Si se pudiera atrapar el trueno, capturarlo en piedra, y toda su violenta concatenación robarla del tiempo, y se liberaran decenas de miles de años para carcomer y raspar esta faz arruinada, ese primer testimonio desvelaría todo su terrible significado. Tales eran mis pensamientos entonces, y tales son ahora, aunque han pasado décadas en el intervalo, la última vez que posé los ojos sobre esa trágica ruina, tan fiera era su antigua reivindicación de grandeza.
La ciudad perdida de Path’Apur
—Príncipe I’farah de Bakun, 987—1032 del Sueño de Ascua
Había lavado la mayor parte de la sangre seca y después había observado, a medida que pasaba el tiempo, cómo se desvanecían las magulladuras. Los golpes en la cabeza eran, por supuesto, más problemáticos, así que había habido fiebre y con la fiebre en la mente los demonios eran legión, las batallas interminables, y entonces no había habido descanso. Solo el calor de la batalla con el yo, pero al fin eso había pasado también y, poco antes del mediodía del segundo día, vio que los ojos se abrían.
La incomprensión debería haberse desvanecido a toda prisa, pero no lo hizo y eso, decidió Taralack Veed, era lo que él esperaba. Sirvió un poco de infusión de hierbas cuando Icarium se incorporó con lentitud.
—Toma, amigo mío. Me has dejado durante mucho tiempo.
El jhag estiró el brazo para coger la taza de hojalata, bebió un buen trago y después la tendió para que le sirvieran más.
—Sí, sed —dijo el fugitivo gral mientras llenaba la taza—. No me extraña. La pérdida de sangre. La fiebre.
—¿Luchamos?
—Sí. Un ataque repentino, inexplicable. D’ivers. A mi caballo lo mataron y me tiró. Cuando desperté, estaba claro que habías alejado a nuestro asaltante, pero un golpe en la cabeza te había arrastrado a la inconsciencia. —Hizo una pausa y después añadió—. Tuvimos suerte, amigo.
—Una lucha. Sí, eso lo recuerdo. —La mirada inhumana de Icarium miró a los ojos de Taralack Veed en busca de algo, desconcertada.
El gral suspiró.
—No es la primera vez que pasa en los últimos tiempos. No te acuerdas de mí, ¿verdad, Icarium?
—Yo… no estoy seguro. Un compañero…
—Sí. Desde hace muchos años ya. Tu compañero. Taralack Veed, en otro tiempo de la tribu de los gral, ahora entregado bajo juramento a una causa mucho más grande.
—¿Y que es?
—Caminar a tu lado, Icarium.
El jhag se quedó mirando la taza que tenía en las manos.
—Durante muchos años ya, dices —susurró—. Una causa más grande… eso no lo entiendo. Yo… no soy nada. Nadie. Estoy perdido… —Levantó la cabeza—. Estoy perdido —repitió—. No sé nada de una causa más grande como la que te haría abandonar a tu pueblo. Para caminar a mi lado, Taralack Veed. ¿Por qué?
El gral se escupió en las manos, se las frotó y después se alisó el cabello.
—Tú eres el más magnífico guerrero que ha visto este mundo jamás. Pero estás maldito. Condenado a estar, como tú dices, perdido para siempre. Y por eso debes tener un compañero, para recordarte la gran tarea que te aguarda.
—¿Y qué tarea es esa?
Taralack Veed se levantó.
—Lo sabrás cuando llegue el momento. Esa tarea quedará patente, te quedará tan patente y será tan perfecta que sabrás que te han dado forma, desde el principio, para darle respuesta. Ojalá pudiera serte de más ayuda, Icarium.
La mirada del jhag examinó el pequeño campamento.
—Ah, veo que has recuperado mi arco y mi espada.
—Así es. ¿Estás lo bastante curado como para viajar?
—Sí, creo que sí. Aunque… tengo hambre.
—Hay carne ahumada en mi bolsa. La misma liebre que mataste hace tres días. Podemos comer mientras caminamos.
Icarium se puso en pie.
—Sí. Sí que siento cierta urgencia. Como si, como si estuviera buscando algo. —Le sonrió al gral—. Quizá mi propio pasado…
—Cuando descubras lo que buscas, amigo mío, recuperarás todo el conocimiento de tu pasado. Así está profetizado.
—Ah. Bueno, entonces, amigo Veed, ¿tenemos alguna dirección en mente?
Taralack reunió su equipo.
—Norte y oeste. Estamos buscando la costa agreste, enfrente de la isla Sepik.
—¿Recuerdas por qué?
—Instinto, dijiste. Una sensación que te… empuja. Confía en esos instintos, Icarium, como has hecho en el pasado. Nos guiarán y nos llevarán hasta allí, no importa quién o qué se interponga en nuestro camino.
—¿Por qué habría de interponerse nadie en nuestro camino? —El jhag se ató la espada, después cogió la taza y se terminó lo que quedaba de la infusión de hierbas.
—Tienes enemigos, Icarium. Siguen persiguiéndonos, y por eso no podemos demorarnos más aquí.
Icarium recogió su arco y se acercó para darle al gral la taza vacía de hojalata, después hizo una pausa para hablar.
—Montaste guardia a mi lado, Taralack Veed. Siento… siento que no merezco tal lealtad.
—No es gran carga, Icarium. Cierto, echo de menos a mi esposa, a mis hijos. A mi tribu. Pero esta responsabilidad no es algo que uno abandona. Hago lo que debo hacer. Te han elegido todos los dioses, Icarium, para liberar al mundo de un gran mal y yo, en mi corazón, sé que no fallarás.
El guerrero jhag suspiró.
—Ojalá yo compartiera tú fe en mis habilidades, Taralack Veed.
—E’napatha N’apur, ¿suscita ese nombre recuerdos en ti?
Icarium frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Una ciudad del mal —explicó Taralack—. Hace cuatro mil años, con uno como yo a tu lado, sacaste tu temible espada y te encaminaste a sus puertas bloqueadas. Cinco días, Icarium. Cinco días. Eso fue lo que te llevó masacrar al tirano y a todos los soldados de esa ciudad.
Una expresión horrorizada cubrió la cara del jhag.
—Yo… ¿yo hice qué?
—Comprendiste la necesidad, Icarium, como siempre que te enfrentas con un mal así. Comprendiste, también, que a nadie se le podía permitir llevar con él el recuerdo de esa ciudad. Y por eso fue necesario asesinar a cada hombre, cada mujer y cada niño de E’napatha N’apur. No dejar a ninguno que respirara.
—No. No lo habría hecho. Taralack, no, por favor; no hay una necesidad tan terrible que pudiera obligarme a cometer tal matanza…
—Ah, querido compañero —dijo Taralack Veed con gran dolor—. Esta es la batalla que siempre has de librar y es por eso por lo que alguien como yo debe permanecer a tu lado. Para sostenerte en la verdad del mundo, la verdad de tu propia alma. Tú eres el Asesino, Icarium. Tú recorres el camino de sangre, pero es un camino recto y sincero. La justicia más fría pero pura. Tan pura que incluso tú retrocedes ante ella. —Posó una mano en el hombro del jhag—. Ven, podemos hablar más de esto durante el viaje. He pronunciado estas palabras muchas, muchas veces, amigo mío, y cada vez reaccionas igual, deseando con todo tu corazón poder huir de ti mismo, de quien y lo que eres. Por desgracia, no puedes y por tanto debes, una vez más, aprender a endurecerte.
»El enemigo es malvado, Icarium. El rostro del mundo es malvado. Y así, amigo mío, tu enemigo es…
El guerrero apartó la mirada y Taralack Veed apenas oyó el susurro de su respuesta.
—El mundo.
—Sí. Ojalá pudiera ocultarte esa verdad, pero no podría considerarme tu amigo si lo hiciera.
—No, es cierto. Muy bien, Taralack Veed, hablemos, como dices, un poco más de esto mientras viajamos al norte y al oeste. A la costa frente a Sepik. Sí, siento… que hay algo allí. Aguardándonos.
—Has de estar preparado para ello —dijo el gral.
Icarium asintió.
—Y lo estaré, amigo mío.
Cada vez, el viaje de regreso era más duro, más tenso, y mucho, mucho menos certero. Había cosas que lo habrían hecho más fácil. Saber dónde había estado, para empezar, y saber adónde debía regresar, para continuar. ¿Regresar a… la cordura? Quizá. Pero Heboric Manos Fantasmales no tenía una comprensión certera de lo que era la cordura, del aspecto que tenía, de su tacto o su olor. Quizá porque nunca lo había sabido.
