Las primeras grietas aparecieron poco después de la ejecución de Sha’ik. Nadie podía saber lo que pensaba la consejera Tavore. Ni sus oficiales más cercanos ni el soldado de a pie bajo su mando. Pero algo se removía a lo lejos, desde luego; señales observadas con más facilidad en retrospectiva, y sería presuntuoso, y desde luego despectivo, afirmar que la consejera desconocía los problemas crecientes, no solo entre sus tropas, sino en el mismo corazón del Imperio de Malaz. Sabido eso, los acontecimientos de Y’Ghatan podrían haber sido una herida letal. Si otro hubiera estado al mando, si el corazón de otro hubiera sido menos duro, menos frío.
Eso, más que cualquier otro momento anterior, confirmó de modo brutal la convicción de que la consejera Tavore era hierro frío, clavado en el alma de una forja al rojo vivo…
«Ningún testigo»
La historia perdida de los Cazahuesos
—Duiker de Darujhistan
—Deja eso —dijo Samar Dev con tono cansado desde donde estaba sentada, cerca de la ventana.
—Creí que estabas dormida —dijo Karsa Orlong. Devolvió el objeto a la mesa—. ¿Qué es?
—Dos funciones. El vaso superior contiene filtros para el agua que eliminan todas las impurezas. El agua que se precipita al vaso inferior está flanqueada por tiras de cobre, que animan el agua en sí a través de un proceso complicado y misterioso. Se libera un gas etéreo concreto y se altera así la presión del aire sobre el agua, que a su vez…
—Pero ¿para qué lo usas?
Samar entrecerró los ojos.
—Para nada en particular.
El hombretón se apartó de la mesa y se acercó a los bancos de trabajo y los estantes. Samar lo observó examinar los diversos mecanismos que había inventado y los experimentos a largo plazo, muchos de los cuales no mostraban ninguna alteración evidente de las condiciones. Karsa hurgó. Olisqueó e incluso intentó probar un plato lleno con un fluido gelatinoso. La bruja pensó en detenerlo, pero después decidió quedarse callada. Las heridas del guerrero se habían curado con una celeridad pasmosa, sin señales de infección. No era demasiado sano ingerir el líquido espeso que se estaba chupando del dedo, pero tampoco era fatal. Por lo general.
El tipo hizo una mueca.
—Esto es asqueroso.
—No me sorprende.
—¿Para qué lo usas?
—¿Tú qué crees?
—Lo frotas en las sillas de montar. Cuero.
—¿Sillas de montar? De forma indirecta, supongo. Es una pomada para las heridas supurantes que a veces surgen en el revestimiento del ano…
Karsa gruñó de forma audible.
—No me extraña que supiera horrible —dijo, y reanudó su examen del contenido de la habitación.
Samar lo contempló con aire pensativo.
—El falah’d envió soldados al interior de la fortaleza —dijo después—. Encontraron señales de una antigua matanza, como dijiste, no quedaba ni un solo malazano vivo. También encontraron un demonio. O, más bien, el cadáver de un demonio, recién asesinado. Me han pedido que lo examine, poseo ciertos conocimientos de anatomía y otros temas afines.
Él no contestó, miraba por el extremo equivocado de un catalejo.
—Si vienes a la ventana y miras por el otro extremo, Karsa, verás mucho más cerca cosas muy lejanas.
El teblor frunció el ceño y dejó el instrumento.
—Si algo está lejos, cojo el caballo y me acerco.
—¿Y si está en la cima de un cerro? ¿O es un campamento enemigo distante y quieres determinar las líneas de piquetes?
Karsa cogió el catalejo y se acercó. La bruja movió la silla para dejarle espacio.
—Hay un nido de halcón en el saliente de esa torre, la que está recubierta de cobre.
El gigantón levantó el instrumento. Buscó hasta que encontró el nido.
—Eso no es ningún halcón.
—Tienes razón. Es un bhok’aral que encontró ese nido abandonado y resultó de su gusto. Sube allí con brazadas de fruta podrida y se tira la mañana arrojándosela a la gente que pasa por la calle.
—Parece estar gruñendo…
—Serán carcajadas. Le dan con harta frecuencia ataques de hilaridad.
—Ah, no, eso no era fruta. Era un ladrillo.
—Oh, qué inoportuno. Ahora enviarán a alguien a matarlo. Después de todo, solo a las personas se les permite tirarles ladrillos a las personas.
Karsa bajó el catalejo y la estudió.
—Eso es una locura. ¿Qué clase de leyes poseéis para permitir algo así?
—¿Algo así? ¿Apedrear personas o matar bhok’arala?
—Eres rara, Samar Dev. Claro que, eres bruja y fabricas objetos inútiles…
—¿Ese catalejo es inútil?
—No, ahora entiendo su valor. Pero estaba sin usar en un estante…
Samar se recostó.
—He inventado un sinfín de cosas que podrían tener gran valor para muchos. Y eso me plantea un dilema. Debo preguntarme con cada invención, ¿qué posibles abusos aguardan a un objeto así? Y con más frecuencia de la deseable llego a la conclusión de que esos abusos superan al valor de la invención. Yo lo llamo la «primera ley de la invención» de Dev.
—Estás obsesionada con las leyes.
—Quizá. En cualquier caso, es una ley muy simple, como deben ser todas las leyes auténticas…
—¿También tienes una ley para eso?
—Principio fundamental, más que ley. En cualquier caso, la ética es la primera consideración de un inventor tras un invento concreto.
—¿Y tú llamas a eso simple?
—La afirmación lo es; la consideración, no tanto.
—Eso sí que se parece más a una ley de verdad.
Samar cerró la boca tras un momento; después se levantó y se acercó al escritorio, se sentó y cogió un estilo y una tableta de cera.
—Desconfío de la filosofía —dijo mientras escribía—. Con todo, no le doy la espalda al tema… cuando se me planta en plena cara. Tampoco soy especialmente elocuente como escritora. Sirvo más para manipular objetos que palabras. Tú, por otro lado, pareces poseer un talento inesperado para expresarte con… eh… una brevedad contundente.
—Hablas demasiado.
—Sin duda. —Samar terminó de apuntar sus propias palabras, de una profundidad inesperada, profundas solo porque Karsa Orlong había reconocido una aplicación mucho más grande de lo que ella había pretendido. Hizo una pausa, ojalá pudiera despreciar el genio de Karsa como simple casualidad, o incluso como la sabiduría falsa y arrogante de la nobleza salvaje. Pero algo le susurraba que a Karsa Orlong ya lo habían subestimado antes y ella juró no saltar a ese mismo pozo. Dejó el estilo y se puso de pie.
—Me voy a examinar el demonio que mataste. ¿Quieres acompañarme?
—No, ya hice un examen lo bastante íntimo la primera vez.
Samar recogió la cartera de cuero que contenía sus instrumentos quirúrgicos.
—Quédate dentro, por favor, e intenta no romper nada.
—¿Cómo puedes hacerte llamar inventora si no te gusta romper cosas?
En la puerta, la bruja se detuvo y se volvió para mirarlo. La cabeza le rozaba el techo en aquel, el aposento más alto de su torre. Había algo… ahí, en sus ojos.
—Intenta no romper ninguna de mis cosas.
—Muy bien. Pero tengo hambre. Trae más comida.
El cadáver del reptil estaba en el suelo de una de las cámaras de tortura situadas en las criptas del palacio. A un confesor retirado se le había encomendado la tarea de montar guardia. Samar Dev lo encontró dormido en una esquina de la habitación. Lo dejó con sus ronquidos y colocó alrededor del cuerpo del enorme demonio los cuatro faroles encendidos que había bajado hasta allí; después se arrodilló, desató la solapa de su cartera y fue sacando una amplia variedad de instrumentos quirúrgicos. Y al fin, una vez terminados sus preparativos, se giró y miró el cadáver.
Dientes, mandíbulas, ojos al frente, todos los elementos de un carnívoro superior, un probable cazador que tendía emboscadas. Pero no era un simple lagarto de río. Detrás de los salientes orbitales, el cráneo se extendía ancho y largo, con unos abombamientos occipitales enormes; toda aquella masa de la región craneal implicaba inteligencia. A menos, por supuesto, que el hueso tuviera un grosor absurdo.
Cortó la piel rasgada y magullada y reveló los fragmentos rotos del cráneo. No tan gruesos, entonces. La muescas dejaban patente que Karsa Orlong había utilizado los puños. En los cuales, estaba claro, había una fuerza asombrosa y una voluntad igual de pasmosa. El cerebro, estropeado por vasos rotos, pequeñas hemorragias y aplastado en algunos sitios por los trozos de cráneo, era sin duda grande, aunque dispuesto de una forma marcadamente diferente a la de los humanos. Había más lóbulos, para empezar. Seis más, en total, colocados bajo los pesados salientes óseos de los lados, incluyendo dos masas extra repletas de vasos conectadas a los ojos por el tejido. Lo que sugería que esos demonios veían un mundo diferente, más completo, quizá.
Samar extrajo un ojo mutilado y le sorprendió encontrar dos lentes, una cóncava y la otra convexa. Las dejó aparte, para un examen posterior.
Cortó la piel dura, recubierta de escamas, y abrió la zona del cuello, lo que confirmó el gran tamaño de las venas y arterias necesarias para alimentar un cerebro activo, después continuó y reveló la zona del pecho. Muchas de las costillas ya estaban rotas. Contó cuatro pulmones y dos protopulmones acoplados debajo, estos últimos saturados de sangre.
Fue cortando el revestimiento del primero de los tres estómagos y tuvo que retroceder a toda prisa cuando se vertieron los ácidos. La hoja del cuchillo crepitó y la bruja observó que se grababan unas marcas en la superficie de hierro. Más siseos, esa vez en el suelo de piedra. Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas.
Un movimiento en el estómago, Samar se levantó y se apartó un paso. Estaban saliendo gusanos. Una veintena, que se agitaba y luego caía a la piedra embarrada. Del color del hierro azulado, segmentados, cada uno tan largo como un dedo índice. La bruja bajó la cabeza y vio el cuchillo que se le deshacía en la mano, dejó caer el instrumento y cogió unas tenazas de madera de su cartera, se acercó al borde del charco de ácido, bajó la mano y levantó uno de los gusanos.
No era un gusano. Cientos de patas, con unas extrañas aletas y, lo que era incluso más sorprendente, las criaturas eran mecanismos. No eran seres vivos en absoluto, el metal de su cuerpo de algún modo inmune a los ácidos. La cosa se retorció entre las tenazas y después dejó de moverse. Samar la agitó, pero se había quedado inmóvil, como un clavo torcido. ¿Una infección? No se lo parecía. No, había muchas criaturas que trabajaban en concierto. El estanque del ácido estomacal había albergado esos mecanismos y ellos, a su vez, trabajaban de algún modo en beneficio del demonio.
Una tos seca la sobresaltó, se volvió y vio que el confesor se levantaba entre tropezones. Encorvado, afligido de artritis, se acercó arrastrando los pies.
—¡Samar Dev, la bruja! ¿Qué es ese olor? No tú, espero. Tú y yo somos muy parecidos, ¿verdad?
—¿Lo somos?
—Oh, sí, Samar Dev. —Se rascó la ingle—. Nosotros desprendemos las capas de humanidad hasta los propios huesos, pero ¿dónde termina la humanidad y empieza el animal? ¿Cuándo derrota el dolor a la razón? ¿Dónde se esconde el alma y adónde huye cuando se pierde toda esperanza en la carne? Preguntas sobre las que meditar, para aquellos como tú y yo. Oh, cómo he anhelado conocerte, para compartir conocimientos…
—Tú eres torturador.
—Alguien tiene que serlo —dijo él, ofendido—. En una cultura que admite la necesidad de la tortura debe haber por fuerza un torturador. Una cultura, Samar Dev, que valora la adquisición de la verdad más de lo que valora una vida humana. ¿Lo ves? Oh —añadió, y se acercó un poco más para mirar con el ceño fruncido el cadáver del demonio—, las justificaciones son siempre las mismas. Para salvar muchas más vidas, esta debe entregarse. Sacrificarse. Hasta las palabras utilizadas disfrazan la brutalidad. ¿Por qué están las cámaras de tortura en las criptas? ¿Para enmascarar los gritos? Cierto, pero hay más. Esto —dijo agitando una mano nudosa— es el reino inferior de la humanidad, el corazón podrido y desagradable.
