4

Has de comprender que todo lo que K’rul creó nació del amor que el dios ancestral sentía por la posibilidad. Una miríada de senderos de hechicería tendió una multitud de hebras, cada una tan revuelta como el cabello al viento, engarzada a la bestia vagabunda. Y K’rul era esa bestia, pero él mismo era una parodia de la vida, pues la sangre era su néctar, el regalo derramado, lágrimas rojas de dolor, y todo lo que era se definía por esa sed concreta.

Pues, pese a todo, la sed es algo que todos compartimos, ¿no?

Brutho y Nullit hablan durante la última noche de Nullit

—Brutho Parlet

La tierra era inmensa pero no estaba vacía. Un antiguo cataclismo había desgarrado el lecho lijado de roca y lo había partido con fisuras en una caótica madeja entrecruzada por la llanura. Si la arena había cubierto alguna vez ese lugar, si en algún momento había llenado las simas, el viento o el agua se había llevado hasta el último grano. La piedra parecía pulida y la luz del sol rebotaba en ella con un fulgor salvaje.

Mappo Runt guiñó los ojos y estudió el paisaje atormentado que tenían delante. Tras un rato, sacudió la cabeza.

—Yo jamás he visto este lugar, Icarium. Es como si algo acabara de desprender la piel del mundo. Esas grietas… ¿cómo pueden correr en direcciones tan aleatorias?

El jaghut mestizo que tenía al lado no dijo nada durante un momento, sus ojos pálidos recorrían la escena como si buscara algún patrón. Después se agachó y cogió un trozo de roca rota.

—Presiones inmensas —murmuró—. Y luego… violencia. —Se irguió y tiró la roca—. Las fisuras no siguen las líneas de ninguna falla, ¿ves la más cercana? Atraviesa directamente las junturas de la piedra. Estoy intrigado, Mappo.

El trell dejó en el suelo la abultada mochila.

—¿Deseas explorar?

—Sí. —Icarium lo miró y sonrió—. Ninguno de mis deseos te sorprende, ¿verdad? No es exageración decir que conoces mi mente mejor que yo. Ojalá fueras una mujer.

—Si fuera una mujer, Icarium, me preocuparía mucho tu gusto en cuestión de mujeres.

—Cierto —respondió el jhag—, eres un tanto peludo. Son cerdas, de hecho. Y dado tu contorno, te creo capaz de luchar con un bhederin macho y tumbarlo.

—Suponiendo que tuviera razones para hacerlo… aunque no se me ocurre ninguna.

—Ven, vamos a explorar.

Mappo siguió a Icarium a la llanura abrasada. El calor era brutal, lo secaba todo. Bajo sus pies, la roca soportaba remolinos, señales de presiones inmensas y contrarias. Ningún liquen se aferraba a la piedra.

—Esto ha estado enterrado mucho tiempo.

—Sí, y solo ha quedado expuesto en tiempos recientes.

Se acercaron al borde afilado de la sima más cercana.

La luz del sol penetraba un poco y revelaba unas paredes dentadas que caían en picado, pero el fondo estaba oculto en la oscuridad.

—Veo una forma de bajar —dijo Icarium.

—Esperaba que no la vieras —respondió Mappo, que había visto la misma rampa con su práctica colección de salientes y grietas para apoyar manos y pies—. Sabes lo mucho que odio trepar.

—Hasta que lo has mencionado, no. ¿Vamos?

—Déjame ir a coger mi mochila —dijo Mappo, y se dio la vuelta—. Es probable que pasemos la noche ahí abajo. —Regresó entonces al borde de la llanura. Las satisfacciones que procuraba la curiosidad habían disminuido un tanto para Mappo a lo largo de los años, desde que había jurado caminar junto a Icarium. Era un sentimiento envuelto en pavor. La búsqueda de respuestas de Icarium no era imposible, por desgracia, y si se descubría la verdad sería como una avalancha e Icarium no querría, no podría, soportar las revelaciones. Sobre sí mismo. Y todo lo que había hecho. Intentaría quitarse la vida si nadie más se atrevía a hacerle el favor.

Era un precipicio al que los dos se habían aferrado no mucho tiempo atrás. Y yo traicioné mi promesa. En el nombre de la amistad. Había terminado roto y eso todavía lo avergonzaba. Peor aún, ver la compasión en los ojos de Icarium había sido una espada que había atravesado el corazón de Mappo, una herida abierta que todavía lo obsesionaba.

Pero la curiosidad era también caprichosa. Las distracciones devoraban el tiempo, distraían a Icarium de su camino implacable. Sí, el tiempo. Demoras. Síguelo donde te lleve, Mappo Runt. No puedes hacer nada más. Hasta… ¿hasta qué? Hasta que por fin fracasara. Y luego otro llegaría, si ya no era demasiado tarde, para reanudar el gran engaño.

Estaba cansado. Hasta su alma estaba hastiada de toda aquella farsa. Demasiadas mentiras lo habían llevado a ese camino, demasiadas mentiras lo mantenían allí. No soy ningún amigo. Rompí mi promesa… ¿en nombre de la amistad? Otra mentira. No. Simple egocentrismo, brutal, la debilidad de mis egoístas necesidades.

Mientras Icarium lo llamaba «amigo». Víctima de una terrible maldición, pero seguía allí, confiado, honorable, embargado por el placer de vivir. Y aquí estoy yo, llevándolo tan contento por el mal camino, una y otra vez. Oh, la palabra que lo definía era sin duda «vergüenza».

Se encontró de pie delante de su mochila. Cuánto tiempo llevaba allí, sin ver, sin moverse, no lo sabía. Ah, eso sí que es justo, que empiece a perderme yo. Suspiró, cogió la mochila y se la colgó al hombro. Rezo para que no nos crucemos en el camino de nadie. Nada de amenazas. Ni riesgos. Rezo para que nunca encontremos una forma de salir de la sima. Pero ¿a quién le estaba rezando? Mappo sonrió mientras regresaba. Él no creía en nada y no se arrogaría la vanidad de grabar una cara en la nada. Así pues, plegarías vacías, murmuradas por un hombre vacío.

—¿Te encuentras bien, amigo mío? —le preguntó Icarium cuando llegó.

—Tú primero —dijo Mappo—. Tengo que atarme bien la mochila primero.

Un destello de algo parecido a la preocupación en la expresión del jhag, después asintió y se acercó adonde desembocaba la rampa, se deslizó por el borde y desapareció de la vista.

Mappo tironeó de una pequeña bolsa del cinturón y soltó los cordones. Sacó otra saquita de esta primera y la desplegó, lo que reveló que era más grande que aquella en la que estaba metida. De la segunda saquita extrajo otra, de nuevo más grande una vez desenvuelta. Entonces, Mappo, con cierto esfuerzo, metió la mochila en esta última saca y tensó los cordones. Guardó esa saca en la siguiente más pequeña y a continuación la introdujo por la fuerza en la saquita del cinturón, que después se ató a la cintura. Incómodo pero temporal. No tendría acceso rápido a sus armas si se produjera alguna calamidad, al menos durante el descenso. Pero tampoco era que pudiera luchar aferrándose como una cabra borracha al risco.

Se dirigió a la rampa y miró por el borde. Icarium avanzaba a buen ritmo, y ya había bajado la altura de quince hombres o más.

¿Qué encontrarían allí abajo? Rocas. O algo que debería haber permanecido enterrado para toda la eternidad.

Mappo empezó a bajar.

El paso del sol no tardó mucho en eliminar toda luz de la grieta. Continuaron sumidos en una profunda oscuridad, el aire fresco y rancio. No había sonido alguno, salvo algún arañazo ocasional de la vaina de Icarium contra la piedra algo más abajo, la única indicación de que el jhag seguía vivo, que no se había caído, pues, si se hubiera soltado y precipitado al vacío, Mappo sabía que no protestaría.

Al trell se le estaban cansando los brazos, las pantorrillas le dolían, tenía los dedos casi entumecidos, pero mantuvo el ritmo regular, se sentía extrañamente inquieto, como si aquel fuera un descenso sin fin y él estuviera impaciente por demostrarlo, y la única prueba posible era continuar. Para siempre. Había algo revelador en ese deseo, pero él no estaba preparado para concentrarse en él.

El aire se hizo más frío. Mappo observó los penachos de aliento que escarchaban la cara de piedra que tenía delante y destellaban en una especie de iluminación débil, sin fuente alguna. Podía oler hielo antiguo más abajo y un susurro de inquietud aceleró su respiración.

Una mano en el talón del pie izquierdo, el que estaba estirando, lo sobresaltó.

—Ya hemos llegado —murmuró Icarium.

—Que el Abismo nos lleve —jadeó Mappo, se apartó del muro y aterrizó con las piernas combadas en un suelo resbaladizo e inclinado. Levantó los brazos para recuperar el equilibrio y después se irguió—. ¿Estás seguro? Quizá esta ladera no sea más que un saliente y si perdiéramos pie…

—Nos mojaremos. Ven, hay una especie de lago.

—Ah, ya lo veo. Reluce…

Fueron bajando poco a poco hasta que tuvieron la extensión inmóvil de agua delante. Una iluminación vaga, de un color azul verdoso que salía del fondo, revelaba la profundidad del lago. Podían ver el lecho del lago, a unas diez alturas de hombre más abajo, basto y tachonado de tocones podridos de árboles o estalagmitas rotas, de color verde pálido y recubierto de blanco.

—¿Hemos descendido un tercio de legua para esto? —preguntó Mappo; su voz resonaba en el vacío, después se echó a reír.

—Mira mejor —le pidió Icarium y el trell oyó emoción en el tono de su compañero.

Los tocones se extendían unos cuatro o cinco pasos antes de detenerse. Más allá los detalles eran vagos, pero se apreciaba una inmensa forma con aspecto de bloque. Unos patrones imprecisos marcaban los lados visibles y la parte superior. Unas proyecciones extrañas, angulares, sobresalían del lado contrario al que estaban, como patas de araña. A Mappo se le escapó un siseo.

—¿Está vivo? —se interesó.

—Un mecanismo de algún tipo —dijo Icarium—. El metal es casi blanco, ¿lo ves? No hay corrosión. Es como si lo hubieran construido ayer… pero creo, amigo mío, que es muy antiguo.

Mappo vaciló un momento antes de preguntar.

—¿Es tuyo?

Icarium lo miró con los ojos brillantes.

—No. Y eso es lo maravilloso.

—¿No? ¿Estás seguro? Hemos encontrado otros…

—Estoy convencido. Y no sé cómo, pero no me cabe ninguna duda. Esto lo construyó otro, Mappo.

El trell se agachó, metió la mano en el agua y la sacó de repente.

—¡Dioses, qué fría!

—No es obstáculo para mí —dijo Icarium con una sonrisa en la que aparecieron los pulidos colmillos inferiores.

—¿Quieres nadar hasta ahí abajo para examinarlo? Da igual, la respuesta está clara. Muy bien. Yo buscaré un terreno llano y montaré el campamento.

El jhag ya se estaba quitando la ropa.

Mappo echó a andar por la ladera. El fulgor del agua aliviaba lo suficiente la oscuridad como para poder estar seguro de cada paso que daba; fue subiendo hasta que su mano rozó el frío muro de piedra. Tras unos quince pasos, esa mano se deslizó en una grieta estrecha y, al recuperar el contacto, notó de inmediato un cambio de textura y forma en la superficie que tenía bajo las yemas romas de los dedos. El trell se detuvo y empezó a hacer un examen más atento de todo el muro.