La roca era hueso. El polvo era carne. El agua era sangre. Los residuos se posaban en multitudes, se convertían en capas y sobre esas capas había más, y así continuaba hasta que se hacía un mundo, hasta que toda esa muerte podía sostenerte por los pies y se alzaba para recibir cada paso que dabas. Una cama sólida sobre la que echarse. Menudo mundo. La muerte nos sostiene. Y luego estaban los alientos que llenaban, que conformaban el aire, las palpitantes aseveraciones que medían el paso del tiempo, como muescas que marcaran el arco de una vida, de toda vida. ¿Cuántos de esos alientos eran los últimos? ¿La exhalación final de una bestia, un insecto, una planta, un humano con una película cubriéndole los ojos medio desvanecidos? Y así, ¿cómo se podía llenar uno los pulmones de aire? ¿Sabiendo lo lleno de muerte que estaba, lo saturado que estaba de fracaso y rendición?
Ese aire lo asfixiaba, le quemaba la garganta y dejaba el sabor del más amargo de los ácidos. Se disolvía y devoraba, hasta que él no era más que… residuo.
Eran tan jóvenes, sus compañeros. No había forma de que entendieran la suciedad absoluta sobre la que caminaban, en la que caminaban, la que atravesaban en su camino. Y que acogían en su interior, solo para expulsar parte de ella otra vez, teñida entonces por el sabor de sus propias y sórdidas añadiduras. Y cuando dormían, cada noche, eran como trastos vacíos. Mientras Heboric continuaba luchando contra lo que sabía: que el mundo no respiraba, ya no. No, el mundo se ahogaba.
Y yo me ahogo con él. Aquí, en este maldito yermo. En la arena, el calor y el polvo. Me estoy ahogando. Cada noche. Me ahogo.
¿Qué podía darle Treach? Ese dios salvaje con sus apetitos abrumadores, sus deseos, sus necesidades. Su ferocidad mecánica, como si pudiera retroceder y reclamar cada aliento que metía en sus bestiales pulmones y así desafiar al mundo, el envejecido mundo y su diluvio de muerte. Se habían equivocado al escogerlo, eso le decía cada fantasma, quizá no con palabras, pero en su acoso constante, cuando se alzaban y lo abrumaban con su mirada silenciosa y acusadora.
Y había más. Los susurros de sus sueños, voces que surgían de un mar de jade y le suplicaban. Era el desconocido que había llegado entre ellos; había hecho lo que ningún otro había hecho: había atravesado la prisión verde. Y le rezaban, le rogaban que regresara. ¿Por qué? ¿Qué querían?
No, no quería respuestas para esas preguntas. Devolvería ese maldito regalo de jade, ese poder ajeno a él. Lo volvería a arrojar al vacío y acabaría de una vez.
Agarrarse a eso, aferrarse a eso, era lo que lo mantenía cuerdo. Si ese tormento de vida podía llamarse cordura. Ahogo, me estoy ahogando y sin embargo… estos malditos dones felinos, esta mezcla de sentidos, tan dulce, tan suntuosa, puedo sentirlos intentando seducirme. De regreso en este mundo momentáneo.
El sol se estaba abriendo paso por el este, de regreso al cielo, el borde de una inmensa hoja de hierro recién sacada de la forja. Observó el fulgor rojo que cortaba la oscuridad y le extrañó esa rara sensación de inminencia que aquietaba de ese modo el aire del amanecer.
Un gemido de un fardo de mantas donde dormía Scillara. Y después:
—Menudo veneno de dicha, ja.
Heboric se encogió, respiró hondo y dejó escapar un suspiro lento.
—¿Qué veneno de dicha sería ese, Scillara?
Otro gemido mientras se iba incorporando poco a poco hasta sentarse.
—Me duele, viejo. La espalda, las caderas, todo. Y no consigo dormir, ninguna posición es cómoda y tengo que mear todo el tiempo. Esto, esto es horrible. Dioses, ¿por qué lo hacen las mujeres? Una y otra vez, y luego otra, ¿están todas locas?
—Tú deberías saberlo mejor que yo —dijo Heboric—. Pero te puedo decir que los hombres no son menos inexplicables. En lo que piensan. En lo que hacen.
—Cuanto antes consiga sacar a esta bestia, mejor —dijo la mujer con las manos en el vientre hinchado—. Mírame, me encorvo, por todas partes. Me encorvo.
Los otros habían despertado. Felisin miraba con los ojos muy abiertos a Scillara; con el descubrimiento de que aquella mujer mayor que ella estaba embarazada, la joven Felisin había pasado por una fase de veneración. Pero parecía que la desilusión ya había comenzado. Navaja se había deshecho de las mantas y ya estaba resucitando el fuego de la noche anterior. Al demonio Ranagrís no se le veía por ninguna parte. Estaría por ahí, cazando, supuso Heboric.
—Tus manos —observó Scillara— tienen un aspecto especialmente verde esta mañana, viejo.
Heboric no se molestó en confirmar esa observación. Podía sentir de sobra la presión extraña.
—Nada salvo fantasmas —dijo—, los de más allá del velo, de las mismísimas profundidades del Abismo. Oh, cómo claman. Otrora estuve ciego. Ojalá estuviera ahora sordo.
Lo miraron de forma extraña, como hacían con frecuencia después de que dijera algo. Verdades. Sus verdades, las que ellos no podían ver, ni entender. Daba igual. Él sabía lo que sabía.
—Hay una inmensa ciudad muerta aguardándonos este día —dijo—. Sus residentes fueron asesinados. Todos ellos. Por Icarium, hace mucho tiempo. Había una ciudad hermana al norte, cuando se enteraron de lo que había pasado, viajaron hasta aquí para verlo por sí mismos. Y entonces, mis jóvenes compañeros, decidieron enterrar E’napatha N’apur. La ciudad entera. La enterraron intacta. Han pasado miles de años y ahora los vientos y las lluvias han podrido esa superficie sólida. Ahora, las antiguas verdades salen a la luz una vez más.
Navaja echó agua en una cazuela de hojalata y la colgó en el gancho bajo un trípode de hierro.
—Icarium —dijo—. Viajé con él durante un tiempo. Con Mappo, y Violín. —Después hizo una mueca—. E Iskaral Pust, ese armiño chiflado de hombre. Dijo que era mago supremo de Sombra. ¡Mago supremo! Bueno, si eso es lo mejor que sabe hacer Tronosombrío… —Sacudió la cabeza—. Icarium… era… bueno, era trágico, supongo. Pero no habría atacado esa ciudad sin una razón, creo.
Heboric lanzó una carcajada que fue casi un ladrido.
—Sí, razones no faltan en este mundo. El rey bloqueó las puertas, no le permitió entrar. Demasiados relatos oscuros rodeaban el nombre de Icarium. Un soldado de las almenas disparó una flecha de advertencia. Rebotó en una roca y rozó la pierna izquierda de Icarium, después se hundió en la garganta de su compañero, el pobre cabrón se ahogó en su propia sangre, y entonces se desató la cólera de Icarium.
—Si no hubo supervivientes —dijo Scillara—, ¿cómo sabes tú todo eso?
—Los fantasmas vagan por la región —respondió Heboric. Hizo un gesto—. En otro tiempo aquí se levantaron granjas, antes de que llegara el desierto. —Sonrió a los otros—. De hecho, hoy es día de mercado y los caminos, que nadie salvo yo puede ver, están atestados de carretillas de mano, bueyes, hombres y mujeres. Y niños y perros. A ambos lados, los pastores silban y dan golpecitos con las varas para que las ovejas y las cabras no se paren. De las granjas pobres que están más cerca de la ciudad salen las ancianas con cestas para recoger el estiércol para sus campos.
—¿Ves todo eso? —susurró Felisin.
—Sí.
—¿Ahora mismo?
—Solo los necios creen que el pasado es invisible.
—¿Y esos fantasmas —inquirió Felisin— te ven a ti?
—Quizá. Los que me ven, bueno, saben que están muertos. Los otros no lo saben y no me ven. Caer en la cuenta de la propia muerte es algo aterrador; huyen de ello, regresan a su ilusión, así que yo aparezco, y después me desvanezco y no soy más que un espejismo. —Se levantó—. Pronto nos acercaremos a la ciudad en sí y habrá soldados y estos fantasmas sí que me ven, oh sí, y me llaman. Pero ¿cómo puedo contestar cuando no comprendo lo que quieren de mí? Exclaman algo, como si me reconocieran…
—Eres el destriant de Treach, el Tigre del Verano —dijo Navaja.
