7

Nunca negocies con un hombre que no tiene nada que perder.

Proverbios del insensato

—Thenys Bule

Leoman de los Mayales salió tambaleándose del sanctasanctórum, un lustre de sudor en la cara.

—¿Ya es de noche? —preguntó con voz ronca.

Corabb se levantó a toda prisa, pero volvió a sentarse en el banco cuando la negrura amenazó con envolverlo, llevaba demasiado tiempo sentado, observando a Gorrionpardo intentar abrir una trinchera a base de paseos por el suelo de piedra. Abrió la boca para replicar, pero la mujer malazana habló primero.

—No, Leoman, el sol cabalga el horizonte.

—¿Algún movimiento ya en los campamentos malazanos?

—El último mensajero informó hace media campanada. Nada hasta entonces.

Había un brillo extraño, triunfante, en los ojos de Leoman que inquietó a Corabb, pero no tuvo tiempo de preguntar cuando el gran guerrero pasó a su lado.

—Debemos darnos prisa. Regresar al palacio y dar las instrucciones finales.

¿El enemigo iba a atacar esa misma noche? ¿Cómo podía estar tan seguro Leoman? Corabb volvió a levantarse, esa vez con más lentitud. La suma sacerdotisa había prohibido que hubiera testigos en el ritual y cuando la reina de los Sueños se había manifestado, hasta la suma sacerdotisa y sus acólitos habían abandonado el aposento con expresiones desconcertadas, dejando a Leoman a solas con la diosa. Corabb siguió a su líder a dos pasos de distancia, así impedía acercarse más esa maldita mujer, Gorrionpardo.

—Sus magos harán que la detección sea difícil —decía el tercero mientras salían del templo.

—No importa —soltó Leoman—. Tampoco es que contemos con alguno digno de ese nombre. Pese a todo, tenemos que hacer que parezca que lo intentamos.

Corabb frunció el ceño. ¿Intentarlo? No entendía nada.

—¡Necesitamos soldados en las murallas! —dijo—. ¡Tantos como podamos reunir!

—No podemos defender las murallas —dijo Gorrionpardo por encima del hombro—. Ya debe de haberse dado cuenta de eso, Corabb Bhilan Thenu’alas.

—Entonces… entonces ¿por qué estamos aquí?

El cielo se estaba oscureciendo sobre sus cabezas, la magulladura del atardecer a solo unos momentos.

Los tres se apresuraron por las calles vacías. El ceño fruncido de Corabb se profundizó. La reina de los Sueños, diosa de la Adivinación y quién sabía qué más. Él despreciaba a todos los dioses salvo, por supuesto, a Dryjhna, el Apocalipsis. Entrometidos, embusteros, asesinos todos y cada uno. Que Leoman buscase a una… era muy inquietante.

Culpa de Gorrionpardo, sospechaba. Era mujer. El sacerdocio de la Reina estaba compuesto en su mayor parte por mujeres (al menos eso le parecía a él). Había una suma sacerdotisa, después de todo, una matrona de ojos turbios que flotaba entre los vapores del durhang y, con toda probabilidad, un número incontable de otras sustancias. Solo con ponerse al lado ya te emborrachabas. Demasiado seductora. Nada bueno iba a salir de aquello, nada.

Se acercaron al palacio y, por fin, alguna señal de actividad. Guerreros que iban de un sitio a otro, estrépito de armas, gritos desde las fortificaciones. Así que iban a abrir una brecha en las murallas exteriores, no había ninguna otra razón para tantos preparativos. Leoman esperaba un segundo asedio, allí, en el propio palacio. Y pronto.

—¡Caudillo! —dijo Corabb y apartó a Gorrionpardo de un codazo—. ¡Dame el mando de las puertas del palacio! ¡Aguantaremos contra la tormenta malazana en el nombre del Apocalipsis!

Leoman volvió la cabeza y lo miró, lo pensó y después sacudió la cabeza.

—No, amigo mío. Te necesito para una tarea mucho más importante.

—¿Cuál será, gran guerrero? Puedo hacerla.

—Más te vale —dijo Leoman.

Gorrionpardo lanzó un bufido.

—Ordéname, comandante.

Esa vez la mujer se echó a reír sin más. Corabb la miró con el ceño fruncido.

—Tu tarea esta noche es la siguiente, amigo mío —respondió Leoman—. Ser mi guardaespaldas.

—¡Ah, encabezaremos la lucha, entonces, entre las filas más adelantadas! Glorioso, asestaremos entre los perros malazanos una sentencia que jamás olvidarán.

Leoman le dio una palmada en el hombro.

—Sí, Corabb —dijo—. Eso haremos.

Continuaron andando y entraron en el palacio.

Gorrionpardo seguía riéndose.

Dioses, cómo la odiaba Corabb.

Lostara Yil apartó la solapa de la tienda y entró con paso decidido. Encontró a Perla ganduleando sobre almohadones de seda saqueados, con un narguile de durhang con sabor a vino acunado como un cuenco en su regazo. Entre la bruma del humo, el hombre recibió la furia femenina con una mirada perezosa, cargada de vapores, que, por supuesto, la puso más furiosa todavía.

—Veo que ya tienes planeada el resto de esta noche, Perla. Mientras este maldito ejército se prepara para asaltar Y’Ghatan.

Él se encogió de hombros.

—La consejera no quiere mi ayuda. A estas alturas ya podría haberme colado en el palacio, ¿sabes? No tienen magos dignos de ese nombre. En estos mismos momentos podría estar deslizando un cuchillo por la garganta de Leoman. Pero no, ella no quiere. ¿Qué debo hacer?

—No confía en ti, Perla, y, para ser honesta, no me sorprende.

El hombre alzó las cejas.

—Querida, me ofendes. Tú, más que nadie, sabes los sacrificios que he hecho para proteger la frágil psique de la consejera. No hace falta decir —añadió con una pausa para dar una buena bocanada al empalagoso humo— que en los últimos tiempos he tenido tentaciones de destrozar esa psique diciéndole la verdad sobre su hermana, solo por inquina.

—Tu comedimiento me impresiona —dijo Lostara—. Por supuesto, si hicieras algo tan cruel, tendría que matarte.

—Qué alivio, saber cómo te empeñas en proteger la pureza de mi alma.

—No se trata de pureza —respondió ella—. No de la tuya, al menos.

Él sonrió.

—Estaba intentando presentarme bajo una luz más favorable, dulce mía.

—Para mí está claro, Perla, que imaginaste que nuestro breve romance (si se le puede llamar así) era indicativo de sentimientos genuinos. Lo encuentro bastante patético. Dime, ¿tienes planeado devolverme en algún momento a mi compañía de las Espadas Rojas?

—No de momento, me temo.

—¿Nos ha dado otra misión?

—¿La consejera? No, pero como quizá recuerdes, lo que hicimos por Tavore era un favor. Nosotros trabajamos para la emperatriz.

—Bien. ¿Qué ordena nuestra emperatriz?

Los ojos de la garra tenían los párpados entornados cuando la estudiaron por un momento.

—Espera y verás.

—¿Nos ordena que esperemos y veamos?

—Está bien, ya que insistes, te puedes dar de momento por separada de mí, una idea que debería proporcionarte una satisfacción indecible. Ve a unirte a los infantes de marina, o a los zapadores, o quien el Embozado quiera que ataque esta noche. Y si te cortan un miembro, no vengas a mí arrastrándote; dioses, no puedo creer que acabe de decir eso. Por supuesto que puedes volver conmigo arrastrándote, pero asegúrate de traer el miembro.

—Tú no posees gran Denul, Perla, así que, ¿qué sentido tendría que trajese el miembro?

—Solo me gustaría verlo, eso es todo.

—Si resulta que vuelvo arrastrándome, Perla, será para clavarte un cuchillo en el cuello.

—Con tan joviales palabras puedes irte ya, querida.

La mujer se dio media vuelta y salió de golpe de la tienda.

El puño Keneb se reunió con Tene Baralta para pasar revista justo al lado de los piquetes del norte. Había enjambres de polillas y agresivas moscas bajo el aire crepuscular. Montones de tierra rocosa se alzaban como modestos túmulos allí donde los soldados habían cavado sus trincheras. De momento no se habían reunido muchos pelotones, para no revelar las intenciones del ejército demasiado pronto, aunque Keneb sospechaba que Leoman y sus guerreros ya sabían todo lo que necesitaban saber. Aun así, el puño observó las murallas distantes, irregulares, que coronaban las gradas de tierra y escombros; no parecía haber actividad alguna. Y’Ghatan estaba sumida en un silencio mortal, casi sin iluminación, mientras la oscuridad extendía su manto.

Tene Baralta vestía la armadura completa: chaleco de hojuelas, falda de cota de malla y camal, grebas y brazales de bronce batido ribeteado de hierro. Se estaba ajustando las correas del yelmo cuando llegó Keneb a su lado.

—Blistig no está muy contento —dijo Keneb.

La carcajada de Baralta fue profunda.

—Esta noche nos pertenece a ti y a mí, Keneb. Él solo se mueve si nosotros tenemos problemas. Temul se preguntaba… este plan, encaja con el suyo. ¿Asesoraste tú a la consejera?

—Así es. Informa a Temul que a la señora le complació ver que su estrategia encajaba con la de ella en este asunto.

—Ah.

—¿Han empezado los magos de tu compañía? —preguntó Keneb.

Un gruñido.

—Dicen que allí no hay nadie, nadie a la espera para contrarrestarlos. Nada y Menos han hecho el mismo descubrimiento. ¿Crees que Leoman podría haber perdido a todos sus magos?

—No lo sé. No parece probable.

—Confío en que hayas oído los rumores, Keneb.

—¿Sobre qué?

—Peste. Viene del este. Ha barrido todo Ehrlitan. Si fracasamos esta noche y nos encontramos empantanados fuera de esta ciudad…

Keneb asintió.

—Entonces debemos triunfar, Tene Baralta.

Un jinete galopaba por el camino que tenían detrás y a su derecha, acercándose a toda velocidad. Los dos hombres se giraron cuando los cascos que aporreaban el suelo reverberaron por todo el terreno bajo sus pies.

—¿Un mensaje urgente? —se preguntó Keneb y entrecerró los ojos para distinguir la figura de capa gris, la cara oculta por una capucha. Una espada larga al costado, la vaina bañada en esmalte blanco—. No recon…

El jinete se dirigió directamente hacia ellos. Tene Baralta saltó a un lado con un bramido de cólera. Keneb lo siguió y después giró en redondo cuando el jinete pasó volando, su caballo blanco alcanzó las trincheras y se abalanzó por encima. Los guardias de los piquetes gritaron. Una ballesta se disparó y el cuadrillo golpeó al desconocido en la espalda, rebotó y se perdió en la noche. Todavía a galope tendido, la figura inclinada sobre el cuello del caballo, los dos sobrevolaron la estrecha trinchera interna y se alejaron a toda velocidad hacia la ciudad.

En la puerta se abrió una ranura y derramó la luz amortiguada de unos faroles.

—¡Por el aliento del Embozado! —maldijo Tene Baralta mientras volvía a ponerse en pie—. ¡Un enemigo atraviesa a caballo nuestro ejército entero!

—No tenemos la exclusividad de la valentía —dijo Keneb—. Y he de admitir, aunque sea a regañadientes, cierta admiración; me alegro de haberlo presenciado.

—Un jinete para llevar recado a Leoman.

—Nada que no sepa ya, Tene Baralta. Considéralo una lección, un recordatorio…

—No necesito ninguno, Keneb. Mira esto, tengo el yelmo lleno de tierra. Manto gris claro, caballo blanco y espada esmaltada de blanco. Un cabrón muy alto. Lo encontraré, lo juro, y pagará por su temeridad.

—Ya tenemos suficientes preocupaciones por esta noche —dijo Keneb—. Si te vas a la caza de un solo hombre, Tene Baralta…

El otro vació la tierra del casco.

—Entiendo. Reza a Treach, entonces, para que ese malnacido se cruce en mi camino una vez más esta noche.

Treach, ¿eh? Fener… desaparecido tan rápido de las mentes de los hombres. Un mensaje que ningún dios se atrevería a escuchar, creo.

El teniente Poros se encontraba con el capitán Tierno y la korelana Faradan Sort a la vista de sus respectivas compañías. La noticia de un espía en medio del ejército, entrando sin vergüenza en Y’Ghatan a galope tendido, tenía a todo el mundo de los nervios, más todavía de lo que ya estaban, puesto que en cualquier momento podía llegar la orden de moverse. Los zapadores a la cabeza, desde luego, ocultos en una magia tenebrosa.

Magia. Es toda tenebrosa. Peor que los zapadores, de hecho. Combinados, bueno, esa noche iba de cabeza al Abismo en lo que a Poros se refería. Se preguntaba dónde estaría el bueno de Ebron y si estaba participando en los rituales; echaba de menos a su antiguo pelotón. Cojo, Campana y esa muchacha nueva, Peccado, esa sí que era una criatura aterradora. Bueno, quizá no los echara tanto de menos. Peligrosos, todos y cada uno, sobre todo cuando estaban juntos.

El capitán Tierno había intentado tomarle la medida a la mujer que tenía al lado, una elección de palabras que llevó una pequeña sonrisa a la boca del teniente. Tomarle la medida. Pero no hay nadie que se acerque tanto, por lo que he oído. En cualquier caso, era frustrante no poder saber cómo respira otro oficial. Hierro frío, con toda probabilidad (no se mantiene un destino como el de la Muralla el tiempo suficiente para sobrevivir sin algo gélido, brutal y calculador que te envuelva el alma), pero es que esa era fría también en el resto de los sentidos. Y lo que era más extraño de todo, una mujer de pocas palabras. Volvió a sonreír.

—Bórrese esa sonrisa de la cara, teniente —dijo Tierno— o llegaré a la conclusión de que se ha vuelto loco y lo ascenderé.

—Mis disculpas, capitán, le prometo que no volverá a pasar. Por favor, no me ascienda.

—Son ustedes idiotas —dijo Faradan Sort.

Bueno, una forma como otra cualquiera de detener una conversación.

La sargento Hellian contemplaba aquella escena vacilante, reconfortada por una abrumadora sensación de decoro, aunque el modo en que todo el mundo se balanceaba le estaba dando náuseas. El cabo Urb se separó del pelotón y se acercó a ella.

—¿Lista, sargento?

—¿Lista para qué? —preguntó ella. Después frunció el ceño, toda sensación de decoro se había desvanecido—. Si ese cabrón no hubiera desaparecido como hizo, yo no tendría que cambiar mi espada por una jarra de esa basura local, ¿verdad? —Bajó la mano para coger el arma, pero solo pudo tantear porque sus dedos únicamente encontraron aire, después la vaina vacía—. ¿Por qué no me detuviste, Urb? Es decir, era mi espada, al fin y al cabo. ¿Qué se supone que voy a usar ahora?

El otro cambió de postura, nervioso, después se inclinó hacia ella.

—Coja una nueva del arsenal, sargento.

—Y entonces se entera la capitán y nos embarcan a algún sitio todavía peor.

—¿Peor? ¿Qué hay peor que esto, sargento?

—Korel. La península theftiana. Coral Negro, bajo los ojos vacíos de los tiste andii. La costa de los Naufragios, en Assail del Norte…

—Allí no hay fuerzas malazanas.

—No, pero es peor que esto.

—Una historia de un marinero chalado de Kartool y ya está convencida de que es el propio Embozado el que recorre las sombras…

—Es el que recorre nuestras sonzas, sombras, quiero decir.

—Escuche, sargento, estamos a punto de entrar en batalla…

—Eso, ¿dónde está la jarra? —Miró a su alrededor y la encontró tirada de lado cerca del petate de alguien—. Eh, en mi pelotón, ¿quién no ha guardado su equipo, a ver?

—Es el suyo, sargento —dijo Urb.

—Oh. —Recogió la jarra, la agitó y le complació oír el chapoteo del interior. Giró la cabeza y miró a su… pelotón. Había dos soldados. Dos. Menudo pelotón. La capitán había dicho algo sobre unos recién llegados que venían de camino—. Bueno, ¿dónde están?

—¿Quién? —preguntó Urb—. ¿Su pelotón? Los tiene justo delante.

—Pejiguero y Sinaliento.

—Eso es.

—Bueno, ¿dónde está el resto? ¿No teníamos más?

—Teníamos cuatro marchando con nosotros el último día, pero les dieron otro destino.

—Así que mi pelotón es un cabo y dos soldados.

—Gemelos, sargento —dijo Pejiguero—. Pero yo soy mayor, como estoy seguro de que ya habrá notado.

—Y mentalmente subdesarrollado, sargento —dijo Sinaliento—. Es obvio que esos últimos minutos fueron cruciales, como estoy seguro de que ya habrá notado.

Hellian les dio la espalda.

—A mí me parecen iguales, Urb. Está bien, ¿ya ha llegado recado? ¿Se supone que tendríamos que estar formando en alguna parte ahora mismo?

—Sargento, quizá quiera ir pasando esa jarra, estamos a punto de meternos en una pelea y no sé usted y esos dos, pero yo me alisté en la guardia municipal de la ciudad para no tener que hacer esto. Ya van cuatro veces que voy a las letrinas desde la cena y todavía tengo las tripas revueltas.

Al oír la sugerencia de Urb, Hellian se aferró a la jarra y la apretó contra el pecho.

—Buscalatuya.

—Sargento.

—De acuerdo, un par de tragos cada uno, y el resto para mí. Si veo a alguien echar más de dos tragos, me lo cargo aquí mismo.

—¿Con qué? —preguntó Urb mientras le arrebataba la jarra de las manos reticentes.

Hellian frunció el ceño. ¿Con qué? ¿De qué estaba hablando ese tipo? Ah, ya. Lo pensó un momento y después sonrió.

—Te quitaré a ti la espada, por supuesto. —Eso, bonita solución.

El sargento Bálsamo estaba agachado en el suelo, estudiando una serie de guijarros, discos de piedra y botones de arcilla que descansaban en el alargado tablero de hoyos. Murmuró algo por lo bajo, se preguntaba si era un sueño, una pesadilla, y él todavía estaba dormido. Miró al sargento Moak y después volvió a concentrarse en el tablero.

Había algo raro. No le encontraba ningún sentido a las fichas. Se había olvidado de cómo se jugaba. Pajas, discos, botones, guijarros, ¿de qué iba aquello? ¿Qué significaban? ¿Quién estaba ganando?

—¿Quién está jugando esta maldita partida? —preguntó.

—Tú y yo, comadreja dalhonesia —dijo Moak.

—Creo que estás mintiendo. Yo no he visto este juego en mi vida. —Miró furioso a su alrededor, a todos los rostros, los soldados que lo miraban desde arriba y que en ese momento lo estaban mirando a él. Expresiones extrañas, ¿los había visto alguna vez? Era sargento, ¿no?—. ¿Dónde está mi maldito pelotón? Se supone que tengo que estar con mi maldito pelotón. ¿Ha llegado el llamamiento? ¿Qué estoy haciendo aquí? —Se irguió de golpe, y de paso se aseguró de tirar el tablero con el pie. Las fichas salieron volando y los soldados retrocedieron de un salto.

—¡Mal presagio! —siseó uno al echarse atrás.

Moak se levantó con un gruñido y echó mano del cuchillo que llevaba en el cinturón.

—Escoria de los pantanos, pagarás por eso. Estaba ganando…

—¡De eso nada! ¡Esas fichas eran un desastre! ¡Un embrollo! ¡No tenían sentido! —Levantó una mano y se rascó la cara—. ¡Qué… esto es arcilla! ¡Tengo la cara cubierta de arcilla! ¡Una máscara de la muerte! ¿Quién me ha hecho esto?

Un hombre conocido, pero que olía a humedad, se acercó a Bálsamo.

—Sargento, su pelotón está justo aquí. Ante usted, Olor a Muerto…

—Y que lo digas.

—Soy el cabo Olor a Muerto. Y ese es Rebanagaznates, y Jarretesgrandes, Galt y Lóbulo…

—Está bien, está bien, cállate, no estoy ciego. ¿Cuándo llega el llamamiento? Ya deberíamos haber oído algo a estas alturas.

Moak se acercó.

—No había terminado contigo, esto es una maldición, lo que has hecho, Bálsamo, contra mi pelotón y contra mí, ¡yo estaba ganando la partida! Nos has maldecido, condenado hechicero…

—¡Que no! Ha sido un accidente. Venga, Olor a Muerto, vámonos a los piquetes, yo no espero más aquí.

—¡Que no es por ahí, sargento!

—¡Tú delante, entonces! ¿Se puede saber quién diseñó este puto campamento? ¡No tiene ningún sentido!

Tras ellos, el sargento Moak fue a seguirlos, pero el cabo, Apilador, lo contuvo.

—No pasa nada, sargento. Le oí hablar de esto a mi pa. Es «la confusión». Les pasa a algunos antes de una batalla. Pierden la noción… de todo. Supuestamente tendría que recuperar la normalidad una vez que empiece la lucha, pero a veces no es así, y si ese es el caso con Bálsamo, entonces es su pelotón el que está condenado, no nosotros.

—¿Estás seguro, Apilador?

—Sí. ¿Se acuerda del puño Gamet? Escuche, no pasa nada. Deberíamos comprobar nuestras armas una última vez.

Moak envainó su cuchillo.

—Buena idea, que se pongan a ello, entonces.

Veinte pasos más allá, Olor a Muerto alcanzó a su sargento.

—Muy listo, eso de ahí atrás. Estaba perdiendo hasta la camisa. Fingir «la confusión», bueno, sargento, estoy impresionado.

Bálsamo se quedó mirando al tipo. ¿Quién era ese? ¿Y qué estaba farfullando? ¿Se podía saber en qué idioma estaba hablando aquel necio?

—He perdido el apetito —dijo Laúdes y tiró el trozo de pan. Un perro del campamento se acercó, cogió la comida y se escabulló corriendo—. Me estoy poniendo malo —continuó el soldado.

—No eres el único —dijo Quizás—. Yo voy de los primeros, ¿sabes? Los zapadores. El resto lo tenéis fácil. Nosotros tenemos que poner las cargas, lo que quiere decir que debemos correr con malditos y buscapiés por terreno accidentado, trepar por escombros, quizá bajo el fuego de las murallas. Y luego, al suelo, a los pies de la muralla, y el Embozado sabrá qué es lo que nos van a tirar encima. Agua hirviendo, aceite, arena caliente, ladrillos, desechos, cubos de los barracones. Así que nos llueve encima. Colocar las municiones. Ácido en la cera, demasiado y volamos todos allí mismo. Docenas de zapadores y cualquiera comete un error, o un trozo de roca cae de golpe en una munición, y ¡bum! Ya nos podemos dar por muertos, en mi opinión. Trocitos de carne. Mañana por la mañana bajarán los cuervos y adiós, muy buenas. Envía recado a mi familia, ¿quieres? Quizás reventó en mil pedazos en Y’Ghatan, eso es todo. No tiene sentido entrar en detalles escabrosos. Oye, ¿dónde vas? Por los dioses del inframundo, Laúdes, vomita fuera de mi vista, ¿quieres? Que el Embozado nos lleve a todos, qué asco. ¡Oye, Balgrid! ¡Mira! ¡El sanador de nuestro pelotón está echando las tripas!

Gesler, Cuerdas, Sepia, Verdad y Pella estaban sentados alrededor de las brasas moribundas de un fuego, bebiendo té.

—Están perdiendo todos la chaveta con esta espera —dijo Gesler.

—Yo me pongo igual antes de cada batalla —admitió Cuerdas—. Tengo escalofríos y ando suelto, ya sabes. Nunca desaparece.

—Pero se te pasa una vez que empieza —dijo Sepia—. Nos sucede a todos, porque no es la primera vez. Se nos pasa y sabemos que se nos pasa. La mayor parte de estos soldados no tiene ni idea. No saben cómo estarán una vez que empiece la lucha. Así que están aterrados por si se encogen como cobardes rastreros.

—La mayor parte lo hará, seguramente —dijo Gesler.

—No sé yo, sargento —dijo Pella—. Vi un montón de soldados como estos en Solideo. Cuando empezó la rebelión; bueno, pues lucharon, y lucharon bien, dadas las circunstancias.

—Los superaban en número.

—Sí.

—Así que murieron.

—La mayoría.

—Eso es lo que pasa con la guerra —dijo Gesler—, a la hora de la verdad, no hay tantas sorpresas como se podría creer. Ni esperanza. La resistencia heroica suele terminar sin un solo héroe en pie. Se aguantó más de lo esperado, pero el final fue el mismo, de todos modos. El final siempre es el mismo.

—Por el abismo del inframundo, Gesler —dijo Cuerdas—, eres la alegría de la huerta.

—Solo estoy siendo realista, Viol. Maldita sea, ojalá estuviera aquí Tormenta, ahora me toca a mí vigilar a mi pelotón.

—Sí —dijo Sepia—, eso es lo que hacen los sargentos.

—¿Estás sugiriendo que Tormenta debería haber sido sargento y yo cabo?

—¿Y por qué iba a hacer yo eso? —preguntó el zapador—. Sois los dos igual de malos. Mientras que aquí Pella…

—No, gracias.

Cuerdas tomó un sorbo de té.

—Tú solo asegúrate de que no se separa nadie. La capitán nos quiere en la punta de lanza, tan rápido y tan adentro como podamos llegar, el resto tendrá que alcanzarnos como pueda. ¿Sepia?

—Una vez que se vuele la muralla, reuniré a nuestros zapadores y nos quedaremos con vosotros dentro de la brecha. ¿Dónde está Borduke ahora mismo?

—Fue a dar un paseo. Parece que su pelotón tiene una especie de ataque conjunto de vomitona. A Borduke le dio asco y se fue hecho una furia.

—Siempre y cuando todo el mundo tenga la barriga vacía cuando llegue el llamamiento —dijo Sepia—. Sobre todo Quizás.

—Sobre todo quizás —dijo Gesler con una carcajada profunda—. Esa es muy buena. Me has alegrado el día, Sepia.

—Créeme, no fue intencionado.

Sentado cerca, oculto de los otros en un hueco rodeado de maleza, Botella sonrió. Así que así es como los veteranos se preparan para una lucha. Igual que todos los demás. Eso sí que lo consolaba. En general. Bueno, quizá no. Hubiera sido preferible que se hubieran mostrado llenos de confianza, presuntuosos, fanfarrones. Eso, lo que estaba por llegar, sonaba demasiado incierto.

Él acababa de volver de la reunión de magos. Unas sondas mágicas habían revelado una presencia amortiguada en Y’Ghatan, del tipo sacerdotal en su mayor parte, y la poca que había estaba confusa, aterrada. O extrañamente inactiva y callada. Para el avance de los zapadores Botella recurriría a Meanas, haría rodar bancos de bruma y arrojaría oscuridad por todas partes. Disipada sin mayores dificultades si había algún mago con alguna que otra habilidad en la muralla, pero no parecía haber ninguno. Y lo más inquietante de todo era que Botella iba a necesitar toda su concentración para trabajar con Meanas, lo que le impediría utilizar la magia espiritual. Y lo dejaría tan ciego como esos pocos soldados enemigos de la muralla.

Admitió que se estaba poniendo de los nervios, no había estado ni la mitad de desazonado en Raraku. Y cuando la emboscada de Leoman en la tormenta de arena, bueno, había sido una emboscada, no, no había habido tiempo para ataques de pánico. En cualquier caso, no le gustaba esa sensación.

Se incorporó un poco y, todavía agazapado, salió del hueco, después se levantó y entró con aire despreocupado en el campamento del pelotón. Parecía que a Cuerdas no le importaba dejar a sus soldados solos un rato antes de que se calentara el ambiente; los dejaba que rumiaran sus pensamientos y luego, con un poco de suerte, refrenaba a todo el mundo en el último momento.

Koryk estaba atando más fetiches a los varios aros y presillas de su armadura, tiras de tela de colores, huesos de pájaro y eslabones de cadenas que añadir a los omnipresentes huesos de dedo que ya simbolizaban al Decimocuarto Ejército. Sonrisas estaba dándoles vueltas a sus cuchillos de lanzamiento, las hojas golpeaban con suavidad contra el cuero de sus guantes. Chapapote se encontraba cerca, de pie, el escudo ya atado al brazo izquierdo, la espada corta en la derecha, con el guantelete puesto, buena parte de la cara oculta por el barbote del yelmo.

Botella se volvió y estudió la ciudad lejana. Oscura, no parecía haber un solo farol encendido en ese montón miserable y achaparrado. Ya odiaba Y’Ghatan.

Un silbido bajo en la noche. Unos movimientos repentinos. Apareció Sepia.

—Zapadores, a mí. Es la hora.

Dioses del inframundo, sí que lo es.

Leoman se encontraba en el salón del trono del falah’d. Once guerreros formaban delante de él, con los ojos vidriosos, la armadura de cuero entretejida con arneses de los que colgaban correas y presillas. Corabb Bhilan Thenu’alas los estudió, caras conocidas todas y cada una, pero en ese momento apenas reconocibles bajo la sangre y las tiras de piel. Mensajeros del Apocalipsis, fanáticos declarados, habían jurado no llegar a contemplar el siguiente amanecer, destinados a la muerte esa misma noche. Solo verlos, solo ver sus ojos empapados de droga, producía un escalofrío a Corabb.

—Sabéis lo que se os pide esta noche —les dijo Leoman a sus guerreros elegidos—. Id ya, hermanos y hermanas míos, bajo los ojos puros de Dryjhna, y nos encontraremos de nuevo en la puerta del Embozado.

Los guerreros se inclinaron y se marcharon.

Corabb observó hasta que el último desapareció tras las grandes puertas, después se enfrentó a Leoman.

—Caudillo, ¿qué va a pasar? ¿Qué tienes planeado? Has hablado de Dryjhna, pero esta noche has negociado con la reina de los Sueños. Habla conmigo, antes de que empiece a perder la fe.

—Pobre Corabb —murmuró Gorrionpardo.

Leoman le lanzó una mirada furiosa.

—No hay tiempo, Corabb —dijo después—, pero te diré una cosa: ya estoy harto de fanáticos, he tenido suficientes por esta vida y una docena más, estoy hastiado…

Resonaron unas botas en el pasillo; se volvieron, un guerrero alto y ataviado con un manto entró sin prisas y se quitó la capucha. Los ojos de Corabb se abrieron mucho, lo invadió la esperanza y se adelantó.

—¡Mago supremo L’oric! ¡Es cierto, Dryjhna brilla con fuerza en el cielo esta noche!

El hombre alto se estaba masajeando un hombro e hizo una mueca antes de hablar.

—Ojalá pudiera haber llegado dentro de las malditas murallas de la ciudad, demasiados magos agitándose en el campamento malazano. Leoman, no sabía que tenías el poder de invocar, te digo que yo me dirigía a otro sitio…

—La reina de los Sueños, L’oric.

—¿Otra vez? ¿Qué quiere?

Leoman se encogió de hombros.

—Tú formabas parte del trato, me temo.

—¿Qué trato?

—Te lo explicaré más tarde. En cualquier caso, te necesitamos esta noche. Ven, subamos a la torre Sur.

Otra oleada de esperanza. Corabb supo que podía confiar en Leoman. El guerrero sagrado poseía un plan, un plan diabólico y brillante. Había sido muy necio, sin duda. Echó a andar tras Gorrionpardo, el mago supremo L’oric y Leoman de los Mayales.

L’oric. Ahora podemos luchar contra los malazanos en igualdad de condiciones. Y en tal lidia, ¡solo podemos ganar!

En la oscuridad, más allá del terreno abrupto de los piquetes, Botella se agachó a unos pasos del puñado de zapadores cuya protección le habían encomendado. Sepia, Quizás, Bollito, Rampa y Jarretesgrandes. Cerca había un grupo al que cubría Balgrid: Taffo, Capaz, Gupp, Salto y Tazón. Personas a las que conocía de la marcha y que se acababan de revelar como zapadores o aspirantes a zapadores. Qué locura. No sabía que había tantos en nuestra compañía. Cuerdas no estaba en ninguno de los dos grupos; él lideraría al resto de los pelotones que penetrarían por la brecha antes de que se asentara el humo y el polvo.

Las murallas de Y’Ghatan eran complicadas, gradas de esfuerzos más antiguos, la última serie construida por los malazanos con el clásico estilo inclinado, veinte pasos de grosor en la base. Que ellos supieran, esa sería la primera vez que los zapadores ponían a prueba la ingeniería de las fortificaciones imperiales y ya se les notaba el brillo en los ojos.

Alguien se acercó por su derecha y Botella guiñó los ojos en la oscuridad cuando el hombre llegó y se agachó a su lado.

—Ebron, ¿no?

—Sí, regimiento Ashok.

Botella sonrió.

—Ya no existen, Ebron.

El otro se dio unas palmaditas en el pecho.

