Yareth Ghanatan, la ciudad no se mueve,
primera y última y, donde la vieja calzada elevada
se curva en su semicírculo, hay torres
de arena hirviendo de imperios y
ejércitos en marcha, estandartes de alas rotas,
y los desmembrados que bordean las pasarelas
son pronto los huesos de los edificios, guerreros
y constructores los dos, la ciudad sigue en pie
para albergar hordas de insectos. Oh, esas torres
se levantan orgullosas, se alzan como sueños en el
caluroso aliento del sol, Yareth Ghanatan.
La ciudad es la emperatriz, esposa y amante,
vieja y niña del Primer Imperio.
Y sin embargo permanezco con todos los míos,
los huesos en los muros, los huesos
bajo el suelo, los huesos así arrojados
por esta suave sombra, primera y última.
Veo lo que viene, todo lo que se ha ido,
y la arcilla de mi carne ha sentido tus manos,
la antigua calidez de la vida, pues la ciudad,
mi ciudad, permanece quieta, y se alza.
Se alza siempre quieta.
Huesos en los muros
(fragmento de estela, alrededor del Primer Imperio)
—Anónimo
—Puedo ser esta urna.
—No quieres ser esa urna.
—Tiene patas.
—Achaparradas, y no creo que se muevan. Son solo de adorno. Recuerdo esas cosas.
—Pero es bonita.
—Y ella se mea dentro.
—¿Se mea? ¿Estás segura? ¿La has visto mearse dentro?
—Echa un vistazo, Cuajo. Ahí se ha meado. No quieres ser esa urna. Quieres algo vivo. Vivo de verdad, con piernas que funcionen. O alas…
Seguían susurrando cuando Apsalar quitó el último barrote de la ventana y lo dejó en el suelo. Después trepó al alfeizar y se retorció para alcanzar el poste del tejado más cercano.
—¿Adónde vas? —preguntó Telorast.
—Al tejado.
—¿Vamos contigo?
—No.
Apsalar se aupó y unos momentos después estaba agachada en la arcilla cocida por el sol, las estrellas relucían sobre ella. No faltaba mucho para el amanecer y, bajo ella, la ciudad estaba en silencio e inmóvil como una cosa muerta en la noche. Ehrlitan. La primera ciudad a la que habían llegado en esa tierra, la ciudad donde había comenzado ese viaje concreto, un grupo destinado a deshacerse bajo una multitud de cargas. Kalam Mekhar, Violín, Azafrán y ella. Oh, Azafrán se había enfadado tanto al descubrir que sus compañeros habían ido por motivos ocultos y no solo para acompañarla a ella a casa, no solo para enmendar un antiguo error. Qué ingenuo había sido.
Se preguntó cómo le iría, se le ocurrió que podía preguntarle a Cotillion la próxima vez que el dios la visitara, después decidió que no lo haría. No le serviría de nada permitirse continuar preocupándose por él; incluso pensar en él, lograr poco más que abrir las compuertas del anhelo, el deseo y el pesar.
Otros asuntos más inmediatos exigían su atención. Mebra. El antiguo espía estaba muerto, que era lo que Tronosombrío había querido, aunque a Apsalar se le escapaba la razón. Cierto, Mebra había estado trabajando para todos los bandos, en un momento dado servía al Imperio de Malaz y al siguiente a la causa de Sha’ik. Y… a alguien más. La identidad de ese otro era importante, y Apsalar sospechaba que esa era la verdadera razón de la decisión de Tronosombrío.
¿Los sin nombre? ¿Habían enviado al asesino semk para borrar un rastro? Era posible, tenía sentido. Nada de testigos, había dicho el hombre. ¿Testigos de qué? ¿Qué servicio podría haber proporcionado Mebra a los sin nombre? No empieces todavía a buscar una respuesta a eso. ¿Quién más?
Sin duda quedaban partidarios del antiguo culto de Sombra en Siete Ciudades, supervivientes de las purgas que habían acompañado a la conquista. Alguien que había empleado las múltiples habilidades de Mebra, y que seguro que había captado la atención de Tronosombrío, además de hacerse acreedor de su ira.
Le habían ordenado que matara a Mebra. No le habían dicho por qué, y tampoco le habían dicho que iniciara ninguna investigación. Lo que sugería que Tronosombrío pensaba que ya sabía suficiente. Lo mismo en cuanto a Cotillion. O, a la inversa, la ignorancia de ambos sobre el tema era absoluta y Mebra se había limitado a cambiar de bando con excesiva frecuencia.
Había más objetivos en la lista de Apsalar, una colección aleatoria de nombres, todos los cuales se podían encontrar en los recuerdos de Cotillion. Se esperaba de ella que se limitara a proceder de uno al siguiente, siendo el último objetivo el mayor reto de todos… pero a ese, con toda probabilidad, no llegaría hasta meses después y ella tendría que maniobrar con mucha habilidad para acercarse lo suficiente como para golpear; un acecho lento y metódico de un individuo muy peligroso. Por quien no sentía ninguna enemistad.
Es lo que hace un asesino. Y la posesión de Cotillion me ha convertido en asesina. Eso y nada más. He matado y seguiré matando. No me hace falta pensar en nada más. Es muy sencillo. Debería ser muy sencillo.
Y así lo haría ella.
Con todo, ¿qué obligaba a un dios a decidirse por matar a un humilde mortal? La simple irritación de una piedra en el zapato. La bofetada de una rama en un sendero boscoso. ¿Quién se lo piensa dos veces para sacar el guijarro y tirarlo? ¿O para estirar la mano y partir esa rama? Pues parece que yo, dado que yo soy la mano de ese dios.
Ya basta. Se acabó esta debilidad… esta… incertidumbre. Completa tus misiones y vete. Desaparece. Busca una nueva vida.
Solo que… ¿cómo se hace eso?
Había alguien a quien podría preguntarle, sabía que no estaba muy lejos, había extraído su identidad de los recuerdos de Cotillion.
Se había movido y se había sentado con las piernas colgando al borde del tejado. Alguien se sentó a su lado.
—¿Y bien? —preguntó Cotillion.
—Un asesino semk de los sin nombre completó mi misión por mí.
—¿Esta misma noche?
—Lo encontré, pero no pude interrogarlo.
El dios asintió con lentitud.
—Los sin nombre otra vez. Qué inesperado. E inoportuno.
—Así que no eran la razón para matar a Mebra.
—No. Algo se habrá agitado en ese antiguo culto. Mebra estaba maniobrando para convertirse en sumo sacerdote. El mejor candidato, no nos preocupan los demás.
—Limpieza general.
—Necesidad, Apsalar. Va a haber pelea. Una pelea dura.
—Entiendo.
Se quedaron un rato en silencio, después Cotillion se aclaró la garganta.
—Todavía no he tenido tiempo para ir a verlo, pero sé que se encuentra bien, aunque desanimado, como es de esperar.
