Sarkanos, Ivindonos y Ganath miraron los cadáveres amontonados, los trozos dispersos de carne y los fragmentos de hueso. Un campo de batalla conoce solo sueños perdidos y los fantasmas se aferran en vano al suelo, sin recordar más que los últimos lugares de sus vidas, el aire es plomizo una vez pasado el estruendo y los postreros gemidos de los moribundos han quedado reducidos al silencio.
Si bien aquello no era cosa suya, allí se encontraban, sin embargo. De los jaghut nunca se puede saber lo que piensan, ni siquiera a lo que aspiran, pero se les oyó hablar entonces.
—Todo dicho —dijo Ganath—. Esta sórdida historia ha terminado y no queda nadie para izar el estandarte y proclamar el triunfo de la justicia.
—Esta es una llanura oscura —dijo Ivindonos—, y yo tengo muy en cuenta esas cosas, el dolor no contado, a menos que se presencie.
—No lo bastante en cuenta —dijo Sarkanos.
—Una acusación audaz —dijo Ivindonos, los colmillos expuestos en una mueca de ira—. Dime a qué soy ciego. Dime qué mayor dolor existe que lo que vemos ante nosotros.
Y Sarkanos respondió.
—Llanuras más oscuras se encuentran más allá.
Fragmento de estela (Yath Alban)
—Anónimo
Había veces, reflexionó el capitán Ganoes Paran, en las que un hombre no podía creer en nada. Ningún sendero tomado podía alterar el futuro y el devenir permanecía siempre oculto, incluso para los dioses. Percibir esas corrientes, el tumulto que aguardaba más adelante, no lograba nada salvo perturbar el sueño y la sospecha creciente de que todos esos esfuerzos para dar forma al futuro no eran más que arrogancia.
Había presionado a los caballos, no se había acercado a pueblos y aldeas donde acechaba la dama sembrando sus semillas mortales, reuniendo a su alrededor el poder de la sangre envenenada y diez mil muertes provocadas por ella. Paran sabía que las bajas no tardarían en multiplicarse por diez. Pero a pesar de toda su cautela, el hedor de la muerte era ineludible, llegaba una y otra vez como de la nada y por mucha que fuera la distancia entre él y las zonas habitadas.
Fuera cual fuera la necesidad de Poliel, era inmensa, y Paran la temía porque no entendía a qué jugaba la diosa.
En Darujhistan, instalado con comodidad en la Casa del Finnest, esa tierra conocida como Siete Ciudades le había parecido muy lejos del centro de todo, o lo que él creía que pronto se convertiría en el centro de todo. Y en parte había sido ese misterio lo que lo había puesto en camino para descubrir cómo lo que había pasado allí podría implicarse en el plan general. Suponiendo, por supuesto, que existiera tal plan.
Igual de probable, admitió, era que esa guerra entre los dioses implosionara y se convirtiera en un torbellino de caos. Le habían dicho una vez que se necesitaba un Señor de la Baraja de los Dragones. Lo necesitaban, le habían dicho, a él. Paran había empezado a sospechar que, incluso entonces, ya era demasiado tarde. Esa telaraña estaba creciendo demasiado rápido, demasiado enmarañada, para que la desentrañara una sola mente.
Excepto quizá Kruppe, la famosa Anguila de Darujhistan… dioses, ojalá estuviera él aquí, en mi lugar, ahora mismo. ¿Por qué no lo hicieron a él Señor de la Baraja de los Dragones? O quizá ese aplomo incorregible no era más que bravuconería, tras la que el verdadero Kruppe se encogía, aterrorizado.
Imagínate lo que pensaría Raest… Paran sonrió al recordarlo. Era por la mañana temprano cuando aquel gordito había llamado a la puerta de la Casa del Finnest, el rostro arrebolado y una sonrisa radiante dedicada al tirano jaghut que la había abierto de par en par y se lo había quedado mirando desde arriba con los ojos sin fondo. Después, con un aleteo de manos y proclamando algo sobre una reunión crucial, Kruppe se había deslizado de algún modo junto al guardián de Azath y había ido anadeando hasta el salón principal para hundirse con un suspiro encantado de contento en el sillón afelpado que había junto a la chimenea.
Un invitado inesperado para desayunar; parecía que ni siquiera Raest podía hacer nada. O quería. El jaghut se había mostrado reticente, como era habitual en él.
Y así Paran se había encontrado sentado enfrente del célebre Desafiador de Caladan Brood (ese corpulento hombrecillo con su chaleco desvaído que había confundido a los ascendientes más poderosos de Genabackis) y lo observaba comer. Y comer. Pero sin dejar de hablar un solo instante.
—Kruppe conoce el triste dilema, sí, desde luego, del triste y confuso señor. ¿El doble de triste? ¡No, el triple de triste! El cuádruple de triste… ¡ah, cómo culmina el uso de tan pavorosa palabra! ¡Cesa ya, sir Kruppe, no sea que nos encontremos sollozando sin cesación. —Levantó un dedo grasiento—. Ah, pero el señor se pregunta, no es cierto, ¿cómo puede un hombre como Kruppe conocer todas estas cosas? Qué cosas, preguntarías también, dada la oportunidad, oportunidad que Kruppe se apresura a interceptar con una respuesta apropiada. Es decir, si acaso Kruppe tuviera tal respuesta. ¡Pero he aquí! No la tiene, ¿y no es esa la verdadera maravilla de todo?
—Por el amor del Embozado —interpuso Paran, y no pudo intervenir más.
—¡Sí, desde luego! «Por el amor del Embozado», desde luego, ¡oh, eres brillante y tan digno del magnífico título de Señor de la Baraja de los Dragones y de ser el amigo más probado de Kruppe! El Embozado, en el centro de todo, oh, sí, y por eso debes apresurarte, en el acto, a ir a Siete Ciudades.
Paran se lo quedó mirando, mudo de asombro, se preguntaba qué detalle en aquel aluvión de palabras se había perdido.
—¿Qué?
—¡Los dioses, queridísimo amigo de Kruppe! Están en guerra, ¿sí? Terrible cosa, la guerra. Terribles cosas, los dioses. Las dos juntas, ¡ah, lo más terribilísimo de todo!
—¿Terri… qué? Oh, no importa.
—A Kruppe nunca le importa.
—¿Por qué Siete Ciudades?
—Hasta los dioses arrojan sombras, Señor de la Baraja. Pero ¿qué arrojan las sombras?
—No lo sé. ¿Dioses?
La expresión de Kruppe se hizo dolorida.
—Oh, vaya, una respuesta absurda. La fe de Kruppe en el indeciso amigo se halla temblando. No, agitada. No se halla, está. ¿Ves cómo tiembla Kruppe? No, dioses no. ¿Cómo se pueden arrojar dioses? No respondas a eso, tal es la naturaleza y el acuerdo tácito respecto a la retórica. Bien, ¿dónde estaba Kruppe? Ah, sí, hay en perspectiva los crímenes más terribles en Siete Ciudades. ¡Se han puesto los huevos y han eclosionado intrigas! Una cáscara especialmente grande está a punto de romperse, y se habrá roto para cuando llegues, lo que significa que se puede dar por rota ahora mismo, así que, ¿a qué estás esperando? De hecho, hombre necio, ya llegas demasiado tarde, o llegarás por entonces, y si no entonces, entonces pronto, en el sentido inminente de la palabra. Pronto, entonces, debes ir, a pesar de que ya sea demasiado tarde. Te sugiero que partas mañana por la mañana y utilices sendas y otros senderos nefarios de iniquidad para apresurar tu intento imposible de llegar. A tiempo y con tiempo, y a su debido tiempo por supuesto que llegarás, y entonces debes caminar por la sombra singular (entre, se atreverá Kruppe a pronunciar tales pavorosas palabras), entre la vida y la muerte, la metáfora ondulada y borrosa traspasada de forma tan insensible e indiferente por cosas que deberían tener más seso. Bueno, has agotado los oídos de Kruppe, dilatado la generosidad de Kruppe hasta casi hacer estallar el cinturón del pantalón, y por la presente de otro modo agotado su inmenso intelecto. —Se levantó con un gruñido y se dio unas palmaditas en la barriga—. Una colación en su mayor parte aceptable, aunque Kruppe aconseja que informes a tu cocinero de que los higos estaban verdaderamente momificados, procedentes del almacén del propio jaghut, se ha de asumir, ¿sí, hmm?
