Cuando el día conocía solo oscuridad,
el viento un mudo mendigo que agitaba cenizas y estrellas
en los desechados estanques bajo el viejo
muro de contención, abajo, donde los blancos ríos
de arena deslizan grano tras grano en lo invisible,
y cada cimiento no es más que un momento
del tambaleo de un horizonte, yo me encontré
entre amigos y así me tranquilicé
con mi modesta lista de despedidas.
Soldado moribundo
—Pescador Kel’Tath
Salieron de la senda al hedor del humo y las cenizas y ante ellos, en la luz creciente del amanecer, se alzó una ciudad destruida. Los tres permanecieron inmóviles durante un tiempo, en silencio, cada uno intentando comprender lo que veía.
Tormenta fue el primero en hablar.
—Parece que la senda Imperial se ha derramado por aquí fuera.
Ceniza y aire muerto, la luz parecía indiferente, a Kalam no le sorprendió el comentario del infante de marina. Acababa de dejar un lugar de muerte y desolación y solo para encontrarse en otro.
—Todavía la reconozco —dijo el asesino—. Y’Ghatan.
Tormenta tosió y después escupió.
—Menudo asedio.
—El ejército ha seguido su camino —comentó Ben el Rápido mientras estudiaba las huellas y la basura abandonada donde había estado el campamento principal—. Al oeste.
Tormenta lanzó un gruñido antes de hablar.
—Mira la brecha de ese muro. Municiones moranthianas, y una carreta entera de ellas, diría yo.
Un río viscoso había inundado el hueco e, inmóvil ya, resplandecía bajo la luz de la mañana. Vidrio fundido y metales. Había estallado una tormenta de fuego, comprendió Kalam. Otra más que afligía a la pobre Y’Ghatan. ¿La habían desencadenado los zapadores?
—Aceite de oliva —dijo de repente Ben el Rápido—. La cosecha de aceite debía de estar en la ciudad. —Hizo una pausa y después añadió—: Me pregunto si fue un accidente.
Kalam miró al mago.
—Parece un poco extremo, Rápido. Además, por lo que he oído de Leoman, no es de los que tira su vida para nada.
—Suponiendo que se quedara el tiempo suficiente.
—Sufrimos pérdidas por aquí —dijo Tormenta—. Ahí está el montículo de una tumba, bajo esa ceniza. —Señaló—. De un tamaño que asusta, a menos que incluyeran a los muertos rebeldes.
—Hacemos agujeros separados para ellos —dijo Kalam, sabiendo que Tormenta también lo sabía. Nada de aquello tenía muy buena pinta y se resistían a admitirlo. No en voz alta—. Los rastros tienen ya unos días, por lo menos. Supongo que deberíamos alcanzar al Decimocuarto.
—Demos una vuelta alrededor antes —dijo Ben el Rápido, que miraba la ciudad en ruinas con los ojos entrecerrados—. Hay algo… un residuo… no sé. Solo…
—Un argumento sólido el del mago supremo —dijo Tormenta—. A mí me ha convencido.
Kalam le echó un vistazo al montículo de la fosa común y se preguntó cuántos de sus amigos yacían atrapados en esa tierra, inmóviles en la oscuridad eterna, las cresas y los gusanos ya trabajando para llevarse todo lo que había hecho único a cada uno de ellos. Aquel no era un pensamiento con el que disfrutase, pero si no se quedaba él allí y les regalaba unos cuantos pensamientos más, ¿quién lo haría?
La basura carbonizada estaba esparcida por el camino y en las llanuras de ambos lados. Las estacas de las tiendas que continuaban clavadas sujetaban trozos quemados de lona y en una trinchera más allá de la curva del camino que se dirigía hacia lo que solía ser la puerta de la ciudad, había tirada una docena de cadáveres de caballos hinchados, las patas sobresalían como tocones huesudos en una ciénaga invadida por las moscas.
Apsalar detuvo el caballo en el camino y examinó con lentitud la devastación antes de captar un movimiento cien pasos por delante y a su izquierda. Se acomodó en la silla, le sonaban de algo el modo de andar y el porte de dos de las tres figuras que en ese momento caminaban hacia lo que quedaba de Y’Ghatan. Telorast y Cuajo regresaron a toda prisa y flanquearon su caballo.
—¡Terribles noticias, No-Apsalar! —clamó Telorast—. Tres hombres terribles nos aguardan si continuáramos con este rumbo. Si pretendes destruirlos, bueno, entonces está bien. Te deseamos lo mejor. De otro modo, te sugiero que escapemos. Ahora.
—Estoy de acuerdo —añadió Cuajo, la cabecita esquelética se mecía con los paseos de la criatura, que se arrastraba y después volvía a pasearse con la cola levantada al aire.
El caballo de Apsalar levantó un casco delantero y los esqueletos demoníacos se escabulleron, ya habían aprendido que acercarse mucho a la bestia era peligroso.
—Conozco a dos de ellos —dijo Apsalar—. Además, nos han visto. —Azuzó su montura y la llevó al paso, sin prisas, hacia el mago, su compañero asesino y el soldado malazano, todos los cuales habían cambiado de dirección y se acercaban con un ritmo medido.
—¡Nos aniquilarán! —siseó Telorast—. Lo noto, oh, ese mago no es nada agradable, en absoluto…
Las dos criaturitas salieron espoleadas a ponerse a cubierto.
Aniquilación. La posibilidad existía, admitió Apsalar, dada la historia que compartía con Ben el Rápido y Kalam Mekhar. Claro que, habían sabido de la posesión y después ella había viajado con Kalam durante meses, primero para atravesar el Abismo del Buscador, desde Darujhistan todo el camino hasta Ehrlitan, viaje durante el que no ocurrió nada fuera de lo común. Eso la tranquilizó un poco mientras esperaba a que llegaran los tres.
Kalam fue el primero en hablar.
—Pocas cosas en el mundo tienen sentido, Apsalar.
Ella se encogió de hombros.
—Cada uno hemos hecho nuestros viajes, Kalam Mekhar. A mí, por lo menos, no me sorprende en demasía encontrarme con que nuestros caminos convergen una vez más.
—Bueno —dijo Ben el Rápido—, eso sí que es una declaración alarmante. A menos que estés aquí para satisfacer el deseo de Tronosombrío de venganza, no hay razón alguna para que nuestros caminos converjan. Aquí no. Ahora no. Y a mí desde luego no me ha empujado ni ha tirado de mí ningún dios intrigante…
—Te rodea el aura del Embozado, Ben el Rápido —dijo Apsalar, un comentario que sobresaltó de forma visible a Kalam y al soldado—. Ese tipo de residuos procede solo de largas conversaciones con el señor de la Muerte, así que, si bien quizá proclames ser libre, puede que tus motivos para lo que haces y dónde eliges ir sean menos puros y menos tuyos de lo que quieres que crean los demás. O, si a eso vamos, de lo que tú mismo querrías creer. —La mirada de Apsalar se posó entonces en Kalam—. Mientras que el asesino ha conocido la presencia de Cotillion hace muy poco tiempo. Y en cuanto a este soldado falari, su espíritu está vinculado a un t’lan imass, y al fuego de la vida que pasa por culto entre los t’lan imass. Así pues, fuego, sombra y muerte reunidos al tiempo que las fuerzas y los dioses de esas fuerzas comienzan a alinearse contra un único enemigo. Pero creo que debo advertiros a todos, ese enemigo ya no es singular y quizá nunca lo fuera. Y las alianzas actuales es posible que no duren.
—¿Qué hay en todo esto —dijo Ben el Rápido— que no estoy disfrutando en absoluto?
Kalam se volvió hacia el mago.
—Quizá, Rápido, estés percibiendo cierto deseo mío, apenas contenido, de meterte un puñetazo en la cara. ¿El señor de la Muerte? En el nombre del Abismo, ¿se puede saber qué pasó en Coral Negro?
—Conveniencia —soltó de repente el mago con los ojos todavía clavados en Apsalar—. Eso fue lo que pasó. En toda esa maldita guerra contra el Dominio Painita. Eso debería haber sido obvio desde el principio, Dujek uniendo fuerzas con Caladan Brood no fue más que la primera y más notoria ruptura de las reglas.
—¿Así que ahora trabajas para el Embozado?
—Ni de lejos, Kalam. Por forzar un juego de palabras, bien sabe el Embozado que era él el que estaba trabajando para mí.
—¿Estaba? ¿Y ahora?
—Ahora —señaló a Apsalar—, como dice ella, los dioses están en guerra. —Se encogió de hombros, pero fue un encogimiento incómodo—. Necesito sondear los dos bandos, Kalam. Necesito hacer preguntas. Necesito respuestas.
—¿Y te las está proporcionando el Embozado?