Esa piedra era basalto, irregular, sobresalía hasta que la ladera bajo sus pies se reducía y después desaparecía. Unas grietas muy marcadas emanaban del suelo inclinado y se metían en el lago, las fisuras negras reaparecían en el fondo del lago. El basalto era una especie de intrusión, concluyó. Quizá la grieta entera la había creado su llegada.

Mappo se retiró hasta que tuvo espacio para sentarse, encaramado con la espalda apoyada en la roca, los ojos en la superficie del lago, que se había ondulado. Sacó un junco y empezó a limpiarse los dientes mientras consideraba el asunto. No podía imaginar un proceso natural que crease semejante intrusión. Por contrarias que fueran las presiones de la tierra, muy por debajo de la superficie, no había escarpa que colisionase y diera forma a cosas en esa parte del subcontinente.

No, se había abierto una puerta, y la formación de basalto había entrado por ahí. Con un resultado catastrófico. Desde su reino… contra el lecho sólido de roca de ese mundo.

¿Qué era? Pero ya lo sabía.

Una fortaleza flotante.

Mappo se levantó y se enfrentó al basalto destrozado una vez más. Y lo que Icarium estudia ahora en el fondo del lago… Salió de aquí. Así que se deduce, no es cierto, que tiene que haber algún tipo de portal. Una forma de entrar. Le había picado la curiosidad de verdad. ¿Qué secretos yacían en su interior? Entre los rituales de inculcación que los sin nombre habían entonado en el curso de los votos de Mappo había relatos sobre las fortalezas flotantes, las fortificaciones de los temidos k’chain che’malle que flotaban como nubes en el aire. Una especie de invasión, según los sin nombre, en las eras que habían precedido al ascenso del Primer Imperio, cuando el pueblo que un día lo fundaría hacía poco más que vagar en pequeñas bandas, ni siquiera tribus, no muy diferentes, de hecho, de los imass mortales. Una invasión que, en esa región al menos, había fracasado. Los relatos no decían mucho de quién o qué se había opuesto a ellos. Jaghut, quizá. O forkrul assail, o los propios dioses ancestrales.

Oyó un chapoteo y se asomó a la oscuridad, vio a Icarium salir con cierta torpeza a la playa. Mappo se levantó y se acercó.

—Muerto —jadeó Icarium y Mappo vio que a su amigo lo sacudían los temblores.

—¿El mecanismo?

El jhag sacudió la cabeza.

—Omtose Phellack. Esta agua… hielo muerto… Sangre… muerta.

Mappo esperó a que Icarium se recuperase. Estudió la superficie agitada, revuelta, del lago y se preguntó cuándo había sido la última vez que esas aguas habían experimentado movimiento, el calor de un cuerpo vivo. De esto último, era obvio que había tenido sed.

—Hay un cadáver dentro de esa cosa —dijo el jhag tras un momento.

—¿K’chain che’malle?

—Sí. ¿Cómo lo sabías?

—He encontrado la fortaleza flotante de la que salió. Parte de ella permanece expuesta, sobresale del muro.

—Una criatura extraña —murmuró Icarium—. No tengo recuerdo de haber visto una jamás, pero sabía su nombre.

—Que yo sepa, amigo mío, jamás te los has encontrado en tus viajes. Pero, no obstante, tienes conocimiento de ellos.

—Necesito pensar en esto.

—Sí.

—Extraña criatura —dijo otra vez—. Tan parecida a un reptil. Desecada, por supuesto, como era de esperar. Poderosa, diría yo. Los miembros posteriores, los antebrazos. Mandíbulas enormes. Cola achaparrada…

Mappo levantó la vista.

—Cola achaparrada. ¿Estás seguro de eso?

—Sí. La bestia estaba reclinada y a su alcance había unas palancas… dominaba el manejo del mecanismo.

—¿Había un ojo de buey por el que pudieras mirar?

—No. El metal blanco se hacía transparente siempre que yo lo miraba.

—¿Y revelaba el funcionamiento interno del mecanismo?

—Solo en la zona donde estaba sentado el k’chain che’malle. Un carruaje de algún tipo, creo, un medio de transporte y exploración, pero no estaba pensado para adaptarse al agua, y tampoco era un artilugio de excavación, los brazos articulados habrían sido insuficientes para eso. No, cuando se desveló Omtose Phellack lo pilló desprevenido. Lo devoró, lo atrapó en el hielo. Llegó un jhagut, Mappo, para asegurarse de que no escapaba nadie.

Mappo asintió. Las descripciones de Icarium lo habían llevado a deducir una secuencia muy parecida de acontecimientos. Como la propia fortaleza flotante, el mecanismo estaba construido para volar, sostenido en el aire por una hechicería desconocida.

—Si queremos encontrar un terreno llano —dijo—, tendrá que ser dentro de la fortaleza.

El jhag sonrió.

—¿Es eso un destello de anticipación en tus ojos? Sospecho que estoy empezando a ver al Mappo de siempre. Con memoria o sin ella, no me eres desconocido y me ha mortificado mucho en los últimos tiempos verte tan melancólico. Lo entendía, por supuesto, ¿cómo no iba a entenderlo? Yo soy lo que te obsesiona, amigo mío, y lo lamento. Ven, ¿buscamos una forma de entrar en esta espeluznante fortaleza?

Mappo observó a Icarium pasar junto a él y se volvió poco a poco para seguirlo con los ojos.

Icarium, el Constructor de Mecanismos. ¿De dónde salieron tales habilidades? Temía que estuvieran a punto de averiguarlo.

El monasterio estaba en medio de un yermo reseco y roto, no había un solo pueblo o aldea a menos de una docena de leguas en cualquier dirección por las huellas desvaídas del camino. En el mapa que Navaja había adquirido en G’danisban, su presencia la marcaba una simple línea ondulada de tinta de color marrón rojizo, vertical, apenas visible en la piel gastada. El símbolo de la diosa D’rek, Gusano del Otoño.

Una única estructura abovedada se alzaba en medio de un complejo rectangular de muros bajos y, sobre ella, el cielo estaba salpicado de buitres que dibujaban círculos.

A su lado y encorvado en la silla, Heboric Manos Fantasmales escupió antes de hablar.

—Deterioro. Putrefacción. Disolución. Cuando lo que en su momento funcionaba se rompe de repente. Y como una polilla el alma se aleja aleteando. Hacia la oscuridad. El otoño aguarda, y las estaciones están torcidas, se retuercen para evitar los cuchillos desenvainados. Sin embargo, los prisioneros del jade están atrapados para siempre. Allí, en sus propias discusiones. Disputas, riñas, el universo invisible que hay detrás les importa un rábano, los muy necios. Lucen la ignorancia como una armadura y empuñan el rencor como una espada. ¿Qué soy yo para ellos? Una curiosidad. Menos. Así que es un mundo roto, ¿por qué habría de importarme? Yo no lo pedí, no pedí nada…

Continuó así, pero Navaja dejó de escuchar. Volvió la vista y miró a las dos mujeres que los seguían. Apáticas, indiferentes, brutalizadas por el calor. Bajo ellas, los caballos caminaban con las cabezas gachas; las costillas visibles bajo la piel polvorienta y andrajosa. Por un lado trepaba Ranagrís, que tenía un aspecto tan sano y lustroso como siempre y rodeaba a las amazonas con una energía que parecía ilimitada.

—Deberíamos visitar ese monasterio —dijo Navaja—. Utilizar el pozo y si hay algún alimento…

—Están todos muertos —dijo Heboric con voz ronca.

Navaja estudió al anciano antes de lanzar un gruñido.

—Lo que explica los buitres. Pero seguimos necesitando agua.

El destriant de Treach le dedicó una sonrisa desagradable.

Navaja comprendió lo que significaba esa sonrisa. Se estaba haciendo despiadado, inmune a la miríada de horrores de ese mundo. Un monasterio lleno de sacerdotes y sacerdotisas muertos era… nada. Y el anciano lo veía, podía ver en el interior de Navaja. Su nuevo dios es el Tigre del Verano, señor de la Guerra. Heboric Manos Fantasmales, el sumo sacerdote de la disputa, ve lo frío que me he vuelto. Y… le divierte.

Navaja guió su caballo por la pista lateral que llevaba al monasterio. Los otros lo siguieron. El daru frenó delante de las puertas, que estaban cerradas, y desmontó.

—Heboric, ¿percibes algún peligro para nosotros?

—¿Tengo ese talento?

Navaja lo estudió y no dijo nada.

El destriant se bajó del caballo.

—Nada vive ahí dentro. Nada.

—¿No hay fantasmas?

—Nada. Ella se los llevó.

—¿Quién?

—La visitante inesperada, esa. —Se echó a reír y levantó las manos—. Jugamos a nuestros juegos. Nunca esperamos… resentimiento. Ultraje. Yo podría habérselo dicho. Haberlos advertido, pero no me habrían escuchado. La vanidad lo consume todo. Un único edificio puede convertirse en un mundo entero, las mentes atestan y empujan, después arañan y desgarran. Lo único que necesitan es salir al exterior, pero no lo hacen. Han olvidado que existe el exterior. Oh, todos esos rostros de la veneración, ninguno de los cuales es veneración auténtica. Da igual la diligencia, no hace más que servir a los odios demoníacos del interior. Los rencores, los temores y la malicia. Yo podría habérselo dicho.

Navaja caminó hasta el muro llevando su caballo por las riendas. Trepó al lomo del animal, se encaramó a la silla y después se irguió hasta que quedó en pie. La cima del muro era fácil de alcanzar. Se aupó. En el complejo que había detrás, cuerpos. Una docena más o menos, de piel negra, la mayor parte desnudos, tirados por el suelo compacto, blanco. Navaja entrecerró los ojos. Los cuerpos parecían… hervir, se hacían espuma, se fundían. Se agitaban ante sus ojos. Apartó la mirada de ellos. Las puertas del templo abovedado estaban abiertas de par en par. A la derecha había un corral bajo que rodeaba una estructura larga y baja, los ladrillos de barro expuestos en dos tercios del muro delantero. Artesas con escayola y herramientas indicaban una tarea que nunca se había completado. Los buitres atestaban el tejado plano, pero ninguno se aventuraba a bajar para disfrutar de los cuerpos.

Navaja se dejó caer en el complejo. Se acercó a las verjas, levantó la barra y luego tiró de las pesadas puertas para abrirlas.

Ranagrís estaba esperando al otro lado.

Desanimado y afligido. Tantas cosas desagradables, Navaja, en este lugar espeluznante. Desaliento. No tengo apetito. —Pasó muy pegado a él y se escabulló con cautela hacia el cadáver más cercano—. ¡Ah! ¡Hierven! Gusanos, plagados de gusanos. La carne está contaminada, contaminada incluso para Ranagrís. Asqueado. ¡Alejémonos de este lugar!

Navaja vio el pozo en la esquina entre el edificio auxiliar y el templo. Regresó adonde seguían esperando los otros, tras las verjas.

—Dadme vuestras botas de agua. Heboric, ¿puedes revisar ese edificio auxiliar por si hay forraje?

Heboric sonrió.