Paran había terminado por concluir que había cierto sentido en todo ese lodazal de verbosidad. Suficiente para asustarlo, en cualquier caso, y empujarlo a hacer un examen más cuidadoso de la baraja de los Dragones. En la que el caos era más pronunciado que nunca. Y allí, en el medio, el brillo trémulo de un sendero, una forma de pasar (quizá solo imaginada, una ilusión), pero tendría que intentarlo, aunque la idea lo aterraba.
No era el hombre adecuado para aquello. Avanzaba a tropezones, medio ciego, dentro de un vórtice de poderes que convergían, y se dio cuenta de que le costaba hasta mantener la ilusión de control.
Ver a Apsalar de nuevo había sido un regalo inesperado. Ya no era una niña, pero, al parecer, sí tan letal como siempre. No obstante, algo parecido a la humanidad se revelaba en sus ojos de vez en cuando. Paran se preguntó por cuántas cosas habría pasado aquella chica desde que se había desterrado a Cotillion de su cuerpo a las afueras de Darujhistan, aparte de lo que ella había estado dispuesta a contarle, claro, y se preguntó si completaría su viaje y saldría por el otro extremo renacida una vez más.
Se alzó en los estribos para estirar las piernas y examinar el sur en busca del reflejo revelador que anunciaría su destino. Nada todavía, salvo la calima del calor y las colinas abruptas sin árboles que se alzaban encorvadas en la llanura. Siete Ciudades era una tierra calurosa, inhóspita, y decidió que, incluso sin la peste, no le gustaba mucho.
Una de esas colinas se desvaneció de repente en una nube de polvo y rocalla que volaba por los aires y después un estruendo atronador reverberó por el suelo y sobresaltó a los caballos. Mientras luchaba por calmarlos, sobre todo a su propia montura, que había aprovechado la oportunidad para renovar sus esfuerzos por tirarlo corcoveando y dando coces, Paran percibió otra cosa que salía rodando del destruido montículo.
Omtose Phellack.
Paran tranquilizó su caballo lo mejor que pudo, recogió las riendas y cabalgó a un medio galope lento y asustadizo hacia la colina en ruinas.
Al acercarse oyó un fragor en el interior del túmulo (pues túmulo era) y cuando estaba a treinta pasos de distancia, parte de un cuerpo desecado salió lanzado del agujero y resbaló con un estrépito entre los escombros. Se detuvo y después se alzó un brazo trémulo que volvió a caer un momento después. Un cráneo con yelmo de hueso apareció volando, mechones gruesos agitándose al viento para rebotar y rodar en el polvo.
Paran detuvo el caballo y observó a una figura alta y delgada que salía del túmulo y se erguía poco a poco. Piel verde grisácea, arrastraba telarañas polvorientas y vestía un arnés con broches de plata y un tahalí de cota de malla de hierro del que colgaban cuchillos en vainas de cobre, los varios metales ennegrecidos o recubiertos de verdete. La ropa que hubiera vestido en otro tiempo el cuerpo se había podrido.
Una mujer jaghut, el largo cabello negro recogido en una única cola que le llegaba hasta los riñones. Los colmillos estaban envueltos en plata y, por tanto, eran negros. Miró con lentitud a su alrededor y su mirada al fin lo encontró y se posó en él. Bajo una frente pesada, unas pupilas verticales enmarcadas en ámbar estudiaron a Paran. El hombre la vio fruncir el ceño antes de hacer su pregunta.
—¿Qué clase de criatura eres tú?
—Una clase con buenos modales —respondió Paran intentando esbozar una sonrisa.
La mujer se había dirigido a él en la lengua jaghut y él la había entendido… de algún modo. ¿Uno de los muchos dones concedidos en virtud de su estatus de Señor de la Baraja? ¿O el largo tiempo pasado en las proximidades de Raest y sus incesantes murmullos? En cualquier caso, Paran se sorprendió respondiendo en el mismo idioma.
Ante lo cual el ceño femenino se profundizó.
—Hablas mi lengua como lo haría un imass… si algún imass se hubiera molestado en aprenderla. O un jaghut al que le hubieran extraído los colmillos.
Paran le echó un vistazo al cadáver parcial que yacía cerca.
—¿Un imass como ese?
La jaghut echó hacia atrás los labios en lo que él tomó como una sonrisa.
—Un guardián que dejaron atrás, había perdido la habilidad de vigilar. Los no muertos tienen cierta tendencia a aburrirse, y a descuidarse.
—T’lan imass.
—Si hay otros cerca, vendrán ahora. No tengo mucho tiempo.
—¿T’lan imass? Ninguno, jaghut. Ninguno cerca de por aquí.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy. Bastante. Te has liberado… ¿por qué?
—¿La libertad necesita una excusa? —Se cepilló el polvo y las telarañas de su enjuto cuerpo y después miró al oeste—. Uno de mis rituales ha sido hecho pedazos. He de repararlo.
Paran lo pensó un momento.
—¿Un ritual de vinculación? —preguntó—. ¿Algo o alguien estaba encarcelado y, al igual que tú ahora, busca la libertad?
A la jaghut pareció desagradarle la comparación.
—Al contrario que la entidad que yo encarcelé, yo no tengo ningún interés en conquistar el mundo.
Oh.
—Soy Ganoes Paran.
—Ganath. Tienes un aspecto lastimoso, como un imass desnutrido, ¿estás aquí para combatirme?
Él negó con la cabeza.
—No hacía más que pasar por aquí, Ganath. Te deseo buena suerte…
Ella se volvió de repente y se quedó mirando al este con la cabeza ladeada.
—¿Algo? —preguntó él—. ¿T’lan imass?
La jaghut la miró.
—No estoy segura. Quizá… nada. Dime, ¿hay un mar al sur de aquí?
—¿Lo había cuando tú… no estabas todavía en tu túmulo?
—Sí.
Paran sonrió.
—Ganath, sí que hay un mar justo al sur de aquí, y es hacia donde yo me dirijo.
—Entonces viajaré contigo. ¿Por qué te encaminas hacia allí?
—Para hablar con unas personas. ¿Y tú? ¿Creí que tenías prisa por reparar ese ritual?
—Y la tengo, pero tengo una prioridad más urgente.
—¿Y es?
—Darme un baño.
Demasiado abotagados para volar, los buitres se dispersaron con gritos indignados, saltando y anadeando con las alas dobladas, dejando expuesto el festín que había sido humano. Apsalar frenó sus pasos, no muy segura de si quería continuar bajando por esa calle principal, aunque el parloteo estridente y las riñas de los buitres al alimentarse se oían también en las avenidas laterales, lo que la llevaba a sospechar que no había ruta alternativa.
Los aldeanos habían muerto sufriendo, no había misericordia en esa plaga que había tallado un sendero largo y torturado hasta la puerta del Embozado. Glándulas inflamadas, el cierre lento de la garganta, lo que hacía imposible ingerir comida sólida y estrechaba los conductos respiratorios, haciendo que cada inspiración fuera una agonía. Y, en la tripa, los gases distendían el estómago. Bloqueada cualquier salida, al final hacían estallar el revestimiento del estómago, lo que permitía que los propios ácidos de la víctima la devoraran por dentro. Esas, por desgracia, eran las fases finales de la enfermedad. Antes estaba la fiebre, tan caliente que el cerebro se cocinaba en el cráneo y volvía a la persona medio loca, un estado del que (aunque la enfermedad se detuviera en ese mismo instante) ya no había recuperación posible. Los ojos expulsaban mucosidad, los oídos sangraban, la carne se hacía gelatinosa en las articulaciones, era la dama en toda su sórdida gloria.
Los dos esqueletos de reptiles que acompañaban a Apsalar habían salido disparados y se entretenían asustando a los buitres e irrumpiendo entre masas zumbonas de moscas. En ese momento regresaban a la carrera sin pensar en los cadáveres ennegrecidos y a medio comer sobre los que trepaban.
—¡No-Apsalar! ¡Eres muy lenta!
—¡No, Telorast —exclamó Cuajo—, no es lo bastante lenta!
