Pinta una raya con sangre, ponte sobre ella y dale una buena sacudida a un nido de arañas. Caen a un lado de la línea. Caen al otro lado de la línea. Así cayeron los dioses, con las piernas tensas, listos, cuando los cielos temblaron, y en la lluvia dispersa de telarañas flotantes (todos esos pavorosos hilos cortados de intrigas que se posaron), repiqueteando bajo los vientos que rugieron de súbito, vivos y vengativos, para pronunciarse en lenguas de trueno, los dioses estaban en guerra.
«Asesino de magia»
Una historia de la hueste de los días
—Sarathan
Con los ojos entrecerrados, en la barra de sombra arrojada por el borde sobresaliente del gran yelmo, Corabb Bhilan Thenu’alas estudió a la mujer.
Ayudantes y funcionarios agobiados pasaban junto a ella y junto a Leoman de los Mayales, a toda velocidad, como hojas en un torrente. Y los dos ahí, en pie, como piedras. Peñascos. Como cosas… enraizadas, sí, enraizadas al lecho de roca. La capitán Gorrionpardo, convertida en tercero Gorrionpardo. Una malazana.
Una mujer, y Leoman… bueno, a Leoman le gustaban las mujeres.
Así que allí estaban, oh, sí, comentando detalles, ultimando los preparativos del asedio inminente. El olor a sexo, una suficiencia embriagadora que los envolvía a los dos como una niebla venenosa. Él, Corabb Bhilan Thenu’alas, que había cabalgado junto a Leoman batalla tras batalla, que le había salvado la vida a Leoman más de una vez, que había hecho todo lo que se le había pedido siempre, era leal. Pero ella, ella es deseable.
Se dijo a sí mismo que no importaba. Había habido otras mujeres. Él mismo había tenido alguna de vez en cuando, aunque no las mismas que había conocido Leoman, por supuesto. Y todas y cada una no habían sido nada ante la fe, se habían desvanecido en la insignificancia ante la necesidad pura y dura. La voz de Dryjhna, el Apocalipsis, aplastaba con la tempestad de destrucción que hacía descender sobre ellos. Era como debía ser.
Gorrionpardo. Malazana, mujer, distracción y posible corruptora. Pues Leoman de los Mayales estaba ocultándole algo a Corabb y eso no había ocurrido jamás. Era culpa de ella. Ella era la culpable. Tendría que hacer algo con respecto a ella, pero ¿qué?
Se levantó del antiguo trono del falah’d, que Leoman había desechado con tanto desdén, y se acercó a la gran ventana arqueada que se asomaba al complejo interior del torreón. Más idas y venidas caóticas abajo, el polvo girando en el aire asaeteado por el sol. Tras la muralla del palacio, los tejados blanqueados de Y’Ghatan, ropas tendidas al sol, toldos estremeciéndose al viento, cúpulas y los almacenes cilíndricos de techos planos, llamados «maethgara», que albergaban en inmensos contenedores el aceite de oliva por el que la ciudad y sus olivares periféricos habían alcanzado tanto renombre. En el centro de la ciudad se alzaba el templo de Scalissara, con sus ocho lados y monstruosos contrafuertes, con su cúpula interior, una joroba moteada de restos de pan de oro y azulejos de cobre verde salpicados de cagadas abundantes de pájaros.
Scalissara, diosa matrona de las Aceitunas, la bienamada protectora de la ciudad, en ese momento caída en un desprestigio vil. Demasiadas conquistas que no pudo resistir, demasiadas puertas derribadas, murallas convertidas en escombros. Mientras la ciudad en sí parecía capaz de alzarse siempre de nuevo del polvo de la destrucción, Scalissara había revelado un número más finito de resurrecciones posibles. Y, tras la última conquista, la diosa no volvió a su lugar preeminente. De hecho, no regresó en absoluto.
Su templo pertenecía a la reina de los Sueños.
Una diosa extranjera. Corabb frunció el ceño. Bueno, quizá no del todo extranjera, pero aun así…
Las magníficas estatuas de Scalissara que solían alzarse en las esquinas de las fortificaciones externas de la ciudad, brazos de mármol rollizos y carnosos, alzados, un olivo desarraigado en una mano y un recién nacido en la otra, el cordón umbilical enroscado como una serpiente en el antebrazo, que después cruzaba y bajaba hasta el vientre…, esas estatuas habían desaparecido. Destruidas en la última conflagración. En tres de las cuatro esquinas solo permanecía el pedestal, los pies desnudos rotos con limpieza por encima del tobillo, y en la cuarta, hasta eso había desaparecido.
En los días de su supremacía, cada niño abandonado recibía su nombre, y, niño o niña, cada pequeño abandonado se llevaba al templo para que lo alimentaran, criaran y educaran en los modos y maneras del Sueño Frío, un misterioso ritual que celebraba una especie de espíritu dividido o algo así, la esotérica de los cultos no estaba entre los puntos fuertes intelectuales de Corabb; pero Leoman había sido uno de esos niños huérfanos y había hablado una o dos veces de esas cosas, cuando el vino y el durhang le soltaban la lengua. Deseo y necesidad, la guerra en el espíritu de un mortal, eso era lo que estaba en el fondo del Sueño Frío. Corabb no entendía mucho de eso. Leoman no había vivido más que unos años bajo la dirección de las sacerdotisas del templo antes de que sus excesos salvajes provocaran su expulsión a las calles. Y de las calles a los odhans, a vivir entre las tribus del desierto y ser así forjado por el sol y las arenas al viento de Raraku hasta convertirse en el guerrero más extraordinario que jamás había contemplado Siete Ciudades. Al menos en la vida de Corabb. Los falah’dan de las Ciudades Sagradas habían poseído grandes paladines en sus tiempos, por supuesto, pero no eran líderes, no tenían las habilidades necesarias para mandar. Además, Dassem Ultor y su primera espada los habían derribado a todos y cada uno de ellos y con eso se había puesto el punto final.
Leoman había sellado Y’Ghatan y había encerrado entre sus murallas nuevas el equivalente al rescate de un emperador en aceite de oliva. Las maethgaras estaban a rebosar y los mercaderes y sus gremios chillaban de indignación, aunque de forma menos pública desde que Leoman, en un ataque de irritación, había ahogado a siete representantes en el Gran Maeth adosado al palacio. Los había ahogado en su propio aceite. Sacerdotes y brujas estaban solicitando vasos de ese espeluznante líquido ámbar.
A Gorrionpardo se le había dado el mando de la guarnición de la ciudad, una muchedumbre de matones borrachos y perezosos. La primera visita a los barracones había revelado que la base militar era poco más que un harén estridente, repleto de humo y jovencitos de ambos sexos, prepúberes con las pupilas dilatadas que se tambaleaban en un mundo de pesadilla de abusos enfermizos y esclavitud. Ese primer día ejecutaron a treinta oficiales, al de más alto rango lo ejecutó Leoman en persona. Habían reunido a los niños y los habían redistribuido entre los templos de la ciudad con órdenes de sanar el daño y purgar lo que fuera posible de sus recuerdos. A los soldados de la guarnición se les había encomendado la tarea de restregar cada ladrillo y cada azulejo de los barracones; Gorrionpardo había empezado entonces a adiestrarlos para enfrentarse a las tácticas de asedio de los malazanos, tácticas con las que ella parecía sospechosamente familiarizada.
Corabb no confiaba en ella, era tan sencillo como eso. ¿Por qué elegiría luchar contra su propio pueblo? Solo una criminal, una prófuga, haría eso, ¿y hasta qué punto era fiable una prófuga? No, con toda probabilidad había asesinatos y traiciones horrendas plagando su sórdido pasado; y allí estaba, abriéndose de piernas bajo el falah’d Leoman de los Mayales, el guerrero más temido del mundo conocido. Tendría que vigilarla con especial cuidado, la mano en la empuñadura de su nuevo alfanje, listo en cualquier momento para partirla por la mitad, de la cabeza a la ingle y después a lo ancho, en diagonal, dos veces, chas, chas, del hombro derecho a la cadera izquierda, del hombro izquierdo a la cadera derecha, y verla después derrumbarse en todas direcciones. Una ejecución obligada por el deber, sí. A la primera insinuación de traición.
—¿Qué ha aligerado tanto su expresión, Corabb Bhilan Thenu’alas?
Se puso rígido y al volverse encontró a Gorrionpardo a su lado.
—Tercero —dijo él con un gruñido amargo de saludo—. Estaba pensando en, eh, la sangre y la muerte inminentes.
—Leoman dice que es usted el más razonable de todos. Me inquieta pues conocer mejor a sus otros oficiales.
—¿Teme el asedio que no tardará?
—Pues claro que sí. Sé de lo que son capaces los ejércitos imperiales. Se dice que hay un mago supremo entre ellos y esa es la noticia más preocupante de todas.
—La mujer que los manda es simple e ingenua —dijo Corabb—. Sin imaginación, al menos que se haya molestado en mostrar.
—Y a eso es a lo que yo voy, Corabb Bhilan Thenu’alas.
El hombre frunció el ceño.
—¿A qué se refiere?
—No ha tenido necesidad, de momento, de desplegar todo el alcance de su imaginación. Hasta ahora le ha resultado fácil. Poco más que cubrir leguas interminables tras el polvo de la estela de Leoman.
—Estamos a su altura, somos incluso mejores —dijo Corabb, que se irguió e hinchó el pecho—. Nuestras lanzas y espadas ya han derramado su vil sangre malazana y lo harán de nuevo. Derramarán más, mucha más.
—Esa sangre —dijo ella tras un momento— es tan roja como la suya, guerrero.
—¿Lo es? Me parece a mí —continuó él mientras miraba la ciudad una vez más— que la traición es una mancha oscura en ella, que con facilidad tuerce a los suyos y los convence para que cambien de bando.
—¿Como, por ejemplo, las Espadas Rojas?
—¡Necios corruptos!
—Por supuesto. Pero… nacidos en Siete Ciudades, ¿no?
—Han arrancado sus propias raíces y ahora discurren con la marea malazana.
—Bonita imagen, Corabb. Se tropieza con ellas con frecuencia, ¿verdad?
—Se asombraría de las cosas con las que me tropiezo, mujer. Y le diré una cosa, vigilo las espaldas de Leoman, como siempre he hecho. Nada cambiará eso. Ni usted ni sus… sus…
—¿Encantos?
—Artimañas. La tengo calada, tercero, será mejor que lo tenga presente.
—Leoman ha hecho algo bien para tener un amigo tan leal.
—Encabezará el Apocalipsis…
—Oh, desde luego que sí.
—Pues nadie salvo él está a la altura de esa tarea. Y’Ghatan será un nombre maldito en el Imperio de Malaz para toda la eternidad.
—Ya lo es.
—Sí, bueno, lo será más.
—¿Qué hay en esta ciudad, me pregunto, que ha clavado un cuchillo hasta lo más hondo del Imperio? ¿Por qué actuó la Garra aquí contra Dassem Ultor? ¿Por qué no en algún otro lugar? ¿Un sitio menos público, menos arriesgado? Oh, sí, hicieron que pareciera un extraño accidente de batalla, pero nadie se dejó engañar. Admito sentir cierta fascinación por esta ciudad; de hecho, es lo que me trajo aquí en primer lugar.
—Es usted una prófuga. La emperatriz ha puesto precio a su cabeza.
—¿Ah, sí? ¿O solo está haciendo una suposición?
—Estoy seguro de ello. Lucha contra su propio pueblo.
—Mi propio pueblo. ¿Quiénes son, Corabb Bhilan Thenu’alas? El Imperio de Malaz ha devorado muchos pueblos, igual que ha hecho con los de Siete Ciudades. Ahora que la rebelión ha terminado, ¿es acaso usted afín a los malazanos? No, ese pensamiento es incomprensible para usted, ¿verdad? Yo nací en Quon Tali, pero el Imperio de Malaz nació en la isla de Malaz. Mi pueblo también fue conquistado, igual que lo ha sido el suyo.
Corabb no dijo nada, demasiado confundido por las palabras de la mujer. Los malazanos eran… malazanos, maldita fuera. Todos iguales, daba igual el tono de su piel, el sesgo de sus ojos, poco importaban las variaciones que hubiera dentro de ese Imperio maldito del Embozado. ¡Malazanos!
—No encontrará simpatía alguna de mí, tercero.
—No la he pedido.
—Bien.
—Bueno, ¿nos acompaña?
¿Nos? Corabb se volvió poco a poco. Leoman se encontraba a pocos pasos tras ellos, los brazos cruzados, apoyado en la mesa de mapas. En sus ojos una expresión astuta, divertida.
—Vamos a la ciudad —dijo Leoman—. Deseo visitar cierto templo.
Corabb se inclinó.
—Te acompañaré, con la espada preparada, caudillo.
Leoman alzó las cejas ligeramente.
—Caudillo. ¿Es que no hay fin para los títulos que te empeñas en otorgarme, Corabb?
—No lo hay, Mano del Apocalipsis.
Leoman se estremeció al oír ese término honorífico y después se dio la vuelta. Media docena de oficiales se encontraban esperando en un extremo de la larga mesa y a ellos se dirigió Leoman.
—Comiencen la evacuación. ¡Y nada de violencia indebida! Maten a todo saqueador que atrapen, por supuesto, pero sin ruido. Garanticen la protección de las familias y sus posesiones, incluyendo el ganado…
Uno de los guerreros empezó a hablar.
—Pero, comandante, necesitaremos…
—No, no lo haremos. Tenemos todo lo que necesitamos. Además, esos animales son la única riqueza que podrá llevarse con ellos la mayor parte de los refugiados. Quiero escoltas en el camino del oeste. —Miró a Gorrionpardo—. ¿Han regresado los mensajeros de Lothal?
—Sí, con saludos encantados del falah’d.
—Encantado de que no continúe la marcha hacia su ciudad, querrás decir.
Gorrionpardo frunció el ceño.
—¿Entonces está despachando tropas para administrar el camino?
—Así es, Leoman.
¡Ah! ¡Ella ya está por encima de los títulos! Corabb luchó por evitar que el gruñido de desdén se colara en su voz.
—Para usted es «caudillo», tercero. O «comandante», o «falah’d»…
—Basta —lo interrumpió Leoman—. Me complace lo suficiente mi nombre como para oír que lo utilizan. De ahora en adelante, amigo Corabb, prescindiremos de los títulos cuando estén presentes solo oficiales.
Como pensaba, ha comenzado la corrupción. Miró con furia a Gorrionpardo, pero la mujer no le prestaba atención alguna, sus ojos se posaban con expresión posesiva en Leoman de los Mayales. Los de Corabb se entrecerraron. Leoman el Caído.