—Al ganado no lo dejaron salir. Han pasado días. El calor los mató a todos. Una docena de cabras, dos mulas.

—Tú mira a ver si hay forraje.

El destriant se dirigió al edificio auxiliar.

Scillara desmontó, sacó las botas de agua de la silla de Felisin la Menor y con las suyas al hombro se acercó a Navaja.

—Toma.

Él la estudió.

—Me pregunto si esto es una advertencia.

La mujer levantó apenas las cejas.

—¿Tan importantes somos, Navaja?

—Bueno, no me refiero a nosotros, en concreto. Quiero decir que quizá deberíamos tomárnoslo como una advertencia.

—¿Sacerdotes muertos?

—Nada bueno sale de la veneración.

La mujer le dedicó una sonrisa extraña y después le tendió las botas.

Navaja se maldijo. Pocas veces decía algo con sentido cuando intentaba hablar con esa mujer. Decía cosas que diría cualquier imbécil. Era la mirada burlona en los ojos femeninos, la expresión que siempre anticipaba una sonrisa en cuanto él abría la boca para hablar. No dijo nada más, recogió las botas de agua y regresó al complejo.

Scillara lo observó un momento y después se volvió cuando Felisin se bajó de su caballo.

—Necesitamos el agua.

La joven asintió.

—Lo sé. —Estiró una mano y se tironeó del pelo, que le había crecido mucho—. No dejo de ver a esos bandidos. Y ahora, más personas muertas. Y esos cementerios que atravesó el sendero ayer, ese campo de huesos. Siento que nos hemos metido sin querer en una pesadilla y cada vez nos internamos más. Hace calor, pero yo tengo frío todo el tiempo, y cada vez más.

—Eso es la deshidratación —dijo Scillara mientras volvía a cargar su pipa.

—No te has quitado esa cosa de la boca en días —dijo Felisin.

—Mantiene la sed a raya.

—¿En serio?

—No, pero es lo que me digo.

Felisin apartó la mirada.

—Eso lo hacemos mucho, ¿no?

—¿Qué?

La chica se encogió de hombros.

—Decirnos cosas. Con la esperanza de que se hagan realidad.

Scillara le dio una buena calada a la pipa, lanzó una bocanada de humo al cielo y observó cómo se la llevaba el viento.

—Tienes un aspecto tan sano —dijo Felisin, con los ojos posados en ella una vez más—. Mientras que el resto nos vamos marchitando.

—No Ranagrís.

—No, no Ranagrís.

—¿Habla mucho contigo?

Felisin negó con la cabeza.

—No mucho. Salvo cuando me despierto por la noche, después de mis malos sueños. Entonces me canta.

—¿Te canta?

—Sí, en la lengua de su pueblo. Canciones infantiles. Dice que necesita practicarlas.

Scillara le lanzó una mirada.

—¿En serio? ¿Dijo por qué?

—No.

—¿Qué edad tenías, Felisin, cuando te vendió tu madre?

Otro encogimiento de hombros.

—No lo recuerdo.

Eso quizá fuera mentira, pero Scillara no insistió.

Felisin se acercó un poco más.

—¿Me cuidarás, Scillara?

—¿Qué?

—Tengo la sensación de que voy retrocediendo. Me sentía… mayor. Antes, en Raraku. Ahora, con cada día que pasa, me siento cada vez más como una niña. Cada vez más pequeña.

Scillara le contestó con gesto inquieto.

—Jamás se me ha dado muy bien cuidar de la gente.

—No creo que a Sha’ik se le diera bien tampoco. Tenía… obsesiones…

—Contigo no lo hizo mal.

—No, fue sobre todo Leoman. Incluso el toblakai. Y Heboric, antes de que Treach lo reclamara. Ella no me cuidó y por eso Bidithal…

—Bidithal está muerto. Le metieron los huevos por el escuálido gaznate.

—Sí. —Un susurro—. Si lo que dice Heboric pasó de verdad. El toblakai…

Scillara lanzó un bufido.

—Piénsalo, Felisin. Si Heboric hubiera dicho que lo había hecho L’oric, o Sha’ik, o incluso Leoman, bueno, podrías tener razones para dudar. Pero ¿el toblakai? No, puedes creerlo. Por todos los dioses del inframundo, ¿cómo no ibas a creerlo?

La pregunta provocó una pequeña sonrisa en Felisin, que asintió.

—Tienes razón. Solo el toblakai habría hecho algo así. Solo el toblakai lo habría matado… así. Dime, Scillara, ¿tienes una pipa de sobra?

—¿Una pipa de sobra? ¿Y qué tal una docena? ¿Quieres fumarlas todas a la vez?

Felisin se echó a reír.

—No, solo una. Así que tú me cuidarás, ¿verdad?

—Lo intentaré. —Y quizá lo hiciese. Como Ranagrís. Solo era cuestión de práctica. Fue a buscar esa pipa.

Navaja sacó el cubo y miró el agua. Parecía limpia, no olía a nada en particular. No obstante, vaciló.

Unos pasos tras él.

—He encontrado forraje —dijo Heboric—. Más del que podemos llevar.

—¿Crees que el agua está bien? ¿Qué mató a esos sacerdotes?

—No le pasa nada. Te dije lo que los mató.

¿Lo dijiste?

—¿Deberíamos mirar en el templo?

—Ranagrís ya está allí dentro. Le pedí que buscara dinero, gemas, comida que no se haya estropeado todavía. No le hizo mucha gracia, así que me imagino que lo hará rápido.

—De acuerdo. —Navaja se acercó a un abrevadero y vertió el agua en él, después regresó al pozo—. ¿Crees que podemos convencer a los caballos para que entren aquí?

—Lo intentaré. —Pero Heboric no se movió.

Navaja lo miró y vio los extraños ojos del hombre clavados en él.

—¿Qué pasa?

—Nada, creo. Me estaba dando cuenta de algo. Tienes ciertas cualidades, Navaja. Liderazgo, para empezar.

El daru frunció el ceño.

—Si quieres estar tú al cargo, bien, adelante.

—No estaba hurgando en la herida, muchacho. Lo decía en serio. Has tomado el mando y eso está bien. Es lo que necesitamos. Yo jamás he sido líder. Siempre he seguido a alguien. Es mi maldición. Pero eso no es lo que quieren oír. No de mí. No, quieren que los guíe y que salgamos. Hacia la libertad. No hago más que decirles que yo no sé nada de libertad.

—¿Les dices? ¿A quién? ¿A Scillara y Felisin?

—Voy a buscar a los caballos —dijo Heboric, se dio la vuelta y se alejó con sus andares extraños, como de sapo.

Navaja volvió a llenar el cubo y echó el agua en el abrevadero. Les darían de comer a los caballos allí con lo que no se pudieran llevar. Cargarían agua suficiente. E, incluso ahora, saqueamos el templo. Bueno, hace mucho tiempo él fue ladrón. Además, a los muertos no les importaba la riqueza, ¿verdad?

Un sonido atronador hendió el aire en el centro del complejo, tras él. El sonido de un portal al abrirse. Navaja se giró en redondo con los cuchillos en las manos.

Un jinete salió de la puerta mágica a galope tendido. Frenó en seco, los cascos resbalaron entre nubes de polvo; el oscuro caballo gris era una aparición monstruosa, el pelaje, gastado en varios sitios, exponía tendones, músculo seco y ligamentos. Los ojos eran pozos vacíos; las crines, largas y grasientas, azotaban la cabeza cuando la bestia la agitaba. Sentado en una silla de respaldo alto, el jinete era, si acaso, incluso más alarmante en apariencia. Armadura negra y ornamentada, con trozos de verdete, un yelmo abollado y con boquetes, abierto, mostraba sobre todo hueso, unas cuantas tiras de carne que colgaban de los caballetes de los pómulos, tendones que sujetaban la mandíbula inferior y una fila de dientes ennegrecidos y afilados.

En el breve instante en el que el caballo se encabritó entre una explosión de polvo, Navaja vio más armas en el jinete de las que podía contar. Espadas en la espalda, hachas arrojadizas, los mangos envainados sobresaliendo de la silla, algo parecido a un espetón para jabalíes, la punta de bronce tan larga como una espada corta, sujeto en el guantelete izquierdo. Un arco largo, un arco corto, cuchillos…

—¿Dónde está? —La voz era un rugido salvaje, colérico. Trozos de armadura rebotaron en el suelo cuando la figura se giró para registrar el complejo—. ¡Maldito seas, Embozado! ¡Seguía el rastro! —Vio a Navaja y se quedó callado de repente, inmóvil—. ¿Esa dejó uno vivo? Lo dudo. Tú no eres ningún cachorro de D’rek. Bebe todo lo que quieras de ese agua, mortal, poco importa. Estás muerto de todos modos. ¡Tú y cada maldito ser vivo de este reino y todos los demás en cuyo interior susurre la sangre!

Le dio la vuelta al caballo para mirar al templo, donde había aparecido Ranagrís con los brazos cargados de sedas, cajas, alimentos y utensilios de cocina.

—¡Un sapo al que le gusta cocinar a placer! ¡La locura del gran final ha caído sobre nosotros! Acércate más, demonio, y te ensarto las patas y las aso al fuego, ¿crees que ya no como? Tienes razón, pero te asaré en rencor cruel, babeando de ironía… ¡ah! Eso te ha gustado, ¿eh? —Miró a Navaja una vez más—. ¿Es esto lo que él quería que viera? Me sacó del rastro… ¿para esto?

Navaja envainó sus cuchillos. Por las verjas llegó Heboric Manos Fantasmales con los caballos. El anciano se detuvo al ver al jinete, ladeó la cabeza y después continuó.

—Demasiado tarde, soldado —dijo—. ¡O demasiado pronto! —Y se echó a reír.

El jinete levantó la lanza por los aires.

—Treach cometió un error, ya veo, pero, no obstante, he de saludarte como corresponde.

Heboric se detuvo.

—¿Un error, soldado? Sí, estoy de acuerdo, pero no hay mucho que yo pueda hacer. Doy por recibido tu reticente saludo. ¿Qué te trae aquí?

—¡Pregúntale al Embozado si quieres una respuesta! —Le dio la vuelta a la lanza y clavó la punta en el suelo, después se bajó de la silla y se cayeron más fragmentos de la armadura podrida—. Supongo que tendré que echar un vistazo, como si no viera ya todo lo que hay que ver. El panteón está roto en pedazos, ¿qué sucede?

Heboric tiró de los nerviosos caballos hacia el abrevadero, dejó un amplio margen entre los animales y el guerrero. Al acercarse a Navaja se encogió de hombros.

—El Soldado del Embozado, Gran Casa de Muerte. No nos molestará, creo.

—A mí me habló en daru —dijo Navaja—. Al principio. Y a ti en malazano.

—Sí.

El soldado era alto y Navaja vio entonces algo que le colgaba del cinturón tachonado de cuchillos. Una máscara de esmalte, agrietada, manchada, con una única pincelada de pintura roja en una mejilla. El daru abrió mucho los ojos.

—Beru nos libre —susurró—. ¡Un seguleh!

Al oír eso, el soldado se volvió y se acercó.

—¡Daru, estás muy lejos de casa! Dime, ¿los hijos del tirano todavía gobiernan Darujhistan?

Navaja negó con la cabeza.

—Pareces un demente, mortal, ¿qué te aflige?