—Tenéis un compañero mío de pelotón en vuestro grupo —dijo después.

—El que se llama Bollito.

—Sí. Solo pensé que deberíais saberlo, es peligroso.

—¿No lo son todos?

—No, este en especial. Lo echaron de los Irregulares de Mott en Genabackis.

—Perdona, pero eso no significa nada para mí, Ebron.

—Mala suerte. Pero bueno, considérate advertido. Podrías pensar en mencionárselo a Sepia.

—De acuerdo, lo haré.

—Que el tirón de Oponn esté contigo esta noche, muchacho.

—Y contigo, Ebron.

El hombre se desvaneció en la oscuridad una vez más.

Más espera. No había luces visibles en la muralla de la ciudad, ni tampoco en los baluartes de las esquinas que la flanqueaban. No había movimiento en las almenas.

Un silbido bajo. Botella se encontró con los ojos de Sepia y el zapador asintió.

Meanas, la senda de la Sombra, la Ilusión y el Engaño. El mago elaboró una imagen mental de la senda, un muro arremolinado delante de él, después empezó a concentrar su voluntad, y observó cómo se formaba una herida, de un color rojo chillón al principio, y después un agujero que la atravesaba. El poder se derramó sobre él. ¡Ya basta! Más no. Dioses, ¿por qué es tan fuerte? Un sonido leve, algo parecido a un movimiento, una presencia, allí, al otro lado del muro de la senda…

Después… nada.

Por supuesto que no había ningún muro. Había sido un simple constructo, una elaboración de la mente de Botella para manifestar una idea en algo físico. Algo que pudiera atravesar después.

Muy sencillo, en realidad. Solo increíblemente peligroso. Los malditos magos debemos de estar locos, jugar con esto, insistir en la vanidad de que puede dirigirse, darle forma, retorcerse solo con la voluntad.

El poder es sangre.

La sangre es poder.

Y esta sangre, esta sangre pertenece a un dios ancestral…

Un siseo de Sepia. Parpadeó, después asintió y empezó a modelar la hechicería de Meanas. Brumas atravesadas por una oscuridad espesa que se extendían por el terreno abrupto y serpenteaban entre los cascotes; los zapadores se pusieron en marcha, se precipitaron por ella y continuaron moviéndose, invisibles.

Botella los siguió unos pasos más atrás. Los soldados ocultos en esa magia podían ver. La ilusión no confundía sus sentidos. Las ilusiones por lo general tenían un lado, o como mucho dos; vistas desde el otro lado, bueno, no había nada que ver. Los verdaderos maestros podían engañar a la luz en todas direcciones, podían elaborar algo que parecía físicamente real, que se movía como debía, que arrojaba su propia sombra, incluso levantaba polvo de ilusiones. El nivel de habilidad de Botella ni se acercaba a eso. Balgrid lo había conseguido… por muy poco, era cierto, pero con todo… impresionante.

Pero odio este tipo de hechicería. Cierto, es fascinante. Es divertido jugar con ella de vez en cuando, pero no esta noche, no cuando de repente es cuestión de vida y muerte.

Arrojaron tablones de carreta sobre el estrecho foso que habían cavado los soldados de Leoman y se acercaron más a la muralla.

Lostara Yil se acercó a Tene Baralta. Estaban posicionados en la línea de piquetes; detrás de ellos, la masa de soldados, en filas. La cara de su antiguo comandante reveló sorpresa cuando advirtió su presencia.

—No creí que fuera a verla otra vez, capitán.

Ella se encogió de hombros.

—Estaba engordando y haciéndome perezosa, comandante.

—Esa garra con la que estaba no es un hombre muy popular. Se tomó la decisión de que se quedara en su tienda de forma indefinida.

—No tengo objeciones.

En la penumbra pudieron ver remolinos de oscuridad más profunda que rodaban de forma siniestra hacia la muralla de la ciudad.

—¿Está preparada, capitán, para ensangrentar su espada esta noche? —preguntó Baralta.

—Más de lo que se imagina, comandante.

Oleadas de vértigo atravesaron a la sargento Hellian, las náuseas la amenazaron cuando observó la magia que cada vez se acercaba más a Y’Ghatan. Porque era Y’Ghatan, ¿no? Se volvió hacia el sargento que tenía al lado.

—¿Qué ciudad es esa? Y’Ghatan. Sé algo sobre esa ciudad. Es donde mueren los malazanos. ¿Quién eres tú? ¿Quién está socavando los muros? ¿Dónde están las armas de asedio? ¿Qué clase de asedio es este?

—Soy Cuerdas y tú pareces borracha.

—¿Y? Odio luchar. Despójame de mi rango, lléname de cadenas, méteme en una mazmorra, pero que no haya arañas. Y busca a ese cabrón, al que desapareció, arréstalo y encadénalo a mi alcance. Quiero arrancarle la garganta.

El sargento la estaba mirando con fijeza. Ella lo miró a su vez, al menos el tipo no se estaba tambaleando de un lado a otro. No mucho, por lo menos.

—¿Odias luchar y quieres arrancarle la garganta a alguien?

—Deja de intentar confundirme, Lerdas. Ya estoy bastante confundida yo.

—¿Dónde está tu pelotón, sargento?

—Por algún sitio.

—¿Dónde está tu cabo? ¿Cómo se llama?

—¿Urb? No lo sé.

—Por el aliento del Embozado.

Pella estaba sentado observando a su sargento, Gesler, que hablaba con Borduke. Al sargento del sexto pelotón solo le quedaban tres soldados bajo su mando: Laúdes, Ibb y el cabo Hubb, los otros estaban haciendo de magos o de zapadores. Claro que solo quedaban dos del quinto pelotón de Gesler: Verdad y el propio Pella. El plan era reunirse tras la brecha, y eso ponía nervioso a Pella. Quizá tuvieran que agarrar a cualquiera que estuviera cerca y ¡al Embozado con los verdaderos pelotones!

Borduke se estaba tirando de la barba como si quisiera arrancársela. Hubb permanecía cerca de su sargento con una expresión enfermiza en la cara.

Gesler parecía hasta aburrido, joder.

Pella pensó en su pelotón. Algo raro en esos tres. Gesler, Tormenta y Verdad. Y tampoco es solo esa extraña piel dorada… Bueno, él se pegaría a Verdad, ese muchacho todavía estaba demasiado verde, a pesar de lo que ya había vivido. Ese maldito barco, el Silanda, que había estado bajo el mando de la consejera y con toda probabilidad estaba en ese momento al norte de ellos, en algún lugar del mar Kansu o al oeste. Junto con la flota de transporte y una considerable escolta de dromones. Los tres habían navegado en él y habían compartido la cubierta con cabezas cortadas todavía vivas y algo mucho peor bajo la cubierta.

Pella comprobó su espada una vez más. Había atado correas nuevas de cuero alrededor de la espiga de la empuñadura, no tan apretadas como le hubiera gustado. Tampoco la había empapado aún, no quería que la empuñadura estuviera todavía mojada cuando entrara en combate. Se quitó la ballesta del hombro, mantuvo un cuadrillo a mano, listo para una carga rápida una vez que llegara la orden de avanzar.

Puñeteros infantes de marina. Debería haberme presentado voluntario a la infantería de toda la vida. Debería haber pedido un traslado. Jamás debería haberme alistado. Solideo fue más que suficiente, maldita sea. Debería haber echado a correr, eso es lo que debería haber hecho.

El viento nocturno soplaba a su alrededor, Corabb, Leoman, L’oric, Gorrionpardo y un guardia se encontraban en la plataforma que se mecía con suavidad sobre la torre del palacio. La ciudad se extendía en todas direcciones, aterradora, oscura y, en apariencia, sin vida.

—¿Qué tenemos que ver aquí, Leoman? —preguntó L’oric.

—Espera, amigo mío, ¡ah, allí! —Señaló el tejado de un edificio lejano, cerca de la muralla occidental. En el tejado plano parpadeó la luz amortiguada de un farol. Después… desapareció.

—¡Y allí!

Otro edificio, otro destello de luz.

—¡Otro! ¡Más, están todos en su sitio! ¡Fanáticos! ¡Malditos idiotas! ¡Que Dryjhna nos lleve, esto va a funcionar!

¿Funcionar? Corabb frunció el ceño y arrugó la frente. Sorprendió la mirada de Gorrionpardo sobre él, la mujer le tiró un beso. Oh, cómo ansiaba matarla.

Montones de escombros, ollas rotas, un perro muerto e hinchado y huesos de animales, no había un solo trozo de terreno llano en la base del muro. Botella había ido pisándoles los talones a los zapadores hasta la primera grada, los fragmentos de ladrillo se derramaban bajo sus botas, después gritos de dolor y maldiciones cuando alguien tropezó con un nido de avispas (solo la oscuridad los había salvado de lo que podrían haber sido unos momentos fatales), las avispas estaban perezosas, a Botella le asombró que hubieran salido siquiera, hasta que vio la que había armado el soldado. Había derribado una roca y después había metido el pie entero en la boca del avispero.

Había tenido que soltar por un momento Meanas para deslizarse en el interior del enjambre de chispas de las almas de las avispas y sofocar su pánico y su rabia. Despojados de la magia que los disfrazaba en las últimas dos gradas, los zapadores se habían escabullido como escarabajos aterrados (la roca bajo la que se habían ocultado se había desvanecido de repente) y habían llegado a la base de la muralla muy por delante de los demás. Donde se agazaparon y empezaron a quitarse las mochilas de municiones.

Botella se acercó corriendo y se agachó junto a Sepia.

—La oscuridad ha vuelto —susurró—. Siento lo que ha pasado, menos mal que no eran avispas negras, Quizás estaría muerto a estas alturas.

—Por no mencionar a tu seguro servidor —dijo Sepia—. Fui yo el que pisó esa maldita cosa.

—¿Cuántas picaduras?

—Dos o tres, la pierna derecha está entumecida, pero está mejor que hace quince latidos.

—¿Entumecida? Sepia, eso no es bueno. Busca a Laúdes tan rápido como puedas cuando hayamos terminado aquí.

—Cuenta con ello. Y ahora cállate, tengo que concentrarme.

Botella lo observó sacar de su mochila un fardo de municiones, dos malditos atados entre sí que parecían un par de pechos grandes. Acoplados a ellos, en la base, había dos explosivos con forma de pinchos, buscapiés. Sepia puso con mucho cuidado el montaje en el suelo, a su lado, y después se volvió a mirar la base de la muralla. Sacó ladrillos y rocas para hacer un agujero inclinado, grande y lo bastante profundo como para meter el rompemuros.

Esa era la parte fácil, se recordó Botella mientras observaba a Sepia colocar el explosivo en el agujero. Ahora viene el ácido en el tapón de cera. Levantó los ojos y miró la muralla de un lado a otro, y vio a otros zapadores que estaban haciendo lo mismo que acababa de hacer Sepia.

—No te adelantes a los demás —dijo Botella.

—Sé lo que hay que saber, mago. Limítate a tus hechizos y déjame en paz.

Ofendido, Botella volvió a apartar la mirada. Después abrió mucho los ojos.

—Eh, ¿qué está haciendo? Sepia, ¿qué está haciendo Bollito?

Con una maldición, el veterano miró.

—Dioses del inframundo…

El zapador del pelotón del sargento Cordón había preparado no un rompemuros sino tres, la masa de malditos y buscapiés le llenaba la mochila entera. Le brillaban los dientes enormes y los ojos le resplandecían mientras sacaba los explosivos de la mochila con cierto esfuerzo y, tras echarse de espaldas, con la cabeza más cerca de la muralla, se colocó los artefactos en el estómago y empezó a arrastrarse hasta que se oyó el crujido discernible de la parte posterior de su cráneo al entrar en contacto con la cantería levantada.

Sepia se acercó a toda prisa.

—¡Tú! —siseó—. ¿Estás loco? ¡Desmonta esos malditos cacharros!

La sonrisa del hombre se derrumbó.

—¡Pero lo hice yo solo!

—¡Baja la voz, idiota!

Bollito se dio la vuelta y metió la masa de municiones contra el muro de golpe. Un pequeño frasquito reluciente apareció en su mano derecha.

—¡Espera a ver esto! —susurró sonriendo una vez más.

—¡Espera! ¡Todavía no!

Un chisporroteo, jirones de humo que se alzaban…

Sepia se había levantado y, arrastrando una pierna, había echado a correr. Y además empezó a gritar.

—¡Todo el mundo! ¡Atrás! ¡Corred, idiotas! ¡Corred!

Figuras que salieron como rayos por todas partes. Botella entre ellos. Bollito lo adelantó a tal velocidad que parecía que el mago se había estado quieto, las piernas absurdamente largas del hombre lo impulsaban, desproporcionadas, desenfrenadas, las rodillas huesudas y las enormes botas partían el aire. Se habían dejado municiones contra el muro, pero sin conectar, otras permanecían a un paso o más de la muralla. Sacos de fulleros, humeantes e incendiarios habían quedado atrás. Dioses del inframundo, se va a montar una buena…

Gritos en la cima de la muralla, voces que se alzaban, alarmadas. Una ballesta emitió un golpe seco cuando disparó un proyectil contra los zapadores que huían. Botella oyó el crujido y los arañazos cuando chocó contra el suelo.

Más rápido… Miró por encima del hombro y vio que Sepia cojeaba tras él. ¡Que el Embozado nos lleve! Botella frenó con un resbalón, se volvió y regresó corriendo junto al zapador.

—¡Idiota! —rezongó Sepia—. ¡Corre!

—Apóyate en mi hombro…

—Acabas de suicidarte…

Sepia no era ningún peso ligero. Botella se encorvaba bajo su peso mientras corrían.

—¡Doce! —jadeó el zapador.

El mago examinó el terreno que tenían por delante, cada vez más aterrado. Un refugio…

—¡Once!

Un saliente de los viejos cimientos, caliza sólida, allí, a diez, nueve pasos…

—¡Diez!

Cinco pasos más, aquello iba a salir bien, un hueco en el otro lado…

—¡Nueve!

Dos pasos y después a tierra cuando Sepia chilló:

—¡Ocho!

La noche se desvaneció, arrojó sombras puras y los dos hombres se desplomaron tras el saliente de caliza, metidos en un montón de vegetación medio podrida. El suelo se alzó para recibirlos, un gancho de un dios que le quitó a Botella el aire de los pulmones.

Un sonido, como el de una montaña al derrumbarse, y luego un muro de piedra, humo, fuego y una lluvia de llamas…

La conflagración tiró a Lostara Yil al suelo momentos después de que se hubiera quedado mirando, sin comprender, a los pelotones de infantes formados detrás de la línea de piquetes (se los había quedado observando cuando todos y cada uno fueron derribados y rodaron de espaldas ante una ola embalada), y después múltiples explosiones, fuego racheado que marchaba por la muralla a ambos lados, y luego un golpe fuerte en el pecho y cayó al suelo entre otros soldados.

Las rocas llegaron en un granizo casi horizontal, rápido como pedradas, agrietando armadura, internándose en la carne expuesta, huesos que se partían, gritos…

La luz se atenuó, vaciló y se contrajo a un nudo de llamas que llenaron una brecha enorme en la muralla de Y’Ghatan, casi en el centro justo, y cuando Lostara (apoyada en un codo, soportando el granizo de piedras) miró, vio los flancos de ese enorme agujero que se derrumbaban poco a poco y, más allá, dos edificios de apartamentos de tres plantas se plegaban sobre sí mismos y las llamas salían disparadas como almas que huyeran…

Entre la lluvia ralentizada comenzaban a verse trozos de cuerpos.

Sobre la torre del palacio, a Corabb y a los otros la explosión los había tirado al suelo, el guardia que los había acompañado fue dando volteretas hasta el muro bajo de la plataforma y desapareció con un chillido menguante, apenas audible cuando la torre se meció y el rugido se asentó a su alrededor como la furia de un millar de demonios. Piedras enormes se estrellaron contra el costado de la torre, otras rebotaron y chocaron entre los edificios más bajos y después, un crujido terrible, un estallido seco que hizo que Corabb se arrastrase por los adoquines hacia la trampilla.

—¡Va a derrumbarse! —gritó.

Dos figuras llegaron a la trampilla antes que él, Leoman y Gorrionpardo.

Agrietada, combada, la plataforma dio inicio a su desplome inexorable. Nubes de polvo asfixiante. Corabb llegó a la trampilla y se lanzó de cabeza, se reunió con Leoman y la malazana, que se deslizaban como serpientes por la escalera de caracol. El talón izquierdo de Corabb chocó con una mandíbula y oyó el gruñido de dolor de L’oric, y después maldiciones en idiomas desconocidos.

Esa explosión, la brecha en la muralla, dioses del inframundo, él jamás había visto nada parecido. ¿Cómo se podía desafiar a esos malazanos? Con sus puñeteras municiones moranthianas y su alegre indiferencia por las reglas de la guerra honorable.

Tropezando, rodando, estrellándose contra un pedregal de escombros en la planta principal del palacio, los aposentos de la izquierda se habían desvanecido bajo la sección de la torre que se había desprendido. Corabb vio una pierna sobresaliendo del techo desplomado, extrañamente ilesa, libre incluso de sangre o polvo.

Corabb se puso en pie como pudo, tosiendo, los ojos irritados, incontables magulladuras en el cuerpo, y se quedó mirando a Leoman, que ya se había levantado y se sacudía el polvo de argamasa de la ropa. Cerca de él, L’oric y Gorrionpardo también se estaban liberando de los ladrillos y los fragmentos de madera.

Leoman de los Mayales los miró a todos.

—Quizá la torre no fuera tan buena idea, después de todo —dijo—. ¡Vamos, tenemos que ensillar los caballos, si siguen vivos, y cabalgar al templo!

¿El templo de Scalissara? Pero… qué… ¿por qué?

El tamborileo de la gravilla, el golpe seco de trozos más grandes y ráfagas de humo, calor polvoriento. Botella abrió los ojos. Cáscaras de sebar, peludas y correosas, atestaron su visión, se le llenó la nariz con el olor acre y demasiado maduro de la pulpa de sebar. El zumo de esa fruta se consideraba una exquisitez (el hedor era nauseabundo), pero el mago sabía que jamás sería capaz de volver beberlo en su vida. Un gemido entre la basura, por alguna parte, a su izquierda.

—¿Sepia? ¿Eres tú?

—La sensación de entumecimiento ha desaparecido. Asombroso lo que un golpe de terror puede hacerle a tu cuerpo.

—¿Estás seguro de que la pierna sigue ahí?

—Bastante.

—¡Contaste hasta ocho!

—¿Qué?

—¡Dijiste ocho! ¡Y entonces, bum!

—No podía dejar que perdieras la esperanza, ¿no? ¿Y se puede saber dónde estamos, por el pozo del Embozado?

Botella empezó a liberarse como pudo, asombrado de estar ileso; al parecer, no tenía ni un arañazo.

—Entre los vivos, zapador. —Su primera visión de la escena del campo de muerte no tuvo ningún sentido. Demasiada luz, pero antes estaba oscuro, ¿no? Entonces distinguió soldados entre los escombros, algunos se retorcían de dolor, otros se iban levantando, cubiertos de polvo, tosiendo en el aire contaminado.

La brecha de la muralla sur de Y’Ghatan recorría un tercio entero de la misma, empezaba a unos cincuenta pasos del baluarte del sudoeste y llegaba mucho más allá del centro de las fortificaciones de la puerta central. Algunos edificios se habían derrumbado, mientras que los que permanecían erectos, los que flanqueaban las llamas furiosas de la brecha, estaban ardiendo también, aunque parecía que buena parte del fuego había salido de los innumerables incendiarios que había entre las bolsas abandonadas de los zapadores. Los fuegos bailaban sobre la piedra agrietada como si buscaran un sitio al que ir antes de que el combustible se desvaneciera.

La luz arrojada por las secuelas de la explosión se estaba atenuando, envuelta en el polvo que iba cayendo. Sepia apareció junto al mago, se estaba arrancando trozos de fruta podrida de la armadura.

—No tardaremos en poder ir a ese agujero… dioses, cuando encuentre a Bollito…

—Ponte a la cola, Sepia. Eh, veo a Cuerdas… y al pelotón…

Resonaron cuernos, los soldados se precipitaron a formar. La oscuridad se cernió una vez más cuando los últimos fuegos fueron apagándose en la brecha. La lluvia de polvo parecía interminable cuando el puño Keneb se colocó en posición de repliegue, sus oficiales se reunieron a su alrededor sin dejar de bramar órdenes. Vio a Tene Baralta y a la capitán Lostara Yil a la cabeza de una estrecha columna que ya había empezado a moverse.

Los zapadores la habían cagado. Eso estaba claro. Y algunos no habían salido de aquella. Malditos idiotas, y ni siquiera estaban bajo fuego enemigo.

Divisó los fuegos que se iban apagando en el agujero, aunque había redes de llamas que se aferraban con obstinación a los edificios que todavía permanecían en pie a ambos lados.

—Primer, segundo y tercer pelotón —le dijo Keneb a la capitán Faradan Sort—. Los pesados entran los primeros por la brecha.

—Los infantes ya la han atravesado, puño.

—Lo sé, capitán, pero quiero que los refuerzos los sigan de cerca por si las cosas se complican. Que avancen de una vez.

—Sí, puño.

Keneb echó un vistazo atrás, al terreno más alto del otro lado del camino, y vio una fila de figuras observando: la consejera, T’amber, Nada y Menos. El puño Blistig y el caudillo Hiel. Lo más probable era que el puño Temul hubiese salido con sus guerreros montados y se estuvieran desplegando alrededor de la ciudad. Siempre cabía la posibilidad de que Leoman dejara a sus seguidores a su horripilante final e intentara huir solo. No era tan extraño que ocurrieran esas cosas.

—¡Sargento Cordón!

El soldado se acercó sin prisas. Keneb observó el emblema del regimiento Ashok en la maltratada armadura de cuero del tipo, pero optó por hacer caso omiso. De momento.

—Encabece las unidades medias y entren, del séptimo pelotón al decimosegundo.

—Sí, puño, seguimos de cerca a los pesados.

—Bien. Esto será una lucha de calles y callejones, sargento, suponiendo que los cabrones no se rindan ya de mano.

—Me sorprendería que lo hicieran, puño.

—A mí también. En marcha, sargento.

Por fin algo de movimiento entre las tropas de su compañía. La espera había terminado. El Decimocuarto se iba a meter en batalla. Embozado, aparta la vista de nosotros esta noche. Solo tienes que mirar a otro lado.

Botella y Sepia se reunieron con su pelotón. El sargento Cuerdas llevaba su ballesta lanzadora con un cuadrillo con un maldito cargado y amartillado.

—Hay un camino entre las llamas —dijo Cuerdas mientras se limpiaba el sudor de los ojos y después escupía—. Koryk y Chapapote, por delante. Sepia, a la retaguardia, y mantén un fullero a mano. Detrás de los dos de delante, Sonrisas y yo. Tú vas un paso por detrás de nosotros, Botella.

—¿Quieres más ilusiones, sargento?

—No, quiero lo otro. Cabalga con las ratas, las palomas, los murciélagos, las arañas y lo que el Embozado quiera que haya ahí dentro. Necesito ojos por los que puedas mirar y ver lugares que no vemos.

—¿Esperas una trampa? —preguntó Botella.

—Ahí va Borduke y su pelotón, maldita sea. El primero por la brecha. ¡Venga, seguid sus talones!

Echaron una carrera por el suelo abrupto salpicado de rocas. La luna luchaba por penetrar entre la calima de polvo. Botella sondeó con sus sentidos en busca de vida, pero lo que encontró estaba sumido en el dolor, moribundo, desangrándose bajo montañas de escombros o aturdido por la conmoción.

—Tenemos que dejar atrás la zona de la explosión —le dijo a Cuerdas.

—Claro —respondió el sargento por encima del hombro—. Esa es la idea.

Llegaron al borde de un inmenso cráter esculpido creado por las municiones de Bollito. Borduke y su pelotón trepaban ya por el otro lado y Botella vio que el muro que habían escalado era una serie de gradas de ruinas en otro tiempo enterradas, techos y suelos comprimidos, agrietados, derrumbados, trozos de muralla que se habían deslizado y precipitado al pozo en sí y se habían llevado con ellos capas más antiguas de baldosas. Vio que tanto Balgrid como Quizás habían sobrevivido a la explosión, pero se preguntó cuántos zapadores y magos de pelotón habían perdido. Una corazonada le decía que Bollito había sobrevivido.

Borduke y su pelotón lo estaban pasando mal.

—¡A la derecha! —dijo Cuerdas—, ¡podemos rodearlo y llegar antes que ellos!

Borduke lo oyó y giró la cabeza, estaba aferrado al muro, del que ya había conseguido trepar tres cuartas partes.

—¡Cabrones! ¡Balgrid, mueve ese culo gordo, maldito seas!

Koryk encontró un modo de rodear el cráter trepando por los escombros, y Botella y los otros lo siguieron. Demasiado distraído de momento por el esfuerzo de no caerse, Botella no intentó percibir la miríada de vida minúscula que se ocultaba más allá de la zona de la explosión, en la ciudad en sí. Esperaba que hubiera tiempo para eso más tarde.

El avance del mestizo seti se detuvo de repente y el mago levantó la cabeza y vio que Koryk se había encontrado con un obstáculo, una grieta ancha en un suelo subterráneo inclinado en un ángulo muy marcado, a la altura de un hombre bajo el nivel del suelo. Los azulejos manchados de polvo revelaban las imágenes pintadas de pájaros amarillos en pleno vuelo, todos parecían dirigirse a las profundidades del subsuelo con el grado de inclinación del suelo.

Koryk volvió la cabeza y miró a Cuerdas.

—Vi moverse la losa entera, sargento. No estoy seguro de que esto vaya a ser terreno firme.

—¡Que el Embozado nos lleve! De acuerdo, saca las cuerdas, Sonrisas…

—Las tiré —dijo la mujer con el ceño fruncido—. En la carrera hacia aquí. Pesaban mucho las puñeteras…

—Y yo las recogí —interrumpió Sepia, se descolgó los rollos de cuerda del hombro izquierdo y los lanzó hacia delante.

Cuerdas estiró el brazo y dio un golpecito seco con un nudillo contra la barbilla de Sonrisas, cuya cabeza cayó hacia atrás de repente, con los ojos muy abiertos de sorpresa, y después de furia.

—Tú llevas lo que yo te diga que lleves, soldado —dijo el sargento.

Koryk cogió un extremo de la cuerda, retrocedió unos cuantos pasos y después se abalanzó y saltó sobre la fisura. Aterrizó con limpieza, aunque le sobró muy poco espacio. No había forma de que Chapapote o Sepia pudieran saltar tanto.

Cuerdas maldijo.

—Los que puedan hacer lo que Koryk acaba de hacer, adelante. Y que nadie se deje equipo por el camino.

Momentos después, tanto Botella como Sonrisas se agacharon junto a Koryk para ayudar a anclar la cuerda cuando el sargento, dos sacas de munición colgando de él, cruzó mano sobre mano; las bolsas se balanceaban como locas, pero colocadas de tal forma que nunca chocaran una contra la otra. Botella soltó la cuerda y se adelantó para ayudar una vez que Cuerdas encontró terreno firme en el borde.

Sepia lo siguió. Después, Chapapote, con la cuerda envolviéndole el cuerpo, bajó al suelo inclinado; tuvieron que arrastrarlo a toda prisa hasta el otro lado cuando el suelo cambió de posición y desapareció bajo su peso. Entre el estrépito de la armadura y de las armas, el resto del pelotón tiró del cabo hasta dejarlo en suelo llano.

—Dioses —jadeó Sepia—, ¡este hombre pesa tanto como un maldito bhederin!

Koryk adujó la cuerda y se la pasó con una mueca alegre a Sonrisas.

Se pusieron en marcha una vez más; subieron por un risco de restos de algún tipo de puesto o cobertizo contiguo a la muralla interna, y después más escombros, detrás de los cuales había una calle.

Y Borduke y su pelotón estaban entrando en ella, desplegados y con las ballestas listas. El barbudo sargento iba en cabeza, el cabo Hubb a su derecha, dos pasos por detrás. Ibb iba delante del cabo y dos pasos por detrás de ese par caminaban Tavos Estanque y Balgrid, seguidos por Laúdes, y cerraba la retaguardia el zapador Quizás. La típica formación de avance de los infantes de marina.

Los edificios de los lados estaban a oscuras, en silencio. Había algo raro, pensó Botella mientras intentaba averiguar qué era… no hay contraventanas en las ventanas, están todas abiertas. Igual que las puertas… todas las puertas, de hecho.

—Sargento…

Las flechas que salieron disparadas de repente de las ventanas de los flancos las soltaron en el preciso momento en que una veintena de figuras salían a toda velocidad de los edificios cercanos, chillando y con lanzas, cimitarras y escudos preparados. Las flechas las habían disparado sin preocuparse por los guerreros que cargaban y dos de estos chillaron cuando las puntas con púas de hierro los alcanzaron y desgarraron.

Botella vio a Borduke girar en redondo, vio la flecha que le sobresalía de la cuenca del ojo izquierdo, vio una segunda flecha que le atravesaba el cuello. La sangre lo salpicó todo cuando el veterano se tambaleó, arañándose y agarrándose la garganta y la cara. Tras él, el cabo Hubb se encogió alrededor de una flecha clavada en las tripas y después se derrumbó en los adoquines. Ibb había recibido un flechazo en el hombro izquierdo y se estaba tironeando del proyectil entre maldiciones cuando un guerrero se precipitó sobre él blandiendo la cimitarra que le enterró en un lado de la cabeza. El hueso y el yelmo se hundieron, un chorro de sangre, y el soldado cayó.

El pelotón de Cuerdas llegó e interceptó a media docena de guerreros. Botella se encontró en mitad de un intercambio despiadado, con Koryk a su izquierda. La espada larga del mestizo seti apartó de un golpe una cimitarra y después clavó la punta en la garganta del hombre. Un rostro que chillaba pareció precipitarse contra Botella, como si el guerrero buscara destrozarle el cuello con los dientes, y Botella retrocedió ante la locura que había en los ojos de aquel hombre, después salió a buscarlo con su mente y penetró en el torbellino fiero de los pensamientos del guerrero (poco más que imágenes fracturadas y rabia negra) y encontró la parte más primitiva de su cerebro: un estallido de poder y la coordinación del hombre se desvaneció. Se derrumbó con un espasmo en los miembros.

Bañado en sudor frío, Botella retrocedió otro paso pensando que ojalá tuviera un arma que sacar, aparte del cuchillo de monte que tenía en la mano derecha.

Luchas por todas partes. Chillidos, el estrépito del metal, eslabones de cadenas partidos, gruñidos y jadeos.

Y las flechas seguían lloviendo.

Una se estrelló contra la parte posterior del yelmo de Cuerdas y lo tiró. Quedó de rodillas. El sargento se giró, levantó la ballesta y miró furioso al edificio de enfrente, las ventanas superiores atestadas de arqueros.

Botella estiró la mano y cogió a Koryk por el tahalí.

—¡Atrás! ¡El maldito de Viol! ¡Todo el mundo! ¡Atrás!

El sargento se llevó la ballesta al hombro, apuntó hacia una ventana superior…

Había llegado la infantería pesada y Botella vio a Taffo, del pelotón de Mosel, vadeando una multitud de guerreros, a unos diez pasos del edificio… del objetivo de Cuerdas…

… cuando la ballesta emitió un ruido sordo, el cuadrillo deforme salió volando, subió y se metió por el hueco de la ventana.

Botella se lanzó al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos…

El piso superior del edificio estalló, enormes secciones del muro se abombaron y después se estrellaron contra la calle. Los adoquines saltaron bajo Botella.

Alguien rodó y chocó con él y el mago sintió que algo le caía encima del antebrazo, algo pesado y viscoso que se contraía, algo muy caliente. Un repentino hedor a bilis y heces.

El tamborileo de piedras, gemidos lastimeros, llamas que lo lamían. Y luego otro enorme estrépito cuando lo que quedaba de la planta superior se derrumbó sobre el nivel inferior. El gruñido del muro más cercano precedió a su disolución combada. Y después, tras los escasos quejidos, el silencio.

Botella levantó la cabeza. Y encontró al cabo Harbyn tirado junto a él. La mitad inferior del cuerpo del soldado había desaparecido y las entrañas se derramaban por el suelo. Bajo el borde del yelmo, los ojos se clavaban en el vacío. Botella se apartó, se apoyó en las manos y reptó como un cangrejo por la calle salpicada de rocas. Donde Taffo se había enfrentado a una turba de guerreros, no quedaba nada salvo un montón de escombros y unos cuantos miembros recubiertos de polvo que sobresalían debajo, inmóviles.