La mirada que le lanzó al asesino fue nerviosa, casi cohibida.
—Poco a poco.
—¿Y qué te está sacando el Embozado a ti?
El mago se picó.
—¿Has intentado alguna vez retorcerle el brazo a un muerto? ¡No funciona! —Su mirada furiosa pasó entre Kalam y Apsalar—. Escuchad, ¿recordáis esas partidas que echaban Seto y Viol? ¿Con la baraja de los Dragones? Idiotas, pero eso da igual. El caso es que hacían las reglas según iban jugando, y eso es lo que estoy haciendo yo, ¿estamos? ¡Dioses, hasta un genio como el mío tiene sus límites!
Un bufido del soldado falari y Apsalar vio que enseñaba los dientes.
El mago se acercó a él.
—¡Ya basta, Tormenta! ¡Tú y tu maldita espada de piedra! —Agitó los brazos hacia la ciudad de Y’Ghatan—. ¿A ti eso te huele dulce?
—Lo que olería más dulce todavía es el mago supremo de la consejera cortadito en pedazos y servido en un estofado al propio Embozado. —Echó mano de la espada imass y su sonrisa se ensanchó—. Y yo soy el hombre justo para…
—Calmaos, los dos —dijo Kalam—. De acuerdo, Apsalar, estamos todos aquí, lo cual es algo más que extraño, pero no tan extraño, quizá, como debería. No importa. —Hizo un gesto con el que se abarcó a sí mismo, a Ben el Rápido y a Tormenta—. Nosotros regresamos al Decimocuarto Ejército. O lo haremos, una vez hayamos rodeado la ciudad y Rápido se quede satisfecho cuando vea que está tan muerta como parece…
—Oh —interpuso el mago—, desde luego que está muerta. Con todo, vamos a rodear las ruinas. —Señaló con un dedo a Apsalar—. En cuanto a ti, mujer, no viajas sola, ¿verdad? ¿Dónde se ocultan? ¿Y qué son? ¿Familiares?
—Podrías llamarlos así —respondió ella.
—¿Dónde se ocultan? —preguntó Ben el Rápido otra vez.
—No estoy segura. Cerca, sospecho. Son… tímidos. —Y no añadió nada más, de momento, satisfecha como estaba por el ceño de respuesta del mago.
—¿Adónde vas, Apsalar? —preguntó Kalam.
Las cejas femeninas se alzaron.
—Pues con vosotros, por supuesto.
La joven notó que eso no los complacía mucho, pero no pusieron más objeciones. En lo que a ella se refería, era la conclusión perfecta para esa parte del viaje. Coincidía con su tarea más urgente, el último objetivo de los asesinatos. El único del que no se podía hacer caso omiso.
Siempre había sabido que Cotillion era un cabrón muy sutil.
—Muy bien, a ver —dijo la sargento Hellian—, ¿cuál de vosotros quiere ser mi nuevo cabo?
Picajoso y Sinaliento intercambiaron una mirada.
—¿Qué? —preguntó Picajoso—. ¿Nosotros? Pero ahora tiene a Balgrid y Tavos Estanque. O incluso…
—Es mi nuevo pelotón y la que decide soy yo. —Miró con los ojos entrecerrados a los otros soldados—. Balgrid es mago. Igual que Tavos Estanque. —Frunció el ceño y miró a los dos hombres—. No me gustan los magos; siempre están desapareciendo, justo cuando quieres preguntarles algo. —Sus ojos se deslizaron hacia los últimos dos soldados—. Quizás es zapador y con eso ya digo bastante, y Laúdes es nuestro sanador. Eso deja… —Hellian volvió a mirar a los gemelos—. Os deja a vosotros dos.
—Bien —dijo Picajoso—. Seré el cabo.
—Un momento —dijo Sinaliento—. ¡Yo quiero ser cabo! A mí este no me da órdenes, sargento. ¡De eso na! El que nació con cerebro fui yo, sabe…
Picajoso lanzó un bufido.
—Y luego, como no sabías qué hacer con él, lo tiraste.
—Eres un mentiroso de mierda, Picajoso…
—¡Silencio! —Hellian echó mano de su espada. Pero entonces se acordó y sacó un cuchillo en su lugar—. Otra palabra de cualquiera de los dos y me corto.
El pelotón se la quedó mirando.
—Soy una mujer, veis, y las mujeres lidiamos así con los hombres. Sois todos hombres. Dadme problemas y me clavo este cuchillo en el brazo. O en la pierna. O quizá me corte un pezón. Y vosotros, cabrones, tendréis que vivir con eso. El resto de vuestros días, tendréis que vivir con el hecho de que fuisteis tan gilipollas que Hellian fue y se desfiguró.
Nadie dijo nada.
Con una sonrisa, Hellian volvió a envainar su cuchillo.
—Bien. Y ahora, Picajoso y Sinaliento, lo he decidido. Sois los dos cabos. Ya está.
—Pero ¿y si quiero dar una orden a Sinaliento…?
—Bueno, no puedes.
Sinaliento levantó un dedo.
—Espere, ¿y si damos órdenes diferentes a los otros?
—No te preocupes por eso —dijo Quizás—, no vamos a escucharos de todos modos. Los dos sois idiotas, pero si la sargento quiere haceros cabos, no pasa nada. Nos da igual. Los idiotas son buenos cabos.
—De acuerdo —dijo Hellian—, está decidido. Y ahora, que nadie se vaya por ahí de paseo porque la capitán nos quiere listos para marchar. —Y se alejó, fue subiendo hacia el risco. Pensando.
La capitán se había llevado a Urb y lo había ascendido a sargento. Una locura. La vieja regla de que los idiotas hacían buenos cabos era obvio que se extendía a los sargentos, pero no había nada que ella pudiera hacer. Además, igual le daba por ir y matarlo y entonces habría problemas. Urb era grande, después de todo, y no había muchos sitios para esconder su cuerpo. No por allí, al menos, concluyó mientras examinaba las rocas rotas, los ladrillos y los cascos que sembraban la ladera.
Necesitaban encontrar un pueblo. Podría cambiar su cuchillo, no eso no funcionaría, porque eso estropearía su amenaza y el pelotón podría amotinarse. A menos que la próxima vez añadiera las uñas a las armas posibles, sacarse los ojos, o algo así. Se miró las uñas. Oh, casi todas desaparecidas. Qué desastre…
—Mírala —dijo Quizás—. Nos dice que no nos vayamos por ahí y luego, ¿qué hace ella? Se va por ahí. Busca un risco para hacer ¿qué? Cómo no, mirarse las uñas. ¡Oh, están rotas! Dioses, tenemos una mujer de verdad como puñetero sargento del Embozado…
—No es una mujer de verdad —dijo Picajoso—. Tú no la conoces, zapador. Pero yo y Sinaliento, nosotros fuimos dos de los pobres idiotas que llegaron los primeros al templo de Kartool, donde empezó toda esta pesadilla.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Balgrid.
—Alguien fue y masacró a todos los sacerdotes en el templo de D’rek, y nosotros llegamos los primeros a la escena. Bueno, ya sabes cómo va esto. Era nuestro barrio, ¿no? No era como si pudiéramos patrullar dentro de los templos, por supuesto, así que la culpa no fue nuestra. Pero ¿desde cuándo cuenta el sentido común en el Imperio? Así que tuvieron que destinarnos lejos. Para que nos mataran con un poco de suerte, y que nada de esto saliese…
—Acaba de salir —dijo Tavos Estanque mientras se rascaba bajo las vendas ásperas e incrustadas de sangre que le envolvían un lado de la cara.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó otra vez Balgrid—. ¿Y qué está haciendo allí la sargento?
Quizás miró furioso a Laúdes.
—Sigue sordo. ¡Haz algo!
—Lo recuperará —respondió el sanador con un encogimiento de hombros—. La mayoría. Lleva tiempo, eso es todo.
—En fin —reanudó Picajoso la conversación—, que no es una mujer de verdad. Bebe…
—Eso —interpuso Sinaliento—, ¿y por qué bebe? ¡Pues porque tiene miedo a las arañas!
—Eso da igual —replicó su hermano—. Y ahora está sobria del todo y eso son malas noticias. Escuchad, todos…
—¿Qué? —preguntó Balgrid.
—Escuchad, el resto, solo tenemos que mantenerla borracha y todo irá bien…
—Idiota —dijo Quizás—. Seguramente no atrapasteis a quien matara a todos esos sacerdotes porque vuestra sargento estaba borracha. Lo hizo bien en Y’Ghatan, ¿o se os ha olvidado ya? Estáis vivos gracias a ella.
—Eso se le pasará, zapador. Espera y verás. A ver, ¡mírala, está preocupándose por sus uñas!