—Yo busco respuestas en algo que ya está muerto. No es lo mismo…
—Detalles. Somos interrogadores, tú y yo. Cortamos y apartamos la armadura para descubrir la verdad oculta. Además, estoy retirado. Quieren que adiestre a otro, ya sabes, ahora que se han fulminado las leyes malazanas y la tortura vuelve a ser popular. ¡Pero los necios que me envían! Ah, ¿qué sentido tiene? Bueno, el falah’d Krithasanan, ese sí que era tremendo… seguro que tú solo eras una cría, o más pequeña incluso. Madre, cómo le gustaba torturar a la gente. No en busca de la verdad, bien sabía reconocer él esa basura facilona por lo que era, basura facilona. No, le interesaban las cuestiones mayores. ¿Hasta qué punto se puede arrastrar un alma, atrapada todavía dentro de su cuerpo roto, hasta qué punto? ¿Hasta qué punto en el que no pueda regresar arrastrándose? ¡Ese era mi desafío y, ah, cómo apreciaba él mi arte!
Samar Dev bajó la cabeza y vio que el resto de los mecanismos había dejado de funcionar. Colocó el que había cogido en una pequeña saquita de cuero y después volvió a guardar todo su equipo, asegurándose de incluir las lentes oculares. Haría que quemaran el resto del cuerpo, muy lejos de la ciudad y a contraviento.
—¿Querrás cenar conmigo?
—Por desgracia no puedo, tengo trabajo que hacer.
—Ojalá trajeran a tu invitado aquí abajo. Al toblakai. Oh, qué divertido sería, ¿verdad?
Samar hizo una pausa.
—Dudo que pudiera convencerlo para venir, confesor.
—El falah’d lo ha estado considerando, ¿sabes?
—No, no lo sabía. Creo que sería un error.
—Bueno, esas cosas no somos nosotros quienes hemos de cuestionarlas, ¿verdad?
—Algo me dice que el toblakai estaría encantado de conocerte, confesor. Aunque sería una relación muy breve.
—¡No si es a mi manera, Samar Dev!
—Alrededor de Karsa Orlong, sospecho que solo Karsa Orlong hace las cosas a su manera.
Regresó y se encontró al guerrero teblor estudiando su colección de mapas, que había extendido en el suelo del vestíbulo. Había sacado una docena de velas votivas, las había encendido y dispuesto a su alrededor. Sostenía una de cerca mientras examinaba los valiosos pergaminos.
—Este de aquí, bruja —dijo sin levantar la cabeza—. Las tierras, la costa al oeste y el norte… Se me hizo creer que el Jhag Odhan era un terreno ininterrumpido, que las llanuras llegaban hasta las tierras remotas de Nemil y los trell, pero aquí, esto muestra algo diferente.
—Si quemas mis mapas y les haces agujeros —dijo Samar Dev—, te maldeciré a ti y tu linaje para toda la eternidad.
—El odhan se extiende hasta el oeste, parece, pero solo por el sur. Aquí hay marcados lugares de hielo. Este continente parece demasiado inmenso. Ha habido un error.
—Es posible —admitió ella—. Dado que esa es la única dirección en la que no he viajado, no puedo responder por la exactitud del mapa. Pero ten en cuenta que ese lo grabó Othun Dela Farat, hace un siglo. Tenía fama de ser fiable.
—¿Qué hay de esta región de lagos? —preguntó Karsa, y señaló el abultamiento septentrional de la costa, al oeste de Yath Alban.
Samar dejó su equipo en el suelo y se agachó con un suspiro junto al guerrero.
—Difícil de cruzar. El lecho de roca está expuesto, lleno de pliegues, plagado de lagos y solo unos cuantos ríos, impracticables en su mayoría. El bosque es de píceas, abetos y pinos, con matorral bajo en las cuencas.
—¿Cómo sabes todo eso si nunca has estado allí?
Samar señaló.
—Estoy leyendo las notas de Dela, ahí, en el borde. También dice que encontró señales que sugieren que había pueblos viviendo allí, pero nunca se entabló contacto. Más allá se encuentra la isla-reino de Sepik, ahora un súbdito lejano del Imperio de Malaz, aunque me sorprendería que los malazanos la hayan visitado jamás. El rey fue lo bastante listo como para enviar delegados proponiendo las condiciones de la rendición y el emperador se limitó a aceptar.
—El cartógrafo no ha escrito tanto.
—No, parte de esa información era mía. He oído, de vez en cuando, historias extrañas sobre Sepik. Al parecer hay dos poblaciones bien definidas, una sometida a la otra. —La bruja se encogió de hombros al ver la mirada vacía del guerrero—. Ese tipo de cosas me interesan. —Después frunció el ceño, cuando quedó claro que la expresión distante en el rostro tatuado del gigante nacía de algo diferente a la indiferencia—. ¿Ocurre algo?
Karsa Orlong hizo una mueca y enseñó los dientes.
—Háblame más de ese Sepik.
—Me temo que he agotado mis conocimientos.
Karsa arrugó la frente y se encorvó sobre el mapa una vez más.
—Necesitaré provisiones. Dime, ¿el tiempo es igual que aquí?
—¿Vas a ir a Sepik?
—Sí. Dile al falah’d que exijo equipamiento, dos caballos de refresco y quinientas medialunas de plata. Alimentos secos, más botas de agua. Tres jabalinas y un arco de caza con treinta flechas, diez de ellas para pájaros. Seis cuerdas de arco de sobra y una provisión de plumas para las flechas, un ladrillo de cera…
—¡Espera! Espera, Karsa Orlong. ¿Por qué iba el falah’d a regalarte sin más todas esas cosas?
—Dile que si no lo hace, me quedaré en esta ciudad.
—Ah, entiendo. —La bruja lo pensó un momento y después preguntó—: ¿Por qué vas a Sepik?
Él empezó a enrollar el mapa.
—Quiero este…
—Lo siento, pero no. Vale una fortuna.
—Lo devolveré.
—No, Karsa Orlong. —Samar se irguió—. Si estás dispuesto a esperar, te lo copiaré, en piel, que es más resistente…
—¿Cuánto tiempo te llevará?
—No lo sé. Unos días…
—Muy bien, pero me estoy impacientando, bruja. —Le devolvió el mapa enrollado y entró en el otro aposento—. Y tengo hambre.
La bruja se inclinó una vez más para recoger los otros mapas. Las velas las dejó. Cada una de ellas tenía una orientación y estaba dedicada a un dios menor local, las llamas de todas y cada una habían atraído la atención de una hueste de espíritus. El vestíbulo estaba atestado de presencias que tensaban el aire, lo erizaban, puesto que muchos de ellos consideraban a los otros como enemigos. De todos modos, Samar sospechaba que había sido algo más que el parpadeo de las llamas lo que se había granjeado la mirada de los espíritus. Algo en el propio toblakai…
A la bruja le parecía que había misterios girando en la historia de Karsa Orlong. Y en ese momento los espíritus atraídos estaban cerca… y… asustados…
—Ah —susurró—. No veo alternativa en el asunto. Ninguna en absoluto… —Sacó un cuchillo de mano, escupió en la hoja y empezó a agitar el hierro en la llama de cada vela.
Los espíritus aullaron en su mente, indignados por aquel encarcelamiento inesperado y brutal. Ella asintió.
—Sí, los mortales somos crueles…
—Tres leguas —dijo Ben el Rápido por lo bajo.
Kalam se rascó el rastrojo de la barbilla. Unas viejas heridas (ese enkar’al al borde del muro del Torbellino lo había desgarrado por todas partes) le dolían después de la larga marcha forzada de regreso al Decimocuarto Ejército. Después de lo que habían visto en la senda, ninguno estaba de humor para quejarse, sin embargo. Hasta los interminables gimoteos de Tormenta habían cesado. El pelotón estaba agazapado tras el asesino y el mago supremo, inmóviles y casi invisibles en la oscuridad.
—Bueno —caviló Kalam—, ¿los esperamos aquí o seguimos caminando?
—Esperamos —respondió Ben el Rápido—. A mí me vendrá bien el descanso. En cualquier caso, más o menos todos acertamos y el rastro no es tan difícil de seguir. Leoman ha llegado a Y’Ghatan y ahí será donde opondrá resistencia.
—Y nosotros sin equipo de asedio digno de ese nombre.
El mago asintió.
—Este podría ser largo.
—Bueno, ya estamos acostumbrados, ¿no?
—Siempre se me olvida que no estuviste en Coral.
Kalam se puso cómodo con la espalda apoyada en la ladera del risco y sacó una petaca. Echó un trago y después se la pasó al mago supremo.
—¿Fue tan grave como el último día en Pale?
Ben el Rápido tomó un sorbo e hizo una mueca.
—Esto es agua.
—Pues claro.
—Pale… no luchábamos contra nadie. Solo tierra que se derrumbaba y una lluvia de rocas.
—Así que los Abrasapuentes cayeron luchando.
—La mayor parte de la hueste de Unbrazo cayó luchando —dijo Ben el Rápido—. Hasta Whiskeyjack —añadió—. La pierna cedió bajo su peso. Mazo no se lo perdona y no puedo decir que me sorprenda. —Se encogió de hombros en la oscuridad—. Fue complicado. Salieron muchas cosas mal, como de costumbre. Pero Kallor volviéndose contra nosotros… eso deberíamos haberlo previsto.
—Tengo un espacio en mi hoja para una muesca en su nombre —dijo Kalam al tiempo que recuperaba su petaca.
—No eres el único, pero no es un hombre fácil de matar.
El sargento Gesler apareció entonces.
—Os he visto pasaros algo.
—Solo es agua —dijo Kalam.
—Lo último que quería oír. Bueno, por mí no paréis.
—Estábamos comentando el asedio inminente —dijo el asesino—. Podría ser largo.
—Con todo —dijo Gesler con un gruñido—, Tavore es una mujer paciente. Eso por lo menos ya lo sabemos.
—¿Nada más? —preguntó Ben el Rápido.
—Tú has hablado con ella más que cualquiera de nosotros, mago supremo. La señora mantiene las distancias. Nadie parece saber en realidad lo que es, lo que hay detrás del título de consejera. De noble cuna, sí, y de Unta. De la Casa Paran.
Kalam y Ben el Rápido intercambiaron una mirada; después, el asesino sacó una segunda petaca.
—Esto no es agua —dijo al tiempo que se la tiraba al sargento—. Conocimos a su hermano, Ganoes Paran. Estaba destinado a los Abrasapuentes con el rango de capitán justo antes de infiltrarnos en Darujhistan.
—Iba a la cabeza de los pelotones que entraron en Coral —dijo Ben el Rápido.
—¿Y murió? —preguntó Gesler después de echar un trago de la petaca.
—Muchos murieron —respondió el mago supremo—. Por lo menos no daba vergüenza ajena, como la mayoría de los oficiales. En cuanto a Tavore, bueno, voy tan a ciegas como el resto de vosotros. Es todo bordes, pero son para mantener a la gente a distancia, no para cortarla. Por lo menos por lo que yo he visto.
—Va a empezar a perder soldados en Y’Ghatan —dijo Kalam.
Nadie comentó nada. Comandantes diferentes reaccionaban de diferente forma a ese tipo de cosas. Algunos se ponían tozudos y desperdiciaban cada vez más vidas. Otros retrocedían y si no pasaba nada entonces, el espíritu del ejército se agotaba. Los asedios eran batallas de voluntad, en su mayor parte, y de astucia. Leoman había demostrado talento para ambas cosas durante la larga persecución por el oeste de Raraku. Kalam no estaba seguro de lo que había demostrado Tavore en Raraku; otros se habían ocupado de matar por ella, por el Decimocuarto entero, en realidad.
Fantasmas. Abrasapuentes… ascendidos. Dioses, qué pensamiento más escalofriante. Ya estaban todos medio locos cuando estaban vivos y ahora…
—Rápido —dijo Kalam—, esos fantasmas de Raraku… ¿dónde están ahora?
—Ni idea. Pero no con nosotros.
—Fantasmas —dijo Gesler—. Así que los rumores estaban en lo cierto… no fue ningún conjuro de hechicería lo que masacró a los Mataperros. Teníamos aliados invisibles… ¿quiénes eran? —Hizo una pausa y escupió—. Lo sabéis los dos, ¿verdad?, y no lo queréis decir. Violín también lo sabe, ¿no? Da igual. Todo el mundo tiene secretos y no os molestéis en pedirme que comparta los míos. Así que se acabó. —Les devolvió la petaca—. Gracias por el pis de burro, Kalam.
Los otros escucharon mientras él regresaba reptando a reunirse con su pelotón.
—¿Pis de burro? —preguntó Ben el Rápido.
—Vino de parra a ras de tierra, y tiene razón, sabe fatal. Lo encontré en el campamento de los Mataperros. ¿Quieres un poco?