—De acuerdo.
El dios debió de percibir que ella quería dejarlo así porque, tras una pausa, dijo:
—Has liberado a dos fantasmas…
Apsalar se encogió de hombros.
Cotillion suspiró y se pasó una mano por el pelo oscuro.
—¿Sabes lo que fueron en un tiempo?
—Ladronas, creo.
—Sí, eso.
—¿Tiste andii?
—No, pero permanecieron mucho tiempo sobre esos dos cuerpos así que… absorbieron ciertas esencias.
—Ah.
—Ahora son agentes de Caminante del Filo. Siento curiosidad por ver cuál será su siguiente paso.
—De momento parecen conformarse con acompañarme.
—Sí, creo que el interés de Caminante del Filo te incluye, Apsalar, por nuestra… relación pasada.
—A través de mí, hasta ti.
—Parezco merecer su curiosidad.
—Caminante del Filo. Una aparición que parece de un estilo más bien pasivo —comentó ella.
—Nos encontramos por primera vez —dijo Cotillion con lentitud— la noche que ascendimos. La noche del paso al reino de Sombra. Entonces me provocó un escalofrío por la columna y no se me ha pasado desde entonces.
Apsalar lo miró.
—No estás hecho para ser dios, Cotillion, ¿lo sabías?
—Gracias por el voto de confianza.
La joven estiró una mano y rozó la línea de la mandíbula masculina, el gesto fue casi una caricia. Apsalar captó la repentina inspiración del dios, el ligero movimiento de los ojos al abrirse un poco más, pero no la miró. Apsalar bajó la mano.
—Lo siento. Otro error. Parece que es lo único que hago estos días.
—No pasa nada —respondió él—. Lo entiendo.
—¿Lo entiendes? Oh, pues claro que lo entiendes.
—Completa tu misión y todo lo que se pide de ti llegará a su fin. No te enfrentarás a ninguna más de mis exigencias. Ni de Tronosombrío.
Hubo algo en el tono del dios que le produjo a Apsalar un pequeño estremecimiento. Algo como… remordimiento.
—Ya veo. Eso está bien. Estoy cansada. De quien soy, Cotillion.
—Lo sé.
—Estaba pensando en dar un rodeo. Antes de mi próxima tarea.
—¿Sí?
—El camino de la costa, al este. Solo unos días si voy por Sombra.
El dios la miró, la joven contempló su débil sonrisa y se sintió inexplicablemente complacida.
—Ah, Apsalar… debería ser divertido. Dale recuerdos míos.
—¿En serio?
—Desde luego. Necesita que lo espabilen un poco. —El dios se irguió—. Tengo que irme. Ya casi ha amanecido. Ten cuidado y no confíes en esos fantasmas.
—No mienten nada bien.
—Bueno, yo conozco un sacerdote supremo que emplea tácticas parecidas para confundir a otros.
Iskaral Pust. Entonces le tocó el turno de sonreír a Apsalar, pero no dijo nada porque Cotillion ya se había ido.
El horizonte oriental estaba en llamas con la salida del sol.
—¿Adónde se ha marchado la oscuridad? —preguntó Cuajo.
Apsalar se encontraba cerca de la cama, repasando su surtido de armas ocultas. Tendría que dormir pronto (quizá esa tarde), pero antes aprovecharía la luz del día. Había algo importante oculto en el asesinato de Mebra cometido por el semk. A Cotillion le había perturbado ese detalle. Aunque no le había pedido que indagara, lo haría de todos modos, por lo menos durante un día o dos.
—Ha salido el sol, Cuajo.
—¿El sol? Por el Abismo, ¿hay un sol en este mundo? ¿Se han vuelto locos?
Apsalar miró al encogido fantasma. Se estaba disolviendo bajo la luz granulada. Acurrucada en una sombra cercana, Telorast las miraba, muda de terror.
—¿Quién se ha vuelto loco? —le preguntó Apsalar a Cuajo.
—¡Pues ellos! ¡Los que crearon este sitio!
—¡Nos desvanecemos! —siseó Telorast—. ¿Qué significa eso? ¿Dejaremos de existir?
—No lo sé —respondió Apsalar—. Es probable que perdáis algo de sustancia, suponiendo que tengáis, pero será temporal. Será mejor que os quedéis las dos aquí, y guardad silencio. Volveré antes del atardecer.
—¡Atardecer! Sí, excelente, esperaremos el atardecer aquí. Después, la noche y toda esa oscuridad, y las sombras, y cosas que poseer. Sí, espantosa mujer, esperaremos aquí.
Apsalar bajó a la taberna, pagó por otra noche y salió a la calle polvorienta. Los ciudadanos que iban al mercado ya se habían puesto en marcha, vendedores ambulantes que arrastraban mulas cargadas, carretas repletas de jaulas de pájaros cantores, tajadas de carne en salazón o toneles de aceite o miel. Los ancianos se afanaban bajo fardos de leña o cestas de arcilla. Por el centro de la calle bajaban dos espadas rojas, temidos centinelas de la ley y el orden de nuevo, una vez que la presencia del Imperio se había reafirmado con rotundidad. Iban en la misma dirección que Apsalar (y, de hecho, que la mayor parte de los ciudadanos), hacia la inmensa extensión de campamentos de caravanas que había a las afueras de la muralla de la ciudad, justo al sur del puerto.
A los espadas rojas se les proporcionaba amplio margen y el contoneo de sus zancadas, los guanteletes posados en las empuñaduras de sus talwares envainados pero no pacíficos, hacían de su arrogancia una afrenta deliberada, provocativa. Pese a todo, pasaron sin que nadie se dirigiera a ellos.
Momentos antes de alcanzarlos, Apsalar giró a la izquierda por un callejón. Había más de una ruta para llegar a los campamentos de caravanas.
Un mercader que empleaba guardias pardu y gral y que parecía mostrar un interés inusual en la presencia de una bailarina de Sombra llegada a la ciudad, eso convertía a ese hombre o mujer, a su vez, en objeto de interés. Podría ser solo que el mercader comprara o vendiera información, pero incluso eso podría resultarle útil a Apsalar, y no era que ella estuviera dispuesta a pagar por la información que pudiera sacar. El hecho de tener guardias tribales sugería largos viajes por tierra, entre ciudades distantes y los poco frecuentados caminos que las unían. Ese mercader sabría cosas.
Y también, de hecho, podrían saberlas esos guardias.
Llegó a las afueras del primer campamento. Visto desde el cielo, la ciudad de caravanas parecería picada de viruelas, con los mercaderes que iban y venían en una corriente constante de carromatos, guerreros montados, perros ovejeros y camellos. Los bordes exteriores albergaban a los mercaderes menores, sus posiciones fijadas según una incomprensible jerarquía, mientras que las caravanas de alto nivel ocupaban el centro.