Koryk pasó junto a él, por el camino iba acuchillando con su espada a las figuras aturdidas. Botella vio que Sonrisas se cruzaba en el camino del mestizo seti, sus dos cuchillos ya estaban resbaladizos de sangre.

Cuerpos en la calle. Figuras que se iban levantando poco a poco, que sacudían la cabeza y escupían sangre. Botella se giró de rodillas, bajó la cabeza y vomitó en los adoquines.

—¡Violín… cabrón!

Tosiendo, pero con el estómago aquietado de momento, Botella volvió la cabeza y vio al sargento Mosel avanzando hacia Cuerdas.

—¡Los teníamos! ¡Íbamos a asaltar el puñetero edificio!

—¡Entonces asalta ese! —soltó Cuerdas, y señaló el edificio de apartamentos del otro lado de la calle—. Solo los ha tirado de espaldas, nada más, en cualquier momento tenemos encima otra lluvia de flechas…

Con una maldición, Mosel les hizo un gesto a los de la pesada que quedaban, Cachipolla, Destello de Ingenio y Uru Hela, que entraron con paso pesado por la puerta del edificio.

Cuerdas estaba colocando otro cuadrillo en su ballesta, ese cargado con un fullero.

—¡Balgrid! ¿Quién queda en tu pelotón?

El grueso mago se acercó con un tambaleo.

—¿Qué? —gritó—. ¡No te oigo! ¿Qué?

—¡Tavos Estanque!

—Aquí, sargento. Tenemos a Quizás, eh, Balgrid, pero le están sangrando los oídos. Laúdes es baja, pero debería vivir… con algo de sanación. Nos largamos…

—Y una mierda del Embozado. Saca de aquí a Laúdes, hay un pelotón que viene detrás, el resto venís conmigo…

—¡Balgrid está sordo!

—Mejor que estuviera mudo, tenemos señales manuales, ¿recuerdas? ¡Y ahora recuérdaselo al cabrón! Botella, ayuda a Chapapote a salir. Sepia, lleva a Koryk a esa esquina de ahí y esperadnos. Sonrisas, carga cuadrillos, quiero esa arma amartillada y los ojos atentos a cualquier cosa, desde los tejados al suelo.

Botella se puso en pie y se dirigió hacia donde Chapapote luchaba por salir de entre los escombros; una parte del muro le había caído encima, pero parecía que la armadura y el escudo habían soportado el impacto. Muchos tacos, pero no había dolor en el tono.

—Trae —dijo Botella—, dame el brazo…

—Estoy bien —dijo el cabo con un gruñido mientras sacaba los pies a patadas. Todavía se aferraba a su espada corta y enganchado en la punta había un trozo peludo de cuero cabelludo, cubierto de polvo y chorreando—. Mira eso —dijo y señaló la calle con la espada—, hasta Sepia ha cerrado el pico.

—Viol no tenía alternativa —dijo Botella—. Llovían demasiadas flechas…

—Yo no me quejo, Botella. Ni un pelo. ¿Viste caer a Borduke? ¿Y a Hubb? Podríamos haber sido nosotros si hubiéramos llegado primero.

—Que el Abismo me lleve, no se me había ocurrido.

Volvió la cabeza cuando llegó un pelotón de infantería media, el del sargento Cordón, regimiento Ashok y demás.

—En el nombre del Embozado, pero ¿qué ha pasado aquí?

—Una emboscada —dijo Botella—. El sargento Cuerdas tuvo que derribar un edificio con un maldito.

Cordón abrió mucho los ojos.

—Puñeteros infantes —murmuró, después se dirigió hacia donde Cuerdas se había agachado. Botella y Chapapote lo siguieron.

—¿Habéis formado otra vez? —le preguntó Cordón a su sargento—. Nos estamos apelotonando detrás de vosotros…

—Estamos listos, pero manda recado. Habrá emboscadas para dar y tomar. Leoman quiere que nos ganemos cada calle y cada edificio con sangre. El puño Keneb quizá quiera enviar a los zapadores por delante otra vez, cubiertos por los infantes, para tirar edificios, es el modo más seguro de proceder.

Cordón miró a su alrededor.

—¿El más seguro? Por los dioses del inframundo. —Se volvió—. Cabo Casco, ya has oído a Viol. Manda recado a Keneb.

—Sí, sargento.

—Peccado —añadió Cordón, se dirigía a una chica joven que tenía cerca—, guarda ese cuchillo. El tipo ya está muerto.

La chica levantó la cabeza al tiempo que, con la hoja, atravesaba la base del índice derecho del guerrero muerto. Lo levantó para enseñarlo y después se lo metió en una saquita del cinturón.

—Una chica muy mala la que tienes ahí —dijo Cuerdas—. Nosotros tuvimos una de esas, una vez.

—¡Casco! ¡Espera ahí atrás! Manda a Peccado con el mensaje, ¿quieres?

—¡Yo no quiero volver! —gritó Peccado.

—Pues te fastidias —dijo Cordón. Y después a Cuerdas—. Nos engancharemos a los pesados de Moel, detrás de vosotros.

Cuerdas asintió.

—De acuerdo, pelotón, vamos a probar en la calle de al lado, ¿os parece?

Botella contuvo otra oleada de náuseas, después se reunió con los demás, que se abrían camino hacia Koryk y Sepia. Dioses, esto va a ser brutal.

El sargento Gesler podía olerlo. Problemas en la noche. Oscuridad sin mitigar en las ventanas abiertas, en las entradas francas y en las calles colindantes, donde se movían otros pelotones, los sonidos de batallas encarnizadas. Sin embargo, ante ellos, ni un solo movimiento, ni un solo sonido, nada en absoluto. Levantó la mano derecha, dobló dos dedos y dio un tirón hacia abajo. Tras él, oyó botas en los adoquines, un par se dirigió sin mucho ruido a la izquierda, el otro a la derecha, se alejaron y se detuvieron cuando los soldados llegaron a los edificios de los lados. Verdad a su izquierda, Pella a su derecha, ballestas en la mano, los ojos en los tejados y ventanas del lado contrario.

Otro gesto y Arenas se acercó por detrás y se agachó a su lado.

—¿Y bien? —preguntó Gesler pensando por milésima vez que ojalá tuviera a Tormenta allí.

—Pinta mal —dijo Arenas—. Emboscadas.

—Vale, ¿y dónde está la nuestra? Vuelve y llama a Moak y su pelotón, y a los de Tirón, quiero a esos pesados despejando esos edificios antes de que se nos caiga todo encima. ¿Qué zapadores tenemos con nosotros?

—El pelotón de Thom Tissy tiene algunos —dijo Arenas—. Capaz, Salto y Gupp, aunque acaban de decidir esta noche que se hacen zapadores, hace una campanada o así.

—Estupendo, ¿y tienen municiones?

—Sí, sargento.

—Esto es una locura. De acuerdo. Que el pelotón de Thom Tissy suba aquí también. Ya he oído estallar un maldito, quizá sea el único modo de hacer esto.

—De acuerdo, sargento. Vuelvo enseguida.

Pelotones escasos de efectivos y un enfrentamiento nocturno en una ciudad desconocida y hostil. ¿La consejera había perdido la cabeza?

A veinte pasos de distancia, Pella se agachó con la espalda apretada contra un muro de ladrillos de barro. Le pareció haber captado movimiento en una ventana alta que le quedaba enfrente, pero no estaba seguro, no lo suficiente para dar la alarma. Podría haber sido una cortina, o algo así, agitada por el viento.

Solo que… no hay mucho viento.

Con los ojos clavados en esa ventana concreta, levantó poco a poco la ballesta.

Nada. Solo oscuridad.

Explosiones lejanas, fulleros, supuso, en algún lugar del sur. Se supone que tenemos que estar avanzando rápido y con fuerza y aquí estamos, empantanados a apenas una calle de la brecha. Gesler se ha hecho demasiado cauto, me parece a mí.

Oyó el estrépito metálico de las armas, la armadura y el ruido sordo de las pisadas cuando se acercaron más pelotones. Apartó la vista de la ventana por un momento y observó al sargento Tirón llevar a sus pesados hacia el edificio de enfrente. Tres soldados del pelotón de Thom Tissy se acercaron sin ruido a la puerta del edificio contra el que Pella se había acurrucado. Salto, Gupp y Capaz. Pella vio fulleros en sus manos… y nada más. Se agachó más todavía y después volvió a mirar la ventana lejana; maldijo por lo bajo, a la espera de que uno de ellos lanzara una granada por la puerta.

Al otro lado de la calle, el pelotón de Tirón se metió en el edificio, se oyó un grito en el interior, el estrépito de armas, chillidos repentinos…

Y después más voces, esa vez en el edificio que tenía Pella a la espalda, cuando los tres zapadores se precipitaron dentro. Pella se encogió, ¡no, idiotas! ¡No los llevas dentro tú, los arrojas!

Un crujido brusco que levantó polvo en la pared de detrás de Pella, gravilla que le llovió por dentro del cuello, después gritos. Otra conmoción, Pella se agachó todavía más y volvió a mirar a la ventana de enfrente…

Para ver, por un momento, un único destello…

… para sentir el sobresalto de la sorpresa…

… cuando la flecha salió disparada hacia él. Un crujido duro, ensordecedor. La cabeza de Pella cayó hacia atrás y el yelmo chocó contra la pared. Algo que vacilaba en el borde superior de su visión, pero esos bordes se estaban oscureciendo cada vez más. Oyó que su ballesta caía ruidosamente contra los adoquines y después un dolor lejano cuando sus rodillas golpearon las piedras, la sacudida le desolló la piel; le había pasado una vez, de niño, cuando jugaba en el callejón. Un tropezón, las rodillas resbalando en los adoquines arenosos, mugrientos… Tan mugrientos, el cieno de enfermedades ocultas, infecciones, su madre se había enfadado mucho, enfadado y asustado. Habían tenido que ir a un sanador y eso había costado dinero, dinero que habían estado ahorrando para mudarse. A una zona mejor de aquel barrio de chabolas. El sueño… descartado, y todo porque él se había desollado las rodillas.

Igual que en ese momento. Y la oscuridad que se cernía.

Oh, mamá, me he desollado las rodillas. Lo siento. Lo siento mucho. Me he desollado las rodillas…

Cuando el caos empezó a estallar en los edificios de ambos lados, Gesler se agachó todavía más. Miró a su derecha y vio a Pella. Le sobresalía una flecha de la frente. El soldado se quedó de rodillas por un momento, se le cayó el arma y después se derrumbó de lado.

Fulleros detonando en ese edificio y después algo peor, un incendiario, la llamarada de fuego rojo estallando por las ventanas de la planta baja. Chillidos… alguien salió tropezando, envuelto en llamas… un malazano corriendo, agitando los brazos, dándose golpes, directo hacia Moak y su pelotón…

—¡Apartaos! —bramó Gesler al tiempo que se levantaba y alzaba la ballesta.

Moak había sacado su capa de lluvia. Los soldados se precipitaban hacia el hombre ardiendo… no veían… la cartera… las municiones…

Gesler disparó la ballesta. El cuadrillo alcanzó al zapador en el estómago, en ese mismo momento las municiones estallaron.

Lanzado hacia atrás, golpeado en el pecho, Gesler cayó despatarrado, rodó y después volvió a levantarse.

Moak, Apilador, Errante. Quemado, Guano y Barro. Todos desaparecidos, todos trozos de carne y hueso hechos pedazos. Un yelmo, la cabeza todavía metida, chocó contra un muro, giró como loco por un momento y después se detuvo con un bamboleo.

—¡Verdad! ¡Conmigo! —Gesler agitó la mano y corrió hacia el edificio en el que habían entrado los de la pesada y donde los sonidos de lucha se habían hecho fieros—. ¿Ves a Arenas? —preguntó mientras volvía a cargar su ballesta.

—N-no, sargento. Pella…

—Pella está muerto, muchacho. —Vio a Thom Tissy y lo que quedaba de su pelotón (Rampa y Tulipán), que se dirigían hacia la puerta tras Tirón y sus pesados. Bien, Thom está pensando con claridad…

El edificio que se había tragado a Capaz, Salto y Gupp era una masa de llamas, el calor salía a raudales como líquido hirviendo. Dioses, ¿pero qué han desencadenado ahí?

Entró a toda velocidad por la puerta y se detuvo con un resbalón. Los días de lucha del sargento Tirón se habían acabado, al soldado lo habían ensartado con una lanza justo por debajo del esternón. Había vomitado un chorro de bilis sangrienta antes de morir. En la puerta interior de enfrente, la que llevaba a un pasillo, yacía Robello con la cabeza hundida. Algo más allá, fuera de la vista, el resto de los pesados estaban luchando.

—Quédate atrás, Verdad —dijo Gesler— y usa la ballesta para cubrirnos las espaldas. Tissy, vamos.

El otro sargento asintió y les hizo un gesto a Tulipán y Rampa.

Todos se abalanzaron hacia el pasillo.

Hellian tropezó con Urb, que se detuvo de repente (era como chocar contra un muro), rebotó y cayó de culo.

—¡Eh, puñetero buey!

De inmediato se vieron rodeados por soldados que se retiraban de la esquina de la calle y llegaban arrastrando a camaradas caídos.

—¿Quién? ¿Qué?

Una mujer se derrumbó a su lado.

—Soy Hanno. Hemos perdido a nuestro sargento. Hemos perdido a Sobelone. Y a Toles. Emboscada…

Con una mano apoyándose con fuerza en el hombro de Hanno, Hellian se puso en pie y sacudió la cabeza.

—De acuerdo —dijo, algo frío y duro se enderezó en su interior, como si su columna se hubiera convertido en una espada, o en una lanza, o lo que sea que no se dobla, no, se doblará, quizá, pero no se romperá. Dioses, me estoy poniendo mala—. Engánchate a mi pelotón. Urb, ¿qué pelotón somos?

—Ni idea, sargento.

—Da igual; estás con nosotros, Hanno. ¿Emboscada? Bien, vamos a por esos cabrones. Pejiguero, Sinaliento, sacad esas granadas que robasteis…

Los gemelos la miraron; inocencia, indignación, esfuerzos vanos, después los dos sacaron las municiones.

—Son humeantes, sargento, y un buscapiés —dijo Pejiguero—. Eso es todo…

—¿Humeantes? Perfecto. Hanno, tú nos vas a llevar al edificio desde el que atacaron esos cabrones. Pejiguero, tú tiras lo tuyo por delante de ella. Sinaliento, ponte en el flanco abierto y haz lo mismo. No vamos a quedarnos esperando, ni siquiera vamos a entrar despacio y con cuidado. Quiero algo rápido, ¿lo entendéis todos? Rápido.

—¿Sargento?

—¿Qué pasa, Urb?

—Nada. Solo que estoy listo, supongo.

Bueno, contigo ya hay uno. Sabía que iba a odiar esta ciudad.

—Sacad las armas, soldados, es hora de matar gente.

Se pusieron en marcha.

—Vamos a ver, ¡que ya hemos dejado a todos atrás! —dijo Galt.

—Deja de quejarte de una vez —soltó Bálsamo mientras se secaba el sudor y el barro de los ojos—. Solo les hemos puesto las cosas más fáciles a los demás. —Miró furioso a los soldados de su pelotón. Jadeaban, unos cuantos cortes aquí y allá, pero nada serio. Se habían abierto paso por esa emboscada rápido y peleando sucio, como le gustaba a él.

Estaban en una segunda planta, en una habitación llena de rollos de tela, una fortuna en sedas. Lóbulo había dicho que procedían de Darujhistan, lo que eran las cosas. Una puñetera fortuna y la mayor parte había terminado empapada en sangre y trozos de carne humana.

—Quizá deberíamos revisar el piso de arriba —dijo Rebanagaznates mientras le echaba un ojo a las muescas de sus cuchillos largos—. Me pareció oír que alguien arrastraba los pies, quizá.

—De acuerdo, llévate a Jarretesgrandes. Olor a Muerto, vete a las escaleras…

—¿Las que suben? Es una escala.

—Muy bien, pues a la puta escala del puto Embozado. Eres el refuerzo y el portavoz, ¿estamos? Oyes una riña arriba y te vas para allá, pero no antes de avisarnos, ¿comprendido?

—Claro como el pis, sargento.

—Bien, los tres en marcha. Galt, quédate en la ventana y vigila lo que tienes enfrente. Lóbulo, haz lo mismo en esa ventana. Hay más mierda esperándonos y vamos a atravesarla toda a cuchilladas.

Muy poco rato después cesó el sonido de pisadas corriendo de un lado a otro el piso de arriba, y Olor a Muerto gritó desde el pasillo que Rebanagaznates y Jarretesgrandes estaban bajando por la escala. Una docena de latidos más tarde los tres entraron en la habitación de las sedas. Rebanagaznates se acercó junto a Bálsamo y se agachó.

—Sargento —dijo, su voz era casi un susurro.

—¿Qué?

—Hemos encontrado algo. No me gusta mucho la pinta que tiene. Creemos que debería echar un vistazo.

Bálsamo suspiró y después se irguió.

—¿Galt?

—Están ahí, seguro, las tres plantas.

—¿Lóbulo?

—Lo mismo por aquí, incluyendo el tejado, un tipo con un farol graduable.

—Vale, seguid vigilando. Tú delante, Rebanagaznates. Olor a Muerto, vuelta al pasillo. Jarretesgrandes, haz magia o algo.

El sargento siguió a Rebanagaznates de regreso a la escala. La planta de arriba tenía el techo bajo, más un ático que otra cosa. Habitaciones de sobra, las paredes de arcilla gruesa endurecida.

Rebanagaznates lo llevó a una de esas paredes. A sus pies tenía urnas enormes y toneles.

—Esto es lo que hemos encontrado —dijo, metió la mano detrás de un tonel y levantó un embudo hecho con una especie de calabaza.

—De acuerdo —dijo Bálsamo—, ¿y qué?

Su soldado le dio una patada a uno de los toneles.

—Estos están llenos. Pero las urnas están vacías. Todas.

—Bien…

—Aceite de oliva.

—Ya, esta ciudad es famosa por el aceite. Sigue.

Rebanagaznates tiró el embudo a un lado y después sacó un cuchillo.

—¿Ve estas manchas húmedas en estas paredes? Aquí. —Señaló con la punta del cuchillo, después escarbó en el trozo—. La arcilla está blanda, agujereada hace poco. Estas paredes están huecas.

—Por el amor de Fener, hombre, ¿adónde quieres ir a parar?

—Solo eso. Creo que estas paredes… el edificio entero, está lleno de aceite.

—¿Lleno? ¿De… de aceite?

Rebanagaznates asintió.

¿Lleno de aceite? ¿Qué, una especie de sistema de cañerías para llevarlo abajo? No, por el amor del Embozado, Bálsamo, no seas idiota.

—Rebanagaznates, ¿crees que hay otros edificios manipulados igual que este? ¿Es eso lo que estás pensando?

—Creo, sargento, que Leoman ha convertido Y’Ghatan en una gran trampa. Nos quiere aquí dentro, luchando en las calles, adentrándonos cada vez más…

—Pero ¿qué hay de sus seguidores?

—¿Qué pasa con ellos?

Pero… eso significaría… Empezó a recordar, las caras del enemigo, el fanatismo, el brillo de locura drogada.

—¡Que el Abismo nos lleve!

—Tenemos que encontrar al puño Keneb, sargento. O a los capitanes. Tenemos…

—Lo sé, lo sé. ¡Vamos a salir de aquí antes de que a ese cabrón del farol se le ocurra tirarlo!

Las cosas habían empezado mal y solo para empeorar todavía más. Sin embargo, después de ese primer tambaleo, a medida que las emboscadas se desvelaban una tras otra y mutilaban los pelotones de avance de infantes, las compañías del puño Keneb y el puño Tene Baralta se habían replegado, reagrupado y después habían empujado y avanzado, edificio por edificio, calle por calle. Keneb sabía que más adelante, por algún sitio, lo que quedaba de los infantes de marina seguía penetrando en la ciudad, se abrían camino entre los guerreros del ejército renegado de Leoman, fanáticos pero mal armados e indisciplinados.

Keneb había oído que esos guerreros sufrían un frenesí alimentado por las drogas, que luchaban sin preocuparse de las heridas y que ninguno se retiraba, morían donde estaban. Lo que él ya se esperaba, a decir verdad: una última batalla, la heroica defensa de unos mártires. Pues eso era lo que había sido Y’Ghatan, lo que era y lo que siempre sería.

Tomarían esa ciudad. La consejera tendría su primera victoria real. Sangrienta, brutal, pero una victoria, no obstante.

Se encontraba a solo una calle de la brecha, los escombros ardientes detrás de él, observaba la fila de soldados heridos e inconscientes a los que ayudaban a llegar a los sanadores del campamento, observaba a la infantería recién salida de ese mismo campamento que avanzaba en fila por las zonas seguras y continuaba hacia la batalla que iba a cerrar el puño malazano alrededor de Leoman y sus seguidores, alrededor de los últimos vestigios vivos de la rebelión en sí.

Vio a esa oficial de las Espadas Rojas de Tene Baralta, Lostara Yil, encabezando tres pelotones hacia los sonidos lejanos de la lucha. Y el propio Tene se encontraba cerca, hablando con el capitán Tierno.

Keneb había enviado a Faradan Sort por delante para entablar contacto con los pelotones avanzados. Iba a haber un segundo punto de encuentro cerca del palacio, y con un poco de suerte todo el mundo estaba siguiendo todavía el plan de batalla.

Gritos, después exclamaciones de alarma… detrás de él. ¡Fuera de la brecha! El puño Keneb se giró en redondo y vio un muro de llamas alzándose en el campo de la muerte, allí atrás, donde los guerreros de Leoman habían cavado la estrecha y profunda trinchera. Unas urnas enterradas llenas de aceite de oliva habían empezado a estallar en la trinchera y habían rociado el líquido ardiendo por todas partes. Keneb vio que la fila de heridos que se retiraban se dispersaba lo más lejos posible de la trinchera, había figuras en llamas. Chillidos, el rugido del fuego…

Su mirada horrorizada captó un movimiento a su derecha, arriba, en el tejado del edificio más cercano que daba a los escombros de la brecha. Una figura con un farol en una mano, una antorcha encendida en la otra (engalanado con frascos recubiertos de telarañas, rodeado de ánforas, al borde mismo del tejado, los brazos estirados, volcando a patadas altas tinajas de arcilla), unas cuerdas atadas entre las tinajas y sus tobillos, el peso precipitando entonces la figura al suelo.

Entre los escombros de la brecha.

Chocó, desapareció y una repentina llamarada de fuego se abalanzó por las calles…

Y Keneb vio, sobre otros tejados, bordeando las murallas de la ciudad, más figuras que se arrojaban al vacío. Caían y después el fulgor del fuego violento que se iba alzando, lo rodeaba todo. En los baluartes, más llamas que ondeaban y se extendían salvajes como una riada desatada.

El calor se precipitó contra Keneb y lo obligó a retroceder un paso. El aceite de los toneles hechos pedazos que había bajo los restos de la muralla caída y los edificios derrumbados se prendió de repente. La brecha se estaba cerrando y el fuego demoníaco llegaba arremetiendo.

Keneb miró a su alrededor, el horror lo invadió, y vio a media docena de los especialistas en señales de su unidad acurrucados cerca de unos escombros. Corrió hacia ellos bramando.

—¡Tocad retirada! ¡Malditos seáis, soldados, tocad retirada!

Al noroeste de Y’Ghatan, Temul y una compañía de wickanos subían a caballo la ladera hasta el camino de Lothal. No habían visto a nadie. Ni una sola alma huyendo de la ciudad. Los guerreros montados del Decimocuarto la habían rodeado entera. Wickanos, setis, Lágrimas Quemadas. No habría escapatoria.

A Temul lo había complacido enterarse de que las ideas de la consejera habían seguido un camino idéntico a las suyas. Un golpe súbito, duro como una cuchillada en el pecho, directo al corazón de esa malhadada rebelión. Habían oído estallar las municiones, un ruido grande, más grande de lo esperado y habían visto las nubes negras plagadas de llamas que ondeaban en el cielo junto con la mayor parte de la muralla sur de Y’Ghatan.

Se detuvieron en el camino y vieron bajo ellos las señales del éxodo masivo que había atascado esa ruta solo días antes.

Una llamarada de fuego, un rumor sordo, distante, como un trueno, y los guerreros montados se volvieron como uno solo para mirar la ciudad. Donde muros de llamas se alzaban tras las murallas de piedra, en los baluartes y las puertas selladas, y luego en un edificio tras otro edificio del interior, cada vez más llamas.

Temul se quedó mirando, su mente apaleada por lo que estaba viendo, lo que comenzaba a entender.

A esas alturas, un tercio del Decimocuarto Ejército ya estaba metido en esa ciudad. Un tercio.

Y se podían dar ya por muertos.

El puño Blistig se encontraba junto a la consejera, en el camino. Se estaba poniendo enfermo, la sensación se iba alzando desde un lugar y una época que había creído haber dejado atrás. En pie, en las murallas de Aren, observando la masacre del ejército de Coltaine. Desesperado, impotente…

—Puño —soltó de repente la consejera—, ordene que más soldados llenen esa trinchera.

Se sobresaltó, pero después se volvió a medias y le hizo un gesto a uno de sus edecanes, la mujer había oído la orden porque asintió y se escabulló corriendo. Mojar la trinchera, sí. Pero… ¿para qué? La brecha había encontrado un nuevo muro, esa vez de llamas. Y más se habían alzado por toda la ciudad, comenzando justo con las gradas de las murallas, edificios que estallaban y emitían rugidos terribles cuando el aceite encendido estallaba y lanzaba ladrillos de barro que eran en sí mismos proyectiles ardientes, letales. Y en ese momento, hacia el interior, en los cruces y las calles más anchas, se estaban prendiendo más edificios. Uno, justo detrás del palacio, había explotado momentos antes, con géiseres de aceite hirviendo que salía disparado por los aires y borraba la oscuridad, revelaba el cielo que se llenaba de cúmulos de nubes negras.

—Nada, Menos —dijo la consejera con voz quebradiza—, reunid a nuestros magos, a todos, quiero las llamas sofocadas en la brecha. Quiero…

—Consejera —la interrumpió Menos—, no tenemos ese poder.

—Los viejos espíritus de la tierra —añadió Nada con tono apagado— están muriendo, huyen de las llamas, de la agonía asfixiante, todos mueren o huyen. Algo está a punto de nacer.

Ante ellos, la ciudad de Y’Ghatan se estaba iluminando en un nuevo día, pero un día estridente, terrible.

Tosiendo, tambaleándose, los soldados heridos medio llevados en volandas, medio arrastrados entre la multitud, pero no había sitio al que ir. Keneb se quedó mirando, el aire le quemaba los ojos, la muchedumbre de sus soldados. Setecientos, ochocientos. ¿Dónde estaban los otros? Pero lo sabía.

Desaparecidos. Muertos.

Más allá, en las calles, no veía nada más que fuego, fuego que saltaba de un edificio a otro, que llenaba el aire fiero, caliente, de una voz de júbilo, demoníaca, ávida e impaciente.

Tenía que hacer algo. Pensar algo, pero ese calor, ese tremendo calor, los pulmones le palpitaban, desesperados a pesar del dolor abrasador que brotaba con cada respiración forzada. Bocanada tras bocanada, pero era como si el aire hubiera muerto, como si le hubieran absorbido toda la vida y no pudiera ofrecer nada.

Su propia armadura lo estaba cociendo vivo. Había caído de rodillas con todos los demás.

—¡Armadura! —dijo con voz ronca, si saber si lo podía oír alguien—. ¡Quitáosla! ¡Armadura! ¡Armas! —Por todos los dioses del inframundo, el pecho… el dolor…

Una parada de hoja contra hoja, manteniendo el contacto, dos filos que se raspaban y después, cuando el guerrero presionó con más fuerza con la cimitarra, Lostara Yil se agachó, soltó su espada con un tirón y lanzó una estocada hacia arriba y alcanzó al hombre en la garganta. Brotó un chorro de sangre. Lostara pasó por encima, apartó de un manotazo otra arma que pretendían clavarle (una lanza) y oyó las astillas del mango cuando le dio un empujón a un lado. En la mano izquierda llevaba su cuchillo kethra, que hundió en el vientre de su enemigo y lo giró al arrancarlo otra vez.

Lostara se apartó con un tambaleo del guerrero que se derrumbaba, una oleada de dolor la atravesó cuando lo oyó exclamar un nombre de mujer antes de derrumbarse en los adoquines.

La lucha arreciaba por todos lados, sus tres pelotones habían quedado reducidos a menos de una docena de soldados mientras que más de aquellos fanáticos desquiciados se abalanzaban desde los edificios laterales, tiendas del mercado, puertas bloqueadas derribadas a patadas y de las que en ese momento salía humo que extendía por las calles el hedor del aceite sobrecalentado. Algo escupía, crujidos; algo emitió un ruido seco y, de repente, todo estaba ardiendo…

Por todas partes.

Lostara Yil lanzó una advertencia al tiempo que otro guerrero se precipitaba contra ella. Lo paró con el cuchillo, lanzó una estocada con la espada y después retiró con una patada el cuerpo empalado de la hoja, y aquel peso muerto estuvo a punto de arrancarle el arma de la mano.

Chillidos terribles a su espalda. Se giró en redondo.

Una riada de aceite ardiendo que salía rugiendo de los edificios a ambos lados y barría entre los guerreros, las piernas y luego la ropa, telaba, cueros, ropa interior, las llamas los bañaban enteros. Guerrero y soldado, el fuego no sabía de lealtades, estaba devorando a todo el mundo.

Lostara se apartó tambaleándose de ese río creciente de muerte, tropezó y cayó despatarrada sobre un cadáver, trepó por encima un momento antes de que el aceite en llamas se vertiera a su alrededor y adelantara lo que era ya su isla en llamas de carne desgarrada…

Un edificio explotó, la bola de fuego se expandió y se precipitó contra ella. La veterana gritó, levantó los dos brazos cuando la abrasadora incandescencia se estiró para tomarla…

Una mano por detrás que la cogió por el arnés…

Dolor. Se quedó sin aliento en los pulmones y después… nada.

—¡No os levantéis! —gritó Bálsamo mientras guiaba a su pelotón por el retorcido callejón. Tras bramar su consejo, el sargento reanudó su letanía de maldiciones. Estaban perdidos. Los habían obligado a retroceder en sus esfuerzos por regresar con Keneb y a la brecha y en ese momento era como si los estuvieran pastoreando. Las llamas. Habían visto el palacio poco rato antes, a través de un respiro momentáneo en el humo, y por lo que había podido determinar Bálsamo, todavía iban en esa dirección, pero el mundo que quedaba más allá se había desvanecido en fuego y humo, y lo que seguía sus pasos era la conflagración creciente. Viva y dispuesta a darles caza.

—¡Está aumentando, sargento! ¡Tenemos que salir de esta ciudad!

—¿Te crees que no lo sé, Jarretesgrandes? En el nombre del Embozado, ¿qué crees que estamos intentando hacer? Ahora cállate…

—Nos vamos a quedar sin aire.

—¡Ya nos estamos quedando, idiota! ¡Y ahora cierra esa bocaza!

Llegaron a un cruce y Bálsamo detuvo a sus soldados. Las bocas de seis callejones los reclamaban, cada una llevaba a vías tan retorcidas y oscuras como las demás. El humo brotaba de dos de ellas, a su izquierda. Con la cabeza dándole vueltas, cada aspiración más dolorosa que la anterior, menos vivificante, el dalhonesio se secó el sudor caliente de los ojos y se volvió para estudiar a sus soldados. Olor a Muerto, Rebanagaznates, Jarretesgrandes, Galt y Lóbulo. Cabrones duros todos y cada uno. No era así como se debía morir, había formas buenas de morir y esa no era una de ellas.

—Dioses —murmuró—, jamás volveré a mirar una hoguera del mismo modo.

—Y que lo diga, sargento —dijo Rebanagaznates y puntuó su acuerdo con un ataque de tos seca.

Bálsamo se quitó el yelmo.

—Desnudaos, malditos imbéciles, antes de que terminemos cocidos. Quedaos con las armas si podéis. No vamos a morir aquí esta noche. ¿Me entendéis? Escuchadme, todos, ¿me habéis entendido?

—Sí, sargento —dijo Rebanagaznates—. Lo oímos.

—Bien. Y ahora, Jarretesgrandes, ¿tienes algo de magia para abrirnos un camino? ¿Lo que sea?

El mago negó con la cabeza.