—Treach era héroe primero —respondió Heboric—. Un soletaken que escapó de la matanza. Como Ryllandaras y Rikkter, Tholen y Denesmet. ¿No lo ves? Esos soldados fantasma… ¡no veneraban a Treach! No, su dios de la guerra pertenecía a los Siete, que un día se convertirían en los Sagrados. Una única faz de Dessimbelackis, eso y nada más. No soy nada para ellos, Navaja, ¡pero no me dejan en paz!
Tanto Navaja como Felisin se habían encogido ante el estallido de Heboric, pero Scillara estaba sonriendo.
—¿Te parece divertido todo esto? —le preguntó él con una mirada furiosa.
—Pues sí. Mírate. Eras sacerdote de Fener y ahora eres sacerdote de Treach. Ambos dioses de la guerra. Heboric, ¿cuántas caras crees que tiene el dios de la guerra? Miles. ¿Y en eras pasadas hace siglos? ¿Decenas de miles? Cada maldita tribu, viejo. Todos diferentes, pero todos el mismo. —Encendió su pipa, el humo le envolvió la cara, después siguió hablando—: No me sorprendería que todos los dioses sean aspectos de un solo dios, y toda esta lucha solo demuestra que ese único dios está chiflado.
—¿Chiflado? —Heboric estaba temblando. Podía sentir su corazón martilleándole en el pecho como un demonio funesto a las puertas de su alma.
—O quizá solo confundido. Todos esos devotos que no dejan de reñir, cada uno convencido de que su versión es la verdadera. Imagínate recibir plegarias de diez millones de creyentes, ni uno solo de ellos cree lo mismo que el que tiene arrodillado al lado. Imagina todos esos libros sagrados, no hay ni dos que estén de acuerdo en algo; sin embargo, todos ellos pretenden ser la palabra de ese único dios. Imagina dos ejércitos aniquilándose entre sí, ambos en nombre de ese dios. ¿A quién no le volvería loco todo eso?
—Bueno —dijo Navaja en el silencio que siguió a la diatriba de Scillara—. El té ya está listo.
Ranagrís se agachó encima de una roca plana y miró abajo, al desdichado grupo. La barriga del demonio estaba llena, aunque la cabra salvaje todavía daba alguna que otra patada. Malhumorados. No se llevan bien. Trágica lista, reiterada con apatía. Belleza henchida de niño es desdichada, fruto de las molestias y la incomodidad. Belleza más joven se siente conmocionada, asustada y sola. Pero es probable que rechace el consuelo suave ofrecido por Ranagrís, que la adora. Al asesino inquieto lo acosa la impaciencia, por qué, yo no sé. Y sacerdote terrible. ¡Ah, escalofriante obsesión! ¡Tanto desagrado! ¡Consternación! Quizá yo podría regurgitar la cabra y podríamos compartir la dicha magnífica colación. Bien, la colación que todavía patalea. ¡Aah, el peor tipo de indigestión!
—¡Ranagrís! —lo llamó Navaja—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba!
—Amigo Navaja. Incomodidad. Lamentar los cuernos.
Hasta el momento, reflexionó Samar Dev, las anotaciones del mapa habían demostrado ser precisas. De monte bajo seco a llanuras y luego, al fin, a trozos de bosque de hoja caduca, dispuestos entre claros pantanosos y restos obstinados de praderas auténticas. Dos, quizá tres días de viaje hacia el norte y alcanzarían el bosque boreal.
Cazadores de bhederin, que viajaban en pequeñas bandas, compartían esa tierra rota e ininterrumpida. Habían visto esas bandas de lejos y habían hallado señales de campamentos, pero estaba claro que esos nómadas salvajes no tenían ningún interés en entrar en contacto con ellos. Lo que no era de sorprender, la visión de Karsa Orlong ya era bastante aterradora, a horcajadas sobre su caballo jhag, erizado de armas, la piel blanca manchada de sangre cubriendo sus anchos hombros.
Los rebaños de bhederin se habían dispersado y se habían repartido en grupos más pequeños al llegar al parque de álamos. Que Samar Dev pudiera determinar, la emigración de esas enormes bestias no parecía tener mucho sentido. Cierto, la estación seca y calurosa llegaba a su fin y las noches comenzaban a enfriarse, lo suficiente para volver de un color óxido las hojas de los árboles, pero no había nada fiero en el invierno de Siete Ciudades. Más lluvia, quizá, aunque pocas veces llegaba muy al interior, el Jhag Odhan del sur permanecía inalterable, después de todo.
—Creo —dijo— que es una especie de antiguo recuerdo.
Karsa lanzó un gruñido.
—A mí me parece un bosque, mujer —dijo después.
—No, estos bhederin, esas grandes moles bajo los árboles de allí. Creo que es algún antiguo instinto lo que los trae al norte, a estos bosques. De una época en la que el invierno arrojaba nieve y viento sobre el odhan.
—Las lluvias harán exuberante la hierba, Samar Dev —dijo el teblor—. Suben hasta aquí para engordar.
—De acuerdo, eso parece bastante razonable. Supongo. Aunque a los cazadores les conviene. —Unos días antes habían pasado junto al lugar de una gran matanza. Parte de un rebaño había sido separado y empujado por un acantilado. Cuatro o cinco docenas de cazadores se habían reunido y estaban despiezando la carne, había mujeres entre ellos ocupándose de los fuegos para ahumar y colocando tiras de carne en las rejillas. Perros medio salvajes (más lobos que perros, en realidad) habían desafiado a Samar Dev y a Karsa cuando habían pasado demasiado cerca; la mujer había visto que las bestias no tenían caninos, con toda probabilidad se los habían arrancado siendo cachorros, aunque suponían suficiente amenaza como para que los viajeros decidieran no aproximarse más al sitio de la matanza.
A Samar le fascinaban esas tribus marginales que vivían allí, en los yermos; sospechaba que nada había cambiado para ellos en miles de años; oh, armas y herramientas de hierro, señal de algún tipo de comercio con los pueblos más civilizados del este, pero no utilizaban caballos, cosa que le pareció extraña. En su lugar, sus perros iban uncidos con arneses a unos maderos. Sobre todo cestería en lugar de ollas de arcilla cocida, lo que tenía sentido, dado que las bandas viajaban a pie.
De vez en cuando se alzaban altos árboles solitarios en las praderas; parecían haberse convertido en algún tipo de centro de veneración espiritual, dados los fetiches atados a las ramas y las cuernas y cráneos de bhederin metidos en huecos y horcaduras, algunos tan antiguos que la madera había crecido alrededor. De forma invariable, cerca de esos árboles centinelas había un cementerio, indicado por plataformas elevadas que albergaban cadáveres envueltos en pieles y, por supuesto, los cuervos riñendo sobre cada elevación.
Karsa y Samar habían evitado invadir esos lugares. Aunque Samar sospechaba que el teblor habría agradecido una sucesión de batallas y escaramuzas continuas, aunque solo fuera para aliviar el aburrimiento del viaje. Pero, a pesar de toda su ferocidad, Karsa Orlong había demostrado que era fácil viajar con él, si bien era un tanto taciturno e inclinado a la melancolía, pero fuera lo que fuera lo que lo acosaba, no tenía nada que ver con ella, y tampoco parecía predispuesto a pagarlo con ella, toda una virtud que escaseaba entre los hombres.
—Estoy pensando —dijo él, y la sobresaltó.
—¿En qué, Karsa Orlong?
—Los bhederin y esos cazadores en la base del acantilado. Doscientos bhederin muertos, por lo menos, y los estaban despojando de toda la carne, hasta el hueso, y luego hervían los propios huesos. Mientras que nosotros dos no comemos nada más que conejos y algún que otro ciervo. Creo, Samar Dev, que deberíamos matar uno de esos bhederin.
—No te dejes engañar por ellos, Karsa Orlong. Son mucho más rápidos de lo que parecen. Y ágiles.
—Sí, pero son animales gregarios.
—¿Y qué?
—A los machos les preocupa más proteger a diez hembras con sus terneros que a una hembra separada de los otros.
—Supongo que es verdad. Bueno, ¿y cómo planeas separarla? Y no olvides que la hembra no será un animalito dócil, podría derribarte a ti y a tu caballo a la menor oportunidad. Y después pisotearte.