Gesler sabía que adoptar a miembros de la pesada en un pelotón nunca era fácil. No pensaban de forma normal; de hecho, el sargento ni siquiera estaba seguro de que fueran humanos. Un cruce entre un imass de carne y hueso y un barghastiano, quizá. Y a él le habían caído encima cuatro: Narizcorta, Destello de Ingenio, Uru Hela y Cachipolla. Destello de Ingenio seguro que podía ganarle a un buey a la hora de tirar y encima era napaniana, aunque esos asombrosos ojos verdes venían de otra parte; y Narizcorta parecía haber cogido por costumbre perder partes del cuerpo, y quién sabía hasta dónde había llegado aparte de la falta de nariz y la oreja. Uru era una maldita korelana que igual había estado destinada en la muralla de las Tormentas antes de colarse en un mercante jakatakano, lo que significaba que pensaba que no le debía nada a nadie. A Cachipolla solo era fácil confundirla, pero era obvio que era tan dura como el que más.
Y los de la pesada eran duros. Tendría que ajustar su forma de pensar para adaptarse al nuevo pelotón. Pero si vuelve a aparecer, a Tormenta le van a encantar.
Quizá tuviera sentido reorganizar los pelotones, pero Gesler no tenía muy claro el momento elegido por la capitán. Era responsabilidad del puño Keneb, de todos modos, y con toda probabilidad él preferiría dividir a los soldados que eran, todos y cada uno ya, veteranos. Bueno, eran los malditos oficiales los que tendrían que darle vueltas a eso. Lo que más le preocupaba a él en ese momento era que estaban casi sin armas ni armaduras. Una veintena de asaltantes o incluso bandidos que les cayeran encima por casualidad y habría más huesos malazanos blanqueándose al sol. Tenían que ponerse en marcha, alcanzar al puñetero ejército.
Clavó la mirada en el camino del oeste, arriba, en el risco. Vio que Hellian ya estaba allí. Iluminada por el sol naciente. Una mujer extraña, pero debía de haber hecho algo bien para haber sacado a sus soldados de aquel desastre. Gesler no quería mirar a Y’Ghatan. Cada vez que lo había hecho, las imágenes volvían: Verdad echándose al hombro las bolsas de municiones y corriendo hacia el humo y las llamas. Violín y Sepia regresando disparados, alejándose de lo que iba a pasar. No, no merecía la pena echar una última mirada a aquella ciudad condenada.
Lo que se podía sacar de eso no valía un pimiento, de todos modos. Leoman los había atraído hasta el mismísimo centro, había convertido la ciudad en una telaraña de la que no había escapatoria… Solo que… nosotros salimos, ¿no? ¿Pero cuántos no salieron? La capitán se lo había dicho. De dos mil para arriba, ¿no? Y todo para matar a unos cuantos cientos de fanáticos que seguramente se habrían sentido igual de satisfechos suicidándose ellos sin matar a nadie más, solo para dejar claro ese argumento absurdo, fútil, por el que sintieran que merecía la pena morir. Así pensaban los fanáticos, después de todo. Matar malazanos solo endulzaba una última comida ya dulce. Todo para hacer brillar los ojos de algún dios.
Claro que, pule lo que sea durante el tiempo suficiente y empieza a brillar.
El sol levantó el ojo ampollado por encima del horizonte, ya casi era hora de dar comienzo a la marcha.
Diez, quizá más crías, todas rosadas, arrugadas y retorciéndose dentro de un viejo nido de vencejo que una explosión había sacado de un muro. Botella se asomó al nido que tenía en las manos. La madre se aferraba a su hombro izquierdo, se le crispaba la nariz, como si se estuviera planteando un salto repentino, o bien hacia su indefensa prole o hacia el cuello de Botella.
—Relájate, querida —susurró—. Son tan míos como tuyos.
Un ruido medio ahogado cerca y después una carcajada.
Botella miró furioso a Sonrisas.
—No entiendes nada, foca miserable.
—No me puedo creer que quieras llevarte esa asquerosidad contigo. Está bien, nos sacó de ahí, pero ahora déjala estar. Además, no vas a poder mantenerlos con vida, tiene que darles de comer, ¿no? Lo que quiere decir que debe ir a buscar alimento. ¿Cuándo va a poder hacerlo? Estamos a punto de emprender la marcha, idiota.
—Nos las arreglaremos —respondió él—. Son criaturas tribales, las ratas. Además, ya nos hemos agenciado suficiente comida, es solo Y’Ghatan la que tiene que comer un montón, de momento. Las crías solo maman.
—Calla, me estás poniendo mala. Ya hay suficientes ratas en el mundo, Botella. Llévate la grande, claro, pero deja a las otras para los pájaros.
—Ella jamás me lo perdonaría.
Sentado a poca distancia, Koryk estudió a los dos soldados que reñían un momento más y después se levantó.
—No te vayas lejos —dijo Cuerdas.
El mestizo seti rezongó una réplica ininteligible y después se dirigió hacia el extremo norte de las llanuras, donde unos pozos profundos y anchos acribillaban el terreno. Llegó al borde de uno y miró abajo. Mucho tiempo atrás esos pozos proporcionaban arcilla a los alfareros, allá cuando había agua cerca de la superficie. Cuando se habían secado, habían resultado útiles para deshacerse de los deshechos, incluyendo los cuerpos de los indigentes.
Los pozos más cercanos a los muros de la ciudad contenían solo huesos, montones blanqueados, agrietados por el sol entre tiras raídas de mortajas.
Permaneció sobre los restos un momento más y descendió por el lado medio desmoronado.
Los soldados habían perdido la mayor parte de los huesos que llevaban sujetos a la armadura y el uniforme. Parecía lo más apropiado, pensó Koryk, que esos ciudadanos largo tiempo muertos de Y’Ghatan ofrecieran los suyos. Después de todo, nos arrastramos por los huesos de la propia ciudad. Y ni siquiera podemos medir lo que dejamos atrás.
Hundido hasta las rodillas en huesos, miró a su alrededor. No había escasez de fetiches allí. Satisfecho, empezó a recoger.
—Pareces casi desnudo sin toda esa armadura, joder.
El cabo Chapapote hizo una mueca.
—Estoy casi desnudo sin toda mi armadura, joder, sargento.
Con una sonrisa, Cuerdas apartó la mirada y buscó hasta que encontró a Koryk, que estaba en proceso de trepar a la superficie. Al menos, eso era lo que parecía desde allí. Un hombre extraño, reservado. Claro que, si quería meterse en la tierra, eso era asunto suyo. Siempre que apareciera cuando se diera la orden de marchar.
Sepia estaba cerca del fuego, sirviendo lo que quedaba del té, una infusión confeccionada con media docena de plantas de la zona que Botella había identificado como aceptables, aunque se había mostrado un tanto cauto en lo que a su toxicidad se refería.
Tras examinar durante un momento a su pelotón, el sargento volvió a la tarea de afeitarse la barba, iba dándole tajos al pelo maloliente, chamuscado, con el cuchillo de monte, la única arma que le quedaba.
Uno de los huérfanos, una niña que se había pegado a él, se había sentado enfrente y lo miraba con los ojos muy abiertos, la cara redonda manchada de ceniza y dos surcos mojados y sucios cayéndole de la nariz. Se había lamido los labios hasta dejarlos en carne viva.
Cuerdas hizo una pausa, la miró con los ojos guiñados y después levantó una ceja.
—Necesitas un baño, muchachita. Tendremos que tirarte al primer arroyo que nos topemos.
La niña hizo una mueca.
—No queda más remedio —continuó él—. A los soldados malazanos del Decimocuarto se les exige que mantengan cierto nivel de limpieza. De momento la capitán se lo toma con calma, pero, créeme, no va a durar… —Fue dejando de hablar cuando vio que la niña ya no lo escuchaba. Y tampoco estaba mirándolo a él sino a algo que había tras su hombro izquierdo. Cuerdas se dio la vuelta y siguió la mirada de la pequeña.
Y vio un jinete y tres figuras a pie. Bajaban del camino que rodeaba Y’Ghatan. Se dirigían hacia ellos.
A poca distancia, a su derecha, oyó hablar a Gesler.
—Ese es Tormenta, reconocería esos andares de matón en cualquier parte. Y Kalam y Rápido. No conozco a la mujer del caballo, sin embargo…
Pero yo sí. Cuerdas se levantó. Subió por la ladera para recibirlos. Oyó a Gesler detrás de él, siguiéndolo.
—Que el Embozado nos lleve —dijo Cuerdas estudiando primero a Apsalar y después a Kalam y Ben el Rápido—, la mitad del antiguo pelotón. Todos aquí.
Ben el Rápido miraba con los ojos entrecerrados a Violín.