Tras entrar en la avenida principal por un camino lateral que había entre las tiendas de campaña, Apsalar comenzó la larga búsqueda.
A mediodía encontró un vendedor de tapu y se sentó en una de las mesitas, bajo un toldo, para comer los pinchos de carne y fruta, la grasa caliente chorreándole por las manos. Apsalar había observado una energía renovada en los campamentos de mercaderes que había visitado hasta el momento. La insurrección y las disputas eran malas para el negocio, era obvio. El regreso del dominio malazano era una bendición para el comercio en toda su avariciosa gloria habitual, y ella había visto el regocijo por todas partes. Los dineros fluían por mil corrientes.
Tres figuras le llamaron la atención. De pie, ante la entrada de una gran tienda y parecía que discutiendo por una jaula de perritos. Las dos mujeres pardu y uno de los nativos gral que había visto en la taberna. Esperaba que estuvieran demasiado ocupados para haberla advertido. Apsalar se limpió las manos en los muslos, se levantó y echó a andar por las zonas más sombreadas, salió del toldo y se alejó de los guardias y de la tienda del mercader.
De momento le bastaba con haberlos encontrado. Antes de intentar interrogar al mercader, o a los guardias, tenía otra tarea pendiente.
El largo camino de vuelta a la taberna careció de incidentes, subió las escaleras y se dirigió a su habitación. Era media tarde y su mente solo pensaba en dormir.
—¡Ha vuelto!
La voz, la de Cuajo, provenía de debajo del armazón de madera del catre.
—¿Es ella? —preguntó Telorast desde el mismo sitio.
—Reconozco los mocasines, ¿ves los bordes de hierro cosidos a ellos? No como el otro.
Apsalar dejó por un instante de quitarse los guantes de cuero.
—¿Qué otro?
—El que estuvo aquí antes, hace una campanada…
—¿Una campanada? —se preguntó Telorast—. Ah, esas campanadas, ahora lo entiendo. Miden el paso del tiempo. Sí, No-Apsalar, hace una campanada. No dijimos nada. Nos quedamos en silencio. No supo que estábamos aquí.
—¿El posadero?
—Botas, gastadas por los estribos y con hojuelas de bronce ensartadas, fueron por acá y allá, y se agacharon para mirar aquí debajo, pero no nos vio, por supuesto, ni vio nada de nada más, puesto que no tienes equipo que él pudiera desvalijar…
—Era un hombre, entonces.
—¿No lo dijimos antes? ¿No lo dijimos, Cuajo?
—Tuvimos que decirlo. Un hombre, con botas, sí.
—¿Cuánto tiempo se quedó? —preguntó Apsalar mientras miraba por la habitación. No había nada que el ladrón pudiera robar, suponiendo que fuera un ladrón.
—Cien de sus latidos.
—Ciento seis, Telorast.
—Ciento seis, sí.
—¿Entró y salió por la puerta?
—No, por la ventana, quitaste los barrotes, ¿te acuerdas? Bajó del tejado, ¿no es verdad, Telorast?
—O subió del callejón.
—O quizá de una de las otras habitaciones, de ahí de un lado, derecha o izquierda.
Apsalar frunció el ceño y cruzó los brazos.
—¿Entró siquiera por la ventana?
—No.
—Por una senda, entonces.
—Sí.
—Y no era un hombre —añadió Cuajo—. Era un demonio. Grande, negro, peludo, con colmillos y garras.
—Llevaba botas —dijo Telorast.
—Exacto. Botas.
Apsalar se quitó los guantes y los tiró de golpe sobre la mesilla. Después se dejó caer en el catre.
—Despertadme si vuelve.
—Por supuesto, No-Apsalar. Puedes confiar en nosotras.
Cuando despertó estaba oscuro. Apsalar se levantó del catre con una maldición.
—¿Qué hora es?
—¡Está despierta! —La sombra de Telorast flotó cerca, la forma desdibujada de un cuerpo en la penumbra, los ojos reluciendo con una luz apagada.
—¡Por fin! —susurró Cuajo desde el alfeizar, donde se había agazapado como una gárgola, con la cabeza girada para contemplar a Apsalar, todavía sentada en el catre—. ¡Han pasado dos campanadas desde la muerte del sol! ¡Queremos explorar!
—Está bien —dijo ella mientras se ponía en pie—. Seguidme, entonces.
—¿Adónde?
—Volvemos a Jen’rahb.
—Oh, ese lugar miserable.
—No estaré mucho tiempo.
—Bien.
Apsalar recogió los guantes, comprobó sus armas una vez más, una veintena de dolores fruto de los pomos de los cuchillos y las vainas daban fe de que continuaban atadas a su persona, y se dirigió a la ventana.
—¿Usamos la calzada elevada?
Apsalar se detuvo y estudió a Cuajo.
—¿Qué calzada?
El fantasma se movió, se abrazó a un borde de la ventana y señaló hacia fuera.
—Esa.
Una manifestación de sombra, algo parecido a un acueducto, se extendía desde la base de la ventana sobre el callejón y el edificio que había detrás y después se curvaba… hacia el corazón de Jen’rahb. Tenía la textura de la piedra y podía ver guijarros y trozos de argamasa desmenuzada por todo el sendero.
—¿Qué es esto?
—No lo sabemos.
—Es del reino de Sombra, ¿verdad? Tiene que serlo. De otro modo yo no podría verlo.
—Ah, sí. Eso creemos. ¿Verdad, Telorast?
—Desde luego. O puede que no.
—¿Cuánto tiempo —preguntó Apsalar— lleva aquí?
—Treinta y tres de tus latidos. Empezabas a despertarte, ¿a que sí, Cuajo? Se estaba despertando.
—Y gimiendo. Bueno, un gemido. Suave. Un medio gemido.
—No —dijo Telorast—, esa fui yo.
Apsalar trepó al alfeizar y después, todavía agarrada a los bordes del muro, pisó la calzada. Sólida bajo sus pies.
—De acuerdo —murmuró un tanto nerviosa cuando soltó el edificio que tenía detrás—. Ya que está aquí, podemos aprovecharla.
—Estamos de acuerdo.
Echaron a andar por encima del callejón, del edificio de apartamentos, de una calle y después, de los escombros de las ruinas. A lo lejos se alzaban torres fantasmales. Una ciudad de sombra, pero muy diferente a la de la noche anterior. Estructuras vagas que yacían sobre los restos inferiores, canales, el espejeo de algo parecido al agua. Puentes bajos salvaban esos canales. A unos miles de pasos de distancia, al sudeste, se alzaba un inmenso palacio abovedado y tras él lo que podría ser un lago, o un río ancho. Había barcos surcando esas aguas, de velas cuadradas y líneas puras, la madera de color negro medianoche. Apsalar vio unas figuras altas que cruzaban un puente a cincuenta pasos de distancia.