Ningún sendero, callejón o calle de Y’Ghatan corría en línea recta más de treinta pasos. Construida sobre cimientos sucesivos, alzándose, con toda probabilidad, sobre la primera ciudad-fortaleza que serpenteaba como un laberinto y que se había construido allí diez mil años antes o más; el patrón se parecía a un nido de termitas con cada pasaje retorcido expuesto al cielo, aunque en muchos casos ese cielo no era más que una ranura de menos de un brazo de anchura sobre sus cabezas.
Contemplar Y’Ghatan y vagar por sus pasillos era entrar en la antigüedad. Las ciudades, le había dicho una vez Leoman a Corabb, no nacían de la conveniencia, ni de un señorío, ni de los mercados y sus charlatanes mercaderes. No nacían siquiera de las cosechas y los excedentes. No, dijo Leoman, las ciudades nacían de la necesidad de protección. Fortalezas y nada más, y todo lo que seguía solo hacía eso: seguir. Y así, las ciudades estaban siempre amuralladas y, de hecho, las murallas eran con frecuencia todo lo que quedaba de las más antiguas.
Y por eso, había explicado Leoman, una ciudad siempre se construía sobre los huesos de sus antepasadas, pues eso elevaba las murallas todavía más y hacía del lugar una protección más formidable todavía. Eran las tribus que merodeaban, había dicho con una carcajada, las que habían forzado el nacimiento de las ciudades, de las mismas ciudades capaces de desafiarlas y, en último caso, de conquistarlas. Así pues, la civilización había surgido del salvajismo.
Todo eso estaba muy bien, cavilaba Corabb mientras se encaminaban al corazón de esa ciudad, y quizá fuera hasta verdad, pero él ya ansiaba las tierras abiertas de los odhans, los susurros dulces del viento del desierto, el calor opresor que podía cocerle el cerebro a un hombre dentro del yelmo hasta que, loco de remate, soñase que lo perseguían hordas de tías gordas y abuelas correosas a las que les gustaba pellizcar mejillas.
Corabb sacudió la cabeza para desprenderse del recuerdo y todos sus terrores consiguientes. Caminaba a la izquierda de Leoman, con el alfanje en la mano y un ceño beligerante listo para enfrentarse a cualquier ciudadano de aspecto sospechoso. El tercero, Gorrionpardo, iba a la derecha de Leoman, los dos se rozaban los brazos de vez en cuando e intercambiaban palabras en voz baja, con toda probabilidad impregnadas de romance, que Corabb se alegraba de no poder oír. O eso, o estaban hablando de formas de deshacerse de él.
—Oponn, tira de mí, empújala a ella —dijo por lo bajo.
Leoman volvió la cabeza.
—¿Has dicho algo, Corabb?
—Estaba maldiciendo este maldito camino de ratas, Vengador.
—Ya casi hemos llegado —dijo Leoman con un tono considerado muy poco propio de él, lo que solo profundizó el malhumor de Corabb—. Gorrionpardo y yo comentábamos qué hacer con el sacerdocio.
—¿Lo comentabais? Qué bien. ¿A qué te refieres con qué hacer con ellos?
—Se resisten a la idea de irse.
—No me sorprende.
—A mí tampoco, pero irse, se irán.
—Es por toda esa riqueza —dijo Corabb—. Y sus relicarios, iconos y bodegas, temen que los ataquen en el camino, que los violen y roben y que les deshagan los moños.
Tanto Leoman como Gorrionpardo lo miraron con expresión rara.
—Corabb —dijo Leoman—, creo que se será mejor que te quites ese gran yelmo nuevo que llevas.
—Sí —añadió Gorrionpardo—, le corren chorros de sudor por la cara.
—Estoy bien —dijo Corabb con un gruñido—. Este era el yelmo del paladín. Pero Leoman no quiso cogerlo. Debería haberlo hecho. En realidad, yo solo lo llevo por él. En el momento adecuado, él descubrirá la necesidad de arrancármelo de la cabeza y lucirlo él mismo, y el mundo recuperará el orden dispuesto una vez más, loados sean todos los dioses amarillos y azules.
—Corabb…
—Estoy bien, aunque será mejor que decidamos qué hacer con esas ancianas que nos siguen. Prefiero ensartarme antes con mi propia espada que dejar que me cojan. ¡Oh, qué niño tan rico! Ya basta, digo.
—Dame ese yelmo —dijo Leoman.
—Ya era hora de que reconocieras tu destino, Asesino Adjunto.
A Corabb le martilleaba la cabeza para cuando llegaron al templo de Scalissara. Leoman había optado por no ponerse el gran yelmo, ni siquiera después de quitarle el forro acolchado empapado, sin el cual le habría quedado demasiado flojo, en cualquier caso. Al menos las ancianas habían desaparecido; de hecho, la ruta que habían tomado estaba casi desierta, aunque podían oír los sonidos caóticos de las multitudes en las avenidas principales; las estaban sacando de la ciudad, hacia el camino del oeste que llevaba a Lothal, en la costa. El pánico recorría las sofocantes corrientes, pero estaba claro que la mayor parte de los cuatro mil soldados que tenía Leoman bajo su mando había salido a las calles a mantener el orden.
Siete templos menores, cada uno dedicado a uno de los Siete Sagrados, rodeaban el edificio octogonal que se había santificado a la reina de los Sueños. El acceso formal era una espiral que se metía entre las estructuras abovedadas más pequeñas. Las murallas que flanqueaban el complejo habían sido pintarrajeadas por partida doble, primero con la nueva consagración a dioses malazanos poco después de la conquista, y de nuevo con la rebelión, cuando los templos y sus nuevas clases sacerdotales extranjeras habían sido atacadas, los santuarios destrozados y cientos asesinados. Frisos y metopas, cariátides y paneles habían quedado en ruinas, panteones enteros profanados e irreconocibles.
Es decir, todos salvo el templo de la reina de los Sueños, sus impresionantes fortificaciones lo hacían casi inexpugnable. Corabb sabía que había, en cualquier caso, misterios que rodeaban a la Reina, y en general se creía que su culto no se había originado en el Imperio de Malaz. La diosa de la Adivinación arrojaba un millar de reflejos sobre un millar de pueblos y ninguna civilización podía reclamarla como de su exclusiva propiedad. Así que, tras haber aporreado en vano las murallas del templo durante seis días, los rebeldes llegaron a la conclusión de que la Reina no era su enemiga, después de todo, y a partir de entonces la dejaron en paz. Deseo y necesidad, había dicho Leoman riéndose al oír el relato.
No obstante, en lo que a Corabb se refería, la diosa era… extranjera.
—¿Qué asunto nos trae a visitar este templo? —preguntó Corabb.
Leoman respondió con una pregunta también.
—¿Recuerdas, viejo amigo, tu voto de seguirme sin importar la aparente locura que emprenda?
—Lo recuerdo, caudillo.
—Bien, Corabb Bhilan Thenu’alas, te encontrarás con que esa promesa va a sufrir una dura prueba. Pues tengo intención de hablar con la reina de los Sueños.
—La suma sacerdotisa…
—No, Corabb —dijo Leoman—, con la diosa misma.
—Es muy difícil matar dragones.
Una sangre del color del amanecer falso continuaba extendiéndose por los adoquines combados. Mappo e Icarium permanecían fuera de su alcance, pues no les convenía entrar en contacto con esa promesa oscura. El jhag se había sentado en un bloque de piedra que quizá en su momento fuera un altar, pero que habían empujado contra la pared, a la izquierda de la entrada. El guerrero tenía la cabeza entre las manos y llevaba un rato sin decir nada.
Mappo alternaba entre mirar a su amigo y el enorme cadáver de dragón que se alzaba sobre ellos. Ambas escenas lo angustiaban. Había mucho digno de ser llorado en esa caverna, en el terrible asesinato ritual que había tenido lugar allí y en el torrente tenso de recuerdos desatados en el interior de Icarium con su descubrimiento.
—Esto no deja más que a Osserc —dijo Mappo—. Y si él cayera, la senda de Serc no poseerá gobernante alguno. Creo, Icarium, que estoy empezando a ver un patrón.
—Profanación —dijo el jhag con un susurro, sin levantar la vista.
—Están convirtiendo el panteón en algo muy vulnerable. Fener, arrastrado a este mundo y ahora Osserc, la fuente misma de su poder sufre un asalto. Cuántos dioses y diosas más se ven asediados, me pregunto. Llevamos lejos de todo demasiado tiempo, amigo mío.
—¿Lejos, Mappo? No hay forma de estar lejos.
El trell estudió al dragón muerto una vez más.
—Quizá tengas razón. ¿Quién podría lograr algo así? Dentro del dragón está el corazón de la senda en sí, su fuente de poder. Pero… algo derrotó a Sorrit, la hundió en la tierra, en esta cueva dentro de una fortaleza flotante y la clavó a madera negra, ¿cuánto tiempo crees tú que hace? ¿No habríamos notado su muerte? —Puesto que Icarium no ofrecía ninguna respuesta, Mappo se acercó un poco más al charco de sangre y miró arriba para centrarse en la inmensa estaca de hierro veteada de óxido—. No —murmuró tras un momento—, eso no es óxido. Es otataralita. La ataron con otataralita. Pero la dragona era ancestral, debería haber sido capaz de derrotar esa impaciente entropía. No lo entiendo…
—Viejo y nuevo —dijo Icarium, su tono tergiversaba las palabras y las convertía en una maldición. Se levantó de repente, la expresión salvaje y una mirada dura en los ojos—. Háblame, Mappo. Cuéntame lo que sabes de sangre derramada.
Se dio la vuelta.
—Icarium…
—Mappo, dímelo.
Con la mirada puesta en el charco aguamarina, el trell se quedó callado, las emociones luchaban en su interior. Después suspiró.
—¿Quién fue el primero en hundir las manos en este espeluznante arroyo? ¿Quién bebió un trago profundo y se transformó, y qué efecto tuvo esa estaca de otataralita en esa transformación? Icarium, esta sangre está contaminada…
—Mappo…
—Muy bien. Toda sangre derramada, amigo mío, posee poder. Bestias, humanos, el pájaro más pequeño, la sangre es la fuerza de la vida, el río del alma. En su interior está encerrado el tiempo de vida, de principio a fin. Es la fuerza más sagrada de la existencia. Los asesinos con la sangre de sus víctimas manchándoles las manos se alimentan de esa fuerza, quieran ellos o no. Muchos se sienten enfermos, otros hallan una nueva avidez en su interior y se convierten en esclavos de la violencia de matar. El riesgo es el siguiente: la sangre y su poder se contaminan con cosas como el miedo y el dolor. Ese río, al percibir su propio fallecimiento, se estresa y la conmoción es como un veneno.
—¿Qué hay del destino? —preguntó Icarium con la voz tomada.
Mappo se estremeció, con los ojos todavía en el charco.
—Sí —susurró—, vas al fondo mismo del asunto. ¿Qué toma una persona sobre sí cuando esa sangre se absorbe, penetra en su alma? ¿Se debe someter a una muerte violenta a esa persona a su vez? ¿Hay alguna ley global que busque siempre restaurar el equilibrio? Si la sangre nos alimenta, ¿qué es lo que la alimenta a ella a su vez?, ¿y está vinculado por normas inmutables o es tan caprichoso como nosotros? ¿Somos las criaturas de esta tierra las únicas libres de abusar de nuestras posesiones?
—Los k’chain che’malle no mataron a Sorrit —dijo Icarium—. No sabían nada de esto.
—Pero esta criatura de aquí estaba congelada, así que debió de verse envuelta en el ritual de Omtose Phellack de los jaghut, ¿cómo no iban a saber nada los k’chain che’malle? Tenían que saberlo, aunque no fueran ellos los que mataron a Sorrit.
—No, son inocentes, Mappo. Estoy seguro de ello.
—Entonces… ¿cómo?
—El crucifijo, es madera negra. Del reino de los tiste edur. Del reino de Sombra, Mappo. En ese reino, como sabes, las cosas pueden estar en dos lugares al mismo tiempo, o comenzar en uno, pero encontrarse al final manifestándose en otro. Sombra vaga y no respeta fronteras.
—Ah, entonces… ella… quedó prisionera aquí, arrastrada desde Sombra…
—Atrapada por la magia gélida de los jaghut, pero la sangre derramada y quizá la otataralita resultaron ser demasiado fieras para Omtose Phellack e hicieron pedazos el encantamiento de los jaghut.
—A Sorrit la asesinaron en el reino de Sombra. Sí. Ahora el patrón, Icarium, queda mucho más claro todavía.
Icarium clavó los ojos brillantes, febriles, en el trell.
—¿Lo está? ¿Quieres culpar a los tiste edur?
—¿Quién más ostenta tal dominio sobre Sombra? ¡No el embustero malazano que se sienta ahora en el trono!
El guerrero jhag no dijo nada. Caminó junto al borde del charco con la cabeza gacha, como si buscara señales en el suelo maltratado.
—Conozco a esta jaghut. Reconozco su trabajo. El descuido al desatar Omtose Phellack. Estaba… angustiada. Impaciente, enfadada, harta de los interminables caminos que utilizaban los k’chain che’malle en sus esfuerzos por invadir, por establecer colonias en cada continente. Le importaba muy poco la guerra civil que afligía a los k’chain che’malle. Esos colas cortas huían de sus parientes, buscaban un refugio. Dudo que ella se molestara en hacer alguna pregunta.
—¿Crees —preguntó Mappo— que sabe lo que ha pasado aquí?
—No, de otro modo habría vuelto. Quizá esté muerta. Tantos lo están…
Oh, Icarium, ojalá ese conocimiento permaneciera perdido para ti.
El jhag se detuvo y se volvió a medias.
—Estoy maldito. Ese es el secreto que me ocultas siempre, ¿verdad? Hay… recuerdos. Fragmentos. —Levantó una mano como si quisiera rozarse la frente y después la dejó caer—. Presiento… cosas terribles…
—Sí. Pero no te pertenecen, Icarium. No al amigo que tengo ante mí en este momento.
El ceño cada vez más profundo de Icarium desgarraba el corazón de Mappo, pero no quería apartar la vista, no quería abandonar a su amigo en ese momento de tortura.
—Tú —dijo Icarium— eres mi protector, pero esa protección no es lo que parece. Estás a mi lado, Mappo, para proteger al mundo. De mí.
—No es tan sencillo.
—¿No lo es?
—No. Estoy aquí para proteger al amigo al que estoy mirando ahora, de… del otro Icarium…
—Esto tiene que acabar, Mappo.
—No.
Icarium miró al dragón una vez más.