—¿Por qué no? Pero bueno, cuando dije que los fantasmas no estaban con nosotros estaba diciendo la verdad. Pero hay algo siguiendo al ejército.
—Pues qué bien.
—No estoy…
—¡Shh! Oigo…
Unas figuras se levantaron tras el risco. Armaduras antiguas que resplandecían, hachas y cimitarras, caras pintadas de bárbaros… Lágrimas Quemadas de los khundryl. Kalam volvió a sentarse con un taco y envainó de nuevo sus cuchillos.
—Una maniobra estúpida, malditos salvajes…
—Venid con nosotros —dijo uno.
Trescientos pasos camino arriba esperaban unos jinetes, entre ellos la consejera Tavore. Flanqueados por la tropa de Lágrimas Quemadas de los khundryl, Kalam, Ben el Rápido, Gesler y su pelotón se acercaron al grupo.
La luna deforme comenzaba a arrojar una luz argéntea sobre la tierra; tenía un aspecto irregular por los bordes, observó Kalam, como si la oscuridad circundante la estuviera royendo; le extrañó no haberlo notado antes, ¿siempre había estado así?
—Buenas noches, consejera —dijo Ben el Rápido cuando llegaron.
—¿Por qué han regresado? —preguntó la consejera—. ¿Y por qué no están en la senda Imperial?
Con Tavore estaban los puños, el wickano Temul, Blistig, Keneb y Tene Baralta, además de Nada y Menos. Parecían, todos y cada uno, haber sido arrancados del sueño no mucho antes, todos salvo la propia consejera.
Ben el Rápido cambió de posición, incómodo.
—La senda la estaba utilizando… otra cosa. Nos pareció poco segura y llegamos a la conclusión de que había que informarla lo antes posible. Leoman está ahora en Y’Ghatan.
—¿Y cree que nos aguardará allí?
—Y’Ghatan —dijo Kalam— es un recuerdo amargo para la mayor parte de los malazanos, para los que se preocupan de recordar, en cualquier caso. Es donde el puño…
—Lo sé, Kalam Mekhar. No es necesario que me lo recuerde. Muy bien, asumiré que su valoración es correcta. Sargento Gesler, por favor, únase a los piquetes khundryl.
El saludo del infante de marina fue descuidado, su expresión burlona.
Kalam observó los ojos de Tavore, que siguieron al sargento y su pelotón cuando se alejaron. Después la consejera clavó los ojos en Ben el Rápido una vez más.
—Mago supremo.
El hombre asintió.
—Había… Engendros de Luna en la senda Imperial. Aparecieron diez, doce, antes de que nos retiráramos.
—Que el Embozado nos lleve —murmuró Blistig—. ¿Fortalezas flotantes? ¿Ese cabrón de pelo blanco ha encontrado más?
—No lo creo, puño —dijo Ben el Rápido—. Anomander Rake se ha instalado en Coral Negro y ha abandonado Engendro de Luna, puesto que se estaba cayendo a pedazos. No, creo que las que vimos en la senda tienen a sus, eh, propietarios originales en el interior.
—¿Y quién serían esos? —preguntó Tavore.
—K’chain che’malle consejera. Colas largas o colas cortas. O ambos.
—¿Y por qué estarían utilizando la senda Imperial?
—No lo sé —admitió Ben el Rápido—. Pero tengo algunas teorías.
—Oigámoslas.
—Es una senda antigua, a todos los efectos muerta y abandonada, aunque, por supuesto, no tan muerta ni tan abandonada como pueda parecer a primera vista. Bien, no hay ninguna senda conocida atribuida a los k’chain che’malle, pero eso no significa que no existiera ninguna.
—¿Cree que la senda Imperial era en un principio la senda de los k’chain che’malle?
El mago supremo se encogió de hombros.
—Es posible, consejera.
—¿Qué más?
—Bueno, no sé adónde van las fortalezas, pero no quieren que las vean.
—¿Que las vea quién?
—Eso no lo sé.
La consejera estudió al mago supremo durante largo rato antes de contestar.
—Quiero que lo averigüe. Llévese a Kalam y al pelotón de Gesler. Regrese a la senda Imperial.
El asesino asintió poco a poco para sí, en absoluto sorprendido por aquella orden absurda, de locura. ¡Averiguarlo! ¿Y cómo exactamente?
—¿Tiene alguna sugerencia —preguntó Ben el Rápido, su voz se había hecho extrañamente cantarina, como le ocurría siempre que luchaba por no decir lo que pensaba— sobre cómo se podría hacer eso?
—Como mago supremo, estoy segura de que se le ocurrirá algo.
—¿Me permite preguntar por qué tiene tanta importancia esto para nosotros, consejera?
—La violación de la senda Imperial es importante para todos los que sirven al Imperio de Malaz, ¿no está usted de acuerdo?
—Lo estoy, consejera, pero ¿no estamos metidos en una campaña militar contra el último líder rebelde de Siete Ciudades? ¿No está usted a punto de montar el asedio de Y’Ghatan, en donde la presencia de un mago supremo, por no mencionar la del asesino más hábil del Imperio, podría resultar fundamental para su éxito?
—Ben el Rápido —dijo Tavore con tono frío—, el Decimocuarto Ejército es muy capaz de manejar este asedio sin su colaboración, o la de Kalam Mekhar.
De acuerdo, ni una palabra más. Sabe lo de nuestra reunión clandestina con Dujek Unbrazo y Tayschrenn. Y no confía en nosotros. Y seguramente con razón.
—Por supuesto —dijo Ben el Rápido con una modesta inclinación—. Confío en que las Lágrimas Quemadas puedan reabastecer a nuestros soldados, entonces. Solicito que se nos permita descansar hasta el amanecer.
—Aceptable.
El mago supremo se dio la vuelta, sus ojos se encontraron por un momento con los de Kalam. Sí, Rápido, me quiere tan lejos de su espalda como sea posible. Bueno, estaban en el Imperio de Malaz, después de todo. El Imperio de Laseen, para ser más precisos. Pero Tavore, no es de mí de quien tienes que preocuparte…
En ese momento salió una figura de la oscuridad y se acercó desde un lado del camino. Sedas verdes, movimientos elegantes, una cara casi etérea bajo la luz de la luna.
—¡Ah, una cita a medianoche! Supongo que todos los asuntos de gran importancia ya han sido abordados.
Perla. Kalam le sonrió y con una mano hizo un gesto que solo otra garra comprendería.
Al verlo, Perla guiñó un ojo.
Pronto, cabrón.
Tavore le dio la vuelta con su caballo.
—Aquí ya hemos terminado.
—¿Me permiten cabalgar en la grupa de alguno de ustedes? —preguntó Perla a los puños reunidos.
Ninguno replicó y minutos después subían a medio galope por el camino.
Perla tosió con delicadeza en el polvo.
—Qué groseros.
—Aquí llegaste a pie —dijo Ben el Rápido—, puedes volver a pie, garra.
—Parece que no tengo alternativa. —Un aleteo de una mano enguantada—. Quién sabe cuándo nos encontraremos otra vez, amigos míos. Pero hasta entonces… buena caza… —Y se alejó.
Bueno, ¿y cuánto pudo oír? Kalam dio medio paso, pero Ben el Rápido estiró un brazo y lo contuvo.
—Relájate, solo iba de pesca. Percibí cómo iba acercándose, lo pusiste muy nervioso, Kal.
—Bien.
—En realidad, no. Significa que no es idiota.
—Cierto. Una pena.
—En fin —dijo Ben el Rápido—, tú, Gesler y yo tenemos que pensar un modo de trepar a una de esas fortalezas.
Kalam volvió la cabeza y clavó los ojos en su amigo.
—Eso no era un chiste, ¿verdad?
—Me temo que no.
Dichosa Unión disfrutaba del sol mientras comía, rodeado de piedras, con Botella echado muy cerca y estudiando el modo en que se alimentaba el escorpión mientras este partía la poliñera que le habían dado para desayunar, cuando una bota militar de reglamento aplastó con un crujido al arácnido y retorció el tacón.
Botella se echó hacia atrás, horrorizado y mudo de asombro, y se quedó mirando a la figura que se alzaba junto a él, una oleada de intenciones asesinas empezaba a embargarlo.
Iluminada desde atrás por la luz matinal, la figura era poco más que una silueta.
—Soldado. —La voz era de una mujer, el acento korelano—. ¿Qué pelotón es este?
La boca de Botella se abrió y se cerró unas cuantas veces, después contestó en voz muy baja.
—Este es el pelotón que empezará a hacer planes para matarte una vez que averigüen lo que acabas de hacer.
—Permítame —dijo ella— aclararle las cosas, soldado. Soy la capitán Faradan Sort y no soporto los escorpiones. Bien, quiero ver cómo se las arregla para saludar a un superior ahí tirado.
—¿Quieres un saludo, capitán? ¿Y cuál? Tengo saludos de sobra para elegir, ¿alguna preferencia?
—El saludo que me diga que acaba de ser consciente del precipicio al que estoy a punto de lanzarlo de una patada en el culo. Después de meterle por ahí un saco de ladrillos, por supuesto.
Oh.
—El saludo de reglamento, entonces. Por supuesto, capitán. —Arqueó la espalda y consiguió sostener el saludo durante unos cuantos latidos… a la espera de que ella respondiera, cosa que la mujer no hizo. Botella se derrumbó con un jadeo y aspirando una buena bocanada de polvo.
—Lo intentaremos otra vez más tarde, soldado. ¿Se llama?
—Eh, Sonrisas, señor.
—Bueno, dudo que vaya a ver muchas en esa fea cara, ¿no?
—No, señor.
Y la mujer continuó.
Botella se quedó mirando la papilla aplastada y resplandeciente que habían sido Dichosa Unión y media poliñera. Le apetecía llorar.
—Sargento.
Cuerdas levantó la cabeza, observó el torque en el brazo y se puso en pie sin prisas. Saludó mientras estudiaba a aquella mujer alta de espalda recta que tenía delante.
—Sargento Cuerdas, capitán. Cuarto pelotón.
—Bien. Ahora son míos. Me llamo Faradan Sort.
—Me preguntaba cuándo iba a aparecer, señor. Los repuestos llevan días aquí, después de todo.
—Estaba ocupada. ¿Tiene algún problema con eso, sargento?
—No, señor, ninguno.
—Es usted veterano, por lo que veo. Quizá piense que ese hecho le concede algún respiro por mi parte. No es el caso. Me da igual dónde haya estado, a las órdenes de quién sirviese o a cuántos oficiales haya acuchillado por la espalda. Lo único que me importa es cuánto sabe usted sobre luchar.
—Jamás he acuchillado a un solo oficial, señor… por la espalda. Y no sé una mierda sobre lucha, salvo sobrevivir a ella.
—Eso servirá. ¿Dónde está el resto de mis pelotones?
—Bueno, le falta uno. El de Gesler. Está en una misión de reconocimiento, ni idea de cuándo volverá. El pelotón de Borduke está por allí. —Señaló—. Con el de Cordón justo detrás. Al resto los encontrará aquí y allá.
—¿No vivaquean juntos?
—¿Como unidad? No.
—Lo harán a partir de ahora.
—Sí, señor.
La mujer contempló a los soldados todavía despatarrados y dormidos alrededor de la hoguera.
—El sol ya ha salido. A estas alturas ya deberían estar despiertos, desayunados y equipados para la marcha.
—Sí, señor.
—Bueno… despiértelos.
—Sí, señor.
La capitán echó a andar, pero después se volvió.
—¿Tiene un soldado llamado Sonrisas en su pelotón, sargento Cuerdas? —añadió.
—Lo tengo.
—Sonrisas llevará carga doble hoy.
—¿Señor?
—Ya me ha oído.
Cuerdas la observó irse, después se dio la vuelta y bajó la cabeza para mirar a sus soldados. Estaban todos despiertos, con los ojos clavados en él.
—¿Qué he hecho yo? —inquirió Sonrisas.
Cuerdas se encogió de hombros.
—Es capitán, Sonrisas.
—¿Y?
—Y los capitanes están chiflados. Por lo menos esta sí, lo que demuestra mi afirmación. ¿No estás de acuerdo, Sepia?
—Oh, sí, Cuerdas. Locos de remate y rabiosos.
—¡Carga doble!
Botella se metió en el campamento con un tropezón, en las manos ahuecadas llevaba un desastre mutilado.
—¡Pisó a Dichosa Unión!
—Bueno, decidido —dijo Sepia con un gruñido mientras se incorporaba—. Está muerta.
El puño Keneb entró en su tienda, se iba desatando el yelmo y quitándoselo para tirarlo en el catre, pero se detuvo al ver una cabeza revuelta que salía del baúl de viaje abierto que había en la pared trasera.