—Ojalá. Pero quizá pronto.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir que aquí está naciendo un elemental de fuego, creo. Un espíritu de fuego, un dios menor. Hay una tormenta de fuego de camino, y eso anunciará su llegada, y es entonces cuando morimos si no estamos muertos ya. Pero un elemental está vivo. Tiene voluntad, una mente, con un hambre tremenda y ganas de matar. Pero conoce el miedo, miedo porque sabe que no durará mucho, demasiado fiero, demasiado calor, unos días en el mejor de los casos. Y también conoce otros tipos de miedo, y ahí es donde quizá yo pueda hacer algo… ilusiones. De agua, pero no solo agua. Un elemental de agua. —Se quedó mirando a los otros, que lo miraban a su vez, y después se encogió de hombros—. Quizá o quizá no. ¿Hasta qué punto es listo un elemental? Tiene que ser listo para que lo engañen, ¿sabéis? Listo como un perro por lo menos, mejor si fuera más listo. El problema es que no todo el mundo se pone de acuerdo sobre si los elementales existen siquiera. A ver, yo estoy convencido de que es una buena teoría…

Bálsamo le dio una colleja.

—¿Todo eso por una teoría? ¿Has desperdiciado todo ese aire en eso? Dioses del inframundo, Jarretesgrandes, estoy por matarte ahora mismo. —Se levantó—. Vamos a seguir mientras podamos. Al Embozado con el puñetero palacio, vamos a coger el callejón de enfrente y cuando ese elemental teórico llegue, le estrechamos la mano y lo maldecimos hasta el inexistente Abismo. Venga, y tú, Jarretesgrandes, ni otra palabra más, ¿estamos?

El soldado regresó, envuelto en llamas. Corriendo, huyendo del dolor, pero no había ningún sitio adónde ir. La capitán Faradan Sort apuntó la ballesta y disparó un cuadrillo. Observó caer al pobre hombre, quedarse quieto mientras las llamas le saltaban encima, le ennegrecían la piel y le abrían la carne. Le dio la espalda.

—Último cuadrillo —dijo, y tiró el arma a un lado.

Su nuevo teniente, con el kilométrico nombre de Madan’Tul Rada, no dijo nada, una característica a la que Faradan ya estaba acostumbrada y que, la mayor parte del tiempo, agradecía.

Salvo en ese momento, cuando estaban a punto de asarse vivos.

—De acuerdo —dijo—, olvídese de esa ruta, y me he quedado sin exploradores. No hay forma de volver atrás ni de avanzar, y, por lo que parece, no se puede ir ni a derecha ni a izquierda. ¿Alguna sugerencia?

La expresión de Madan’Tul Rada se avinagró, la mandíbula bajó un poco y la lengua sondeó lo que con toda probabilidad sería una muela cariada, después escupió, guiñó los ojos entre el humo y se descolgó el escudo redondo para estudiar la superficie abrasada. Volvió a levantar la vista, lo recorrió todo poco a poco y contestó.

—No.

Podían oír el viento sobre ellos, chillando, girando una y otra vez sobre la ciudad, arrastrando las llamas hacia arriba, remolinos de colas de fuego que azotaban como espadas gigantescas entre el humo convulsionado. Cada vez se hacía más difícil respirar.

La cabeza del teniente se alzó de pronto y el hombre miró el muro de llamas que subía por la calle, después se levantó.

Faradan Sort lo imitó porque había visto lo mismo que él, una extraña mancha negra que se iba extendiendo dentro de las llamas, las lenguas de fuego retrocedían con un parpadeo, morían, la mancha se profundizaba, circular, y de su corazón salió tambaleándose una figura que se iba despojando de cueros carbonizados, los broches y las hebillas caían y rebotaban en la calle.

Se dirigía tropezando hacia ellos, las llamas bailando en la melena alborotada, bailando pero no quemando. Al acercarse, Faradan Sort vio que era una chica, una cara que después reconoció.

—Es del regimiento Ashok de Cordón. Es Peccado.

—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Madan’Tul Rada.

—No lo sé, pero esperemos que pueda hacerlo otra vez. ¡Soldado! ¡Por aquí!

Un nivel superior entero se había partido; así, sin más, había caído y se había estrellado contra la calle en una explosión de polvo y humo. Donde Tazón estaba agachado. Ni siquiera lo había visto venir, sospechó Hellian. Cabrón con suerte. Miró atrás, a su pelotón. Cubiertos de ampollas, rojos como langostas hervidas. Despojados de la armadura, armas arrojadas a un lado, demasiado calientes para sujetarlas. Infantes de marina y de la pesada. Ella era la única sargento. Dos cabos, Urb y Reem, las expresiones apagadas. Los ojos enrojecidos, los de todos, jadeando en el aire moribundo, casi sin pelo, joder. No mucho más, me parece. Dioses, qué no daría por una copa ahora mismo. Algo rico. Frío, exquisito, la borrachera llegando lenta y astuta, un sueño tranquilo llamándome cuando el último chorrito se desliza por mi garganta destrozada. Dioses, soy toda una poetisa cuando se trata de beber. Oh, sí.

—Bien, por ahí estamos bloqueados. Metámonos por este maldito callejón…

—¿Por qué? —preguntó Pejiguero.

—Porque no veo llamas por ahí abajo, por eso. Seguimos moviéndonos hasta que ya no podamos movernos más, ¿estamos?

—¿Por qué no nos quedamos aquí mismo? Otro edificio va a terminar cayéndonos encima antes o después.

—Mira —rezongó Hellian—. Quédate si quieres, pero yo, yo no pienso esperar por nada. Quieres morir solo, adelante.

Y echó a andar.

Todo el mundo la siguió. No había nada más que hacer.

Dieciocho soldados, Cuerdas los había llevado con él. Tres escaramuzas más, sangrientas y sin piedad, y se encontraban agazapados ante las puertas del palacio, que estaban abiertas de par en par, una enorme boca llena de humo. El humo ondeaba sobre la fortificación, que resplandecía en la noche. Botella, de rodillas, jadeando, miró poco a poco a su alrededor, a sus compañeros: unos cuantos de la pesada, todo el pelotón de Cuerdas y la mayor parte del pelotón del sargento Cordón, junto con los pocos infantes de marina del pelotón de Borduke que habían sobrevivido.

Habían esperado, rezado incluso, por llegar y encontrar otros pelotones, los que fuesen, encontrar más supervivientes que desafiaran esa maldita conflagración… hasta allí. Solo hasta allí, eso es todo. Habría sido suficiente. Pero estaban solos, sin ninguna señal por ninguna parte de que algún otro malazano hubiera sobrevivido.

Si Leoman de los Mayales estaba en el palacio, ya no era más que cenizas.

—Bollito, Quizás, Sepia, venid aquí —ordenó Cuerdas, que se agachó y posó la cartera en el suelo—. ¿Algún otro zapador? ¿No? ¿Alguien que lleve municiones? De acuerdo, yo acabo de comprobar las mías, la cera está demasiado blanda y se está ablandando todavía más, va a estallar todo y ese es el plan. Todo salvo los incendiarios, tirad esos, el resto va directamente a la boca de ese palacio…

—¿Qué sentido tiene? —preguntó Cordón—. Quiero decir, por mí vale si crees que es una forma mejor de irse.

—Pretendo abrir un agujero en esta tormenta creciente de fuego, hacerla retroceder, y nosotros nos metemos por ese agujero todo el tiempo que aguante, el Embozado sabrá adónde nos llevará. Pero el caso es que no veo ningún fuego detrás del palacio y eso a mí me vale. ¿Algún problema con eso, Cordón?

—No. Me encanta. Es brillante. Puro genio. Ojalá no me hubiera deshecho del yelmo.

Unas cuantas carcajadas. Buena señal.

Después unos cuantos ataques de toses secas. Mala señal.

Alguien chilló y Botella se volvió para ver una figura que salía con pasos pesados de un edificio cercano, colgaban de él frascos y botellas, otra botella en una mano, una antorcha en la otra e iba directamente a por ellos. Y ellos habían tirado sus ballestas.

Respondió un bramido de un soldado del pelotón de Cordón y el hombre, Campana, se precipitó a interceptar al fanático.

—¡Vuelve aquí! —chilló Cordón.

Campana echó una carrera y se arrojó contra el hombre, chocó con él a veinte pasos de distancia y los dos cayeron.

Botella se tiró al suelo, rodó y chocó contra otros soldados que estaban haciendo lo mismo.

Un silbido y después más chillidos. Chillidos terribles. Y una ola de calor abrasadora, fiera como el aliento de una forja.

Y entonces Cuerdas estaba jurando, peleándose con su colección de carteras.

—¡Alejaos del palacio! ¡Todo el mundo!

—¡Yo no! —rezongó Sepia—. Necesitas ayuda.

—Bien. ¡Pues los demás! ¡Sesenta, setenta pasos al menos! ¡Más si podéis! ¡Vamos!

Botella se puso en pie y observó que Cuerdas y Sepia corrían como cangrejos hacia las puertas del palacio. Después miró a su alrededor. ¿Sesenta pasos? No tenemos sesenta pasos… que él viera, las llamas estaban devorando edificios en todas direcciones.

En todo caso, tan lejos como fuera posible. Echó a correr.

Y se dio de bruces con alguien, que lo sujetó por el brazo izquierdo e hizo que se girase.

Gesler. Y detrás de él Thom Tissy y después un puñado de soldados.

—¿Qué están haciendo esos imbéciles? —preguntó Gesler.

—Abrir… un agujero… en la tormenta…

—Dioses arrugados del Abismo. Arenas, ¿todavía tienes tus municiones?

—Sí, sargento…

—Maldito idiota. Dámelas…

—No —dijo Verdad al tiempo que se interponía—. Las llevaré yo. No es la primera vez que atravesamos fuego, ¿verdad, sargento? —Y con eso le arrebató la cartera a Arenas de las manos y echó a correr hacia las puertas del palacio…

Donde Cuerdas y Sepia se habían visto obligados a retroceder; el calor demasiado fiero, las llamas intentando acuchillarles con brazos brillantes.

—¡Maldito sea! —siseó Gesler—. Aquel era un tipo diferente de fuego…

Botella se soltó de la mano del sargento.

—¡Tenemos que largarnos! ¡Ahora!

Momentos después todos estaban corriendo, todos salvo Gesler, que se dirigía hacia los zapadores que estaban junto a las puertas. Botella vaciló. No podía evitarlo. Tenía que verlo…

Verdad alcanzó a Sepia y Cuerdas, les quitó las bolsas, se las cargó a un hombro y después gritó algo y corrió hacia las verjas del palacio.

Los dos zapadores se levantaron de un salto, se retiraron, interceptaron a Gesler (que parecía decidido a seguir a su joven recluta), Sepia y Cuerdas arrastraron al sargento con ellos. Gesler se resistió, volvía el rostro desfigurado en la dirección que había tomado Verdad…

Pero el soldado ya se había sumido en las llamas.

Botella regresó corriendo, se reunió con los dos zapadores para ayudar a alejar a rastras a un Gesler que no dejaba de chillar.

Alejarlo.

Habían conseguido dar treinta pasos calle abajo en dirección a la masa acurrucada de soldados que se apartaban de un muro de llamas cuando el palacio estalló tras ellos.

Y fuera, enormes secciones de piedra volaron por los aires.

Lanzado al cielo, dando vueltas bajo un viento salvaje, Botella rodó en medio de escombros que rebotaban, miembros y cuerpos, caras, bocas muy abiertas, todo el mundo chillando… en silencio. Ni un sonido… nada.

Dolor en la cabeza, una cuchillada fiera en los oídos, una presión que se cerraba sobre sus sienes, el cráneo parecía listo para implosionar…

El viento de repente dio marcha atrás y arrastró tras él láminas de fuego que se fueron cerniendo desde cada calle. La presión se aflojó. Y las llamas retrocedieron, retorciéndose como tentáculos.

Y después el aire se quedó quieto.

Con un ataque de tos, Botella se levantó tambaleándose y se giró.

El corazón del palacio había desaparecido, se había partido y nada salvo polvo y humo llenaba la inmensa extensión de escombros.

—¡Ahora! —chilló Cuerdas, su voz sonaba a leguas de distancia—. ¡En marcha! ¡Todo el mundo! ¡Venga!

El viento regresó, repentino, un chillido que pareció convertirse en un muro y los empujaba, los empujaba hacia el maltratado camino entre los muros combados, deshechos, del palacio.

Gorrionpardo había sido la primera en llegar a las puertas del templo y las había abierto de par en par de un empujón justo cuando las explosiones de fuego iluminaban el horizonte por toda la ciudad… todas dentro de las murallas de la ciudad.

Jadeando, el corazón martilleándole y algo parecido a un cuchillo retorciéndose en sus tripas, Corabb Bhilan Thenu’alas siguió a Leoman y a la mujer malazana al interior del templo de Scalissara, con L’oric dos pasos tras él.

No, no Scalissara, la reina de los Sueños. Scalissara, la diosa matrona del aceite de oliva no habría… no, ella no habría permitido esto. Esto… no.

Y las cosas habían empezado a cobrar sentido. Un sentido terrible, horrendo, como piedras cinceladas que fueran encajando y levantando un muro entre la humanidad… y aquello en lo que Leoman de los Mayales se había convertido.

Los guerreros (que habían cabalgado con ellos, vivido con ellos desde los primeros momentos de la rebelión, que habían luchado a su lado contra los malazanos, que incluso en esos instantes luchaban como diablos en las calles) iban a morir todos. Y’Ghatan, la ciudad entera, va a morir.

Se apresuraron por el pasillo central y entraron en la nave, de la que brotaba un viento frío y polvoriento, viento que parecía provenir de ningún sitio y de todas partes a la vez. Viento que hedía a moho, podredumbre y muerte.

Leoman se giró hacia L’oric.

—¡Abre un portal, mago supremo! ¡Rápido!

—No debes hacer esto —le dijo Corabb a su comandante—. Debemos morir, esta noche. Luchando en el nombre de Dryjhna…

—¡Que el Embozado se lleve a Dryjhna! —dijo Leoman con voz ronca.

L’oric se había quedado mirando a Leoman como si lo viera, como si lo entendiera, por primera vez.

—Un momento —dijo.

—¡No tenemos tiempo para eso!

—Leoman de los Mayales —dijo el mago supremo, imperturbable—, has negociado con la reina de los Sueños. Te has precipitado. A esa diosa no le interesa la diferencia entre el bien y el mal. Si en algún momento poseyó un corazón, se deshizo de él hace mucho tiempo. Y ahora me has arrastrado a esto, me has utilizado para que una diosa pueda usarme a su vez. No voy…

—¡El portal, maldito seas! ¡Si tienes alguna objeción, L’oric, plantéaselas a ella!

—Van a morir todos —dijo Corabb, que iba apartándose de su comandante— para que tú puedas vivir.

—¡Para que nosotros podamos vivir, Corabb! No hay otro modo, ¿crees que los malazanos nos iban a dejar en algún momento en paz? ¿Sin importar el lugar o lo lejos que huyamos? ¡Doy gracias a los polvorientos pies del Embozado porque la Garra no haya golpeado ya, pero no tengo intención de vivir el resto de mi vida mirando por encima del hombro! ¡Yo era su guardaespaldas, maldito seas, era la causa de ella, no la mía!

—Tus guerreros… esperaban de ti que lucharas a su lado…

—No esperaban nada de eso. Los idiotas querían morir. En nombre de Dryjhna. —Hizo una mueca de desdén en la que mostró sus dientes—. ¡Bueno, pues que mueran! Y lo mejor de todo, se van a llevar la mitad del ejército de la consejera con ellos. ¡Ahí está tu gloria, Corabb! —Avanzó hacia él y señaló las puertas del templo—. ¿Quieres unirte a los idiotas? ¿Quieres sentir cómo se te abrasan los pulmones por el calor, cómo te estallan los ojos, cómo se te agrieta la piel? ¿Quieres sentir cómo te hierve la sangre en las venas?

—Una muerte honorable, Leoman de los Mayales, comparada con esto.

El otro emitió algo parecido a un bufido y se volvió de nuevo hacia L’oric.

—Abre el camino, y no temas, no le hice ninguna promesa con respecto a ti, aparte de traerte aquí.

—El fuego cobra vida fuera de este templo, Leoman —dijo L’oric—. Puede que no lo consiga.

—Tus posibilidades disminuyen con cada momento que pasa —rezongó Leoman.

Había pánico en los ojos del hombre. Corabb lo estudió, el modo en que parecía tan… fuera de lugar. Allí, en los rasgos que creía conocer tan bien. Conocía cada expresión posible. Ira, diversión fría, desdén, el estupor y los ojos entornados entre los vapores del durhang. Cada expresión… salvo esa. Pánico.

Todo se estaba derrumbando en su interior y Corabb sentía que él mismo se ahogaba. Se hundía cada vez más, alzando los brazos hacia una luz que se iba alejando, que se iba atenuando.

Con un siseo de maldiciones, L’oric se enfrentó al altar. Sus piedras parecían refulgir en la penumbra, tan nuevas, el mármol desconocido, de algún otro continente, sospechaba Corabb, entreverado de venas moradas y capilares que parecían palpitar. Había un estanque redondo más allá del altar, el agua humeaba, había estado cubierto la última vez que habían ido allí; vio los paneles de cobre que lo habían sellado apoyados en una pared lateral.

El aire dibujó un torbellino sobre el altar.

Ella estaba esperando al otro lado. Un destello, como si se reflejara en el estanque de agua, y después el portal se abrió y envolvió el altar, los bordes se extendieron, se rizaron, negros, y después oscilaron de forma irregular. L’oric ahogó un grito, luchaba bajo una carga invisible.

—¡No puedo aguantar tanto tiempo! ¡Te veo, Reina!

Del portal salió una voz lánguida, fría.

—L’oric, hijo de Osserc. No veo adeudos que emanen de ti.

—¿Entonces qué quieres?

Un momento, durante el que el portal osciló, y después:

—Sha’ik está muerta. La diosa del Torbellino ya no existe. Leoman de los Mayales, una pregunta. —Un nuevo tono en su voz, algo parecido a la ironía—. ¿Es Y’Ghatan, lo que has hecho aquí, es esto tu Apocalipsis?

El guerrero del desierto frunció el ceño y después contestó.

—Bueno, sí. —Se encogió de hombros—. No tan grande como esperábamos…

—Pero, quizá, suficiente. L’oric. El papel de Sha’ik, la Vidente de Dryjhna, está… vacante. Ha de ocuparse…

—¿Por qué? —preguntó L’oric.

—Por si otra cosa, algo menos deseable, asume ese manto.

—¿Y la probabilidad de que ocurra eso?

—Inminente.

Corabb observó al mago supremo, percibió una oleada de pensamientos tras los ojos del hombre, cuando misteriosas implicaciones comenzaron a encajar tras las palabras de la diosa.

—Has elegido a alguien —dijo después.

—Sí.

—Alguien que necesita… protección.

—Sí.

—¿Está ese alguien en peligro?

—En grave riesgo, L’oric. De hecho, se han anticipado a mis deseos y bien puede ser que nos hayamos quedado sin tiempo.

—Muy bien. Acepto.

—Adelántate, entonces. Tú y los otros. No os demoréis, ya es prueba bastante dura mantener este sendero.

Con el alma convertida en cenizas, Corabb observó al mago supremo entrar a grandes zancadas en el portal y desvanecerse en el remolino de la mancha líquida.

Leoman lo miró una vez más, en su voz casi un ruego cuando habló.

—Amigo mío…

Corabb Bhilan Thenu’alas sacudió la cabeza.

—¿No has oído? Otra Sha’ik… una nueva Sha’ik…

—¿Y tú le buscarás también un nuevo ejército, Leoman? ¿Más idiotas que llevar a la muerte? No, he terminado contigo, Leoman de los Mayales. Coge a tu manceba malazana y salid de mi vista. Yo elijo morir aquí, con mis compañeros de lucha.

Gorrionpardo estiró la mano y cogió el brazo de Leoman.

—El portal se derrumba, Leoman.

El guerrero, último comandante de Dryjhna, se giró y con la mujer a su lado se metió en la puerta. Momentos más tarde, el portal se disolvió y no quedó nada.

Nada salvo aquel extraño remolino de viento que levantaba bolas de polvo que recorrían el suelo de azulejos taraceados.

Corabb parpadeó y miró a su alrededor. Fuera del templo parecía que el mundo se estaba acabando, que emitía un grito de muerte que iba agudizándose cada vez más. No… no un grito de muerte. Otra cosa…

Al oír un ruido más cercano (procedente de un pasaje lateral, algo arrastraba los pies), Corabb sacó su cimitarra. Se acercó a la cortina que aislaba el pasillo. Con la punta de la hoja apartó la tela.

Y vio niños. Agachados, acurrucados. Diez, quince, dieciséis en total. Caras sucias, ojos muy abiertos, todos mirándolo desde el suelo.

—Oh, dioses —murmuró—. Os han olvidado.

Os han olvidado todos. Todos y cada uno.

Envainó el arma y se acercó.

—No pasa nada —dijo—. Nos buscaremos una habitación, ¿sí? Y esperaremos a que pase esto.

Otra cosa… Truenos, la muerte de los edificios, los lamentos crecientes del fuego, los aullidos del viento. Eso es lo que hay fuera, el mundo que queda detrás, esto… espíritus del inframundo, Dryjhna…

Fuera, los gritos del nacimiento del Apocalipsis se iban alzando cada vez más altos.

—¡Ahí! —dijo Rebanagaznates señalando con el dedo.

El sargento Bálsamo parpadeó, el humo y el calor como vidrio roto en sus ojos, y pudo distinguir apenas una decena de figuras que cruzaban la calle delante de ellos.

—¿Quiénes?

—Malazanos —dijo Rebanagaznates.

Y detrás de Bálsamo:

—Estupendo, nos vamos todos de campo y playa, menuda noche vamos a tener…

—Cuando dije que te callaras, Jarretesgrandes, lo decía en serio. Está bien, vamos a buscarlos. Quizá no estén tan perdidos como nosotros.

—¿Ah, sí? ¡Mire quién los guía! Esa borracha, ¿cómo se llama? ¡Seguro que están intentando encontrar un bar!

—¡No estoy de broma, Jarretesgrandes! ¡Una palabra más y te ensarto como un salmonete!

La manaza de Urb aterrizó en su brazo y la sujetó con fuerza, después le dio la vuelta y Hellian vio un pelotón que se dirigía tambaleándose a ellos.

—Gracias a los dioses —dijo ella con voz ronca—, seguro que ellos saben adónde hay que ir.

Un sargento se acercó medio agachado. Dalhonesio, la cara parcheada por barro seco.

—Soy Bálsamo —dijo—. ¡Allá donde os dirijáis, vamos con vosotros!

Hellian frunció el ceño.

—Bien —dijo—. Formad detrás y en nada todo será de color de rosa.

—¿Tienes una salida para todos?

—Claro, bajando por ese callejón.

—Genial. ¿Qué hay ahí abajo?

—¡El único lugar que no está ardiendo todavía, maldita ratamonje dalhonesia! —Le hizo un gesto a su tropa y continuaron andando. Se veía algo justo delante. Una enorme cúpula borrosa de algún tipo. Iban pasando junto a templos, las puertas abiertas se balanceaban de un lado a otro y se golpeaban con las ráfagas de aquel viento caliente como el de un horno. La poca ropa que todavía llevaba puesta había empezado a humear, jirones alargados que iban saliendo del tosco tejido. Podía olerse el pelo, que se estaba quemando.

Un soldado se puso a su altura. Llevaba dos cuchillos largos en las manos enguantadas.

—No tienes motivos para maldecir al sargento Bálsamo, mujer. Gracias a él hemos llegado hasta aquí.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Hellian.

—Rebanagaznates…

—Muy bonito. Pues ahora lárgate y rebánate tu propio gaznate. Nadie ha llegado a ninguna parte, cretino. Y ahora, a menos que tengas una botella de vino frío bajo esa camisa, vete a buscar a otro al que molestar.

—Eras más agradable borracha —contestó el soldado y se quedó atrás.

Sí, todo el mundo es más agradable borracho.

Al borde del palacio derrumbado, pero al otro lado, la pierna izquierda de Cojo estaba atrapada por un trozo de la cantería que se había deslizado, sus gritos eran lo bastante altos como para desafiar el fuerte viento. Cordón, Casco y unos cuantos más del regimiento Ashok lo sacaron de allí, pero quedaba claro que la pierna del soldado estaba rota.

Más adelante había una especie de plaza, en otro tiempo sede de algún mercado, y tras ella se alzaba un templo enorme con una cúpula tras un muro alto. Restos de pan de oro chorreaban por los flancos de la cúpula como agua de lluvia. Una pesada capa de humo rodaba por toda la escena, haciendo que la cúpula pareciera flotar en el aire, iluminada por el fuego y manchada. Cuerdas les pidió a todos con un gesto que se acercaran.

—Nos dirigimos a ese templo —dijo—. No creo que ayude mucho, tenemos casi encima una tormenta de fuego. Nunca he visto ninguna y ojalá siguiera así, la verdad. Pero bueno —hizo una pausa para toser y después escupió—, no se me ocurre otra cosa.

—Sargento —dijo Botella frunciendo el ceño—. Percibo… algo. Vida. En ese templo.

—De acuerdo, quizá tengamos que luchar para encontrar un sitio donde morir. Bien. Quizá sean suficientes para matarnos a todos, lo cual tampoco está tan mal.

Pues no, sargento. Ni de lejos. Pero da igual.

—De acuerdo, vamos a ver si podemos cruzar esta plaza.

Parecía fácil, pero se estaban quedando sin aire y los vientos que atravesaban la explanada eran abrasadores, no había muros de construcción que les proporcionaran refugio. Botella sabía que podrían no conseguirlo. Un calor áspero le desgarraba los ojos, se le metía como arena en la garganta cada vez que tomaba aire. Entre un dolor borroso vio unas figuras que aparecían por su derecha, que salían disparadas del humo. Diez, quince, después veintenas derramándose por la explanada, algunas envueltas en fuego, otras con lanzas.

—¡Sargento!

—¡Dioses del inframundo!

Los guerreros estaban atacando. Allí, en esa plaza, ese… horno. Las figuras en llamas se desplomaban, tropezaban, se arañaban la cara, pero otros avanzaban.

—¡A formar! —bramó Cuerdas—. ¡Retirada de combate… al muro de ese templo!

Botella se quedó mirando la masa que se acercaba. ¿A formar? ¿Retirada de combate? ¿Con qué?

Uno de los soldados de Cordón apareció a su lado, el hombre estiró un brazo e hizo un gesto.

—¡Tú! ¿Mago, no?

Botella asintió.

—Soy Ebron, tenemos que cargarnos a esos cabrones, con magia, no queda ninguna otra arma…

—De acuerdo. Lo que tú tengas, yo lo aumento.

Tres de la infantería pesada, las mujeres Destello de Ingenio, Cachipolla y Uru Hela, habían sacado los cuchillos y estaban formando una línea de batalla. Un latido más tarde, Narizcorta se reunió con ellas, las manazas cerradas, los puños listos.

La veintena delantera de atacantes se acercó a menos de quince pasos y arrojaron sus lanzas como si fueran jabalinas. En el destello momentáneo que les llevó a las varas cruzar la escasa distancia, Botella vio que la madera se había prendido, guirnaldas de humo que giraban.

Advertencias a gritos y después el impacto sólido de las armas pesadas. A Uru Hela le dieron una vuelta completa, una lanza le atravesó el hombro izquierdo, el mango segó el cuello de Cachipolla con un crujido. Cuando Uru Hela cayó de rodillas, Cachipolla se tambaleó y después se irguió. El sargento Cuerdas se derrumbó, despatarrado, una lanza le ensartaba la pierna derecha. Se tiró de ella entre maldiciones, con la otra pierna daba patadas como una criatura que se hubiera vuelto loca. Tavos Estanque se acercó tambaleándose, chocó con Botella y lo derribó, después, con un lado de la cara acuchillado, el ojo colgando, siguió dando traspiés sin dejar de chillar.

Momentos antes de que los enloquecidos atacantes los alcanzaran, una oleada de hechicería se alzó en un muro de humo argénteo que ondeaba y se extendía para envolver a los guerreros. Chillidos, cuerpos cayendo, piel y carne ennegreciéndose, encogiéndose y desprendiéndose de los huesos. Horror súbito.

Botella no tenía ni idea de qué tipo de magia estaba usando Ebron, pero desató Meanas, lo que redobló la densidad y anchura del humo, una ilusión, pero el pánico invadió a los guerreros. Caían, salían bamboleándose de entre el humo, se llevaban las manos a los ojos, se retorcían, vomitaban sobre los adoquines. El ataque se hizo pedazos contra la hechicería y cuando el viento azotó la nube venenosa y la desperdigó, no vieron más que figuras que huían, muy lejos ya del montón de cuerpos.

Cuerpos que ardían, que se prendían.

Koryk llegó junto a Cuerdas, que se había arrancado la lanza de la pierna, y empezó a meter bolas de tela en aquella perforación. Botella fue con ellos y vio que la sangre no salía a borbotones. Aun así, era mucha la que había manchado los adoquines.

—¡Venda esa pierna! —le ordenó al mestizo seti—. ¡Tenemos que salir de esta plaza!

Cordón y el cabo Tulipán estaban atendiendo a Uru Hela mientras Escaso y Balgrid habían perseguido a Tavos Estanque y lo habían tirado al suelo con un espléndido placaje. Botella vio a Escaso meter el ojo que colgaba otra vez en su cuenca y después manosear un trapo para vendarle la cabeza al soldado.

—¡Arrastrad a los heridos! —gritó el sargento Gesler—. ¡Vamos, malditos idiotas! ¡A ese muro! ¡Tenemos que encontrar un modo de entrar!

Aturdido, Botella bajó los brazos para ayudar a Koryk a levantar a Cuerdas.

Vio que se le habían puesto los dedos azules. El rugido de la cabeza lo había dejado sordo y todo a su alrededor le daba vueltas.

Aire. Necesitamos aire.

El muro se alzó ante ellos y empezaron a rodearlo. Buscando la manera de entrar.

Tirados en montones, muriendo de asfixia. Keneb se fue arrastrando por la piedra hecha pedazos, las manos ampolladas rodeaban como garfios los escombros. Un humo cegador, un calor que abrasaba y empezó a notar que su mente, famélica, se desintegraba (visiones salvajes, inconexas), una mujer, un hombre, un niño, saliendo con paso firme de entre las llamas.

Demonios, sirvientes del Embozado.

Voces, tan estridentes, el gemido incesante, creciente, y la oscuridad fluyó de las tres apariciones, se vertió sobre los cientos de cuerpos…

Sí, su mente se estaba muriendo. Pues sintió una caída repentina de aquel calor despiadado y un aire fresco y dulce le llenó los pulmones. Morirse, ¿qué otra cosa puede ser esto? He llegado a la puerta del Embozado. Dioses, bendito alivio… Unas manos tiraron de él, espasmos de agonía de los dedos que presionaban la carne quemada, y después le daban la vuelta.

Parpadeó, se quedó mirando una cara manchada, llena de ampollas. Una mujer. La conocía.

Y le estaba hablando.

Estamos todos muertos. Amigos. Reunidos ante la puerta del Embozado…

—¡Puño Keneb! ¡Aquí hay cientos!

Sí.

—¡Todavía vivos! ¡Peccado se esfuerza por contener el fuego, pero no podrá aguantar mucho más! ¡Vamos a intentar abrirnos camino! ¿Me entiende? ¡Necesitamos ayuda, tenemos que poner a todo el mundo en pie!

¿Qué?

—Capitán —susurró—. Capitán Faradan Sort.

—¡Sí! ¡Vamos, en pie, puño!

Se estaba formando una tormenta de fuego sobre Y’Ghatan. Blistig jamás había visto nada parecido. Llamas que se retorcían, giraban, azotaban con largos zarcillos que parecían hacer pedazos las oleadas de humo. Vientos salvajes que desgarraban las nubes, que las aniquilaban en destellos rojos.

El calor, dioses del inframundo, esta no es la primera vez. Esta maldita ciudad del Embozado…

El baluarte de una esquina estalló en una inmensa bola de fuego, las ráfagas saltaron retorciéndose, trepando…

El viento que los había golpeado por detrás hizo tambalearse a todo el mundo en el camino. En el campamento de los sitiadores, arrancó las tiendas de sus amarras y salieron por los aires, después se abalanzaron disparadas como sábanas enloquecidas hacia Y’Ghatan. Los caballos chillaban entre cortinas de arena y el polvo que se levantaba y azotaba como la más fiera de las tormentas.

Blistig se encontró de rodillas. Una mano enguantada se cerró alrededor del cuello de su manto y le dio la vuelta. Se encontró mirando una cara que, por un momento, no reconoció. Tierra, sudor, lágrimas y una expresión combada por el pánico, la consejera.

—¡Retire el campamento! ¡A todo el mundo!

Apenas podía oírla, pero asintió, se giró hacia el viento y se abrió paso camino abajo. Algo está a punto de nacer, había dicho Nada. Algo…

La consejera estaba gritando. Más órdenes. Blistig, al llegar al borde del camino, bajó arrastrándose por la ladera de atrás. Nada y Menos pasaron junto a él, se dirigían hacia donde todavía permanecía la consejera sobre el camino.