—No soy yo el que ha de preocuparse por eso. Eres tú la que debe preocuparse, Samar Dev.
—¿Por qué yo?
—Porque tú serás el cebo, el señuelo. Así que debes asegurarte de ser rápida y estar alerta.
—¿Cebo? Oye, espera…
—Rápida y alerta. Yo me ocuparé del resto.
—No puedo decir que me guste esta idea, Karsa Orlong. De hecho, yo estoy encantada con los conejos y los ciervos.
—Bueno, pues yo no. Y quiero una piel.
—¿Para qué? ¿Cuántas pieles has de ponerte?
—Búscanos un grupo pequeño de bestias, tu caballo no les asusta tanto como el mío.
—Eso es porque los caballos jhag a veces se llevan terneros. Eso he leído… en alguna parte.
El teblor descubrió los dientes, como si le divirtiera la imagen.
Samar Dev suspiró.
—Hay un pequeño rebaño justo ahí delante, a la izquierda —dijo—, salieron de este claro cuando nos arrimamos.
—Bien. Cuando lleguemos al siguiente terreno despejado, quiero que te acerques a ellos a medio galope.
—Eso atraerá al macho, Karsa, ¿hasta dónde esperas que me acerque?
—Lo suficiente como para que te persiga.
—No pienso hacerlo. Con eso no se logrará nada…
—Las hembras saldrán disparadas, mujer. Y entre ellas encontraré mi presa, ¿hasta dónde crees que te perseguirá el macho? Después se dará la vuelta para reunirse con su harén…
—Y convertirse así en tu problema.
—Basta de charlas. —Se estaban abriendo paso entre un bosquecillo de chopos y álamos, los caballos atravesaban matorrales que les llegaban al pecho. Justo detrás había otro claro, este bastante largo, y el modo en que las hierbas verdes estaban arremolinadas sugería terreno húmedo. Al otro lado, quizá a unos cuarenta pasos de distancia, una veintena de bultos oscuros y enormes surgían amenazantes bajo las ramas de más árboles.
—Esto es una ciénaga —observó Samar Dev—. Deberíamos buscar otro…
—Cabalga, Samar Dev.
La mujer detuvo su caballo.
—¿Y si no lo hago?
—Niña obstinada. Te dejaré aquí, por supuesto, ya me estás retrasando suficiente.
—¿Se suponía que eso debía herir mis sentimientos, Karsa Orlong? Quieres matar un bhederin solo para demostrarte que puedes vencer a los cazadores. Así, sin acantilado, vallas o corrales, nada de jaurías de perros lobo para flanquear y empujar a los bhederin. No, tú quieres saltar de tu caballo y derribar uno, y después asfixiarlo con tus propias manos, o quizá lanzarlo contra un árbol, o quizá solo levantarlo y darle vueltas por el aire hasta que se muera de un mareo. ¿Y te atreves a llamarme niña a mí? —Se echó a reír. Porque, como bien sabía, la risa heriría.
Pero no hubo una cólera repentina que oscureciera la cara del teblor, y sus ojos permanecieron tranquilos mientras la estudiaban. Después sonrió.
—Sé testigo.
Y con eso salió cabalgando al claro. Los cascos del caballo jhag soltaban un agua turbia, la bestia emitía algo parecido a un gruñido al galopar hacia el rebaño. Los bhederin se dispersaron entre un estrépito atronador de arbustos y ramas rotas. Dos salieron disparados directamente hacia Karsa.
Un error, comprendió Samar Dev en ese momento, suponer que no había más que un macho. Uno era con claridad más joven que el otro, pero los dos eran enormes, los ojos enrojecidos de rabia, el agua explotando a su alrededor cuando cargaron contra su atacante.
El caballo jhag, Estragos, viró de repente, juntó las patas, y el joven semental se lanzó sobre el lomo del macho más grande. Pero el bhederin fue más rápido, giró y levantó la inmensa cabeza, buscando con los cuernos el vientre expuesto del caballo.
Fue esa embestida la que mató al macho, la cabeza de la bestia se topó con la punta de la espada de piedra de Karsa, que se deslizó en el cerebro, bajo la base del cráneo, y le partió buena parte de la columna en el proceso.
Estragos aterrizó con un chapoteo y salpicó todo de barro al otro lado del macho que se derrumbaba, lejos del alcance del segundo bhederin, que en ese momento se daba la vuelta a una velocidad asombrosa y emprendía la persecución de Karsa.
El guerrero le dio la vuelta a su caballo hacia la izquierda, los cascos machacaron el suelo cuando Estragos corrió en paralelo al borde de árboles tras la media docena de hembras y terneros que había salido con pesadez al claro. El segundo macho les fue ganando terreno a toda velocidad.
Las hembras y los terneros se dispersaron una vez más, una hembra salió disparada en una dirección diferente a los demás animales. Estragos se desvió tras ese animal y un latido más tarde galopaba a su vera. Tras ellos, el segundo macho se había detenido para flanquear a las otras hembras y, todos y cada uno, ese grupo se metió de nuevo con estrépito entre la maleza.
Samar Dev observó a Karsa Orlong inclinarse mucho hacia un lado y después lanzar una cuchillada con la espada que alcanzó a la bestia en la columna, justo encima de las caderas.
Las patas traseras de la hembra se derrumbaron con el golpe y resbalaron por el barro cuando la criatura luchó por seguir avanzando, aunque fuera a rastras.
Karsa giró en redondo delante del bhederin y mantuvo la espada en alto hasta llegar junto al lado izquierdo de la hembra, se abalanzó y la punta de la espada se hundió en el corazón del animal.
Las patas delanteras cedieron, la hembra cayó de lado y después se quedó quieta.
Karsa detuvo su caballo, se bajó y se acercó a la hembra muerta.
—Móntanos el campamento —le dijo a Samar Dev.
Ella se lo quedó mirando.
—Está bien —dijo después—, me has demostrado que soy, de hecho, innecesaria. En lo que ti se refiere. ¿Y ahora qué? Esperas de mí que monte el campamento y después, supongo que querrás que te ayude a despiezar ese bicho. ¿Quieres que yazca debajo de ti esta noche solo para redondear el día?
El guerrero había sacado un cuchillo y se había arrodillado en el agua acumulada junto a la hembra.
—Si quieres —le dijo.
Puto bárbaro… bueno, ¿y qué esperaba?
—De acuerdo, lo he estado pensando, necesitaremos esta carne; la tierra de rocas y lagos al norte de aquí sin duda tiene caza, pero mucho menos abundante y bastante más esquiva.
—Yo me quedaré con la piel del macho —dijo Karsa mientras abría el vientre del bhederin. Las entrañas cayeron con un chapoteo en el agua cenagosa. Cientos de insectos ya se enjambraban en el sitio de la matanza—. ¿Deseas la piel de la hembra, Samar Dev?
—¿Por qué no? Si nos cae encima un glaciar, no nos helaremos, y eso ya es algo.
El guerrero la miró.
—Mujer, los glaciares no saltan. Se arrastran.
—Eso depende de quién los haya hecho, Karsa Orlong.
Él hizo una mueca que enseñó los dientes.
—Las leyendas de los jaghut no me impresionan. El hielo siempre es un río que se mueve lento.
—Si crees eso, Karsa Orlong, sabes mucho menos de lo que crees.
—¿Tienes intención de quedarte sentada en ese caballo todo el día, mujer?
—Hasta que encuentre un terreno alto para montar un campamento, sí. —Y recogió las riendas.
Sé testigo, dijo. Ya lo había dicho antes, ¿no? Cosas de su tribu, supongo. Bueno, fui testigo, eso desde luego. Como lo fue ese salvaje oculto en las sombras al otro lado del claro. Ruego que los nativos no se sientan propietarios de esos bhederin. O nos encontraremos con un sinfín de emociones, cosa que Karsa bien podría disfrutar. En cuanto a mí, lo más probable es que termine muerta.
Bueno, demasiado tarde para preocuparse por eso.
Después se preguntó cuántos de los antiguos compañeros de Karsa Orlong habían tenido pensamientos similares. En aquellos tiempos, justo antes de que el bárbaro teblor se encontrara, de nuevo, viajando solo.
Los peñascos escabrosos del risco arrojaban un laberinto de sombras por el saliente que había justo debajo, y en esas sombras cinco pares de ojos serpentinos se habían clavado en el muro tortuoso de polvo de la llanura inferior. La caravana de un mercader, siete carretas, dos carruajes, veinte guardias montados. Y tres perros de guerra.