—¡Larva! ¿Qué estabas haciendo ahí dentro?
—Dormir. No es estúpida, no. Vienen para aguardar la resurrección. —Salió del baúl vestido como siempre, con cueros desharrapados de estilo wickano, pero muy gastados. La redondez infantil de las mejillas había empezado a deshacerse e insinuaba ya al hombre en el que se convertiría algún día.
—¿Quién? ¿Te refieres a la consejera? ¿Quién viene? ¿Qué resurrección?
—Intentarán matarla. Pero es un error. Ella es nuestra última esperanza. Nuestra última esperanza. Voy a buscar algo de comer, marchamos hacia Y’Ghatan. —Pasó corriendo junto a Keneb. Fuera de la tienda, los perros ladraron.
El puño apartó la solapa y salió para ver a Larva bajar a toda prisa por el pasillo que quedaba entre las tiendas, flanqueado por el perro pastor wickano, Torcido, y el perro faldero hengese, Cucaracha. Los soldados se apartaban con gesto respetuoso para dejarlos pasar.
El puño volvió a entrar en la tienda. Un niño desconcertante. Se sentó en el catre y se quedó mirando a nada en particular.
Un asedio. Lo ideal sería que contaran con cuatro o cinco mil soldados más, cinco o seis catapultas untan y cuatro torres. Ballestas, mangonelos, onagros, escorpiones, arietes rodantes y escalas. Quizás unas cuantas unidades más de zapadores, con unas cuantas carretas cargadas de municiones moranthianas. Y al mago supremo Ben el Rápido.
¿Había sido solo una cuestión de orgullo mandar marchar al brujo? Las reuniones con Dujek Unbrazo habían sido tensas. Que Tavore rechazara la ayuda, aparte de un contingente de sustitución procedente de Quon Tali, no tenía mucho sentido. Cierto, Dujek tenía de sobra de lo que ocuparse él y su hueste, había que reforzar guarniciones y pacificar pueblos y ciudades recalcitrantes. Claro que, la llegada del almirante Nok y un tercio de la flota imperial al mar Maadil había contribuido mucho a sofocar las tendencias rebeldes de los habitantes de la zona. Y Keneb sospechaba que la anarquía, los horrores de la rebelión en sí, eran una fuerza de pacificación tan poderosa como cualquier presencia militar.
Un arañazo en la pared exterior de su tienda.
—Adelante.
Blistig se metió bajo la solapa.
—Bien, estás solo. Tene Baralta ha estado hablando con el caudillo Hiel. Mira, sabíamos que un asedio era probable…
—Blistig —lo interrumpió Keneb—, esto no está bien. La consejera lidera el Decimocuarto Ejército. Se le ordenó que aplastara la rebelión y eso es lo que está haciendo. Parece lo más oportuno que la última chispa se apague en Y’Ghatan, el mítico lugar de nacimiento del Apocalipsis…
—Sí, y estamos a punto de alimentar más ese mito.
—Solo si fracasamos.
—Los malazanos mueren en Y’Ghatan. Esa ciudad se quemó hasta los cimientos en el último asedio. Dassem Ultor, la compañía de la primera espada. El Primer Ejército, el Noveno. ¿Ocho, diez mil soldados? Y’Ghatan bebe sangre malazana, y su sed es infinita.
—¿Es eso lo que les estás diciendo a tus soldados, Blistig?
El hombre se acercó al baúl, bajó la tapa y se sentó.
—Pues claro que no. ¿Crees que estoy loco? Pero, dioses, hombre, ¿es que no sientes el pavor creciente?
—El mismo que cuando marchábamos por Raraku —dijo Keneb—, y la resolución se frustró, y ese es el problema. El único problema, Blistig. Necesitamos desafilar nuestras espadas, necesitamos el desahogo, eso es todo.
—Jamás debería haber mandado marchar a Ben el Rápido y Kalam. ¿A quién le importa el culo bizco de un rhizano lo que esté pasando en la senda Imperial?
Keneb apartó la mirada, ojalá pudiera diferir.
—Tendrá sus razones.
—Me gustaría oírlas.
—¿Por qué habló Baralta con Hiel?
—Estamos todos preocupados, por eso, Keneb. Queremos arrinconarla, todos los puños unidos, y obligarla a dar respuestas. Sus razones para hacer las cosas, saber con certeza cómo piensa.
—No. No contéis conmigo. Todavía no hemos llegado a Y’Ghatan. Esperad a ver lo que tiene en mente.
Blistig se levantó con un gruñido.
—Comunicaré tu sugerencia, Keneb. Solo que, bueno, no son solo los soldados los que están frustrados.
—Lo sé. Esperad a ver.
Después de que se fuera su compañero, Keneb se acomodó en el catre. Fuera oía los sonidos de las tiendas al desmontarse, el equipo que se guardaba, el mugido lejano de los bueyes. Los gritos llenaban el aire de la mañana, el ejército se desperezaba para otro día de marcha. Lágrimas Quemadas, wickanos, setis, malazanos. ¿Qué puede hacer esta variopinta colección de soldados? Nos enfrentamos a Leoman de los Mayales, maldita sea. Que ya nos ha dado una paliza. Claro que, las tácticas relámpago son una cosa y una ciudad bajo asedio otra muy distinta. Quizá él esté tan preocupado como nosotros.
Un pensamiento reconfortante. Una pena que no se creyera ni una sola palabra.
Al Decimocuarto lo habían despertado a patadas y hervía de actividad. Con la cabeza como un bombo, la sargento Hellian se había sentado en la cuneta del camino. Ocho días con ese maldito ejército miserable y esa maldita tirana de capitán y encima se había quedado sin ron. Los tres soldados de su reducido pelotón estaban guardando sus últimos aperos y ninguno se atrevía a dirigirse a su sargento, cuya tremebunda resaca le provocaba instintos asesinos.
Amargos recuerdos del acontecimiento que había provocado todo aquello perseguían a Hellian. Un templo de matanzas, el frenesí de sacerdotes, oficiales e investigadores y la necesidad de alejar a todos los testigos lo más posible, a poder ser para ponerlos en una situación en la que no sobrevivieran. Bueno, no podía culparlos… no, un momento, por supuesto que podía. El mundo estaba dirigido por estúpidos, esa era la verdad. Veintidós seguidores de D’rek habían sido masacrados en su propio templo, en un distrito que era su responsabilidad, pero nunca se permitía la entrada de las patrullas en ninguno de los templos, así que, en cualquier caso, ella no podría haber hecho nada para evitarlo. Pero no, eso no bastaba. ¿Adónde habían ido los asesinos, sargento Hellian? ¿Y por qué no los vio irse? ¿Y qué hay de ese hombre que la acompañaba y que después se desvaneció?
Asesinos. No los había. O por lo menos no naturales. Un demonio, con toda probabilidad, fugitivo de algún ritual secreto, lo habían conjurado y algo había salido mal. Los muy idiotas se habían matado ellos, y no había más. El hombre aquel era un sacerdote sin el uniforme, de algún otro templo, quizá un hechicero. Una vez que dedujo lo que había pasado, había salido pitando de allí y la había dejado a ella con el marrón.
No era justo, pero ¿qué tenía que ver la justicia con nada?
Urb bajó su inmenso corpachón delante de ella.
—Ya estamos casi listos, sargento.
—Deberías haberlo estrangulado.
—Quería. En serio.
—¿Querías? ¿De verdad?
—De verdad.
—Pero entonces se escabulló —dijo Hellian—. Como un gusano.
—La capitán quiere que nos reunamos con el resto de los pelotones de su compañía. Están camino arriba. Deberíamos tirar antes de que empiece la marcha.
Hellian volvió la cabeza y miró a los otros dos soldados. Los gemelos, Sinaliento y Pejiguero. Jóvenes, perdidos… bueno, quizá no jóvenes en años, pero jóvenes de todos modos. Hellian dudaba que fueran capaces de salir con vida de una merienda de comadronas, aunque, cierto, ella había oído que podían ser acontecimientos peliagudos, sobre todo si a alguna idiota embarazada se le ocurría pasar por allí. Oh, bueno, eso era en Kartool, ciudad de arañas, ciudad que crujía al pisarla, ciudad de telarañas y cosas peores. Estaban muy lejos de una merienda de comadronas.
Allí fuera las arañas flotaban en el aire, pero al menos eran diminutas, fáciles de destruir con una piedra de tamaño medio.
—Por el Abismo del inframundo —gimió—. Búscame algo de beber.
Urb le pasó una bota de agua.
—Eso no, idiota.
—Quizá en la compañía a la que tenemos que unirnos…
Hellian levantó la cabeza y lo miró con los ojos guiñados.
—Buena idea. De acuerdo, ayúdame a levantarme… no, no me ayudes. —Se levantó ella, tambaleándose.
—¿Se encuentra bien, sargento?
—Lo estaré —contestó la sargento— después de que me cojas el cráneo con las manos y lo aplastes.
Urb frunció el ceño.
—Me metería en un lío si hiciera eso.
—No, conmigo no. Da igual. Pejiguero, en cabeza.
—Estamos en un camino, sargento.
—Tú hazlo. Practica.
—No voy a poder ver nada —dijo el hombre—. Hay demasiada gente y cosas en medio.
Oh, dioses que se arrastran por el Abismo, dejadme vivir lo suficiente para matar a este tipo.
—¿Tú tienes algún problema con ponerte en cabeza, Sinaliento?
—No, sargento. Yo no.
—Bien. Hazlo y vámonos ya.
—¿Quiere que me ponga en el flanco? —preguntó Pejiguero.
—Sí, un poco más allá del horizonte, maldito cactus con el cerebro atrofiado.
—No es un escorpión normal —dijo Quizás mientras se asomaba un poco más, pero sin acercarse demasiado.
—Es enorme, joder —dijo Laúdes—. No es la primera vez que veo uno así, pero nunca tan… enorme.
—Podría ser un fenómeno raro, y todos sus hermanos y hermanas serían diminutos. Entonces se sentiría solo y por eso es tan malo.
Laúdes se quedó mirando a Quizás.
—Sí, podría ser. Tienes un cerebro de verdad en ese cráneo. De acuerdo, bueno, ¿crees que puede matar a Dichosa Unión? A ver, son dos…
—Bueno, quizá necesitemos encontrar otro igual que este.
—Pero creí que todos sus hermanos y hermanas eran diminutos.
—Oh, vale. Puede que tenga un tío, o algo.
—Que sea grande.
—Enorme. Más enorme que este.
—Tenemos que empezar a buscar.
—Yo no me molestaría —dijo Botella desde donde se había sentado a la sombra de un peñasco, a cinco pasos de los dos soldados del pelotón de Borduke.
Los otros se sobresaltaron, después Laúdes lanzó un siseo.
—¡Ha estado espiando! —dijo.
—Espiando no. Estoy de luto.
—¿Por qué? —inquirió Quizás—. Aún no estamos en Y’Ghatan.
—¿Conocéis a la nueva capitán?
Los otros dos se miraron. Contestó Laúdes.
—No. Pero sabía que venía un oficial.
—Está aquí. Mató a Dichosa Unión. Con el tacón. ¡Crack!
Los dos hombres dieron un salto.
—¡Será asesina! —dijo Quizás con un gruñido. Miró al escorpión rodeado de piedras que tenía a los pies—. Venga, que pruebe con aquí Chispas, seguro que este la agarra por el tobillo, le atraviesa todo el cuero de la bota y…
—No seas idiota —dijo Botella—. Además, Chispas no es un chico. Chispas es una chica.
—Mejor todavía. Las chicas son peores.
—Los más pequeños que ves siempre son los chicos. No hay tantas chicas, pero así son las cosas. Son más tímidas. Pero bueno, más vale que la dejes escapar.
—¿Por qué? —inquirió Laúdes—. A mí ninguna capitana ñoña me va a…
—La capitán será el menor de tus problemas, Laúdes. Los machos captarán el olor de angustia. Tendrás cientos siguiéndote. Y luego miles, y van a ponerse agresivos, los muy cabrones, ya sabes.
Quizás sonrió.
—Interesante. ¿Estás seguro de eso, Botella?
—Cuidado con las ideas estúpidas.
—¿Por qué? Se nos dan bien las ideas estúpidas. Es decir, eh, bueno…
—Lo que Quizás quiere decir —dijo Laúdes— es que podemos pensar bien las cosas. Pensarlas fenomenal, Botella. Tú no te preocupes por nosotros.
—Se cargó a Dichosa Unión. No va a haber más peleas, haced correr la voz; todos esos pelotones con escorpiones nuevos, que dejen escapar a los pequeñines.
—Está bien —dijo Laúdes con un asentimiento.