—Te has afeitado —dijo—. Me recuerda lo joven que eres en realidad, esa barba te hacía viejo.
Hizo una pausa y después añadió:
—Estaría bien tener a Mazo aquí con nosotros.
—Olvídalo —dijo Cuerdas—, ese está engordando en Darujhistan y lo último que querría sería ver otra vez nuestras feas caras. —Tosió—. Y supongo que Paran también está allí, con los pies en alto y tomando vino saltoano bien frío.
—Resultó ser un buen capitán —dijo el mago tras un momento—. Quién lo habría pensado, ¿eh?
Cuerdas señaló con la cabeza a la mujer del caballo.
—Apsalar. Bueno, ¿y dónde está Azafrán Jovenmano?
La chica se encogió de hombros.
—Ahora se hace llamar Navaja, Violín.
Oh.
—En cualquier caso —continuó ella—, nos separamos hace algún tiempo.
Tormenta se acercó más a Gesler.
—¿Lo perdimos? —preguntó.
Gesler apartó la mirada y asintió.
—¿Qué pasó?
El que respondió fue Cuerdas.
—Verdad nos salvó el pellejo a todos, Tormenta. Hizo lo que nosotros no pudimos cuando había que hacerlo. Y ni una sola queja. En fin, que dio su vida por nosotros. Ojalá pudiera haber sido de otro modo… —Sacudió la cabeza—. Lo sé, es duro cuando son tan jóvenes.
Había lágrimas corriendo por el rostro quemado por el sol del hombretón. Sin decir nada pasó junto a todos y bajó por la ladera hacia los malazanos acampados. Gesler lo observó y después lo siguió.
No habló nadie.
—Tenía una corazonada —dijo Ben el Rápido—. Conseguisteis salir de Y’Ghatan, pero el Decimocuarto ya se ha ido.
Violín asintió.
—No les quedó más remedio. Viene la peste, por el este. Además, debía de parecer imposible… que cualquiera que estuviera atrapado en la ciudad sobreviviera a la tormenta de fuego.
—¿Cómo lo hicisteis vosotros? —inquirió Kalam.
—Estamos a punto de ponernos en marcha —dijo Violín cuando apareció Faradan Sort trepando hasta el sendero—. Os lo contaré por el camino. Y, Rápido, tengo un mago en mi pelotón que quiero que conozcas, nos ha salvado a todos.
—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó el mago—. ¿Que le estreche la mano?
—No a menos que quieras un mordisco. —Ja, mira la cara que pone. Valió la pena.
El puente estaba hecho de piedras negras, cada una tallada con tosquedad, pero encajadas a la perfección. Lo bastante ancho para albergar dos carretas, una junto a la otra, aunque no había barreras que flanquearan el tramo y los bordes parecían gastados, quebradizos, lo suficiente para intranquilizar a Paran. Sobre todo porque no había nada bajo el puente. Nada en absoluto. Brumas grises en un mar sin fondo. Brumas grises que se tragaban el puente en sí a veinte pasos de distancia; brumas grises que rebatían el cielo sobre sus cabezas.
Un reino nacido a medias, nacido muerto; el aire era frío, pegajoso, olía a charcos dejados por la marea. Paran se ciñó mejor el manto alrededor de los hombros.
—Bueno —murmuró—, se parece mucho a lo que vi.
La forma fantasmal de Seto, de pie al borde mismo del inmenso puente, se volvió poco a poco.
—¿Ya había estado aquí, capitán?
—Visiones —respondió él—. Eso es todo. Tenemos que cruzar este…
—Sí —dijo el zapador—. Y entrar en un mundo olvidado hace mucho. ¿Pertenece al Embozado? Difícil de decir. —Los ojos entornados del fantasma parecieron cambiar y se clavaron en Ganath—. Deberías haber cambiado de opinión, jaghut.
Paran la miró. Imposible leer su expresión, pero había rigidez en su postura, cierta febrilidad en las manos que levantó para ponerse la capucha de la capa que había conjurado.
—Sí —dijo la jaghut—, debería.
—Esto es más antiguo que las Fortalezas, ¿verdad? —le preguntó Paran—. Y tú lo reconoces, ¿no es cierto, Ganath?
—Sí, en respuesta a tus dos preguntas. Este lugar pertenece a los jaghut, a nuestros mitos. Esta es nuestra visión del inframundo, Señor de la Baraja. Verdith’anath, el puente de la Muerte. Debes hallar otro camino, Ganoes Paran, para encontrar a los que buscas.
El capitán negó con la cabeza.
—No, es este, me temo.
—No puede ser.
—¿Por qué?
La jaghut no respondió.
Paran dudó un momento antes de hablar.
—Este es el lugar de mis visiones. Donde tengo que empezar. Pero… bueno, esos sueños nunca procedían de aquí, no podía ver lo que aguardaba más adelante, en este puente. Así que tenía esto, lo que veis delante, y el conocimiento de que solo un fantasma podía guiarme para cruzarlo. —Estudió las brumas que envolvían el sendero de piedra—. Hay dos formas de verlo, fue la conclusión a la que llegué al final.
—¿De ver qué? —preguntó Ganath.
—Bueno, la pobreza de esas visiones y mis corazonadas sobre cómo proceder. Podría desechar todo lo demás e intentar apaciguarlas con precisión, sin desviarme ni una sola vez, por miedo a que se produjese un desastre. O podría ver todas esas incertidumbres como oportunidades y permitir así que mi imaginación volara.
Seto hizo un movimiento como si fuese a escupir, aunque no le salió nada de la boca.
—Deduzco que eligió lo segundo, capitán.
Paran asintió y después se enfrentó otra vez a la jaghut.
—En vuestros mitos, Ganath, ¿quién o qué guarda este puente?
Ella negó con la cabeza.
—Este lugar se encuentra en el subsuelo, bajo los pies del Embozado. Bien puede ser que sepa de este reino, pero no se atrevería a imponer dominio alguno sobre él… o sus habitantes. Este es un lugar primitivo, Señor de la Baraja, al igual que todas esas fuerzas que lo llaman «hogar». Es simple presunción creer que la muerte no tiene más que una manifestación. Como con todas las cosas, capa se asienta sobre capa y, con el tiempo, las más profundas y oscuras se olvidan, pero han dado forma a todo lo que yace encima. —Pareció estudiar a Paran por un momento y después añadió—: Llevas una espada de otataralita.
—De mala gana —admitió él—. La mayor parte del tiempo la tengo enterrada junto al muro trasero de la finca de Coll, en Darujhistan. Me sorprende que la hayas percibido, la vaina está hecha de hierro y bronce y anula el efecto.
La jaghut se encogió de hombros.
—La barrera es imperfecta. Los habitantes de este reino, si los mitos son ciertos y siempre lo son, prefieren la fuerza bruta a la hechicería. La espada será solo una espada.
—Bueno, no me había planteado usarla, de todos modos.
—En fin —dijo Seto—, ¿nos ponemos en camino, cruzamos el puente y vemos lo que viene a por nosotros? Capitán, puede que solo sea un zapador, y encima muerto, pero ni siquiera a mí me parece una buena idea.
—Pues claro que no —dijo Paran—. Tengo planeada otra cosa. —Sacó de su mochila un objeto circular pequeño, con radios, que después tiró por el suelo—. No deberían tardar mucho —dijo—. Se les ordenó que se quedaran cerca.
Un momento después se oyeron ruidos entre las brumas, detrás de ellos, el trueno de unos cascos, el estrépito pesado de unas ruedas inmensas. Apareció un tiro de caballos agitando la cabeza, salpicados de espuma y con los ojos desorbitados, y tras ellos un carruaje de seis ruedas. Los guardias se aferraban a varios salientes ornamentados de los flancos del carruaje, algunos atados por arneses de cuero. Tenían las armas en las manos y miraban con fiereza las brumas, en todas direcciones.
El conductor se echó hacia atrás con las riendas y lanzó un extraño grito. Los cascos patearon el suelo, el tiro se encabritó y le dio la vuelta al enorme carruaje, que se detuvo de repente, partiendo piedras y resbalando.
Los guardias se desengancharon y se dispersaron a toda prisa para establecer un perímetro de seguridad con las ballestas preparadas y amartilladas. En el pescante, el conductor puso el freno, enroscó las riendas en el mango y después sacó una petaca y engulló el contenido en siete tragos sucesivos. Eructó, volvió a tapar la petaca, se la guardó en el bolsillo y se bajó del carruaje. Abrió el pestillo de la puerta y Paran percibió movimiento tras los barrotes de las ventanillas.
El hombre que se abría camino era enorme e iba vestido con sedas empapadas, las manos regordetas y la cara redonda bañada en sudor.