—¡Las reconozco! —siseó Telorast.
Apsalar se agazapó, de repente se sentía muy vulnerable, subida a esa calzada alta.
—¡Tiste edur!
—Sí —dijo casi sin aliento.
—Oh, ¿nos ven?
No lo sé. Por lo menos nadie caminaba por la calzada en la que estaban ellas… de momento.
—Vamos, no está lejos. Quiero salir de aquí de una vez.
—De acuerdo, oh, sí, de acuerdo.
Cuajo vaciló.
—Claro que…
—No —dijo Apsalar—. No intentes nada, fantasma.
—Oh, está bien. Es solo que hay un cuerpo en el canal de ahí abajo.
Maldita sea. Se acercó al muro bajo y miró.
—No es tiste edur.
—No —confirmó Cuajo—. Desde luego que no, No-Apsalar. Es como tú, sí, como tú. Solo que más hinchado, no lleva mucho muerto, lo queremos…
—No esperéis ayuda si al intentar cogerlo llamáis la atención.
—Oh, en eso tiene razón, Cuajo. ¡Venga, se está alejando de nosotros! ¡Espera! ¡No nos dejes aquí!
Al llegar a una empinada escalera, Apsalar descendió a toda prisa. En cuanto pisó el pálido suelo polvoriento, la ciudad fantasmal se desvaneció. Tras ella aparecieron las dos sombras, encorvadas hacia ella.
—Un lugar de lo más horrendo —dijo Telorast.
—Pero había un trono —exclamó Cuajo—. ¡Lo presentí! ¡Un trono de lo más delicioso!
Telorast lanzó un bufido.
—¿Delicioso? Has perdido la cabeza. Nada salvo dolor. Sufrimiento. Aflicción…
—Silencio —ordenó Apsalar—. Me contaréis más sobre ese trono que habéis percibido las dos, pero más tarde. Vigilad esta entrada.
—Eso podemos hacerlo. Somos vigilantes muy hábiles. Alguien murió aquí abajo, ¿sí? ¿Nos das el cuerpo?
—No. Quedaos aquí. —Apsalar entró en el templo medio enterrado.
La cámara del interior no se encontraba como la había dejado. El cadáver del semk ya no estaba. Al cuerpo de Mebra lo habían despojado de sus ropas, que habían sido cortadas. Los pocos muebles que ocupaban la habitación habían sido metódicamente desmantelados. Apsalar empezó a maldecir por lo bajo y se acercó a la puerta que llevaba a unos aposentos interiores, la cortina que la cubría la habían desgarrado. En la pequeña habitación que había detrás (el alojamiento privado de Mebra), la persona o personas que la habían registrado habían sido igual de concienzudas. Indiferente a la ausencia de luz, la asesina examinó los desechos. Alguien había estado buscando algo, o bien ocultando de forma deliberada un rastro.
Pensó en la aparición del asesino semk de la noche anterior. Ella había supuesto que el hombre la había visto de algún modo atravesar a la carrera los escombros y se había visto obligado a regresar. Pero le extrañó. Quizá lo habían hecho regresar, su tarea solo completada a medias. En cualquier caso, ese hombre no estaba trabajando solo esa noche. Había sido un descuido por parte de Apsalar pensar lo contrario.
En la cámara exterior se oyó un susurro vacilante.
—¿Dónde estás?
Apsalar volvió a meterse por la entrada.
—¿Qué haces aquí, Cuajo? Os dije que…
—Vienen dos personas. Mujeres, como tú. Como nosotras, también. Se me olvidó. Sí, aquí somos todas mujeres…
—Busca una sombra y escóndete —interpuso Apsalar—. Lo mismo para Telorast.
—¿No quieres que las matemos?
—¿Podéis?
—No.
—Escondeos.
—Menos mal que decidimos vigilar la puerta, ¿eh?
Sin hacer caso del fantasma, Apsalar se colocó junto a la entrada exterior. Sacó los cuchillos, apoyó la espalda en la piedra inclinada y esperó.
Oyó los pasos rápidos, los pies arrastrados cuando se detuvieron justo fuera, las respiraciones. Entonces la primera atravesó la puerta, en sus manos un farol graduable. Se internó todavía más en la habitación y abrió una de las ventanas del farol, el haz de luz se estrelló contra el muro contrario. Tras ella entró la segunda mujer, una cimitarra desenvainada y levantada.
Las guardias pardu de la caravana.
Apsalar se acercó y clavó la punta de una daga en la articulación del codo del brazo con el que la mujer sostenía la espada, después blandió la otra arma con el pomo por delante y lo estrelló contra la sien de la mujer.
Esta cayó, igual que su arma.
La otra se giró en redondo.
Una patada alta y con impulso la alcanzó por encima de la mandíbula. La mujer se tambaleó, el farol salió volando y chocó contra el muro.
Apsalar envainó sus cuchillos y se acercó a la guardia conmocionada. Un puñetazo en el plexo solar la hizo doblarse en dos. La guardia cayó de rodillas, después se derrumbó de lado y se acurrucó alrededor del dolor.
—Qué práctico —dijo Apsalar—, puesto que tenía intención de interrogaros de todos modos.
Regresó con la primera mujer y comprobó su estado: inconsciente, y con toda probabilidad permanecería así algún tiempo. De todos modos mandó la cimitarra a una esquina de una patada y la despojó de los cuchillos que le encontró escondidos bajo los brazos. Regresó de nuevo con la otra pardu y miró por un momento a la mujer inmóvil que se quejaba, se agachó, tiró de ella y la levantó.
Cogió el brazo derecho de la mujer, el que utilizaba para sujetar las armas y, con un giro brusco, se lo dislocó por el codo.
La mujer lanzó un grito.
Apsalar la agarró por la garganta con una mano y la lanzó contra la pared, la cabeza se estrelló con fuerza. El vómito se derramó por el guante y la muñeca de la asesina, pero sostuvo allí a la pardu.
—Ahora vas a responder a mis preguntas.
—¡Por favor!
—Nada de ruegos. Los ruegos solo me hacen más cruel. Si me satisfacen tus respuestas, puede que os permita vivir a ti y a tu amiga. ¿Lo entiendes?
La pardu asintió, el rostro manchado de sangre y un moratón alargado hinchándose bajo su ojo derecho, donde la había golpeado el mocasín con incrustaciones de hierro.
Apsalar percibió la llegada de los dos fantasmas y miró por encima del hombro. Se cernían sobre el cuerpo de la otra pardu.
—Una de nosotros podría tomarla —susurró Telorast.
—Chupado —asintió Cuajo—. Tiene la mente confusa.
—Ausente.
—Perdida en el Abismo.
Apsalar vaciló antes de contestar.
—Adelante.
—¡Yo! —siseó Cuajo.
—¡No, yo! —gruñó Telorast.
—¡Yo!
—¡Yo llegué primero!