Botella estudió a los dos hombres.
—Eso incluye al que tenéis ahí.
—Claro. Solo la vamos a mirar un rato más, eso es todo. —Quizás volvió a sonreír.
Botella se levantó, vaciló un instante, sacudió la cabeza y se fue de regreso al campamento de su pelotón. El ejército ya estaba casi listo para reanudar la marcha. Con toda la circunspecta falta de entusiasmo que era de esperar en un ejército a punto de sitiar una ciudad.
Un cielo sin nubes. Otra vez. Más polvo, más calor, más sudor. Moscas de sangre y garrapatas, y los malditos buitres dando vueltas por encima, como llevaban haciendo desde Raraku, pero él sabía que ese sería el último día de marcha. El viejo camino por delante, unas cuantas aldeas abandonadas más, cabras salvajes en las colinas desnudas, jinetes lejanos siguiendo su rastro desde el risco.
Los demás miembros del pelotón estaban de pie y esperando cuando llegó él. Botella vio que Sonrisas se afanaba bajo dos mochilas.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
La expresión que posó la soldado en él estaba embargada de la desdicha más absoluta.
—No lo sé. Lo ordenó la nueva capitán. La odio.
—No me sorprende —dijo Botella mientras recogía su propio equipo y se colocaba las correas de la mochila—. ¿Es el equipo de Cuerdas lo que tienes ahí?
—No todo —le contestó ella—. No quiere confiarme las municiones moranthianas.
Gracias a Oponn por eso.
—¿Ha pasado la capitán por aquí desde entonces?
—No. La muy zorra. Vamos a matarla, ¿sabes?
—No me digas. Bueno, no seré yo quien la llore. ¿Y quién se incluye en ese «vamos» si puede saberse?
—Yo y Sepia. Él la distraerá y yo le clavaré un cuchillo por la espalda. Esta noche.
—El puño Keneb hará que os cuelguen, ¿sabes?
—Haremos que parezca un accidente.
Resonaron cuernos lejanos.
—De acuerdo, todo el mundo —dijo Cuerdas desde el camino—. A moverse.
Ruedas de carretas que gemían, traqueteando y golpeándose en los adoquines desiguales, balanceándose en los surcos, el mugido de los bueyes, miles de soldados poniéndose en movimiento, los sonidos eran un estrépito creciente, un rugido, el primer polvo que se arremolinaba en el aire.
Koryk se puso junto a Botella.
—No lo harán —dijo.
—¿Hacer qué? ¿Matar a la capitán?
—Le eché un buen vistazo —contestó el otro—. No es solo korelana. Es de la muralla de las Tormentas.
Botella entrecerró los ojos y miró al fornido guerrero.
—¿Cómo lo sabes?
—Lleva un trazo plateado en la vaina. Era comandante de sección.
—Eso es ridículo, Koryk. En primer lugar, un puesto en la Muralla no es algo de lo que puedas dimitir sin más, si lo que he oído es verdad. Además, esa mujer es capitán en el ejército malazano menos preparado del Imperio entero. Si hubiera comandado una sección contra los jinetes de la tormenta, se habría ganado el rango de puño como mínimo.
—Solo si se lo dijo a alguien, Botella, pero ese trazo cuenta una historia muy distinta.
Dos pasos por delante de ellos, Cuerdas volvió la cabeza y los miró.
—Así que tú también lo has visto, Koryk.
Botella se dio la vuelta hacia Sonrisas y Sepia.
—¿Vosotros dos estáis oyendo esto?
—¿Y? —inquirió Sonrisas.
—Lo oímos —dijo Sepia con expresión amarga—. Quizá esa vaina fue un botín que sacó de alguna parte… pero no me parece probable. Sonrisas, muchacha, será mejor que pongamos nuestros planes en una pira y les prendamos fuego.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Qué es eso de la muralla de las Tormentas, si puede saberse? ¿Y cómo es que Koryk cree que sabe tanto? No sabe nada, salvo la pinta que tiene el trasero de un caballo y eso solo en la oscuridad. Mirad la cara que tenéis, ¡me han cargado con una pandilla de cobardes!
—Que tienen intención de continuar con vida —dijo Sepia.
—Sonrisas creció jugando en la arena con niños de campo —dijo Koryk sacudiendo la cabeza—. Mujer, escúchame. La muralla de las Tormentas tiene leguas y leguas de longitud, está en la costa norte korelana. Es la única barricada que hay entre el continente isla y los jinetes de las tormentas, esos guerreros demoníacos de los mares que hay entre la isla de Malaz y Korelri, tienes que haber oído hablar de ellos.
—Cuentos de viejos pescadores.
—No, muy reales —dijo Sepia—. Yo los vi con mis propios ojos surcando esas aguas. Sus caballos son las olas. Empuñan lanzas de hielo. Nosotros les rebanamos el gaznate a seis cabras para pintar el agua a modo de apaciguamiento.
—¿Y funcionó? —preguntó Botella, sorprendido.
—No, pero tirar al grumete por la borda sí.
—Bueno —dijo Koryk tras un momento de silencio—, solo a los guerreros elegidos se los destina al Muro. A luchar contra esas hordas espeluznantes. Es una guerra interminable, o por lo menos lo era…
—¿Ya se acabó?
El seti se encogió de hombros.
—Entonces —dijo Sonrisas—, ¿qué está haciendo aquí? Botella tiene razón, no tiene mucho sentido.
—Podrías preguntarle —respondió Koryk—, suponiendo que sobrevivas a la marcha de hoy.
—No es para tanto —respondió ella, sorbiendo por la nariz.
—Hemos avanzado cien pasos, soldado —exclamó Cuerdas a su espalda—. Así que será mejor que ahorres aliento.
Botella vaciló y después se dirigió a Sonrisas.
—Trae, dame eso, esa capitán no anda por aquí, ¿verdad?
—Yo no he visto nada —dijo Cuerdas sin volverse.
—Puedo hacerlo yo…
—Nos podemos turnar.
Los ojos femeninos se entrecerraron con aire suspicaz y después se encogió de hombros.
—Si quieres.
Botella cargó con la segunda mochila.
—Gracias, Botella. Al menos hay alguien en este pelotón que me trata bien.
Koryk se echó a reír.
—Es solo que no quiere un navajazo en la pierna.
—Tenemos que estar unidos —dijo Botella— ahora que tenemos encima una oficial tirana.
—Chico listo —dijo Cuerdas.
—Aun así —dijo Sonrisas—, gracias, Botella.
Él le sonrió con dulzura.
—Han dejado de moverse —murmuró Kalam—. Bueno, ¿y eso por qué?
—Ni idea —dijo Ben el Rápido a su lado.
Estaban echados en la cima de un risco bajo. Once Engendros de Luna planeaban en una fila uniforme sobre otra elevación de colinas a dos mil pasos de distancia.
—Entonces —preguntó el asesino—, ¿qué pasa por noche en esta senda?
—Está de camino y no es mucho.
Kalam se giró y estudió el pelotón de soldados tirados en el polvo de la ladera, detrás de ellos.
—¿Y tu plan, Rápido?
—Aprovechamos, por supuesto. Nos metemos sin que nos vean debajo de una…
—¿Sin que nos vean? ¡No hay forma de ponerse a cubierto, ni siquiera algo que arroje sombras!
—Eso es lo que lo hace brillante, Kalam.
El asesino estiró un brazo y le dio una colleja a Ben el Rápido.
—Ah. De acuerdo, el plan apesta. ¿Tú tienes uno mejor?
—En primer lugar, mandamos a este pelotón que tenemos detrás de vuelta al Decimocuarto. Dos personas metiéndose a escondidas es mucho mejor que ocho. Además, seguro que saben luchar, pero eso no servirá de mucho con un millar de k’chain che’malle cargando contra nosotros. Otra cosa, están tan contentos que cuesta no ponerse a bailar aquí mismo.
Al oír eso, el sargento Gesler le lanzó un beso.
Kalam volvió a darse la vuelta y miró con furia las fortalezas inmóviles.
Ben el Rápido suspiró. Se rascó la mandíbula bien afeitada.
—Las órdenes de la consejera…
—Olvídate de eso. Esto es una decisión táctica, entra dentro de nuestra esfera.
Gesler les contestó desde abajo.
—A nosotros tampoco nos quiere por allí, Kalam.
—¿No? ¿Y eso por qué?
—La ponemos de los nervios. No sé. Estábamos en el Silanda, ¿sabes? Atravesamos muros de fuego en ese barco.
—Todos hemos tenido una vida dura, Gesler…
—¿Nuestra esfera? —preguntó Ben el Rápido—. Me gusta eso. Puedes probarlo con ella, más tarde.
—Vamos a mandarlos de regreso.
—¿Gesler?
—Por nosotros, vale. Yo no os seguiría a vosotros dos ni a una letrina, y disculpen los señores.
—Pero por lo menos date prisa, mago —añadió Tormenta—. Me están saliendo canas de esperar.
—Eso es polvo, cabo.
—Eso lo dices tú.
Kalam lo pensó antes de hablar.
—Podríamos llevarnos al falari peludo con nosotros, quizá. ¿Te apetece venir, cabo? ¿Como retaguardia?
—¿Retaguardia? Eh, Gesler, tenías razón. Sí que van a una letrina. De acuerdo, suponiendo que aquí mi sargento no me eche mucho de menos.
—¿Echarte de menos? —se burló Gesler—. Ahora al menos conseguiré que las mujeres hablen conmigo.
—Es la barba lo que las echa para atrás —dijo Tormenta—, pero yo no pienso cambiar por nadie.
—No es la barba, es lo que vive en la barba.
—Que el Embozado nos lleve —dijo Kalam sin aliento—, que se larguen, Ben el Rápido, por favor.
Cuatro leguas al norte de Ehrlitan, Apsalar se encontró delante del mar. El promontorio del otro lado del estrecho A’rath era apenas visible arrugando la línea del atardecer en el horizonte. Límite Kansu, que se extendía en un brazo largo y estrecho al oeste de la ciudad porteña de Kansu. A sus pies merodeaban dos esqueletos sujetos con tripa que picoteaban los gusanos que encontraban en la tierra y siseaban de frustración cuando los insectos mutilados que intentaban tragar se les caían por las mandíbulas.
Incluso el hueso, o el recuerdo físico del hueso, contenía poder, al parecer. Los patrones de comportamiento de los pájaros lagarto que en otro tiempo habían sido las criaturas habían comenzado a infectar los espíritus fantasmales de Telorast y Cuajo. Habían empezado a dedicarse a perseguir serpientes, saltaban al aire tras rhizanos y poliñeras, libraban duelos por el dominio del territorio, se pavoneaban escupiendo y dando patadas en la arena. A Apsalar le parecía que estaban perdiendo la chaveta.
No es una gran pérdida. Habían sido asesinas, crueles, nada fiables en sus vidas. Y quizá habían gobernado un reino. Como usurpadoras, sin duda. Ella no lamentaría que se disolvieran.
—¡No-Apsalar! ¿Por qué esperamos aquí? Hemos descubierto que nos desagrada el agua. Los hilos de tripa se soltarán. Nos partiremos.
—Vamos a cruzar este estrecho, Telorast —respondió Apsalar—. Por supuesto, Cuajo y tú quizá deseéis quedaros aquí, abandonar mi compañía.
—¿Tienes planeado ir nadando?
—No, tengo intención de usar la senda de Sombra.
—Oh, ahí no te mojas.
—No. —Cuajo se echó a reír, e hizo unas cuantas cabriolas antes de plantarse delante de Apsalar meciendo la cabeza—. No te mojas, oh, esa es muy buena. Nosotras también vamos, ¿verdad, Telorast?
—¡Lo prometimos! No, no lo prometimos. ¿Quién dijo eso? Solo estamos impacientes por hacer guardia sobre tu cadáver podrido, No-Apsalar, eso fue lo que prometimos. No entiendo por qué me confundo tanto. Al final tendrás que morir. Eso es obvio. Es lo que le pasa a los mortales y tú eres mortal, ¿no? Tienes que serlo, llevas tres días sangrando, lo olemos.
—¡Idiota! —siseó Cuajo—. Por supuesto que es mortal, y además, una vez fuimos mujeres, ¿recuerdas? Sangra porque eso es lo que pasa. No todo el tiempo, pero a veces. Con regularidad. O no. Salvo justo antes de que ponga huevos, lo que significaría que un macho la encontró, lo que entonces significaría…
—¿Que es una serpiente? —preguntó Telorast con tono divertido.
—Pues no. ¿En qué estabas pensando, Telorast?