—Yo… yo había oído, es decir… los seguleh por lo general no dicen nada… a nadie. Pero tú…

—El celo enfebrecido todavía se aferra a mis parientes mortales, ¿no es cierto? ¡Idiotas! ¿Entonces el ejército del tirano aún gobierna en la ciudad?

—¿Quién? ¿Qué? Darujhistan está gobernado por un consejo. No tenemos ejército…

—¡Brillante locura! ¿No hay seguleh en la ciudad?

—¡No! Solo… historias. Es decir, leyendas.

—¿Y dónde se ocultan mis enmascarados compatriotas y sus bastones giratorios?

—Una isla, se dice, muy lejos, al sur, junto a la costa, más allá de Alborada…

—¡Alborada! Ahora empiezo a encontrarle sentido. Los mantienen preparados. El consejo de Darujhistan, magos todos y cada uno, ¿no? ¡Magos inmortales, herméticos, paranoicos! Se ocultan, no vaya a ser que vuelva el tirano, ¡como un día volverá! ¡Regresa en busca de su ejército! ¡Ja, un consejo!

—Ese no es el consejo, señor —dijo Navaja—. Si hablas de magos, te refieres a la cábala de T’orrud…

—¡T’orrud! Sí, muy listo. ¡Qué barbaridad! ¿Barukanal, Derudanith, Travalegrah, Mammoltenan? Esos nombres resuenan en tu alma, ¿no? Lo noto.

—Mammot era mi tío…

—¡Tío! ¡Ja! ¡Absurdo! —Se giró en redondo—. ¡Ya he visto suficiente! ¡Embozado! ¡Me voy! Esa ha dejado clara su posición, ¿no? Embozado, maldito idiota, ¡yo no te hacía falta para esto! ¡Ahora tengo que buscar el rastro otra vez, malditos sean tus manidos huesos! —Y volvió a subirse a su caballo no muerto.

Heboric gritó desde donde se encontraba, junto al bebedero.

—¡Soldado! ¿Me permites preguntar a quién das caza?

Los dientes afilados se alzaron y bajaron en una carcajada silenciosa.

—¿Cazar? Oh, sí, todos cazamos, ¡pero yo era el que más cerca estaba! ¡Mear en los pies huesudos del Embozado! ¡Arrancarle los pelos de la nariz y hundirle los dientes de una patada! ¡Meterle una lanza por el trasero arrugado y clavarlo en la cima de una montaña ventosa! ¡Oh, le encontraré una esposa algún día, puedes apostar tus dineros! ¡Pero primero cazo!

Recogió las riendas y le dio la vuelta al caballo. El portal se abrió.

—¡Despellejador! ¡Óyeme, maldito juramentado! ¡Engañas a la muerte! ¡Pero yo vengo a por ti! ¡Ahora! —Caballo y jinete se precipitaron por el desgarro y se desvanecieron; un momento después la puerta también se desvaneció.

El repentino silencio resonó como un canto fúnebre en la cabeza de Navaja. Respiró hondo con el aliento entrecortado y se sacudió.

—Beru nos libre —susurró otra vez—. Era mi tío…

—Daré de comer a los caballos, muchacho —dijo Heboric—. Sal y ve a ver a las mujeres. Es probable que hayan oído gritos y no sepan lo que pasa. Vamos, Navaja.

El daru asintió y echó a andar. Barukanal. Mammoltenan… ¿Qué había revelado el soldado? ¿Qué espantoso secreto se ocultaba en las palabras de la aparición? ¿Qué tienen que ver Baruk y los otros con el tirano? ¿Y los seguleh? ¿El tirano va a volver?

—Dioses, tengo que regresar a casa.

Fuera de las verjas, Felisin y Scillara estaban sentadas en el camino. Las dos fumando roya y, aunque Felisin parecía enferma, había una expresión decidida y desafiante en sus ojos.

—Relájate —dijo Scillara—. No se traga el humo.

—¿No? —le preguntó Felisin a su compañera—. ¿Cómo lo haces?

—¿No tenéis ninguna pregunta? —inquirió Navaja.

Las mujeres lo miraron.

—¿Sobre qué? —preguntó Scillara.

—¿No lo habéis oído?

—¿Oír qué?

No lo oyeron. No tenían que oírlo. Pero nosotros sí. ¿Por qué? ¿Se había equivocado el soldado en sus suposiciones? Enviado por el Embozado, no para ver a los sacerdotes y sacerdotisas muertos de D’rek… sino para hablar con nosotros.

El tirano regresará. Decirle eso a un hijo de Darujhistan.

—Dioses —susurró otra vez—. Tengo que volver a casa.

La voz de Ranagrís le gritó en el cráneo.

¡Amigo Navaja! ¡Sorpresa y alarma!

—¿Y ahora qué? —preguntó y se volvió para ver al demonio, que apareció saltando.

El Soldado de Muerte. Maravilloso. ¡Dejó su lanza!

Navaja se quedó mirando el arma que sujetaba el demonio entre los dientes y se le cayó el alma a los pies.

—Menos mal que no te hace falta la boca para hablar.

¡De acuerdo, dicho con solemnidad, amigo Navaja! Interrogante. ¿Te gustan estas sedas?

El portal que llevaba a la fortaleza flotante requería trepar un poco. Mappo e Icarium se detuvieron en el umbral y se quedaron mirando la cámara cavernosa. El suelo era casi llano. Una luz leve parecía emanar de las paredes de piedra.

—Podemos acampar aquí —dijo el trell.

—Sí —asintió Icarium—. Pero antes, ¿exploramos?

—Por supuesto.

La cámara albergaba otros tres mecanismos más, idénticos al sumergido en el lago, cada uno colocado sobre caballetes, como barcos en el dique seco. Las escotillas se abrieron con un bostezo y revelaron asientos acolchados en el interior. Icarium se acercó al más próximo y empezó a examinar su interior.

Mappo desató la saquita de su cinturón y empezó a sacar la más grande del interior. Al poco rato estaba extendiendo los petates y disponiendo la comida y el vino. Después extrajo de su mochila una maza con bandas de hierro; no era su favorita sino otra, prescindible, ya que no poseía ninguna virtud hechicera.

Icarium regresó a su lado.

—Están inertes —dijo—. Fuera cual fuera la energía que en un principio se imbuyera dentro de la máquina, se ha agotado, y no veo modo de restaurarla.

—Tampoco es de extrañar, ¿no? Sospecho que esta fortaleza lleva aquí mucho tiempo.

—Cierto, Mappo. ¡Pero imagina que fuéramos capaces de dar vida a uno de esos mecanismos! ¡Podríamos viajar a gran velocidad y con comodidad! Uno para ti y otro para mí, ah, qué tragedia. Mira, hay un pasadizo. Ahondemos en el gran misterio que ofrece esta fortaleza.

Con solo su maza en la mano, Mappo siguió a Icarium al interior del amplio pasillo.

Varios almacenes bordeaban el pasaje; fuera lo que fuera lo que otrora contenían, en aquellos momentos no había más que montones de polvo sin alterar.

Tras sesenta pasos llegaron a un cruce. Tenían delante una barrera arqueada que rielaba como un estanque vertical de mercurio. A derecha e izquierda se abrían pasillos y los dos parecían curvarse a lo lejos.

Icarium sacó una moneda de la saquita de su cinturón y a Mappo le divirtió ver que la habían acuñado cinco siglos atrás.

—Eres el mayor avaro del mundo, Icarium.

El jhag sonrió y se encogió de hombros.

—Creo recordar que nadie acepta jamás que le paguemos, por muy notorio que sea el gasto del servicio proporcionado. ¿Es un recuerdo preciso, Mappo?

—Lo es.

—Bueno, ¿cómo puedes acusarme, entonces, de ser tacaño? —Tiró la moneda hacia la barrera de plata. Se desvaneció. Unas ondas rodaron hacia fuera, traspasaron el marco de piedra y después regresaron.

—Es una manifestación pasiva —dijo Icarium—. Dime, ¿tú oíste la moneda golpear algo detrás?

—No, ni tampoco emitió ningún sonido al entrar por… eh, la puerta.

—Me siento tentado a pasar.

—Quizá no resulte muy saludable.

Icarium dudó un instante, sacó un cuchillo para desollar y metió la hoja en la barrera. Ondas más suaves. El jhag sacó el arma. La hoja parecía intacta. Nada de la sustancia se había adherido a ella. Icarium pasó la yema de un dedo por el hierro.

—No hay cambio de temperatura —observó.

—¿Pruebo con un dedo que no vaya a echar mucho de menos? —preguntó Mappo levantando la mano izquierda.

—¿Y cuál sería, amigo mío?

—No lo sé. Supongo que echaría de menos cualquiera de ellos.

—¿La punta?

—Sabia cautela. —Mappo cerró el puño salvo por el último dedo, el meñique, se acercó y metió el dedo hasta el primer nudillo en la puerta que rielaba—. No hay dolor, al menos. Es, creo, muy delgada. —Sacó la mano y examinó el dígito—. Sano y entero.

—Con el estado de tus dedos, Mappo, ¿cómo lo sabes?

—Ah, veo un cambio. No queda mugre, ni siquiera incrustada bajo la uña.

—Atravesarla es limpiarse. ¿Crees que es eso?

Mappo estiró la mano entera y la metió.

—Siento aire detrás. Más fresco, más húmedo. —Sacó la mano y se la miró—. Limpia. Demasiado limpia. Me alarma.

—¿Por qué?

—Porque me doy cuenta de lo que asqueroso que estoy, por eso.

—Me pregunto si hará lo mismo con nuestras ropas.

—Eso estaría bien, aunque quizá posea algún tipo de umbral. Demasiado mugriento y se limita a aniquilar el material que lo ofende. Podríamos salir desnudos por el otro lado.

—Ahora me alarmo yo, amigo mío.

—Sí. Bueno, ¿qué hacemos, Icarium?

—¿Tenemos alguna alternativa? —Y con eso, el jhag se metió por la barrera.

Mappo suspiró y lo siguió.

Solo para que lo sujetaran por el hombro y lo tirarán hacia atrás antes de que diera un segundo paso, que, como vio, habría sido en el aire vacío.

La cueva que tenían delante era enorme. Un puente había conectado una vez el saliente sobre el que se encontraban con un enorme e imponente fortín que flotaba en el espacio, a cien pasos o más enfrente de ellos. Quedaban secciones de esa pasarela de piedra, que parecían carecer de apoyos, pero otras partes se habían roto y flotaban inmóviles en el aire.

Mucho más abajo, a una profundidad mareante, la oscuridad se tragaba la caverna. Sobre ellos, una cúpula de piedra negra tallada con tosquedad resplandecía con una luz muy leve, como un cielo nocturno. Edificios escalonados se alzaban por las paredes interiores, filas de ventanas oscuras, pero sin balcones. El polvo y los escombros nublaban el aire, donde nada se movía. Mappo no dijo nada, se encontraba demasiado perplejo por la vista que tenían delante.

Icarium le tocó el hombro y después señaló algo pequeño que planeaba justo delante: la moneda. Y no estaba inmóvil como había parecido a primera vista. Se alejaba muy despacio, flotando. El jhag estiró la mano, la recuperó y se la volvió a meter en la saquita que tenía en la cintura.