—¡Sí, no lo bastante lenta! ¡Nos gusta esta aldea, queremos jugar!
Apsalar guió a pie a su manso caballo y empezó a abrirse camino calle abajo. Al parecer, una veintena de aldeanos habían salido arrastrándose por alguna razón desconocida, quizá en un último y patético intento de escapar de lo que no había forma de huir. Habían muerto arañándose y peleando unos con otros.
—Vosotras podéis quedaros todo lo que queráis —les dijo a las dos criaturas.
—Eso no puede ser —dijo Telorast—. Somos tus guardianas, después de todo. Tus centinelas que nunca duermen, siempre vigilantes. Haremos guardia a tu lado por muy enferma y asquerosa que estés.
—¡Y después te sacaremos los ojos!
—¡Cuajo! ¡No le digas eso!
—Bueno, esperaremos hasta que esté dormida, por supuesto. Y se agite presa de la fiebre.
—Exacto. Y, de todos modos, para entonces querrá que lo hagamos.
—Lo sé, pero ya hemos atravesado dos pueblos y sigue sin estar enferma. No lo entiendo. Todos los demás mortales están muertos o muriéndose, ¿qué la hace tan especial?
—Elegida por los usurpadores de Sombra, por eso puede pasearse tan tranquila mirándolo todo por encima del hombro. Quizá tengamos que esperar antes de sacarle los ojos.
Apsalar pasó por encima del montón de cadáveres. El pueblo se terminaba de repente y más allá descollaban los restos carbonizados de tres edificios auxiliares. Un cementerio invadido por cuervos coronaba una colina baja cercana donde se alzaba un guldindha solitario. Los pájaros negros atestaban las ramas en un silencio hosco. Unas cuantas plataformas improvisadas daban fe de los primeros esfuerzos que se habían hecho por asistir a los muertos, pero era obvio que eso no había durado mucho tiempo. Había una docena de cabras blancas a la sombra del árbol que observaron a Apsalar cuando continuó bajando por el camino, flanqueada por los esqueletos de Telorast y Cuajo.
Algo había ocurrido, lejos, al norte y al oeste. No, podía ser más precisa todavía. Y’Ghatan. Había habido una batalla… y se había cometido un crimen terrible. La sed de sangre malazana que tenía Y’Ghatan era legendaria, y Apsalar temía que la hubiera vuelto a beber a grandes tragos.
En cada tierra había lugares que veían luchas una y otra vez, una sucesión interminable de matanzas y, las más de las veces, esos lugares tenían poco valor estratégico en cualquier plan mayor, o, en último caso, eran imposibles de defender. Como si las propias rocas y el suelo se burlaran de cada conquistador lo bastante necio como para intentar reclamarlos. Pensamientos de Cotillion, esos. Jamás había tenido miedo de reconocer la futilidad y el placer que sentía el mundo al desafiar la grandiosidad humana.
La joven pasó junto a los últimos edificios quemados, era un alivio haber dejado atrás su hedor… A los cuerpos pudriéndose estaba acostumbrada, pero algo de ese hedor carbonizado se deslizaba bajo sus sentidos como una premonición.
Caía la tarde. Apsalar volvió a subirse a la silla y cogió las riendas. Lo intentaría con la senda de Sombra. Aunque ya sabía que era demasiado tarde, algo había ocurrido en Y’Ghatan; como mínimo podía acercarse a los heridos que quedaran y buscar el rastro de los supervivientes. Si había alguno.
—Sueña con la muerte —dijo Telorast—. Y ahora está enfadada.
—¿Con nosotras?
—Sí. No. Sí. No.
—¡Ah, ha abierto una senda! ¡Sombra! ¡Rastro sin vida que serpentea por colinas sin vida, pereceremos de hastío! ¡Espera, no nos dejes!
Salieron trepando del pozo y encontraron un banquete aguardándolos. Una mesa larga, cuatro sillas de estilo untan y respaldo alto, un candelabro en el centro con cuatro velas de cera de abeja y tallos gruesos, la luz dorada parpadeaba sobre bandejas de plata en las que se amontonaban exquisiteces malazanas. Santos, ese pescado oleaginoso de los bancos de la costa de Kartool, asado al horno con mantequilla y especias en arcilla; tiras de venado marinado que olían a almendras, al estilo d’avoriano del norte; urogallo de las llanuras setis relleno de bayas de bisonte y salvia; calabazas al horno y filetes de serpiente de Dal Hon; un surtido de verduras estofadas y cuatro botellas de vino: un blanco de la isla de Malaz, de la hacienda de Paran, vino de arroz caliente de Itko Kan, un tinto con mucho cuerpo de Gris, y el vino de belack de tono anaranjado de las islas Napanianas.
Kalam se quedó mirando aquella munífica aparición mientras Tormenta, con un gruñido, se acercaba, las botas resoplando entre el polvo; el soldado se sentó y estiró la mano para coger el tinto de Gris.
—Bueno —dijo Ben el Rápido al tiempo que se sacudía el polvo—, no está mal. ¿Para quién creéis que es la cuarta silla?
Kalam levantó la cabeza y miró la masa amenazadora de la fortaleza flotante.
—Preferiría no pensar en ello.
Tormenta lanzó unos bufidos y se abalanzó sobre las tiras de venado.
—¿Sospechas —aventuró Ben el Rápido cuando se sentó— que hay algún significado en la selección proporcionada? —Cogió una copa de alabastro y se sirvió un poco del blanco de Paran—. ¿O es decadencia pura y dura lo que quiere pasarnos por las narices?
—Mi nariz está muy bien —dijo Tormenta, ladeó la cabeza a un lado y escupió un hueso—. ¡Dioses, podría comerme todo esto yo solo! ¡Y quizá lo haga!
Kalam suspiró y se reunió con ellos en la mesa.
—Está bien, al menos esto nos da tiempo para hablar. —Vio que el mago miraba con suspicacia a Tormenta—. Relájate, Rápido, dudo que Tormenta pueda oírnos con todo el ruido que hace al masticar.
—¡Ja! —se rió el falari, escupió trozos por toda la mesa, y uno aterrizó con un chapoteo en la copa del mago—. ¡Como si a mí me importara la uña de un pie del Embozado todos vuestros prepotentes pavoneos! Si queréis hablar hasta quedaros sin aliento, adelante, yo no pienso perder el tiempo escuchándoos.
Ben el Rápido encontró un pincho de plata para la carne y sacó con delicadeza el trozo de venado de la copa. Tomó un sorbo vacilante, hizo una mueca y tiró el vino. Después volvió a llenarse la copa.
—Bien —dijo—, yo no estoy del todo convencido de que aquí Tormenta sea superfluo en nuestra conversación.
El soldado de la barba pelirroja levantó la cabeza y entrecerró los ojitos con una inquietud repentina.
—Yo no podría ser más superfluo de lo que soy ni aunque lo intentara —rezongó, y volvió a estirar el brazo para coger la botella de tinto.
Kalam observó moverse la garganta del hombre mientras engullía bocado tras bocado.
—Es esa espada —dijo Ben el Rápido—. Esa espada t’lan imass. ¿De dónde la sacaste, Tormenta?
—Ah, santos. En Falar solo los pobres comen esos peces tan feos, ¡y los kartoolianos los llaman exquisitez! Idiotas. —Cogió uno y empezó a sacar la carne roja y oleaginosa del caparazón de arcilla—. Me la entregaron —dijo—, para que la custodiara.
—¿Un t’lan imass? —preguntó Kalam.
—Sí.
—¿Así que tiene intención de volver a buscarla?
—Si puede, sí.
—¿Por qué te daría un t’lan imass su espada a ti? Por lo general la utilizan mucho.
—No en el lugar al que se dirigía, asesino. ¿Qué es esto? ¿Una especie de pájaro?
—Sí —dijo Ben el Rápido—. Urogallo. Bueno, ¿y hacia dónde se dirigía el t’lan imass, entonces?
—Urogallo. ¿Qué es eso, una especie de pato? Se metió en una gran herida en el cielo, para sellarla.
El mago se echó hacia atrás.
—Entonces no esperes que vuelva en breve.