—Hielo —dijo con un murmullo—. Omtose Phellack. —Se volvió hacia Mappo—. Nos vamos de aquí, ahora. Viajamos al Jhag Odhan. Debo buscar parientes de mi sangre. Jaghut.
Para pedir un encarcelamiento. Hielo eterno que te aísle de toda vida. Pero no se fiarán. No, intentarán matarte. Que el Embozado se ocupe de ti. Y esta vez, tendrán razón. Pues sus corazones no temen que los juzguen y su sangre… su sangre es fría como el hielo.
Se habían alzado dieciséis túmulos a media legua al sur de Y’Ghatan, cada uno de cien pasos de longitud, treinta de ancho y tres hombres de alto. Bloques de piedra caliza toscamente tallada y columnas internas para sostener los tejados curvos, dieciséis moradas oscuras por toda la eternidad, hogar de huesos malazanos. Unas trincheras recién cavadas y ribeteadas de piedras llegaban hasta ellos desde la lejana ciudad, transportaban los desechos de Y’Ghatan en torrentes hinchados plagados de moscas. Los sentimientos, reflexionó el puño Keneb con amargura, no podían quedar más claros.
Haciendo todo lo posible por no dejarse afectar por el hedor, Keneb guió su caballo hacia el túmulo central, que en otro tiempo estaba coronado por un monumento de piedra que honraba a los caídos del Imperio. Habían derribado la estatua y habían dejado solo el amplio pedestal. De pie sobre él había dos hombres y dos perros, todos con los rostros vueltos hacia las murallas irregulares y blanqueadas de Y’Ghatan.
El Túmulo de Dassem Ultor y su Primera Espada, que no albergaba a Dassem ni a ninguno de los miembros de su guardia que habían caído a las afueras de la ciudad tantos años atrás. La mayor parte de los soldados conocían la verdadera historia. Aquellos luchadores letales, legendarios, de la primera espada estaban enterrados en tumbas sin nombre para evitar que las profanaran y, en cuanto a la tumba de Dassem, se creía que estaba en algún lugar cercano a Unta, en Quon Tali.
Y seguro que vacía.
El perro pastor, Torcido, ladeó la enorme cabeza y observó a Keneb empujar su caballo por la escarpada ladera. Ojos enrojecidos, muy separados sobre un nido de cicatrices, una mirada que daba escalofríos al malazano y le recordaba una vez más que él solo se imaginaba familiarizado con esa bestia. Debería haber muerto con Coltaine. El animal tenía todo el aspecto de haber sido montado con piezas dispares e inidentificables, que solo se parecían en líneas generales a la forma de un perro. Músculos de los hombros encorvados y desiguales, un cuello tan grueso como el muslo de un hombre adulto, ancas deformes de músculos marcados, un pecho ancho como el de un león del desierto. Bajo los ojos vacíos, la criatura era todo mandíbulas demasiado grandes, el morro desalineado, los tres caninos que le quedaban visibles incluso cuando la boca fiera de Torcido estaba cerrada, pues la mayor parte de la piel que los cubría se había desgarrado en la Ladera y nada la había sustituido. Una oreja pelada, la otra sanada pero aplastada y ladeada.
El muñón que era todo lo que quedaba de la cola de Torcido no se agitó cuando Keneb desmontó. Si lo hubiera hecho, Keneb admitió la posibilidad de que le hubiese dado un susto de muerte.
El perro hengese, Cucaracha, sarnoso y con pinta de rata, se acercó trotando a la bota izquierda de Keneb para olisquearla, después se agachó como una damita y orinó contra el cuero. El malazano se apartó con una maldición y dobló un pie con la intención de asestar una patada salvaje al chucho, pero se detuvo al oír un gruñido profundo de Torcido.
El caudillo Hiel lanzó una carcajada profunda.
—Cucaracha no hace más que reclamar este montón de piedras, puño. Bien sabe el Embozado que no hay nadie debajo que pueda ofenderse.
—Una pena que no se pueda decir lo mismo de los otros túmulos —dijo Keneb mientras se quitaba los guantes de montar.
—Ah, pero ese insulto solo es achacable a los ciudadanos de Y’Ghatan.
—Cucaracha debería mostrar más paciencia entonces, caudillo.
—Que el Embozado nos lleve, hombre, es una maldita perra. Además, ¿crees que se quedará sin pis en un futuro cercano?
Si por mí fuera, se quedaría sin muchas más cosas también.
—No es probable, lo reconozco. Esa rata tiene más fluidos malignos dentro que un macho bhederin rabioso.
—Problemas con la dieta.
Keneb se dirigió al otro hombre.
—Puño Temul, la consejera desea saber si tus exploradores wickanos han rodeado la ciudad a caballo.
El joven guerrero ya no era ningún niño. Había crecido dos palmos desde Aren. Flaco, cara de halcón, con demasiadas pérdidas acumuladas en sus ojos negros. Los guerreros del clan Cuervo a los que tanto había ofendido su mando en Aren permanecían callados en esos tiempos. Con la mirada clavada en Y’Ghatan, no dio ninguna indicación de haber oído las palabras de Keneb.
Con cada día que pasa se parece cada vez más a Coltaine, dice Hiel. Keneb sabía que debía esperar.
Hiel carraspeó.
—El camino del oeste muestra señales de un éxodo, no más de un día o dos antes de que llegáramos. Media docena de viejos guerreros montados de los Cuervos exigieron perseguirlos y destrozar a los refugiados que huyen.
—¿Y dónde están ahora? —preguntó Keneb.
—¡Protegiendo la reata de carga, ja!
Temul habló entonces.
—Informa a la consejera de que todas las puertas de la ciudad están selladas. Han cavado una trinchera en la base del asentamiento que atraviesa los desniveles de los caminos por todos lados, hasta una profundidad de casi un hombre. Sin embargo, esta trinchera no tiene más que dos pasos de anchura, es obvio que al enemigo se le acabó el tiempo.
Se le acabó el tiempo. A Keneb le extrañó. Con trabajadores presionados, Leoman podría haber hecho excavar una barrera mucho más ancha en un solo día.
—Muy bien. ¿Tus exploradores informaron de algún arma grande montada en las murallas o en los tejados de las torres de las esquinas?
—Ballestas construidas por malazanos, una docena justa —respondió Temul—, colocadas a intervalos regulares. No hay señales de concentraciones.
—Bien —dijo Keneb con un rezongo—, es absurdo suponer que Leoman fuera a traicionar sus supuestos puntos débiles. ¿Y en esas murallas había hombres?
—Sí, multitudes, todos gritándoles provocaciones a mis guerreros.
—Y mostrando los traseros desnudos —añadió Hiel, que se giró para escupir.
Cucaracha se acercó trotando para olisquear la flema reluciente y después la chupó.
Keneb apartó la mirada, mareado, y se soltó la correa del yelmo que le pasaba por la barbilla.
—Puño Temul, ¿tienes algún criterio sobre el acceso más seguro?
Temul lo miró sin expresión.
—Lo tengo.
—¿Y?
—¿Y qué, puño? A la consejera le importan muy poco nuestras opiniones.
—Quizá, pero me gustaría oír lo que piensas de todos modos.
—No uses las puertas. Utiliza municiones moranthianas y atraviesa una muralla por el medio, entre la torre y la puerta. Cualquier lado servirá. Dos lados serían incluso mejor.
—¿Y cómo sobrevivirán los zapadores a la acampada en la base de una muralla?
—Atacamos por la noche.
—Eso es arriesgado.
Temul frunció el ceño y no dijo nada.
Hiel se volvió para mirar a Keneb, en su rostro grabado por las lágrimas una leve expresión de incredulidad.
—Empezamos un asedio, hombre, no un puñetero baile de gala del Embozado.
—Lo sé. Pero Leoman debe de tener magos y la noche no ocultará a los zapadores de ellos.
—Se pueden contrarrestar —replicó Hiel—. Para eso están nuestros magos. Pero malgastamos saliva con esas cosas. La consejera hará lo que quiera.
Keneb miró a la derecha y estudió el inmenso campamento del Decimocuarto Ejército, dispuesto para repeler una incursión enemiga, si Leoman resultase ser tan idiota. La investidura sería un ejercicio cuidado, medido, llevado a cabo a lo largo de dos o tres días. El alcance de las ballestas malazanas que había en las murallas era bien conocido, así que no habría sorpresas por ese lado. Con todo, rodear la ciudad forzaría muchísimo sus filas. Necesitarían emplazamientos avanzados para mantener vigiladas las puertas y a los wickanos y setis de Temul, además de a los guerreros montados khundryl de Hiel, divididos en compañías y ubicados correctamente para responder por si Leoman les diera una sorpresa.
El puño sacudió la cabeza.
—Eso es lo que no entiendo. La flota del almirante Nok está zarpando ahora mismo rumbo a Lothal con cinco mil infantes de marina a bordo y, una vez que Dujek obligue a capitular a la última ciudad, comenzará una marcha rápida para reunirse con nosotros. Leoman tiene que saber que su posición es desesperada. No puede ganar, aunque nos dé una paliza. Podremos mantener la soga al cuello de Y’Ghatan mientras esperamos refuerzos. Está acabado. ¿Por qué continúa resistiendo?
—Sí —dijo Hiel—. Debería haber seguido cabalgando hacia el oeste, salir al odhan. Jamás lo habríamos atrapado ahí fuera y él podría empezar a reconstruir, a atraer guerreros a su causa.
Keneb lo miró.
—Así que, caudillo, esto te pone tan nervioso como a mí.
—Pretende desangrarnos, Keneb. Antes de caer, su intención es desangrarnos. —Un gesto duro—. Más túmulos para rodear esta maldita ciudad. Y morirá luchando, así que se convertirá en otro mártir más.
—Así que matar malazanos es causa suficiente para luchar. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
—Orgullo herido —dijo Temul—. Una cosa es sufrir una derrota en el campo de batalla, otra muy diferente que te aplasten cuando tu enemigo no ha necesitado siquiera sacar la espada.
—Humillado en Raraku —dijo Hiel con un asentimiento—. El cáncer que crece en sus almas. No se puede arrancar. Los malazanos deben conocer el dolor.
—Eso es ridículo —dijo Keneb—. ¿La cadena de perros no fue gloria suficiente para esos malnacidos?
—La primera baja entre los derrotados es el recuerdo de su propia lista de crímenes, puño —dijo Temul.
Keneb estudió al joven. El huérfano Larva frecuentaba la compañía de Temul y, entre la desordenada multitud de observaciones peculiares del extraño muchachito, Larva había insinuado que la gloria, o quizá la infamia, estaba atada al futuro de Temul. Claro que ese futuro podría ser mañana. Además, Larva podría ser no más que un crío con el cerebro huero… de acuerdo, eso no me lo creo, parece saber demasiado. Ojalá la mitad de las cosas que dice tuviera algún sentido… Bueno, en cualquier caso, Temul todavía conseguía sobresaltar a Keneb con afirmaciones que sonarían más adecuadas en boca de un veterano de varias campañas.
—Muy bien, puño Temul, ¿qué harías tú, si estuvieras en el lugar de Leoman?
Silencio y después una mirada rápida a Keneb, algo parecido a la sorpresa en los rasgos angulosos de Temul. Un momento después, la máscara inexpresiva regresó y el joven se encogió de hombros.
—Coltaine camina en tu sombra, Temul —dijo Hiel mientras se pasaba los dedos por la cara como si quisiera imitar las lágrimas tatuadas allí—. Lo veo, una y otra vez…
—No, Hiel. Ya te lo he dicho más de una vez. No ves más que las costumbres de los wickanos; todo lo demás es solo tu imaginación. Coltaine me mandó marchar, no es conmigo con quien regresará.
Todavía te obsesiona, Temul. Coltaine te envió con Duiker para preservar tu vida, no para castigarte ni avergonzarte. ¿Por qué no quieres aceptarlo?
—He visto wickanos de sobra —dijo Hiel con un gruñido.
Eso tenía toda la apariencia de una vieja discusión. Con un suspiro Keneb se acercó a su caballo.
—¿Algún último comentario para la consejera? ¿Alguno de los dos? ¿No? Muy bien. —Se subió a la silla y recogió las riendas.
El perro pastor, Torcido, lo observó con sus ojos muertos del color de la arena. Muy cerca, Cucaracha había encontrado un hueso y estaba despatarrada sobre la barriga, con las patas estiradas mientras lo roía con la concentración mecánica que solo tienen los perros.
Mientras bajaba por la ladera, a medio camino, Keneb comprendió de dónde debía de haber salido aquel hueso. Una patada, desde luego, lo bastante fuerte como para mandar a esa rata directamente por la puerta del Embozado.
El cabo Olor a Muerto, Rebanagaznates y Jarretesgrandes estaban sentados alrededor de una partida de hoyos. Las piedras negras salían rebotando de la palanca y rodaban en las tazas cuando se acercó Botella.
—¿Dónde está vuestro sargento? —preguntó.
Olor a Muerto levantó la cabeza y después la volvió a bajar.
—Mezclando pintura.
—¿Pintura? ¿Qué clase de pintura?
—Es lo que hacen los dalhonesios —dijo Jarretesgrandes—, pintura para la máscara de la muerte.
—¿Antes de un asedio?
Rebanagaznates siseó, lo que pasaba por carcajada, supuso Botella.
—¿Oís eso? —dijo—. Antes de un asedio. Muy gracioso, pero que muy gracioso, Botella.
—Es una máscara de la muerte, idiota —le dijo Jarretesgrandes a Botella—. Se la pone cuando piensa que está a punto de morir.
—Gran actitud para un sargento —dijo Botella mientras miraba a su alrededor. Los otros dos soldados del noveno pelotón, Galt y Lóbulo, discutían sobre qué echar en una olla de agua hirviendo. Los dos sostenían puñados de hierbas y cuando uno estiraba la mano para dejar caer sus hierbas, el otro soldado apartaba esa mano y procuraba tirar las suyas. Una y otra vez sobre el agua hirviendo. Ninguno de los dos decía nada.
—De acuerdo, ¿adónde va a buscar Bálsamo esa pintura?
—Hay un cementerio local al norte del camino —dijo Olor a Muerto—. Yo diría que allí.
—Si no lo encuentro —dijo Botella—, la capitán quiere hacer una reunión con todos los sargentos de su compañía. Al atardecer.
—¿Dónde?
—El redil de ovejas de la granja del sur del camino, el que tiene el tejado hundido.
En la hoguera, el agua de la olla se había evaporado y Galt y Lóbulo se peleaban por los jarros de agua.