—Un rendimiento digno de mi inversión —murmuró—. Puesto que hay impulso, deberíamos poder viajar. Lanzarnos desde este saliente. Hacia el fortín.

—Un plan acertado —dijo Mappo—, salvo por todos los obstáculos que hay en medio.

—Ah, bien observado.

—Puede que haya un puente intacto en el otro lado. Podríamos tomar uno de los pasillos laterales que tenemos detrás. Si existe ese puente, es probable que esté indicado con una barrera plateada como esta.

—¿Jamás has deseado poder volar, Mappo?

—De niño, quizá, seguro que sí.

—¿Solo de niño?

—Es cuando se sueña con volar, Icarium. ¿Exploramos uno de los corredores que tenemos detrás?

—Muy bien, aunque admito que espero que no encontremos ningún puente.

Un sinfín de habitaciones, pasajes y nichos por el ancho corredor arqueado, los suelos cargados de polvo, símbolos extraños, desvaídos, grabados sobre las puertas, quizá un sistema numérico de algún tipo. El aire estaba estancado y se percibía un leve olor acre. No quedaba ningún mueble en las cámaras colindantes. Ni tampoco, comprendió Mappo, ningún cadáver como el que Icarium había descubierto en el mecanismo que descansaba en el lecho del lago. ¿Una evacuación ordenada? En ese caso, ¿adónde habían ido los colas cortas?

Al final llegaron a otra puerta plateada. La atravesaron con cautela y se encontraron en el umbral de un puente estrecho. Intacto, cruzaba el espacio que los separaba del fortín flotante, que se cernía mucho más cerca en ese lado, el contrario a aquel en el que se encontraban la primera vez que habían visto el fortín. El muro trasero de la isla era mucho más tosco, las ventanas eran cuchilladas verticales colocadas aparentemente al azar en las deformes proyecciones, recuadros ladeados y torres torcidas.

—Extraordinario —dijo Icarium en voz baja—. Me pregunto qué revela esta cara oculta de la locura de los hacedores, esos tales k’chain che’malle…

—¿Una cierta tensión, quizá?

—¿Tensión?

—Entre —dijo Mappo— el orden y el caos. Una dicotomía interna, impulsos en conflicto…

—Las contradicciones evidentes en toda vida inteligente —dijo Icarium con un asentimiento. Pisó la pasarela y después, meneando los brazos, empezó a alejarse flotando.

Mappo estiró los brazos y consiguió hacerse con el pie del jhag, que se agitaba. Tiró de Icarium y lo posó de nuevo en el umbral.

—Bueno —dijo con un gruñido—, qué interesante. No pesabas nada cuando te tenía cogido. Tan ligero como una mota de polvo.

Poco a poco, con vacilación, el jhag se puso en pie de nuevo.

—Eso fue de lo más alarmante. Parece que tendremos que volar, después de todo.

—¿Entonces para qué construir puentes?

—No tengo ni idea. A menos —añadió— que el mecanismo que sea que invoca esta ingravidez se esté estropeando, perdiendo precisión.

—¿Así que los puentes deberían haber estado exentos? Es posible. En cualquier caso, ¿ves las barandillas que se proyectan no hacia arriba sino hacia ambos lados? Modestas pero suficientes para sujetarse, si tuviéramos que reptar.

—Sí. ¿Vamos?

La sensación, decidió Mappo cuando llegó al centro, con Icarium avanzando con precaución por delante, no era muy agradable. Náuseas, vértigo, una extraño impulso de soltar la mano debido a la inercia procurada por los propios músculos. Todo sentido de la verticalidad había desaparecido y había momentos en los que Mappo estaba convencido de que estaban subiendo por una escala en lugar de serpentear de forma más o menos horizontal por la longitud del puente.

Una entrada estrecha pero alta se abría más adelante, donde el puente entraba en contacto con el fortín. Fragmentos de la puerta, que en otro tiempo sostenía, flotaban inmóviles delante. Fuera lo que fuera lo que la había hecho pedazos, procedía del interior.

Icarium alcanzó el umbral y se levantó. Momentos después, Mappo se reunió con él y se asomaron a la oscuridad.

—Huelo a… muerte… inmensa.

Mappo asintió. Sacó su maza, miró la bola de hierro con pinchos y después volvió a deslizar el mango por la presilla de cuero del cinturón.

Con Icarium a la cabeza, entraron en el fortín.

El pasillo era tan estrecho como la puerta en sí, las paredes irregulares, de basalto negro, húmedas de condensación; el suelo era precario, con bultos y protuberancias sembrados al azar y depresiones resbaladizas, con hielo que crujía y se movía bajo los pies. Se extendía más o menos en línea recta a lo largo de cuarenta pasos. Para cuando llegaron a la abertura del final, sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz.

Otra enorme cámara, como si hubieran tallado el corazón de la fortaleza. Unos inmensos maderos negros atados de forma cruciforme llenaban la cueva y en ellos estaba empalado un dragón. Muerto mucho tiempo atrás, otrora congelado pero en ese momento pudriéndose. Habían clavado en la garganta del dragón un pincho de hierro tan grueso como el torso de Mappo, justo sobre el esternón. Una sangre de color aguamarina se había escapado de la herida y seguía chorreando, pesada e hinchada, sobre el suelo de piedra, en gotas lentas, regulares, del tamaño de puños.

—Yo conozco a este dragón —susurró Icarium.

¿Cómo? No, no preguntes.

—Yo conozco a este dragón —dijo Icarium otra vez—. Sorrit. Su orientación era… Serc. La senda del Firmamento. —Se llevó las dos manos a la cara—. Muerta. Han asesinado a Sorrit…

—Un trono de lo más delicioso. No, delicioso no. De lo más amargo, vil, un sabor pésimo, ¿en qué estaba yo pensando?

—Tú no piensas, Cuajo. Nunca piensas. Yo no recuerdo ningún trono. ¿Qué trono? Tiene que haber algún error. No-Apsalar oyó mal, eso es obvio. Lo oyó fatal, un error absoluto. Además, hay alguien sentado en él.

—De una forma deliciosa.

—Te he dicho que no había ningún trono…

La conversación llevaba media noche discurriendo en ese tono, viajaban por los extraños caminos de Sombra, serpenteando por un paisaje fantasmal que no hacía más que cambiar entre dos mundos, aunque los dos estaban igual de destrozados y desolados. A Apsalar le sorprendió la increíble extensión de ese fragmento del reino de Sombra. Si no recordaba mal las evocaciones de Cotillion, el reino vagaba sin ataduras con el mundo que Apsalar llamaba suyo, y ni la Cuerda ni Tronosombrío poseían control alguno sobre sus peregrinaciones, en apariencia aleatorias. Y lo que era más extraño todavía, era obvio que una especie de caminos salían del fragmento, giraban y salvaban distancias inmensas, como raíces o tentáculos, y a veces sus movimientos resultaban ser independientes del fragmento más grande.

Como el que estaban atravesando en ese momento. Más o menos seguían el camino oriental que salía de Ehrlitan y rodeaba la fina cinta de cedros de la izquierda, más allá de la cual estaba el mar. Y cuando el camino de los mercaderes empezaba a curvarse hacia el norte para encontrarse con la línea de costa, el camino de Sombra se unía a él y se estrechaba hasta que era apenas de la anchura de la propia pista.

Sin hacer caso del parloteo incesante de las dos fantasmas que revoloteaban tras ella, Apsalar siguió adelante, luchando contra la falta de sueño e impaciente por cubrir tanto terreno como le fuera posible antes de la salida del sol. Su control del camino de Sombra se iba haciendo cada vez más tenue, se desvanecía cada vez que perdía un momento la concentración. Al final, se detuvo.

La senda se desmenuzó a su alrededor. El cielo del este se estaba iluminando. Se encontraban en el camino de los mercaderes, en la base de un ascenso que serpenteaba hasta el cerro de la costa, los rhizanos atravesaban el aire disparados a su alrededor.

—¡El sol regresa! ¡Otra vez no! ¡Telorast, tenemos que escondernos! ¡En algún sitio!

—No, no hace falta, idiota. Solo es más difícil vernos, eso es todo, a menos que no tengas cuidado. Por supuesto, Cuajo, tú eres incapaz de tener cuidado, así que estoy deseando ver tu disolución entre gimoteos. Paz por fin. Durante un rato, al menos.

—¡Eres perversa, Telorast! Siempre lo he sabido, incluso antes de que fueras y usaras ese cuchillo contra…

—¡Calla! Yo nunca usé ese cuchillo contra nadie.

—¡Eres una mentirosa!

—¡Repite eso y te arreo!

—¡No puedes! ¡Me estoy disolviendo!

Apsalar se pasó una mano por la frente. La sacó reluciente de sudor.

—En esa hebra de Sombra había… algo raro —dijo.

—Oh, sí —respondió Telorast, que se deslizó a su alrededor y se agazapó ante la joven en un miasma de remolino gris—. Es enfermiza. Todos los extremos exteriores lo son. Están envenenados, pudriéndose de caos. Para nosotras, la culpa la tiene Tronosombrío.

—¿Tronosombrío? ¿Por qué?

—¿Por qué no? Lo odiamos.

—Y esa es razón suficiente.

—La razón más suficiente de todas.

Apsalar estudió la pista que ascendía.

—Creo que estamos cerca.

—Bien. Excelente. Tengo miedo. Paremos aquí. Volvamos, ya.

Apsalar atravesó al fantasma y empezó a subir.

—Eso fue una crueldad —siseó Telorast tras ella—. Si yo te poseyera, no me haría eso. Ni siquiera a Cuajo, no lo haría. Bueno, quizá, si estuviera muy cabreada. No estás cabreada conmigo, ¿verdad? Por favor, no te cabrees conmigo, haré lo que quieras, hasta que estés muerta. Entonces bailaré sobre tu cuerpo apestoso e hinchado, porque eso es lo que querrías que hiciera, ¿verdad? Yo lo querría si fuera tú y tú estuvieras muerta y yo persistiera el tiempo suficiente como para bailar sobre ti, cosa que haría.

Al llegar a la cima, Apsalar vio que la pista continuaba por el cerro otros doscientos pasos antes de volver a girar y bajar por sotavento. El viento fresco de la mañana le secó el sudor de la piel, llegaba suspirando de la inmensa capa oscura que era el mar que tenía a la izquierda. Miró abajo y vio una playa estrecha a unos quince hombres de altura de ella, repleta de maderos. Por la pista, a su derecha, cerca del otro extremo, un bosquecillo de árboles atrofiados se alzaban de un hueco en el acantilado y en medio de ellos, una torre de piedra. Yeso blanco cubría buena parte de la superficie, salvo el tercio superior, donde las piedras talladas con tosquedad seguían expuestas.

Apsalar echó a andar hacia allí cuando los primeros haces de luz se dispararon sobre el horizonte.

Pilas de pizarra llenaban el modesto recinto que rodeaba la torre. No se veía a nadie y Apsalar no oyó nada en el interior cuando cruzó sin prisas y se detuvo ante la puerta.

Le llegó el susurro leve de Telorast.

—Esto no va bien. Aquí vive un desconocido. Tiene que ser un desconocido, puesto que nunca lo hemos visto. Y si no es un desconocido, entonces es alguien que yo conozco, cosa que podría ser incluso peor…

—Silencio —dijo Apsalar mientras levantaba una mano para llamar a la puerta, pero entonces se detuvo, dio un paso atrás y se quedó mirando el enorme cráneo de reptil incrustado en la pared, encima de la entrada—. ¡Por el aliento del Embozado! —Vaciló, Telorast emitía chillidos y jadeos diminutos tras ella, después dio un golpe seco en la madera curtida por los elementos con un puño enguantado.