En realidad eran seis, pero tres de ellos habían captado el olor de Dejim Nebrahl y, estúpidas criaturas que eran, habían partido a la caza de los t’rolbarahl. Habían logrado encontrar al d’ivers y su sangre en esos momentos llenaba las barrigas de las cinco bestias que quedaban.
El trell había asombrado a Dejim Nebrahl. Partirle uno de los cuellos, ni siquiera un tartheno podía conseguir semejante cosa, y eso que uno lo había intentando, hacía ya mucho tiempo. Y tras arrojar al otro por el borde del risco, se había precipitado y se había matado entre las rocas dentadas del fondo. Una audacia… imperdonable. Débil y herido, Dejim Nebrahl había huido de la escena de la emboscada y había vagado medio loco de rabia y dolor hasta tropezarse con el rastro de la caravana. Los t’rolbarahl no tenían ni idea de cuántos días y noches habían pasado. Había hambre y necesidad de sanar, exigencias que llenaban la mente del d’ivers.
Pero ante Dejim Nebrahl aguardaba su salvación. Suficiente sangre para engendrar sustitutos de los que había perdido en la emboscada, y quizá suficiente sangre para elaborar otro más, un octavo.
Golpearía al atardecer, en el momento en el que la caravana se detuviera a pasar la noche. Masacraría a los guardias primero y después a los perros restantes y por fin a esos peleles gordos que viajaban en sus endebles carruajes. El mercader con su harén de niños silenciosos, encadenados unos a otros y caminando tras el carruaje. Un comerciante de carne mortal.
La idea ponía enfermo a Dejim Nebrahl. Ya había ese tipo de detestables criaturas en la época del Primer Imperio, y la depravación nunca se extinguía. Cuando los t’rolbarahl gobernaran esa tierra, una nueva justicia caería sobre los que se servían de la carne de otros. Dejim se alimentaría de ellos primero y después de todos los demás criminales, los asesinos, los que golpeaban a los indefensos, los que tiraban piedras, los que torturaban el espíritu.
La intención de su creador había sido que él y los suyos fueran los guardianes del Primer Imperio. De ahí la conjunción de sangres, haciendo que la sensación de perfección fuera fuerte, divina. Demasiado fuerte, por supuesto. A los t’rolbarahl no los dominaría un amo imperfecto. No, gobernarían ellos, pues solo entonces podría impartirse la verdadera justicia.
Justicia. Y… por supuesto… hambre natural. Necesidad tallada en sus propias leyes que no se podían negar. Cuando gobernara, Dejim Nebrahl moldearía un equilibrio auténtico entre las dos fuerzas dominantes de su alma d’ivers, y si los necios mortales sufrían bajo el peso de su justicia, que así fuera. Se merecían la verdad de sus propias creencias. Se merecían los filos afilados como garras de sus tan cacareadas virtudes, pues las virtudes eran algo más que simples palabras, eran armas, y era natural que esas armas se volvieran contra los que las empuñaban.
Las sombras habían descendido por la cara del risco, allí, al socaire de la luz del sol poniente. Dejim Nebrahl siguió las sombras hacia el fondo de la llanura, cinco pares de ojos, pero una sola mente. El foco de todo, absoluta e inquebrantable.
Deliciosa matanza. Salpicándolo todo de rojo para celebrar el fuego chillón del sol.
Y cuando descendió sobre la llanura, oyó a los perros empezar a ladrar.
Un momento de compasión por ellos. Por estúpidos que fueran, sabían lo que era la necesidad.
Le costó un poco, pero consiguió desdoblarse y bajarse con un gemido de rigidez del amplio lomo de la mula. Y a pesar del torpe esfuerzo, no derramó ni una sola gota de su bienamado cubo. Tarareando por lo bajo un cántico u otro (había olvidado de qué parte del inmenso tomo de Canciones Sagradas había salido, aunque en realidad, ¿qué importaba?), anadeó con su carga hasta las olas afectadas del mar Raraku y salió entre la arenas que se arremolinaban con suavidad y los juncos que temblaban de impaciencia.
De repente se detuvo.
Un examen desesperado de la zona, olisqueó el aire oscuro, húmedo, sofocante. Otro examen, los ojos se disparaban de un lado a otro en busca de cada sombra cercana, cada crujido caprichoso de los juncos y los matorrales dispersos. Después se agachó más y se empapó las túnicas raídas al arrodillarse en los bajíos.
Aguas dulces, calentadas por el sol.
Una última mirada suspicaz a su alrededor, por todas partes (nunca se podía tener demasiado cuidado) y después, con un deleite solemne, metió el cubo en el mar.
Y observó con ojos brillantes las decenas de pececitos diminutos que salían disparados en todas direcciones. Bueno, no salían disparados exactamente, más bien se quedaban allí parados, durante un rato, como si los aturdiera la libertad. O quizá un sobresalto temporal por el cambio de temperatura, o la plétora de riquezas invisibles con las que atracarse, para engordar y ponerse lustrosos, con una energía maravillosa.
Los primeros peces del mar Raraku.
Iskaral Pust dejó entonces los bajíos y tiró el cubo a un lado.
—¡Tensad vuestro lomo, mula! ¡Me subiré de un salto a tus espaldas, oh, sí, y qué sorpresa te llevarás al encontrarte galopando de repente, oh, créeme, mula, tú sabes galopar, se acabó ese estúpido trote rápido que me hace traquetear y me suelta mis pobres dientes! ¡Oh, no, seremos como el viento! ¡No un viento caprichoso, de ráfagas irregulares, sino un viento constante que ruge, un viento estentóreo que cruza veloz el mundo entero, la mismísima estela de nuestra extraordinaria velocidad, oh, cómo se desdibujarán tus cascos ante los ojos de todos!
Al llegar a la mula, el sumo sacerdote de Sombra saltó por el aire.
Espantada, la mula se hizo a un lado.
Un chillido de Iskaral Pust y después un gruñido y un quejido ahogado cuando se cayó y rodó por el polvo y las piedras, las túnicas húmedas aletearon con pesadez y lo rociaron todo de arena, mientras la mula trotaba a una distancia segura y después se volvía para contemplar a su amo con un parpadeo de los ojos de larguísimas pestañas.
—¡Me asqueas, bestia! ¡Y apuesto a que encima piensas que es mutuo! ¡Pero incluso si lo pensaras, bueno, pues resulta que yo estaría de acuerdo contigo! ¡Por puro rencor! ¿Qué te parece eso, horrenda criatura? —El sumo sacerdote de Sombra se levantó y se cepilló la arena de las túnicas—. Se cree que la voy a golpear. A pegarle con un gran palo. Mula estúpida. Oh, no, yo soy mucho más astuto. La sorprenderé con amabilidad… hasta que se tranquilice y prescinda de tanta vigilancia, y entonces… ¡ja! ¡Le daré un puñetazo en los morros! ¡Menuda sorpresa se llevará! No hay mula cuyo ingenio iguale al mío. ¡Oh, sí, muchas lo han intentado y casi todas han fracasado!
Compuso una sonrisa afable en el rostro arrugado por el sol y después se acercó con lentitud a la mula.
—Debemos cabalgar —murmuró—, tú y yo. Apresurarnos, amiga mía, no vaya a ser que lleguemos demasiado tarde y demasiado tarde no servirá. —Puso las riendas, que colgaban bajo la cabeza de la mula, a su alcance. Se detuvo y miró a los ojos a la criatura—. Oh, vaya, dulce sirviente, veo malicia en esa mirada tan plácida, ¿eh? Quieres morderme. Una pena. Yo soy el único que muerde por aquí. —Cogió las riendas de golpe y se libró por poco de los dientes que lo atacaron, después trepó al lomo ancho e inclinado de la mula.
A veinte pasos de la orilla, el mundo cambió a su alrededor, un torbellino miasmático de sombras que los rodeaban por todos lados. Iskaral Pust ladeó la cabeza, miró a su alrededor y después, satisfecho, se volvió a acomodar y siguió avanzando sin apresurarse.
Cien latidos después de que el sumo sacerdote de Sombra se desvaneciese en su senda, una regordeta mujercita dalhonesia desgreñada salió arrastrándose de unos matorrales cercanos, arrastraba un gran tonel de cerveza tras ella. El tonel contenía agua, no cerveza, y la tapa se la habían arrancado.