Botella se acercó al siguiente campamento. Encontró al sargento Moak tumbado con la espalda apoyada en un montón de petates. El falari, de pelo y barba cobrizos, se estaba hurgando en los dientes enormes con una espina de pescado. A sus soldados no se les veía por ninguna parte.
—Sargento. La capitán Faradan Sort ha convocado una reunión.
—Lo he oído. No estoy sordo.
—¿Dónde está su pelotón?
—Tienen cagalera.
—¿Todos?
—Anoche cociné yo. Son de estómago débil, eso es todo. —Eructó y un momento después Botella captó un tufillo como a tripas de pescado podridas.
—¡Por el Embozado! ¿Dónde encontró un sitio para pescar algo en este camino?
—No lo encontré. Lo traje conmigo. Estaba un poco pasado, es cierto, pero nada que un soldado de verdad no pudiera aguantar. Queda algún resto en el fondo de la olla, ¿quieres un poco?
—No.
—No me extraña que la consejera tenga problemas, con un puñetero ejército entero de quejicas y cobardes.
Botella le pasó por encima para seguir adelante.
—Oye —exclamó Moak—, dile a Viol que la apuesta sigue en pie en lo que a mí respecta.
—¿Qué apuesta?
—Entre él y yo, no tienes que saber más.
—Bien.
Encontró al sargento Mosel y su pelotón desmantelando una carreta rota en la zanja. Habían apilado la madera y Destello de Ingenio y Cachipolla estaban arrancando clavos, tacos y adornos de las tablas destrozadas, mientras Taffo y Uru Hela se afanaban con un eje bajo la mirada vigilante del sargento.
Mosel lo miró.
—Botella, ¿no? Cuarto pelotón, el de Viol, ¿verdad? Si estás buscando a Neffarias Bredd, se acaba de ir. Un gigante de hombre, debe de tener sangre fenn.
—No, no lo buscaba, sargento. ¿Usted ha visto a Bredd?
—Bueno, yo no, yo acabo de volver, pero Destello de Ingenio…
Al oír mencionar su nombre, la fornida mujer levantó la cabeza.
—Sí. Oí que acaba de estar aquí. Oye, Cachipolla, ¿quién dijo que acaba de estar aquí?
—¿Quién?
—Neffarias Bredd, vaca sebosa, ¿de quién si no íbamos a hablar?
—No sé quién dijo qué. Total, yo solo estaba escuchando a medias. Creo que fue Sonrisas, ¿fue Sonrisas? Podría ser. Pero bueno, a mí me gustaría darme un buen revolcón con ese hombre…
—Sonrisas no es un hombre…
—Con ella no. Hablo de Bredd.
—¿Quieres acostarte con Bredd? —preguntó Botella.
Mosel se acercó más, con los ojos entrecerrados.
—¿Te estás riendo de mis soldados, Botella?
—Yo nunca haría eso, sargento. Solo vine a decir que hay una reunión…
—Ah, sí, eso he oído.
—¿A quién?
El flaco se encogió de hombros.
—No me acuerdo. ¿Importa?
—Pues sí, si significa que estoy perdiendo el tiempo.
—¿Es que tú no tienes tiempo que perder? ¿Por qué, qué te hace único?
—Ese eje no parece roto —comentó Botella.
—¿Quién dijo que lo estuviese?
—¿Entonces por qué estáis desmantelando la carreta?
—Llevamos tanto tiempo comiéndonos el polvo que suelta que teníamos que vengarnos.
—¿Y dónde está el carretero? ¿El equipo de carga?
Destello de Ingenio lanzó una carcajada maliciosa.
Mosel se encogió de hombros otra vez y señaló algo más abajo, en la zanja. Cuatro figuras, atadas y amordazadas, estaban echadas e inmóviles en la hierba amarilla.
Los dos pelotones de los sargentos Sobelone y Tirón estaban reunidos alrededor de una pelea de lucha libre entre, según comprobó Botella al abrirse camino hasta el frente para ver mejor, Lametazo de Sal y Narizcorta. Las monedas volaban y levantaban el polvo del camino mientras los dos infantes de la pesada se esforzaban y jadeaban en un nudo de presas de brazos y piernas. La inmensa cara redonda de Lametazo de Sal era visible, roja, sudorosa y manchada de polvo, la expresión fija en su habitual falta de comprensión bovina, desinteresada. Parpadeaba con lentitud y parecía concentrarse en rumiar algo.
Botella le dio un codazo a Toles, el soldado de su derecha.
—¿Por qué se están peleando?
Toles bajó la cabeza y miró a Botella, su rostro delgado y pálido se estremeció.
—Es muy sencillo. Dos pelotones marchan llevando el paso uno detrás del otro, después el otro delante del primero, lo que demuestra que la mítica camaradería no es más que un instigador épico de mala poesía y canciones subidas de tono compuestas para tranquilizar a los paletos; en pocas palabras, una mentira. Que culmina al fin en este lamentable despliegue de instinto animal…
—Lametazo de Sal le arrancó una oreja a Narizcorta —interpuso el cabo Reem, en pie a la izquierda de Botella.
—Oh. ¿Es eso lo que está masticando?
—Sí. Y se está tomando su tiempo.
—¿Tirón y Sobelone saben lo de la reunión de la capitán?
—Sí.
—Así que a Narizcorta le arrancaron la punta de la nariz y ahora ya solo le queda una oreja.
—Sí. Hará lo que sea para fastidiarse la cara.
—¿Es el que se casó la semana pasada?
—Sí, con aquí, Hanno. Es la que está apostando contra él. Pero bueno, por lo que he oído, no es la cara lo que ella adora, ya sabes.
Botella vio entonces una colina baja en el lado norte del camino sobre la que se alzaba una veintena de guldindhas encorvados y retorcidos.
—¿Es ese el viejo cementerio?
—Eso parece, ¿por qué?
Sin responder, Botella volvió a abrirse camino entre la multitud y se dirigió al camposanto. Encontró al sargento Bálsamo en el pozo de un saqueador, con la cara manchada de cenizas y emitiendo un extraño gemido nasal monótono mientras bailaba en círculos pequeños.
—Sargento, la capitán quiere una reunión…
—Cállate, estoy ocupado.
—Al atardecer, en el redil…
—Interrumpe un canto funerario dalhonesio y conocerás un millar de millares de vidas de maldiciones, tus linajes para toda la eternidad. Viejas peludas se llevaran a tus hijos y a los hijos de tus hijos, los trocearán y los cocinarán con verduras, tubérculos y unas cuantas valiosas hebras de azafrán…
—Ya está, sargento. Órdenes entregadas. Adiós.
—… y hechiceros dalhonesios vistiendo cinturones de serpientes yacerán con tu mujer y ella parirá gusanos venenosos cubiertos por completo de pelo negro rizado…
—Siga así, sargento, y haré un muñeco de su persona…
Bálsamo salió de un salto del pozo con los ojos muy abiertos de repente.
—¡Hombre perverso! ¡Aléjate de mí! ¡Yo nunca te he hecho nada! —Se giró en redondo y salió corriendo con las pieles de gacela aleteando.
Botella se dio la vuelta y comenzó la larga caminata de regreso al campamento.
Encontró a Cuerdas montando su ballesta y a Sepia observándolo con un interés ávido. Un cajón de municiones moranthianas permanecía a un lado con la tapa forzada y las granadas colocadas como huevos de tortuga en sus nidos acolchados. Los demás miembros del pelotón estaban sentados a cierta distancia y los miraban nerviosos.
El sargento levantó la cabeza.
—Botella, ¿los encontraste a todos?
—Sí.
—Bien. Bueno, ¿y cómo les va a los otros pelotones?
—Bastante bien —respondió Botella. Miró a los otros, que estaban al otro lado del fuego, a cierta distancia—. ¿Qué sentido tiene? —preguntó—. Si estalla esa caja, va a derribar la muralla de Y’Ghatan desde aquí y vosotros y la mayor parte del ejército terminaréis convertidos en granizo rojo.
Repentinas expresiones avergonzadas. Con un gruñido, Koryk se levantó con un gesto deliberadamente despreocupado.
—Yo ya estaba sentado aquí —dijo—. Y después Chapapote y Sonrisas vinieron arrastrándose para acurrucarse en mi sombra.
—Qué mentiroso —dijo Sonrisas—. Además, Botella, ¿por qué te ofreciste a ir por ahí, de paseo, con las órdenes de la capitán?
—Porque no soy idiota.
—¿Sí? —dijo Chapapote—. Bueno, pues ya has vuelto, ¿no?
—Creí que ya habrían terminado a estas alturas. —Espantó una mosca que le había estado revoloteando junto a la cara y después se acercó y se sentó a favor del viento, junto a la hoguera—. Bueno, sargento, ¿qué crees que tiene que decir la capitán?
—Zapadores y escudos —rezongó Sepia.
—¿Escudos?
—Sí. Nosotros entramos agachados a todo correr y el resto nos escudáis de todas las flechas y rocas hasta que acabemos de plantar las minas, y luego, los que queden, vuelven corriendo, tan rápido como puedan, y todavía nos va a faltar tiempo.
—Un viaje sin retorno, entonces.
Sepia sonrió.
—Será algo más elaborado que eso —dijo Cuerdas—. Espero.
—Esa entra directamente, eso es lo que hace.
—Quizá, Sepia. Quizá no. Quiere que la mayor parte de su ejército siga respirando cuando se asiente el polvo.
—Menos unos cuantos cientos de zapadores.
—Ya escaseamos bastante tal y como están las cosas —dijo Cuerdas—. No querrá desperdiciarnos.
—Sería la primera en todo el Imperio de Malaz.
El sargento miró a Sepia.
—Escucha una cosa, ¿por qué no te mato ahora y acabamos de una vez?
—Olvídalo. Quiero llevarme al resto de vosotros, patéticos mamones, conmigo.
No muy lejos había aparecido el sargento Gesler con su pelotón y estaban montando su campamento. Botella observó que el cabo Tormenta no estaba con ellos. Gesler se acercó.
—Viol.
—¿Kalam y Rápido también han vuelto?
—No, ellos siguieron, con Tormenta.
—¿Siguieron? ¿Adónde?
Gesler se agachó frente a Cuerdas.
—Digamos solo que me alegro mucho de verte esa jeta fea, Viol. Puede que consigan regresar, puede que no. Ya te contaré más tarde. Me he pasado la mañana con la consejera. Tiene muchas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Sobre las cosas que ya te contaré más tarde. Así que tenemos una nueva capitán.
—Faradan Sort.
—¿Korelana?
Cuerdas asintió.
—Destinada en la Muralla, creemos.
—Así que seguramente puede aguantar un puñetazo.
—Y luego devolverlo, sí.
—Bueno, estupendo.
—Quiere ver a todos los sargentos en una reunión esta noche.
—Creo que voy a volver a contestar unas cuantas preguntas más de la consejera.
—No puedes evitarla para siempre, Gesler.
—¿Que no? Mírame. Bueno, ¿y adónde han destinado al capitán Tierno?
Cuerdas se encogió de hombros.
—A alguna compañía que haya que poner en forma, me imagino.
—¿Y a nosotros no?
—Es más difícil aterrarnos a nosotros que a la mayoría de este ejército, Gesler. En cualquier caso, creo que con nosotros ya se había rendido y no siento ver largarse a ese miserable cabrón. La reunión de esta noche seguro que es sobre lo que vamos a hacer en el asedio. O eso o solo quiere hacernos perder el tiempo con alguna perorata para inspirarnos.
—Por la gloria del Imperio —dijo Gesler con una mueca.
—Por venganza —dijo Koryk desde donde estaba sentado, atando fetiches a su tahalí.
—La venganza es gloriosa, siempre que sea la nuestra, soldado.
—No, no lo es —dijo Cuerdas—. Es sórdida, lo mires por donde lo mires.
—Tranquilo, Viol. No hablaba del todo en serio. Estás tan tenso que cualquiera diría que nos vamos a meter en un asedio o algo así. De todos modos, ¿por qué no hay unas cuantas manos de la Garra para hacer el trabajo sucio? Ya sabéis, infiltrarse en la ciudad y el palacio, clavarle un cuchillo a Leoman y acabar de una vez. ¿Por qué tenemos que complicarnos la vida con una lucha de verdad? ¿Qué clase de Imperio somos, vamos a ver?
Nadie habló durante un rato. Botella observó a su sargento. Cuerdas estaba probando la cuerda de la ballesta, pero Botella se dio cuenta de que estaba pensando.
—Laseen los ha llamado —dijo Sepia—. Los quiere juntos y recogidos.
La mirada que Gesler clavó en el zapador fue penetrante, lo calibraba.
—¿Ese es el rumor, Sepia?
—Uno de ellos. ¿Qué sé yo? Quizá a la tipa le llegó algo por ahí.
—A ti desde luego sí —murmuró Cuerdas mientras examinaba el estuche de cuadrillos.
—Solo que a las pocas compañías veteranas que seguían en Quon Tali se les ordenó ir a Unta y a la ciudad de Malaz.
Cuerdas por fin levantó la cabeza.
—¿A Malaz? ¿Por qué allí?
—El rumor no decía tanto, sargento. Solo dónde, no por qué. Se está cociendo algo.
—¿Dónde te enteraste de todo eso? —preguntó Gesler.
—Esa sargento nueva, Hellian, de Kartool.
—¿La borracha?
—Esa.
—Me sorprende que esa haya notado algo —comentó Cuerdas—. ¿Qué hizo para que la largaran aquí?
—De eso no quiere hablar. Estaba donde no debía cuando no debía, me imagino, por la cara de amargada que pone cuando sale el tema. Pero bueno, que fue primero a la ciudad de Malaz y después se unió a los transportes en Nap, de allí tiraron hasta Unta. Nunca parece tan borracha que no pueda mantener los ojos abiertos.
—¿Estás intentando ponerle la mano en el muslo, Sepia?
—Un poco joven para mí, Viol, pero a un tío podría irle peor.
—Una esposa que no ve por dónde pisa —dijo Sonrisas con un bufido—. Será lo mejor que te puedas agenciar, Sepia.
—Cuando era un muchacho —dijo el zapador mientras estiraba el brazo para coger una granada, un fullero, notó Botella con cierta alarma cuando Sepia empezó a tirarlo al aire y atraparlo con una sola mano—, cada vez que le faltaba al respeto a mis superiores, mi padre me sacaba al patio de atrás y me daba unos azotes que me dejaban medio inconsciente. Algo me dice, Sonrisas, que tu papá era demasiado indulgente cuando se trataba de su niñita.
—Tú inténtalo, Sepia, y te clavo un cuchillo en el ojo.
—Si yo fuera tu papá, Sonrisas, ya hace mucho tiempo que me habría suicidado.