—Usted debe de ser Karpolan Demesand —dijo entonces Paran—. Soy Ganoes Paran. Gracias por llegar tan rápido. Conociendo la reputación de la Asociación Comercial de Trygalle, por supuesto no me sorprende en absoluto.
—¡Ni debería sorprenderlo! —respondió el hombretón con una gran sonrisa que reveló unos dientes con fundas de oro y tachonados de diamantes. La sonrisa se desvaneció poco a poco cuando su mirada encontró el puente—. Oh, vaya. —Les hizo un gesto a dos de los guardias más cercanos, ambas mujeres pardu y las dos con grandes cicatrices—. Nisstar, Artara, al borde de las brumas de ese puente, si tenéis la bondad. Examinad los bordes con cuidado, sin un muro de contención nos enfrentamos a un camino traicionero, sin duda. —Los ojitos brillantes se clavaron en Paran una vez más—. ¡Señor de la Baraja, discúlpeme, la tensión me agota! ¡Oh, cómo pone a prueba esta pavorosa tierra al pobre y viejo Karpolan Demesand! ¡Después de esto, apresuraremos nuestro regreso a nuestro amado continente natal de Genabackis! Nada salvo tragedias asolan Siete Ciudades, ¿ven el peso que he perdido? ¡La tensión! ¡La desdicha! ¡La mala comida! —Chasqueó los dedos y salió un sirviente del carruaje, tras él, que conseguía mantener en equilibrio una bandeja atestada de copas y un decantador de cristal con una mano mientras con la otra se las arreglaba para salir del vehículo—. ¡Reúnanse, amigos míos! ¡Vosotros no, malditos accionistas! ¡Vigilad, idiotas! ¡Hay cosas aquí fuera y ya sabéis lo que pasa cuando llegan cosas! ¡No, me refería a mis invitados! Ganoes Paran, Señor de la Baraja, su fantasmal compañero y la hechicera jaghut, únanse a mí, inquietos tres, en este pacífico brindis… ¡antes de que comience el caos!
—Gracias por la invitación —dijo Seto—, pero puesto que soy un fantasma…
—En absoluto —le interrumpió Karpolan Demesand—, sepa que en las cercanías de aquí mi artilugio, usted no ostenta esa condenada falta de sustancia, ¡en absoluto! —Le pasó una copa al zapador—. ¡Así que beba, amigo mío! ¡Y disfrute una vez más de la deliciosa sensación del sabor, por no mencionar el alcohol!
—Si usted lo dice —dijo Seto al tiempo que aceptaba la copa. Tomó un trago y su confusa expresión se iluminó un tanto—. ¡Dioses del inframundo! ¡Lo ha hecho, mercader! ¡Creo que me voy a dedicar a embrujar este carruaje para toda la eternidad!
—Por desgracia, amigo mío, el efecto se va borrando con el tiempo. ¡De otro modo nos enfrentamos a una carga imposible, como puede imaginar! Y ahora usted, jaghut, por favor, la elocuencia de la miríada de sabores que hay en el vino no le pasarán desapercibida, estoy seguro. —Con una sonrisa radiante le dio una copa.
La jaghut bebió y después enseñó los colmillos en lo que a Paran le pareció una sonrisa.
—Bik’trara, flores de hielo, debe de haber cruzado un glaciar jaghut en algún momento del pasado para haber cosechado plantas tan poco comunes.
—¡Así es, querida! ¡Glaciares jaghut y mucho más además, se lo aseguro! Debo explicar que la Asociación Comercial de Trygalle recorre las sendas, una afirmación que ningún otro mercader de este mundo osa hacer. Por consiguiente, somos muy caros. —Le dedicó a Paran un guiño expansivo—. Mucho, como bien sabe el Señor de la Baraja. Y hablando de eso, confío en que trae el pago consigo…
Paran asintió.
Karpolan le ofreció la tercera copa a Paran.
—Observo que se ha traído su caballo, Señor de la Baraja. ¿Tiene intención de cabalgar con nosotros, entonces?
—Creo que sí. ¿Es un problema?
—Difícil de decir, no sabemos todavía lo que nos encontraremos en este pavoroso puente. En cualquier caso, debe cabalgar cerca, a menos que tenga intención de hacer valer su propia protección, en cuyo caso, ¿para qué contratarnos a nosotros?
—No, su protección la necesitaré, estoy seguro —dijo Paran—. Y sí, por eso contraté a su asociación en Darujhistan. —Tomó un sorbo del vino y empezó a darle vueltas la cabeza—. Aunque —añadió mientras miraba el líquido dorado—, si bebo más de esto, puede que tenga problemas para sostenerme sobre la silla.
—Debe atarse bien, Ganoes Paran. Con los estribos y a la silla. Confíe en mí, un viaje como este es mejor realizarlo borracho, o impregnado por los vapores del durhang. O ambas cosas. Ahora debo comenzar los preparativos; aunque jamás he visitado esta senda, estoy empezando a sospechar que vamos a pasar una dura prueba en este aterrador puente.
—Si le parece bien —dijo Ganath—, me gustaría viajar con usted, dentro.
—Un placer, y sugiero que se prepare para acceder a su senda, jaghut, por si surge la necesidad.
Paran observó a los dos meterse en el carruaje, después se volvió para mirar a Seto.
El zapador se terminó el vino de su copa y la volvió a dejar en la bandeja, que todavía sostenía el sirviente, un anciano con los ojos enrojecidos y un pelo gris que parecía chamuscado por los bordes.
—¿Cuántos de estos viajes ha hecho? —le preguntó Seto.
—Más de los que puedo contar, señor.
—Deduzco que Karpolan Demesand es mago supremo.
—Eso es lo que es, señor. Y por eso, los accionistas lo bendecimos cada día.
—No me cabe duda —dijo Seto, después se volvió hacia Paran—. Si no se va a beber eso, capitán, deje la copa. Usted y yo tenemos que hablar.
Paran se arriesgó a tomar otro trago y después dejó la copa y siguió al fantasma cuando, con un gesto, Seto se encaminó al pie del puente.
—¿Algo en tu fantasmal mente, zapador?
—De sobra, capitán, pero lo primero es lo primero. Sabe, cuando lancé ese maldito allá en Coral, imaginé que se había acabado. Bien sabe el Embozado que no tenía elección, así que volvería a hacerlo si tuviera que hacerlo otra vez. Pero en fin —hizo una pausa y después continuó—, durante un tiempo hubo, bueno, solo oscuridad. Algún destello que otro de algo parecido a la luz, algo parecido a la conciencia. —Sacudió la cabeza—. Era como, bueno —miró a Paran a los ojos—, como que no tenía ningún sitio al que ir. Me refiero a mi alma. Ningún sitio en absoluto. Y, créame, la sensación no es agradable.
—Pero entonces lo tuviste —dijo Paran—. Un sitio al que ir, quiero decir.
Seto asintió, los ojos una vez más puestos en las brumas que envolvían el camino que tenían delante.
—Oí voces, al principio. Luego… viejos amigos que salían de la oscuridad. Caras que conocía, y claro, como dije, amigos. Pero algunos que no lo eran. Tiene que entender, capitán, antes de que llegara usted muchos abrasapuentes eran simples cabrones. Cuando un soldado pasa por lo que pasamos nosotros, en Raraku, en Perro Negro, sales siendo un tipo de persona u otro. O bien te han dado un puto baño de humildad, o empiezas a creer que la emperatriz venera lo que te sale del culo, y no solo la emperatriz sino todos los demás también. Bueno, yo nunca tuve tiempo para esos cabrones cuando estaba vivo y ahora estoy viendo que voy a pasar una eternidad con ellos.
Paran se quedó callado un momento, pensativo.
—Continúa —dijo después.
—Los Abrasapuentes, bueno, tenemos trabajo por delante y a algunos no nos gusta. Es decir, estamos muertos, ¿no? Y sí, vale, está bien ayudar a amigos que siguen vivos, y quizá ayudar a toda la humanidad si vamos a eso, y siento decirlo, pero vamos a eso. Con todo, terminas con preguntas, preguntas que no se pueden responder.
—¿Por ejemplo?
La expresión del zapador se crispó.
—Mierda, no suena bien, pero… ¿qué sacamos nosotros? Terminamos en un ejército de muertos en un puñetero mar donde antes había un desierto. Nosotros acabamos con las guerras, la lucha se terminó y ahora parece que tenemos que marchar otra vez, y es una marcha larga, más larga de lo que piensa. Pero ahora es nuestro camino, ¿no?
—¿Y adónde lleva, Seto?
El otro volvió a sacudir la cabeza.