—Bueno, se llevó la cabeza de un tiste andii con él y esa cabeza seguía viva, Verdad fue el único que lo vio, el otro t’lan imass no, ni siquiera el invocahuesos. Qué alas tan pequeñas, me sorprende que el bicho pudiera volar siquiera. ¡Claro que no muy bien, ja, porque alguien lo atrapó! —Se terminó el grisiano y tiró la botella, que cayó con un golpe seco en el polvo denso. Tormenta estiró el brazo entonces para coger el belack napaniano—. ¿Sabéis el problema que tenéis vosotros dos? Os lo voy a decir. Os voy a decir yo el problema. Los dos pensáis demasiado y pensáis que pensando tanto llegáis a alguna parte con tanto pensar, solo que no lo hacéis. Mirad, es muy sencillo. Si algo que no te gusta se te mete por el medio, lo matas, y cuando lo matas, ya puedes dejar de pensar en ello y se acabó.
—Una filosofía interesante, Tormenta —dijo Ben el Rápido—. ¿Pero qué hay si ese «algo» es demasiado grande, o hay demasiados, o son más peligrosos que tú?
—Entonces le bajas los humos, mago.
—¿Y si no puedes?
—Entonces buscas a alguien que pueda. Quizá terminen matándose entre sí y se acabó. —Agitó la botella medio vacía de belack—. ¿Pensáis que podéis hacer todo tipo de planes? Idiotas. ¡Yo me agacho y me cago en vuestros planes!
Kalam le sonrió a Ben el Rápido.
—Puede que Tormenta haya dado con algo.
El mago frunció el ceño.
—Qué, agacharse…
—No, buscar a otro que nos haga el trabajo sucio. Ya somos perros viejos en eso, Ben, ¿no?
—Solo que cada vez es más difícil. —Ben el Rápido miró la fortaleza flotante—. Está bien, déjame pensar…
—¡Oh, ahora sí que estamos metidos en un lío!
—Tormenta —dijo Kalam—, estás borracho.
—No estoy borracho. Con dos botellas de vino yo no me emborracho. Tormenta no, de eso nada.
—La pregunta —dijo el mago— es la siguiente. ¿Quién o qué derrotó a los k’chain che’malle la primera vez? Y después, ¿vive todavía esa poderosa fuerza? Una vez que averigüemos las respuestas a esas…
—Lo que dije —rezongó el falari—, habláis, habláis y habláis y no sacáis una puñetera cosa en limpio.
Ben el Rápido se acomodó en su silla y se frotó los ojos.
—Muy bien. Adelante, Tormenta, oigamos tus brillantes ideas.
—Primero, estáis asumiendo que esa especie de lagartos son enemigos vuestros. Tercero, si las leyendas son ciertas, esos lagartos se derrotaron a sí mismos, así que, ¿a qué viene el ataque de pánico, por los pantalones cagados del Embozado? Segundo, la consejera quería saberlo todo sobre ellos y adónde van y todo eso. Bueno, las fortalezas volantes no van a ninguna parte, y ya sabemos lo que hay dentro, así que el trabajo está hecho. Vosotros, idiotas, queréis entrar en una, ¿para qué? No tenéis ni idea de para qué. Y cinco, ¿te vas a terminar ese vino blanco, brujo? Porque yo no pienso tocar ese pis de arroz.
Ben el Rápido se adelantó poco a poco en su asiento y deslizó la botella hacia Tormenta.
No había mejor gesto de derrota, decidió Kalam.
—Acabad de una vez —dijo—, para que podamos salir de esta puñetera senda y regresar con el Decimocuarto.
—Otra cosa —dijo Ben el Rápido— de la que quería hablar.
—Adelante —dijo Tormenta, muy sociable, mientras agitaba una pata de urogallo—. Tormenta tiene todas tus respuestas, sí, señor.
—He oído historias… una escolta malazana que chocó con una flota de naves raras en la costa geni. Por las descripciones de los enemigos, parecían tiste edur. Tormenta, ese barco tuyo, ¿cómo se llamaba?
—Silanda. Tipos muertos de piel gris, todos derribados en cubierta, y el capitán del barco, ensartado con una lanza, clavado en la maldita silla del Embozado de su camarote. Por todos los dioses del inframundo, el brazo que lanzó eso…
—Y cabezas… tiste andii.
—Los cuerpos estaban abajo, manejando los remos.
—Esos tipos de piel gris eran tiste edur —dijo Ben el Rápido—. No sé, quizá no debería relacionar las dos cosas, pero hay algo en ellos que me pone nervioso. ¿De dónde procedía esa flota tiste edur?
Kalam lanzó un gruñido.
—Es un mundo muy grande, Rápido —dijo después—. Podrían haber salido de cualquier parte, desviados de su rumbo por alguna tormenta, o en una misión de exploración de algún tipo.
—Más bien incursiones de asalto —dijo Tormenta—. Si atacaron de inmediato, como hicieron. De todos modos, donde encontramos el Silanda, allí también había habido una batalla. Contra los tiste andii. Un asunto turbio.
Ben el Rápido suspiró y se frotó los ojos otra vez.
—Cerca de Coral, durante la Guerra Painita, se encontró el cuerpo de un tiste edur. Había salido de las aguas profundas. —Sacudió la cabeza—. Tengo la sensación de que no será el último que veamos.
—El reino de Sombra —dijo Kalam—. Era suyo, antaño, y ahora quieren recuperarlo.
El mago entrecerró los ojos y miró al asesino.
—¿Eso te lo dijo Cotillion?
Kalam se encogió de hombros.
—Todo termina siempre en Tronosombrío, ¿no? No me extraña estar nervioso. Ese cabrón baboso y escurridizo…
—Oh, por los huevos del Embozado —gimió Tormenta—, dame ese pis de arroz si vais a seguir así. Tronosombrío no asusta a nadie. Tronosombrío es solo Ammanas y Ammanas es solo Kellanved. Igual que Cotillion es Danzante. Bien sabe el Embozado que conocíamos de sobra al emperador. Y a Danzante. ¿Están tramando algo? No tiene nada de raro. Siempre estaban tramando algo, desde el principio. Os lo digo a los dos —hizo una pausa para echar un trago del vino de arroz, hizo una mueca y después continuó—, cuando el polvo se haya asentado, estarán brillando como perlas encima de un montón de estiércol. Dioses, dioses ancestrales, dragones, no muertos, espíritus y la cara vacía y aterradora del propio Abismo, no van a poder hacer nada, joder. ¿Quieres preocuparte por los tiste edur, mago? No te prives. Quizá gobernaran Sombra una vez, pero Tronosombrío acabará con ellos. Él y Danzante. —Eructó—. ¿Y sabéis por qué? Os diré por qué. Nunca pelean limpio. Por eso.
Kalam miró la silla vacía y entrecerró los ojos poco a poco.
Tropezando, reptando o arrastrándose por el lecho de ceniza blanca, todos se acercaron adonde se sentaba Botella; el cielo era un remolino de estrellas sobre sus cabezas. Ni uno solo de esos soldados dijo nada, pero cada uno consiguió hacer un gesto suave, estirar el brazo y, con un dedo, tocar la cabeza de Y’Ghatan, la rata.
Tierno, con gran reverencia… hasta que el animal mordió ese dedo y la mano se apartó de golpe con una maldición siseada.
Uno tras otro, Y’Ghatan los mordió a todos.
Tenía hambre, explicó Botella, y estaba embarazada. Eso explicó. O intentó hacerlo, pero nadie estaba escuchando en realidad. Parecía que ni siquiera les importaba, que el mordisco ya formaba parte del ritual, un precio de sangre, el pago del sacrificio.
Les dijo a los que quisieron escuchar que a él también lo había mordido.
Pero no lo había hecho. No ella. No a él. Sus almas ya estaban unidas de forma inextricable. Y cosas como esas eran complicadas, profundas incluso. Estudió a la criatura, que se había acomodado en su regazo. Profundas, sí, esa era la palabra.
Le acarició la cabeza. Mi querida rata. Mi dulce… ¡ay! ¡Maldita seas! ¡Zorra!
Unos ojos negros y brillantes se alzaron y lo miraron, la nariz y los bigotes se crisparon.
Criaturas abominables, repugnantes.