La mujer se puso pálida al oír eso, aunque nadie más pareció notarlo puesto que todos los ojos estaban siguiendo la granada que subía y bajaba.
—Guarda eso —dijo Cuerdas.
Un gesto irónico de cejas alzadas y después, con una sonrisa, Sepia devolvió el fullero al cajón.
—Pero bueno, parece que Hellian tiene un cabo muy capacitado, lo que me indica que la tipa conserva su buen criterio aunque beba coñac como si fuera agua.
Botella se levantó.
—De hecho, se me olvidó ella. ¿Dónde están acampados, Sepia?
—Cerca de la carreta del ron. Pero ya sabe lo de la reunión.
Botella le echó un vistazo al cajón de las municiones.
—Oh. Bueno, me voy a dar un paseo por el desierto.
—No te vayas muy lejos —dijo el sargento—, podría haber algún guerrero de Leoman por ahí fuera.
—De acuerdo.
Poco después tenía a la vista el lugar donde se iba a celebrar la reunión. Justo detrás del edificio derrumbado había un montón de basura recubierta de maleza, deformada por los terrones de hierba amarilla que brotaban del montículo del tamaño de un túmulo. No había nadie a la vista. Botella se dirigió al muladar, los ruidos del campamento iban disminuyendo tras él. Ya estaba muy avanzada la tarde, pero el viento seguía siendo tan caliente como el aliento de un horno.
Paredes cinceladas y cimientos de piedra, ídolos hechos pedazos, tablones de madera partida, huesos de animales y loza rota. Botella trepó por un lado y observó los restos más recientes: cerámica de estilo malazano, vidriada con una capa negra, imágenes achaparradas y fragmentadas de los motivos más comunes, la muerte de Dassem Ultor a las afueras de Y’Ghatan, la emperatriz en su trono, los héroes primeros y el panteón de Quon. Botella había visto el estilo de la zona en las aldeas por las que habían pasado, era mucho más elegante, alargado, con un acabado vidriado blanco o crema en los cuellos y bordes y rojo desvaído en el cuerpo, adornado con imágenes realistas y de tonos rotundos. Botella hizo una pausa al ver un fragmento así, un trozo del cuerpo, en el que se había pintado la cadena de perros. Cogió el trozo y limpió el polvo de la escena ilustrada. Se veía a parte de Coltaine sujeto a la cruz de madera, sobre él un frenesí salvaje de cuervos negros. Bajo él, wickanos y malazanos muertos, y un perro pastor empalado en una lanza. Un escalofrío le recorrió la columna y dejó caer el trozo.
Se quedó un rato sobre el montículo, estudiando al ejército malazano que se extendía por el camino y se derramaba por los lados. Algún que otro jinete se entremetía trayendo mensajes e informes; las aves carroñeras, poliñeras y rhizanos daban vueltas por el cielo como enjambres de moscas.
Le desagradaban tanto los malos presagios…
Botella se quitó el yelmo, se secó el sudor de la frente y se volvió a mirar el odhan del sur, en otro tiempo fértil, quizá, pero convertido ya en un yermo. ¿Merecía la pena luchar por él? No, claro que no había mucho por lo que mereciera la pena luchar. El soldado que tenías al lado, quizá, se lo habían dicho muchas veces, lo decían los viejos veteranos a los que no les quedaba nada salvo esa dudosa compañía. Esos vínculos solo podían nacer de la desesperación, una cerrazón del espíritu, reducido a una zona manejable pero lastimosa que contenía cosas y personas por las que uno podía preocuparse. Para el resto, indiferencia pura y dura, que en ocasiones se retorcía hasta convertirse en crueldad.
Dioses, ¿qué estoy haciendo aquí?
Ir por ahí tropezándose con modos de vida no parecía un sendero digno de tomarse. Salvo Sepia y el sargento, el pelotón estaba formado por personas no muy diferentes de Botella. Jóvenes, impacientes por tener un sitio en el que no sentirse tan aislados o solos, o llenándose de bravatas para enmascarar el frágil yo que se ocultaba dentro. Pero nada de eso era de extrañar. La juventud se lanzaba en plancha, incluso cuando parecía estática, estancada y asfixiante. Le gustaban las emociones extremas, salpicadas de especias muy picantes, lo suficiente para quemar la garganta y prender el corazón en llamas. El futuro no era algo hacia lo que se abalanzaban de forma consciente, solo era un lugar en el que te encontrabas de golpe y porrazo, magullado, exhausto y preguntándote cómo Embozado has acabado allí. Bueno. Eso lo entendía. No necesitaba los ecos de los incesantes consejos de su abuela susurrándole en el pensamiento.
Suponiendo, por supuesto, que esa voz perteneciera a su abuela, claro. Estaba empezando a sospechar que no era el caso.
Botella cruzó el montón y bajó por el lado sur. En la base de ese lado, el suelo desecado estaba picado de hoyos que revelaban abandonos mucho más antiguos de basura, fragmentos vidriados con una capa roja e imágenes desvaídas de carros de otros tiempos y figuras forzadas que lucían ornados tocados y empuñaban extrañas armas de hojas ganchudas. Las inmensas tinajas de aceite de oliva comunes en esa región conservaban esas viejas formas, se aferraban a una antigüedad casi olvidada como si la ya perdida época dorada fuera diferente de la actual.
Comentarios de su abuela, todos ellos. Nunca había tenido nada bueno que decir del Imperio de Malaz, pero incluso menos de la Confederación de Unta, la Liga de Li Heng y todos los demás gobernantes despóticos de los días previos al Imperio en Quon Tali. Su abuela era todavía una niña durante aquellas guerras entre Itko Kan y Cawn Por, la marea seti, las migraciones wickanas, el intento de Quon de establecer la hegemonía. Todo sangre y estupidez, solía decir. Todo empujones y tirones. Los viejos con sus ambiciones y los jóvenes con su celo impaciente y sin sentido. Al menos el emperador puso fin a todo eso, una puñalada por la espalda para esos tiranos canosos y guerras lejanas para los jóvenes fanáticos. No está bien, pero nunca lo está nada. No está bien, como he dicho, pero mejor que lo peor, y yo recuerdo lo peor.
Y allí estaba él, en medio de una de esas guerras lejanas. Pero no había habido fanatismo alguno en sus motivaciones. No, algo mucho más patético. El aburrimiento era una razón muy pobre para hacer cualquier cosa. Mejor empuñar en el aire alguna marca acérrima de superioridad moral, por muy desencaminada y falta de sutileza que estuviera.
Sepia habla de venganza. Pero consigue la suya intentando hacernos tragar algo demasiado obvio, y no nos hinchamos de rabia como se supone que deberíamos. Botella no podía estar seguro, pero ese ejército parecía perdido. En el fondo de todo había un lugar vacío a la espera de que algo lo llenase, y Botella temía que tendría que esperar para siempre.
Se acomodó en el suelo y comenzó una serie silenciosa de invocaciones. En un rato un puñado de lagartos atravesó corriendo la tierra polvorienta hacia él. Dos rhizanos se le sentaron en el muslo derecho, las alas se quedaron quietas. Una araña arco, grande como el casco de un caballo y del color del cristal verde, saltó de una roca cercana y aterrizó, ligera como una pluma, en su rodilla izquierda. Botella estudió a su colección de compañeros y decidió que servirían. Gestos, la caricia de unos dedos, órdenes silenciosas, y los variopintos sirvientes se escabulleron para dirigirse todos y cada uno hacia el redil donde la capitán se dirigiría a los sargentos.
Compensaba saber lo ancha que iba a ser la puerta del Embozado llegado el asalto.
Y entonces algo más pareció acercarse.
Un sudor repentino en la piel de Botella.
Surgió entre la calima, se movía como un animal (presa, no depredador, en cada uno de sus cuidadosos y vigilantes movimientos), pelo fino, de un color castaño oscuro, una cara más humana que simiesca, llena de expresión, o por lo menos de su potencial, pues la mirada que clavó en él era singular en su curiosidad. Tan alta como Botella, delgada pero de pechos llenos, el vientre distendido. Nerviosa, se acercó un poco más.
No es real. Una manifestación, algo conjurado. Un recuerdo que ha brotado del polvo de esta tierra.
La observó agacharse para coger un puñado de arena y después tirárselo mientras emitía un audible gruñido ladrado. La arena cayó a corta distancia y unos cuantos guijarros le rebotaron a Botella en las botas.
O quizá yo soy la criatura conjurada y no ella. En sus ojos el asombro de encontrarse cara a cara con un dios, o un demonio. Botella miró tras ella y vio una sabana repleta de hierbas, grupos de árboles y fauna. En absoluto como debería haber sido, solo lo que una vez había sido, mucho tiempo atrás. Oh, espíritus, ¿por qué no me dejáis en paz?
La criatura los había estado siguiendo. Siguiéndolos a todos. Al ejército entero. Podía olerlo, ver las señales de su paso, quizá incluso oír el traqueteo distante de las ruedas de metal y madera que aplastaban los lados de las piedras del camino mientras avanzaban meciéndose. Empujada por el miedo o la fascinación, la criatura los había seguido, sin entender cómo el futuro podía despertar ecos en su mundo, en su tiempo. ¿Sin entender? Bueno, él no lo entendía tampoco. Como si todo fuera presente, como si cada momento coexistiera. Y aquí estamos los dos, cara a cara, ambos demasiado ignorantes para repartir nuestra fe, nuestra forma de ver el mundo, así que los vemos a todos, todos a la vez, y si no tenemos cuidado, nos volverá locos.
Pero no había forma de volver atrás. Porque ese «atrás» no existía.
Botella permaneció sentado y la criatura se acercó más, parloteando en alguna extraña lengua glotal repleta de chasquidos y oclusiones. Se señaló el vientre y pasó un índice por él, como si dibujara una sombra en ese pelo más pálido y velloso.
Botella asintió. Sí, estás encinta. Eso lo entiendo. Con todo, ¿qué me importa a mí?
La criatura le arrojó más arena, la mayor parte lo golpeó bajo el pecho. Agitó una mano para espantar la nube delante de los ojos irritados.
Una arremetida repentina, a una velocidad sorprendente, y la criatura le cogió la muñeca, le estiró el brazo y le posó la mano en su vientre.
Botella la miró a los ojos y sintió una conmoción que lo atravesó hasta el fondo. Esa no era una criatura sin sentido alguno. Eres’al. El anhelo en esos ojos oscuros de una belleza pasmosa lo hizo tambalearse mentalmente.
—De acuerdo —susurró él y poco a poco envió sus sentidos a sondear, al interior de ese útero, hacia el espíritu que crecía en el interior.
Para cada abominación debe existir una respuesta. Su enemigo, su contrapeso. Aquí, en el interior de esta eres’al, está esa respuesta. A una abominación lejana, la corrupción de un espíritu otrora inocente. La inocencia debe renacer. Pero… veo tan poco… no humano, ni siquiera de este mundo, salvo lo que la eres’al en sí trajo a la unión. Así pues, un intruso. De otro reino, un reino carente de inocencia. Para convertirlos en parte de este mundo, uno de los suyos debe nacer… de este modo. Su sangre debe derramarse por el flujo de sangre de este mundo.
Pero ¿por qué una eres’al? Porque… dioses del inframundo… porque ella es la última criatura inocente, el último ancestro inocente de nuestro linaje. Después de ella… comienza la degradación del espíritu. El cambio de perspectiva, la separación de todo lo demás, el cincelado de fronteras… en el suelo, en el modo de ver las cosas de la mente. Después de ella, solo quedamos… nosotros.
Darse cuenta de eso, reconocerlo, fue desolador. Botella apartó la mano. Pero ya era demasiado tarde. Ya sabía demasiadas cosas. El padre… tiste edur. El retoño que naciera… el único candidato puro para un nuevo trono de Sombra, un trono que dominaría un reino sanado.
Y tendría tantos enemigos. Tantos…
—No —le dijo Botella a la criatura negando con la cabeza—. No puedes rezarme a mí. No debes. No soy ningún dios. Solo soy…
Sin embargo… a ella debo parecérselo. Una visión. Ella va en busca de espíritus y ni siquiera lo sabe. Va tropezando, como vamos todos, pero en su interior hay una especie de… certeza. Esperanza. Dioses… fe.
Lo embargó una humildad que no podía expresar con palabras y Botella se apartó de golpe, subió gateando por la ladera del montículo, entre los detritos de civilización, trozos de loza y fragmentos de argamasa, pedazos oxidados de metal. No, no quería. No podía abarcar esa… esa necesidad que había en ella. No podía ser la… la fe de esa criatura.
La eres’al se aproximó más, rodeó con las manos el cuello de Botella y lo arrastró hacia atrás. Después lo sacudió enseñando los dientes.
Incapaz de respirar, Botella se revolvió entre sus manos.
La eres’al lo arrojó al suelo, se sentó a horcajadas sobre él, le soltó el cuello y levantó los dos puños como si quisiera aporrearlo.
—¿Quieres que sea tu dios? —jadeó él—. ¡Bien! ¡Haz lo que quieras! —Se la quedó mirando a los ojos, a los puños levantados, enmarcados por la luz del sol, brillante, cegadora.
¿Así que es así como se siente un dios?
Un destello vívido, como si se hubiera desenvainado una espada, un siseo impaciente de hierro que llenó la cabeza de Botella. Algo parecido a un desafío fiero…
Con un parpadeo se encontró con los ojos clavados en el cielo vacío, tirado en el pedregal basto. La criatura había desaparecido, pero todavía podía sentir el eco de su peso en las caderas y la atroz erección que la postura de la eres’al le había provocado.
El puño Keneb entró en la tienda de la consejera. Habían montado la mesa de mapas y sobre ella habían desplegado un mapa imperial de Y’Ghatan que había entregado una semana antes un jinete de la hueste de Unbrazo. Era la interpretación de un erudito dibujada poco después de la caída de Dassem. Junto a Tavore se encontraba Tene Baralta, muy ocupado garabateando por todo el pergamino con un carboncillo; el espada roja estaba hablando.
—… reconstruido aquí y aquí, al estilo malazano de columnas hundidas y refuerzos contrahundidos. Los ingenieros vieron que las ruinas halladas bajo las calles eran un laberinto de escondrijos, salas antiguas, calles medio enterradas, pozos y pasillos por el interior de la paredes. Se debería haber arrasado todo, pero al menos una de las eras de construcción estaba a la altura de cualquier cosa que sea posible en estos tiempos. Como es obvio, eso les dio problemas, que es por lo que renunciaron al cuarto baluarte.