La luz del sol se estaba desvaneciendo, las aguas del estrecho se habían teñido de carmesí. Una única vela de una carraca comercial atravesaba un ruta rumbo al sur para internarse en el mar Ehrlitan.
—La senda parece fuerte aquí —dijo Apsalar.
—Oh, sí —dijo Telorast, la cola huesuda acariciaba el tobillo izquierdo de Apsalar—. Se manifiesta con fiereza. Este mar es nuevo.
—Es posible —respondió la mujer mientras contemplaba los acantilados dentados que marcaban el estrecho—. ¿Hay ruinas bajo las olas?
—¿Cómo quieres que lo sepamos? Es posible. Muy probable, desde luego. Ruinas. Ciudades inmensas. Templos de Sombra.
Apsalar frunció el ceño.
—No había templos de Sombra en la época del Primer Imperio.
La cabeza de Cuajo se hundió y después se alzó de repente.
—¡Dessimbelackis, una maldición en su multitud de almas! Hablamos de la época de los Bosques. Los grandes bosques que cubrían esta tierra, mucho antes del Primer Imperio. Antes incluso de los t’lan imass.
—Shh —siseó Telorast—. ¿Bosques? ¡Qué locura! Ni un árbol a la vista, y los que se asustaban de las sombras nunca existieron. ¿Por qué entonces iban a venerarlos? No lo hacían porque no existieron. Es una ferocidad natural, este poder de Sombra. Es un hecho que el primer culto nació del miedo. Lo terrible desconocido…
—¡Incluso más terrible —la interrumpió Cuajo— cuando se hace conocido! ¿No te parece, Telorast?
—No, no me parece. No sé de qué estás hablando. No haces más que parlotear, secretos y más secretos, ninguno de los cuales es verdad, en cualquier caso. ¡Mira! ¡Un lagarto! ¡Es mío!
—¡No, mío!
Los dos esqueletos se escabulleron por el saliente rocoso. Algo pequeño y gris salió disparado.
Se estaba levantando un viento que barría con crudeza la superficie del estrecho llevando con él el aroma primario del mar, que llegaba flotando al acantilado en el que se encontraba Apsalar. Cruzar extensiones de agua, aunque fuera por una senda, nunca era una perspectiva agradable. Cualquier vacilación en el control podía expulsarla del reino, momento en el que se encontraría a leguas de tierra firme en aguas infestadas de dhenrabi. Una muerte segura.
Podía, por supuesto, elegir la ruta terrestre. Salir de Ehrlitan hacia el sur, hasta Pan’potsun, y después rodear el nuevo mar Raraku hacia el oeste. Pero sabía que se estaba quedando sin tiempo. Cotillion y Tronosombrío querían que se cuidara de un número de pequeños jugadores esparcidos por todo el interior, pero algo dentro de ella presentía una aceleración de acontecimientos distantes, y con ella la necesidad creciente (una insistencia desesperada) de estar allí sin más demora. Para arrojar su daga, para afectar, lo mejor que pudiese, una multitud de destinos.
Supuso que Cotillion lo entendería. Que confiaría en su instinto, aunque ella fuera, en último caso, incapaz de explicarlo.
Debía… darse prisa.
Un momento de concentración. Y la escena ante ella se transformó. El acantilado se había convertido en una ladera atestada de árboles derrumbados, abetos, cedros, las raíces arrancadas de la tierra oscura, los troncos aplastados como si la colina entera hubiera sido golpeada por un viento inimaginable. Bajo un cielo plomizo, un inmenso valle cubierto de bosques y envuelto en una bruma se extendía por lo que, momentos antes, habían sido las aguas del estrecho.
Los dos esqueletos llegaron corriendo con pasitos cortos para arrimarse a sus pies, las cabezas disparadas en todas direcciones.
—Te dije que habría un bosque —dijo Telorast.
Apsalar señaló con un gesto los restos de la ladera que tenían justo delante.
—¿Qué pasó aquí?
—Hechicería —dijo Cuajo—. Dragones.
—Dragones no.
—No, dragones no. Telorast tiene razón. Dragones no.
—Demonios.
—Sí, demonios terribles cuyo aliento es la puerta de una senda, ¡oh, no saltes a esas gargantas!
—Nada de aliento, Cuajo —dijo Telorast—. Solo demonios. Muy pequeños. Pero muchos. Tiran los árboles, uno por uno, porque son crueles y con tendencia a cometer actos de destrucción sin sentido.
—Como los niños.
—Exacto, como dice Cuajo, como los niños. Niños demonios. Pero fuertes. Muy fuertes. Brazos enormes y musculosos.
—Así que —dijo Apsalar— unos dragones lucharon aquí.
—Sí —dijo Telorast.
—En el reino de Sombra.
—Sí.
—Es de suponer que los mismos dragones que están ahora encerrados dentro del círculo de piedras.
—Sí.
Apsalar asintió y después empezó a bajar.
—Esto no va a ser fácil. Me pregunto si ahorraré mucho tiempo atravesando el bosque.
—Un bosque tiste edur —dijo Cuajo mientras correteaba por delante—. Les gustan sus bosques.
—Todas esas sombras naturales —añadió Telorast—. Poder en la permanencia. Madera negra, palosangre, todo tipo de cosas terribles. Los seres tenían razón al tener miedo.
A lo lejos, una oscuridad extraña se deslizaba por las copas de los árboles. Apsalar la estudió. La carraca, que arrojaba una presencia etérea en ese reino. Estaba viendo los dos mundos, un hecho bastante común. Sin embargo, con todo… hay alguien en esa carraca. Y ese alguien es importante…
T’rolbarahl, antigua criatura del Primer Imperio de Dessimbelackis, Dejim Nebrahl se agazapó en la base de un árbol muerto, o, más bien, se deslizó como una serpiente por las raíces expuestas y blanqueadas, siete cabezas, siete cuerpos, moteados con los colores del suelo, la madera y las rocas. Sangre fresca que poco a poco iba perdiendo su calor llenaba los estómagos del d’ivers. No había habido escasez de víctimas, ni siquiera en ese yermo. Pastores, mineros de las minas de sal, bandidos, lobos del desierto. Dejim Nebrahl se había alimentado de forma continua en ese viaje hasta el lugar de la emboscada.
El árbol, de tronco grueso, achaparrado, con solo unas cuantas ramas retorcidas sobreviviendo a los siglos desde que había muerto, se alzaba de una grieta en la roca entre un trozo llano que marcaba la pista y una torre erecta de piedra agujereada y gastada por el viento. La pista giraba en ese punto, rodeaba el borde de un risco, la caída de diez alturas de hombre (o más) hasta los peñascos y rocas dentadas.
Al otro lado de la pista se alzaban más rocas, amontonadas, la piedra agrietada y en declive.
El d’ivers golpearía allí, desde ambos lados, tras liberarse de las sombras.
Dejim Nebrahl estaba contento. Una paciencia adquirida con facilidad con la carne fresca, los ecos de los gritos de muerte, ya solo tenía que esperar la llegada de las víctimas, las que habían elegido los sin nombre.
Pronto, entonces.
Sitio de sobra entre los árboles, una catedral de sombras y oscuridad pesada, el flujo del aire húmedo como agua contra su cara. Apsalar iba corriendo, flanqueada por las formas veloces de Telorast y Cuajo. Para su sorpresa, estaba avanzando a buen ritmo. El terreno era sorprendentemente llano y las caídas de árboles parecían inexistentes, como si en ese trozo de bosque no muriera jamás ningún árbol. No había visto fauna alguna, no se había tropezado con ningún rastro de caza obvio, pero había habido claros, extensiones circulares de musgo ceñidas por cedros separados a intervalos regulares, o, si no eran cedros, entonces algo muy parecido, la corteza basta, peluda, negra como la brea. Los círculos eran demasiado perfectos para ser naturales, aunque no había visible ninguna otra prueba de propósitos o diseño. En esos lugares el poder de la sombra era, como había dicho Telorast, fiero.
Tiste edur, Kurald Emurlahn, su presencia persistía, pero igual que los recuerdos se aferran a los cementerios, las tumbas y los túmulos. Sueños viejos enmarañados y desvaneciéndose en las hierbas, en el nudo de la madera y el encaje de cristal de la piedra. Susurros perdidos en los vientos que siempre han vagado por esos lugares cargados de muerte. Los edur habían desaparecido, pero su bosque no los había olvidado.
Una oscuridad más adelante, algo que se estiraba desde el dosel de hojas, recto y fino. Una cuerda, tan gruesa como su muñeca y, descansando en el humus salpicado de agujas del suelo, un ancla.
Justo en su camino. Ah, así que al tiempo que yo percibí una presencia, ella me percibió a mí. Creo que es una invitación.
Se acercó a la cuerda, la cogió con las dos manos y empezó a trepar.
Telorast se puso a sisear en el suelo.
—¿Qué estás haciendo? ¡No, intruso peligroso! ¡Desconocido terrible, aterrador, horrible, de rostro cruel! ¡No subas ahí! Oh, Cuajo, mira, allá va.
—¡No nos escucha!
—Hemos estado hablando demasiado, ese es el problema.
—Tienes razón. Deberíamos decir algo importante para que empiece a escucharnos otra vez.
—Bien pensado, Cuajo. ¡Piensa en algo!
—¡Lo intento!
Sus voces se desvanecieron a medida que Apsalar seguía trepando. Había telarañas viejas colgando entre las ramas recubiertas de agujas, unas formas pequeñas y relucientes se escabullían por ellas. Sentía el cuero de los guantes caliente contra las palmas de las manos y las pantorrillas empezaban a dolerle. Llegó al primero de una serie de nudos, plantó los pies e hizo una pausa para descansar. Miró abajo y no vio nada más que troncos negros desvaneciéndose en la bruma, como las patas de una bestia gigantesca. Tras unos cuantos momentos, reanudó la subida. Empezó a haber nudos cada diez brazadas o así. Alguien se estaba mostrando considerado.
El casco de ébano de la carraca se cernía más arriba, incrustado de percebes, resplandeciente. Al alcanzarlo, Apsalar apoyó las botas en las tablas oscuras y trepó las últimas dos alturas hasta donde la maroma del ancla se metía por una rampa en la regala. Escaló por el costado y se encontró cerca de los tres escalones que llevaban a la cubierta de popa. Unas manchas desvaídas de bruma que relucían un poco marcaban dónde se encontraban, de pie o sentados, los mortales: aquí y allá, cerca de las jarcias, junto al timón montado en un costado, uno encaramado en las alturas, entre los obenques. Una figura fornida, mucho más sólida, se encontraba delante del palo mayor.
Alguien conocido. Apsalar buscó en su memoria, su mente se precipitaba por una pista falsa tras otra. Conocido… pero no.
Con una sonrisa leve en su rostro atractivo y bien afeitado, la figura se adelantó y levantó las dos manos.
—No estoy seguro de qué nombre utilizas ahora. Eras poco más que una niña, ¿fue solo hace unos años? Cuesta creerlo.
El corazón le martilleaba de repente en el pecho, a Apsalar le extrañó aquella sensación que la embargaba. ¿Miedo? Sí, pero más que eso. Culpabilidad. Vergüenza. Se aclaró la garganta.
—Me he llamado Apsalar.
Un asentimiento rápido. Reconocimiento, y después su expresión cambió poco a poco.
—No me reconoces, ¿verdad?
—Sí. No. No estoy segura. Debería… eso sí que lo sé.
—Tiempos difíciles por aquel entonces —dijo él mientras bajaba las manos, pero con lentitud, como si no supiera bien cómo lo iban a recibir cuando dijo—: Ganoes Paran.
Apsalar se quitó los guantes, impulsada por la necesidad de estar haciendo algo, y se pasó el dorso de la mano derecha por la frente; le sobresaltó sacarla mojada, el sudor le perlaba la cara, goteaba, frío de repente en su piel.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta. Sugiero que nos retiremos a mi camarote. Hay vino. Comida. —Volvió a sonreír—. De hecho, yo estoy sentado allí ahora mismo.
Ella entrecerró los ojos.
—Parece que te has hecho con cierto poder, Ganoes Paran.
—Es una forma de decirlo.
Apsalar lo siguió hasta el camarote. Cuando Paran cerró la puerta tras ella, su forma se desvaneció y ella oyó movimiento al otro lado de la mesa de mapas. Se volvió y vio a un Ganoes Paran mucho menos consistente. Estaba sirviendo vino y cuando habló sus palabras parecían provenir de muy lejos.
—Será mejor que salgas ahora de tu senda, Apsalar.
Lo hizo y por primera vez sintió la madera sólida bajo sus pies, el cabeceo y balanceo de un barco en el mar.
—Siéntate —le dijo Paran con un gesto—. Bebe algo. Hay pan, queso, pescado salado.