El estallido inicial de viento se había calmado un poco, se había convertido en un aliento más largo y firme que se prolongaba hacia la ciudad y la conflagración que se avecinaba.

—¡Hay soldados! —chillaba la consejera—. ¡Tras la brecha! ¡Los quiero fuera!

El niño, Larva, trepó por la ladera, flanqueado por los perros Torcido y Cucaracha.

Y más figuras pasaron arremolinadas junto a Blistig. Khundryl. Hechiceros, brujas. Voces que se lamentaban, una algarabía de fondo, una fuerza que crecía, que se alzaba de la tierra magullada. El puño Blistig se giró en redondo, un ritual, magia, ¿qué estaban haciendo? Miró atrás, al caos del campamento, vio oficiales entre las figuras que se afanaban, no eran idiotas. Ya se estaban retirando…

La voz de Nada, estridente en el camino.

—¡Podemos sentirla! ¡Alguien! ¡Espíritus del inframundo, qué poder!

—¡Ayudadla, malditos seáis!

Una bruja chilló y estalló en llamas en el camino. Unos momentos después, dos hechiceros se acurrucaron cerca de Blistig y parecieron fundirse delante de sus ojos, deshacerse en ceniza blanca. Se quedó mirando, horrorizado. ¿Ayudarla? ¿Ayudar a quién? Se subió al borde del camino una vez más.

Y pudo ver, en el corazón de la brecha, un oscurecimiento en las llamas.

El fuego parpadeó alrededor de otra bruja, después se apagó cuando algo… algo rodó sobre todos los que estaban en el camino (un poder fresco, dulce), como el aliento de un dios misericordioso. Hasta Blistig, que despreciaba todo lo mágico, pudo sentir su emanación, esa voluntad terrible, hermosa.

Que hacía retroceder las llamas de la brecha y abría un remolino que era un túnel oscuro.

Del que salieron tambaleándose unas figuras.

Menos estaba de rodillas cerca de la consejera, la única persona del camino que continuaba en pie, y Blistig vio a la chica wickana volverse hacia Tavore y la oyó decir:

—Es Peccado. Consejera, esa niña es una maga suprema. Y ni siquiera lo sabe…

La consejera se volvió y vio a Blistig.

—¡Puño! ¡En pie! Pelotones y sanadores adelante. ¡Ahora! Están pasando, puño Blistig, ¿me entiende? ¡Necesitan ayuda!

Él consiguió ponerse de rodillas, pero no pudo seguir. Se quedó mirando a la mujer. No era más que una silueta, el mundo tras ella nada salvo llamas, una tormenta de fuego que crecía y crecía sin parar. Algo frío, atravesado de dolor, le llenó el pecho.

Una visión.

Solo podía mirar.

Tavore lanzó un gruñido y después se volvió hacia el chiquillo flaco que tenía cerca.

—¡Larva! ¡Busca algún oficial abajo, en nuestro campamento! Necesitamos…

—¡Sí, consejera! Setecientos noventa y uno, consejera. El puño Keneb. El puño Tene Baralta. Vivos. Voy a buscar ayuda.

Y después pasó corriendo junto a Blistig, bajó por la ladera, los perros siguiéndolo sin ruido.

Una visión. Un presagio, sí. Ahora lo sé, lo que nos aguarda. En el otro extremo. Al final de este camino tan largo. Oh, dioses…

La mujer se había girado y le daba la espalda. Había clavado los ojos en la ciudad quemada en la patética fila serpenteante de supervivientes que salían tropezando por el túnel. Setecientos noventa y uno. De tres mil.

Pero está ciega. Ciega a lo que yo veo.

La consejera Tavore. Y un mundo quemado.

Las puertas se abrieron de golpe, arrastraron un trasfondo de humo y calor que envolvió los tobillos de Corabb, después subió y lo rodeó todo, el humo se acumuló en la cúpula, varias corrientes caprichosas lo empujaron y tiraron de él. El guerrero se colocó delante de los niños acurrucados y sacó su cimitarra.

Oyó voces malazanas, después vio figuras que salían de la oscuridad del pasillo. Soldados, una mujer en cabeza. Al ver a Corabb, se detuvo.

Un hombre pasó junto a la mujer. La cara cubierta de ampollas lucía los rastros mutilados de unos tatuajes.

—Soy Iutharal Galt —dijo con voz áspera—. Pardu…

—Traidor —soltó Corabb—. Soy Corabb Bhilan Thenu’alas. Segundo de Leoman de los Mayales. Tú, pardu, eres un traidor.

—¿Importa ya eso? De todos modos, estamos todos muertos.

—Ya basta —dijo un soldado con la piel del color de la medianoche en un mal ehrlitano con mucho acento—. Rebanagaznates, mata a ese idiota…

—¡Espera! —intervino el pardu, después agachó la cabeza y añadió—. Sargento. Por favor. Esto no tiene sentido…

—Fueron esos cabrones los que nos metieron en esta trampa, Galt —respondió el sargento.

—No —dijo Corabb, y atrajo su atención una vez más—. Leoman de los Mayales nos ha traído esto. Él y solo él. Fuimos… todos fuimos traicionados…

—¿Y dónde se esconde? —preguntó el que se llamaba Rebanagaznates, había levantado los cuchillos largos y lucía una mirada asesina en los ojos pálidos.

—Huyó.

—Temul se hará con él, entonces —dijo Iutharal Galt mientras se giraba hacia el sargento—. Han rodeado la ciudad…

—Es inútil —lo interrumpió Corabb—. No se fue por ahí. —Señaló tras él, hacia el altar—. Una puerta de hechicería. La reina de los Sueños… se lo llevó de aquí. A él, al mago supremo L’oric y a una mujer malazana llamada Gorrionpardo…

Las puertas se abrieron una vez más y los malazanos giraron en redondo cuando se acercaron las voces, gritos de dolor, toses, maldiciones, después se relajaron. Más hermanos, comprendió Corabb. Más malditos enemigos. Pero el pardu tenía razón. El único enemigo que había ya era el fuego. Se giró para mirar a los niños y se estremeció al ver sus ojos llenos de miedo, se volvió de nuevo, pues no tenía nada que decirles. Nada que mereciera la pena ser escuchado.

Cuando entró tropezando en el pasillo, Botella jadeó. Aire frío, polvoriento, que lo adelantaba veloz (¿dónde? ¿cómo?), y después Sepia cerró de un empujón las puertas otra vez, lanzando un taco al quemarse las manos.

Más adelante, en el umbral que llevaba a la cámara del altar, había más malazanos. Bálsamo y su pelotón. La borracha kartooliana, Hellian, el cabo Reem y unos cuantos más de los pesados de Sobelone. Y tras ellos, en la nave en sí, un único guerrero rebelde y tras él, niños.

Pero el aire… el aire…

Koryk y Chapapote lo adelantaron arrastrando a Cuerdas. Cachipolla y Destello de Ingenio habían sacado los cuchillos carniceros otra vez, pero el rebelde lanzó su cimitarra a un lado, el arma tintineó con tono hueco en el suelo de azulejos. Dioses del inframundo, uno de ellos se ha rendido de verdad.

El calor irradiaba de los muros de piedra, la tormenta de fuego del exterior no respetaría ese templo mucho más. Los últimos veinte pasos para rodear la esquina del templo hasta la fachada principal habían estado a punto de matarlos, sin viento, el aire lleno de los crujidos de los ladrillos que explotaban, los adoquines combados, las llamas que parecían alimentarse del aire en sí, que bajaban rugiendo por las calles, subían como una espiral y destellaban como enormes serpientes encapuchadas sobre la ciudad. Y el sonido… todavía podía oírlo, tras los muros, acercándose, el sonido… es terrible. Terrible.

Gesler y Cordón se acercaron a Bálsamo y Hellian, y Botella se aproximó para escuchar su conversación.

—¿Aquí venera alguien a la reina de los Sueños? —preguntó Gesler.

Hellian se encogió de hombros.

—Digo yo que ya es un poco tarde para empezar. De todos modos, Corabb Bhilan Thenu’alas, allí, nuestro prisionero, afirma que Leoman ya ha hecho ese trato con ella. Claro que quizá la diosa no esté por jugar a los favoritos…

Un repentino crujido estridente sobresaltó a todo el mundo, el altar acababa de saltar en pedazos, y Botella vio que Bollito, el saboteador chiflado, acababa de mearse en él.

Hellian se echó a reír.

—Bueno, olvidaos de esa idea.

—Por los huevos del Embozado —siseó Gesler—. Que alguien mate a ese cabrón, por favor.

Bollito había notado la repentina atención y miró a su alrededor con expresión inocente.

—¿Qué?

—Quiero decirte unas palabritas —dijo Sepia mientras se levantaba—. Referentes a la muralla…

—¡No fue culpa mía! ¡Que no había usado malditos nunca!

—Bollito…

—Y no me llamo así tampoco, sargento Cordón. Soy Jambador Tronco, y era mariscal supremo en los Irregulares de Mott…

—Bueno, pues ya no estás en Mott, Bollito. Y tampoco eres Jambador Tronco. Eres Bollito y más vale que te vayas acostumbrando.

Una voz detrás de Botella.

—¿Dijo Irregulares de Mott?

Botella se giró y asintió mirando a Cuerdas.

—Sí, sargento.

—Dioses del inframundo, ¿quién lo reclutó?

Botella se encogió de hombros y estudió a Cuerdas por un momento. Koryk y Chapapote lo habían llevado justo hasta el interior de la entrada de la nave y el sargento se había apoyado en un pilar que la flanqueaba, la pierna herida estirada y la cara muy pálida.

—Será mejor que me ocupe de eso…

—No tiene sentido, Botella, las paredes van a explotar; se siente el calor incluso en esta puñetera columna. Es asombroso, hay aire ahí dentro… —Se le apagó la voz y Botella vio que su sargento fruncía el ceño y después posaba las dos manos con la palma hacia abajo en los azulejos—. Hmm.

—¿Qué pasa?

—Aire fresco, que sube entre los azulejos.

¿Criptas? ¿Bodegas? Pero sería aire muerto ahí abajo…

—Vuelvo en un momento, sargento —dijo, se volvió y se dirigió al altar agrietado. Un estanque de agua humeaba justo detrás. Podía sentir el viento, la corriente que se alzaba del suelo. Se detuvo y se puso a gatas.

Y envió sus sentidos hacia abajo, en busca de chispas de vida.

Abajo, a través de capas de escombros compactos y luego, movimiento en la oscuridad, el destello de vida. Aterrada, abriéndose paso hacia abajo, siempre hacia abajo, la corriente de aire acariciaba el pelo suave. Ratas que huían.

Huían. ¿Adónde? Sus sentidos bailaron por el subsuelo, a través de los escombros, rozando criatura tras criatura. Oscuridad, chorros de aire que suspiraban. Olores, ecos, piedra húmeda…

—¡Todo el mundo! —gritó Botella, y se levantó—. ¡Tenemos que romper este suelo! Con lo que encontréis… ¡tenemos que atravesarlo!

Lo miraron como si se hubiera vuelto loco.

—¡Hay que excavar! Esta ciudad… ¡está construida sobre ruinas! Tenemos que encontrar un modo de descender… entre ellas… malditos seáis todos… ¡ese aire viene de alguna parte!

—¿Y qué somos nosotros? —inquirió Cordón—. ¿Hormigas?

—Hay ratas, abajo, miré por sus ojos… ¡lo vi! Cavernas, cuevas… ¡pasajes!

—¿Que hiciste qué? —Cordón avanzó hacia él.

—¡Espera, Cordón! —dijo Cuerdas y se dio la vuelta donde estaba sentado—. Escúchalo. Botella, ¿puedes seguir a una de esas ratas? ¿Puedes controlar una?

Botella asintió.

—Pero hay cimientos bajo este templo… Tenemos que atravesarlos…

—¿Cómo? —preguntó Sepia—. ¡Acabamos de deshacernos de todas las municiones!

Hellian le dio una colleja a uno de sus soldados.

—¡Tú, Sinaliento! ¿Todavía tienes ese buscapiés?

Cada zapador de la sala se cernió de repente sobre el soldado llamado Sinaliento. Este miró al suelo, aterrado, y después sacó un pincho con forma de cuña y recubierto de cobre.

—¡Dejadlo, atrás! —gritó Cuerdas—. Todo el mundo. Todo el mundo salvo Sepia. Sepia, ¿puedes hacerlo, verdad? Nada de errores.

—Ni uno solo —dijo Sepia y cogió con cuidado el pincho de las manos de Sinaliento—. ¿Quién tiene todavía una espada? Algo duro y lo bastante grande como para romper estos azulejos…

—Yo. —El hombre que habló era el guerrero rebelde—. O, la tenía, está allí. —Señaló.

La cimitarra fue a las manos de Tulipán, que aporreó los azulejos en un frenesí que mandó los preciados azulejos incrustados volando por todas partes hasta que se abrió en el suelo un tosco agujero angular.

—Nos basta, échate atrás, Tulipán. Todo el mundo, pegaos a los muros exteriores todo lo que podáis y tapaos la cara, los ojos, las orejas…

—¿Cuántas manos te crees que tenemos cada uno? —inquirió Hellian.

Carcajadas.

Corabb Bhilan Thenu’alas se los quedó mirando como si hubieran perdido la cabeza.

Un crujido que reverberó e hizo estremecerse el templo entero, el polvo empezó a caer. Botella levantó la cabeza con todos los demás y vio las lenguas de fuego que se metían por una fisura de la cúpula, que había empezado a combarse.

—Sepia…

—Ya la veo. Reza para que este buscapiés no haga que esto se nos derrumbe encima.

Colocó el pincho.

—Botella, ¿hacia dónde quieres que apunte?

—Hacia el lado del altar. Hay un espacio, de dos, quizá tres brazas hacia abajo.

—¿Tres? Dioses del inframundo. Bueno, veremos.

Las paredes exteriores estaban calientes como las de un horno, unos crujidos penetrantes llenaron el aire cuando el inmenso templo empezó a asentarse. Podían oír el chirrido de los cimientos deslizándose bajo las presiones que se movían. El calor aumentaba.

—¡Seis y contando! —gritó Sepia y se apartó corriendo.

Cinco… cuatro… tres…

El buscapiés estalló entre un granizo mortal de trocitos de piedra y fragmentos de azulejo. La gente gritó de dolor, unos niños chillaron, el polvo y el humo llenaron el aire y después, en el suelo, los sonidos de escombros cayendo, golpeando cosas muy abajo, rebotando, precipitándose todavía más…

—¡Botella!

Al oír la voz de Cuerdas se fue arrastrando hasta el agujero abierto. Tenía que encontrar otra rata. Allí abajo, en algún sitio. Una rata que pueda cabalgar mi alma. Una rata que nos lleve fuera.

No les dijo nada a los demás de las otras cosas que había percibido revoloteando entre las chispas de vida en las aparentemente innumerables capas de ciudad muerta y enterrada allí abajo, que bajaba, bajaba y bajaba, el aire alzándose con un hedor a descomposición, la oscuridad opresora, las rutas estrechas y torturadas. Abajo. Todas esas ratas, huyendo hacia abajo. Ninguna, ninguna que esté a mi alcance trepando a la libertad, al aire nocturno. Ninguna.

Las ratas siempre huyen. Aun cuando no hay adónde ir.

Adelantaban a Blistig transportando soldados heridos, quemados. Dolor y conmoción, carne agrietada, abierta, de un rojo chillón, como carne asada, que, comprendió, aturdido, era lo que era. La ceniza blanca del vello, en los miembros, donde antes había cejas, en las testas ampolladas. Restos ennegrecidos de ropas, manos fundidas en las empuñaduras de las armas, quería darse la vuelta, quería con desesperación darles la espalda, pero no podía.

Se encontraba a mil quinientos pasos de distancia del camino y sus linderos de hierba quemada y todavía podía sentir el calor. Más allá, un dios del fuego devoraba el cielo sobre Y’Ghatan (Y’Ghatan, derrumbándose, fundiéndose y convirtiéndose en escoria), la muerte de la ciudad era tan horrible para él como la fila de los soldados supervivientes de Keneb y Baralta.

¿Cómo podía haber hecho eso? Leoman de los Mayales, has convertido tu nombre en una maldición que nunca morirá. Jamás.

Alguien se puso a su lado y, tras un largo momento, Blistig volvió la cabeza. Y frunció el ceño. La garra, Perla. Los ojos del hombre estaban rojos, durhang, no podía ser otra cosa, pues el tipo había permanecido en su tienda, en el otro extremo del campamento, como si le diera igual esa noche brutal.

—¿Dónde está la consejera? —preguntó Perla en voz baja y áspera.

—Ayudando con los heridos.

—¿Se ha venido abajo? ¿Está a gatas en el barro empapado en sangre?

Blistig estudió al hombre. Aquellos ojos, ¿había estado llorando? No. Durhang.

—Vuelve a decir eso, garra, y no seguirás con vida mucho más tiempo.

Aquel hombre alto se encogió de hombros.

—Mira esos soldados quemados, puño. Hay cosas peores que morir.

—Los sanadores están con ellos. Hechiceros, brujas de mi compañía…

—Algunas cicatrices no pueden curarse.

—¿Qué estás haciendo aquí? Regresa a tu tienda.

—He perdido a alguien esta noche, puño. Iré donde me plazca.

Blistig apartó la mirada. Había perdido a alguien. ¿Y qué había de más de dos mil soldados malazanos? Keneb ha perdido a la mayoría de sus infantes y entre ellos, veteranos inestimables. La consejera ha perdido su primera batalla, oh, los archivos imperiales recogerán una gran victoria, la aniquilación de los últimos vestigios de la rebelión de Sha’ik. Pero nosotros, los que estamos aquí esta noche, sabremos la verdad durante el resto de nuestras vidas.

Y esta consejera, Tavore, está lejos de haber terminado. Lo he visto.

—Vuelve con la emperatriz —dijo Blistig—. Cuéntale la verdad de esta noche.

—¿Y qué sentido tendría eso, puño?

Abrió la boca para hablar, después la volvió a cerrar.

—Se enviará recado a Dujek Unbrazo —dijo Perla—, y él, a su vez, informará a la emperatriz. De momento, sin embargo, es más importante que Dujek lo sepa. Y que comprenda, como estoy seguro que lo hará.

—¿Comprender qué?

—Que con el Decimocuarto Ejército ya no se puede contar como fuerza de lucha en Siete Ciudades.

¿Es eso verdad?

—Eso queda por ver —dijo—. En cualquier caso, la rebelión está aplastada…

—Leoman escapó.

—¿Qué?

—Ha escapado. Por la senda de D’riss, bajo la protección de la reina de los Sueños; solo ella sabrá, supongo, de qué le servirá ese hombre. Admito que esa parte me preocupa, los dioses son, por naturaleza, insondables la mayor parte del tiempo y ella más que la mayoría. Encuentro ese detalle… inquietante.

—Quédate aquí, entonces, y apúrate por ello. —Blistig se dio la vuelta y se dirigió hacia las tiendas del hospital erigido a toda prisa. Que el Embozado se llevase a esa puñetera garra. Y cuanto antes, mejor. ¿Cómo podía saber esas cosas? Leoman… vivo. Bueno, quizá se podría hacer que eso trabajase a favor del Imperio, quizá su nombre se convertiría en una maldición también entre los pueblos de Siete Ciudades. El Traidor. El comandante que asesinó a su propio ejército.

Pero así somos. Mira el puño supremo Pormqual, después de todo. Pero su crimen fue la estupidez. El de Leoman ha sido… maldad pura. Si existe de verdad tal cosa.

La tormenta continuó haciendo estragos, desatando oleadas de calor que ennegrecían el campo circundante. Las murallas de la ciudad se habían desvanecido, ningún muro hecho por el hombre podía soportar la furia de ese demonio. Un reflejo distante, pálido, comenzaba a verse en el este. El sol, que se alzaba para conocer a su hijo.

Su alma cabalgó a lomos de una criatura pequeña, insignificante, alimentada por un corazón diminuto, disparado, y miraba por ojos que penetraban en la oscuridad. Como un fantasma remoto, sujeto por la más fina de las cadenas, Botella podía sentir su propio cuerpo mucho más arriba, en alguna parte, deslizándose entre detritos, lleno de cortes y arañazos, la cara caída, los ojos forzados. Las manos magulladas tiraban de él (las suyas, estaba seguro), y podía oír a los soldados moviéndose detrás de él, el llanto de los niños, los chirridos y las trampas de las hebillas, las correas de cuero que enmarañaban, los escombros que alguien apartaba, a los que alguien se aferraba, sobre los que alguien trepaba.

No tenía ni idea de cuánto habían recorrido. La rata buscaba los pasajes más anchos y altos, siguiendo los aullidos y silbidos del viento. Si todavía quedaba alguien en el templo, aguardando su turno para entrar en ese túnel torturado, ese turno nunca llegaría, pues el aire en sí habría estallado en llamas a esas alturas y el templo no tardaría en derrumbarse y enterrar sus cadáveres ennegrecidos en piedra fundida.

Cuerdas estaría entre esas víctimas, el sargento había insistido en entrar el último, justo detrás de Corabb Bhilan Thenu’alas. Botella recordó esos momentos fantásticos, antes de que se hubieran despejado siquiera las nubes de polvo, cuando llovían pedazos del techo de la cúpula…

—¡Botella!

—¡Estoy buscando! —Sondeando en el subsuelo, por las grietas y fisuras, a la caza de vida. Vida de sangre caliente. Rozando y después cerniéndose sobre la conciencia muda de una rata, ágil, sana, pero sobrecalentándose de terror. Anuló las escasas defensas del animal, atenazó su alma con un control férreo, esa fuerza leve, titubeante, pero lo bastante vigorosa como para meterse en la carne y los huesos que la refugiaban. Astuta, extrañamente orgullosa, calentada por la presencia de sus hermanas, la regla del amo del enjambre, pero todo había caído en el caos, el impulso de la supervivencia arrasaba con lo demás. Bajaba a toda velocidad, seguía el rastro, seguía los aromas intensos del aire…

Y luego giraba, empezaba a trepar hacia arriba una vez más, y Botella podía sentir su alma en sus manos. Con una quietud absoluta una vez capturada. Observadora, curiosa, serena. Había algo más, él siempre lo había sabido, mucho más en las criaturas. Y muy pocos que las comprendieran como lo hacía él, muy pocos que pudieran tender la mano y sujetar esas almas y encontrar así esa extraña telaraña de confianza enmarañada con suspicacia, miedo con curiosidad, necesidad con lealtad.

Él no estaba guiando a esa criatura a su muerte. Nunca lo haría, no podría, y de algún modo el animalito parecía entenderlo, percibir que su vida, su existencia, había adquirido un propósito mayor.

—La tengo —se oyó decir Botella.

—¡Pues baja ahí!

—Todavía no. Necesita encontrar una forma de subir, para que nos vuelva a llevar abajo…

—¡Dioses del inframundo!

Gesler habló entonces.

—Comenzad a adoptar niños, soldados. Quiero uno entre todos los que estáis detrás de Sepia, puesto que Sepia irá justo detrás de Botella…

—Dejadme a mí para el final —dijo Cuerdas.

—Tu pierna…

—De eso se trata, Gesler.

—Tenemos otros heridos, hay alguien guiando o arrastrando a cada uno. Viol…

—No. Yo voy el último. Quienquiera que vaya justo delante de mí, vamos a tener que cerrar este túnel, o sino el fuego nos va a seguir abajo…

—Hay puertas de cobre. Cubrían el estanque. —Eso lo dijo Corabb Bhilan Thenu’alas—. Yo me quedaré contigo. Juntos, usaremos esos paneles para sellar nuestra retirada.

—¿El penúltimo? —gruñó alguien—. Solo quieres matar a Viol y…

—¿Y qué, malazano? No, si se me permitiera, iría el último. Permanecí junto a Leoman…

—Me doy por satisfecho con eso —dijo Cuerdas—. Corabb, tú y yo, con eso servirá.

—Espera —dijo Hellian y se inclinó hacia Botella—. Yo no pienso meterme ahí abajo. Más vale que alguien me mate ahora mismo…

—Sargento…

—De eso nada, hay arañas ahí abajo…

El sonido de un puño estrellándose contra una mandíbula y después un cuerpo que se derrumbaba.

—Urb, acabas de derribar a tu sargento.

—Sí. Hace mucho que la conozco, ¿sabes? Es una buena sargento, penséis lo que penséis.

—Eh. Claro.

—Son las arañas. No iba a bajar ahí, eso seguro, ahora tengo que amordazarla y atarle los brazos y los pies, la arrastraré yo mismo…

—Si esta es una buena sargento, Urb, ¿cómo tratas a los que son malos?

—Nunca tuve ningún otro sargento, y no pienso tenerlo.

Abajo, la amplia fisura que Botella había percibido antes, su rata liberándose con un esfuerzo e intentando seguir esa grieta ancha pero poco profunda, ¿demasiado poco profunda? No, podían meterse por allí, y allí, debajo de la fisura, una cámara inclinada de algún tipo, la mayor parte del techo intacto y la mitad inferior de una entrada, mandó a la rata por allí y tras la puerta…

—¡Lo tengo! ¡Hay una calle! Parte de una calle… no sé muy bien a qué distancia…

—¡Da igual! ¡Llévanos abajo, maldito seas! ¡Están empezando a salirme ampollas por todas partes! ¡Deprisa!

Está bien. ¿Por qué no? Como mínimo, conseguiré que ganemos unos momentos más. Se deslizó por el pozo. Tras él, voces, botas que se arrastraban, el siseo de dolor cuando la carne tocaba la piedra caliente.

—¿Está muy caliente el agua de ese estanque? —dijo una voz con tono débil—. ¿Ya hierve? ¿No? Bien, los que tengan cantimploras y botas de agua, llenadlas ya…

Bajaron a la abertura mientras la rata se escabullía por aquella calle inclinada, llena de basura, bajo un techo de escombros compactos…

Botella sintió su cuerpo empujar por una fisura y después precipitarse por una sección de techo bajo de la calle. Rocas, argamasa y trozos de cerámica bajo las manos que lo cortaban y arañaban al arrastrarse. En otro tiempo recorrida a pie, esa avenida, en una época pasada mucho tiempo atrás. Las carretas habían traqueteado por allí, los cascos de los caballos habían resonado, y había habido olores intensos. A lo que se cocinaba en las casas cercanas, al ganado que conducían a las plazas de los mercados. Reyes y pobres, grandes magos y sacerdotes ambiciosos. Todos desaparecidos. Convertidos en polvo.

La calle se inclinaba con brusquedad allí donde los adoquines se habían combado y hundido para llenar una cámara subterránea, no, una antigua cloaca, revestida de ladrillo, y era por ese canal por el que se había colado su rata.

Botella apartó los trozos rotos de adoquín y bajó por ese pozo. Heces desecadas en un lecho fino y poco profundo bajo él, los cascarones de insectos muertos, caparazones que crujían cuando se deslizaba por encima. Un lagarto pálido, largo como su antebrazo, huyó con un susurro por una grieta lateral. A Botella se le engancharon en la frente hebras de una telaraña, lo bastante duras como para detenerlo por un momento antes de partirse de forma audible. Sintió que algo le aterrizaba en el hombro, le corría por la espalda y después saltaba.

Tras él, Botella oyó a Sepia toser en el polvo que levantaba a su paso y que cubría al zapador con las ráfagas de viento. Un niño había estado llorando más atrás, pero ya se había callado, solo el sonido del movimiento, jadeos de esfuerzo. Justo delante, una sección del túnel se había derrumbado. La rata había encontrado una forma de pasar, así que el mago sabía que la barrera no era impracticable. Al llegar a ella, empezó a apartar los escombros.

Sonrisas le dio un empujoncito a la niña que tenía delante.

—Sigue —murmuró—, no te pares. No falta mucho ya. —Todavía podía oír los suspiros de la pequeña, no lloraba, por lo menos todavía no, solo el polvo, tanto polvo con tanta gente arrastrándose por delante. Tras ella, unas manos pequeñas le tocaban los pies llenos de ampollas una y otra vez, le abrían, como si fueran lancetas, punzadas crueles de dolor que le subían por las piernas, pero se contuvo. El puñetero mocoso no sabe lo que hace, ¿verdad? ¿Y por qué tienen unos ojos tan grandes que miran así? Como perritos muertos de hambre.

—Sigue gateando, pequeña. Queda poco…

El niño que tenía detrás estaba ayudando a Tavos Estanque, cuya cara estaba envuelta en vendas ensangrentadas. Koryk iba justo detrás de ellos. Sonrisas podía oír al mestizo seti, que no dejaba de canturrear una especie de salmodia. Seguro que era lo único que impedía que aquel estúpido sufriera un ataque de pánico mortal. Al tipo le gustaba el espacio abierto de su sabana, ¿no? No túneles retorcidos y estrechos.

Nada de lo cual le molestaba a ella. Había pasado por cosas peores. A veces, mucho tiempo atrás, había vivido en cosas peores. Aprendías a contar solo con lo que estaba al alcance y siempre que el camino que tenías por delante estuviera despejado, seguía habiendo esperanza, una oportunidad.

Ojalá esa mocosa no se parara continuamente. Otro empujoncito.

—Sigue, muchachita. Falta poco, ya lo verás…

Gesler fue avanzando por una oscuridad como boca de lobo. Oía los gruñidos pesados de Tulipán delante de él y los canturreos enloquecedores de Bollito detrás. El enorme soldado, cuyos pies desnudos no dejaban de tocar las manos estiradas de Gesler, lo estaba pasando bastante mal y el sargento notaba las manchas de sangre que Tulipán iba dejando al encogerse y empujarse con las manos por aquel pasaje estrecho y serpenteante. Jadeos densos, toses… no… no eran toses…

—Que el Abismo nos lleve, Tulipán —siseó Gesler—, ¿qué te hace tanta gracia?

—Cosquillas —exclamó el hombre—. Me… hace… cosquillas. Los… pies…

—¡Tú sigue moviéndote, maldito idiota!

Tras él, la tonta canción de Bollito continuaba.

Y yo digo, oh, yo digo en el pantano los árboles, qué risa,

tienen pies blandos y barbas musgosas, qué apaño,

y se mecen en la olorosa brisa

de esa agua cenagosa color amarillo y castaño.

Oh, estábamos en el ranoso saposo amanecer,

boca abajo en las sanguijuelas y recogiendo huevas, hay que crecer,

porque cuando les das a esos gusanos un apretón,

las azules cuerdas rosadas bajando van que las ves enflaquecer…

¡Y no saben dulces ni nada!

¡Y no saben dulces ni nada!

Dulces como la nata, oh, sí,

dulces como la nata…

A Gesler le apetecía chillar, como estaba haciendo alguien más adelante. Chillar, pero no podía reunir aliento suficiente, estaba todo muy comprimido, era demasiado fétido, lo que había sido el aire fresco que se deslizaba entre ellos hedía a sudor, a orina y el Embozado sabría a qué más. La cara de Verdad no hacía más que volver a él, alzándose en su mente como una acusación pavorosa. Gesler y Tormenta habían sacado al recluta de tantos apuros desde la maldita rebelión. Lo habían mantenido con vida, le habían enseñado formas de sobrevivir en ese maldito mundo del Embozado.

¿Y qué hace él? Se mete corriendo en un palacio ardiendo. Con media docena de malditos a la espalda. Dioses, en una cosa tenía razón, sin embargo, el fuego no podía llevárselo, entró hasta el fondo y eso fue lo que nos salvó… hasta ahora. Hizo retroceder esa tormenta con una explosión. Nos salvó…

A su alrededor los soldados estaban llenos de ampollas, quemados. Tosían con cada bocanada de aire que metían en los pulmones abrasados. Pero no yo. Podía sentir a ese dios menor, dentro de la tormenta de fuego. Podía sentirlo, un niño enfurecido que sabía que iba a morir demasiado pronto. Bien, no te mereces nada más. El fuego no podía hacerle daño, pero eso no significaba que tuviera que arrodillarse y rezarle, ¿verdad? Él no había pedido nada de aquello. Él, Tormenta y Verdad… solo Verdad estaba muerto. Jamás había esperado…

Y yo digo, y yo digo, ese viejo puente

tiene pies de piedra y argamasa blanca como masa,

y los tejones cuelgan del frente

columpiándose todo el día hasta casa.

Oh, arrancábamos parras de ya sabes dónde

y nos metíamos en las orejas dulce, dulcísima marga.

Tú saca esos tejones volando, buen conde,

mételos en las ollas de la chimenea, qué larga…

¡Y no saben dulces ni nada!

¡Y no saben dulces ni nada!