—Entiendo —dijo la consejera—, sin embargo, como ya dije antes, puño Baralta, no me interesa asaltar el cuarto baluarte.
Keneb notó la frustración del hombre, que, de todos modos, contuvo la lengua, se limitó a tirar el carboncillo y apartarse de la mesa.
En la esquina estaba sentado el puño Blistig con las piernas estiradas en una postura que casi lindaba con la insubordinación.
—Puño Keneb —dijo Tavore con los ojos todavía clavados en el mapa—, ¿se ha reunido con Temul y el caudillo Hiel?
—Temul informa de que la ciudad ha sido evacuada, un éxodo de ciudadanos por el camino a Lothal. Es obvio que Leoman planea un asedio largo y no le interesa tener que alimentar a nadie salvo a los soldados y al personal de apoyo.
—Quiere sitio para maniobrar —dijo Blistig desde donde estaba sentado—. No desea pánico en las calles. No deberíamos darle más importancia que la que tiene, Keneb.
—Sospecho —dijo Tene Baralta— que no estamos dándole la suficiente. Estoy nervioso, consejera, con toda esta puñetera situación. Leoman no vino aquí a defender la última ciudad rebelde. No vino a proteger a los últimos creyentes; por los Siete Sagrados, los ha sacado de sus propias casas, ¡de su propia ciudad! No, necesitaba Y’Ghatan por una cuestión táctica y eso es lo que me preocupa, porque no le encuentro ningún sentido.
—¿Tenía Temul algo más que decir, Keneb? —dijo la consejera.
—Tenía ideas sobre un ataque nocturno, con zapadores que derribaran una sección de la muralla. Es de suponer que después penetraríamos con todas nuestras fuerzas por esa brecha y acuchillaríamos el corazón de Y’Ghatan. Si nos adentramos lo suficiente, podemos aislar a Leoman en el palacio del falah’d.
—Demasiado arriesgado —rezongó Tene Baralta—. La oscuridad no cubrirá a esos zapadores de sus magos. Los masacrarían…
—Los riesgos son inevitables —dijo Tavore.
Keneb alzó las cejas.
—Temul dijo algo muy parecido, consejera, cuando se discutieron los peligros.
—Tene Baralta —continuó Tavore tras un momento—, Blistig y usted tienen indicaciones en cuanto a la disposición de sus compañías. Será mejor que comiencen los preparativos. He hablado directamente con la capitán Faradan Sort sobre lo que se requerirá de ella y de sus pelotones. No perderemos tiempo con esto. Nos movemos esta noche. Puño Keneb, quédese, por favor. El resto puede irse.
Keneb observó irse a Blistig y Baralta, podía leer en una serie de pequeños signos, como la actitud, la postura de los hombros y la rigidez del porte, la profundidad de su desmoralización.
—El mando no procede del consenso —dijo la consejera, su tono se endureció de repente cuando miró a Keneb—. Yo doy las órdenes y mis oficiales han de obedecerlas. Deberían de sentirse aliviados de que sea así, de ese modo toda la responsabilidad descansa sobre mí y nadie más. Ninguno más tendrá que responder ante la emperatriz.
Keneb asintió.
—Como diga, consejera. Sin embargo, lo cierto es que sus oficiales se sienten responsables de sus soldados.
—Muchos de los cuales morirán, antes o después, en algún campo de batalla. Quizá incluso aquí, en Y’Ghatan. Esto es un asedio y los asedios son enrevesados. Yo no me puedo permitir el lujo de rendirlos por hambre. Cuanto más tiempo resista Leoman, más alto es el riesgo de levantamientos por Siete Ciudades. El puño supremo Dujek y yo estamos completamente de acuerdo en esto.
—¿Entonces por qué, consejera, no aceptamos su ofrecimiento de más tropas?
La consejera se quedó callada durante media docena de latidos antes de contestar.
—Soy consciente de los sentimientos que reinan entre los pelotones de este ejército, ninguno de los cuales, al parecer, es consciente del verdadero estado de la hueste de Unbrazo.
—¿El verdadero estado?
Tavore se acercó más.
—No queda casi nada, Keneb. El núcleo, el corazón mismo, de la hueste de Unbrazo… ha desaparecido.
—Pero… consejera, ha recibido reemplazos, ¿no es así?
—Lo que se perdió no se puede reemplazar. Reclutas: genabarii, nathii, la mitad de la guarnición de Pale; oh, si contamos las botas, parecen intactos, con la dotación completa, pero Keneb, ha de saberlo, Dujek está roto. Al igual que su hueste.
Conmocionado, Keneb le dio la espalda. Se desabrochó el yelmo y se quitó el hierro abollado de la cabeza, después se pasó una mano por el cabello sudoroso y apelmazado.
—Que el Embozado nos lleve, el último gran ejército imperial…
—Es ahora el Decimocuarto, puño.
El hombre se la quedó mirando.
La consejera empezó a pasearse.
—Por supuesto que Dujek se ofreció; es, bueno, es Dujek. Además, el puño supremo de más rango no podía hacer menos. Pero él, todos, han sufrido suficiente. Su tarea ahora es hacer sentir la presencia imperial, y todos deberíamos rezar a nuestros dioses para que nadie ponga a prueba su valor.
—Por eso tiene usted tanta prisa.
—Hay que eliminar a Leoman. Y’Ghatan debe caer. Esta noche.
Keneb no dijo nada durante largo rato.
—¿Por qué, consejera, me cuenta esto? —preguntó después.
—Porque Gamet está muerto.
¿Gamet? Ah, entiendo.
—Y T’amber no cuenta con el respeto de ninguno de ustedes. Mientras que —la consejera lo miró con una expresión extraña— usted sí.
—¿Desea que informe a los otros puños, consejera?
—¿Sobre Dujek? Es cosa suya; pero le aconsejo, puño, que lo medite mucho antes de llegar a esa decisión.
—¡Pero habría que decírselo! Al menos entonces comprenderán…
—¿A mí? ¿Me comprenderán a mí? Quizá. Pero eso no es lo más importante llegados a este punto.
Keneb no lo entendió. No de inmediato. Y después empezó a caer en la cuenta.
—Su fe, por encima de usted, por encima del Decimocuarto, descansa sobre Dujek Unbrazo. Siempre que crean que está ahí, preparado detrás de nosotros y listo para marchar en nuestra ayuda, harán lo que usted les ordene. Usted no quiere quitarles eso, pero con su silencio se sacrifica usted, sacrifica el respeto que le otorgarían a usted…
—Suponiendo que ese respeto llegara a otorgarse, puño, y de eso no estoy muy convencida. —La consejera regresó a la mesa de mapas—. La decisión es suya, puño.
Keneb la observó estudiando el mapa, y cuando llegó a la conclusión de que lo habían despedido, salió de la tienda.
Se sentía enfermo. La hueste… ¿rota? ¿Era solo la valoración de la consejera? Quizá Dujek solo estaba cansado… pero ¿quién podría saberlo mejor? Ben el Rápido, pero no estaba allí. Ni ese asesino, Kalam Mekhar. Lo que dejaba… bueno, un hombre. Se detuvo fuera de la tienda y estudió la posición del sol. Quizá hubiera tiempo antes de que Sort hablara con todos, si se daba prisa.
Keneb echó a andar hacia los campamentos de los infantes.
—¿Qué quiere que le diga, puño? —El sargento había sacado media docena de pesados cuadrillos. Ya había atado fulleros a dos de ellos y estaba trabajando en un tercero.
Keneb se quedó mirando la granada de arcilla que tenía Cuerdas en las manos.
—No lo sé, pero que sea honesto.
Cuerdas hizo una pausa y miró a su pelotón con los ojos entrecerrados.
—¿La consejera espera refuerzos si las cosas van mal? —Hablaba en voz muy baja.
—Es justo eso, sargento. Que no los espera.
—Así que, puño —dijo Cuerdas—, ella cree que Dujek está acabado. Y también la hueste. ¿Es eso lo que piensa la consejera?
—Sí. Usted conoce a Ben el Rápido y el mago supremo estaba allí, después de todo. En Coral. No está aquí para que yo pueda preguntarle, así que le pregunto a usted. ¿La consejera tiene razón?
El sargento continuó acoplando la granada a la cabeza del cuadrillo.
Keneb esperó.
—Parece —murmuró el sargento— que juzgué mal a la consejera.
—¿En qué sentido?
—Se le da mejor leer las señales de lo que yo pensé.
Por los huevos del Embozado, no era eso lo que yo quería oír.
—Tienes buen aspecto, Ganoes Paran.
La sonrisa con la que le respondió era irónica.
—Mi nueva vida llena de comodidades, Apsalar.
Gritos de los marineros en la cubierta cuando la carraca giró hacia el puerto de Kansu, el ruido de las gaviotas era un acompañamiento sordo para el crujido de las cuerdas y la madera. Una brisa fresca surcaba el aire salado que entraba por el ojo de buey del camarote con olor a costa.
Apsalar estudió al hombre que tenía sentado enfrente un momento más, después retornó a su tarea de limar con una piedra pómez la empuñadura de uno de sus cuchillos de lucha cuerpo a cuerpo. La madera pulida era muy bonita, pero resbalaba demasiado con las manos sudorosas. Por lo general ella llevaba guantes de cuero, pero nunca estaba de más plantearse circunstancias menos perfectas. Para un asesino, la situación ideal era elegir cuándo y dónde luchar, pero esos lujos nunca estaban garantizados.
—Veo que eres tan metódica como siempre —dijo Paran—. Aunque al menos ahora hay una expresión más animada en tu cara. Tus ojos…
—Llevas demasiado tiempo en el mar, capitán.
—Es probable. En cualquier caso, ya no soy capitán. Mis días como soldado han terminado.
—¿Hay algo que te pese?
Él se encogió de hombros.
—Algo. Nunca estuve donde quería estar con ellos. Hasta el final, y entonces —hizo una pausa—, bueno, ya era demasiado tarde.
—Quizá fuera lo mejor —dijo Apsalar—. Menos… sucio.
—Es extraño, los Abrasapuentes significan cosas muy diferentes para los dos. Recuerdos y perspectivas. A mí se me trató bastante bien entre los supervivientes…
—Supervivientes. Sí, siempre hay supervivientes.
—Rapiña, Azogue, Mezcla, Mazo, unos cuantos más. Ahora son propietarios del Bar de K’rul, en Darujhistan.
—¿El Bar de K’rul?
—El antiguo templo antes santificado a ese dios ancestral, sí. Está embrujado, por supuesto.
—Más de lo que crees, Paran.
—Eso lo dudo. He aprendido mucho, Apsalar, sobre muchas cosas.
Un golpe seco a estribor cuando llegó la patrulla del puerto para recoger las cuotas de amarre. El azote de las cuerdas. Más voces.
—K’rul jugó un papel muy activo contra el Dominio Painita —continuó Paran—. Desde esa época, cada vez me intranquiliza más su presencia… Los dioses ancestrales han vuelto a la partida…
—Sí, ya has comentado algo por el estilo. Se oponen al dios Tullido y no es que se les pueda culpar.
—¿Eso hacen? A veces estoy convencido… Otras —sacudió la cabeza y después se levantó—. Estamos atracando. Tengo que solucionar unas cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Caballos.
—Paran.
—¿Sí?
—¿Has ascendido?
Él abrió mucho los ojos.
—No lo sé. No noto ninguna diferencia. Admito que ni siquiera sé muy bien lo que significa la ascendencia.
—Significa que es más difícil matarte.
—¿Por qué?
—Has tropezado con un poder, de una naturaleza personal, y con él, bueno, el poder atrae poder. Siempre. No del tipo mundano, sino otra cosa, una fuerza de la naturaleza, una confluencia de energías. Empiezas a ver las cosas de modo diferente, a pensar de modo diferente. Y entonces llamas la atención de otros, cosa que por lo general nunca es buena, por cierto. —Apsalar suspiró mientras lo estudiaba, después añadió—: Quizá no necesite advertirte, pero lo haré. Ten cuidado, Paran; de todas las tierras de este mundo, hay dos más peligrosas que todas las demás…
—¿Es conocimiento tuyo o de Cotillion?
—De Cotillion el de una, mío el de la otra. En cualquier caso estás a punto de pisar una de esas dos tierras. Siete Ciudades, Paran, no es un lugar muy saludable, sobre todo para un ascendiente.
—Lo sé. Lo percibo… lo que hay ahí fuera, con lo que tengo que tratar.
—Que otro libre tus luchas por ti, si es posible.
Paran la miró entonces con los ojos entrecerrados.
—Bueno, eso sí que es una clara falta de fe.
—Yo te maté una vez…
—Y estabas poseída por un dios, por el patrón de los Asesinos en persona, Apsalar.
—Que se atenía a las reglas. Aquí hay cosas que no lo hacen.
—Lo tendré presente, Apsalar. Gracias.
—Y recuerda, negocia desde una posición de fuerza o no negocies.
Paran le dedicó una sonrisa extraña y después subió a cubierta.
Algo se rebulló en una esquina y aparecieron corriendo Telorast y Cuajo, los pies huesudos trapaleando sobre el suelo de madera.
—¡Ese hombre es peligroso, No-Apsalar! No te acerques, ¡oh, has pasado demasiado tiempo con él!
—No te preocupes por mí, Telorast.
—¿Preocuparme? Oh, desde luego que tenemos preocupaciones, ¿no es cierto, Cuajo?
—Preocupaciones sin fin, Telorast. ¿Qué estoy diciendo? No estamos preocupadas.
—El Señor de la Baraja lo sabe todo sobre vosotras dos —dijo Apsalar—, lo que sin duda agrava esas preocupaciones.
—¡Pero si no te dijo nada!
—¿Estás muy segura de eso?
—¡Pues claro! —El esqueleto con aspecto de pájaro se meció y giró delante del otro esqueleto—. ¡Piénsalo, Cuajo! ¡Si ella lo supiera, nos pisaría! ¿Verdad?
—¡A menos que tenga una traición más intrincada en mente, Telorast! ¿Has pensado en eso? No, claro que no, ¿verdad? Tengo que pensar yo en todo.
—¡Pero si tú nunca piensas! ¡Nunca lo has hecho!
Apsalar se levantó.
—Han bajado la pasarela. Hora de irse.
—Escóndenos bajo tu manto. Tienes que escondernos. ¡Hay perros ahí fuera, en las calles!
Apsalar envainó su cuchillo.
—Está bien, pero nada de retorceros.