—¡De eso nada!
—Elijo yo —dijo Apsalar—. ¿Aceptable?
—Sí.
—Oh, sí, tú eliges, queridísima señora…
—¡No estarás arrastrándote otra vez!
—¡Que no!
—Cuajo —dijo Apsalar—. Poséela.
—¡Sabía que ibas a elegirla a ella!
—Paciencia, Telorast. La noche todavía no ha acabado.
La mujer pardu que tenía delante estaba parpadeando con una expresión salvaje en los ojos.
—¿Con quién estás hablando? ¿Qué idioma es ese? ¿Quién está ahí fuera…? No veo…
—Se te ha apagado el farol. Da igual. Háblame de tu amo.
—Dioses del inframundo, duele…
Apsalar bajó una mano y retorció otra vez el brazo dislocado.
La mujer chilló y después se encorvó, inconsciente.
Apsalar la dejó deslizarse por el muro hasta que quedó más o menos sentada. Después sacó una petaca y salpicó de agua la cara de la pardu.
Los ojos se abrieron, la razón regresó y, con ella, el terror.
—No quiero oír nada sobre lo que duele —dijo Apsalar—. Quiero oír sobre el mercader. Tu jefe. Bueno, ¿lo intentamos otra vez?
La otra pardu estaba sentada, apoyada cerca de la entrada, emitía pequeños gruñidos, después tosió y al final escupió unas flemas ensangrentadas.
—¡Ah! —exclamó Cuajo—. ¡Mejor! ¡Oh, me duele todo, ah, el brazo!
—Calla —ordenó Apsalar, después clavó su atención una vez más en la mujer que tenía delante—. No soy una persona paciente.
—Asociación Comercial de Trygalle —dijo la mujer con un jadeo.
Apsalar se puso poco a poco en cuclillas. Una respuesta inesperada.
—Cuajo, sal de ese cuerpo.
—¿Qué?
—Ahora.
—Pues mejor, está toda rota. ¡Ah, libre de dolor otra vez! Esto es preferible, ¡fui idiota!
La carcajada de Telorast fue áspera.
—Y sigues siéndolo, Cuajo. Podría habértelo dicho yo, ¿sabes? No era la persona adecuada para ti.
—Se acabaron las charlas —dijo Apsalar. Tenía que pensar. El centro de operaciones de la Asociación Comercial de Trygalle era Darujhistan. Había pasado mucho tiempo desde que habían visitado el fragmento del reino de Sombra con municiones para Violín, suponiendo que fuese la misma caravana, y Apsalar sospechaba que lo era. Como proveedores de mercancías e información, empezaba a parecer obvio que había sido más de una misión lo que los había llevado a Siete Ciudades. Por otro lado, quizá estaban haciendo poco más que recuperarse allí, en la ciudad (dadas sus espeluznantes rutas por las sendas) y el mercader mago había dado instrucciones a sus guardias para que le llevaran todas y cada una de las informaciones poco habituales. Con todo, Apsalar necesitaba estar segura.
—Ese mercader de Trygalle, ¿qué trajo a ese hombre o mujer aquí, a Ehrlitan?
La hinchazón estaba cerrando el ojo derecho de la pardu.
—Hombre.
—¿Su nombre?
—Karpolan Demesand.
Al oír eso, Apsalar se permitió un leve asentimiento.
—Estábamos, eh, haciendo una entrega… los guardias, eh, somos accionistas…
—Sé cómo funciona la Asociación Comercial de Trygalle. Una entrega, has dicho.
—Sí, a Coltaine. Durante la cadena de perros.
—Eso fue hace algún tiempo.
—Sí. Lo siento, el dolor, duele hablar.
—Dolerá más si no hablas.
La pardu hizo una mueca, Apsalar todavía tardó un momento en darse cuenta de que había sido una sonrisa.
—No dudo de ti, bailarina de Sombra. Sí, había más. Piedras de altar.
—¿Qué?
—Piedras talladas, para rodear una piscina sagrada…
—¿Aquí, en Ehrlitan?
La mujer sacudió la cabeza, hizo una mueca y después contestó.
—No, en Y’Ghatan.
—¿Y vais de camino allí o ya de regreso?
—De regreso. Los viajes de ida son por las sendas. Estamos… eh… descansando.
—Así que el interés de Karpolan Demesand en una bailarina de Sombra es solo pasajero.
—Le gusta saberlo… todo. Con información adquirimos prerrogativas. Nadie quiere un combate en el trayecto.
—El trayecto.
—Por las sendas. Es… pavoroso.
Me imaginaba que lo sería.
—Dile a tu amo —dijo Apsalar— que a esta bailarina de Sombra no le hace gracia tanta atención.
La pardu asintió.
Apsalar se irguió.
—He terminado contigo.
La mujer se estremeció y se pegó a la pared, después levantó el antebrazo izquierdo para cubrirse la cara.
La asesina bajó la cabeza, miró a la guardia y se preguntó qué la había puesto así.
—Ahora entendemos ese lenguaje —dijo Telorast—. Cree que vas a matarla y es verdad, ¿no?
—No. Y debería ser obvio si ha de entregarle un mensaje a su amo.
—No está pensando con claridad —dijo Cuajo—. Además, ¿qué mejor manera de entregar tu mensaje que con dos cadáveres?
Apsalar suspiró y se dirigió a la pardu.
—¿Qué os trajo a este sitio? ¿A casa de Mebra?
La mujer replicó con la voz ahogada tras el antebrazo.
—Adquirir información… pero está muerto.
—¿Qué información?
—La que sea. Toda. Idas y venidas. Lo que vendiera. Pero has matado a Mebra…
—No. No lo maté yo. Como ofrenda de paz entre tu amo y yo, te diré una cosa. Un asesino de los sin nombre asesinó a Mebra. No hubo tortura. Un simple asesinato. Los sin nombre no estaban buscando información.
El único ojo visible de la pardu, que en ese momento aparecía por encima de la muñeca que lo protegía, se clavó en la asesina.
—¿Los sin nombre? ¡Los Siete Sagrados nos protejan!
—Y ahora —dijo Apsalar mientras sacaba su cuchillo—, necesito un poco de tiempo. —Y con eso golpeó fuertemente a la mujer con el pomo del cuchillo en la sien y observó a la pardu poner los ojos en blanco y derrumbarse.
—¿Vivirá? —preguntó Telorast acercándose un poco más.
—Déjala en paz.
—Puede que despierte y no recuerde nada de lo que le dijiste.
—No importa —respondió Apsalar mientras envainaba su cuchillo—. De todos modos, su amo le sacará todo lo que necesita saber.
—Un hechicero. Ah, viajan por las sendas, dijeron. Arriesgado. Ese tal Karpolan Demesand debe de empuñar la magia de un modo formidable; te has ganado un enemigo peligroso.