Dulces como la nata, oh, sí,

dulces como la nata…

Cuando saliera de allí iba a retorcer el cuello escuálido de Bollito. ¿Mariscal supremo? Por todos los dioses del inframundo…

Y yo digo, oh, yo digo, la torre de ese hechicero…

El cabo Chapapote tiraba de los brazos de Balgrid sin hacer caso de los chillidos del hombre. Cómo se las había arreglado aquel mago para no adelgazar durante aquella marcha interminable resultaba incomprensible. Y al final seguro que letal. Claro que, lo gordo se podía estrujar y meter mientras que los músculos poderosos no. Al menos ya era algo.

Balgrid aulló cuando Chapapote lo arrastró por la grieta.

—¡Me vas a arrancar los brazos!

—Te atascas, Balgrid —dijo Chapapote—, y Urb, que va detrás de ti, a este paso te sacará el cuchillo…

Una voz apagada del hombretón que iba detrás de Balgrid:

—Y que lo digas, joder. Te voy a despiezar como a un cerdo, mago. Lo juro.

La oscuridad era lo peor de todo, qué más daban las arañas, los escorpiones y los ciempiés, era la oscuridad lo que reconcomía y desgarraba la cordura de Chapapote. Al menos Botella tenía los ojos de una rata para mirar. Las ratas podían ver en la oscuridad, ¿verdad? Claro que, quizá no. Quizá solo usaban la nariz, los bigotes, las orejas. Quizá eran demasiado estúpidas para volverse locas.

O ya están locas. Nos está guiando una rata chiflada…

—¡Estoy atascado otra vez, oh, dioses! ¡No puedo moverme!

—Deja de gritar —dijo Chapapote, que se dio la vuelta y se giró una vez más. Estiró las manos para coger los brazos del hombre—. ¿Oyes eso, Balgrid?

—¿Qué? ¿Qué?

—No estoy seguro. Creí oír los cuchillos de Urb saliendo de las vainas.

El mago hizo un esfuerzo y empezó su penosa progresión, dando patadas, arañando el suelo.

—Tú dejas de moverte otra vez —le gruñó Bálsamo al niño que tenía delante— y te llevan los lagartos. Te van a comer vivo. Nos van a comer vivos a todos. Son lagartos de cripta, maldito enano. ¿Sabes lo que hacen los lagartos de cripta? Te diré lo que hacen. Comen carne humana. Por eso se llaman lagartos de cripta, solo que no les importa que sea carne viva…

—¡Por el amor del Embozado! —rezongó Olor a Muerto detrás de él—. Sargento… así no…

—¡Cierra el pico! Sigue moviéndose, ¿no? Oh, sí, vaya si sigue. ¡Lagartos de cripta, mocoso! ¡Oh, sí!

—Espero que no sea tío de nadie, sargento.

—Empiezas a ser casi peor que Jarretesgrandes, cabo, con esa bocaza que tienes. Quiero un pelotón nuevo…

—Nadie lo aceptará, no después de esto…

—Tú qué sabrás, Olor a Muerto.

—Sé que si fuera ese crío que lleva delante, le cagaría en toda la cara.

—¡Calla! ¡Le estás dando ideas, maldito seas! Me cagas, chaval, y te ato, oh sí, te ato y te dejo para los lagartos de cripta…

—¡Escúchame a mí, pequeñín! —exclamó Olor a Muerto, su voz levantó ecos—. ¡Esos lagartos de cripta, son de grandes como tu pulgar! Bálsamo solo…

—Te voy a ensartar, Olor a Muerto. ¡Lo juro!

Corabb Bhilan Thenu’alas se arrastraba por el suelo. El malazano que llevaba detrás iba jadeando, la única indicación de que el hombre todavía lo seguía. Habían conseguido dejar caer uno de los paneles de cobre sobre el pozo, se habían quemado las manos (quemaduras graves, el dolor no desaparecía); Corabb sentía las palmas como cera blanda, deformadas por las piedras que agarraban, los salientes a los que se aferraban.

Jamás había sentido un dolor tan atroz. Estaba bañado en sudor, le temblaban los miembros, el corazón le martilleaba en el pecho como una bestia atrapada.

Se metió por un espacio muy estrecho y se hundió en lo que parecía la superficie de una calle, aunque rozó con la cabeza los escombros de piedra de arriba. Avanzó deslizándose, jadeando, y oyó al sargento bajar tras él.

Y entonces el suelo se sacudió, el polvo les llovió encima, denso como arena. Truenos, una conmoción tras otra, machacando desde arriba. Una oleada de aire abrasador los barrió desde atrás. Humo, polvo…

—¡Avanzad! —chilló Cuerdas—. Antes de que el techo ceda…

Corabb echó un brazo atrás y fue tanteando hasta que cogió una de las manos del malazano, el hombre estaba medio enterrado bajo los escombros, le costaba respirar bajo el peso que se asentaba sobre él. Corabb tiró y después tiró un poco más fuerte.

Un gruñido salvaje del malazano y después, con un fuerte estrépito, ladrillos y piedras que caían con un golpe seco. Corabb liberó al hombre de un tirón.

—¡Vamos! —siseó—. Hay un pozo ahí delante, una cloaca, el resto fue por ahí abajo, agárrate a mis tobillos, sargento…

El viento estaba venciendo al calor turbio.

Corabb se lanzó de cabeza al pozo y arrastró a Cuerdas con él.

La rata había llegado a un pozo vertical de paredes lo bastante bastas como para poder bajar. El viento subía por allí con un aullido, repleto de hojas podridas, polvo y fragmentos de insectos. La criatura seguía descendiendo cuando Botella se aupó al saliente. Los detritos le escocieron en los ojos cuando se asomó.

No vio nada. Arrancó un trozo de escombro y lo tiró al fondo, lejos de las paredes. Su alma, que cabalgaba sobre la de la rata, percibió su paso. Las orejas del roedor se aguzaron, a la espera. Cuatro latidos humanos después hubo un crujido apagado, sordo, de piedra contra piedra, unos cuantos más y después nada. Oh, dioses…

Sepia habló tras él.

—¿Qué pasa?

—Un pozo, baja hasta el fondo, y es muy profundo.

—¿Podemos bajar trepando?

—Mi rata sí.

—¿Qué anchura tiene?

—No mucha, y se va estrechando.

—Tenemos personas heridas aquí detrás, y Hellian sigue inconsciente.

Botella asintió.

—Pasa lista, quiero saber cuántos han llegado. También necesitamos correas, cuerda, lo que sea, todo. ¿Soy yo o tú también oíste derrumbarse el templo?

Sepia se volvió, dijo que pasaran lista, y que hicieran correr la petición de correas y cuerda, después se giró una vez más.

—Sí, se desplomó. Cuando el viento amainó. Gracias al Embozado que ha vuelto o estaríamos asándonos, o asfixiándonos, o las dos cosas.

Bueno, todavía no hemos salido…

—Sé lo que estás pensando, Botella.

—¿Lo sabes?

—¿Crees que hay un dios rata? Eso espero y espero que estés rezando con todas tus fuerzas.

Un dios rata. Quizá. Cuesta saberlo con criaturas que no piensan en palabras.

—Creo que uno de nosotros, uno de los más grandes y fuertes, podría ir metiéndose. Y ayudar a bajar a la gente.

—Si conseguimos suficientes correas y todo lo demás para bajar trepando, sí. Tulipán, quizá, o ese otro cabo, Urb. Pero no hay sitio suficiente para que se adelante nadie.

Lo sé.

—Voy a intentar bajar trepando.

—¿Dónde está la rata?

—Ahí abajo. Ha llegado al fondo. Está esperando allí. En fin, allá vamos.

Acudió a la senda Thyr para penetrar en la oscuridad y se acercó al borde mismo. La pared de enfrente parecía formar parte de una estructura monumental, las piedras talladas y encajadas con destreza. Trozos de yeso medio deshecho cubrían ciertas partes, al igual que secciones del friso que recubría el yeso. Parecía una vertical casi perfecta, la estrechez del hueco estaba provocada por la pared del lado del mago, una fachada mucho más tosca, con proyecciones que quedaban de algún tipo de ornamentación elaborada. Un extraño choque de estilos para ser dos edificios que se alzaban tan cerca uno del otro. Al parecer, los dos muros habían soportado los estragos de quedar enterrados, y nada indicaba que les hubiesen afectado las presiones de la arena y los escombros.

—Muy bien —le dijo a Sepia, que se había aproximado más—, quizá no sea para tanto.

—¿Tienes, cuántos, veinte años? Sin heridas, flaco como una lanza…

—Vale, lo has dejado claro. —Botella se arrastró un poco más y después desplazó la pierna derecha. La estiró y despacio fue avanzando boca abajo, apoyado en el estómago.

—Maldita sea, no creo que tenga la pierna lo bastante…

El saliente en el que se apoyaba se astilló, de repente se dio cuenta de que no era más que madera podrida, y empezó a deslizarse y a caer.

Se giró en redondo, pataleó con las dos piernas mientras se precipitaba y estiró los dos brazos hacia atrás y hacia los lados. Las piedras ásperas se le clavaron en la espalda, un afloramiento se estrelló contra su nuca y le lanzó la cabeza hacia delante. Y después, los dos pies entraron en contacto con la piedra del muro de enfrente.

Quedó cabeza abajo…

Oh, Embozado…

Tirones repentinos, ruidos de algo que se partía y después algo más, algo que tiraba de él, que ralentizaba su descenso.

Dioses, telarañas…

Algo le dio un tirón al hombro izquierdo y le dio la vuelta. Dio otra patada y sintió el muro de yeso bajo el pie. Estiró el brazo derecho y se aferró con la mano a un bulto que pareció hundirse como una esponja bajo los dedos tensos. Entró en contacto con el muro con el otro pie y empujó con las dos piernas hasta que consiguió apoyar la espalda en piedra áspera.

Y había arañas, cada una tan grande como una mano estirada, trepándole por todo el cuerpo.

Botella se quedó muy quieto, luchaba por ralentizar su respiración.

Sin vello, de patas cortas, color ambarino pálido (pero no había luz); se dio cuenta entonces de que las criaturas estaban brillando, iluminadas de alguna forma desde dentro, como la llama de un farol detrás de unos gruesos vidrios tintados de dorado. Un enjambre lo había recubierto por entero. A lo lejos, muy arriba, oyó que Sepia lo llamaba en tonos desesperados, asustado.

Botella extendió su mente y de inmediato se encogió ante la furia ciega que crecía en las arañas. Y destellos de recuerdos, la rata, su presa favorita, que de algún modo había esquivado todas sus trampas y había seguido descendiendo, justo delante de ellas, sin ver, sin ser consciente de los cientos de ojos que rastreaban su paso. Y ahora… esto.

Con el corazón atronándole en el pecho, Botella sondeó una vez más. Una mente que era una especie de colmena, no, una familia extendida, se apelotonaban todas, intercambiaban nutrientes, cuando una se alimentaba, se alimentaban todas. Jamás habían conocido otra luz que no fuera la que vivía en su interior y, hasta hacía muy poco, no habían conocido el viento. Aterradas… pero no muertas de hambre, gracias al Embozado. Intentó calmarlas, se estremeció una vez más cuando cesó todo movimiento, toda la atención clavada en él. Las patas que se habían estado escabullendo por su cuerpo se quedaron quietas, unas garras diminutas se aferraron con fuerza a su piel.

Tranquilas. No hay razón para temer. Un accidente, y habrá más, es inevitable. Mejor que os vayáis ahora, todas. Pronto regresará el silencio, habremos pasado y en poco tiempo amainará este viento, y podréis comenzar a reconstruir. Paz… por favor.

No estaban convencidas.

El viento se detuvo de repente y después descendió una bocanada de calor.

¡Huid! Modeló imágenes de fuego en su mente, sacó de su recuerdo escenas de personas muriendo, destrucción por todas partes…

Las arañas huyeron. Tres latidos y estaba solo. Nada se aferraba todavía a su piel, nada salvo hebras de anclas tiesas, láminas raídas de telarañas. Y, deslizándosele por la espalda, de las plantas de los pies, de los brazos, sangre.

Maldita sea, tengo desgarros serios. El dolor empezaba a despertar… por todas partes. Demasiado… La conciencia huyó.

Arriba, muy lejos:

—¡Botella!

Se agitó… y despertó con un parpadeo. ¿Cuánto tiempo llevaba colgado allí?

—¡Estoy aquí, Sepia! ¡Estoy bajando, ya no queda mucho, creo! —Hizo una mueca de dolor y empezó a tantear con los pies hacia abajo, el espacio era lo bastante estrecho como para poder abarcar todo el hueco. Ahogó un grito cuando apartó la espalda de la pared.

Algo le azotó el hombro derecho, le escoció y agachó la cabeza, después sintió que el objeto se deslizaba por el lado derecho de su pecho. La correa de un arnés.

Y arriba oyó una voz.

—¡Voy a bajar!

Koryk volvió la cabeza y gritó.

—Casco, ¿sigues con nosotros?

El tipo había estado farfullando, todos habían descubierto un horror inesperado. El de parar. Seguir moviéndose había sido un anclaje a la cordura porque significaba que más adelante, por algún sitio, Botella seguía arrastrándose, seguía encontrando una forma de pasar. Cuando todo el mundo se había parado, el terror se había deslizado entre ellos y les había rodeado las gargantas con unos tentáculos que habían empezado a ceñirlos cada vez más.

Chillidos, luchas aterradas contra piedra y ladrillo prensado, inamovible, manos que se aferraban a pies. Que se alzaban, víctimas de algún frenesí.

Y después, voces que bramaban, que avisaban de algo, habían llegado a una especie de pozo, necesitaban cuerdas, cinturones, correas para arneses, iban a bajar trepando.

Todavía había un camino por delante.

Y durante todo ese tiempo Koryk había murmurado su cántico. La canción de la Muerte del Niño, el rito de paso seti con el que el renacuajo se convertía en adulto. Un ritual que, tanto para niños como para niñas, incluía el leño de la tumba, el ataúd hueco y el internamiento durante toda una noche en la cripta de tu linaje. Enterrados vivos para que el niño muriera y naciera el adulto. Una prueba contra el espíritu de la locura, los gusanos que vivían en cada persona, enroscados en la base del cráneo, envolviendo con fuerza la columna. Gusanos que siempre estaban impacientes por despertar, por arrastrarse, por abrirse un sendero en el cerebro, susurrando y riéndose o chillando, o las dos cosas.

Él había sobrevivido a esa noche. Había derrotado a los gusanos.

Y era todo lo que necesitaba para esto. Lo único que necesitaba.

Había oído a esos gusanos comiéndose a los soldados que tenía por delante, a los soldados que tenía detrás. A los niños, cuando los gusanos se precipitaron a llevárselos a ellos también. Que un adulto se viniese abajo de miedo, no podía haber peor pesadilla para el niño que lo presenciase. Pues con eso se desgarraba toda esperanza, toda fe.

Koryk no podía salvar a ninguno de ellos. No podía darles el cántico, no sabrían lo que significaba y jamás habían pasado una noche en un ataúd. Y era consciente de que si hubiera continuado mucho tiempo más, la gente hubiese empezado a morir, o la locura hubiese devorado sus mentes por completo, para siempre, y eso mataría a todos los demás. A todos.

Los gusanos se habían retirado y lo único que oía ya eran llantos, no de los desesperados, sino de los aliviados, llantos y balbuceos. Y sabía que podían notar el sabor, el sabor de lo que esos gusanos se habían dejado atrás y rezaban: Otra vez no. No más cerca, por favor. Nunca jamás.

—¿Cabo Casco?

—¿Qu-qué, maldito seas?

—Cojo. ¿Cómo está? No hago más que darle patadas, le arreo en lo que creo que es el brazo, pero no se mueve. ¿Puedes adelantarte, puedes comprobarlo?

—Está fuera de combate.

—¿Cómo fue?

—Me subí encima de él y le golpeé la cabeza contra el suelo hasta que dejó de chillar.

—¿Estás seguro de que está vivo?

—¿Cojo? Tiene el cráneo duro como una piedra, Koryk.

Este oyó un movimiento detrás de él.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Te lo demostraré. Retuércele la pierna rota…

Cojo lanzó un chillido.

—Me alegro de tenerte de vuelta, soldado —dijo Casco.

—¡Aléjate de mí, cabrón!

—No fui yo el que tuvo el ataque de pánico. La próxima vez que se te ocurra dejarte llevar por el pánico, Cojo, acuérdate de que estoy aquí, justo detrás de ti.

—Un día te mato, cabo…

—Como quieras. Pero no lo vuelvas a hacer.

Koryk se acordó de los balbuceos que le había oído a Casco, pero no dijo nada.

Más arañazos con los pies y después un fardo de cuerda y correas de cuero (la mayor parte carbonizadas) cayeron en las manos de Koryk. Este las arrastró hacia sí y después las empujó hacia delante, hacia el pequeño acurrucado detrás de Tavos Estanque.

—Empújalo, chavalín —dijo.

—Tú —dijo el niño—. Te oí. Te estuve escuchando.

—Y te sentiste bien, ¿verdad?

—Sí.

—Te lo enseñaré. Para la próxima vez.

—Vale.

Alguien había sorteado el frenesí de terror y había gritado instrucciones a los de atrás, y la gente había respondido, se habían despojado de todo lo que se podía usar como cuerda. Con un escalofrío bajo una capa arenosa de sudor, Chapapote apoyó la frente en las piedras que tenía debajo y olió el polvo mezclado con los restos de su propio miedo. Cuando el fardo llegó a él, lo atrajo y después se quitó como pudo lo que quedaba de su propio arnés y lo añadió a la patética colección.

Bueno, al menos ya tenían una razón para esperar, no estaban parados porque Botella se había quedado sin sitios por los que arrastrarse. Algo a lo que aferrarse. Rezó para que fuera suficiente.

Tras él oyó el susurro de Balgrid.

—Ojalá estuviéramos de marcha por el desierto otra vez. Ese camino, todo ese espacio en ambas direcciones…

—Pues sí —dijo Chapapote—. Y también recuerdo cómo lo maldecías. La sequedad, el sol…

—¡Sol, ja! Estoy tan crujiente que jamás volveré a temer al sol. Dioses, me arrodillaré a rezarle, lo juro. Si la libertad fuera un dios, Chapapote…

Si la libertad fuera un dios. Bueno, ese sí que es un pensamiento interesante…

—Gracias al Embozado que han dejado de chillar —dijo Bálsamo, se rascaba lo que fuera que le estaba haciendo cosquillas en la piel, le cosquilleaba, le picaba como una especie de sarpullido de calor. Sarpullido de calor, eso tenía su gracia…

—Sargento —dijo Olor a Muerto—, era usted el que chillaba.

—Cállate, maldito mentiroso. No era yo, era el niño que tengo delante.

—¿En serio? No sabía que hablaba dalhonesio.

—Te voy a trinchar, cabo. Una palabra más, lo juro. Dioses, me pica todo, como si hubiera estado rodando por el polen del Necio…

—Es lo que pasa después de un ataque de pánico, sargento. Sudor del miedo, se llama. No se habrá meado también, ¿verdad? Huelo…

—Tengo el cuchillo fuera, Olor a Muerto. ¿Lo sabes? Lo único que tengo que hacer es darme la vuelta y ya no me molestarás más.

—Tiró el cuchillo, sargento. En el templo…

—¡Bien! ¡Pues te mato a patadas!

—Bueno, si me mata, ¿puede hacerlo antes de que tenga que atravesar su charco?

—El calor está ganando la guerra —dijo Corabb.

—Sí —respondió Cuerdas tras él, la voz débil, quebradiza—. Toma.

Había empujado algo contra los pies de Corabb. Este estiró el brazo hacia atrás y cerró la mano alrededor de un rollo de cuerda.

—¿Llevabas esto encima?

—Me envolvía el cuerpo. Vi a Sonrisas tirarlo, fuera del templo, estaba casi ardiendo, así que no es de extrañar…

Cuando lo atrajo hacia sí, Corabb sintió algo húmedo, pegajoso, en la cuerda. Sangre.

—Te estás desangrando, ¿verdad?

—Es un hilillo. Estoy bien.

Corabb se arrastró un poco más, quedaba algo de espacio entre ellos y el siguiente soldado, el que se llamaba Jarretesgrandes. Corabb habría podido mantener el ritmo si hubiera sido el último, pero no quería dejar atrás al sargento malazano. Enemigo o no, esas cosas no se hacían.

Había creído que todos eran monstruos, cobardes y matones. Había oído que se comían a sus propios muertos. Pero no, solo eran personas. No muy diferentes del propio Corabb. La tiranía solo es achacable a la emperatriz. Estos… son solo soldados. Nada más. Si hubiera ido con Leoman… no habría descubierto nada de eso. Se habría aferrado a su odio fiero por todos los malazanos y todas las cosas malazanas.

Pero llegados a ese punto… el hombre que tenía detrás se estaba muriendo. Falari de nacimiento, solo otro lugar conquistado por el Imperio. Se moría y no había forma de llegar a él, no allí, aún no.

—Toma —le dijo a Jarretesgrandes—. Pasa esto.

—¡Que el Embozado nos lleve, es cuerda de verdad!

—Sí. Muévela, rápido.

—A mí no me des órdenes, capullo. Eres un prisionero. Que no se te olvide.

Corabb retrocedió a rastras.

El calor estaba aumentando, devoraba los finos chorros de aire frío que subían deslizándose. No podían quedarse quietos mucho tiempo más. Tenemos que continuar.

—¿Has dicho algo, Corabb? —oyó decir a Cuerdas.

—No. No mucho.

De arriba llegaban los sonidos de Sepia bajando por la cuerda improvisada, la respiración forzada, áspera. Botella llegó a la base llena de escombros de la fisura. Estaba taponada a conciencia. Confuso, pasó las manos por las dos paredes. ¿Su rata? Ah, ahí… en el fondo de la pared que caía en pico, vertical, la mano izquierda se hundió en el aire que subía junto a él. Un arco. Dioses, ¿qué clase de edificio era? Un arco que sujetaba el peso de al menos dos, quizá tres, plantas de mampostería. Y ni el muro ni el arco se habían combado después de todo ese tiempo. Quizá las leyendas sean verdad. Quizá Y’Ghatan fuera una vez la primera Ciudad Sagrada, la ciudad más magnífica de todas. Y cuando murió, en la gran matanza, todos los edificios quedaron en pie, ni una sola piedra fuera de sitio. En pie, para que la enterrase la arena.

Se bajó y se retorció con los pies por delante por el arco, y casi de inmediato entró en contacto con montones de algo (¿escombros?) que casi llenaba la cámara que había detrás. Escombros que se inclinaron y cayeron con un sonido hueco, impelidos por las patadas que les dio él.

Más adelante, su rata se desperezó, sobresaltada por los fuertes ruidos cuando Botella se deslizó en la cámara. Estiró los brazos de su voluntad y sujetó el alma de la criatura una vez más.

—No pasa nada, pequeñina. Tu trabajo empieza otra vez… —Se fue quedando sin voz.

Estaba echado en fila tras fila de urnas, apiladas a tal altura que se hallaban a un solo brazo del techo de la cámara. Botella tanteó con las dos manos y se encontró con que las altas urnas permanecían selladas, con tapas de hierro, y los bordes y las cubiertas del metal grabadas con dibujos intrincados de remolinos. La cerámica de debajo era suave al tacto, con un fino vidriado. Al oír a Sepia gritar que había llegado a la base detrás de él, Botella reptó hacia el centro de la habitación. La rata se deslizó por otro arco de enfrente y Botella percibió que descendía un poco más, se posaba en un suelo de piedra llana, despejada, y después seguía anadeando.

El mago sujetó con fuerza la tapa de hierro de una urna e intentó con todas sus fuerzas soltarla. El sello era hermético y sus esfuerzos no obtuvieron ningún resultado. Giró el borde a la derecha, nada, después a la izquierda. Un chirrido. Giró con más fuerza. La tapa se deslizó, se había desprendido del sello. La cera desmigajada se resquebrajó totalmente. Botella tiró de la tapa. Cuando eso falló, continuó girándola a la izquierda y no tardó en darse cuenta de que la tapa se iba elevando poco a poco con cada vuelta completa. Unos dedos curiosos descubrieron un surco biselado que iba dibujando una espiral en el borde de la urna, incrustado de cera. Dos giros más y la tapa de hierro se soltó.

Se alzó un olor acre, empalagoso.

Conozco ese olor… miel. Estas cosas están llenas de miel. ¿Cuánto tiempo llevaban allí metidas, almacenadas por personas convertidas en polvo hace mucho tiempo? Bajó la mano y casi de inmediato la metió en el contenido fresco y espeso. Un bálsamo contra las quemaduras y además, una respuesta al hambre repentina que había despertado en su interior.

—¿Botella?

—Por aquí. Estoy en una cámara grande bajo el muro recto. Sepia, aquí hay urnas, cientos de ellas. Llenas de miel. —Sacó las manos y se lamió los dedos—. Dioses, sabe a miel fresca. Cuando entres aquí, úntate las quemaduras, Sepia…

—Solo si me prometes que no vamos a arrastrarnos por un nido de hormigas después.

—Aquí abajo no hay hormigas. ¿Qué tal la lista?

—Tenemos a todo el mundo.

—¿Cuerdas?

—Todavía con nosotros, aunque el calor está bajando.

—Suficientes correas y cuerda, entonces. Bien.

—Sí. Siempre que aguanten. Parece que Urb está proponiendo llevar a Hellian hasta abajo. A la espalda.

—¿Los siguientes ya están de camino?

—Sí. ¿Cómo se quitan estas tapas?

—Gíralas a contramano. Y después sigue girándolas.

Botella escuchó al hombre retirar una de las tapas.

—Esto no puede ser muy viejo, todavía está fresco.

—Hay glifos en las tapas, Sepia. No los veo, pero los toco. Mi abuela tenía una hoja ritual que usaba en su brujería, las marcas son las mismas, creo. Si tengo razón, Sepia, esta obra de hierro es jaghut.

—¿Qué?

—Pero las urnas son del Primer Imperio. Toca los lados. Suave como la cáscara de un huevo, si tuviéramos luz te apostaría lo que fuera a que son de color azul cielo. Así que con un sello lo bastante bueno…

—Todavía noto las flores en esto, Botella.

—Lo sé.

—Estás hablando de miles y miles de años.

—Sí.

—¿Dónde está tu rata favorita?

—Buscándonos un camino para pasar. Hay otra cámara enfrente, pero está abierta, vacía, es decir… deberíamos ir allí para darles espacio a los otros…

—¿Qué te pasa?

Botella sacudió la cabeza.

—Nada, solo me siento un poco… raro. Tengo algún corte en la espalda… está dormida…

—Por el aliento del Embozado, había una especie de amapola en esa miel, ¿verdad? Estoy empezando a sentir… dioses del inframundo, me da vueltas la cabeza.

—Sí, será mejor advertir a los otros.

Aunque no veía nada, Botella tenía la sensación de que el mundo que lo rodeaba se estremecía y giraba como una peonza. El corazón se le había disparado de repente. Mierda. Reptó hacia el otro arco. Se metió, avanzó de un tirón y cayó.

El choque con el suelo de piedra le pareció lejano, pero presintió que se había precipitado a una altura mayor que la de un hombre. Recordó un crujido seco y se percató de que había sido su frente al golpear las losas.

Sepia cayó con otro golpe seco encima de él y rodó con un gruñido.

Botella frunció el ceño y se arrastró por el suelo. La rata… ¿dónde estaba? Se ha ido. La he perdido. Oh, no, la he perdido.

Momentos después, también perdió todo lo demás.

Corabb había arrastrado a un Cuerdas inconsciente por el último trozo de túnel. Habían llegado al saliente y habían encontrado la cuerda colgada de tres vainas de espada encajadas en el pozo y vagos sonidos de voces mucho más abajo. El calor giraba como serpientes a su alrededor mientras hacía fuerza para acercar al malazano al saliente.

Después estiró el brazo y empezó a subir la cuerda.

El último tercio consistía en nudos, correas y hebillas; comprobó cada nudo, tiró de cada ramal, pero ninguno parecía a punto de romperse. Corabb ató los brazos del malazano, con fuerza en las muñecas; después los tobillos del hombre, uno de ellos bañado en sangre y, al comprobar las vendas, descubrió que no quedaba ninguna, solo los agujeros desgarrados dejados por la lanza; con la cuerda de los tobillos hizo un nudo central entre los pies del sargento. Con el extremo de una cuerda enlazado en una mano, Corabb se pasó los brazos del hombre por la cabeza y después los bajó de modo que tenía las muñecas atadas contra el esternón. Después metió sus propias piernas para que los pies atados del malazano le quedaran contra las pantorrillas. Subió la cuerda anudada por el centro, se la pasó por la cabeza y bajó un brazo, después la ciñó con un nudo apretado.

Se fue internando en el pozo, se tuvo que apoyar durante el más breve de los momentos en las vainas encajadas, después consiguió apoyar un pie en la pared contraria. La distancia era un poco excesiva, solo conseguía retener las puntas de los pies en cada muro y, con el peso de Cuerdas sostenido por completo por la espalda, los tendones de sus tobillos estaban a punto de partirse.

Corabb empezó a bajar entre jadeos. La altura de dos hombres, descendidas cada vez a más velocidad, el control se le iba con cada tirón hacia abajo, pero entonces encontró una proyección sólida en la que pudo descansar el pie derecho y la brecha se había estrechado lo suficiente para poder estirar la mano izquierda y aliviar la carga de esa pierna.

Corabb descansó.

El dolor de las quemaduras profundas, el martilleo del corazón. Un rato después reanudó el descenso. Cada vez era más fácil, la brecha se iba cerrando y cerrando.

Y entonces llegó al fondo y oyó algo parecido a carcajadas a su izquierda, muy bajas, que después fueron desapareciendo.

Buscó por ese lado y encontró el arco, tiró por él la cuerda y la oyó chocar contra un cuerpo un poco más abajo.

Está todo el mundo dormido. No me extraña. No me vendría mal a mí tampoco.

Desató a Cuerdas y después avanzó gateando y se encontró con los pies equilibrados sobre unas tinajas que tintineaban, el sitio estaba atestado de ellas, se oían ronquidos y el sonido de personas respirando por todas partes y había un olor dulzón, empalagoso. Tiró de Cuerdas y lo posó con suavidad en las tinajas.

Miel. Tinajas y tinajas de miel. Buena para las quemaduras, creo. Buenas para las heridas. Corabb encontró una tinaja abierta y sacó un puñado, gateó hasta el sargento y metió la miel en las perforaciones de la herida. Untó las quemaduras, las de Cuerda y las suyas. Después se echó hacia atrás. Lo envolvió una dicha que lo aturdió.

Oh, esta miel, es carelbarra, el portador de dioses. Oh…

El puño Keneb salió bamboleándose a la luz de la mañana, se detuvo, parpadeó y miró a su alrededor, a la caótica disposición de tiendas, muchas de ellas carbonizadas, y a todos los soldados que tropezaban, vagaban o permanecían inmóviles con los ojos clavados en el paisaje condenado que llegaba hasta la ciudad. Y’Ghatan, desdibujada por oleadas de calor que subía, un montículo deforme fundido sobre su accidentada colina, había fuegos todavía destellando por algunas zonas, lenguas de color naranja pálido y, más abajo, de un fiero color rojo profundo.

La ceniza llenaba el aire e iba cayendo como nieve.

Dolía respirar. Le costaba oír, el rugido de la tormenta de fuego todavía parecía bramar dentro de su cabeza, tan ávida como siempre. ¿Cuánto tiempo había durado? ¿Un día? ¿Dos días? Había habido sanadores. Brujas con ungüentos, practicantes de Denul del propio ejército. Un batiburrillo de voces que canturreaban, susurros, algunos reales, otros imaginados.

Pensó en su mujer. Selv estaba lejos de ese infausto continente, a salvo en su finca familiar de Quon Tali. Y Kesen y Vaneb, sus hijos. Ellos habían sobrevivido, ¿verdad? Estaba seguro de que así era. Tenía un recuerdo de eso, lo bastante fuerte como para convencerlo de su veracidad. Ese asesino, Kalam, había tenido algo que ver con eso.

Selv. Se habían distanciado durante los dos años anteriores a la rebelión, los dos años (¿eran dos?) que habían estado en Siete Ciudades, en el asentamiento de la guarnición. El levantamiento los había obligado a los dos a dejarlo todo de lado, por los niños, por la propia supervivencia. Sospechaba que Selv no lo echaba de menos, aunque quizá sus hijos sí. Sospechaba que su mujer ya habría encontrado a otra persona a aquellas alturas, un amante, y lo último que querría sería verlo otra vez.

Bueno, había cosas peores en esta vida. Pensó en esos soldados que había visto con las más temibles de las quemaduras, dioses, cómo habían chillado de dolor.

Keneb se quedó mirando la ciudad. Y la odió con toda su alma.

