.
Tantas…
—Hay algo que enseñarte ahora…
Como una bestia salvaje despertada de repente, Heboric se irguió en la silla…
La montura de Scillara iba a medio galope una zancada por detrás de la del destriant, un poco a la izquierda del anciano, y tras ella cabalgaba Felisin. Scillara maldijo con alarma creciente cuando las moscas se reunieron alrededor de los jinetes como la media noche, devorando toda luz, la cadencia zumbona parecía susurrar palabras que entraban arrastrándose en su mente sobre diez mil patas. Contuvo un grito…
Cuando su caballo chilló con un dolor mortal, el polvo se arremolinó y giró bajo él, el polvo se alzó y tomó forma.
Un chirrido húmedo, terrible, y después algo largo y afilado subió y golpeó entre los omóplatos a su montura, la sangre goteó de la herida, espesa y brillante. El caballo se tambaleó, las patas delanteras se doblaron y después se derrumbaron, el movimiento lanzó a Scillara de la silla…
Se encontró rodando en una alfombra de insectos aplastados, los cascos del caballo de Heboric aporrearon el suelo a su alrededor cuando la criatura chilló de agonía y se lanzó a la izquierda, algo que gruñía, un destello de piel con púas, felina y fluida, saltó del lomo del caballo moribundo…
Y figuras que salían como si fuera de la nada entre el polvo cortante, hojas de pedernal que destellaban, un grito bestial, sangre que golpeaba el suelo a su lado en una lámina densa, ennegrecida al instante por las moscas (las hojas partían, cortaban, acuchillaban la carne), un chillido penetrante que se iba elevando en una conflagración de dolor y rabia, algo chocó contra ella con un golpe seco cuando Scillara intentó ponerse a gatas, giró la cabeza y miró. Un brazo, tatuado con el dibujo de unas rayas de tigre, cortado con limpieza entre el codo y el hombro, la mano, un destello de verde moribundo, irregular, bajo un enjambre de moscas.
Se levantó tambaleándose, sentía una cuchillada de dolor en el vientre, se asfixió cuando los insectos le atestaron la boca al jadear sin querer.
Una figura se acercó a ella, la larga espada de piedra chorreaba, la calavera desecada se giró hacia ella, y esa espada se estiró con gesto despreocupado y penetró como el fuego en el pecho de Scillara, la hoja irregular la alcanzó sobre la primera costilla, bajo la clavícula, y después volvió a pincharla en la espalda, justo sobre la escápula.
Scillara se combó, sintió que se deslizaba de esa arma cuando cayó de espaldas.
La aparición se desvaneció de nuevo en una nube de moscas.
No oía más que zumbidos, no veía más que una mata caótica, reluciente, que se hinchaba sobre la herida que tenía en el pecho, a través de la que se filtraba la sangre, como si las moscas se hubieran convertido en un puño que le estrujara el corazón. La estrujaban…
Navaja no había tenido tiempo de reaccionar. El mordisco de arena repentina y polvo, y después la cabeza de su caballo desapareció sin más, brotaron cuerdas de sangre como si persiguieran su vuelo. Bajo los cascos delanteros, que tropezaron y después cedieron cuando se derrumbó la cabeza segada.
Navaja consiguió liberarse rodando y después ponerse en pie entre el remolino de moscas.
Alguien se cernió a su lado y él giró en redondo con un cuchillo en la mano que lanzó un navajazo por delante en un esfuerzo por bloquear una cimitarra ancha con hoja de gancho de pedernal ondulado. Las armas chocaron y la espada barrió el cuchillo de Navaja, la fuerza tras el golpe imparable…
La vio penetrar en su vientre y rasgárselo, la observó abrirse camino con un desgarro y después aparecieron ante él sus intestinos, que cayeron.
Bajó los brazos para cogerlos con las dos manos, Navaja se hundió cuando toda la vida abandonó sus piernas. Se quedó mirando el desastre caído que sostenía, sin poder creérselo, y después aterrizó de lado y se acurrucó alrededor del daño terrible, horrendo, que le habían hecho.
No oyó nada. Nada salvo su propia respiración y las moscas que hacían cabriolas y que comenzaban a abalanzarse sobre él como si siempre hubieran sabido que eso iba a pasar.
El atacante se había alzado del propio polvo a la derecha de Ranagrís. Una agonía salvaje cuando una enorme espada larga de calcedonia atravesó el miembro delantero del demonio y lo amputó con limpieza entre un chorro de sangre verde. Un segundo corte atravesó la pierna trasera del mismo lado y el demonio cayó al suelo pataleando con impotencia con los miembros que le quedaban.