Entre gruñidos y jadeos de esfuerzo, Mogora luchó por llevar el barril hasta los bajíos. Lo volcó de lado y, con una sonrisa prácticamente desdentada en los rasgos llenos de arrugas, observó a media docena de jóvenes tiburones de agua dulce deslizarse como serpientes en el mar Raraku.
Después le dio una patada al tonel y salió gateando del agua, se le escapó una carcajada seca cuando, con un frenesí de gestos, abrió una senda y se precipitó dentro.
Plegando una sombra tras otra, Iskaral Pust atravesó a toda prisa una veintena de leguas. Podía medio ver, medio percibir el desierto, los collados y los pliegues caóticos de arroyo y cañón que atravesaba, pero nada de eso le interesaba mucho, hasta que, después de casi un día entero de viaje, vislumbró las cinco figuras lustrosas que cruzaban el fondo de un valle que tenía por delante y a la izquierda.
Detuvo a la mula en el cerro y, entrecerrando los ojos, estudió las formas distantes. En pleno proceso de atacar una caravana.
—Cachorros arrogantes —murmuró, y después clavó los talones en los flancos de la mula—. ¡A la carga, te digo! ¡A la carga, cabrona gorda con andares de pato!
La mula bajó trotando la ladera, lanzando sonoros rebuznos.
Las cinco formas oyeron el sonido y volvieron las cabezas. Como uno solo, los t’rolbarahl cambiaron de dirección y se precipitaron como rayos hacia Iskaral Pust.
Los gritos de la mula se hicieron más agudos.
El d’ivers se separó y fluyó sin ruido por el suelo. La rabia y el hambre se precipitaron por delante de ellos en una inclinación casi invisible, el poder crepitaba, chisporroteaba entre la senda de Sombra y el mundo que había detrás.
Las bestias de ambos lados se abrieron para abalanzarse desde los flancos, mientras que las tres del centro escalonaron su avance con la intención de llegar en rápida sucesión.
A Iskaral Pust le estaba costando centrarse en ellas, tanto lo sacudía y agitaba el lomo de la mula. Cuando los t’rolbarahl se acercaron a menos de treinta pasos, la mula se detuvo de repente con un resbalón. Y el mago supremo de Sombra se vio arrojado por los aires por encima de la cabeza del animal. Agachó la cabeza, dio una voltereta y después cayó con un ruido seco de culo, entre una rociada de gravilla y polvo.
La primera criatura lo alcanzó con los antebrazos levantados, sacó las garras y se abalanzó volando; aterrizó en el punto donde había caído Iskaral Pust, solo que no lo encontró allí. La segunda y tercera bestias experimentaron un momento de confusión cuando la presa se desvaneció, después percibieron una presencia a su lado. Las cabezas se volvieron súbitamente, pero demasiado tarde; una oleada de hechicería se estrelló contra ellas. Un poder forjado en Sombra crujió como un rayo y las criaturas se vieron impelidas de golpe por los aires, dejando a su paso nubes brumosas de sangre. Ambas se precipitaron al suelo retorciéndose, a quince pasos de distancia, donde se deslizaron y luego rodaron.
Los dos d’ivers de los flancos atacaron. Y, cuando Iskaral Pust se desvaneció, chocaron y los pechos reverberaron como un trueno pesado, los dientes y las garras rastrillaron la piel del otro. Entre siseos y gruñidos, las bestias se alejaron como pudieron la una de la otra.
Iskaral Pust reapareció veinte pasos por detrás de los t’rolbarahl y desató otra oleada de hechicería, la observó golpear a cada una de las cinco bestias por turnos, observó salpicar la sangre y los cuerpos caer dando vueltas, dando patadas frenéticas cuando la magia entretejía redes que parpadeaban a su alrededor. Las piedras estallaban y explotaban en el suelo, bajo ellos, la arena salía disparada en géiseres que parecían lanzas, y por todas partes había sangre que lo azotaba todo con hebras deshilachadas.
Los t’robarahl se desvanecieron, huyeron de la senda de Sombra, salieron al mundo, donde se dispersaron, todo pensamiento sobre la caravana desapareció cuando el pánico les atenazó las gargantas con manos invisibles.
El sumo sacerdote de Sombra se cepilló el polvo de la ropa y después se acercó adonde se encontraba la mula.
—¡Menuda ayuda que has sido! Podríamos estar persiguiendo a cada uno ahora mismo, pero, oh, no, tú estás cansada de correr. ¡No sé quién pensó que las mulas merecían cuatro patas, pero era idiota! ¡Eres una inútil! ¡Bah! —Hizo una pausa y se llevó un dedo nudoso a los labios arrugados—. Pero, espera, ¿y si se enfadaran de verdad? ¿Y si decidieran llevar la lucha hasta el final? ¿Entonces, qué? Enrevesado, muy enrevesado. No, mejor dejarlos para que lidie con ellos otro. No debo distraerme. ¡Pero imagínatelo! ¡Desafiar al sumo sacerdote de Sombra de todo Siete Ciudades! Más tontos que gatos, esos t’rolbarahl. No me dan ninguna pena.
Volvió a subirse a la mula.
—Bueno, fue divertido, ¿verdad? Mula estúpida. Creo que tendremos mula para cenar esta noche, ¿qué te parece? Se requiere el sacrificio definitivo, en lo que a ti se refiere, ¿no crees? Bueno, ¿a quién le importa lo que tú pienses? ¿Y ahora, adónde? Gracias a los dioses que al menos uno de nosotros sabe adónde vamos. Por ahí, mula, y rapidito. ¡Trota, maldita seas, trota!
Iskaral Pust rodeó la caravana, donde todavía ladraban los perros, y empezó a mover sombras una vez más.
El atardecer había caído en el mundo cuando llegó a su destino y detuvo el paso pesado de la mula a los pies de un risco.
Los buitres trepaban entre las rocas caídas, se apiñaban junto a una fisura, pero eran incapaces, o todavía no estaban dispuestos, a meterse en ella. Un borde de la grieta estaba manchado de sangre seca y entre las rocas de un lado estaban los restos de una bestia muerta, devorada por los carroñeros, que solo habían dejado huesos y tiras raídas, pero que, no obstante, era fácil de identificar. Uno de los t’rolbarahl.
Los buitres expresaron su indignación con un ruidoso coro cuando el mago supremo de Sombra desmontó y se acercó. Sin dejar de escupir maldiciones, espantó a aquellas horrendas criaturas que se parecían a Mogora y después descendió a la grieta. En el fondo, el aire cerrado olía a sangre y carne podrida.
La grieta se estrechaba después de algo más de la altura de un hombre y allí estaba encajado un cuerpo. Iskaral Pust se acomodó a su lado. Posó una mano en el hombro amplio de la figura, bien lejos de las fracturas obvias de ese brazo.
—¿Cuántos días, amigo? Ah, solo un trell podría sobrevivir a esto. Primero tendremos que sacarte de aquí y para eso tengo una mula robusta y leal. Y luego, bueno, ya veremos, ¿no?
Ni robusta ni especialmente leal, la poca disposición de la mula a cooperar ralentizó de forma considerable la tarea de extraer a Mappo Runt. La oscuridad ya había caído por completo para cuando sacaron al trell de la grieta y lo arrastraron a un trozo llano de arena barrida por el viento.
Las dos fracturas múltiples del brazo izquierdo eran las menos graves de las heridas del enorme trell. Ambas piernas estaban rotas y un borde de la grieta había desgarrado un gran colgajo de piel y carne de la espalda de Mappo, en la carne expuesta pululaban los gusanos, y el colgajo de tejido era obviamente insalvable, estaba gris por el centro y ennegrecido por los bordes, además de oler a podredumbre. Iskaral Pust lo cortó y lo volvió a tirar a la grieta.
Después se inclinó sobre el trell y escuchó su respiración. Poco profunda pero lenta, otro día sin atención y habría muerto. La posibilidad todavía estaba ahí.
—Hierbas, amigo mío —dijo el mago supremo cuando se puso a limpiar las heridas visibles—. Y ungüentos de gran Denul, elixires, tinturas, bálsamos, emplastos… ¿se me ha olvidado algo? No, creo que no. Heridas internas, oh, sí, costillas aplastadas, todo ese lado. Una buena hemorragia en el interior, pero es obvio que no lo suficiente para matarte sin más. Extraordinario. Eres casi tan obstinado como aquí mi sirviente… —Levantó la cabeza—. ¡Tú, bestia, monta la tienda y enciende el fuego! Hazlo y quizá te alimente y no, je, je, me alimente de ti…
—¡Serás idiota! —Ese grito llegó de la oscuridad de uno de los lados y un momento después salió Mogora de la oscuridad.