Dejó al bicho en el suelo, que se tirara por un precipicio si quería, a él le daba igual. Pero en lugar de eso, la rata se arrimó a su pie derecho, se acurrucó y se durmió. Botella miró el campamento improvisado, la colección de caras borrosas que podía ver aquí y allá. Nadie había encendido ningún fuego. Tenía su gracia, a su modo enfermizo.
Habían sobrevivido. A Botella todavía le costaba creerlo. Y Gesler había vuelto a entrar, solo para regresar un rato después seguido por Corabb Bhilan Thenu’alas, el guerrero, que apareció arrastrando a Cuerdas y luego él también se derrumbó. Botella podía oír los ronquidos del tipo, que habían continuado ininterrumpidos la mitad de la noche.
El sargento estaba vivo. La miel untada en sus heridas parecía haber llevado a cabo una sanación equivalente al gran Denul, lo que dejaba patente que había sido cualquier cosa salvo miel normal (como si las extrañas visiones no fueran prueba suficiente). Con todo, ni siquiera eso podía reemplazar la sangre que Cuerdas había perdido y esa pérdida de sangre debería de haberlo matado. Pero en ese instante el sargento dormía, demasiado débil para hacer nada más, pero vivo.
Botella pensaba que ojalá él estuviera tan cansado… de ese modo, al menos, de esa forma que llamaba al sueño cálido y grato. En lugar de ese agotamiento espiritual que le dejaba los nervios crispados, no hacían más que regresar una y otra vez las imágenes de su viaje de pesadilla entre los huesos enterrados de Y’Ghatan. Y con ellos, el sabor amargo de esos momentos cuando todo parecía perdido, inútil.
La capitán Faradan Sort y Peccado habían ocultado una provisión de toneles de agua y paquetes de comida que, a continuación, habían recuperado, pero a Botella ninguna cantidad de agua podía quitarle de la boca el sabor a humo y cenizas. Y había otra cosa que seguía ardiendo en su interior. La consejera los había abandonado, lo que había obligado a la capitán y a Peccado a desertar. Cierto, era razonable suponer que no quedaba nadie vivo. El mago sabía que esa sensación era irracional, pero lo reconcomía de todos modos.
La capitán había hablado de la peste, que llegaba del este y lo barría todo, y la necesidad de que no alcanzara al ejército. La consejera había esperado todo lo que había podido. Botella sabía todo eso. Pese a todo…
—Estamos muertos, ¿sabes?
Miró a Koryk, que estaba sentado con las piernas cruzadas no muy lejos, con un niño dormido al lado.
—Si estamos muertos —dijo Botella—, ¿por qué nos sentimos tan mal?
—En lo que a la consejera se refiere. Estamos muertos. Podemos… irnos sin más.
—¿Para ir adónde, Koryk? Poliel acecha en Siete Ciudades por entero…
—No hay peste que vaya a matarnos a nosotros. Ahora no.
—¿Te crees que somos inmortales o algo por el estilo? —preguntó Botella. Después sacudió la cabeza—. Sobrevivimos a esto, sí, pero eso no significa nada, joder. Y por el Embozado, no significa que lo próximo que surja no vaya a matarnos a la primera y bien deprisa. Quizá tú ahora te sientas inmune a todo, a lo que sea que el mundo quiera tirarnos encima. Pero, créeme, no lo somos.
—Mejor eso que cualquier otra cosa —murmuró Koryk.
Botella pensó en las palabras del soldado.
—¿Crees que algún dios decidió usarnos? ¿Que nos sacó por una razón?
—O eso, Botella, o tu rata es un genio.
—La rata era cuatro patas y una buena nariz, Koryk. Su alma estaba atrapada. Por mí. Yo estaba mirando por sus ojos, percibía todo lo que ella percibía…
—¿Y soñó cuando tú soñaste?
—Bueno, no lo sé…
—¿Huyó entonces?
—No, pero…
—Así que esperó. A que volvieras a despertar. Para que pudieras capturar su alma otra vez.
Botella no dijo nada.
—Como un dios intente utilizarme —dijo Koryk en voz baja—, lo va a lamentar.
—Con todos esos fetiches que llevas —observó Botella—, yo habría dicho que estarías encantado con la atención.
—Te equivocas. Lo que llevo no es para buscar bendiciones.
—¿Qué son entonces?
—Amuletos.
—¿Todos ellos?
Koryk asintió.
—Me hacen invisible. A dioses, espíritus, demonios…
Botella estudió al soldado en la oscuridad.
—Bueno, quizá no funcionen.
—Depende —respondió el otro.
—¿De qué?
—De si estamos muertos o no.
Sonrisas se echó a reír cerca de allí.
—Koryk ha perdido la sesera. No me extraña, con lo pequeña que es y con lo oscuro que está por aquí…
—No como fantasmas y todo eso —dijo Koryk con tono desdeñoso—. Piensas como una niña de diez años, Sonrisas.
Botella hizo una mueca.
Algo rebotó en una roca cerca de Koryk y el soldado se sobresaltó.
—¿Qué Embozado fue eso?
—Eso fue un cuchillo —dijo Botella, que había sentido un pequeño latigazo junto a él—. Asombroso, se guardó uno para ti.
—Más de uno —dijo Sonrisas—. Y, Koryk, no te estaba apuntando a la pierna.
—Te dije que no eras inmune —dijo Botella.
—Yo… bah, da igual.
Yo sigo vivo, ibas a decir. Y después tuviste el acierto de no decirlo.
Gesler se agachó delante de la capitán.
—Somos una panda sin pelos —dijo—, pero aparte de eso, estamos curando bastante bien. Capitán, no sé lo que la hizo creer en Peccado lo suficiente para huir del ejército, pero me alegro la hostia de que lo haya hecho.
—Estaban todos bajo mi mando —dijo ella—. Y después se fueron muy por delante. Hice todo lo que pude por encontrarlos, pero el humo, las llamas… era demasiado. —Apartó la mirada—. No quería dejarlo así.
—¿Cuántos perdió la legión? —preguntó Gesler.
Ella se encogió de hombros.
—Quizá dos mil. Todavía había soldados muriéndose. Estábamos atrapados, el puño Keneb, Baralta y unos ochocientos hombres, en el peor lado de la brecha, hasta que Peccado hizo retroceder el fuego… no me pregunte cómo. Dicen que es una especie de maga suprema. No había nada confuso en ella esa noche, sargento, y no creo que estuviera confusa cuando intentó meterse de nuevo en la ciudad.
Gesler asintió y se quedó callado un momento, después se levantó.
—Ojalá pudiera dormir… y parece que no soy el único. Me preguntó por qué será…
—Las estrellas, sargento —dijo Faradan Sort—. Están brillando sobre nosotros.
—Sí, podría ser eso y nada más.
—¿Nada más? Yo diría que más que suficiente.
—Sí. —El sargento se miró el pequeño mordisco que tenía en el índice derecho—. Y todo por esa puñetera rata.
—Serán idiotas, seguro que están todos infectados con la peste.
Él se sobresaltó y después sonrió.
—Que lo intente la muy zorra.
Bálsamo se frotó los últimos restos de costra de barro de la cara y después miró a su cabo con el ceño fruncido.
—Tú, Olor a Muerto, ¿te crees que no te oí rezando y balbuceando ahí abajo? A mí no me has engañado sobre nada que merezca la pena engañar.
El hombre, que estaba apoyado en una roca, mantuvo los ojos cerrados, pero contestó.
—Sargento, usted sigue intentándolo, pero lo sabemos. Lo sabemos todos.
—¿Sabéis todos qué?
—Por qué habla y habla y sigue hablando.
—¿De qué estás hablando?
—Se alegra de estar vivo, sargento. Y se alegra de que su pelotón saliera de una pieza, el único salvo el de Viol, y quizá el de Hellian, que yo sepa. Nos hechizaron y no hay más. Un puñetero hechizo y todavía no se lo cree. Bueno, pues nosotros tampoco, ¿de acuerdo?
Bálsamo escupió en el suelo.