Un puerto miserable, cuatro de los seis amarraderos destrozados y convertidos en armatostes traicioneros por la flota de Nok un mes antes, Kansu era cualquier cosa menos memorable, y para Apsalar fue un alivio cuando dejaron atrás las últimas chabolas del camino del interior y vio ante ellos unos cuantos edificios modestos de piedra que marcaban las cuadras, los rediles y las cabras de ojos demoníacos reunidas bajo los guldindhas. Y tras los árboles, los huertos de tharoks con su corteza plateada como hebras, muy solicitada para hacer cuerdas; las filas irregulares tenían un aspecto fantasmal con los troncos rielando al viento.
Había habido algo extraño en la ciudad que acababan de dejar atrás, las multitudes eran más pequeñas de lo habitual, las voces más apagadas. Varias tiendas de mercaderes permanecían cerradas, y eso durante la hora punta del mercado. La modesta guarnición de soldados malazanos estaba presente solo en las puertas y en los muelles, donde al menos a cuatro barcos mercantes se le había negado amarradero. Y nadie parecía inclinado a ofrecer explicaciones a unos forasteros.
Paran había hablado en voz baja con el tratante de caballos y Apsalar había visto que cambiaban de manos más dineros de los necesarios, pero el antiguo capitán no había dicho nada durante el trayecto de salida.
Al llegar a una encrucijada se detuvieron.
—Paran —dijo Apsalar—, ¿notaste algo extraño en Kansu?
Él hizo una mueca.
—No creo que tengamos que preocuparnos —dijo—. A ti te ha poseído un dios, después de todo, y en cuanto a mí, bueno, como he dicho, no hay motivo real para preocuparse.
—¿De qué estás hablando?
—Peste. Lo que tampoco es de extrañar, dados todos los cadáveres sin enterrar que hay tras la rebelión. Comenzó hace más o menos una semana, en algún lugar al este de Ehrlitan. Están dando la vuelta a cualquier barco que atracara allí o proceda de allí.
Apsalar no dijo nada durante un rato. Después asintió.
—Poliel.
—Sí.
—Y no quedan sanadores suficientes para interceder.
—El tratante de caballos dijo que unos oficiales fueron al templo de D’rek, en Kansu. Los sanadores más destacados se encuentran allí, por supuesto. Encontraron masacrados a todos los que había en el interior.
Apsalar lo miró.
—Yo tomo el camino del sur —dijo Paran mientras luchaba con su crispado castrado.
Sí, no queda más que decir, ¿verdad? No cabe duda de que los dioses están en guerra.
—El oeste para nosotros —respondió Apsalar, ya incómoda con el estilo de silla de montar de Siete Ciudades. Ni a ella ni a Cotillion se les habían dado nunca muy bien los caballos, pero al menos la yegua que ella llevaba debajo parecía una bestia dócil. Se abrió el manto y sacó primero a Telorast y después a Cuajo y las tiró al camino, donde salieron disparadas con las largas colas aleteando.
—Me ha resultado demasiado corto —dijo Paran mirándola a los ojos.
Ella asintió.
—Casi mejor, creo.
El comentario femenino no fue bien recibido.
—Siento oírte decir eso.
—No es mi intención ofenderte, Ganoes Paran. Es solo que, bueno, estaba volviendo a descubrir… cosas.
—¿Como la camaradería?
—Sí.
—Y eso es algo que piensas que no te puedes permitir.
—Suele provocar descuido —dijo Apsalar.
—Ah, ya. Si sirve de algo, Apsalar, yo creo que nos veremos otra vez.
Ella toleró el sentimiento y asintió.
—Lo estoy deseando.
—Bien, entonces todavía hay esperanza para ti.
Apsalar lo vio alejarse con su caballo y los dos de carga detrás. Un hombre experimentaba cambios que pocos podían imaginar. Aquel hombre parecía haber dejado atrás tantas cosas… lo envidiaba. Y después se dio cuenta con una leve punzada de pesar que ya lo echaba de menos. Demasiado cerca, demasiado peligroso, mucho. Mejor así.
En cuanto a la peste, bueno, seguramente Paran tenía razón. Ni él ni Apsalar tenían demasiado que temer. Aunque lo siento por todos los demás.
Los restos rotos del camino lo convertían en un ascenso agónico por la ladera de caliza, las rocas caían y resbalaban entre nubes de polvo. Una riada había atravesado el pasaje un número desconocido de años o décadas atrás y había revelado un sinfín de capas de sedimentos en las paredes escarpadas del canal. Llevando el caballo y las mulas de carga por las riendas, Samar Dev iba estudiando esas capas multicolores.
—Viento y agua, Karsa Orlong, sin fin. El interminable diálogo del tiempo consigo mismo.
Tres pasos por delante, el toblakai no respondió. Estaba acercándose a la cima y tomaba el sendero de bajada de la antigua riada, las rocas recortadas, roídas, se alzaban a ambos lados de él. La última aldea había quedado días atrás, esas tierras eran salvajes de verdad. Recuperadas, dado que ese camino en otro tiempo debía de llevar con toda seguridad a alguna parte, pero no había ningún otro signo de civilizaciones pasadas. En cualquier caso, a la bruja le interesaba menos lo que había ocurrido antes. Lo que estaba por pasar era su fascinación, la fuente de todas sus invenciones, su inspiración.
—Hechicería, Karsa Orlong, ese es el corazón del problema.
—¿Qué problema es ese, mujer?
—La magia obvia la necesidad de inventar, aparte de ciertos requerimientos básicos, por supuesto. Así que permanecemos ahogados por siempre…
—A las Caras con el ahogamiento, bruja. No hay nada malo con dónde estamos, cómo estamos. Tú escupes en la satisfacción, y terminas siempre inquieta y miserable. Yo soy teblor, vivimos con sencillez y vemos la crueldad de vuestro supuesto progreso. Esclavos, niños encadenados, un millar de mentiras para hacer que una persona sea mejor que la de al lado, un millar de mentiras diciéndote que así es como deberían ser las cosas y no hay forma de impedirlo. Una locura llamada cordura, esclavitud llamada libertad. Y ya he terminado de hablar.
—Bueno, pues yo no. Tú no eres diferente, llamas a la ignorancia «sabiduría» y al salvajismo «nobleza». Si no nos esforzamos por mejorar las cosas, estamos condenados a repetir nuestra letanía de injusticias…
Karsa llegó a la cima y se volvió para mirarla, su expresión cambió.
—Mejor no es nunca lo que tú crees que es, Samar Dev.
—¿Y qué significa eso?
El gigante levantó una mano, quieto de repente.
—Calla. Hay algo raro. —Miró a su alrededor con lentitud, con los ojos entrecerrados—. Hay un… olor.
Samar se reunió con él y arrastró al caballo y las mulas a terreno plano. Rocas altas a ambos lados, el borde de un barranco poco más allá, la colina en la que estaban era un risco que caía a pico, con más rocas dentadas detrás. Un antiguo árbol retorcido ocupaba la cima.
—Yo no huelo nada…
El toblakai sacó la espada de piedra.
—Una bestia ha hecho su guarida aquí, en las inmediaciones, creo. Un cazador, un asesino. Y creo que está cerca…
Con los ojos muy abiertos, Samar Dev examinó la zona, el corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.
—Puede que tengas razón. Aquí hay espíritus.
—Huyó —rezongó él.
Huyó. Oh.
Como una masa de limaduras de hierro, el cielo iba bajando poco a poco por todos lados, una bruma pesada que era seca como la arena. Y no era que eso tuviera mucho sentido, admitió Kalam Mekhar, pero eso era lo que pasaba con el terror continuo, las salvajes conjuras patéticas de una imaginación atormentada. Se estaba aferrando con cada parte de su cuerpo que era capaz de aferrarse al lado inferior escarpado y maltratado de una fortaleza flotante, el viento o lo que fuera gemía en sus oídos, un temblor le robaba la fuerza de los miembros mientras él sentía cómo se escapaban los últimos restos de la magia de Ben el Rápido.
No lo habían anticipado, ese repentino repudio de la hechicería, él no veía otataralita, ninguna vena que atravesara ese basalto negro brutal. Ninguna explicación obvia. Los guantes de cuero perforados, la sangre deslizándosele por las manos, y sobre él una montaña que escalar con esa bruma seca plateada cerrándose a su alrededor. Mucho más abajo, por alguna parte, se agazapaban Ben el Rápido y Tormenta, el primero preguntándose qué había salido mal y, con un poco de suerte, intentando que se le ocurriera alguna idea para resolver el problema. El segundo, con toda probabilidad, rascándose las axilas y haciendo estallar piojos con las uñas.
Bueno, no tenía sentido esperar lo que quizá nunca pasaría cuando lo que iba a pasar era inevitable. Gruñendo por el esfuerzo, Kalam empezó a avanzar por la roca.
La última fortaleza flotante que había visto había sido Engendro de Luna y sus lados agujereados habían albergado decenas de miles de grandes cuervos. Por fortuna ese no parecía ser el caso allí. Si trepaba la altura de unos cuantos hombres más, se encontraría en un lateral, y no casi boca abajo como estaba en ese momento. Sabía que si conseguía llegar allí podría descansar un poco.
Más o menos.
Maldito hechicero. Maldita consejera. Maldito todo el mundo, de hecho, ya que ninguno estaba allí, y por supuesto que no estaban, puesto que era una locura y no había nadie más tan estúpido. Dioses, los hombros le ardían, el interior de los muslos era un dolor sólido que se estaba convirtiendo en entumecimiento. Y eso sería un problema, ¿verdad?
Estaba demasiado viejo para eso, pero mucho. Los hombres de sus años no llegaban a su edad cayendo en planes estúpidos como aquel. ¿Se estaba ablandando? Se me está ablandando el cerebro.
Rodeó con un tirón un saliente cincelado, revolvió con los pies por un momento y después fue pasando poco a poco, se aupó y encontró bordes que pudieron aguantar su peso. Se le escapó un quejido, que le sonó patético incluso a él, cuando se apoyó en la piedra.
Un rato después levantó la cabeza y empezó a mirar a su alrededor en busca de un afloramiento o bulto de roca en el que pudiera enganchar la cuerda.
La cuerda de Ben el Rápido, invocada de la nada. ¿Funcionará aquí o se desvanecerá sin más? Por el aliento del Embozado, no sé lo suficiente sobre magia. Ni siquiera sé lo suficiente sobre Rápido y conozco al cabrón desde siempre. ¿Por qué no está él aquí arriba?
Porque, si los colas cortas notaban al mosquito que tenían en la piel, Rápido era mejor respaldo, incluso allí abajo, de lo que podría haberlo sido Kalam. Un cuadrillo de ballesta habría perdido toda velocidad para cuando llegara a esa altura, solo tendrían que cogerlo del aire. En cuanto a Tormenta… mucho más prescindible que yo, en mi opinión, el tipo juraba que no sabía escalar, juraba que de bebé ni una sola vez había conseguido salir de la cuna sin ayuda.
Costaba imaginar que ese miserable corpachón de cara peluda hubiera estado metido alguna vez en una cuna.
Tras recuperar el control de su respiración, Kalam miró abajo.
Y se encontró con que Ben el Rápido y Tormenta no estaban por ninguna parte. Dioses del inframundo, ¿y ahora qué? Los modestos rasgos de la llanura cargada de cenizas que tenía debajo no ofrecían muchos refugios, sobre todo desde esa altura. Pero no importaba lo que examinara, no veía a nadie. Los rastros que habían dejado eran ligeramente visibles y llevaban adonde el asesino los había abandonado, y en ese lugar había… algo oscuro, una grieta en el suelo. Difícil determinar la escala, pero quizá… quizá lo bastante grande como para tragarse a los dos cabrones.
Reanudó su búsqueda de salientes para la cuerda. Y no vio ninguno.
—De acuerdo, supongo que es hora. Cotillion, considera esto un buen tirón a tu cuerda. Nada de excusas, maldito dios. Necesito tu ayuda aquí.
Esperó. El gemido del viento, el frío resbaladizo de la bruma.
—No me gusta esta senda.
Kalam giró la cabeza y se encontró a Cotillion a su lado, una mano y un pie sujetaban al dios. En la otra mano sostenía una manzana, a la que en ese momento dio un gran bocado.
—¿Crees que esto tiene gracia? —preguntó Kalam.
Cotillion masticó y después tragó.
—Poca, pero sí.
—Por si no lo habías notado, nos estamos aferrando a una fortaleza flotante, y tiene compañeras, una puta fila entera de compañeras.
—Si necesitabas que te llevaran —dijo el dios—, te iría mejor con una carreta o con un caballo.
—No se mueve. Está parada. Y yo estoy intentando entrar en esta. Ben el Rápido y un infante de marina estaban esperando abajo, pero acaban de desaparecer.
Cotillion examinó la manzana y después le dio otro mordisco.
—Se me están cansando los brazos.
Masticar. Tragar.
—No me sorprende, Kalam. Aun así, tendrás que ser paciente porque tengo unas cuantas preguntas. Empezaré con la más obvia. ¿Por qué estás intentando entrar en una fortaleza llena de k’chain che’malle?
—¿Llena? ¿Estás seguro?
—Albergo una sospecha razonable.
—¿Y qué están haciendo aquí?
—Esperar, al parecer. De todos modos, el que hace aquí las preguntas soy yo.
—Bien. Adelante, tengo todo el día.
—Pues vaya, creo que esa era mi única pregunta. Oh, espera, hay una más. ¿Te gustaría que te devolviera a terreno sólido para que podamos reanudar nuestra conversación con más comodidad?
—Estás disfrutando demasiado con esto, Cotillion.
—Las oportunidades de diversión son cada vez más escasas. Por fortuna, estamos en algo parecido a la sombra de esta fortaleza, así que el descenso será relativamente fácil.
—Cuando quieras.
Cotillion tiró la manzana y después estiró la mano para coger la parte superior del brazo de Kalam.
—Aléjate un paso y déjame el resto a mí.
—Espera un momento. Los hechizos de Ben el Rápido se disiparon, por eso terminé aquí metido…
—Supongo que porque está inconsciente.
—¿Lo está?
—O muerto. Deberíamos confirmarlo, en un sentido u otro, ¿sí?
Santurrón lamedor de sangre, chupa-sudores…
—Arriesgado —lo interrumpió Cotillion—, hacer que tus maldiciones parezcan plegarias. —Un tirón brusco y Kalam bramó cuando lo arrancaron de la superficie rocosa. Pero no cayó, quedó suspendido en el aire, una mano de Cotillion lo sostenía por el brazo—. Relájate, maldito zopenco. «Fácil» contigo es un término bastante relativo.
Treinta latidos más tarde sus pies tocaron el suelo. Kalam apartó el brazo de un tirón y se dirigió a la fisura abierta en el lugar en el que Rápido y Tormenta habían estado esperando. Se acercó al borde con cautela y dio un grito hacia la oscuridad.