—Dudo que siga con esto, Telorast. He dejado con vida a sus accionistas y le he proporcionado a él información.
—¿Y qué hay de las tabletas? —preguntó Cuajo.
Apsalar se volvió.
—¿Qué tabletas?
—Las que están escondidas bajo el suelo.
—Enséñamelas.
La sombra flotó hacia el cuerpo desnudo de Mebra.
—Bajo él. Un escondite secreto, bajo este adoquín. Arcilla dura, listas interminables, seguro que no significan nada.
Apsalar hizo rodar el cuerpo. Soltó la piedra con facilidad y le extrañó la negligencia de los que habían registrado el lugar. Claro que, quizá Mebra había tenido cierto control sobre el sitio donde iba a morir. Estaba tirado justo encima. Se había excavado un pozo tosco y estaba atestado de tabletas de arcilla. En una esquina había un saco húmedo de arpillera con arcilla blanda y media docena de punzones de hueso envueltos en bramante.
Apsalar se levantó y fue a buscar el farol. Cuando había chocado con la pared, la ventana se había cerrado, pero la llama del interior seguía viva. Tiró del aro superior para levantar a medias las ventanas. Cuando regresó al escondrijo secreto, cogió la media docena de tabletas de arriba, se sentó con las piernas cruzadas junto al hoyo, dentro del pequeño círculo de luz, y empezó a leer.
Asistieron a la Gran Reunión del Culto de Rashan, Bridthok de G’danisban, Septhune Anabhin de Omari, Sradal Purthu de Y’Ghatan y Torahaval Delat de Karashimesh. Necios y charlatanes todos y cada uno, aunque hay que decir que Sradal es un necio peligroso. Torahaval es una zorra que carece del sentido del humor de su primo, y también de su letal peligrosidad. Para ella esto es un juego y nada más, pero será un magnífico trofeo, una suma sacerdotisa con encantos seductores, así que los acólitos acudirán en masa. De Septhune y Bridthok, este último es mi rival más próximo y se apoya mucho en su parentesco con ese loco de Bidithal, pero ahora conozco bien sus debilidades y pronto lo eliminará del voto final la desgracia. Septhune es un simple aficionado y nada más ha de decirse de él.
Dos de los miembros del culto se encontraban entre los objetivos de Apsalar. Memorizó los otros nombres por si surgía la oportunidad.
La segunda, tercera y cuarta tabletas contenían listas de contactos hechos en la última semana, con notas y observaciones que dejaban claro que Mebra había estado muy ocupado tejiendo su telaraña habitual de extorsión entre una multitud de víctimas lerdas. Mercaderes, soldados, esposas amorosas, ladrones y matones.
La quinta tableta resultó ser más interesante.
Sribin, mi agente más fiable, lo ha confirmado. El gral prófugo, Taralack Veed, estaba en Ehrlitan hace un mes. Sin duda un hombre al que se ha de temer, la daga más secreta de los sin nombre. Esto solo refuerza mi sospecha: han hecho algo, han desatado algún demonio antiguo y terrible. Igual que dijo el nómada khundryl, así que no era mentira, ese angustioso relato sobre el túmulo y el dragón que huía. Ha comenzado una caza. Pero ¿quién es la presa? ¿Y qué papel tiene Taralack Veed en todo esto? Oh, ya solo ese nombre, inscrito aquí en arcilla húmeda, llena mis huesos de escalofríos. Dessimbelackis maldiga a los sin nombre. Nunca juegan limpio.
—¿Cuánto tiempo más vas a hacer eso? —le preguntó Cuajo, a su lado.
Sin hacer caso de la sombra, Apsalar siguió abriéndose paso entre las tabletas, buscando el nombre de Taralack Veed. Las fantasmas vagaban por el lugar, de vez en cuando olisqueaban a las dos pardu inconscientes o salían deslizándose para regresar farfullando en un idioma desconocido.
Había treinta y tres tabletas en el hoyo y cuando sacó la última, Apsalar notó algo raro en el fondo. Acercó más el farol. Trozos rotos de arcilla seca. Fragmentos escritos con la letra de Mebra.
—Las destruye —dijo la asesina por lo bajo—. De forma periódica. —Estudió la última tableta que tenía en la mano. Acumulaba mucho más polvo que todas las demás y la escritura estaba más desvaída por el tiempo—. Pero esta la conservó. —Otra lista. Solo que en esa reconoció los nombres. Apsalar empezó a leer en voz alta—: Duiker por fin ha liberado a Heboric Toque de Luz. Plan arruinado por la rebelión y Heboric perdido. Coltaine marcha con sus refugiados, pero hay víboras entre los malazanos. Kalam Mekhar enviado a Sha’ik, las Espadas Rojas lo siguen. Kalam pondrá el libro sagrado en manos de Sha’ik. Las Espadas Rojas matarán a la zorra. Me siento complacido. —Las siguientes líneas se habían tallado en la arcilla después de que esta se hubiera endurecido, la escritura parecía irregular y apresurada—. Heboric está con Sha’ik. Conocido ahora como Manos Fantasmales y en esas manos está el poder de destruirnos a todos. Este mundo entero. Y nadie puede detenerlo.
Escrito en un ataque de terror y pánico. Sin embargo… Apsalar echó un vistazo a las otras tabletas. Algo tenía que haber pasado que lo había tranquilizado. ¿Estaba muerto Heboric? Apsalar no lo sabía. ¿Se había tropezado alguien más con el rastro de ese hombre, alguien consciente de la amenaza? Y en el nombre del Embozado, ¿cómo había terminado Heboric, un historiador menor de Unta, con Sha’ik?
Era obvio que las Espadas Rojas habían fracasado en su intento de asesinato. Después de todo, la consejera Tavore había matado a la mujer, ¿no? Delante de diez mil testigos.
—Esta mujer se está despertando.
Apsalar miró a Telorast. La sombra se cernía sobre la guardia pardu que yacía cerca de la entrada.
—De acuerdo —dijo Apsalar, volvió a meter el montón de tabletas en el hoyo y colocó bien la piedra—. Nos vamos.
—¡Por fin! Fuera ya casi hay luz.
—¿Nada de calzada alzada?
—Nada salvo ruinas, No-Apsalar. Oh, este sitio se parece demasiado a casa.
—¡Calla, Telorast, idiota! —siseó Cuajo—. No hablamos de eso, ¿recuerdas?
—Perdón.
—Cuando lleguemos a mi habitación —dijo Apsalar—, quiero que las dos me habléis de ese trono.
—Se acordó.
—Yo no —dijo Cuajo.
—Yo tampoco —dijo Telorast—. ¿Trono? ¿Qué trono?
Apsalar estudió a las dos fantasmas, los ojos levemente luminosos que se alzaban hacia ella.
—Oh, da igual.