—Escúchate, maullando sin parar. Babosadas sentimentales, nada más. Me pregunto quién me maldijo para que tenga que seguir cargando con todos vosotros. Lo de Violín lo entiendo. Es abrasapuentes. Y los dioses echan a correr cuando ven a un abrasapuentes. Pero tú, tú no eres nadie y eso es lo que no entiendo. De hecho, si lo entendiera…
Urb. Es igual que el sacerdote que desapareció. El que había sido sacerdote, ¿cómo se llamaba? ¿Qué aspecto tenía? No se parecía en nada a Urb, eso seguro. Pero igual de traidor, traicionero, igual de podrido y vil que como se llamara.
Ya no es cabo mío, eso seguro. Me dan ganas de matarlo… oh, dioses, me duele la cabeza. La mandíbula… tengo todos los dientes sueltos.
La capitán dice que necesita más sargentos. Bueno, pues se puede quedar con él y pobre del pelotón con el que termine, cuenta con mis plegarias. Eso seguro. Dijo que había arañas y quizá las hubiera, y quizá yo no estaba consciente, así que no pude volverme loca, cosa que quizá hubiera hecho, pero eso no cambia una verdad, y es que tan seguro como seguro que se me subieron encima. Todas encima, todavía puedo sentir esas patitas puntiagudas y pegajosas que se me clavaron en la piel. Por toda la piel. Por todas partes. Y él las dejó.
Quizá la capitán tenga una botella de algo. Quizá si la llamo para que venga y hablo yo muy dulce, cuerda de verdad y toda razonable, quizá entonces me desaten. No mataré a Urb, lo prometo. Puede quedarse con él, capitán. Eso será lo que le diga. Y ella vacilará, yo vacilaría, pero entonces asentirá, la muy idiota, y cortará estas cuerdas. Y me pasará una botella y me la terminaré. La terminaré y todo el mundo dirá, eh, no pasa nada. Vuelve a estar normal.
Y entonces es cuando me tiro a su garganta. Con los dientes, no, están sueltos, no puedo usarlos para eso. Busco un cuchillo, eso es lo que tengo que hacer. O una espada. Podría cambiar la botella por una espada. Lo hice al revés, ¿no? La mitad de la botella. Me beberé la otra mitad. Media botella, media espada. Un cuchillo. Media botella por un cuchillo. Que le clavaré en la garganta, y después lo volveré a cambiar, por la otra mitad de la botella; si soy rápida, debería funcionar. Consigo el cuchillo y la botella entera.
Pero primero, debería desatarme. Es lo justo.
Estoy bien, como puede ver todo el mundo. Pacífica, pensativa…
—¿Sargento?
—¿Qué pasa, Urb?
—Creo que todavía quiere matarme.
—¿Qué te hace decir eso?
—El modo en que rezonga y rechina los dientes, supongo.
Yo no, eso seguro.
Oh, por eso me duelen tanto los dientes todavía. Me los he soltado más rechinándolos tanto. Dioses, solía soñar cosas así, que se me soltaban todos los dientes. El muy cabrón me dio un puñetazo. No muy diferente de ese hombre que desapareció, ¿cómo se llamaba?
Destello de Ingenio acomodó mejor todo su volumen en el lecho blando que su peso había estampado en la arena.
—Ojalá —dijo.
Cachipolla frunció los labios y después se colocó la nariz que se le había roto más veces de las que podía contar. Moverla producía unos chasquidos que encontraba, por alguna razón, vagamente satisfactorios.
—¿Ojalá qué?
—Ojalá supiera cosas, supongo.
—¿Qué cosas?
—Bueno, escucha a Botella, ahí. Y a Gesler, Olor a Muerto. Son listos. Hablan de cosas y todo eso. Por eso digo ojalá.
—Sí, bueno, pero todos esos cerebros se van a desperdiciar, ¿no?
—¿A qué te refieres?
Cachipolla lanzó un bufido.
—Tú y yo, Destello de Ingenio, nosotras somos de la infantería pesada, ¿no? Clavamos los pies y nos plantamos, y da igual para qué. Eso no importa.
—Pero Botella…
—Un desperdicio, Destello de Ingenio. Son soldados, por el amor de Treach. Soldados. ¿Quién necesita cerebro para ser soldado? Eso solo estorba para ser soldado y no sirven las cosas que estorban. Entienden las cosas y eso les da opiniones, y luego igual ya no quieren luchar tanto.
—¿Por qué ya no iban a querer luchar por las opiniones?
—Es muy simple, Destello de Ingenio. Confía en mí. Si los soldados pensaran demasiado en lo que están haciendo, ya no querrían luchar.
—¿Entonces cómo es que estoy tan cansada, por cierto, solo que no puedo dormir?
—Eso también es muy simple.
—¿Lo es?
—Sí, y no son las estrellas tampoco. Estamos esperando a que salga el sol. Todos queremos ver ese sol, porque empezaba a parecer que no lo íbamos a ver más.
—Ya. —Un largo silencio contemplativo y después—: Ojalá.
—¿Y ahora por qué dices ojalá?
—Solo pienso que ojalá fuera tan lista como tú, Cachipolla. Eres tan lista que no tienes opiniones y eso es ser muy lista, y entonces yo me pregunto si no te vas a desperdiciar siendo de la pesada y eso. Eres soldado.
—Yo no soy lista, Destello de Ingenio. Confía en mí, ¿y sabes cómo lo sé?
—No, ¿cómo?
—Porque… ahí abajo… tú y yo y Lametazo de Sal, y Narizcorta y Uru Hela y Hanno, los de la pesada. Nosotros no nos asustamos ahí abajo, ni uno solo, y por eso lo sé.
—No daba miedo. Solo estaba oscuro y parecía que no se iba a acabar nunca y tener que esperar a que Botella nos sacara, bueno, eso fue aburrido a veces, ya sabes.
—Justo, ¿y te asustó el fuego?
—Bueno, las quemaduras dolían, ¿no?
—Pues claro.
—Eso no me gustó.
—A mí tampoco.
—Bueno, ¿y tú qué crees que vamos a hacer todos ahora?
—¿El Decimocuarto? No sé, salvar el mundo, quizá.
—Sí. Quizá. Me gustaría.
—A mí también.
—Eh, ¿eso es el sol que sale?
—Bueno, es el este por donde hay más luz, así que supongo que sí, debe de serlo.
—Genial. Era lo que estaba esperando, creo.
Sepia encontró a los sargentos Thom Tissy, Cordón y Gesler reunidos cerca de la base de la ladera que llevaba al camino del oeste. No parecía que les interesara mucho el sol que salía.
—Están todos muy serios —dijo el zapador.
—Tenemos una buena caminata por delante —dijo Gesler—, eso es todo.
—La consejera no tenía alternativa —dijo Sepia—. Era una tormenta de fuego, no había forma de que supiera que habría supervivientes, que estaban excavando por debajo de todo eso.
Gesler miró a los otros dos sargentos y después asintió.
—No pasa nada, Sepia. Lo sabemos. No nos estamos planteando el asesinato ni nada parecido.
Sepia se volvió a mirar el campamento.
—Algunos de los soldados están pensando lo que no es.
—Sí —dijo Cordón—, pero ya les aclararemos las cosas antes de que acabe el día.
—Bien. El caso es —el zapador dudó y se volvió de nuevo hacia los sargentos—. Lo he estado pensando. ¿Quién nos va a creer, en el nombre del Embozado? Más bien parece que hicimos nuestro propio trato con la reina de los Sueños. Después de todo, tenemos a uno de los oficiales de Leoman con nosotros. Y ahora, con la capitán y Peccado que van y se hacen proscritas ellas también, bueno, podría pensarse que somos todos traidores o algo.
—Nosotros no hicimos ningún trato con la reina de los Sueños —dijo Cordón.
—¿Está usted seguro?
Los tres sargentos lo miraron.
Sepia se encogió de hombros.
—Botella es un tipo raro. Quizá él sí que hizo algún trato, con alguien. Quizá con la reina de los Sueños, quizá con algún otro dios.
—Nos lo habría dicho, ¿no? —preguntó Gesler.
—Es difícil asegurarlo. Es un cabrón muy escurridizo. Me está poniendo nervioso que esa maldita rata nos mordiera a todos, como si el bicho supiera lo que estaba haciendo y nosotros no.
—Es una rata salvaje —dijo Thom Tissy—. No es el animal de nadie, así que, ¿por qué no iba a morder?