—¿Qué significa morir? ¿Qué significa ascender? No es como si fuéramos a reunir a diez mil devotos entre los vivos, ¿no? A ver, lo único que los soldados muertos tenemos en común es que ninguno fuimos lo bastante buenos o lo bastante afortunados como para sobrevivir a la lucha. Somos una hueste de fracasos. —Lanzó una carcajada seca—. Tengo que acordarme de esa frase para soltársela a estos cabrones. Solo para picarlos.
Paran volvió la cabeza y miró al carruaje. Seguía sin haber actividad alguna allí, aunque el sirviente había desaparecido otra vez dentro. Suspiró.
—Ascendientes, Seto. No es un papel fácil de explicar, de hecho, todavía tengo que encontrar una explicación que valga la pena para lo que es la ascendencia entre todos los tratados de los eruditos que he estudiado en las bibliotecas y los archivos de Darujhistan. Así que he tenido que buscar mi propia teoría.
—Oigámosla, capitán.
—De acuerdo, empezaremos con esto. Los ascendientes que encuentran devotos se convierten en dioses, y esa vinculación va en dos direcciones. Los ascendientes sin devotos en cierto sentido carecen de cadenas. Son neutrales, en el lenguaje de la baraja de los Dragones. Ahora bien, los dioses que en su momento tuvieron devotos, pero ya no los tienen, siguen siendo ascendientes, pero a todos los efectos emasculados, y continúan así, a menos que el culto se renueve de algún modo. Para los dioses ancestrales, eso significa el derramamiento de sangre en terreno sagrado o que ha sido sagrado. Para los espíritus más primitivos y demás podría ser algo tan sencillo como el recuerdo o el redescubrimiento de su nombre, o alguna otra forma de despertar. Claro que, nada de eso importa si el ascendiente en cuestión ha sido aniquilado de verdad y para siempre.
»Así que, para retroceder un poco, los ascendientes, ya sean dioses o no, parecen poseer cierta forma de poder. Quizá hechicería, quizá personalidad, quizá alguna otra cosa. Y lo que eso parece significar es que poseen un grado poco habitual de eficacia…
—¿De qué?
—Estás en un lío si te metes con ellos, es lo que digo. Un hombre mortal le da un puñetazo a alguien y quizá le rompa la nariz a la víctima. Un ascendiente le da un puñetazo a alguien y quien sea atraviesa un muro. Bueno, no quiero decir en el sentido literal, aunque a veces es el caso. No necesariamente fuerza física, sino fuerza de voluntad. Cuando un ascendiente actúa, las ondas lo recorren… todo. Y eso es lo que los convierte en tan peligrosos. Por ejemplo, antes de la expulsión de Fener, Treach era un héroe primero, un nombre antiguo para un ascendiente, y no era más que eso. Se pasaba la mayor parte de su tiempo o bien batallando con otros héroes primeros o, hacia el final, vagando por ahí en su forma soletaken. Si nada desafortunado le hubiera pasado a Treach en esa forma, su ascendencia se habría desvanecido con el tiempo, se habría perdido en la mente bestial y primitiva de un tigre inmenso. Pero ocurrió algo desafortunado; en realidad, dos cosas. La expulsión de Fener y la extraña muerte de Treach. Y con esos dos acontecimientos, cambió todo.
—De acuerdo —dijo Seto—, todo eso está muy bien. ¿Cuándo llega a su teoría, capitán?
—Cada montaña tiene su pico, Seto, y a lo largo de la historia ha habido montañas y montañas, más de las que podríamos imaginar, sospecho, montañas de la humanidad, de los jaghut, de los t’lan imass, de los eres’al, los barghastianos, los trell y demás. No solo montañas, sino cordilleras enteras. Creo que la ascendencia es un fenómeno natural, una ley inevitable de la probabilidad. Coge una masa de personas, en cualquier parte, de cualquier tipo, y al final se producirá la presión suficiente y surgirá una montaña, y tendrá un pico. Que es por lo que tantos ascendientes se convierten en dioses tras el paso de generaciones; el nombre del gran héroe se convierte en sagrado, en representante de una edad dorada perdida tiempo atrás, y así va.
—Así que, si le he entendido bien, capitán, y admito que no es fácil y nunca lo ha sido, estos días hay demasiada presión y por eso hay demasiados ascendientes, y las cosas se están poniendo peliagudas.
Paran se encogió de hombros.
—Puede que sea lo que parezca. Es probable que siempre lo parezca. Pero estas cosas se resuelven solas al final. Las montañas chocan, los picos caen, se olvidan, se desmoronan y convierten en polvo.
—Capitán, ¿está planeando hacer una nueva carta en la baraja de los Dragones?
Paran estudió al fantasma durante un largo rato antes de contestar.
—En muchas de las Casas, el papel del Soldado ya existe…
—Pero no soldados neutrales, capitán. No… nosotros.
—Dices que tenéis un largo camino por delante, zapador. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién os guía?
—Para eso no tengo respuesta, capitán. Por eso pensamos… nuestro pago por este trato… que si construye una carta para nosotros sería, bueno, como echar un puñado de harina de trigo sobre una red invisible.
—¿Parte del trato? Podrías haberlo mencionado al principio, Seto.
—No, mejor cuando ya es demasiado tarde.
—Para vosotros, sí. Está bien, lo pensaré. Admito que me has picado la curiosidad, sobre todo porque no creo que a ti y a tu ejército de fantasmas os estén manipulando de forma directa. Sospecho que lo que os llama es algo mucho más efímero, más primordial. Una fuerza de la naturaleza, como si una ley largo tiempo perdida se estuviera reafirmando y vosotros sois los elegidos para imponerla. Con el tiempo.
—Una idea interesante, capitán. Siempre supe que tenía cerebro, ahora por fin estoy empezando a entender un poco para qué sirve.
—Ahora déjame hacerte una pregunta, Seto.
—Si no le queda más remedio.
—Ese largo camino que tenéis por delante. Vuestra marcha… es a la guerra, ¿verdad? ¿Contra quién?
—Más bien contra qué…
Una conmoción tras ellos, los accionistas regresando a toda prisa al carruaje, el latigazo del cuero y el tintineo de las hebillas cuando la docena aproximada de hombres y mujeres empezaron a atarse. Los caballos, nerviosos de repente, agitaron las cabezas y patearon el suelo, los ollares disparados. El conductor tenía las riendas en las manos una vez más.
—Vosotros dos —rezongó—. Es hora.
—Creo que me voy a sentar junto al cochero —dijo Seto—. Capitán, como dijo el mago supremo, no se aleje. Sabía cómo traernos aquí, pero no tengo ni idea de lo que va a pasar.
Paran asintió y se dirigió a su caballo mientras Seto trepaba por un lado del carruaje. Las dos mujeres pardu regresaron de sus puestos en el puente, se subieron y tomaron posiciones en los flancos del techo, ambas comprobaron sus pesadas ballestas y la provisión de cuadrillos de cabezas anchas.
Paran montó de un salto.
Se abrió una contraventana en la puerta lateral y el capitán distinguió la cara redonda y brillante de Karpolan.
—Viajamos a una velocidad peligrosa, Ganoes Paran. Si se produce alguna transformación en el caballo que monta, plantéese abandonarlo.
—¿Y si la transformación me acontece a mí?
—Bueno, haremos lo que podamos para no abandonarlo.
—Eso es tranquilizador, Karpolan Demesand.
Una breve sonrisa y después la contraventana se cerró de golpe de nuevo.
Otro extraño grito del cochero y un latigazo de las riendas. Los caballos se lanzaron hacia delante y el carruaje se torció justo detrás de ellos. Empezó a rodar. Y entró en el puente de piedra.
Paran cabalgaba a su lado, enfrente de uno de los accionistas. El hombre le lanzó una sonrisa salvaje, medio perturbada, las manos enguantadas sujetaban una inmensa ballesta malazana.
Subieron la ladera y se adentraron en las brumas.
Que se cerraron como muros blandos a su alrededor.
Una docena de latidos y después el caos. Unas criaturas de piel ocre los rodearon como un enjambre por los dos lados, como si hubieran estado ocultas bajo el puente. Brazos largos, con garras en los extremos, piernas cortas y simiescas, cabezas pequeñas que parecían llenas de colmillos. Se abalanzaron sobre el carruaje con la intención de arrastrar a los accionistas.
Gritos, el golpe seco de los cuadrillos al alcanzar cuerpos, siseos de dolor de las criaturas. El caballo de Paran se encabritó, las patas delanteras cocearon a la bestia que se escabullía debajo. Con la espada en la mano, Paran acuchilló la espalda de la criatura que se aferraba y arrancaba fieros mordiscos del muslo izquierdo del accionista más cercano. Vio partirse la carne y el músculo, que revelaron las costillas. Después la sangre empezó a brotar. La bestia cayó con un chillido.