Torcido, el perro, llegó y se echó a su lado. Un momento más tarde apareció Larva.

—Padre, ¿sabes tú lo que saldrá de esto? ¿Lo sabes?

—¿Salir de qué, Larva?

El niño señaló a Y’Ghatan con un brazo desnudo y manchado de hollín.

—Ella quiere que nos vayamos. Tan pronto como podamos. —Después señaló hacia el sol matinal—. Es la peste, ¿sabes? En el este. Bueno. Marchamos al oeste. Para ir a buscar los barcos. Pero yo ya sé la respuesta. Para encontrar lo que está dentro de nosotros, tienes que sacar todo lo demás, ¿lo ves?

—No, Larva. No lo veo.

El perrito faldero hengese, Cucaracha, apareció reptando, olisqueando el suelo. Después empezó a escarbar como si se hubiera apoderado de él una fiebre. El polvo lo envolvió.

—Hay algo enterrado —dijo Larva, que miraba a Cucaracha.

—Me imagino.

—Pero ella no lo verá. —El niño levantó la cabeza y miró a Keneb—. Y tú tampoco.

Larva se fue corriendo con Torcido dando grandes zancadas a su lado. El perrito faldero continuó cavando entre resoplidos y bufidos.

Keneb frunció el ceño e intentó recordar lo que Larva había dicho, ¿había sido la noche de la Brecha? ¿Antes de que se diera la malhadada orden? ¿Había habido una advertencia oculta en las palabras del muchachito? No se acordaba, el mundo antes del fuego parecía haberse quemado, haberse consumido en su mente. Le había costado un gran esfuerzo conjurar los nombres de su mujer, de sus hijos, sus caras. No lo entiendo. ¿Qué me ha pasado?

En la tienda de mando, la consejera se encontraba delante de Nada y Menos. El puño Blistig observaba desde el fondo de la tienda, tan exhausto que apenas podía tenerse en pie. Tavore lo había puesto a cargo de las sanaciones, montar los hospitales, organizar a los sanadores Denul, las brujas y los hechiceros. Dos días y una noche, o quizá una noche y media, no estaba seguro de poder incluir el corto espacio de tiempo en el que había reinado el caos antes de salir el sol la noche de la Brecha. Sin sus oficiales esa primera noche, a él lo hubieran relevado del mando antes del amanecer. Su alma había estado ahogándose en el pozo del Abismo.

Blistig seguía sin estar muy seguro de cómo había conseguido salir.

Nada estaba hablando, su voz era monótona, embotada tras pasar demasiado tiempo metido en la hechicería que había terminado por odiar.

—Nada salvo muerte y calor. Los que consiguieron salir (su agonía me ensordece), están volviendo locos a los espíritus. Huyen, parten sus ataduras. Nos maldicen por esta inmensa herida dejada en la tierra, por los crímenes que hemos cometido…

—No son nuestros crímenes —interpuso la consejera, se giró y su mirada encontró a Blistig—. ¿Cuántos hemos perdido hoy, puño?

—Treinta y uno, consejera, pero las hechiceras dicen que ya pocos los seguirán. Los que peor estaban han muerto, el resto vivirá.

—Comenzad los preparativos para la marcha, ¿tenemos suficientes carretas?

—Siempre que los soldados acarreen su propia comida durante un tiempo —dijo Blistig—. Y hablando de eso, se perdieron algunas reservas, terminaremos masticando cuero a menos que podamos organizar un reabastecimiento.

—¿Cuánto tiempo?

—Una semana, si comenzamos a racionar de inmediato. Consejera, ¿adónde vamos?

Los ojos de la mujer se velaron por un momento, después apartó la mirada.

—La peste está resultando ser… virulenta. Es la de la propia Señora, al parecer, el beso de la diosa en persona. Y hay escasez de sanadores…

—¿Lothal?

Nada negó con la cabeza.

—La ciudad ya ha sido golpeada, puño.

—Sotka —dijo la consejera—. Perla me ha informado de que la flota y los transportes del almirante Nok han sido incapaces de amarrar en ninguna ciudad al este de Ashok, en la península Maadil, así que se ha visto obligado a rodearla y espera alcanzar Sotka dentro de nueve días, suponiendo que pueda atracar para abastecerse de agua y comida en Taxila o Rang.

—¿Nueve días? —preguntó Blistig—. Si la peste ya está en Lothal…

—Ahora nuestro enemigo es el tiempo —dijo la consejera—. Puño, tiene órdenes de desmontar el campamento. Hágalo lo más rápido posible. La rebelión ha terminado. Nuestra misión ahora es sobrevivir. —Estudió a Blistig por un momento—. Nos quiero en camino esta noche.

—¿Esta noche? Sí, consejera. Será mejor que me vaya, entonces.

Hizo un saludo marcial y salió. Una vez fuera, se detuvo, parpadeó por un momento y después, al recordar sus órdenes, se puso en marcha.

Cuando los pasos de Blistig se extinguieron, la consejera se volvió hacia Menos.

—La señora de la Peste, Menos. ¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí?

La bruja wickana lanzó un bufido.

—¿Me pides que desentrañe la mente de una diosa, consejera? Es inútil. Es posible que no tenga razón alguna. La peste es su orientación, después de todo. Es lo que hace. —La jovencita sacudió la cabeza y no dijo más.

—Consejera —aventuró Nada—, tienes tu victoria. La emperatriz estará satisfecha, tiene que estarlo. Necesitamos descansar…

—Perla me informa de que Leoman de los Mayales no está muerto.

Ninguno de los wickanos respondió y la consejera se enfrentó a ellos una vez más.

—Los dos lo sabíais, ¿verdad?

—Se lo… llevaron —dijo Nada—. Una diosa.

—¿Qué diosa? ¿Poliel?

—No. La reina de los Sueños.

—¿La diosa de la Adivinación? ¿De qué podría servirle a ella Leoman de los Mayales?

Nada se encogió de hombros.

Fuera de la tienda se detuvo un jinete y un momento después Temul, cubierto de polvo y sangrando por tres cuchilladas paralelas que le recorrían un lado de la cara, entró sin prisa arrastrando a una niña desharrapada con él.

—La encontré, consejera —dijo.

—¿Dónde?

—Intentando meterse otra vez en las ruinas. Ha perdido la cabeza.

La consejera estudió a la niña, Peccado, antes de hablar.

—Pues más le vale que la vuelva a encontrar. Necesito magos supremos. Peccado, mírame. Mírame.

La niña no dio indicación de oír siquiera a Tavore, la cabeza todavía agachada, mechones largos de pelo quemado le ocultaban la cara.

—Llévesela y que la aseen —dijo la consejera con un suspiro—. Y que la mantengan vigilada en todo momento, lo intentaremos más tarde.

—Consejera —le preguntó Nada cuando se fueron—, ¿tienes intención de perseguir a Leoman? ¿Cómo? No hay rastro que seguir, la reina de los Sueños podría haberlo sacado a otro continente a estas alturas.

—No, no lo perseguiremos, pero has de entender una cosa, wickano, mientras él siga vivo, no habrá victoria a ojos de la emperatriz. Y’Ghatan seguirá siendo lo que siempre ha sido, una maldición para el Imperio.

—No se alzará de nuevo —dijo Nada.

Tavore lo estudió.

—Los jóvenes no saben nada de historia. Voy a dar un paseo. Descansad un poco, los dos.

Y se fue.

Nada se encontró con los ojos de su hermana y sonrió.

—¿Jóvenes? Con qué facilidad olvidan.

—Todos olvidan, hermano.

—¿Dónde crees que ha ido Leoman?

—¿Dónde habría de ir? A la Edad Dorada, Nada. La gloria que fue la Gran Rebelión. Ahora recorre las brumas del mito. Dirán que su aliento era fuego. Dirán que se podía ver el Apocalipsis en sus ojos. Dirán que abandonó Y’Ghatan navegando por un río de sangre malazana.

—Los de la zona creen que Coltaine ascendió, Menos. El nuevo patrón de los Cuervos…

—Necios. Los wickanos no ascendemos. Solo… repetimos.

El teniente Poros estaba despierto y levantó la mano buena para recibir a su capitán cuando Tierno se detuvo a los pies del catre de campaña.

—Dicen que se le fundió la mano, teniente.

—Sí, señor. La mano izquierda, como ve.

—Dicen que han hecho todo que han podido, han eliminado el dolor y quizá un día consigan ir cortando y liberando cada dedo. Solo tiene que encontrar un sanador de gran Denul para hacer que su mano quede como nueva.

—Sí, señor. Y hasta entonces, puesto que es la mano del escudo, debería poder…

—Entonces, en el nombre del Embozado, ¿se puede saber que hace ocupando este catre, teniente?

—Ah, bueno, solo tengo que encontrar algo de ropa, señor, y estaré de inmediato con usted.

Tierno miró la fila de catres.

—La mitad de este hospital está lleno de corderitos quejicas, ¿listo para ser un lobo, teniente? Nos ponemos en marcha esta noche. No hay suficientes carretas y, lo que es más indignante, no hay suficientes palanquines ni sillas de elefantes dignas de ese nombre. Me pregunto adónde va a ir a parar este ejército.

—Una vergüenza, señor. ¿Cómo se encuentra el puño Tene Baralta, señor?

—Ha perdido el brazo, pero no se le oye gimotear, ni armar jaleo ni quejarse.

—¿No?

—Claro que no, sigue inconsciente. Levántese, soldado. Póngase esa manta.

—He perdido el torque del brazo, señor…

—Pero tiene la marca de la quemadura donde estaba, ¿no? Lo ven y sabrán que es usted un oficial. Eso y su porte feroz.

—Sí, señor.

—Bien, y ya basta de hacerme perder el tiempo. Tenemos trabajo que hacer, teniente.

—Sí, señor.

—Teniente, si continúa echado un solo latido más, voy a plegar ese catre con usted dentro, ¿me entiende?

—¡Sí, señor!

Estaba sentada, inmóvil, los miembros sin fuerzas, como una muñeca, mientras una anciana wickana la lavaba y otra le cortaba la mayor parte del pelo, y no levantó la cabeza cuando la capitán Faradan Sort entró en la tienda.

—Eso bastará —dijo, y les hizo un gesto a las dos wickanas para que se fueran—. Salgan.

Expresando al unísono sartas de lo que a la capitán le parecieron maldiciones, las dos mujeres se fueron.

Faradan Sort miró a la niña desde su altura.

—El pelo largo solo sirve para incordiar, Peccado. Estás mucho mejor sin él. Yo no echo de menos el mío en absoluto. No hablas, pero creo que sé lo que está pasando. Así que escucha. No digas nada. Solo escúchame…

La ceniza apagada, gris, flotante, devoró las últimas luces del sol, las nubes de polvo del camino bajaron flotando y se metieron en las orillas cortadas de ambos lados. Restos de ráfagas de la ciudad muerta que todavía rodaban sobre el Decimocuarto Ejército, todo lo que quedaba de la tormenta de fuego, pero recordatorio suficiente para la masa de soldados que aguardaban el resonar de los cuernos que anunciara el comienzo de la marcha.

El puño Keneb se aupó en la silla y cogió las riendas. A su alrededor podía oír las toses de humanos y bestias por igual, un sonido terrible. Carretas, cargadas con los heridos envueltos en vendas, hacían cola en el camino como carros funerarios, manchados de humo, ennegrecidos por las llamas y hediendo a piras de muertos. Sabía que entre ellos se encontraba el puño Tene Baralta, con partes del cuerpo desaparecidas en el fuego y la cara marcada de forma horrible, un sanador Denul había conseguido salvarle los ojos, pero la barba del hombre se había prendido y había perdido buena parte de los labios y la nariz. Lo que preocupaba en aquellos momentos era su cordura, aunque, por fortuna, continuaba inconsciente. Y había otros, tantos otros…

Observó a Temul y dos jinetes que se acercaban a medio galope. El líder wickano frenó y sacudió la cabeza.

—No está por ninguna parte, puño. Tampoco es ninguna sorpresa, pero has de saber algo: hemos tenido otras deserciones y los hemos rastreado a todos. La consejera ha dado la orden de matar a los próximos en cuanto los veamos.

Keneb asintió y apartó la mirada.

—De ahora en adelante —continuó Temul—, mis wickanos no aceptarán contraórdenes de oficiales malazanos.

La cabeza del puño se giró y se quedó mirando a Temul.

—Puño, tus wickanos son malazanos —dijo recalcando la palabra «son».

El joven guerrero hizo una mueca y después le dio la vuelta a su caballo.

—Ahora son tu problema, puño. Envía buscadores si quieres, pero el Decimocuarto no los esperará.

En el momento en que él y sus edecanes se alejaban a caballo, resonaron los cuernos y el ejército se puso en movimiento con una sacudida.

Keneb se alzó en su silla y miró a su alrededor. El sol estaba bajo. Demasiado oscuro para ver nada. Y allí fuera, por algún sitio, estaban la capitán Faradan Sort y Peccado. Dos desertoras. Esa maldita capitán. Creí que era… bueno, no pensé que haría algo así.

Y’Ghatan había descorazonado a la gente, los había descorazonado por completo, le parecía que muchos no llegarían a recuperarse. Jamás.

El Decimocuarto Ejército comenzó su marcha por el camino del oeste, hacia el Horcajo de Sotka. A su paso, polvo y cenizas, y una ciudad destruida.

Tenía una cabeza serpentina, las ranuras de los ojos verticales eran de un color verde chillón y Bálsamo observó la lengua que salía y entraba con una fascinación fija, morbosa. Los bucles del pelo negro, ondulados, fibrosos, se retorcían, y en el extremo de cada uno había una cabeza humana diminuta con la boca abierta en lastimeros chillidos.

Comedora de Brujas, Thesorma Raadil, engalanada con pieles de cebra, los cuatro brazos alzándose por el aire, amenazando con las cuatro armas sagradas de las tribus dalhonesias. Bola, porra, guadaña y roca, él jamás lo había entendido: ¿dónde estaban las más obvias? ¿El cuchillo? ¿La lanza? ¿El arco? ¿Y, además, quién se inventaba esas diosas? ¿Qué mente perturbada, retorcida y dueña de un humor muy negro, conjuraba semejantes monstruosidades? Quienquiera que fuera, que sea, lo odio. O la odio. Seguramente será una «ella». Siempre es una ella. Es una bruja, ¿no? No, Comedor de Brujas. Con toda probabilidad un hombre, entonces, y uno que no está loco ni es estúpido, después de todo. Alguien tiene que comerse a todas esas brujas.

Pero estaba avanzando sobre él. Bálsamo. Un hechicero mediocre. No, un hechicero, que ya no practica, convertido en un simple soldado, en realidad. Un sargento, pero, en el nombre del Embozado, ¿se podía saber dónde estaba su pelotón? ¿El ejército? ¿Qué estaba haciendo él en la sabana de su tierra natal? Yo huí de allí, sí, huí. ¿Pastorear ganado? ¿Ir a cazar bestias monstruosas y crueles y llamarlo «ir a divertirse»? No para mí. Oh, no, no para Bálsamo. Ya he bebido suficiente sangre de toro como para que me salgan cuernos, suficiente leche de vaca como para que me cuelguen ubres…

—… así que tú, Comedor de Brujas, ¡aléjate de mí!

Ella se echó a reír, el sonido un siseo predecible, antes de contestarle.

—Tengo hambre de hechiceros díscolos…

—¡No! ¡Tú comes brujas! ¡No hechiceros!

—¿Quién dijo nada de comer?

Bálsamo intentó escapar, quiso escabullirse, arrastrarse a algún sitio, pero había rocas, paredes bastas, salientes que lo enganchaban. Estaba atrapado.

—¡Estoy atrapado!

—¡Aléjate de él, serpiente en celo!

Una voz de trueno. Bueno, un trueno diminuto. Bálsamo levantó la cabeza y miró a su alrededor. Había un enorme escarabajo al alcance del brazo, alzado sobre las patas traseras, la cabeza con forma de cuña habría estado al nivel de las rodillas de Bálsamo si pudiera ponerse en pie. Así que, enorme en un sentido relativo. Imparala Ar, el dios del Estiércol…

—¡Imparala! ¡Sálvame!

—No temas, mortal —dijo el escarabajo agitando las antenas y los miembros—. ¡Ella no se hará contigo! ¡No, yo te necesito!

—¿A mí? ¿Para qué?

—Para cavar, mi mortal amigo. ¡Por el inmenso estiércol del mundo! ¡Solo tu especie, humano, con vuestra visión clara y vuestro infinito apetito! ¡Tú, portador de desechos y hacedor de basura! ¡Sígueme y nos abriremos paso comiendo hasta el mismísimo Abismo!

—¡Dioses, apestas!

—Eso da igual, amigo mío, en muy poco tiempo tú también…

—¡Dejadlo en paz, los dos! —Una tercera voz, aguda, descendía del cielo y se acercaba con rapidez—. ¡Son los muertos y los moribundos los que exclaman la verdad!

Bálsamo levantó la cabeza. Brithan Tropel, la diosa de los buitres con sus once cabezas.

—¡Oh, dejadme en paz! ¡Todos!

De todas partes llegaba un clamor creciente de voces. Dioses y diosas, la colección dalhonesia entera de asquerosas deidades.

Oh, ¿por qué tenemos que tener tantos?

Fue su hermana, no ella. Lo recordaba con toda claridad, como si hubiera sido el día anterior, la noche de mentiras que penetró con movimientos pesados en la aldea de Itko Kan, cuando los mares llevaban demasiado tiempo callados, vacíos. Cuando el hambre, no, la inanición, había llegado y todas las creencias civiles modernas (los dioses justos, imponentes) se expulsaron de nuevo. En el nombre del Despertar, los horripilantes ritos antiguos habían regresado.

Los peces se habían ido. Los mares carecían de vida. Hacía falta sangre para suscitar el Despertar, para salvarlos a todos.

Se habían llevado a su hermana. Sonrisas estaba segura de ello. Pero ahí estaban las manos ásperas, roídas por la sal, de los ancianos transportando su cuerpo drogado, insensible, a las arenas húmedas; la marea se había retirado mucho y esperaba con paciencia aquel regalo cálido, mientras ella flotaba sobre sí misma y lo contemplaba todo, horrorizada.

No era así. No había ocurrido así. Se habían llevado a su hermana gemela, tanto poder en el Nacimiento del Espejo, después de todo, y tan poco frecuente en la aldea donde había nacido.

Su hermana. Por eso había huido ella de todos. Había maldecido cada nombre, cada rostro vislumbrado esa noche. Había echado a correr y había corrido todo el camino hasta la gran ciudad del norte, y si hubiera sabido lo que le esperaba allí…

No, me iría otra vez. Lo haría. Esos cabrones. «Por las vidas de todos los demás, niña, renuncia a la tuya. Este es el ciclo, esto es vida y muerte, y ese sendero eterno se encuentra en la sangre. Renuncia a tu vida por las vidas de todos nosotros.»

Extraño cómo esos sacerdotes jamás se ofrecían ellos para tan glorioso regalo. Cómo nunca insistían en ser ellos los atados y los que acarrearan el peso a la espera de la llegada de la marea, y los cangrejos, los cangrejos siempre hambrientos.

Y si era una puñetera dicha tan grande, ¿por qué verter aceite de durhang por su garganta hasta que los ojos eran como perlas negras y ni siquiera podía caminar y mucho menos pensar? Y no digamos ya comprender lo que estaba ocurriendo, lo que planeaban hacerle.

Flotando sobre su propio cuerpo, Sonrisas percibió los antiguos espíritus que se acercaban, impacientes y jubilosos. Y en alguna parte en las profundidades, más allá de la bahía, aguardaba el dios ancestral, el propio Mael, ese que se alimentaba de la miseria, el cruel que se llevaba vida y esperanza.

La rabia se alzaba en su interior, Sonrisas podía sentir su cuerpo debatiéndose contra las cadenas hinchadas que la aturdían, ella no yacería inmóvil, no levantaría la cara con una sonrisa cuando su madre la besara una última vez. No parpadearía con expresión soñadora cuando el agua tibia la fuera cubriendo, entrara en sus pulmones.

¡Oídme! ¡Todos vosotros, malditos espíritus, oídme! ¡Os desafío!

¡Oh, sí, estremeceos! Sabéis lo suficiente para temer, porque juro una cosa, os derribaré a todos conmigo. Os llevaré a todos al Abismo, a las manos de los demonios del caos. Es el ciclo, ¿sabéis? Orden y caos, un ciclo muchísimo más antiguo que el de la vida y la muerte, ¿no os parece?

Así que acercaos, todos.

Al final, era como ya sabía. Se habían llevado a su hermana y ella, bueno, no nos pongamos tímidos ahora, tú diste ese último beso, querida muchacha. Y sin aceite de durhang para suavizar la excusa, tampoco.

Salir corriendo nunca parece tan rápido, nunca se llega tan lejos como debería.

En las putas se podía creer. Él había nacido de una puta, una chica seti de catorce años a la que habían echado de casa sus padres; por supuesto la chica no era puta entonces, pero para alimentar y vestir a su hijo recién nacido, bueno, era el rumbo más claro que se le presentaba.

Y él había aprendido las costumbres del culto entre putas, todas esas mujeres que eran íntimas de su madre, que compartían miedos y todo lo intrínseco a la profesión. Su roce había sido amable y sincero, el idioma que mejor conocían.

Un mestizo no podía apelar a ningún dios. Un mestizo caminaba por la cloaca entre dos mundos, despreciado por ambos.

Pero no el único y, en muchos sentidos, eran los mestizos los que se apegaban más a las costumbres tradicionales de los setis. Las tribus de pura sangre se habían ido a las guerras (todos los jóvenes lanceros y las arqueras) bajo el estandarte del Imperio de Malaz. Cuando habían regresado, ya no eran setis. Eran malazanos.

Y así Koryk se había inmerso en los antiguos rituales, los que se recordaban, y habían sido, él lo había sabido incluso entonces, cultos carentes de dioses, vacíos. Servían solo a los vivos, a los parientes mestizos que los rodeaban a cada uno de ellos.

No había por qué avergonzarse de eso.

Hubo un tiempo, mucho después, cuando a Koryk se le ocurrió su propio idioma, el que protegía las vidas miserables de las mujeres de quienes había aprendido el arte de la veneración vacía. Un dialecto consecuente, no estaba vinculado a ninguna causa más que a la de los vivos, la de los rostros conocidos, envejecidos, la de devolver los regalos que le habían dado en su juventud mujeres que habían sido putas y a las que ya nadie quería. Y después verlas morir una por una. Agostadas, tan marcadas por tantas manos brutales, el uso indiferente de los hombres y las mujeres de la ciudad, los que proclamaban el éxtasis del culto divino cuando les convenía y después profanaban carne humana con la necesidad fría de carnívoros a horcajadas de una presa.

Sumido en el sueño de carelbarra, el portador de dioses, Koryk no vislumbró visitante alguno. Para él no había nada, salvo olvido.

En cuanto a los fetiches, bueno, eso era para otra cosa. Otra cosa muy diferente.

Vamos, mortal, tira de ella.

Bollito miró furioso, primero a Muñón Saltarín, el dios Salamandra, el más supremo de los mariscales supremos, y después al pantano inmenso y oscuro de Mott. ¿Qué estaba haciendo allí? No quería estar allí. ¿Y si sus hermanos lo encontraban?

—No.

Vamos, si sé que quieres hacerlo. Cógeme la cola, mortal, y mira cómo me agito, un dios atrapado en tus manos; es lo que hacéis todos, de todos modos. Todos vosotros.

—No. Vete. No quiero hablar contigo. Vete.

Oh, pobre Jambador Tronco, tan solito ahora. A menos que te encuentren tus hermanos y entonces me querrás en tu bando, vaya que sí. Si te encuentran, ay, madre.

—No me encontrarán. Y además, tampoco me están buscando.

Sí que lo están, mi joven y necio amigo…

—Yo no soy amigo tuyo. Vete.

Van a por ti, Jambador Tronco. Por lo que hiciste…

—¡Yo no hice na!

Cógeme la cola. Venga. Anda, estira la mano…

Jambador Tronco, conocido ahora como Bollito, suspiró, estiró la mano y la cerró alrededor de la cola del dios Salamandra.

El dios salió disparado y él se quedó sujetando el extremo de la cola.

Muñón Saltarín echó a correr entre carcajadas.

Mejor así, caviló Bollito. Era el único chiste que tenía.

Corabb se encontraba en el desierto y entre la calima de calor alguien se acercaba. Una niña. Sha’ik Renacida, la Vidente había regresado para guiar a más guerreros hasta sus muertes. Todavía no podía verle la cara, le pasaba algo en los ojos. Quemados, quizá. Irritados por la arena del aire, no lo sabía, pero ver era sentir dolor. Verla a ella era… terrible.

No, Sha’ik, por favor. Esto debe terminar, debe terminar todo. Ya hemos tenido más que suficientes guerras santas, ¿cuánta sangre puede absorber esta arena? ¿Cuándo se apagará tu sed?

La niña se acercó más. Y cuanto más se acercaba adonde se encontraba él, más le fallaban los ojos, y cuando la oyó detenerse delante de él, Corabb Bhilan Thenu’alas estaba ciego.

Pero no sordo, pues ella susurró:

Ayúdame.

—Abre los ojos, amigo.

Pero no quería. Todo el mundo exigía decisiones. Que las tomara él todo el tiempo y él no quería tomar ninguna más. Nunca jamás. Tal y como estaba era perfecto. Ese hundimiento lento, los susurros que no significaban nada, que no eran siquiera palabras. No deseaba nada más, ninguna otra cosa.

—Despierta, Violín. Una última vez, para que podamos hablar. Necesitamos hablar, amigo mío.

De acuerdo. Abrió los ojos y parpadeó para despejar las brumas, pero no se despejaron; de hecho, la cara que lo miraba desde arriba parecía estar hecha de esas brumas.

—Seto. ¿Qué quieres?

El zapador esbozó una gran sonrisa.

—Apuesto a que piensas que estás muerto, ¿verdad? Que has vuelto con todos tus viejos compañeros. Un abrasapuentes, donde los Abrasapuentes nunca mueren. El ejército inmortal… oh, engañamos al Embozado, ¿a que sí? ¡Ja! Eso es lo que estás pensando, ¿eh? Vale, entonces, ¿dónde está Trote? ¿Dónde están todos los otros?

—Dímelo tú.

—Te lo diré. No estás muerto. Todavía no, y quizá aún falte un tiempo. Y de eso se trata. Por eso estoy aquí. Necesitas que te despierten de una patada, Viol, o bien te encontrará el Embozado y no nos verás a ninguno nunca jamás. El mundo está quemado por completo, donde tú estás ahora mismo. Quemado hasta los cimientos, reino tras reino, senda tras senda. No es un lugar que pueda reclamar nadie. No durante mucho tiempo. Muerto, quemado hasta el mismísimo Abismo.

—Eres un fantasma, Seto. ¿Qué quieres conmigo? ¿De mí?

—Tienes que seguir adelante, Viol. Tienes que llevarnos contigo, hasta el final…

—¿Qué final?

—El final y eso es todo lo que puedo decir…

—¿Por qué?

—¡Pues porque no ha pasado todavía, idiota! ¿Cómo se supone que voy a saberlo? Es el futuro y yo no veo el futuro. Dioses, anda que no eres corto, Viol. Siempre lo fuiste.

—¿Yo? Yo no me volé en mil pedazos, Seto.

—¿Y qué? Estás tirado en un montón de urnas y sangrando… ¿eso es mejor? Cargándote toda esa miel dulce con tu sangre…

—¿Qué miel? ¿De qué estás hablando?

—Más vale que te pongas en marcha, se te está acabando el tiempo.

—¿Dónde estamos?

—En ningún sitio, y ese es el problema. Quizá el Embozado te encuentre, quizá no lo haga nadie. Los fantasmas de Y’Ghatan se quemaron todos. Convertidos en nada. Destruidos, todos esos recuerdos encerrados, miles y miles. Miles de años… desaparecidos. No tienes ni idea de la pérdida…

—Calla. Hablas como un fantasma.

—Hora de despertar, Viol. Despierta, ahora. Vamos…

Los incendios habían desgarrado las praderas y Botella se encontró echado sobre un rastrojo ennegrecido. Cerca yacía un cadáver carbonizado. Una especie de herbívoro de cuatro patas, y alrededor se habían reunido media docena de figuras que parecían humanas, de pelo fino y desnudas. Sostenían piedras afiladas y estaban cortando la carne quemada.

Dos eran los centinelas y examinaban los horizontes. Una de las figuras era… ella.

Mi hembra. Con el embarazo adelantado, muy adelantado ya. Lo vio y se acercó. Él no podía apartar la vista de sus ojos, de la majestuosa serenidad de su mirada.

Antaño había simios salvajes en la isla de Malaz. Él recordaba, en Jakatakan, cuando tenía unos siete años, haber visto en una jaula, en el mercado, el último simio de la isla, capturado en los bosques de hoja caduca de la costa norte. Se había metido sin querer en una aldea, un joven macho en busca de una hembra, pero no quedaban hembras. Medio muerto de hambre y aterrado, lo habían arrinconado en un establo y lo habían dejado inconsciente con una porra, y en ese momento se acurrucaba en una mugrienta jaula de bambú en el mercado del puerto de Jakatakan.

El niño de siete años se había plantado delante, con los ojos al mismo nivel que los de aquella bestia de frente pesada y pelo negro y había habido un momento, un solo momento, en el que las miradas se habían encontrado. Un único momento que rompió el corazón de Botella. Había visto desdicha, había visto conciencia, el destello que era consciente de sí mismo, pero no comprendía lo que había hecho mal, lo que le había granjeado la pérdida de libertad. No podía haber sabido, claro está, que era el único, que estaba solo en el mundo. El último de su especie. Y ese, de alguna forma, de un modo exclusivamente humano, era su delito.

Igual que el niño no podía saber por aquel entonces que el simio también tenía siete años.

Pero los dos vieron, los dos supieron en el fondo de sus almas (esas formas oscuras y vacilantes, no del todo formadas) que, por esa única vez, estaban contemplando a un hermano.

Y al mago se le rompió el corazón.

Y se rompió también el corazón del simio, pero quizá, había pensado Botella desde entonces, era solo lo que él necesitaba creer, una especie de flagelación que lo compensara. Por ser el que estaba fuera de la jaula, por saber que había sangre en sus manos y en las de su especie.

El alma de Botella, desprendida… y de ese modo liberada, con el don o la maldición de la habilidad de viajar, de buscar esas chispas de vida más apagadas y encontrarse con que, en realidad, no estaban apagadas en absoluto, que el fracaso a la hora de ver de verdad le pertenecía solo a él.

Existía la compasión cuando y solo cuando uno podía salir fuera de sí mismo y ver de repente los barrotes desde el interior de la jaula.

Años después, Botella había averiguado el destino de ese último simio isleño. Adquirido por un estudioso que vivía en una torre solitaria en la costa salvaje y deshabitada de Geni, donde moraban, en los bosques del interior, bandas de simios no muy diferentes del que él había visto; y a Botella le gustaba creer que el corazón del estudioso había conocido la compasión y que esos simios de otra tierra no habían rechazado a ese extraño y tímido primo. La esperanza de Botella: que hubiera un indulto a esa única vida solitaria.

Su temor era que el esqueleto unido por alambres de la criatura se encontrara en una de las lóbregas salas de la torre, un trofeo de una criatura única.

Entre el olor a ceniza y carne calcinada, la hembra se agachó ante él y estiró un brazo para rozarle la frente con las yemas duras de los dedos.

Y después esa mano se apretó en un puño que se alzó en el aire y después bajó con un destello…

Se estremeció, abrió los ojos de repente y no vio más que oscuridad. Los bordes duros y los cascos clavándosele en la espalda. La cámara, la miel, oh, dioses, me duele la cabeza… Botella se dio la vuelta con un gemido, los cascos le hacían cortes y crujían bajo él. Estaba en la habitación que había más allá de la que contenía las urnas, aunque al menos una lo había seguido y se había hecho pedazos en el suelo frío de piedra. Gimió otra vez. Manchado de miel pegajosa, molestias por todas partes… pero las quemaduras, el dolor… desaparecido. Respiró hondo y después tosió. El aire era repugnante. Tenía que poner a todo el mundo en marcha, tenía que…

—¿Botella? ¿Eres tú?

Sepia, echado cerca.

—Sí —dijo Botella—. Esa miel…

—Pega fuerte, muy fuerte. Yo soñé… con un tigre, había muerto, despedazado, de hecho, por esos lagartos gigantes no muertos que corrían sobre dos patas. Muerto pero ascendido, solo que era la parte de la muerte la que me estaba contando. La parte de morirse, no lo entiendo. Treach tenía que morir, creo, para llegar. La parte de morirse era importante, estoy seguro, solo que… dioses del inframundo, escúchame. Este aire está podrido, tenemos que movernos.