—Escucha, Sepia —dijo Gesler—, da la sensación de que solo estás buscando cosas nuevas de las que preocuparte. ¿Qué sentido tiene? Lo que hay por delante ahora mismo es una larga caminata y sin armaduras, ni armas, y casi sin ropa, el sol va a achicharrar viva a la gente.
—Tenemos que encontrar un pueblo —dijo Cordón— y esperar, por el Embozado, que la peste no lo haya encontrado primero.
—Ahí lo tienes, Sepia —dijo Gesler con una gran sonrisa—. Ahora ya tienes otra cosa de la que preocuparte.
Paran empezó a sospechar que su caballo sabía lo que estaba haciendo: los ollares disparados, agitaba la cabeza, se espantaba y daba patadas, luchando contra las riendas todo el tiempo por la pista por la que bajaban. El mar de agua dulce estaba picado, las olas repletas de sedimentos de la bahía se acercaban rodando para golpear peñascos de piedra caliza blanqueados por el sol. Los arbustos muertos del desierto sacaban miembros esqueléticos de los bajíos cenagosos y había enjambres de insectos por todas partes.
—Este no es el mar antiguo —dijo Ganath cuando se acercó a la orilla.
—No —admitió Paran—, hace medio año Raraku era un desierto y lo había sido durante miles de años. Entonces hubo un… una especie de renacimiento.
—No durará. Nada dura.
Paran miró a la mujer jaghut por un momento. Ella miró las olas ocres, inmóvil durante una docena de latidos, después se dirigió a los bajíos. Paran desmontó y maneó los caballos, consiguió esquivar por los pelos el mordisco del castrado que había estado montando. Sacó el equipo de acampada y se puso a encender una hoguera. Había madera de sobra por la playa, incluyendo árboles arrancados enteros, y no tardó en tener un fuego encendido.
Tras terminar su baño, Ganath se reunió con él y se quedó cerca, el agua chorreándole por la piel suave de color extraño.
—Los espíritus de los manantiales de las profundidades han despertado —dijo—. Da la sensación de que este lugar es joven otra vez. Joven y sin refinar. No lo entiendo.
Paran asintió.
—Joven, sí. Y vulnerable.
—Sí. ¿Por qué estás tú aquí?
—Ganath, quizá fuera más seguro para ti si te fueras.
—¿Cuándo comienzas el ritual?
—Ya ha empezado.
La jaghut apartó la mirada.
—Eres un dios raro. Montas una criatura miserable que sueña con matarte. Haces un fuego con el que cocinar comida. Dime, en este nuevo mundo, ¿todos los dioses son como tú?
—No soy ningún dios —dijo Paran—. En lugar de las antiguas losas de las Fortalezas, y reconozco que no sé muy bien si se llamaban así, pero bueno, ahora hay una baraja de los Dragones, un fatid que contiene las Grandes Casas. Yo soy el Señor de esa Baraja…
—Un Señor, ¿del mismo modo que el Errante?
—¿Quién?
—El Señor de las Fortalezas en mi tiempo —respondió ella.
—Supongo que sí, entonces.
—Era un ascendiente, Ganoes Paran. Venerado como dios por enclaves de imass, barghastianos y trell. Mantenían su boca siempre llena de sangre. Nunca conoció la sed. Ni la paz. Me pregunto cómo cayó.
—Creo que a mí también me gustaría conocer ese detalle —dijo Paran, conmocionado por las palabras de la jaghut—. A mí nadie me venera, Ganath.
—Lo harán. Acabas de ascender. Incluso en este mundo tuyo, estoy segura de que no faltan los seguidores, los que están desesperados por creer. Y ellos darán caza a otros y los convertirán en víctimas. Los derribarán y llenarán cuencos con su sangre inocente en tu nombre, Ganoes Paran, y así suplicarán tu intercesión, que te adhieras a la causa que sea que ellos moldeen con toda justificación. El Errante pensó en derrotarlos, como bien podrías tú intentar hacer, y así se convirtió en el dios del cambio. Recorrió el sendero de la neutralidad, pero lo tiñó con un placer sacado de lo transitorio. El enemigo del Errante era el tedio, el estancamiento. Por eso los forkrul assail quisieron aniquilarlo. Y a todos sus seguidores mortales. —Hizo una pausa y después añadió—: Quizá lo consiguieron. A los assail jamás se les distrajo con facilidad del rumbo que habían elegido.
Paran no dijo nada. Había verdades en las palabras de la jaghut que hasta él reconocía y le estaban pesando, se acomodaban, graves e imponderables, sobre su espíritu. Las cargas nacían de la pérdida de la inocencia. De la ingenuidad. Mientras los inocentes anhelaban perder la inocencia, los que ya lo habían hecho envidiaban a su vez a los inocentes y conocían el dolor en lo que habían perdido. Entre los dos, no era posible intercambio alguno de verdades. Percibió la finalización de un viaje interior y Paran se encontró con que no agradecía reconocer ese hecho, ni el lugar en el que se encontraba. No le convenía que la ignorancia permaneciera unida de forma inextricable a la inocencia y la pérdida de una significaba la pérdida de la otra.
—Te he inquietado, Ganoes Paran.
Él levantó la cabeza y después se encogió de hombros.
—Has sido… oportuna. Muy a mi pesar, pero aun así —se encogió de hombros otra vez—, quizá sea lo mejor.
La jaghut volvió a mirar el mar y él siguió su mirada. Una calma repentina sobre la modesta bahía que tenían delante, mientras las cabritillas de espuma continuaban picando las aguas algo más allá.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella.
—Ya vienen.
Un estrépito lejano, como si se alzara de una cueva profunda, y el atardecer pareció adquirir un tono enfermizo; sus fuegos, esclavos de un tumulto caótico, como si las sombras de cien mil atardeceres y amaneceres libraran una guerra celestial. Mientras, los horizontes se acercaban y parpadeaban con oscuridad, humo y tormentas violentas de arena y polvo.
Algo se agitó en las aguas diáfanas de la bahía, nubes de sedimentos que se alzaban de las profundidades y la calma comenzaba a extenderse hacia el sur y aquietaba la bravura del mar.
Ganath retrocedió un paso.
—¿Qué has hecho?
Apagados pero crecientes, la refriega y los rumores sordos, el estrépito y el zumbido de las gargantas, el sonido de ejércitos en marcha, los ecos de escudos entrelazados, el ritmo de tímpanos de las armas de hierro y bronce sobre bordes maltratados, de carretas crujiendo y girando sobre caminos repletos de surcos y después los susurros, los choques vibrantes, muros de cuerpos de caballos estrellándose contra filas de picas alzadas, los chillidos de los animales llenando el aire y luego desvaneciéndose solo para que la colisión se repitiera, con más estrépito esa vez, más cerca, y se oyó un tamborileo violento arrancando un surco por la bahía y dejando un camino pálido, cenagoso, rojo, a su paso, un camino que se iba desangrando, los bordes se desgarraban al tiempo que el camino se hundía en las profundidades. Voces entonces que clamaban, que bramaban, lastimeras y encolerizadas, una cacofonía de vidas enmarañadas, cada una intentando separarse, intentando reclamar su propia existencia, única, un ente con ojos y voz. Mentes tensas que se aferraban a recuerdos que se descuartizaban como estandartes hechos jirones con cada chorro de sangre perdida, con cada fracaso aplastante, soldados que morían, siempre muriendo…
Paran y Ganath observaron que unos estandartes incoloros, empapados, rompieron la superficie del agua, se alzaron las lanzas al aire, chorreando barro, estandartes, pendones, picas que lucían trofeos horripilantes medio podridos, que se alzaban por la orilla entera.
El mar Raraku había renunciado a sus muertos.
En respuesta a la llamada de un hombre.
Blancas, como cuchilladas de ausencia, manos huesudas que aferran mangos de madera negra, antebrazos bajo cuero raído y brazales corroídos y después, saliendo del agua, yelmos pútridos y rostros desprovistos de carne. Humanos, trell, barghastianos, imass, jaghut. Las razas y todas sus guerras raciales. Oh, podría arrastrar a cada historiador mortal hasta aquí, hasta esta orilla, para que pudieran contemplar nuestra verdadera lista, nuestra progresión de odio y aniquilación.