—¿Cómo percibiste mi presencia? —le preguntó ella mientras se acomodaba en la silla atornillada al suelo que tenía más cerca—. Viajaba por un bosque…
—Un bosque tiste edur, sí. Apsalar, no sé por dónde empezar. Hay un Señor de la Baraja de los Dragones y tú estás compartiendo una botella de vino con él. Hace siete meses estaba viviendo en Darujhistan, en la Casa del Finnest, de hecho; con dos invitados eternamente dormidos y un criado jaghut… aunque es muy probable que me matase si me oyera describirlo con esa palabra. Raest no es la compañía más agradable del mundo.
—Darujhistan —murmuró Apsalar; apartó la vista, la copa de vino olvidada en la mano. La poca o mucha confianza que creía haber adquirido desde que había estado allí se fue desmoronando, asaltada por un enjambre de recuerdos desconectados, caóticos. Sangre, sangre en sus manos, una y otra vez—. Sigo sin entender…
—Estamos en guerra —dijo Paran—. Por extraño que sea, hubo una cosa que me dijo una vez una de mis hermanas, cuando éramos niños y lanzábamos ejércitos de juguete uno contra el otro. Para ganar una guerra debes llegar a conocer a todos los jugadores. A todos ellos. Los vivos, que se enfrentan a ti al otro lado del campo. Los muertos, cuyas leyendas se empuñan como armas o se sostienen como corazones que laten por toda la eternidad. Jugadores ocultos, jugadores inanimados, la tierra misma, o el mar, si quieres. Bosques, colinas, montañas, ríos. Corrientes tanto visibles como invisibles… no, Tavore no dijo todo eso; ella era mucho más concisa, pero me ha llevado mucho tiempo comprenderlo del todo. No es «conoce a tu enemigo». Eso es simplista y demasiado fácil. No, es «conoce a tus enemigos». Hay una gran diferencia, Apsalar, porque uno de tus enemigos podría ser la cara que ves en el espejo.
—Pero tú ahora los llamas jugadores, en lugar de enemigos —dijo ella—. Lo que a mí me sugiere cierto cambio de perspectiva, es lo que pasa cuando se es el Señor de la Bajara de los Dragones, ¿no?
—Eh, no había pensado en eso. Jugadores. Enemigos. ¿Hay alguna diferencia?
—Lo primero implica… manipulación.
—Y eso tú lo entiendes muy bien.
—Sí.
—¿Todavía te persigue Cotillion?
—Sí, pero no de forma tan… íntima.
—Y ahora eres uno de sus agentes elegidos, una servidora de Sombra. Una asesina, igual que la asesina que eras.
Ella lo miró de frente.
—¿Adónde quieres llegar?
—No estoy seguro. Solo estoy intentando orientarme, con respecto a ti y la misión que sea que te trae aquí.
—Si quieres los detalles, será mejor que hables tú con Cotillion.
—Lo estoy pensando.
—¿Es por eso por lo que has cruzado un océano, Ganoes Paran?
—No. Como he dicho, estamos en guerra. No estuve ocioso en Darujhistan, ni en las semanas que precedieron a Coral. Estaba descubriendo a los jugadores… y entre ellos, a los enemigos de verdad.
—¿Tuyos?
—De la paz.
—Confío en que los matarás a todos.
Él pareció estremecerse y bajó la cabeza para mirar el vino que tenía en la copa.
—Durante un breve espacio de tiempo, Apsalar, fuiste inocente. Ingenua, incluso.
—Entre la posesión de un dios y mi despertar a ciertos recuerdos.
—Me preguntaba quién creó en ti tal cinismo.
—¿Cinismo? Tú hablas de paz, pero dos veces me has dicho que estamos en guerra. Te has pasado meses aprendiéndote la configuración de la batalla venidera. Pero sospecho que ni siquiera tú comprendes la vastedad del conflicto inminente, el conflicto en el que estamos ahora mismo.
—Tienes razón. Que es por lo que quería hablar contigo.
—Es posible que estemos en bandos diferentes, Ganoes Paran.
—Quizá, pero no lo creo.
La joven no dijo nada.
Paran volvió a llenar las copas.
—El panteón se está haciendo pedazos. El dios Tullido está encontrando aliados.
—¿Por qué?
—¿Qué? Bueno… En realidad no lo sé. ¿Compasión?
—¿Y eso es algo que el dios Tullido se ha ganado?
—Tampoco lo sé.
—¿Meses de estudio? —Apsalar alzó las cejas.
Él se echó a reír, una respuesta que alivió mucho a la asesina.
—Es probable que tengas razón —dijo—. No somos enemigos.
—Cuando dices «somos», deduzco que incluyes a Tronosombrío y Cotillion.
—Todo lo posible, que no es tanto como me gustaría. Nadie puede desentrañar la mente de Tronosombrío. Ni siquiera Cotillion, sospecho. Desde luego, yo no. Pero ha mostrado… comedimiento.
—Sí, así es. Toda una sorpresa, si lo piensas bien.
—A Tronosombrío el estudio del campo de batalla le ha llevado años, quizá décadas.
Él rezongó, una expresión amarga en el rostro.
—Buen argumento.
—¿Qué papel tienes tú, Paran? ¿Qué papel estás intentando interpretar tú?
—He ratificado al dios Tullido. Un lugar en la baraja de los Dragones. Una Casa de Cadenas.
Apsalar lo pensó un rato y asintió.
—Comprendo los motivos que hay detrás de tu decisión. De acuerdo, ¿qué te ha traído a Siete Ciudades?
Él se la quedó mirando y después sacudió la cabeza.
—Una decisión que yo fui rumiando durante lo que pareció una eternidad y tú comprendes mis razones en un instante. Está bien. Estoy aquí para contrarrestar a un enemigo. Para eliminar una amenaza. Solo que temo no llegar allí a tiempo, en cuyo caso limpiaré el desastre lo mejor que sepa, antes de seguir adelante…
—A Quon Tali.
—¿Cómo… cómo lo has sabido?
Apsalar cogió el trozo de queso, se sacó un cuchillo de la manga y cortó un pedazo.
—Ganoes Paran, ahora vamos a sostener tú y yo una conversación bastante larga. Pero antes, ¿dónde tienes intención de atracar?
—Kansu.
—Bien. Eso hará mi viaje más rápido. Dos minúsculas compañeras mías están ahora mismo trepando a la cubierta tras haber ascendido por los árboles. En cualquier momento empezarán a cazar ratas y otras alimañas, lo que debería mantenerlas ocupadas un buen rato. En cuanto a ti y a mí, vamos a disfrutar de esta comida.
Él se recostó con lentitud en su silla.
—Llegaremos a puerto en dos días. Algo me dice que esos días pasarán volando como una gaviota en una galerna.
Para mí también, Ganoes Paran.
Antiguos recuerdos atravesaban con un susurro a Dejim Nebrahl, viejos muros de piedra iluminados de rojo por el fuego reflejado, la cascada de humo que bajaba por las calles llenas de muertos y moribundos, el fluir suculento de la sangre por los desagües. Oh, había grandeza en el Primer Imperio, ese florecimiento primero y basto de la humanidad. Los t’rolbarahl eran, en opinión de Dejim, la culminación de los rasgos verdaderamente humanos fundidos con la fuerza de las bestias. Saña, la inclinación a la crueldad brutal, la astucia de un depredador que no admite límites y que antes preferiría destruir a uno de su propia especie que a otro. Que alimenta el espíritu con la carne desgarrada de los niños. Ese asombroso ejercicio de inteligencia que podría justificar cualquier acción por detestable que fuera.
Unido a las garras, los dientes largos como dagas y el don d’ivers de convertirse en muchos a partir de uno… deberíamos haber sobrevivido, deberíamos haber gobernado. Nacimos amos y toda la humanidad era esclava nuestra por derecho. Ojalá Dessimbelackis no nos hubiera traicionado. A sus propios hijos.
Bueno, incluso entre los t’rolbarahl, Dejim Nebrahl era extraordinario. Una creación que iba más allá incluso de la pesadilla más temida del primer emperador. Dominación, subyugación, el ascenso de un nuevo imperio, eso era lo que aguardaba a Dejim y, oh, cómo se alimentaría. Hinchado, saciado por la sangre humana. Haría que esos nuevos dioses en ciernes se arrodillaran ante él.
Una vez hubiera completado su tarea, el mundo lo aguardaba. Por mucha que fuera su ignorancia, su ciega indiferencia. Lo cambiaría todo, lo cambiaría del modo más terrible.
La presa de Dejim se acercaba, atraída con toda sutileza a ese sendero mortal. Ya no faltaba mucho.
El blanco del chaleco de conchas marinas espejeaba bajo la luz de la mañana. Karsa Orlong lo había sacado de su mochila para sustituir los restos hechos jirones del cuero acolchado que llevaba antes. Había montado su caballo alto y delgado, el manto de piel blanca remendado y salpicado de sangre le colgaba de los hombros amplios. Con la cabeza desnuda y una única trenza gruesa que le bajaba por el lado derecho del pecho, el pelo anudado con fetiches: huesos de dedos, tiras de seda bordada con hilo de oro, caninos bestiales. Llevaba cosida al cinturón una fila de orejas humanas arrugadas. La enorme espada de pedernal la llevaba atada en diagonal a la espalda. Dos dagas con mango de hueso, cada una tan larga y de hoja tan ancha como una espada corta, permanecían envainadas en los altos mocasines que llegaban justo por debajo de las rodillas.
Samar Dev estudió al toblakai un momento más, su mirada fue subiendo hasta posarse en la cara tatuada. El guerrero miraba al oeste, la expresión ilegible. Samar se volvió para comprobar los ronzales de los caballos de carga una vez más, después se irguió y se acomodó mejor en su silla. Metió bien las puntas de las botas en los estribos y recogió las riendas.
—Los artilugios —dijo— que no requieren comida ni agua, que no se cansan ni cojean, imagina la libertad del mundo que crearían, Karsa Orlong.
Los ojos que posó en ella eran los de un bárbaro, revelaban suspicacia y cierto recelo animal.
—La gente iría a todas partes. ¿Qué libertad hay en un mundo más pequeño, bruja?
¿Más pequeño?
—No lo entiendes…
—El sonido de esta ciudad es una ofensa para la paz —dijo Karsa Orlong—. Nos vamos ya.
Samar volvió la mirada y contempló la puerta del palacio, cerrada, con treinta soldados vigilándola. Las manos inquietas cerca de las armas.
—El falah’d no parece muy inclinado a una despedida formal. Así sea.
Con el toblakai a la cabeza, encontraron pocos obstáculos en su travesía de la ciudad y llegaron a la puerta oeste antes de la décima campanada de la mañana. Incómoda en un principio por la atención que le prestaba casi cada ciudadano, en las calles y en las ventanas de los edificios de los lados, para cuando pasaron junto a los silenciosos guardias de la puerta, Samar Dev había empezado a ver el encanto de la notoriedad, lo suficiente para dedicarle a uno de los soldados una gran sonrisa y un gesto de despedida con una mano enguantada.
El camino en el que se encontraron no era una de las impresionantes proezas de ingeniería malazana que unía las ciudades principales, puesto que la dirección que habían elegido llevaba… a ninguna parte. Al oeste, adentrándose en el Jhag Odhan, las antiguas llanuras que desafiaban al arado del agricultor, la mítica conspiración de los espíritus de la tierra, la lluvia y el viento, que se conformaban solo con las hierbas naturales de raíces profundas y estaban impacientes por marchitar cada cultivo hasta convertirlo en tallos ennegrecidos, el suelo volando por los aires. Esa tierra se podía domesticar durante una generación o dos, pero, al final, el odhan reclamaba su semblante salvaje, apto para nada salvo los bhederin, las liebres, los lobos y los antílopes.
Al oeste, entonces, durante una media docena de días. Momento en el que llegarían al lecho de un río muerto mucho tiempo atrás que serpenteaba al noroeste, los lados del valle cortados y roídos por la escorrentía estacional de un sinfín de siglos pasados, lleno de nudos de la artemisa, los cactus y las encinas. Colinas oscuras en el horizonte, donde el sol se ponía, un lugar sagrado, anotaban los mapas más antiguos, de una tribu extinguida tanto tiempo atrás que su nombre ya no significaba nada.
Salieron al camino estropeado, así pues, y la ciudad fue desapareciendo a su espalda. Tras un rato, Karsa echó la vista atrás, la miró y enseñó los dientes.
—Escucha. Esto está mejor, ¿no?
—Solo oigo el viento.
—Mejor que diez mil artilugios incansables.