Una niebla granulosa de moscas y dolor atronador, una escena momentánea representada ante los ojos del demonio. Grande, bestial, ataviada con pieles, una criatura de poco más que piel y huesos que pasaba con placidez por encima de la pierna trasera de Ranagrís, que estaba tirada a cinco pasos de distancia, pataleando sola. Y se metió en la nube negra.
Consternación. Ya no puedo saltar más.
Cuando saltó de la grupa del caballo lo sorprendieron dos espadas de pedernal, una acuchilló músculo y hueso, cortó un brazo, la otra penetró con la punta por delante y luego le atravesó el pecho. Heboric, con la garganta llena de gruñidos animales, se giró en pleno aire en un esfuerzo desesperado por liberarse del arma que lo empalaba. Pero el arma lo siguió, fue rasgando, partiendo costillas, hendiendo el pulmón y después el hígado, y por fin le desgarró el costado y salió en una explosión de fragmentos de hueso, carne y sangre.
La boca del destriant se llenó de líquido caliente que salpicó cuando chocó contra el suelo, rodó y después se detuvo.
Los dos t’lan imass se acercaron adonde yacía despatarrado en el polvo, las armas de piedra resbaladizas de sangre y entrañas.
Heboric se quedó mirando aquellos ojos vacíos, sin vida, observó cuando los guerreros raídos, desecados, lo acuchillaron; las puntas onduladas penetraron en su cuerpo una y otra vez. Observó cuando una salió disparada hacia su cara y después bajó como un rayo sobre su cuello…
Voces que suplicaban, un coro distante de consternación y desesperación, él ya no podía alcanzarlas, esas almas perdidas en su tormento tragado por el jade, que cada vez se iban diluyendo más, cada vez más lejos, os lo dije, no me miréis a mí, pobres criaturas. ¿Veis al fin lo fácil que era fallaros?
He oído a los muertos, pero no pude servirlos. Igual que he vivido, pero no he creado nada.
Recordó con claridad entonces, en un solo movimiento pavoroso que pareció interminable, intemporal, un millar de imágenes, tantos actos sin sentido, hechos vacíos, tantas caras, todos aquellos por los que no hizo nada. Baudin, Kulp, Felisin Paran, L’oric, Scillara… Vagando perdido en esa tierra extranjera, ese desierto cansado y en el polvo de jardines que llenaban el aire brutal, abrasado por el sol. Ojalá hubiera muerto en las minas de otataralita de Solideo. Entonces no habría habido traiciones. Fener conservaría su trono. La desesperación de las almas en sus inmensas prisiones de jade que giraban sin estorbos por el Abismo, esa terrible desesperación, podría haber continuado sin que nadie la escuchara, sin que nadie la presenciara, y así no habría habido falsas promesas de salvación.
Baudin no se habría visto tan frenado en su huida con Felisin Paran. Oh, no he hecho nada que mereciera la pena en esta vida demasiado larga. Estas manos fantasmales, ellas son las que han demostrado la ilusión que era su tacto, nada de bendiciones, nada de salvación, no para nadie que osaran tocar. Y estos ojos renacidos, con toda su felina precisión, se desvanecen ahora en su mirada sin luz, una expresión que todo cazador anhela ver en los ojos de su enemigo caído.
Tantos guerreros, grandes héroes (a sus propios ojos por lo menos) tantos habían partido en la persecución del tigre gigante que era Treach, sin saber nada de la verdadera identidad de la bestia. Pretendían derrotarlo, alzarse sobre su cuerpo inmóvil y contemplar sus ojos vacíos, ansiando capturar algo, lo que fuera, de su majestad y exaltación, y llevárselo con ellos.
Pero las verdades nunca se hallan cuando el que las busca está perdido, espiritual y moralmente. Y la nobleza y la gloria no se pueden robar, no se pueden ganar en la violación aparente de una vida. Dioses, qué vanidad tan patética, agitada, brutal y estúpida… menos mal, entonces, que Treach mató a todos esos malditos. Imparcial. Ah, qué mensaje tan revelador fue ese.
Pero lo sabía. A los t’lan imass que lo habían matado les importaba muy poco todo eso. Habían actuado por necesidad. Quizá en algún lugar de sus antiguos recuerdos, del tiempo en el que eran mortales, ellos también habían intentado robar lo que ellos mismos jamás podrían poseer. Pero esas búsquedas inútiles ya habían dejado de importarles.
Heboric no sería ningún trofeo.
Y él se alegraba.
Y en ese último fracaso parecía que no habría otros supervivientes y, en cierto sentido, de eso también se alegraba. Era lo más apropiado. Mira para qué le valía la gloria hallada en sus últimos pensamientos.
¿Y no tiene acaso eso más sentido? En este último pensamiento, me fallo incluso a mí mismo.
Se encontró estirando el brazo en busca… de algo. Estirando el brazo, pero nada respondió a su roce. Nada en absoluto.