¿Cuántos buscarían, desesperados, atrapados por el celo que los atenazase, y querrían encontrar razones y justificaciones? Causas, crímenes y justicias, los pensamientos de Paran se detuvieron con una vacilación cuando se dio cuenta de que, al igual que Ganath, él también había estado retrocediendo, paso a paso, empujado ante semejante revelación. Oh, estos mensajeros se granjearían tanto… desagrado. Y vilipendio. Y estos muertos, oh, cómo se reirían al comprender como nadie la táctica defensiva de un ataque global. Los muertos se burlan de nosotros, se burlan de todos, y no les hace falta decir nada…
Todos esos enemigos de la razón, pero no la razón como fuerza, o como dios, no la razón en el sentido frío y crítico. La razón solo en su armadura más pura, cuando se interna con paso decidido entre todos esos que odian la tolerancia, oh, dioses del inframundo, estoy perdido, perdido en todo esto. No se puede luchar contra la sinrazón y, como te dirán estas multitudes muertas, como te están diciendo en estos mismos momentos, la certidumbre es el enemigo.
—Estos —susurró Ganath—, estos muertos no tienen sangre que darte, Ganoes Paran. No venerarán. No seguirán. No soñarán con la gloria en tus ojos. Ya han acabado con eso, con todo eso. ¿Qué ves, Ganoes Paran, en esos agujeros clavados en ti que antaño eran ojos? ¿Qué ves?
—Respuestas —respondió él.
—Respuestas. —La voz femenina estaba endurecida por la rabia—. ¿A qué?
Paran no respondió y se obligó a avanzar, un paso, después otro.
Las primeras filas se encontraban al borde de la orilla, la espuma se arremolinaba alrededor de sus pies esqueléticos, tras ellos miles y miles de hermanos. Aferrados a armas de madera, hueso, cuerno, pedernal, cobre, bronce y hierro. Cubiertos por fragmentos de armaduras, pelo, cuero. Silenciosos ya, inmóviles.
Sobre sus cabezas el cielo estaba oscuro, descendía y sin embargo quieto, como si una tormenta hubiera aspirado su primer aliento… solo para contenerlo.
Paran contempló la espeluznante fila que tenía delante. No sabía muy bien cómo hacerlo, ni siquiera había sabido si su invocación tendría éxito. Y allí estaban… hay tantos. Carraspeó y después empezó a exclamar nombres.
—¡Zancas! ¡Sinsentido! ¡Redrojo! ¡Detoran! ¡Bucklund, Seto, Mantillo, Deditos, Trote! —Y más nombres todavía mientras rastreaba su memoria, su recuerdo, en busca de cada abrasapuentes que sabía que había muerto. En Coral, bajo Pale, en el bosque de Perronegro y en el bosque Mott, al norte de Genabaris y en el nordeste de Nathilog, nombres que en otro tiempo se había grabado en la mente mientras investigaba (en busca de la consejera Lorn) la rimbombante y lúgubre historia de los Abrasapuentes. Recurrió a los nombres de los desertores, aunque no sabía si todavía vivían o no, si de verdad estaban muertos, si habían regresado o no al redil. Los que se habían desvanecido en los grandes páramos de Perronegro, los que habían desaparecido tras la toma de la ciudad de Mott.
Y cuando terminó, cuando no pudo recordar ningún nombre más, comenzó de nuevo la lista.
Entonces vio una figura en primera fila que se disolvía, se fundía y se convertía en un fango que se acumulaba en el agua poco profunda y poco a poco se iba deshaciendo. Y en su lugar surgió un hombre que reconoció, la cara abrasada por el fuego y mutilada esbozaba una gran sonrisa, Paran se dio cuenta con retraso de que en aquella sonrisa brutal no había humor alguno, solo el recuerdo de la mueca de la muerte. Eso y el daño terrible que había dejado un arma.
—Redrojo —susurró Paran—. Coral Negro…
—Capitán —corroboró el zapador muerto—, ¿qué está haciendo aquí?
Ojalá la gente dejara de hacerme esa pregunta.
—Necesito vuestra ayuda.
Había más abrasapuentes formando en las filas delanteras. Detoran. El sargento Bucklund. Seto, que en ese momento salió del borde del agua.
—Capitán. Siempre me pregunté por qué era tan difícil matarlo. Ahora lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sí. ¡Está condenado a perseguirnos! ¡Ja! ¡Ja, ja! —Tras él, los otros se echaron a reír.
Cientos de miles de fantasmas, todos se unieron a las risas, fue un sonido que Ganoes Paran nunca jamás querría oír de nuevo. Por fortuna fue breve, como si de inmediato el ejército de muertos olvidaran la razón de su buen humor.
—Bueno —dijo Seto al fin—, como ve, estamos ocupados. ¡Ja!
Paran levantó de repente una mano.
—No, por favor, no empieces otra vez, Seto.
—Típico. La gente tiene que estar muerta para desarrollar un sentido del humor auténtico. Verá, capitán, desde este lado del mundo tiene muchísima más gracia. Gracia en un sentido estúpido, absurdo, se lo reconozco…
—Ya basta, Seto. ¿Crees que no percibo la desesperación que hay aquí? Tenéis problemas, y lo que es peor, nos necesitáis. Es decir, a los vivos, y esa es la parte que no quieres admitir…
—Lo admití con bastante claridad —dijo Seto—. Con Viol.
—¿Violín?
—Sí. No está muy lejos de aquí, ¿sabe? Con el Decimocuarto.
—¿Está con el Decimocuarto? ¿Qué, ha perdido la cabeza?
Seto esbozó una sonrisita de satisfacción.
—Casi, carajo, pero gracias a mí está bien. De momento. No es la primera vez que caminamos entre los vivos, capitán. Por todos los dioses del inframundo, debería habernos visto tirarle del pelo a Korbolo, a él y a esos malditos Mataperros, menuda noche fue esa, si yo le contara…
—No, no te molestes. Necesito vuestra ayuda.
—Bien, como quiera. ¿Con qué?
Paran vaciló. Necesitaba llegar a ese punto, pero una vez que había llegado, ese era de repente el último lugar en el que quería estar.
—Vosotros, aquí —dijo—, en Raraku, este mar, es una puñetera puerta. Entre el mundo de pesadilla del que vengáis vosotros y el mío. Os necesito, Seto, para invocar… algo. Del otro lado.
La masa de fantasmas retrocedió a la vez, y el movimiento provocó una ráfaga de aire hacia el mar.
El mago abrasapuentes muerto, Zancas, fue el que preguntó.
—¿A quién tiene en mente, capitán, y qué quiere que haga?
Paran volvió la cabeza para mirar a Ganath por encima de un hombro y después volvió a mirar de frente.
—Se ha escapado algo, Zancas. Aquí, en Siete Ciudades. Hay que darle caza. Destruirlo. —Vaciló un instante—. No sé, quizá haya entidades ahí fuera que pudieran hacerlo, pero no hay tiempo para ponerse a buscarlas. Veréis, esta… cosa… se alimenta de sangre, y cuanta más sangre ingiera, más poderosa se hace. El error más grave del primer emperador, intentar crear su propia versión de un dios ancestral… lo sabéis, ¿verdad? Lo que… de quién… estoy hablando. Lo sabéis… está ahí fuera, suelto, sin cadenas, y cazando…
—Oh, sí, cazó, vaya si cazó —dijo Seto—. Lo liberaron, bajo adeudos, y después le dieron su propia sangre… la sangre de seis magos supremos, sacerdotes y sacerdotisas de los sin nombre, los muy idiotas se sacrificaron.
—¿Por qué? ¿Por qué dejar libre a Dejim Nebrahl? ¿Qué adeudos le impusieron?
—Solo otro sendero. Quizá lleve adonde ellos querían que fuera, quizá no, pero Dejim Nebrahl está ahora libre de sus adeudos. Y ahora solo… caza.
Zancas hizo una pregunta en un tono lleno de suspicacia.
—Bueno, capitán, ¿y qué es lo que quiere? ¿Para acabar con el maldito engendro?
—Solo se me ocurría una… entidad. La misma entidad que lo consiguió la primera vez, Zancas. Necesito que encontréis a los deragoth.