Se volvió de nuevo y dejó a Samar cavilando sobre esas palabras. Las invenciones arrojan sombras morales, bien lo sabía ella, mejor que la mayoría, de hecho. Pero… ¿podía la simple conveniencia demostrar ser tan vil y perniciosa? El acto de hacer cosas, cosas laboriosas, cosas repetitivas, esas acciones invitaban al ritual y con el ritual llegaba un significado que se extendía más allá del logro del acto en sí. De ese ritual surgía la propia identidad y con ella la propia valía. Con todo, hacer la vida más fácil tenía que poseer algún valor inherente, ¿no?
Más fácil. Cuando nada se gana, el lenguaje de la recompensa se va desvaneciendo hasta que se pierde igual que la amada lengua de esa tribu. El valor se reduce, la valía se transforma en arbitrariedad, oh, dioses del inframundo, ¡y yo tuve la audacia de hablar de libertad! La bruja espoleó su caballo hasta que se colocó junto al toblakai.
—Pero ¿eso es todo? ¡Karsa Orlong! Te lo pregunto, ¿eso es todo?
—Entre mi pueblo —dijo él tras un momento—, el día está lleno, como lo está la noche.
—¿Con qué? Tejer cestas, atrapar peces, afilar espadas, adiestrar caballos, cocinar, comer, coser, follar…
—Contar historias, burlarse de los tontos que dicen y hacen tonterías, sí, todo eso. ¿No habrás estado allí, entonces?
—Nunca he ido.
Una débil sonrisa que luego desapareció.
—Hay cosas que hacer. Y, siempre, bruja, formas de hacer trampas. Pero nadie en verdad en su vida es ingenuo.
—¿En verdad en su vida?
—Regocijarse en el momento, bruja, no requiere bailes salvajes.
—Y así, sin esos rituales…
—Los jóvenes guerreros van en busca de guerra.
—Como debes de haber hecho tú.
Pasaron otros doscientos pasos antes de que él contestara.
—Tres de nosotros fuimos a provocar muerte y sangre. Uncidos como bueyes, estábamos, a la gloria. A las grandes hazañas y los grilletes pesados de los juramentos. Fuimos a la caza de niños, Samar Dev.
—¿Niños?
Karsa hizo una mueca.
—Tu especie. Las pequeñas criaturas que se reproducen como gusanos en la carne podrida. Pretendíamos, no, yo pretendía, limpiar el mundo de vosotros y los vuestros. Vosotros, los que taláis los bosques, los que rompéis la tierra, los que atáis la libertad. Yo era un joven guerrero que buscaba la guerra.
La bruja estudió el tatuaje de esclavo fugado en su rostro.
—Encontraste más de lo que esperabas.
—Lo sé todo sobre mundos pequeños. Yo nací en uno.
—Así que ahora la experiencia ha atemperado tu celo —dijo ella con un asentimiento—. Ya no sales a limpiar el mundo de la humanidad.
Él la miró, y tuvo que bajar la cabeza para ello.
—Yo no he dicho eso.
—Oh. Difícil de conseguir, diría yo, para un guerrero solo, aunque sea un guerrero toblakai. ¿Qué les pasó a tus compañeros?
—Muertos. Sí, tienes razón. Un guerrero solo no puede asesinar a cien mil enemigos, ni siquiera aunque sean niños.
—¿Cien mil? Oh, Karsa, eso apenas es la población de dos Ciudades Sagradas. El número de tus enemigos no está en los cientos de miles, alcanza las decenas de millones.
—¿Tantos?
—¿Te lo estás replanteando?
Él sacudió la cabeza lentamente, era obvio que se divertía.
—Samar Dev, hasta decenas de millones pueden morir, una ciudad de cada vez.
—Necesitarás un ejército.
—Tengo un ejército. Aguarda mi regreso.
Toblakai. Un ejército toblakai, eso sí que podría ser una visión que soltase la vejiga de la propia emperatriz.
—No hará falta decir, Karsa Orlong, que espero que nunca llegues a tu casa.
—Espera todo lo que quieras, Samar Dev. Yo haré lo que sea menester en el momento que deba. Nadie puede detenerme.
Una afirmación, no un alarde. La bruja se estremeció a pesar del calor.
Se acercaron a una cordillera de riscos que marcaban la escarpa Turul’a, la cara empinada de la piedra caliza salpicada de un número incontable de cuevas. Navaja observó a Heboric Manos Fantasmales azuzar su montura hasta ponerla a medio galope, se adelantó y después frenó de golpe, las riendas casi le cortaron las muñecas y una llamarada de fuego verdoso brotó en las manos.
—¿Y ahora qué? —preguntó el daru por lo bajo.
Ranagrís se adelantó de un salto y se detuvo al lado del anciano.
—Perciben algo —dijo Felisin la Menor detrás de Navaja—. Ranagrís dice que el destriant está de repente enfebrecido, un regreso del veneno de jade.
—¿El qué?
—Veneno de jade, dice el demonio. No sé.
Navaja miró a Scillara, que cabalgaba a su lado con la cabeza gacha, casi dormida en la silla. Está engordando. Dioses, ¿con las comidas que cocinamos? Increíble.
—Su locura regresa —dijo Felisin, había temor en su voz—. Navaja, esto no me gusta…
—El camino gira por aquí. —El joven señaló—. Se ve la muesca, junto a ese árbol. Acamparemos más adelante, en la base, y haremos el ascenso mañana.
Con Navaja en cabeza, continuaron cabalgando hasta que alcanzaron a Heboric Manos Fantasmales. El destriant miraba furioso el risco que se alzaba delante de ellos, murmuraba y sacudía la cabeza.
—¿Heboric?
Una mirada rápida, febril.
—Esta es la guerra —dijo. Unas llamas verdes parpadeaban en sus manos llenas de púas—. Lo viejo pertenece a los usos de la sangre. Lo nuevo proclama su propia justicia. —La cara de sapo del anciano se estiró en una mueca horripilante—. Estos dos no pueden, no pueden, reconciliarse. Es muy sencillo, ¿lo ves? Muy sencillo.
—No —respondió Navaja con el ceño fruncido—. No lo veo. ¿De qué guerra hablas? ¿Con los malazanos?
—El Encadenado, quizá fuera antaño de los antiguos. Quizá, sí, lo era. Pero ahora, ahora lo han ratificado. Forma parte del panteón. Es nuevo. Pero entonces, ¿qué somos nosotros? ¿Somos de la sangre? ¿O nos inclinamos ante la justicia de los reyes, reinas, emperadores y emperatrices? Dime, daru, ¿está la justicia escrita en sangre?
—¿Vamos a acampar o no? —preguntó Scillara.
Navaja la miró, observó que la mujer metía roya en la cazoleta de su pipa. Saltaban chispas.
—Pueden hablar todo lo que quieran —dijo Heboric—. Cada dios debe elegir. En la guerra que vendrá. La sangre, daru, se quema con el fuego, ¿no? Sin embargo… sin embargo, amigo mío, sabe a hierro frío. Tienes que entenderme. Estoy hablando de lo que no se puede reconciliar. Esta guerra, tantas vidas perdidas, todas para enterrar a los dioses ancestrales de una vez por todas. Eso, amigos míos, es el corazón de esta guerra. El corazón en sí, y todas sus discusiones no significan nada. He terminado con ellos. He terminado con todos vosotros. Treach ha elegido. Ha elegido. Y vosotros también debéis hacerlo.
—No me gusta elegir —dijo Scillara tras una espiral de humo—. En cuanto a la sangre, viejo, esa es una justicia con la que nunca se puede acabar. Y ahora vamos a buscar un sitio para acampar. Tengo hambre, estoy cansada y dolorida de ir en la silla.
Heboric se bajó del caballo, cogió las riendas y se dirigió hacia una pista lateral.
—Hay un hueco en el muro —dijo—. La gente ha acampado ahí durante milenios, ¿por qué no nosotros? Un día —añadió mientras seguía andando—, la prisión de jade se hará añicos y saldrán tropezando los necios, tosiendo entre las cenizas de sus convicciones. Y ese día se darán cuenta de que ya es demasiado tarde. Demasiado tarde para hacer una maldita cosa.
Más chispas, Navaja miró y vio que Felisin la Menor estaba encendiendo su propia pipa. El daru se pasó una mano por el pelo y guiñó los ojos a la luz del sol que se reflejaba en la cara del risco. Después desmontó.
—De acuerdo —dijo guiando a su caballo—. Acampemos.
Ranagrís se fue saltando tras Heboric y trepó por la roca como un lagarto abotagado.
—¿A qué se refería? —le preguntó Felisin a Navaja cuando se pusieron en camino por la pista—. Sangre y dioses ancestrales, ¿qué son los dioses ancestrales?
—Dioses viejos, casi olvidados. Hay un templo dedicado a uno en Darujhistan, debe de llevar allí como mil años. El dios se llamaba K’rul. Sus devotos se desvanecieron hace mucho tiempo. Pero quizá eso no importa.
Mientras tiraba de su caballo tras ellos, Scillara dejó de escuchar a Navaja, que continuaba hablando. Dioses ancestrales, dioses nuevos, sangre y guerras, a ella le daba igual. Ella solo quería descansar las piernas, aliviar los dolores de los riñones y comer todo lo que todavía tenían en las alforjas.
Heboric Manos Fantasmales la había salvado, la había arrastrado de nuevo a la vida y eso había incrustado algo parecido a la misericordia en su corazón, había ahogado su inclinación a despreciar al viejo chiflado sin pensar. Era cierto que algo lo embrujaba y cosas así podían arrastrar hasta la mente más cuerda al caos. Pero ¿de qué servía intentar encontrarle sentido a cuanto decía?
Los dioses, viejos o nuevos, no le pertenecían a ella. Ni ella les pertenecía a ellos. Jugaban a sus juegos de ascendencia como si el resultado importara, como si pudieran cambiar el matiz del sol, la voz del viento, como si pudieran hacer que los bosques se convirtieran en desiertos y las madres amaran a sus hijos lo suficiente como para quedárselos. Las reglas de la carne mortal era todo lo que importaba, la necesidad de respirar, de comer, beber, encontrar calor en el frío de la noche. Y, más allá de esas luchas, cuando se hubiera aspirado el último aliento, bueno, ella no estaría en condiciones de preocuparse por nada de lo que ocurriría a continuación, quién moría, quién nacía, los llantos de niños muertos de hambre y los crueles tiranos que los mataban de hambre; ella comprendía que esos eran los sencillos legados de la indiferencia, las consecuencias de lo más oportuno y conveniente; y así continuarían las cosas en el reino mortal hasta que se apagara la última chispa, con dioses o sin ellos.
Y ella podía asumirlo. Hacer otra cosa sería despotricar contra lo inevitable. Hacer otra cosa sería hacer como Heboric Manos Fantasmales, y mira dónde lo había llevado eso. A la demencia. La verdad de la futilidad era la verdad más dura de todas, y para esos con la claridad suficiente para verlo, no había forma de huir.
Ella había estado en el olvido, después de todo, y había regresado, así que sabía que no había nada que temer en ese lugar plagado de sueños.
Como había dicho Heboric, el refugio de roca revelaba las señales de un sinfín de generaciones que lo habían ocupado. Fuegos bordeados de piedras, pinturas de color rojo ocre en las paredes blanqueadas, montones de loza rota y huesos carbonizados, partidos por el fuego. El suelo de arcilla del hueco estaba compacto y duro como la piedra tras el paso de un sinfín de pies. Cerca se oía el ruido de un hilo de agua y Scillara vio que Heboric se agachaba allí, ante un estanque alimentado por un manantial, las manos relucientes sostenidas sobre la superficie plácida y espejada, como si dudara antes de sumergirlas en el líquido fresco. Unas mariposas de alas blancas revoloteaban por el aire a su alrededor.
Ese hombre viajaba con el don de la salvación. Algo que tenía que ver con el fulgor verde de sus manos y los fantasmas que lo acosaban. Algo que tenía que ver con su pasado y lo que veía del futuro. Pero le pertenecía a Treach, al Tigre del Verano. No hay reconciliación.
Scillara divisó una roca plana y se acercó, se sentó y estiró las piernas cansadas, se notó el abultamiento del vientre cuando se echó hacia atrás y se apoyó en las manos. Se lo quedó mirando, extrusión cruel de lo que antaño había sido una forma ágil, lo que arrancó una expresión de asco a sus rasgos.
—¿Estás encinta?
Levantó la cabeza y estudió la cara de Navaja, divertida al advertir que el muchacho caía en la cuenta y abría mucho los ojos, que se llenaban de alarma.
—Mala suerte, cosas que pasan —le contestó ella. Y después—: La culpa la tienen los dioses.