Los sonidos de algo cayéndose y después botas que crujían sobre grava y guijarros. Se descorrió un cerrojo y la puerta se abrió entre una nube de polvo.

El hombre que apareció en el interior llenaba la puerta. Napaniano, músculos inmensos, cara franca, ojos pequeños. La cabeza afeitada y blanca de polvo que atravesaban unas cuantas vetas de sudor y caían para relucir en las cejas gruesas y ásperas.

Apsalar sonrió.

—Hola, Urko.

El hombre lanzó un gruñido antes de contestar.

—Urko se ahogó. Se ahogaron todos.

—Fue esa falta de imaginación lo que te traicionó —respondió ella.

—¿Quién eres?

—Apsalar…

—No, no lo eres. Apsalar era imass…

—No la señora de los Ladrones. Solo es el nombre que escogí…

—Muy arrogante por tu parte, maldita sea.

—Quizá. En cualquier caso, te traigo recuerdos de Danzante.

La puerta se le cerró a Apsalar en la cara.

Tosiendo por el polvo que la cubrió, retrocedió un paso y se limpió la arenilla de los ojos.

—Je, je —dijo Telorast tras ella—. ¿Podemos irnos ya?

Apsalar volvió a aporrear la puerta.

Tras un largo momento se abrió de nuevo. El hombre tenía el ceño fruncido.

—Una vez intenté ahogarlo, ¿sabes?

—No, sí, lo recuerdo. Estabas borracho.

—No puedes recordar nada porque tú no estabas allí. Y no estaba borracho.

—Oh. Entonces… ¿por qué?

—Porque me irritó, por eso. Como estás haciendo tú ahora mismo.

—Necesito hablar contigo.

—¿Para qué?

De repente no tenía respuesta que darle a aquel hombre.

Él entrecerró los ojos.

—¿De verdad pensó que estaba borracho? Qué imbécil.

—Bueno, supongo que la alternativa era demasiado deprimente.

—No sabía yo que tuviera un alma tan sensible. ¿Eres hija suya? Algo… en tu postura…

—¿Puedo pasar?

El hombre se apartó de la puerta. Apsalar entró y se detuvo, una vez más, con los ojos puestos en el enorme esqueleto sin cabeza que dominaba el interior y que llegaba hasta el techo de la torre. Bípedo, de cola larga, los huesos de un color marrón bruñido.

—¿Qué es esto?

—Fuera lo que fuera —dijo Urko—, podía tragarse un bhederin de un bocado.

—¿Cómo? —le preguntó Telorast a Apsalar con un susurro—. No tiene cabeza.

El hombre oyó la pregunta y arrugó la frente.

—Tienes compañía. ¿Qué es, un familiar o algo así? No lo veo y eso no me hace gracia. Ninguna.

—Un fantasma.

—Deberías desterrarlo al Embozado —dijo él—. Este no es sitio para fantasmas, por eso son fantasmas.

—¡Es un hombre perverso! —siseó Telorast—. ¿Qué son esos?

Apsalar distinguió apenas a la sombra cuando flotó hacia una larga mesa que había a la derecha. Sobre ella había versiones más pequeñas del esqueleto gigante, tres de ellas del tamaño de cuervos aunque, en lugar de picos, las criaturas poseían largos morros revestidos de dientes afilados como agujas. Los huesos se habían cosido con tripa y las figuras estaban montadas de modo que se alzaban erguidas, como ratas de agua que hicieran guardia.

Urko estaba estudiando a Apsalar, tenía una expresión extraña en el rostro franco de rasgos fuertes. Después pareció sobresaltarse.

—He hecho un poco de té —dijo.

—Sí, te lo agradezco.

El hombre se acercó a la modesta cocina y empezó a buscar unas tazas.

—No es que no quiera visitas… bueno, sí es eso. Siempre traen problemas. ¿Tenía algo más que decir Danzante?

—No. Y ahora se hace llamar Cotillion.

—Eso lo sabía. No me sorprende que sea el patrón de los Asesinos. Era el homicida más temido del Imperio. Más que Torva, que era igual de traicionera. O Topper, que era igual de cruel. Supongo que esos dos todavía creen que ganaron. Idiotas. ¿Quién se pasea ahora entre los dioses, eh? —Se acercó con una taza de arcilla—. Una infusión de por aquí, un poco tóxica pero no letal. Un antídoto contra las picaduras de serpiente buther, muy útil porque esas cabronas infestan la zona. Resulta que construí mi torre cerca de un nido de cría.

Uno de los pequeños esqueletos de la mesa se cayó y después volvió a enderezarse de un tirón, la cola extendida y el torso inclinado casi en horizontal.

—Una de mis compañeras fantasmas acaba de poseer a esa criatura —dijo Apsalar.

Un segundo se puso en torpe movimiento con una sacudida.

—Dioses del inframundo —susurró Urko—. ¡Mira la postura! ¡Pues claro! Tiene que ser así. ¡Pues claro! —Se quedó mirando el inmenso esqueleto del fósil—. ¡Está mal! ¡Se inclinan hacia delante para no perder el equilibrio!

Telorast y Cuajo comenzaban a dominar a toda prisa sus nuevos cuerpos, hacían chasquear las mandíbulas y daban saltos por la mesa.

—Sospecho que no van a querer renunciar a esos esqueletos —dijo Apsalar.

—¡Se los pueden quedar como premio por su revelación! —Hizo una pausa, miró a su alrededor y después murmuró—: Tendré que tirar un muro…

Apsalar suspiró.

—Supongo que es de agradecer que no se hayan decidido por la versión grande.

Urko la miró con los ojos un poco más abiertos.

—Bébete el té —rezongó después—, la toxicidad empeora al enfriarse.

Apsalar tomó un sorbo. Y se encontró con que los labios y la lengua se le entumecieron de repente.

Urko sonrió.

—Perfecto. Así la conversación es más breve y puedes ponerte en camino mucho antes.

—Gabdón.

—Enseguida se te pasará. —El hombre encontró un taburete y se sentó frente a ella—. Eres hija de Danzante. Tienes que serlo, aunque no veo ninguna similitud facial, tu madre debió de ser preciosa. Está en tu forma de andar, en tu postura. Te engendró él y fue lo bastante egoísta como para enseñarte, a ti, su propia hija, el arte del asesinato. Cosa que te inquieta, te lo noto. Lo veo en tus ojos. El legado te persigue, te sientes atrapada, enjaulada. Ya te has manchado las manos de sangre, ¿verdad? ¿Está orgulloso tu padre? —Urko hizo una mueca y después escupió—. Debería haberlo ahogado allí mismo. Si hubiera estado borracho, lo habría hecho.

—De equivogas.

—¿Equivogas? ¿Me equivoco, quieres decir? ¿Ah, sí?

Apsalar asintió, intentaba contener la furia provocada por el engaño de aquel tipo. Había ido allí porque necesitaba hablar y él le había robado la habilidad de formar palabras.

—Do higa. Bodeida.

Urko frunció el ceño.

Apsalar señaló los dos esqueletos de reptil que en ese momento se escabullían por el suelo plagado de piedras.

—Bodedión.

—Posesión. ¿Te poseyó? ¿El dios te poseyó? ¡Que el Embozado le corte las pelotas y las mastique con calma! —Urko se puso en pie y apretó los puños—. Espera, aguanta, muchacha. Tengo un antídoto contra el antídoto. —Encontró un vaso de precipitación polvoriento y lo frotó hasta que quedó visible un trozo de la loza rojiza vidriada—. Este, sí. —Buscó otra taza y la llenó—. Bebe.

Dulzón, un sabor que después se volvió amargo y picante.

—Oh. Qué… rápido.

—Mis disculpas, Apsalar. Soy un miserable la mayor parte del tiempo, lo admito. Y he hablado más desde que estás aquí que en los últimos años. Así que ahora voy a callarme. ¿Qué puedo hacer por ti?

Apsalar dudó y apartó la vista.

—No puedes, en realidad. No debería haber venido. Todavía tengo tareas que terminar.

—¿Para él?

Ella asintió.

—¿Por qué?

—Porque di mi palabra.

—No le debes nada, excepto quizá un navajazo por la espalda.

—Una vez termine… deseo desaparecer.

Urko se sentó de nuevo.

—Ah. Sí, bueno.

—Creo que un ahogamiento accidental ya no se sostendrá, Urko.

Una débil sonrisa.

—Era nuestro chiste, sabes. Todos hicimos el pacto… de ahogarnos. Nadie lo entendió. Nadie lo entiende. Probablemente nadie lo entenderá jamás.

—Yo sí. Danzante sí. Hasta Tronosombrío, creo.

—Torva no. Nunca tuvo sentido del humor. Siempre se obsesionaba con los detalles. Me pregunto si la gente así es feliz alguna vez. ¿Son siquiera capaces de ello? ¿Qué inspira sus vidas, en cualquier caso? Dales demasiado y se quejan. Dales muy poco y se quejan un poco más. Hazlo bien y la mitad se queja de que es demasiado y la otra mitad de que es muy poco.

—No me extraña que ya no te relaciones con la gente, Urko.

—Sí, ahora prefiero los huesos. Personas. Demasiadas, con mucho, en mi opinión.

La chica miró a su alrededor.

—Danzante quería que espabilaras. ¿Por qué?

Los ojos del napaniano se desviaron y no contestó.

Apsalar sintió un temblor de inquietud.

—Sabe algo, ¿verdad? Eso es lo que te está diciendo con ese sencillo saludo.

—Asesino o no, a mí siempre me cayó bien Danzante. Sobre todo por cómo sabía mantener la boca cerrada.

Los dos esqueletos de reptiles estaban rebuscando junto a la puerta. Apsalar los estudió durante un momento.

—Desaparecer… de un dios.

—Sí, no será fácil.

—Dijo que podía irme, una vez termine. Y no vendrá a por mí.

—Créelo, Apsalar. Danzante no miente y sospecho que ni siquiera la divinidad cambiará eso.

Me parece que eso es lo que necesitaba oír.

—Gracias. —Apsalar se dirigió a la puerta.

—¿Tan pronto? —preguntó Urko.

La chica se volvió y lo miró.

—¿Demasiado o muy poco?

Él entrecerró los ojos y lanzó una carcajada que era casi un gruñido.

—Tienes razón. El tiempo justo. Debo tener cuidado con lo que pido.

—Sí —dijo ella. Y eso es también lo que Danzante quería recordarte, ¿verdad?

Urko apartó la mirada.

—Maldito sea, de todos modos.

Apsalar abrió la puerta con una sonrisa. Telorast y Cuajo se escabulleron fuera. Ella las siguió un momento después.

Un denso esputo en las manos, frotárselas con cuidado y pasárselas por el pelo. El forajido gral se irguió, lanzó arena con los pies a la pequeña hoguera y después recogió su mochila y se la echó a los hombros. Cogió el arco de caza, lo encordó y colocó una flecha. Una última mirada alrededor y se puso a andar.