Mas habían alcanzado el carruaje y Paran vio a una accionista arrancada de su sitio, juraba y maldecía mientras la arrastraban hasta las piedras, después se desvaneció bajo unos cuerpos furiosos de piel lisa.
El capitán le dio la vuelta al caballo y se arrojó sobre la masa que se retorcía.
No era necesaria habilidad alguna, solo era cuestión de inclinarse y lanzar tajos y cuchilladas hasta que se apartó el último cuerpo ensangrentado.
La mujer que yacía en las piedras ensangrentadas parecía como si la hubiera masticado un tiburón y luego la hubiera escupido. Pero estaba viva. Paran envainó la espada, desmontó y se echó al hombro a la aturdida y ensangrentada mujer.
Pesaba más de lo que parecía. Se las arregló para subirla a lomos de su caballo y después se subió de un salto una vez más a la silla.
El carruaje ya se desvanecía entre las brumas, cuerpos ocres se desprendían de él. Las dos ruedas traseras se alzaban y caían con un golpe seco sobre los cadáveres flexibles.
Y entre Paran y el carruaje, medio centenar o más de aquellas criaturas, que en ese momento se giraban hacia él con las garras levantadas y chasqueando. Volvió a sacar la espada y clavó los talones en los flancos del caballo. El animal expresó su indignación con un gruñido y después cargó hacia delante. Patas y pecho apartaban cuerpos a golpes y Paran acuchillaba a diestra y siniestra y veía caer los miembros cortados, los cráneos abiertos en canal. Unas manos se cerraron sobre la accionista e intentaron arrastrarla. Paran se giró en redondo y las acuchilló hasta que las cercenó.
Una bestia le aterrizó en el regazo.
Aliento caliente, tenía un olor muy distintivo, a melocotones demasiado maduros. Unos colmillos articulados se abrían todo lo que podían, aquel maldito bicho estaba a punto de arrancarle la cara a Paran de un mordisco.
El hombre le dio un golpe con la cabeza, el borde del yelmo le aplastó la nariz y los dientes, la sangre le chorreó a Paran por los ojos, la nariz y la boca.
La criatura se tambaleó hacia atrás.
Paran levantó el arma y aporreó con el pomo de la espada la coronilla de la criatura. La atravesó y dos chorros de sangre le salieron al bicho por las orejas diminutas. Paran dio un tirón a su arma para liberarla y empujó a la bestia muerta a un lado.
Su caballo seguía abriéndose camino, chillando cuando las garras y los colmillos le acuchillaban el cuello y el pecho. Paran se inclinó sobre el cuello de su montura y azotó a las criaturas con la espada para defender a su animal.
Por fin consiguieron pasar, el caballo se lanzó a medio galope y después a galope tendido. De inmediato, la maltratada parte posterior del carruaje se bamboleó e inclinó y después se alzó delante de ellos. Libre de atacantes. Paran tiró de las riendas hasta que el caballo frenó y se colocó al lado del vehículo. El capitán le hizo un gesto al accionista más cercano.
—Todavía vive… cójala…
—¿Así que está viva? —respondió el hombre, después giró la cabeza y escupió un chorro rojo reluciente.
Paran vio entonces que estaba sangrando por los agujeros irregulares que tenía en la pierna izquierda y que la hemorragia se estaba deteniendo.
—Usted necesita un sanador, y rápido…
—Demasiado tarde —contestó el hombre, que se estiró para sacar a la mujer inconsciente del lomo del caballo de Paran. Más manos descendieron, cogieron el peso de la mujer y después la subieron. El accionista moribundo se hundió en el carruaje y después le dedicó a Paran una sonrisa enrojecida.
—La estaca —dijo—. Dobla mi valía, espero que la maldita esposa lo agradezca. —Mientras hablaba manipulaba la hebilla del arnés y por fin la pudo soltar. Miró a Paran con un último asentimiento, se soltó y cayó.
Una voltereta, rodó y después… nada.
Paran miró atrás, clavó los ojos en el cuerpo inmóvil que quedaba en el puente. Las bestias se acercaban a él como un enjambre. Dioses, esta gente ha perdido la cabeza por completo.
—¡Stebar se ha ganado la estaca! —dijo alguien en el techo del carruaje—. ¿Quién tiene una de sus astillas?
—Aquí, por la ranura —dijo otra voz—, ¿Thyrss está muy mal?
—Saldrá de esta, la pobre chica, pero ya no va ser tan guapa.
—Conociéndola, habría sido más feliz con la estaca…
—De eso nada, no tiene parientes, Ephras. ¿Qué sentido tiene una estaca sin parientes?
—Muy gracioso, Yorad, y apuesto a que tú ni siquiera conoces a los tuyos.
—¿Qué te acabo de decir?
La carrera salvaje del carruaje se había ido frenando a medida que aparecían cada vez más detritos en el camino del puente. Trozos de armadura oxidada, armas rotas, fardos de ropa indefinida.
Al mirar al suelo, Paran vio un trozo de madera que parecía haber formado parte en algún momento de un tablero de hoyos; estaba astillado y roído por un lado, como si una criatura hubiera intentado comérselo. Así que, aquí, en este inframundo letal, hay cosas que siguen necesitando comer. Lo que significa que están vivas. Lo que significa, supongo, que este no es su sitio. Intrusos, como nosotros. Se preguntó por todos esos otros visitantes de ese reino, los que habían caído presa de la horda de bestias hombres de color ocre. ¿Cómo habían terminado allí? ¿Un accidente o, como Paran, pretendían cruzar ese puñetero puente por alguna razón?
—¡Seto!
El fantasma, encaramado junto al cochero, se inclinó hacia delante.
—¿Capitán?
—Este reino, ¿cómo supiste de él?
—Bueno, usted vino a nosotros, ¿no? Supuse que era usted el que sabía de él.
—Eso no tiene ningún sentido. Tú guiabas, yo te seguía, ¿te acuerdas?
—Usted quería ir adonde iban las cosas antiguas, así que aquí estamos.
—¿Pero dónde es aquí?
El zapador se encogió de hombros y se echó hacia atrás.
Era el problema de seguir las corazonadas, reflexionó Paran. Quién sabía de dónde salían y qué las alimentaba.
Tras quizá un tercio de legua, con la ladera todavía ascendiendo de forma perceptible, la superficie del camino se despejó y aunque las brumas continuaron siendo densas, parecían haberse aligerado a su alrededor, como si un sol oculto de fuego blanco hubiera salido por el horizonte. Suponiendo que hubiera un horizonte. Paran sabía que no todas las sendas jugaban con las mismas reglas.
El cochero maldijo de repente, tiró con un golpe seco de las riendas y empujó con un pie la palanca del freno. Paran frenó a su lado cuando el tiro se detuvo con una sacudida.
Restos más adelante, un único montón enorme rodeado de trozos dispersos.
Un carruaje.
Todo el mundo se quedó callado por un momento y después surgió la voz de Karpolan Demesand de un tubo acústico que había cerca del techo.
—Nisstar, Artara, por favor, id a examinar esa barricada.
Paran desmontó con la espada todavía en la mano y se reunió con las dos mujeres pardu que se acercaban con cautela al carruaje destruido.
—Es de la Asociación Comercial de Trygalle —preguntó Paran en voz baja—, ¿verdad?
—Shh.
Llegaron a la escena. Paran se detuvo y las accionistas, tras intercambiar gestos, fueron cada una hacia un lado con las ballestas listas. En unos momentos desaparecieron de su campo de visión.
El carruaje estaba tirado de lado, con el techo enfrente de Paran. Le faltaba una rueda trasera. Las láminas de cobre del techo parecían abolladas y desconchadas por algunos sitios, cortadas y hundidas en otros. En dos de los lazos de sujeción de hierro quedaban tiras de cuero.
Una de las mujeres pardu apareció encima, encaramada al armazón de la puerta lateral, después se agachó para mirar en el interior del carruaje. Un momento después desapareció dentro. La otra accionista llegó por el otro lado de los restos. Paran la estudió. Le habían destrozado la nariz no hacía mucho, le pareció, y los restos de unas magulladuras estropeaban el contorno de los ojos con unas leves medialunas. Sobre esos cardenales, los ojos estaban invadidos por el miedo.
Tras ellos, Karpolan Demesand salió de su vehículo con la jaghut a su lado y Seto detrás; los tres se acercaron sin prisas.
Paran se volvió y estudió el rostro pálido e inexpresivo del mago supremo.
—¿Reconoce este carruaje en concreto, Karpolan?
Un asentimiento.
—Darpareth Vayd, señora de la Asociación. Desaparecida con todos sus accionistas desde hace dos años. Ganoes Paran, debo reflexionar, esa mujer era superior a mí en las artes de la hechicería. Me entristece profundamente este descubrimiento, esa mujer era amiga mía. Me entristece y alarma.