El falah’d era una cabeza más bajo que Samar Dev (y ella apenas llegaba a la media) y con toda probabilidad pesaba menos que una de las piernas de la mujer si se la cortaban por la cadera. Una imagen desagradable, admitió Samar, pero tan real que daba miedo. Los huesos rotos habían sufrido una infección encarnizada y habían hecho falta cuatro brujas para sacar la presencia maligna. Eso había sido la noche anterior y Samar todavía se sentía débil y mareada, y estar allí de pie, bajo aquel sol abrasador, no estaba ayudando mucho.
Pero por muy bajo y ligero que fuera el falah’d, se esforzaba mucho por presentar una figura noble e imponente, encaramado al lomo de su yegua blanca de largas patas. Por desgracia, la bestia temblaba bajo él y se estremecía cada vez que el semental jhag de Karsa Orlong sacudía la cabeza y volvía los ojos con aire amenazador hacia ella. El falah’d sujetaba el pomo de la silla con las dos manos, los labios oscuros y finos crispados y cierta timidez en los ojos. Su ornamentada telaba, tachonada de joyas, estaba desarreglada y el acolchado sombrero redondo de seda que llevaba en la cabeza se le torcía cuando miraba al que todos conocían con el nombre de toblakai, en otro tiempo paladín de Sha’ik, el cual, en pie junto a su caballo, todavía era capaz, si hubiera querido, de mirar por encima del hombro al gobernante de Ugarat.
Cincuenta guardias de palacio acompañaban al falah’d, ninguno de los cuales, ni sus monturas, estaba tranquilo.
El toblakai estaba estudiando el inmenso edificio conocido como fortaleza Moraval. Habían vaciado una meseta plana entera y a los muros de roca les habían dado la forma de imponentes fortificaciones. Un foso profundo de paredes escarpadas rodeaba la fortaleza. Municiones moranthianas, o quizá hechicería, habían destruido el puente de piedra que salvaba el foso, y las puertas que había detrás, abolladas y chamuscadas, eran de hierro sólido. Se veían unas cuantas ventanas sueltas, altas y carentes de adornos, cada una sellada por puertas de hierro salpicadas de troneras sesgadas para disparar flechas.
El campamento de los sitiadores era miserable, unos cuantos cientos de soldados sentados o de pie cerca de hogueras y observando con un interés vago y hastiado. A un lado, justo al norte del estrecho camino, se extendía un cementerio tosco compuesto por unas cien plataformas de madera improvisadas que llegaban a la altura de las espinillas, cada una albergaba un cadáver envuelto en telas.
El toblakai por fin se volvió hacia el falah’d.
—¿Cuándo fue la última vez que se vio a un malazano en las almenas?
El joven gobernante se sobresaltó y después frunció el ceño.
—Se me otorgará el tratamiento —dijo con su voz aguda— que corresponde a mi autoridad como falah’d sagrado de Ugarat…
—¿Cuándo? —preguntó el toblakai, su expresión se había oscurecido.
—Bueno, eh, bueno… ¡Capitán Inashan, responda al bárbaro!
Con un rápido saludo marcial, el capitán se acercó a los soldados del campamento. Samar lo observó hablar con media docena de sitiadores, vio los varios encogimientos de hombros con los que respondían a sus preguntas, vio la espalda de Inashan erguirse y oyó su voz subir de volumen. Los soldados empezaron a discutir entre ellos.
El toblakai lanzó un gruñido. Señaló a su caballo.
—Quédate aquí, Estragos. No mates nada. —Después, el guerrero se acercó sin prisas al borde del foso.
Samar Dev vaciló un momento y después lo siguió.
El hombretón la miró cuando la mujer se detuvo a su lado.
—Asaltaré esta fortaleza yo solo, bruja.
—Desde luego que sí —respondió ella—. Únicamente estoy aquí para ver mejor.
—Dudo que haya mucho que ver.
—¿Qué estás planeando, toblakai?
—Soy Karsa Orlong, de los teblor. Sabes mi nombre y será el que utilices. Para Sha’ik era el toblakai. Está muerta. Para Leoman de los Mayales era el toblakai y se le puede dar ya por muerto. Para los rebeldes era…
—Vale, lo he asimilado. Solo las personas muertas o casi muertas te llamaban el toblakai, pero deberías saber que es solo ese nombre lo que ha evitado que te pudras el resto de tu vida en los pozos del palacio.
—Ese cachorrito del caballo blanco es un necio. Podría romperlo con un solo brazo.
—Sí, seguro que lo romperías. ¿Y su ejército?
—Más necios. He terminado de hablar contigo, bruja. Sé testigo.
Y eso fue lo que hizo la mujer.
Karsa bajó al foso. Escombros, armas rotas, piedras de asedio y cuerpos atrofiados. Los lagartos se escabullían por las rocas, las poliñeras se alzaban como hojas pálidas atrapadas en una corriente. El hombretón se dirigió a un punto que estaba justo bajo las dos inmensas puertas de hierro. Incluso con su altura apenas podía alcanzar el estrecho saliente de la base. Examinó los restos del puente que lo rodeaban y después empezó a apilar piedras, escogió los fragmentos más grandes y construyó unos toscos escalones.
Un rato más tarde se dio por satisfecho. Sacó la espada, subió los escalones y se encontró al mismo nivel que el ancho mecanismo de cierre remachado. Levantó la espada de piedra con las dos manos y apoyó la punta en la juntura, delante de donde le pareció que estaría el cierre. Esperó un momento, hasta que vio con claridad la posición de sus brazos y el ángulo de la hoja, y después levantó la espada, retrocedió todo lo que pudo en la plataforma improvisada de escombros, echó hacia atrás el arma y golpeó.
El impacto fue fuerte, el borde de calcedonia irrompible se incrustó en la juntura entre las puertas. El impulso cesó con un chasquido seco cuando la hoja se atascó en una barra de hierro sólido invisible, las reverberaciones batieron los brazos de Karsa y le envolvieron los hombros.
El gigante gruñó, esperó hasta que el dolor se apaciguó y sacó de un tirón el arma con un chirrido de metal. Después apuntó una vez más.
Sintió y oyó a la vez el crujido de la barra.
Karsa sacó la espada y lanzó el hombro contra las puertas.
Algo cayó con un tintineo estruendoso y la puerta de la derecha se abrió.
Al otro lado del foso, Samar Dev se quedó mirando. Acababa de presenciar algo… extraordinario.
El capitán Inashan llegó junto a ella.
—Que los Siete Sagrados nos protejan —susurró—. Acaba de atravesar una puerta de hierro.
—Sí, eso ha hecho.
—Necesitamos…
La mujer lo miró.
—¿Necesitamos qué, capitán?
—Necesitamos sacarlo de Ugarat. Que se vaya, lo antes posible.