El rastro no era difícil de seguir. Taralack Veed continuó examinando la maleza tosca, rota. Una liebre, un urogallo del desierto, un lagarto mamlak, valdría lo que fuera; estaba harto de tiras de bhederin curadas al sol, y se había comido el último dátil dos noches antes. No le faltaban los tubérculos, claro, pero si comía muchos se pasaría medio día agachado encima de un agujero excavado a toda prisa.

El demonio d’ivers se estaba acercando a su presa y era vital que Taralack permaneciera en las cercanías para poder asegurarse del resultado. Le pagaban muy bien por lo que tenía que hacer y eso era todo lo que importaba. Oro y, con él, la influencia para reclutar una compañía de mercenarios. Después, de regreso a su aldea para hacer justicia más que merecida con los que lo habían traicionado. Entonces asumiría el manto de caudillo y llevaría a los gral a la gloria. Su destino se extendía ante él y todo iba bien.

Dejim Nebrahl no revelaba digresión alguna, no se apartaba de su camino. El d’ivers era de una singularidad admirable, fiel a sus principios. No habría desviación, pues la criatura ansiaba la libertad que sería la recompensa tras la conclusión de la tarea. Así era como había que hacer tratos, y Taralack se encontró admirando a los sin nombre. Por muy pavorosos que fueran los relatos que había oído sobre el culto secreto, sus transacciones con ellos siempre habían sido limpias, lucrativas y claras.

El culto había sobrevivido a la conquista malazana y eso ya era decir mucho. El antiguo emperador había desplegado una habilidad misteriosa para infiltrarse en los innumerables cultos que abundaban en Siete Ciudades y después había provocado una matanza implacable entre los partidarios.

Eso también era digno de admiración.

Esa lejana emperatriz, sin embargo, estaba resultando mucho menos impresionante. Cometía demasiados errores. Taralack no podía respetar a una criatura así y había hecho un ritual de maldecir su nombre con cada amanecer y cada atardecer, con tanta vehemencia como la que usaba para maldecir a los otros setenta y cuatro enemigos jurados de Taralack Veed.

La comprensión era como agua en el desierto. Atesorada con avaricia, repartida de mala gana en el más escaso de los sorbos. Y él, Taralack Veed, podía atravesar mil desiertos con una sola gota.

Las exigencias del mundo eran así. Se conocía lo bastante bien como para admitir que el suyo era el encanto de una víbora, seductor, hipnotizador y, en último caso, letal. Una víbora invitada a un nido de ratas de agua, ¿cómo podían maldecirlo por lo que era su naturaleza? Había matado al marido, después de todo, como servicio al corazón de ella, un corazón que lo había tragado entero. Jamás había sospechado que ella luego lo iba a expulsar, que solo lo quería para utilizarlo y que otro hombre había estado esperando a la sombra de la choza para calmar el torturado espíritu de la afligida viuda. No había creído que ella también poseyera los encantos de una víbora.

Se detuvo cerca de un peñasco, sacó una bota de agua de la mochila y quitó el amplio tapón de arcilla cocida. Se bajó el taparrabos, se agachó y orinó en la bota. No había manantiales en quince leguas o más en la dirección en la que lo llevaba el d’ivers. Ese sendero convergería al final con un camino de mercaderes, por supuesto, pero eso sería dentro de una semana o más. Era obvio que el d’ivers Dejim Nebrahl no sufría los estragos de la sed.

La satisfacción de una voluntad singular, bien lo sabía él. Digna de imitación, en lo que fuera físicamente posible. Se irguió y se volvió a subir el taparrabos. Taralack Veed volvió a poner el tapón, se colgó la bota al hombro y reanudó su comedida persecución.

Bajo estrellas que relucían y una mancha pálida en el este, Scillara se arrodilló en el suelo duro y vomitó los restos de la cena, y después nada, salvo bilis, cuando náusea tras náusea la atravesó entera. Por fin se calmaron los espasmos. Arrastrándose un poco, se alejó entre jadeos y se sentó con la espalda apoyada en una roca.

El demonio Ranagrís la observaba desde diez pasos más allá, meciéndose con lentitud de un lado a otro.

Observarlo provocaba un regreso de las náuseas, así que Scillara apartó los ojos, sacó su pipa y empezó a cargarla otra vez.

—Han pasado días —murmuró—. Creí que ya lo había dejado atrás. Maldita sea.

Ranagrís se acercó sin prisas y se encaminó al lugar donde ella había devuelto. Lo olisqueó y después tapó con montones de arena el lugar ofensor.

Con una gran habilidad, fruto de la práctica, Scillara provocó una rápida serie chispas que metió en la cazoleta de la pipa con el pedernal y el prendedor de hierro. La hierba de bisonte triturada y mezclada con la roya se prendió y unos momentos más tarde estaba inhalando bocanadas de humo.

—Así me gusta, sapo. Cubre mi rastro… qué raro que no se lo hayas dicho a los otros. ¿Respetando mi privacidad?

Ranagrís, como era de esperar, no respondió.

Scillara se pasó una mano por la hinchazón del vientre. ¿Cómo podía estar engordando cada vez más cuando llevaba vomitando una comida de cada tres desde hacía semanas? Había algo diabólico en todo ese asunto del embarazo. Como si poseyera su propio demonio, acurrucado allí, en su barriga. Bueno, cuanto antes saliera, antes podría vendérselo a algún chulo, o al jefe de un harén. Allí lo alimentarían, criarían y enseñarían el oficio del suplicante.

Ella sabía que la mayor parte de las mujeres que se molestaban paraban tras dos o tres, y ya entendía por qué. Sanadores, brujas, comadronas y nodrizas mantenían a los bebés en un estado de salud razonable, y el mundo siempre estaba allí para enseñarles sus costumbres. La desdicha se encontraba en la gravidez, en llevar ese peso creciente, en las secretas exigencias sobre sus reservas.

Y también había otra cosa. Algo que demostraba la perversidad innata del niño. Scillara se encontraba de vez en cuando con que se deslizaba en un agradable estado de ensueño que provocaba una sonrisa absurda que, por decirlo con sencillez, horrorizaba a Scillara. ¿Qué había que celebrar? El mundo no era un sitio agradable. No susurraba contento. No, la seducción envenenada que se colaba en su cuerpo como un ladrón solo buscaba el delirio, una dichosa estupidez, y de eso ella ya estaba harta. Tan nefario como el durhang, ese señuelo letal.

Su abultado vientre no tardaría en ser obvio, lo sabía. A menos que intentara ponerse todavía más gorda. Había algo reconfortante en todo ese bulto sólido, pero no, era una seducción engañosa, otra vez, que encontraba una nueva forma de meterse en su cerebro.

Bueno, parecía que las náuseas habían pasado por completo. Scillara se puso en pie y regresó al campamento. Un puñado de carbones en la hoguera, que expulsaba jirones de humo, y tres figuras yacentes envueltas en mantas. Ranagrís apareció tras ella, la adelantó y se agachó junto al fuego. Cazó una poliñera al vuelo y se la metió en la enorme boca. Sus ojos eran de un color verde turbio que estudiaban a Scillara.

Esta volvió a llenarse la pipa. ¿Y por qué eran solo las mujeres las que tenían que tener bebés? Seguro que, a esas alturas, alguna bruja ascendiente ya podría haber hecho algún tipo de ajuste hechicero para solucionar la desigualdad. ¿Y si no era un defecto, sino una ventaja de algún tipo? Y no era que se le ocurriera ninguna ventaja obvia. Aparte de esa dicha extraña y sospechosa que se le colaba de forma constante. Aspiró con fuerza la roya. Bidithal había hecho de la eliminación del placer el primer ritual entre las chicas de su culto. Le gustaba la noción de no sentir nada en absoluto, de eliminar el peligroso deseo de sensualidad. Scillara no recordaba si había conocido alguna vez esas sensaciones.

Bidithal les había inculcado el éxtasis religioso; un estado, empezaba a sospechar Scillara, infinitamente más egoísta e interesado que satisfacer el cuerpo. Estar embarazada susurraba algo parecido a ese éxtasis y eso la inquietaba.

Una conmoción repentina. Se volvió y vio que Navaja se había incorporado.

—¿Ocurre algo? —le preguntó ella en voz baja.

Él la miró, su expresión era borrosa en la oscuridad, después exhaló un suspiro tembloroso.

—No. Un mal sueño.

—Casi está amaneciendo —dijo Scillara.

—¿Por qué estás despierta?

—Por nada en concreto.

Él se quitó la manta, se levantó y se acercó al fuego. Se agachó, tiró un puñado de yesca a los carbones relucientes, esperó hasta que cobró vida y empezó a añadir trocitos de estiércol.

—Navaja, ¿qué crees que pasará en la isla Otataral?

—No estoy seguro. No se puede decir que ese viejo malazano sea muy claro con el tema, ¿eh?

—Es destriant del Tigre del Verano.

Navaja la miró.

—De mala gana.

Scillara añadió más roya a su pipa.

—No quiere seguidores. Y si los quisiera, no seríamos nosotros. Bueno, yo no, ni Felisin. No somos guerreras. Tú —añadió— serías un candidato más probable.

Él lanzó un bufido.

—No, yo no, Scillara. Parece que sigo a otro dios.

—¿Parece?

Ella pudo distinguir apenas su encogimiento de hombros.

—Las cosas te vienen dadas —dijo.

Una mujer. Bueno, eso explica muchas cosas.

—Una razón tan buena como cualquier otra —dijo ella tras una gran bocanada de humo.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir que yo no veo ninguna razón para seguir a un dios o a una diosa. Si eres digno de su interés, te utilizan. Sé lo que es que te utilicen y la mayor parte de las recompensas son cualquier cosa menos eso, aunque en ese momento te lo parezcan.

—Bueno —dijo él tras un instante—, alguien te ha recompensado a ti.

—¿Así es como tú lo llamas?

—¿Llamar a qué? Pareces tan… sana. Llena de vida, quiero decir. Y ya no estás tan delgada como antes. —Hizo una pausa y después se apresuró a añadir—: Que está bien. Estar medio muerta de hambre no te quedaba bien, no le queda bien a nadie, por supuesto. Tú incluida. Bueno, eso es todo.

Scillara se quedó sentada, fumando y observándolo bajo la luz creciente.

—Somos una buena carga para ti, ¿verdad, Navaja?

—¡No! ¡En absoluto! Debo escoltaos, una tarea que acepté encantado. Y eso no ha cambiado.

—¿No crees que Ranagrís es suficiente para protegernos?

—No, es decir, sí, seguramente sí. Pero no deja de ser un demonio, y eso complica las cosas; no es como si pudiera meterse como si nada en un pueblo o en una ciudad, ¿verdad? O negociar para conseguir provisiones, derecho de paso y cosas así.

—Felisin puede hacerlo. Y yo también, en realidad.

—Bueno. ¿Estás diciendo que no me quieres aquí?

—Estoy diciendo que no te necesitamos. Que no es lo mismo que decir que no te queremos, Navaja. Además, lo has hecho muy bien, has liderado bien esta extraña y pequeña compañía, aunque es obvio que no estás acostumbrado a hacerlo.

—Oye, si quieres hacerte cargo tú, por mí no hay problema.

Ah, una mujer que no quería seguirte, entonces.

—No veo razón para cambiar nada —dijo con todo despreocupado.