—¡Rápido! ¡Tormenta! —No hubo respuesta.
Cotillion estaba de repente a su lado.
—¿Tormenta? No será el ayudante Tormenta, ¿verdad? Ojos de cerdo, peludo, con el ceño siempre encajado…
—Ahora es cabo —dijo Kalam—. Y Gesler es sargento.
Un bufido del dios, pero sin más comentarios.
El asesino se echó hacia atrás y estudió a Cotillion.
—La verdad es que no pensé que responderías a mi plegaria.
—Soy un dios que prácticamente rebosa sorpresas.
Kalam entrecerró los ojos.
—Y además viniste muy deprisa, joder. Como si estuvieras… cerca.
—Una suposición indignante —dijo Cotillion—. Pero, por extraño que parezca, precisa.
El asesino se quitó el rollo de cuerda del hombro, miró a su alrededor y lanzó un juramento.
Con un suspiro Cotillion estiró una mano. Kalam le dio un extremo de la cuerda.
—Prepárate —dijo mientras tiraba la aduja por el borde del pozo. Oyó un chasquido lejano.
—No te preocupes por eso —dijo Cotillion—. La haré tan larga como necesites.
Malditos dioses del Embozado. Kalam bajó por el borde y empezó a descender entre la oscuridad. Demasiado ejercicio hoy. O eso o estoy engordando. Sus mocasines por fin se posaron en piedra y se apartó de la cuerda.
Desde arriba, un pequeño glóbulo de luz empezó a bajar e iluminó la pared más cercana. Vertical, artificial, lucía grandes paneles pintados, las imágenes parecían bailar bajo la luz que descendía. Por un momento, Kalam se las quedó mirando sin hacer nada más. No era una decoración vana aquella, sino una obra de arte, la mano de un maestro desplegaba vitalidad en todos y cada uno de los detalles. Con ropas pesadas, más o menos humanas por la forma, las figuras estaban en posturas de trascendencia, con los brazos alzados en veneración o exaltación, los rostros llenos de júbilo. Entretanto, en grandes cantidades a sus pies, habían pintado partes desmembradas de cuerpos, salpicadas de sangre y cubiertas de moscas. La carne mutilada continuaba hasta el suelo de la cámara y después salía, y Kalam vio entonces que la sangrienta escena cubría todo el suelo, hasta donde él alcanzaba a ver en cada dirección.
Había escombros repartidos acá y acullá y a menos de media docena de pasos, dos cuerpos inmóviles.
Kalam se dirigió allí.
Fue un alivio descubrir que ambos hombres estaban vivos, aunque era difícil determinar el alcance de sus heridas, aparte de lo obvio. Tormenta se había roto las dos piernas, una por encima de la rodilla, en la otra los dos huesos por debajo de la rodilla. Tenía la parte posterior del yelmo abollada, pero respiraba sin dificultad, lo que a Kalam le pareció buena señal. Ben el Rápido parecía físicamente ileso; nada obvio hecho pedazos, al menos, y tampoco había sangre. En ambos, sin embargo, las heridas internas eran otra historia. Kalam estudió el rostro del brujo por un momento y después le dio una bofetada.
Rápido abrió los ojos de pronto. Parpadeó, miró a su alrededor, tosió y se incorporó.
—Tengo la mitad de la cara dormida, ¿qué ha pasado?
—Ni idea —respondió Kalam—. Tormenta y tú caísteis por un agujero. El falari está bastante mal. Pero al parecer tú has salido sin un rasguño, ¿cómo lo has hecho?
—¿Sin un rasguño? Creo que tengo la mandíbula rota.
—No, no lo está. Debe de haberse golpeado contra el suelo, parece un poco hinchada, pero no podrías hablar si estuviera rota.
—Eh, eso sí. —Se puso en pie y se acercó a Tormenta—. Oh, esas piernas tienen mala pinta. Tenemos que encajar los huesos antes de que pueda empezar a sanarlo.
—¿Sanarlo? Maldita sea, Rápido, en el pelotón nunca hiciste ninguna sanación.
—No, ese era el trabajo de Mazo. Yo era el cerebro, ¿recuerdas?
—Bueno, por lo que recuerdo, eso no te llevaba mucho tiempo.
—Eso es lo que tú te crees. —El mago hizo una pausa y miró a su alrededor—. ¿Dónde estamos? ¿Y de dónde salió esa luz?
—Con los mejores deseos de Cotillion, que está al otro extremo de esa cuerda.
—Oh. Bueno, entonces la sanación la puede hacer él. Dile que baje aquí.
—¿Y quién sujetará entonces la cuerda?
—No la necesitamos. Oye, ¿tú no estabas escalando Engendro de Luna? Ah, por eso está tu dios aquí. Claro.
—Pronunciar el nombre del demonio es llamarlo —dijo Kalam, que había levantado la cabeza y observaba el descenso lento, casi perezoso, de Cotillion.
El dios se posó cerca de Tormenta y Ben el Rápido. Un asentimiento breve dirigido al mago, con una ceja levantada, y después Cotillion se agachó junto al infante.
—Ayudante Tormenta, ¿qué te ha pasado?
—Es obvio —dijo Kalam—. Se rompió las piernas.
El dios puso al infante de marina de espaldas, tiró de cada pierna, volvió a alinear los huesos y después se levantó.
—Así servirá, creo.
—No me lo parece…
—El ayudante Tormenta —dijo Cotillion— no es tan mortal como pudiera parecer. Templado en los fuegos de Thyrllan. O de Kurald Liosan. O de Tellann. O de los tres. En cualquier caso, como podéis ver, ya se está curando. Las costillas rotas están sanadas por completo, al igual que el fallo del hígado y la cadera destrozada. Y la fractura de cráneo. Por desgracia, no se puede hacer nada con el cerebro que lleva dentro.
—¿Ha perdido la cabeza?
—Dudo que alguna vez la tuviera —respondió el dios—. Es peor que Urko. Urko por lo menos tiene intereses, por peculiares y absurdos que puedan ser.
Un gemido de Tormenta.
Cotillion se acercó a la pared más cercana.
—Curioso —dijo—. Este es un templo dedicado a un dios ancestral. No estoy seguro de cuál. Kilmandaros, quizá. O Grizzin Farl. Quizá incluso K’rul.
—Un culto bastante sangriento —murmuró Kalam.
—El mejor tipo —dijo Ben el Rápido mientras se cepillaba el polvo de la ropa.
Kalam observó que Cotillion miraba a hurtadillas al mago y se preguntó por qué. Ben Adaephon Delat, Cotillion sabe algo sobre ti, ¿verdad? Mago, tienes demasiados secretos. El asesino notó entonces la cuerda, que todavía colgaba del agujero de arriba.
—Cotillion, ¿a qué ataste la cuerda?
El dios lo miró y sonrió.
—Una sorpresa. Debo irme ya. Caballeros… —Se desvaneció y al momento desapareció.
—Tu dios me pone nervioso, Kalam —dijo Ben el Rápido cuando Tormenta volvió a gemir, en voz más alta esa vez.
Y tú me pones nervioso a mí. Y ahora… Bajó la cabeza y miró a Tormenta. Los jirones en el pantalón ceñido era todo lo que quedaba de las espeluznantes fracturas múltiples. Ayudante Tormenta. Templado en fuegos sagrados. Con el ceño todavía fruncido.
Rocas altas, los sedimentos escarpados e irregulares, rodeaban el campamento, con un árbol antiguo a un lado. Navaja estaba sentado cerca del pequeño fuego de estiércol que habían encendido y observaba a Ranagrís rodear la zona, mostrando cada vez más agitación. Cerca, Heboric Manos Fantasmales parecía adormilado, las emanaciones verdes brumosas de los extremos de las muñecas palpitaban sin entusiasmo. Scillara y Felisin la Menor estaban llenando sus pipas para compartir su nuevo ritual de después de las comidas. La mirada de Navaja volvió a posarse en el demonio.
Ranagrís, ¿qué te aflige?
—Nervioso. Tengo indicaciones de tragedia que se acerca con gran rapidez. Algo… preocupado e incierto. En el aire, en las arenas. Pánico repentino. Deberíamos irnos de aquí. Dar la vuelta. Huir.
Navaja sintió que el sudor le perlaba la piel. Jamás había oído al demonio tan… asustado.
—¿Deberíamos salir de este cerro?
Las dos mujeres levantaron los ojos cuando lo oyeron hablar. Felisin la Menor miró a Ranagrís, frunció el ceño y después empalideció. Se levantó.
—Tenemos problemas —dijo.
Scillara se puso en pie y se acercó a Heboric, le dio unas pataditas con una bota.
—Despierta.
El destriant de Treach abrió los ojos con un parpadeo, olisqueó el aire y se levantó con un único movimiento fluido.
Navaja lo observó todo con una alarma creciente. Mierda. De una patada tiró arena al fuego.
—Recoged vuestras cosas, todo el mundo.
Ranagrís hizo una pausa en sus vueltas y los observó.
—¿Tan inminente? Indeterminado. Inquieto, sí. ¿Necesidad de aterrarse? ¿Cambiar de opinión? ¿Estupidez? Indeterminado.
—¿Para qué arriesgarse? —preguntó Navaja—. Hay luz suficiente, veremos si podemos encontrar un lugar más defendible para acampar.
—Compromiso apropiado. En los nervios se percibe un alivio de su tensa sensibilidad. ¿Prevenido? Se desconoce.
—Por lo general —dijo Heboric con tono áspero mientras hacía una pausa para escupir—. Por lo general, huir corriendo de una cosa te suele arrojar en el camino de otra.
—Bueno, pues muchas gracias, viejo.
Heboric le dedicó a Navaja una sonrisa desagradable.
—Un placer.
La superficie del cerro estaba salpicada de cuevas que, a lo largo de un sinfín de siglos, se habían utilizado como lugares de refugio, criptas para el entierro de los muertos, almacenes y también paneles protegidos para pinturas en las rocas. Los detritos cubrían los estrechos salientes que se habían utilizado como pasarelas; aquí y allá una mancha oscura de hollín estropeaba aleros y fisuras donde se habían encendido hogueras, pero nada le parecía reciente a Mappo, y reconoció la cerámica funeraria como perteneciente a la época del Primer Imperio.
Se estaban acercando a la cima de la escarpa, Icarium trepaba hacia un desfiladero obvio abierto en el borde por lluvias pasadas. El sol que iba bajando por su izquierda era rojo tras una cortina de polvo suspendido que había alzado el paso de una tormenta lejana. Las moscas de sangre zumbaban en el aire alrededor de los dos viajeros, frenéticas por el aliento quebradizo y energizante de la tormenta.
El empuje de Icarium se había hecho obsesivo, con una ferocidad apenas contenida. Quería un juicio, quería que la verdad de su pasado se revelara ante él y cuando ese juicio llegara, por duro que fuera, él se pondría en pie y no alzaría ni una sola mano en su propia defensa.
Y a Mappo no se le ocurría nada para evitarlo, aparte de incapacitar de algún modo a su amigo o sumirlo en la inconsciencia de un golpe. Quizá tendría que llegar a eso. Pero era arriesgado. Un fracaso y la cólera de Icarium cobraría vida, y todo estaría perdido.
Mappo observó que el jhag llegaba al desfiladero, trepaba por él y se perdía de vista. Mappo lo siguió a toda prisa. Alcanzó la cima, se detuvo y se limpió la arenilla de las manos. El viejo canal de drenado había tallado un surco por las siguientes capas de caliza y había creado una pista estrecha y serpenteante flanqueada por muros escarpados. A poca distancia, Mappo vio el borde de otra caída hacia la que se dirigía Icarium.
Unas sombras densas dentro del canal, enjambres de insectos en los pocos haces de luz que atravesaban como una lanza un árbol retorcido. A tres zancadas de alcanzar a Icarium, la oscuridad pareció explotar alrededor del trell. Vislumbró por un breve instante algo que se abalanzaba sobre Icarium desde la cumbre de piedra, a la derecha del jhag, y después unas figuras se le echaron encima.
El trell empezó a repartir golpes, sintió que su puño entraba en contacto con carne y hueso a su izquierda, el sonido sólido y crujiente. Un salivazo de sangre y flemas.
Un brazo musculoso lo rodeó como una serpiente por detrás y se cerró sobre su cuello, hizo que su cabeza retrocediese, la piel reluciente de ese miembro se deslizaba como si estuviera aceitada antes de que el brazo lo ciñera con vigor. Otra figura apareció de repente delante, unas manos de garras largas se dispararon y perforaron el vientre de Mappo. Este bramó con un dolor agónico cuando las uñas se arrastraron en una cuchillada que pretendía destriparlo.
El movimiento fracasó, puesto que la piel del trell era más gruesa que la armadura de cuero que lo cubría. Con todo, salpicó la sangre. La criatura que tenía detrás apretó más el collar de fuerza. Mappo podía sentir algo de su inmenso peso y tamaño. Incapaz de sacar un arma, el trell pivotó y después se arrojó hacia atrás, contra una pared de roca. El crujido de hueso y cráneo tras él, un grito ahogado de la bestia que se alzó en un chillido de dolor.
La criatura que tenía las garras en el vientre de Mappo se había visto arrastrada hacia el trell cuando este se había abalanzado hacia atrás. Mappo rodeó con las manos el cráneo huesudo y achaparrado, flexionó y después giró la cabeza hacia un lado con un movimiento salvaje. El cuello se partió. Otro grito, y ese parecía provenir de todos lados.
Con un rugido, Mappo se adelantó tambaleándose y aferrándose al antebrazo que le sujetaba el cuello. El peso de la bestia chocó contra él y lo mandó dando tropezones por el saliente.
Vislumbró entonces a Icarium, derrumbado bajo un enjambre de criaturas oscuras que se retorcían.
Demasiado tarde sintió que el pie que había adelantado se precipitaba por el borde derrumbado del risco y caía al… al aire abierto. El peso de la criatura lo hundió todavía más y después, cuando vislumbró el precipicio por el que estaban a punto de despeñarse los dos, el antebrazo se aflojó.
Pero Mappo se sujetó con fuerza y giró para arrastrar a la bestia con él cuando cayese.
Otro chillido y por fin pudo ver bien al bicho. Demoníaco, la boca muy abierta, colmillos afilados como agujas totalmente trabados en sus ejes, cada uno tan largo como el pulgar de Mappo, ojos negros y relucientes, las pupilas verticales y del tono de la sangre fresca.
T’rolbarahl.
¿Cómo?
Mappo vio su rabia, su horror cuando los dos cayeron en picado del risco.
Cayendo.
Caemos…
Dioses era…