—¿Recuerda los detalles de su última misión?
—Ah, una pregunta clarividente. En general —hizo una pausa y plegó las manos en el regazo—, ese tipo de detalles son propiedad exclusiva de la Asociación Comercial de Trygalle, pues como comprenderá, la confidencialidad es una cualidad por la que nuestros clientes pagan, con la absoluta confianza de que no revelamos nada. En este caso, sin embargo, quedan patentes dos cosas que mitigan tal secretismo. Una: parece, si continuamos, que nos enfrentaremos a lo que se enfrentó Darpareth. Dos: en esta, su última misión, fracasó. Y es de suponer que no deseamos compartir su destino. Por tanto, aquí y ahora, combinaremos nuestros talentos, primero para determinar lo que destruyó su misión y, segundo, para llevar a cabo una defensa razonable contra el enemigo responsable.
La otra pardu salió trepando del carruaje. Al ver a Karpolan se detuvo y después sacudió la cabeza.
—No hay cuerpos —dijo Paran—. Por supuesto, esas bestias hambrientas con las que nos encontramos bien podrían haber hecho limpieza…
—No lo creo —dijo Ganath—. Sospecho que ellos también temen lo que hay más adelante y no se aventurarían tanto por el puente. En cualquier caso, el daño sufrido por ese carruaje lo produjo algo mucho más grande, más fuerte. Si este puente tiene un guardián auténtico, sospecho que estos pobres viajeros se toparon con él.
Paran frunció el ceño.
—Guardián. ¿Por qué habría de haber un guardián? Eso son cosas de los cuentos de hadas. ¿Con qué frecuencia intenta algo o alguien cruzar este puente? Tiene que ser muy pocas veces; es decir, hay un guardián con muchísimo tiempo libre en sus manos. ¿Por qué no irse por ahí? A menos que el bicho no tenga cerebro alguno, un adeudo así lo volvería loco…
—Lo bastante loco para hacer pedazos lo que aparezca —dijo Seto.
—Más bien desesperado por que le rasquen detrás de las orejas —replicó Paran—. No tiene ningún sentido. Las criaturas necesitan comer, necesitan compañía…
—¿Y si el guardián tiene un amo? —preguntó Ganath.
—Esto no es una Fortaleza —dijo Paran—. No tiene gobernante, ni amo y señor.
—¿Está seguro de eso, Ganoes Paran? —rezongó Karpolan.
—Lo estoy. Más o menos. Este reino está enterrado, olvidado.
—Puede ser, entonces —caviló Karpolan—, que alguien haya de informar al guardián de que ese es el caso, que su tarea ya no es relevante. En otras palabras, debemos liberarlo de su adeudo.
—Suponiendo que exista tal guardián —dijo Paran—, en lugar de un encuentro casual de dos fuerzas, ambas dirigiéndose en la misma dirección.
El maese de Trygalle entrecerró los ojitos.
—¿Sabe algo más de esto, Ganoes Paran?
—¿Cuál era la misión que trajo aquí a Darpareth Vayd?
—Ah, así que estamos intercambiando secretos. Muy bien. Según recuerdo, el cliente era de Darujhistan. En concreto, la Casa Orr. El contacto era una mujer, sobrina del difunto Turban Orr, lady Sedara.
—¿Y la misión?
—Parece que este reino alberga numerosas entidades, poderes largo tiempo olvidados, enterrados en la antigüedad. La misión implicaba un ensayo con tales criaturas. Puesto que lady Sedara era un miembro de la misión, no disponíamos de ningún otro detalle. Es de suponer que ella sabía lo que estaba buscando. Bueno, Ganoes Paran, le toca a usted.
El ceño de Paran se profundizó y se acercó más al carruaje destruido. Estudió los desgarros y las brechas en el recubrimiento de cobre del techo.
—Siempre me había preguntado adónde fueron —dijo— y al final comprendí adónde se dirigían. —Miró a Karpolan Demesand—. No creo que haya ningún guardián aquí. Creo que los viajeros se encontraron en este puente, todos encaminados en la misma dirección, y la mala fortuna cayó del lado de Darpareth y Sedara Orr. Este carruaje lo destruyeron dos mastines de Sombra.
—¿Está seguro?
Lo estoy. Los huelo. Mis… parientes.
—Tendremos que mover esto, tirarlo por el borde, supongo.
—Una pregunta —dijo Karpolan Demesand—. ¿Qué les pasó a los cuerpos?
—Los mastines tienen por costumbre arrastrar y arrojar a sus víctimas. En ocasiones se alimentan de ellas, pero en general solo se complacen en matarlas, y, en ese momento, se sentirían encolerizados y eufóricos por igual. Acababan de ser liberados de Dragnipur, la espada de Anomander Rake.
—Imposible —dijo de repente el mago supremo.
—No, solo sumamente difícil.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —inquirió Karpolan.
—Porque los liberé yo.
—Entonces… usted es el responsable de esto.
Paran miró al hombretón, a sus ojos duros, peligrosos.
—Muy a mi pesar. Verá, no deberían haber estado allí ya en primer lugar. En Dragnipur. Y yo tampoco. Y en ese momento yo no sabía adónde escaparían, ni siquiera que escaparían. Pareció, de hecho, que los había mandado al olvido, al propio Abismo. Resultó —añadió mientras miraba de nuevo los restos— que necesitaba que hicieran justo esto, necesitaba que incendiaran el rastro. Por supuesto habría sido mejor si no se hubieran encontrado a nadie por el camino. Es fácil olvidar lo desagradables que son…
Karpolan Demesand se volvió hacia sus accionistas.
—¡Abajo, todo el mundo! ¡Debemos despejar el camino!
—Capitán —murmuró Seto—, está empezando a ponerme nervioso de verdad.
Los restos gimieron, después se deslizaron por el borde y se desvanecieron en las brumas. Los accionistas, reunidos en un lado del puente, esperaron el sonido del fondo, pero no lo hubo. A una orden de Karpolan, regresaron a sus posiciones en el carruaje de Trygalle.
Parecía que el mago supremo no estaba de humor para ponerse a charlar con Paran y este sorprendió a la hechicera jaghut mirándolo de soslayo un momento antes de trepar al carruaje. Suspiró. Era lo que solía pasar cuando se daban noticias desagradables, sospechaba que si surgían problemas, no le tenderían muchas manos para ayudarlo. Montó una vez más y cogió las riendas.
Reanudaron el viaje. Al final comenzaron a bajar la cuesta, el puente medía por lo menos una legua. No había forma de saber, a menos que uno intentara meterse por debajo de la arcada, si eran columnas o contrafuertes lo que sostenía ese inmenso edificio, o si se limitaba a colgar, suspendido y sin anclajes sobre una enorme extensión de nada.
En la distancia algo comenzó a tomar forma en las brumas y, cuando se acercaron, distinguieron una gigantesca entrada que marcaba el final del puente, los postes que la flanqueaban eran gruesos en la base y se ahusaban inclinados hacia dentro para sujetar (de forma un tanto precaria, parecía) el peso de un enorme dintel de piedra. La estructura entera estaba cubierta de musgo.
Karpolan detuvo el carruaje delante y, como era su costumbre, mandó a las dos accionistas pardu por la entrada. Cuando no les ocurrió nada desafortunado y regresaron a informar de que el camino estaba despejado hasta donde ellas podían distinguir en cualquier caso, el carruaje tomó aquella entrada.
Solo para detenerse justo detrás cuando los dos primeros caballos se metieron chapoteando en el agua saturada de sedimentos de un lago o un mar.
Paran llevó su caballo hasta el borde del agua. Frunció el ceño, miró a la derecha, después a la izquierda, sus ojos rastrearon la línea de la costa.
Seto habló desde el carruaje.
—¿Algún problema, capitán?
—Sí. El problema es este lago.
—¿Por qué?
—No tendría que estar aquí.
—¿Cómo lo sabe?
Paran desmontó y se agachó junto al agua. No había ondas, la calma era perfecta. Ahuecó la mano y la metió en el líquido fresco y saturado de sedimentos. La levantó y la olisqueó.
—Huele a podrido. Esto es agua de una riada…
Lo interrumpió un llanto lastimero, siniestro, que procedía de algún lugar costa abajo.
—¡Por el aliento del Embozado! —siseó Seto—. Los pulmones que lanzaron eso deben de ser enormes.
Paran se irguió y entrecerró los ojos para escudriñar las vagas brumas de donde parecía que procedía el sonido. Después se subió a la silla una vez más.
—Creo que me equivoqué cuando dije que no había guardián —dijo.
Un trueno amortiguado que subía del suelo. Fuera lo que fuera, estaba a punto de llegar.
—Vamos a ponernos en marcha —dijo Paran—. Costa arriba, y rápido.