Él la miraba y ella lo contemplaba a su vez, los ojos de ella tan serenos e imperturbables como le era posible.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —inquirió él.

—¿Sentido? No hay sentido. Solo charlábamos, Navaja. A menos… ¿que haya algo en concreto de lo que te gustaría hablar?

Ella lo vio apartarse de todos los modos posibles, salvo el físico, cuando le contestó.

—No, nada.

—No me conoces lo suficiente, ¿es eso? Bueno, tendremos tiempo de sobra.

—Te conozco… creo. Es decir, oh, tienes razón. No te conozco en absoluto. No conozco a las mujeres, es lo que quiero decir en realidad. ¿Y cómo iba a conocerlas? Es imposible intentar seguir vuestros pensamientos, intentar encontrar sentido a lo que decís, lo que está oculto tras vuestras palabras…

—¿Te refieres a mí en concreto o a las mujeres en general?

Navaja lanzó más estiércol al fuego.

—No —murmuró—, nada en concreto de lo que quisiera hablar.

—De acuerdo, pero yo tengo unos cuantos temas…

Él gimió.

—Se te encargó la tarea —continuó ella— de escoltarnos, ¿correcto? ¿Quién te encomendó esa tarea?

—Un dios.

—Pero no el dios de Heboric.

—No.

—Así que hay al menos dos dioses interesados en nosotros. Mala señal, Navaja. ¿Lo sabe Manos Fantasmales? No, no tiene ni idea, ¿verdad? No hay razón para decírselo…

—No es difícil imaginárselo —replicó Navaja—. Os estaba esperando. En el templo de Iskaral Pust.

—Dioses malazanos. Tronosombrío o Cotillion. Pero tú no eres malazano, ¿verdad?

—En serio, Scillara —dijo Navaja con tono cansado—, ¿tenemos que discutirlo ahora mismo?

—A menos —siguió ella— que tu amante lo fuera. Malazana, digo. La seguidora original de esos dioses.

—Oh, cómo me duele la cabeza —murmuró él, se llevó las manos a los ojos, se metió los dedos por el pelo y se lo apretó como si quisiera arrancárselo—. Cómo… no, no quiero saberlo. No importa. Me da igual.

—¿Y dónde está ella ahora?

—Se acabó.

Scillara se calló. Sacó un cuchillo de hoja estrecha y empezó a limpiar su pipa.

Navaja se levantó de repente.

—Voy a empezar a hacer el desayuno.

Un chico muy dulce, decidió ella. Como arcilla húmeda en manos de una mujer. De una mujer que supiese lo que estaba haciendo, claro. Y ahora la pregunta es, ¿debería estar haciendo esto? Felisin adoraba a Navaja, después de todo. Claro que, siempre podríamos compartirlo.

Observación burlona. La mujer de curvas suaves y grandes pechos quiere apretar su carne contra Navaja.

Ahora no, Ranagrís, respondió él sin hablar en voz alta mientras sacaba la comida de la mochila.

Alarma. No, ahora no, desde luego. Los otros se están despertando de su inquieto sueño. Incomodidad y consternación a continuación, en especial con Felisin la Menor.

Navaja se detuvo un momento.

¿Qué? Por qué… ¡pero si apenas tiene edad! No, no puede ser. ¡Quítaselo de la cabeza, Ranagrís!

Las insinuaciones del propio Ranagrís no son bien recibidas. Mueca abatida. Tú, Navaja, con capacidad de emitir semillas, capaz de ofrecer la posibilidad de engendrar. Revelación pasada. Las mujeres humanas llevan estanque de cría en el vientre. Pero un huevo sobrevive, solo uno. ¡Riesgo terrible! Debes llenar el estanque lo más deprisa posible, antes de que aparezca un macho rival y te robe tu destino. Ranagrís defenderá tus derechos. Valiente abnegación, sacrificio como el de los Cercadores Centinelas entre nuestro pueblo. Progresismo altruista de reciprocidad y satisfacción retrasada sesgada alejada un tanto o incluso mucho. Indicativo de inteligencia superior, reconocimiento de los intereses de la comunidad. Ranagrís ya es cercador centinela de la diosa-humana de curvas suaves y pechos grandes.

¿Diosa? ¿Qué quieres decir con eso de diosa?

Visión lujuriosa, es digna de veneración. Indicativos de valor en macho humano enturbian las aguas del estanque en la mente de Ranagrís. Asociación demasiado dilatada. Felizmente. Deseos sexuales contenidos durante largo tiempo. Poco saludable.

Navaja puso una olla con agua al fuego y le echó un puñado de hierbas.

¿Qué decías antes sobre sueños inquietos, Ranagrís?

Observación, roza los estanques mentales. Inquieto. Se acerca peligro. Hay señales de advertencia.

¿Qué señales de advertencia?

Obvias. Sueños intranquilos. Suficientes por sí solos.

No siempre, Ranagrís. A veces son cosas del pasado lo que nos obsesiona. Eso es todo.

Ah. Ranagrís pensará en eso. Pero antes, punzadas. Ranagrís tiene hambre.

La calima gris del calor y el polvo dejaban apenas visibles las murallas lejanas. Leoman de los Mayales cabalgaba a la cabeza de la desharrapada columna con Corabb Bhilan Thenu’alas a su lado cuando se aproximó una compañía de jinetes procedente de las puertas de Y’Ghatan.

—Ahí —dijo Corabb—, jinete delantero, a la derecha del portaestandartes, ese es el falah’d Vedor. No parece… muy contento.

—Pues más vale que se acostumbre —dijo Leoman con un gruñido. Levantó una mano enguantada y la columna que llevaba detrás frenó y se detuvo.

Observaron acercarse a la compañía.

—Comandante, ¿nos reunimos con ellos a medio camino? —preguntó Corabb.

—Por supuesto que no —soltó Leoman.

Corabb no dijo nada más. Su líder estaba de mal humor. Un tercio de sus guerreros tenía que cabalgar de dos en dos. Una anciana bruja sanadora muy querida había muerto esa misma mañana y habían tenido que meter su cadáver bajo una losa de piedra no fuera a ser que algún espíritu vagabundo lo hallara. El propio Leoman había escupido en las ocho direcciones para consagrar el suelo y había derramado en la piedra cubierta de polvo gotas de su propia sangre de una brecha que se había abierto en la mano izquierda mientras pronunciaba la bendición en el nombre del Apocalipsis. Después había llorado. Delante de todos sus guerreros, que habían permanecido en silencio, asombrados por el dolor y el amor a sus seguidores que Leoman había revelado en ese momento.

El falah’d y sus soldados se detuvieron a cinco pasos de Leoman y Corabb.

Este estudió la cara cetrina y hundida de Vedor, los ojos turbios, y comprendió que era adicto a la amapola de d’bayang. Las manos de venas gruesas le temblaban en el pomo de la silla y cuando quedó patente que Leoman no iba a ser el primero en hablar, frunció el ceño y empezó él.

—Yo, falah’d Vedor de Y’Ghatan, la primera Ciudad Sagrada, por la siguiente te doy la bienvenida, Leoman de los Mayales, refugiado de la caída de Sha’ik en Raraku, y a tus vencidos seguidores. Hemos preparado barracones seguros para tus guerreros y las mesas aguardan, atestadas de comida y vino. Tú, Leoman, y tus restantes oficiales seréis los invitados del falah’d en el palacio, durante el tiempo que necesitéis para reaprovisionar vuestro ejército y recuperaros de esta huida. Infórmanos de vuestro destino final y enviaremos mensajeros para anunciar vuestra llegada en todas y cada una de las aldeas, pueblos y ciudades de vuestra ruta.

Corabb se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Observó a Leoman cuando espoleó un poco su caballo hasta colocarse junto al falah’d.

—Hemos venido a Y’Ghatan —dijo Leoman en voz muy baja—, y es en Y’Ghatan donde nos quedaremos. Para aguardar la llegada de los malazanos.

La boca manchada de Vedor se movió por un momento sin emitir ni un solo sonido, después consiguió lanzar una carcajada seca.

—¡Como el filo de un cuchillo, tu sentido del humor, Leoman de los Mayales! ¡Es como proclama tu leyenda!

—¡Mi leyenda! Entonces esto tampoco te sorprenderá. —El cuchillo kethra fue un destello cegador que barrió el aire y acarició la garganta de Vedor. Brotó la sangre y la cabeza del falah’d cayó hacia atrás, botó con un golpe seco en la grupa del sobresaltado caballo, y rodó por el polvo del camino. Leoman estiró el brazo para evitar que se derrumbara el cadáver decapitado todavía sentado en la silla, después limpió la hoja en las túnicas de seda.

De la compañía de soldados de la ciudad no salió ni un solo sonido, no hubo ni un movimiento. El portaestandartes, un jovencito de unos quince años, se quedó mirando con la boca abierta el cuerpo descabezado que tenía al lado.

—En el nombre de Dryjhna, el Apocalipsis —dijo Leoman—, gobierno ahora la primera Ciudad Sagrada de Y’Ghatan. ¿Quién es el oficial de más rango aquí?

Una mujer adelantó su caballo.

—Yo. Capitán Gorrionpardo.

Corabb la miró con los ojos entrecerrados. Rasgos sólidos, morena por el sol, ojos de color gris claro. Unos veinticinco años. El destello de un chaleco de cota de malla era apenas visible bajo la telaba lisa.

—Tú —dijo Corabb— eres malazana.

Los ojos fríos se clavaron en él.

—¿Y qué?

—Capitán —dijo Leoman—, su tropa nos precederá. Despeje el camino hasta el palacio para mí y mis guerreros. Los barracones seguros de los que habló el difunto falah’d se utilizarán para albergar a los soldados de la guarnición de la ciudad y del palacio que no se sientan inclinados a seguir mis órdenes. Por favor, asegúrese de que están bien vigilados. Una vez hecho eso, preséntese ante mí para recibir nuevas órdenes.

—Señor —dijo la mujer—, carezco de rango suficiente para hacer lo que me pide…

—Ya lo tiene. Ahora es usted mi tercero al mando, por detrás de Corabb Bhilan Thenu’alas.

La mirada femenina se posó por un instante en Corabb, pero no reveló nada.

—Como ordene, Leoman de los Mayales, falah’d de Y’Ghatan.

Gorrionpardo se giró en la silla y bramó a sus tropas.

—¡Media vuelta! ¡A buen ritmo, malditos pastores de cerdos! ¡Anunciamos la llegada del nuevo falah’d!

El caballo de Vedor giró con todos los demás y empezó a trotar, el cuerpo decapitado se balanceaba en la silla.

Corabb observó que, veinte pasos después, la montura del falah’d muerto se ponía junto a la del capitán. La mujer lo notó y con un solo empujón con el brazo estirado mandó el cadáver al suelo.

—Sí. Es perfecta —rezongó Leoman.

Una malazana.

—Tengo mis dudas, comandante.

—Por supuesto que las tienes. Por eso te mantengo a mi lado. —Lo miró entonces—. Eso y el empujón de la Señora. Ven, entra cabalgando conmigo en nuestra nueva ciudad.

Azuzaron los caballos. Tras ellos fueron los demás.

—Nuestra nueva ciudad —dijo Corabb con una gran sonrisa—. La defenderemos con nuestras vidas.

Leoman le lanzó una mirada extraña, pero no dijo nada.

Corabb lo pensó. Comandante, tengo más dudas…