La oscuridad, sí, eso lo explica todo.
—¿Qué estás haciendo aquí, bruja?
—Salvar a Mappo, por supuesto.
—¿Qué? ¡Ya lo he salvado yo!
—¡Me refería a salvarlo de ti! —Se arrimó un poco más—. ¿Qué es ese frasco que tienes en las manos? ¡Eso es veneno de paraltina! ¡Maldito idiota, ibas a matarlo! ¡Después de todo lo que ha sufrido!
—¿Paraltina? Eso es, mujer, paraltina. Llegas tú, así que estaba a punto de bebérmelo.
—Te vi lidiar con esos t’rolbarahl, Iskaral Pust.
—¿Me viste? —El sacerdote hizo una pausa y agachó la cabeza—. ¡Ahora su adoración es absoluta! ¡Cómo no iba a adorarme! Tiene que ser ya casi veneración a estas alturas. Por eso me siguió hasta aquí. Nunca se harta de mí. A todo el mundo le pasa igual, jamás se hartan de mí…
—El sumo sacerdote de Sombra más poderoso —interpuso Mogora mientras sacaba varios ungüentos curativos de su mochila— no puede sobrevivir sin una buena mujer a su lado. A falta de eso, me tienes a mí, así que acostúmbrate, hechicero. Y ahora, quítate de en medio para que pueda ocuparme de este pobre e indefenso trell.
Iskaral Pust retrocedió.
—¿Y qué hago yo ahora? ¡Me has convertido en inútil, mujer!
—Eso no es tan difícil, marido. Móntanos el campamento.
—Ya le dije a la mula que lo hiciera.
—Es una mula, idiota… —Sus palabras se fueron apagando cuando notó el parpadeo de un fuego a un lado. Se volvió y estudió la gran tienda de lona, levantada con manos expertas, y la hoguera rodeada de piedras donde ya humeaba una olla con agua bajo un trípode. Cerca permanecía la mula, comiendo de su saco de avena. Mogora frunció el ceño, sacudió la cabeza y regresó a su trabajo.
—Ocúpate del té, entonces. Sé útil.
—¡Estaba siendo útil! ¡Hasta que llegaste tú y lo estropeaste todo! ¡El más poderoso sumo sacerdote de Sombra de Siete Ciudades no necesita a una mujer! ¡De hecho, eso es lo último que necesita!
—Tú serías incapaz de curar un padrastro, Iskaral Pust. Este trell tiene el veneno negro en sus venas, la vena-serpiente reluciente. Necesitaremos algo más que gran Denul para esto…
—¡Ah, allá vamos! Toda esa basura de bruja. El gran Denul conquistará al veneno negro…
—Quizá, pero la carne muerta seguirá muerta. Se quedará tullido, medio loco, se le debilitarán los corazones. —Hizo una pausa y miró furiosa a su marido—. Tronosombrío te envió a buscarlo, ¿no? ¿Por qué?
Iskaral Pust esbozó una dulce sonrisa.
—Ah, ahora sospecha, ¿verdad? Pues no le diré nada. Salvo la insinuación, la insinuación modesta, de mis inmensos conocimientos. Sí, desde luego, sé cómo piensa mi querido dios, conozco esa mente, mente retorcida, caótica, como la de una comadreja. De hecho, sé tanto que me he quedado sin palabras. Ja, mírala, esos ojos de escarabajo se entrecierran con expresión suspicaz, como si se atreviera a ser consciente de mi profunda ignorancia en todos los asuntos referentes a mi querido e idiota dios. Se atreve y querría desafiarme de forma abierta. Yo me derrumbaría ante semejante ataque, por supuesto. —Hizo una pausa, volvió a componer la sonrisa y después extendió las manos—. Dulce Mogora, el sumo sacerdote de Sombra debe tener sus secretos, ocultos incluso a su mujer, por desgracia. Así que te ruego que no insistas, no vaya a ser que sufras la cólera aleatoria de Tronosombrío…
—Eres un imbécil absoluto, Iskaral Pust.
—Dejemos que lo piense —dijo él, y después añadió una risita—. Y ahora se preguntará por qué me he reído, no, reído no, porque he lanzado una risita, que, dadas las circunstancias, es mucho más alarmante. Quiero decir, sonó como una risita así que tiene que haberlo sido, aunque es la primera que he probado a lanzar, u oído, si a eso vamos. Mientras que una alegre risotada, bueno, eso es diferente. No estoy lo bastante gordo para lanzar una risotada, por desgracia. A veces pienso que ojalá…
—Ve a sentarte junto al fuego de tu mula —dijo Mogora—. Debo preparar mi ritual.
—¡Mira cómo la ha desconcertado mi risita! Por supuesto, querida mía, vete a jugar con tu pequeño ritual, sé buena chica. Mientras, yo haré té para mí y mi mula.
Calentado por las llamas y su té de tralb, Iskaral Pust observó, lo mejor que pudo en plena oscuridad, trabajar a Mogora. Primero reunió grandes trozos de piedra, cada uno roto, agrietado o con los bordes irregulares, y los colocó en la arena, creando una elipse que rodeó al trell. Después orinó sobre esas rocas, cosa que logró con un extraordinario anadeo con las piernas abiertas, un cruce entre los andares de una gallina y un cangrejo; se ponía en cuclillas sobre las piedras y después iba procediendo a contramano hasta que regresó al lugar en el que había empezado. Iskaral se maravilló ante aquel extraordinario control muscular, por no mencionar el tremendo volumen que era obvio que poseía Mogora. En los últimos años los esfuerzos para orinar de Pust se habían topado con resultados diversos, hasta que, a esas alturas, incluso empezar y parar parecía el más elevado de los desafíos viscerales.
Satisfecha con su pis, Mogora empezó a arrancarse pelos de la cabeza. No tenía tantos allí arriba y los que seleccionó parecían tan enraizados que Iskaral temió que se desinflara el cráneo con cada uno que conseguía sacar. Su anticipación ante la perspectiva de ver tal cosa solo dio lugar a la desilusión cuando, con siete largos cabellos grises y tiesos en una mano, Mogora se metió en la elipse y plantó un pie a cada lado del torso del trell. Después murmuró alguna cosa de brujas y lanzó los cabellos por el aire, a la negrura turbia.
El instinto guió la mirada de Iskaral al cielo, tras esas hebras plateadas, y se alarmó un tanto al ver que las estrellas se habían desvanecido en la bóveda celeste. Mientras que en el horizonte permanecían claras y brillantes.
—¡Dioses, mujer! ¿Qué has hecho?
Su mujer hizo caso omiso de él, volvió a salir de la elipse y empezó a cantar en el Lenguaje de la Mujer, que era, por supuesto, ininteligible a oídos de Iskaral Pust. Igual que el Lenguaje del Hombre (que Mogora llamaba galimatías) estaba muy por encima de la capacidad de la mujer de entender. La razón, como bien sabía Iskaral Pust, era que el Lenguaje del Hombre era de verdad un galimatías, diseñado específicamente para confundir a la mujer. Es un hecho que los hombres no necesitan palabras, pero las mujeres sí. Nosotros tenemos penes, después de todo. ¿Quién necesita palabras cuando tienes pene? Mientras que con las mujeres hay dos pechos, lo que invita a la conversación, igual que un buen trasero representa la puntuación perfecta, como todo hombre sabe.
¿Qué le pasa al mundo? Le preguntas a un hombre y te contesta: «No preguntes». Pregúntale a una mujer y te morirás de viejo antes de que termine. Ja, ja, ja.
Extraños raudales de gasa comenzaron a descender a través de la luz reflejada del fugo y se posaron sobre el cuerpo del trell.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Iskaral. Y después se sobresaltó cuando uno le rozó el antebrazo y vio que era la seda de una araña y la araña estaba en un extremo, diminuta como un ácaro. El sacerdote miró al cielo, alarmado—. ¿Hay arañas ahí arriba? ¿Qué locura es esta? ¿Qué están haciendo ahí arriba?
—Calla.
—¡Respóndeme!
—El cielo está lleno de arañas, marido. Flotan con los vientos. Ya te he respondido, así que cierra esa boca, no vaya a ser que meta unos cuantos miles de mis hermanas ahí dentro.