Sí. Pero él había perdido la rata, lo recordó, la había perdido. Desesperado, Botella buscó a la criatura… y la encontró. Despertada por su toque, sin resistirse en absoluto cuando capturó su alma una vez más y viendo a través de sus ojos, el mago llevó a la rata de regreso a la sala.

—Despierta a los otros, Sepia. Es hora.

Gritos, cada vez más fuertes, y Gesler despertó bañado en sudor. Ese, decidió, era un sueño al que él jamás, nunca volvería. Dada la opción. Fuego, por supuesto, mucho fuego. Figuras indefinidas que bailaban por todos lados, bailaban a su alrededor, de hecho. La noche, rota por las llamas, el ritmo de los pies, voces canturreando en un idioma bárbaro y desconocido y él podía sentir su alma respondiendo, destellando, hinchándose como si la invocara un ritual.

Momento en el que Gesler se dio cuenta. Estaban bailando alrededor de una hoguera. Y él los estaba mirando desde la propia llama. No, él era la llama.

Oh, Verdad, tuviste que matarte. Maldito idiota.

Los soldados estaban despertando por toda la cámara, gritos, gemidos y un coro de urnas tintineando.

Ese viaje no había acabado todavía. Seguirían adelante, siempre adelante, internándose cada vez más, hasta que el pasaje muriera, hasta que se acabara el aire, hasta que una masa de escombros se soltara y los aplastara a todos.

De cualquier modo, el que fuera, por favor, salvo el fuego.

¿Cuánto tiempo llevaban allí abajo? Botella no tenía ni idea. Los recuerdos de un cielo abierto, de la luz del sol y el viento, eran invitaciones a la locura, tan fiera era la tortura de rememorar todas esas cosas que siempre se daban por hechas. El mundo se había reducido para ellos a fragmentos afilados de ladrillo, polvo, telarañas y oscuridad. Pasadizos que giraban, subían y bajaban. Sus manos eran un desastre magullado, recubierto de sangre de tanto arañar los escombros compactos.

Y resultaba que en aquella pendiente pronunciada había llegado a un lugar demasiado pequeño para pasar. Tanteó con las manos medio entumecidas y recorrió los bordes. Una especie de piedra angular tallada se había combado en ángulo desde el techo. La esquina más baja (a apenas dos palmos del suelo arenoso repleto de surcos) prácticamente partía el pasadizo.

Botella apoyó la frente en el suelo áspero. El aire todavía pasaba, una levísima agitación, nada más. Y por esa vía había corrido agua, rumbo a alguna parte.

—¿Qué pasa? —preguntó Sepia tras él.

—Estamos bloqueados.

Silencio por un momento.

—¿Tu rata siguió? —dijo después—. ¿Pasó el bloqueo?

—Sí. Se abre otra vez, hay una intersección de algún tipo más adelante, un agujero que baja, hay aire que baja y se mete directamente en un pozo en el suelo. Pero, Sepia, hay una gran piedra tallada, no hay forma de meterse por ahí. Lo siento. Tenemos que volver…

—Y una mierda del Embozado; hazte a un lado si puedes, quiero tantear eso yo mismo.

No era tan fácil como parecía y los dos hombres todavía tardaron un rato en intercambiar posiciones. Botella oyó al zapador murmurar por lo bajo y después maldecir.

—Te lo dije…

—Calla, estoy pensando. Podríamos intentar soltarla, solo que el techo entero podría venirse abajo. No, pero quizá podamos escarbar por debajo, en el suelo. Dame tu cuchillo.

—Ya no tengo ni cuchillo ni nada. Lo perdí por un agujero.

—Entonces llama y pide uno.

—Sepia…

—No nos vas a fallar, Botella. No puedes. O nos sacas tú de aquí o estamos todos muertos.

—Maldito seas —siseó Botella—. ¿No se te ha ocurrido que quizá no haya forma de pasar? ¿Por qué habría de haberla? Las ratas son pequeñas, por el Embozado, las ratas pueden hasta vivir aquí abajo. ¿Por qué tendría que haber un túnel lo bastante grande para nosotros, una ruta de lo más oportuna que nos sacara de esta maldita ciudad? A decir verdad, me sorprende que hayamos llegado hasta aquí. Mira, podríamos volver, regresar al templo, y salir excavando…

—Eres tú el que no lo entiende, soldado. Hay una montaña entera encima del agujero por el que nos metimos, una montaña que antes era el templo más grande de la ciudad. ¿Salir excavando? Olvídalo. No hay vuelta atrás, Botella. Solo hacia delante, y ahora consígueme un cuchillo, maldito seas.

Sonrisas sacó uno de sus cuchillos de lanzamiento y se lo pasó al niño que tenía delante. Algo le decía que ya estaba, hasta allí habían llegado. Salvo quizá por los niños. Se había corrido la voz de mandar a los golfillos por delante. Como mínimo, entonces, ellos podrían continuar, buscar una salida. Todo ese esfuerzo, más vale que alguien sobreviva.

Y tampoco era que fueran a llegar muy lejos, no sin Botella. Ese cabrón enclenque, imagínate, tener que depender de él. El hombre que podía ver como las ratas, los lagartos, las arañas, los hongos. Y el cerebro por el estilo, y era una batalla reñida, vaya si lo era.

Con todo, no era mal tipo, había asumido la mitad de la carga ese día en la marcha, después de que esa zorra de capitán revelara lo psicótica que era en realidad. Muy generoso por su parte. De una generosidad extraña. Pero los hombres eran así, en ocasiones. A ella nunca se lo había parecido, pero en ese momento no tenía elección. Podían sorprenderte.

El niño de detrás de Sonrisas le estaba trepando por encima, todo codos y rodillas y nariz llena de mocos, que chorreaba y manchaba todo. Y encima olía. Olía mal. Entes horrendos, los niños. Necesitados, tiranos egocéntricos, los niños todo dientes y puños, las niñas todo garras y escupitajos. Se reunían en manadas que lloriqueaban y olisqueaban las vulnerabilidades, y pobre del chiquillo no lo bastante astuto para ocultar las suyas, los otros se abalanzarían sobre él como los mugrosos tiburones que eran. Un gran pasatiempo, destrozar a alguien.

Si estos enanos son los únicos de aquí que sobreviven, pienso visitarlos como aparición. A todos y cada uno, durante el resto de sus días.

—¡Oye! —gruñó después de recibir un codazo en la nariz—, ¡sácame ese espárrago de culo maloliente de la cara! ¡Vamos, renacuajo de simio!

Una voz tras ella.

—Eh, calma. Tú también fuiste niña, sabes…

—¡Tú no sabes nada sobre mí, así que cierra el pico!

—¿Qué, saliste de un huevo? ¡Ja! ¡Eso sí que me lo creo! ¡Junto con todas las demás víboras!

—Sí, bueno, no sé quién eres, pero ni se te ocurra treparme encima para pasar.

—¿Y acercarme tanto? Ni harto de durhang.

Sonrisas lanzó un gruñido.

—Me alegro de que nos entendamos, entonces.

Si no había forma de pasar, todos iban a perder la cabeza. No cabía ninguna duda. Bueno, al menos a ella le quedaban un par de cuchillos, cualquiera lo bastante idiota para ir a por ella lo iba a pagar muy caro.

Los niños iban retorciéndose y metiéndose (al mismo tiempo que Sepia excavaba en el suelo con el cuchillo) y después se acurrucaban al otro lado. Lloraban, se abrazaban unos a otros y el corazón de Botella gemía por ellos. Tendrían que encontrar el valor, pero de momento no parecía haber esperanza de que lo hicieran.

Los gruñidos y jadeos de Sepia, y después su maldición cuando rompió la punta del cuchillo, sonidos no muy prometedores. Algo más adelante, la rata rodeaba el borde del pozo, los bigotes se le crispaban al sentir el flujo de aire cálido proveniente del agujero. El animalito podía trepar y rodear hasta el otro lado, y Botella estaba empujando a la criatura a hacerlo, pero parecía que su control se estaba debilitando, porque la rata se estaba resistiendo, la cabeza ladeada sobre el borde del pozo, las garras aferrándose al lado lleno de hoyos, el aire fluyendo sobre ella…

Botella frunció el ceño. El aire bajaba del conducto de arriba. Y subía del pozo. Se unía en el túnel y después flotaba hacia los niños.

Pero la rata… ese aire de abajo. Cálido, no fresco. Cálido, olía a luz del sol.

—¡Sepia!

El zapador se detuvo.

—¿Qué?

—¡Tenemos que atravesar esto! Ese pozo… los bordes, los han tallado. Ese conducto, Sepia, lo han minado, atravesado… ¡alguien ha excavado por el lado del asentamiento, no hay otra posibilidad!

Los llantos de los niños habían cesado con las palabras de Botella. El mago continuó.

—Eso lo explica, ¿no lo ves? No somos los primeros en usar este túnel, la gente ha estado minando las ruinas, buscando algún botín…

Podía oír a Sepia moverse.

—¿Qué estás haciendo?

—Voy a quitar de en medio este bloque a patadas…

—¡No, espera! Dijiste…

—¡No puedo excavar ese maldito suelo! ¡Voy a apartar de una patada a esta cabrona!

—¡Sepia, espera!

Un bramido, después un golpe seco fuerte, y polvo y gravilla que llovía de arriba. Un segundo golpe seco y después un trueno que sacudió el suelo, el techo empezó a granizar sobre ellos. Chillidos de terror entre las nubes de polvo. Agachado, cubriéndose la cabeza mientras le caían encima piedras y cascotes, Botella cerró los ojos con fuerza… el polvo, tan brillante…

Brillante.

Pero no podía respirar, casi no podía ni moverse bajo el peso de los escombros que tenía encima.

Gritos apagados por detrás, pero el siseo terrible de los escombros había cesado.

Botella levantó la cabeza, jadeó y tosió.

Y vio un haz blanco de luz de sol, lleno de polvo, irrumpiendo en el fondo. Bañando las piernas abiertas de Sepia, la enorme piedra de los cimientos entre ellas.

—¿Sepia?

Una tos.

—Dioses del inframundo —se oyó después—, esa maldita cosa… me cayó entre las piernas, por poco no me… oh, Embozado, llévame, me estoy poniendo malo…

—¡Eso da igual! Hay luz, baja de algún lado. ¡Luz del sol!

—Llama a nuestra rata, que vuelva, no veo… cuánto sube. Creo que se estrecha. Se estrecha mucho, Botella.

La rata estaba trepando por encima de los niños, el mago podía sentir el corazón disparado del animal.

—La veo… a tu rata…

—Cógela con las manos, ayúdala a meterse en el conducto que tienes encima. Sí, hay luz natural… es demasiado estrecho, yo puede que lo consiga, o Sonrisas, quizá, pero la mayor parte de los otros…

—Tú solo cava cuando estés ahí arriba, ensánchalo, Botella. Estamos tan cerca ya…

—¿Los niños pueden volver aquí? ¿Pasar el tapón?

—Eh, creo que sí. Costará, pero sí.

Botella se dio la vuelta.

—¡Pasad lista! ¡Y escuchad, ya casi estamos! ¡Abríos paso cavando! ¡Ya casi estamos!

La rata iba trepando, acercándose cada vez más a ese trozo de luz natural.

Botella se deshizo de la gravilla.

—Bien —jadeó al pasar por encima de Sepia.

—¡Mira por dónde pisas! —dijo el zapador—. Ya tengo la cara lo bastante fea sin un puto tacón en ella.

Botella se metió en el conducto irregular y se detuvo.

—Tengo que sacar cosas, Sepia. Moverlas justo de debajo…

—Sí.

Se estaban gritando nombres… difícil saber cuántos… quizá la mayoría. Botella no podía permitirse pensar en eso. Empezó a tirar de afloramientos, ladrillos y rocas para ensanchar el conducto.

—¡Escombros van!

Cuando cada trozo caía con un golpe seco o rebotaba en la piedra angular, Sepia lo cogía y lo pasaba hacia atrás.

—¡Botella!

—¿Qué?

—Uno de los renacuajos, una niña, se cayó en el pozo… no emite ningún sonido… creo que la hemos perdido.

Mierda.

—Pasa esa cuerda hacia delante, ¿Sonrisas puede acercarse a ellos?

—No estoy seguro. Tú sigue, soldado, nosotros veremos lo que podemos hacer aquí abajo.

Botella fue subiendo, abriéndose paso. Un ensanchamiento repentino, después se estrechaba una vez más, casi ya al alcance de esa abertura diminuta, demasiado pequeña, comprendió, hasta para su mano. Quitó un gran trozo de piedra de la pared y se arrastró todo lo que pudo hacia el agujero. En un pequeño saliente, cerca de su hombro izquierdo, se agazapaba la rata. Le apetecía besar al puñetero bicho.

Pero todavía no. Había un buen atasco alrededor del agujero. Piedras grandes. Lo atravesó un susurro de pánico.

Con la roca que tenía en la mano, Botella golpeó la piedra. Un chorro de sangre de la yema de un dedo, aplastada por el impacto; apenas lo sintió. Martillazo tras martillazo. Las lascas llovían de vez en cuando. Se le estaba cansando el brazo, se estaba quedando sin reservas, no tenía la fuerza, la resistencia que necesitaba para aquello. Pero continuó dándole.

Cada impacto más débil que el anterior.

¡No, maldito seas! ¡No!

Volvió a blandir la piedra.

La sangre le salpicó los ojos.

La capitán Faradan Sort tiró de las riendas y se detuvo en el cerro, justo al norte de la ciudad muerta. En circunstancias normales, una ciudad que hubiera caído tras un sitio no tardaba en adquirir sus propios carroñeros, ancianas y niños que revolvían y buscaban entre las ruinas. Pero no allí, por lo menos todavía no. Quizá no en mucho tiempo.

Como una olla agrietada, los lados escarpados de la meseta de Y’Ghatan se habían desangrado, plomo fundido, cobre, plata y oro, venas y charcos repletos de lascas de piedras extraídas, polvo y cascos.

Sort le ofreció un brazo a Peccado y la ayudó a deslizarse de la silla tras ella. La niña había estado retorciéndose, gimoteando y aferrándose a ella, cada vez más inquieta cuanto más se acercaba el final del día y la luz se iba. El Decimocuarto Ejército se había ido la noche anterior. La capitán y su pupila habían recorrido con su único caballo la meseta, no una vez, sino dos veces, desde el amanecer.

Y la capitán había empezado a dudar de su propia lectura de la niña, Peccado, la sensación que había tenido de que aquella criatura medio loca (y en ese momento extrañamente muda) había sabido algo, había percibido algo; Peccado había intentado una y otra vez regresar a las ruinas antes de su arresto. Tenía que haber una razón para ello.

O quizá no. Quizá nada más que un dolor perturbado por su hermano perdido.

Al examinar la base salpicada de escombros de debajo del muro norte del asentamiento una vez más, Sort observó que había llegado al menos un carroñero. Una niña, manchada de polvo blanco, el cabello una maraña apelmazada, vagaba a unos treinta pasos del tosco muro.

Peccado la vio también y empezó a bajar la ladera y a emitir extraños maullidos.

La capitán se desabrochó el yelmo y se lo quitó para dejarlo en el pomo de la silla. Se limpió el sudor mugriento de la frente. Deserción. Bueno, tampoco era la primera vez, ¿no? Si no fuera por la magia de Peccado, los wickanos las habrían encontrado. Y con toda probabilidad las habrían ejecutado. Ella se habría llevado a unos cuantos por delante, por supuesto, hiciera lo que hiciera Peccado. La gente terminaba por aprender que tenías que pagar por lidiar con ella. Pagar en todos los sentidos. Una lección que ella nunca se cansaba de dar.

Observó a Peccado correr hasta el lado del risco de la ciudad, sin hacer caso de la carroñera, y empezar a treparlo.

¿Y ahora qué?

Faradan Sort se puso otra vez el yelmo, el borde interior de cuero empapado lo notó por un instante frío contra la frente, la correa parecía estirada cuando se la abrochó bajo la mandíbula; recogió las riendas y guió a su caballo por una pequeña cuesta del pedregal.

La carroñera estaba llorando, unas manos mugrientas se apretaban los ojos. Todo ese polvo encima, las telarañas en el pelo, la capitán sabía que esa era la verdadera cara de la guerra. La cara de esa niña envenenaría sus recuerdos, unida a muchas otras caras, durante el resto de su vida.

Peccado estaba aferrada al muro tosco, quizá a la altura de dos hombres, inmóvil.

Paralizada, decidió Sort. Esa niña estaba loca. Volvió a mirar a la pequeña carroñera, no parecía consciente de que hubieran llegado. Las manos todavía apretadas contra los ojos. Arañazos rojos entre el polvo, un hilillo de sangre que le bajaba por una pantorrilla. ¿Se había caído? ¿De dónde?

La capitán se acercó y detuvo el caballo bajo Peccado.

—Baja ya —dijo—. Tenemos que acampar, Peccado. Baja, no sirve de nada… el sol ya casi se ha puesto. Podemos intentarlo otra vez mañana.

Peccado se aferró con más fuerza a los afloramientos rotos de piedra y ladrillo.

La capitán hizo una mueca y aproximó de lado la montura al muro, después estiró el brazo para bajar a Peccado de su saliente.

La niña lanzó un chillido, se abalanzó hacia arriba y metió una mano en un agujero…

Se había quedado sin fuerzas, sin voluntad. Un pequeño descanso y después podría empezar otra vez. Un pequeño descanso, las voces de abajo se desvanecían, no importaba. Dormir, ya, el abrazo oscuro y cálido que lo iba arrastrando, cada vez más, y después un rubor de luz dulce y dorada, el viento rizando las hierbas amarillas…

… y él era libre, el dolor había desaparecido. Eso, comprendió, no era el sueño. Era la muerte, el regreso al recuerdo más antiguo enterrado en cada alma humana. Praderas, el sol y el viento, la calidez y el chirrido de los insectos, rebaños oscuros a lo lejos, los árboles solitarios con sus inmensos doseles y la sombra fresca debajo, donde los leones dormitaban con las lenguas colgando, las moscas bailando alrededor de ojos indiferentes, lánguidos…

Muerte, y esta semilla largo tiempo enterrada. Regresamos. Regresamos al mundo…

Y ella estiró la mano hacia él, la mano húmeda de sudor, pequeña y blanda, soltándole los dedos de la roca a la que se aferraban, la sangre pegajosa, ella se agarró a su mano como si la llenara una necesidad fiera, y él supo que la cría de su vientre clamaba en su propio y silencioso lenguaje, sus propias necesidades, tan exigentes…

Unas uñas se clavaron en los cortes que tenía en la mano…

Botella se despertó con una sacudida, parpadeó, la luz del día casi había desaparecido, y una mano pequeña que lo alcanzaba desde fuera, que sujetaba y tiraba de la suya.

Ayuda.

—¡Socorro! Eh, los de fuera, ¡ayudadnos…!

Cuando se aupó todavía más para bajar a la niña de un tirón, Sort vio que la cabeza de Peccado se volvía de golpe, vio algo ardiendo en sus ojos cuando se quedó mirando a la capitán desde arriba.

—Y ahora qué… —Y entonces se oyó una voz muy débil que parecía partir de las propias piedras. Faradan Sort abrió mucho los ojos—. ¿Peccado?

La mano de la niña, metida en aquella ranura, se estaba aferrando a algo.

A alguien.

—¡Oh, dioses del inframundo!

Crujidos fuera, botas que cavaban en la piedra y después dedos enguantados que se deslizaban por un borde junto al antebrazo de la niña, y Botella la oyó.

—Tú, el de dentro, ¿quién eres? ¿Me oyes?

Una mujer. Acento ehrlitano… ¿conocido?

—Decimocuarto Ejército —dijo Botella—. Malazanos. —La mano de la niña se apretó más.

—Por el tirón de Oponn, soldado —dijo la mujer en malazano—. Peccado, suéltalo. Necesito espacio. Hay que agrandar el agujero. Suéltalo, no pasa nada, tenías razón. Vamos a sacarlos.

¿Peccado? Los gritos de abajo se estaban haciendo cada vez más fuertes. Sepia exclamaba algo sobre una salida. Botella se retorció para contestar.

—¡Sepia! ¡Nos han encontrado! ¡Van a cavar para sacarnos! ¡Avisa a todo el mundo!

La mano de Peccado le soltó la suya y se retiró.

La mujer volvió a hablar.

—Soldado, apártese del agujero, voy a usar la espada.

—¿Capitán? ¿Es usted?

—Sí. Ahora échese hacia atrás y tápese los ojos, ¿qué? Oh, ¿de dónde han salido todos esos niños? ¿Está uno de los del pelotón de Violín con ellos? Baja aquí, Peccado. Hay otra salida. Ayúdalos.

La punta de la espada bailó entre la argamasa, el ladrillo y la piedra. Las lascas fueron cayendo.

Sepia subía trepando entre gruñidos.

—Tenemos que ensanchar esto un poco más, Botella. Esa enana que se cayó por el agujero. Mandamos a Sonrisas tras ella. Un túnel, volvía a girar hacia arriba y salía. El túnel de algún saqueador. Los niños están todos fuera…

—Bien. Sepia, es la capitán. La consejera debe de habernos esperado, debe de haber enviado partidas en nuestra búsqueda.

—Eso no tiene ningún sentido…

—Tiene razón —interpuso Faradan Sort—. Se han puesto en marcha, soldados. Somos solo Peccado y yo.

—¿Las dejaron atrás?

—No, desertamos. Peccado sabía… sabía que todavía estaban vivos, no me pregunten cómo.

—Su hermano está aquí abajo —dijo Sepia—. El cabo Casco.

—¿Vivo?

—Eso creemos, capitán. ¿Cuántos días han pasado?

—Tres. Cuatro noches si cuentan la de la brecha. Y ahora se acabaron las preguntas, tápense los ojos.

Fue picando en el agujero, tiró de trozos sueltos de ladrillo y piedra. El aire del atardecer se coló en el interior, fresco y, a pesar de todo el polvo, dulce en los pulmones de Botella. Faradan Sort empezó a trabajar en un trozo muy grande y se le rompió la espada. Un torrente de maldiciones en korelano.

—¿Era su espada de la muralla de las Tormentas, capitán? Lo siento…

—No sea idiota.

—Pero la vaina…

—Sí, la vaina. La espada a la que pertenecía se quedó atrás… en alguien. Y ahora déjenme ahorrar aliento para esto. —Y empezó a picar otra vez con la espada rota—. Maldito trozo del Embozado de basura falari… —La enorme piedra gimió y después se deslizó, llevándose a la capitán con ella.

Un golpe seco y pesado en el suelo, más abajo, y después más maldiciones.

Botella se abrió camino con las manos hasta la brecha, se metió arrastrándose y de repente empezó a caer dando vueltas hasta aterrizar de golpe, rodar sin aliento y terminar boca abajo.

Tras un largo momento consiguió inhalar una bocanada de aire y levantó la cabeza… y se encontró mirando las botas de la capitán. Botella se arqueó, alzó una mano e hizo un saludo militar… por un breve instante.

—Le salió bastante mejor la última vez, Botella.

—Capitán, soy Sonrisas…

—Sabe, soldado, menos mal que asumió la mitad del equipo que cargué a espaldas de Sonrisas. Si no lo hubiera hecho, bueno, es muy probable que no hubiera llegado hasta aquí con vida…

El mago la vio darse la vuelta, oyó un gruñido y después una bota se alzó, se movió un poco de lado y se cernió…

… sobre la rata de Botella…

… y después bajó de golpe… justo cuando la mano masculina salió disparada y apartó el pie en el último momento. La capitán tropezó y después soltó un taco.

—¿Ha perdido la cabeza…?

Botella se acercó rodando a la rata, la cogió con las dos manos y la sostuvo contra su pecho mientras se acomodaba de espaldas.

—Esta vez no, capitán. Es mi rata. Nos salvó la vida a todos.

—Criaturas abominables, repugnantes.

—Esta no. Y’Ghatan no.

Faradan Sort se lo quedó mirando.

—¿Se llama Y’Ghatan?

—Sí, lo acabo de decidir.

Sepia estaba bajando como podía.

—Dioses, capitán…

—Silencio, zapador. Si le quedan fuerzas, y más le vale que le queden, tiene que ayudar a salir a los otros.

—Sí, capitán. —Se dio media vuelta y empezó a trepar otra vez.

Todavía echado de espaldas, Botella cerró los ojos y acarició el pelo suave del lomo de Y’Ghatan. Cariño mío. Ahora estás conmigo. Ah, tienes hambre, nos ocuparemos de eso. Pronto volverás a anadear por ahí, gordita como siempre, te lo prometo, y tú y tus pequeños estaréis… dioses, así que hay más, ¿eh? Sin problemas. Cuando se trata de tu especie, nunca hay escasez de comida…

Se dio cuenta de que Sonrisas estaba de pie junto a él. Mirándolo.

Consiguió esbozar una pequeña sonrisa avergonzada y se preguntó cuánto había oído su compañera, cuánto habría colegido.

—Todos los hombres son escoria.

Para qué preguntarse más.

Tosiendo, llorando, balbuceando, los soldados estaban tirados o sentados alrededor de Gesler, que estaba de pie intentando contarlos, los nombres, las caras, el agotamiento los desdibujaba a todos y los mezclaba. Vio a Casco con su hermana, Peccado, abrazada con fuerza a él como un bebé, dormida como un tronco, y había algo parecido a la conmoción en los ojos clavados en la nada del cabo. Tulipán estaba cerca, su cuerpo estaba desgarrado, hecho jirones por todas partes, pero había seguido, a rastras, sin quejarse, y en ese momento estaba sentado en una piedra, silencioso y ensangrentado.

Bollito se había acurrucado cerca del borde del risco y usaba rocas para intentar arrancar una losa de oro fundido y plomo, con una sonrisa estúpida en aquel rostro feo, demasiado largo. Y Sonrisas, rodeada de niños, parecía desdichada con tanta atención, y Gesler la vio alzar los ojos al cielo una y otra vez, y era un gesto que él entendía bien.

Botella los había sacado. Con su rata, Y’Ghatan. El sargento sacudió la cabeza. Bueno, ¿por qué no? Ahora mismo somos todos devotos de la rata. Ah, ya, pasar lista… Sargento Cordón, con Ebron, Cojo y su pierna rota. Sargento Hellian, la mandíbula hinchada por dos sitios, un ojo cerrado y sangre apelmazándole el pelo, empezaba a recuperar el sentido bajo los tiernos cuidados de su cabo, Urb. Chapapote, Koryk, Sonrisas y Sepia. Tavos Estanque, Balgrid, Cachipolla, Destello de Ingenio, Lametazo de Sal, Hanno, Narizcorta y Masan Gilani. Bellig Harn, Quizás, Sinaliento y Pejiguero. Olor a Muerto, Galt, Arenas y Lóbulo. Los sargentos Thom Tissy y Bálsamo. Jarretesgrandes, Uru Hela, Rampa, Escaso y Reem. Rebanagaznates… la mirada de Gesler regresó con Chapapote, Koryk, Sonrisas y Sepia.

Por el aliento del Embozado.

—¡Capitán! ¡Hemos perdido a dos!

Todas las cabezas se giraron.

El cabo Chapapote se levantó de un salto, se tambaleó como si estuviera borracho y giró en redondo para mirar el muro del risco.

—Violín… ¡y ese prisionero! —siseó Bálsamo—. ¡El muy cabrón lo ha matado y se ha escondido ahí dentro! ¡Está esperando a que nos vayamos!

Corabb había arrastrado al hombre moribundo hasta donde había podido, pero tanto él como ese malazano estaban acabados. Atascados en uno de los estrechamientos del túnel, la oscuridad los estaba devorando y Corabb ni siquiera estaba seguro de ir en la dirección correcta. ¿Habían girado en dirección contraria? No oía nada… a nadie. Todo ese arrastrarse y empujar… habían dado la vuelta, estaba seguro.

Daba igual, no iban a ninguna parte, en cualquier caso.

Nunca jamás. Dos esqueletos enterrados bajo una ciudad muerta. No habría un túmulo más adecuado para un guerrero del Apocalipsis y un soldado malazano. Parecía justo, poético incluso. No se quejaría y cuando se presentase junto a ese sargento ante la puerta del Embozado, se sentiría orgulloso de la compañía.

Tantas cosas habían cambiado en su interior. Él no creía en causas, ya no. La certeza era una ilusión, una mentira. El fanatismo era veneno en el alma y la primera víctima de su lista inexorable y siempre creciente era la compasión. ¿Quién podía hablar de libertad cuando tenías el alma encadenada?

Pensó entonces que al fin comprendía al toblakai.

Y ya era demasiado tarde. Esa gran revelación. Así pues, muero un hombre sabio, no un necio. ¿Hay alguna diferencia? De todos modos, muero.

No, la hay. Lo noto. Esa diferencia… me he despojado de mis cadenas. ¡Me he desprendido de ellas!

Una tos leve y después:

—¿Corabb?

—Estoy aquí, malazano.

—¿Dónde? ¿Dónde es eso?

—En nuestra tumba, por desgracia. Lo siento. Me han abandonado las fuerzas. Me ha traicionado mi propio cuerpo. Lo siento.

Silencio durante un momento y después una pequeña carcajada.

—No importa. Estaba inconsciente, deberías haberme dejado… ¿dónde están los otros?

—No lo sé. Yo te estaba arrastrando a ti. Nos quedamos atrás. Y ahora, estamos perdidos y se acabó. Lo siento…

—Ya basta, Corabb. ¿Me arrastraste? Eso explica todas las magulladuras. ¿Cuánto tiempo? ¿Desde dónde?

—No lo sé. Un día, quizá. Había un aire cálido pero luego era frío, parecía aspirar y expirar, pasar junto a nosotros, pero ¿qué aliento se aspiraba y cuál se expiraba? No lo sé. Y ahora no hay viento.

—¿Un día? ¿Estás loco? ¿Por qué no me dejaste?

—Si lo hubiera hecho, malazano, tus amigos me habrían matado.

—Claro, está eso. Pero ¿sabes? No te creo.

—Tienes razón. Es muy sencillo, no podía.

—De acuerdo, eso servirá.

Corabb cerró los ojos, el esfuerzo no marcaba la diferencia. Seguramente ya estaba ciego. Había oído que a los prisioneros a los que se les dejaba demasiado tiempo sin luz en sus mazmorras se quedaban ciegos. Ciegos antes de volverse locos, pero al final también se volvían locos.

Y entonces oyó sonidos que se acercaban… de alguna parte. Los había oído antes, media docena de veces por lo menos y durante un corto espacio de tiempo había habido gritos amortiguados. Quizá fueran reales. Los demonios del pánico, que habían llegado a llevarse a los otros, uno por uno.

—Sargento, ¿te llamas Cuerdas o Violín?

—Cuerdas cuando estoy mintiendo, Violín cuando digo la verdad.

—Ah, ¿eso es un rasgo típico de los malazanos? Qué raro…

—No, no es ningún rasgo típico. Mío, quizá.

—¿Y cómo debería llamarte yo?

—Violín.

—Muy bien. —Un grato regalo—. Violín, estaba pensando una cosa. Aquí estoy, atrapado. Y sin embargo, es solo ahora, creo, cuando al fin he escapado de mi prisión. Tiene gracia, ¿no?

—Divertido de la hostia, Corabb Bhilan Thenu’alas. ¿Qué es ese sonido?

—¿Tú también lo oyes? —Corabb contuvo el aliento y escuchó. Se acercaba…

Y entonces algo le tocó la frente.

Corabb lanzó un bramido e intentó apartarse.

—¡Espera! ¡Maldito seas, he dicho que esperes!

—¿Gesler? —exclamó Violín.

—Sí, ¿quieres tranquilizar aquí a tu puñetero amigo?

Con el corazón martilleándole en el pecho, Corabb se calmó.

—Estábamos perdidos, malazano. Lo siento…

—¡Calla! Escúchame. Estáis a solo unos setenta pasos de un túnel que lleva al exterior. Ya estamos todos fuera, ¿comprendéis? Nos sacó Botella. Nos llevó fuera su rata. Había una roca caída que os bloqueaba algo más adelante, yo he pasado cavando…

—¿Te has vuelto a meter aquí? —preguntó Violín—. Gesler…

—Créeme, fue lo más difícil que he hecho en toda mi vida. Ahora sé, o creo saber, lo que pasó Verdad cuando se metió corriendo en ese palacio. Que el Abismo me lleve, sigo temblando.

—Guíanos, entonces —dijo Corabb, y estiró los brazos para coger el arnés de Violín una vez más.

Gesler se dispuso a pasar junto a él.

—Yo puedo hacer eso…

—No. Yo lo he arrastrado hasta aquí.

—¿Viol?

—Por el amor del Embozado, Gesler, jamás he estado en mejores manos.