Los dientes masculinos se cerraron con un chasquido y su dueño se acercó más al fuego. Arded, bichos horribles. ¡Arded!
Las hebras de la telaraña cubrían ya al trell. Miles, decenas, cientos de miles, las arañas iban envolviendo el cuerpo entero de Mappo.
—Y ahora —dijo Mogora—, es hora de la luna.
La negrura del cielo se desvaneció en un rubor repentino de luz plateada, incandescente. Iskaral Pust cayó de espaldas con un chillido, tan alarmante fue la transformación, y se encontró mirando con fijeza una luna llena inmensa que pendía tan baja que parecía al alcance de la mano. Si al menos se atreviera. Que no se atrevía.
—¡Has tirado la luna! ¿Estás loca? ¡Se va a derrumbar sobre nosotros!
—Oh, déjalo ya. Solo lo parece, bueno, quizá le di un empujoncito, pero te dije que este era un ritual serio, ¿no?
—¿Qué has hecho con la luna?
La mujer lanzó una carcajada maníaca que pareció un graznido.
—Es solo mi pequeño ritual, querido. ¿Qué te parece?
—¡Haz que se vaya!
—¿Estás asustado? ¡Deberías! ¡Soy una mujer! ¡Una bruja! Así que, ¿por qué no arrastras ese trasero escuálido hasta esa tienda y te acurrucas allí, querido esposo? Esto es poder de verdad, aquí lo tienes, ¡magia real!
—¡No, no lo es! Quiero decir, no es magia de brujas, ni dalhonesia… no sé lo que es…
—Tienes razón, no lo sabes. Ahora sé un niño bueno y vete a dormir, Iskaral Pust, mientras yo me dedico a salvar la miserable vida de este trell.
Iskaral se planteó discutir, pero después optó por no hacerlo y se metió en la tienda.
—¿Eres tú el que farfulla, Iskaral? —se oyó fuera.
Oh, cállate.
Lostara Yil abrió los ojos y después se sentó poco a poco.
Había una figura envuelta en un manto gris cerca de un arco de piedra, le daba la espalda. Muros tallados con tosquedad a ambos lados que formaban una cámara circular con Lostara (que había estado echada en un altar) en el centro. La luz de la luna entraba a raudales por delante de la figura, pero parecía estar deslizándose en un movimiento visible. Como si la luna del exterior se estuviera precipitando desde el cielo.
—¿Qué…? —preguntó, después empezó a toser de forma incontrolable, un dolor agudo le mordió los pulmones. Por fin se recuperó, parpadeó para espantar las lágrimas y volvió a levantar la cabeza.
La figura la miraba.
El Danzante de Sombra. El dios. Cotillion.
—No estoy seguro —dijo en lo que parecía ser la respuesta a la pregunta inicial de Lostara—. Se está llevando a cabo una hechicería impropia, en el desierto, por alguna parte. Han… robado la luz de la luna. Admito que jamás he visto nada parecido.
Mientras él hablaba, los recuerdos de Lostara volvieron en un aluvión. Y’Ghatan. Llamas por todas partes. Un calor que levantaba ampollas. Quemaduras salvajes (oh, cómo chillaba su carne de dolor).
—¿Qué… qué me ha pasado?
—Oh, a eso era a lo que te referías. Mis disculpas, Lostara Yil. Bueno, en pocas palabras, te saqué del fuego. Cierto, es muy raro que un dios intervenga, pero T’riss abrió la puerta de una patada…
—¿T’riss?
—La reina de los Sueños. Sentó un precedente, por así decirlo. La mayor parte de tu ropa se había quemado, me disculpo si la nueva no es de tu gusto.
Lostara bajó la cabeza y miró la combinación de tejido basto que la cubría.
—Una túnica de neófito —dijo Cotillion—. Estás en un templo de Rashan, uno secreto. Abandonado con la rebelión, creo. Estamos a legua y media de lo que solía ser Y’Ghatan, a unos cuarenta pasos al norte del camino de Sotka. El templo está bien escondido. —Señaló con una mano enguantada la entrada—. Ese es el único medio de acceder y de abandonar el lugar.
—¿Por qué… por qué me salvaste?
Él dudó.
—Llegará un momento, Lostara Yil, en el que te enfrentarás a una elección. Una elección extrema.
—¿Qué clase de elección?
El dios la estudió un momento.
—¿Hasta qué punto son profundos tus sentimientos por Perla? —le preguntó después.
Lostara se sobresaltó y después se encogió de hombros.
—Un encaprichamiento momentáneo. Por fortuna ha pasado. Además, en los últimos tiempos es una compañía muy desagradable.
—Eso lo entiendo —dijo Cotillion, un tanto enigmático—. Tendrás que elegir, Lostara Yil, entre tu lealtad hacia la consejera… y todo lo que Perla representa.
—¿Entre la consejera y la emperatriz? Eso no tiene ningún sentido…
Él la hizo callar con una mano levantada.
—No tienes que decidir de inmediato, Lostara. De hecho, no te lo aconsejaría. Todo lo que te pido es que te plantees la pregunta, por ahora.
—¿Qué está pasando? ¿Qué sabes, Cotillion? ¿Estás planeando vengarte de Laseen?
Las cejas del dios se arquearon.
—No, nada parecido. De hecho, yo no estoy implicado directamente en este… eh, asunto. Por lo menos en estos momentos. Lo cierto es que no estoy más que anticipando ciertas cosas, algunas de las cuales puede que lleguen a pasar y algunas de las cuales puede que no. —Volvió a mirar el portal—. Hay comida cerca del altar. Espera hasta el amanecer y después vete. Baja por el camino. Donde hallarás… compañía grata. Tu historia es la siguiente: encontraste un modo de salir de la ciudad y después, cegada por el humo, tropezaste, te golpeaste la cabeza y perdiste el sentido. Cuando despertaste, el Decimocuarto se había ido. Tus recuerdos son incompletos, por supuesto.
—Sí, así es, Cotillion.
Él se volvió al oír su tono y esbozó una media sonrisa.
—Temes estar ahora en deuda conmigo, Lostara Yil. Y que un día regrese y te exija que la pagues.
—Es como funcionan los dioses, ¿no?
—Algunos de ellos, sí. Pero, verás, Lostara Yil, lo que hice por ti en Y’Ghatan hace cuatro días fue mi forma de pagar una deuda que tenía contigo.
—¿Qué deuda?
Las sombras comenzaban a reunirse alrededor de Cotillion y la mujer apenas consiguió oír la respuesta del dios.
—Te olvidas que una vez te vi bailar… —Y después desapareció.
La luz de la luna inundó la cámara tras él, como el mercurio. Y ella se quedó allí sentada un rato, bañada en su luz, pensando en las palabras del dios.
Se oían ronquidos en la tienda. Mogora estaba sentada en una piedra plana a cinco pasos del fuego moribundo. Si hubiera estado despierto, Iskaral Pust se habría sentido aliviado. La luna había vuelto a su sitio, después de todo. Y tampoco era que ella la hubiera movido de verdad. Eso sí que habría sido difícil y además, habría atraído demasiada atención. Pero lo que sí había hecho había sido atraer su poder, un tanto, por un breve espacio de tiempo, lo suficiente para efectuar la sanación más concienzuda que requería el trell.
Alguien salió de entre las sombras y dibujó un círculo lento alrededor de la forma yaciente e inmóvil de Mappo Trell, después se detuvo y miró a Mogora.
Esta frunció el ceño y luego señaló la tienda con una sacudida de la cabeza.
—Iskaral Pust, él es el mago de la Gran Casa de Sombra, ¿no?
—Una sanación impresionante, Mogora —comentó Cotillion—. Comprendes, por supuesto, que el regalo puede que sea en realidad una maldición.
—¡Tú enviaste a Pust hasta aquí para encontrarlo!
—Tronosombrío, en realidad, no yo. Por esa razón no sé decir si la piedad contó para algo en su decisión.
Mogora volvió a mirar a la tienda.
—Mago… ese idiota que solo dice tonterías.
Cotillion no apartaba los ojos de ella.
—Tú eres una de las de Ardata, ¿verdad? —dijo después.
La bruja se transformó en una masa de arañas.
El dios las observó cuando se metieron volando en cada grieta y, momentos más tarde, desaparecieron. Suspiró, echó un último vistazo a su alrededor y por un instante se encontró con los ojos plácidos de la mula, después se desvaneció en un torbellino fluido de sombras.