Oscuridad en la chimenea del interior, muros inclinados, rampas y troneras. Un mecanismo había bajado el techo arqueado y había estrechado las paredes, Karsa vio que estaban suspendidas, quizá a un dedo de entrar en contacto entre sí y con el suelo pavimentado. Veinte pasos asesinos hasta una puerta interior, y esa puerta estaba entreabierta.
Karsa escuchó, pero no oyó nada. El aire olía a rancio, amargo. Miró con los ojos entrecerrados las troneras. Estaban oscuras, en las cámaras ocultas de ambos lados no había ninguna luz.
Con la espada preparada en las manos, Karsa Orlong entró en la fortaleza.
No había arena caliente corriendo por las rampas, las flechas no salían disparadas por las troneras, no había aceite hirviendo. Llegó a la puerta. Detrás, un patio, un tercio del cual estaba bañado en la intensa luz blanca del sol. Avanzó hasta dejar atrás la puerta y después levantó la cabeza. Habían ahuecado la roca, desde luego; sobre él había un rectángulo de cielo azul y el sol fiero llenaba una esquina. Las paredes de los cuatro lados estaban escalonadas con rellanos fortificados y balcones, además de un sinfín de ventanas. Distinguió puertas en esos balcones, algunas abiertas a la negrura, otras cerradas. Karsa contó veintidós niveles en el muro que tenía enfrente, dieciocho en el de la izquierda, diecisiete a la derecha, y detrás de él (en el muro exterior) doce en el centro, flanqueado por salientes que albergaban cada uno seis más. Esa fortaleza era una auténtica ciudad.
Y, al parecer, sin vida.
Un pozo abierto, oculto en la sombra en una esquina del patio, captó su atención. Adoquines levantados y apilados a los lados, un pozo excavado de algún tipo que se metía en los cimientos. Se acercó.
Los que habían excavado habían quitado los pesados adoquines para llegar a lo que parecía el lecho de roca, pero que había resultado ser poco más que una tapa de piedra de medio brazo de grosor más o menos que cubría una cámara subterránea hueca. Que hedía.
Una escala de madera bajaba a la cripta.
Una sentina improvisada, sospechó Karsa, puesto que seguramente los sitiadores habían bloqueado los desagües que salían al foso con la esperanza de favorecer la peste o algo parecido. La fetidez desde luego sugería que se había utilizado como letrina. Pero entonces, ¿para qué la escala?
—Estos malazanos tienen intereses muy extraños —murmuró. En sus manos podía sentir una tensión creciente en la espada de piedra, los espíritus vinculados de Bairoth Gild y Delum Thord se habían puesto nerviosos de repente—. O un descubrimiento casual —añadió—. ¿Es de eso de lo que me advertís, espíritus afines?
Miró la escala.
—Bueno, como decís, hermanos, me he metido en sitios peores. —Karsa envainó su espada y empezó a bajar.
Los excrementos manchaban las paredes, pero, por fortuna, no los escalones. Pasó junto al recubrimiento roto de piedra, el poco aire limpio que se filtraba lo impregnaba todo de un hedor denso y acre. Pero en él no había solo desechos humanos. Había algo más…
Al llegar al suelo de la cámara, Karsa esperó metido hasta los tobillos en mierda y charcos de pis hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Al final consiguió distinguir las paredes redondeadas, las piedras lucían ondulaciones horizontales pero, aparte de eso, carecían de adornos. Una tumba con forma de colmena, entonces, pero ese estilo Karsa no lo había visto jamás. Demasiado grande, para empezar, y no había señales de plataformas o sarcófagos. Ni ofrendas funerarias ni inscripciones.
No apreció ninguna entrada formal o puerta en ninguno de los muros. Karsa vadeó las aguas residuales para echar un mejor vistazo a la cantería y estuvo a punto de tropezar cuando bajó un saliente invisible, había estado en un estrado ligeramente elevado que se extendía casi hasta la base de los muros. Retrocedió y bordeó con cuidado toda la circunferencia. En el proceso descubrió seis pinchos de hierro sumergidos, hundidos en las profundidades de la piedra en dos conjuntos de tres. Los pinchos eran inmensos, de un grosor mayor que las muñecas de Karsa.
Regresó al centro y se detuvo cerca de la base de la escala. Si se echara con el pincho del medio de cualquiera de los dos conjuntos bajo su cabeza, no podría haber alcanzado los de los extremos con los brazos estirados. Si fuera la mitad más alto de lo que era, quizá lo consiguiera. Así pues, si habían sujetado algo con esos pinchos, había sido algo enorme.
Y, por desgracia, parecía que los pinchos habían fracasado…
Un movimiento ligero por el aire denso, hinchado, una sombra en la débil luz que se filtraba de arriba. Karsa buscó su espada.
Una mano gigantesca se cerró sobre su espalda, una garra aferró cada hombro, dos se situaron bajo las costillas, una más grande lo apuñaló y lo rodeó, justo bajo la clavícula izquierda. Los dedos se cerraron y se vio aupado por los aires, la escala de madera pasó ante él como un borrón. Tenía la espada atrapada contra la espalda. Karsa se estiró con las dos manos levantadas y rodeó una muñeca recubierta de escamas y más gruesa que la parte superior de su brazo.
Salió por el agujero de la losa y por los tirones y desgarraduras de los músculos supo que la bestia estaba trepando por un lado del pozo, ágil como un bhok’aral. Algo pesado y escamoso se le deslizó por los brazos.
Y después salió a la brillante luz del sol.
La bestia lanzó al teblor por el patio. Karsa aterrizó con un golpe fuerte y fue resbalando hasta estrellarse contra el muro exterior de la fortaleza.
Escupiendo sangre, con la sensación de que tenía cada hueso de la espalda fuera de lugar, Karsa Orlong se puso en pie de un empujón y se tambaleó hasta que pudo apoyarse en la piedra calentada por el sol.
Erguida, junto al pozo, había una monstruosidad de reptil, con dos patas, los brazos colgantes de un tamaño excesivo en anchura y largura, y con unas garras que arañaban los adoquines. Tenía cola, pero era una cola atrofiada y gruesa. Las mandíbulas de morro ancho estaban atestadas por unas filas entrelazadas de colmillos largos como dagas; sobre ellos, unos pómulos disparados y unas cejas prominentes que protegían unos ojos hundidos que relucían como piedras mojadas en una playa. Una cresta dentada partía el cráneo plano, alargado, de color amarillo pálido sobre la piel verde pardusca. La bestia se alzaba a una altura que superaba en más de la mitad la del toblakai.
Inmóvil como una estatua, la criatura lo estudió, la sangre le chorreaba de las garras de la mano izquierda.
Karsa respiró hondo, sacó su espada y la tiró a un lado.
La cabeza de la criatura tuvo un tic, un extraño ladeo lateral, después cambió, se inclinó mucho y las inmensas piernas lo impulsaron hacia delante.
Y Karsa se abalanzó directamente sobre la bestia.
Fue con toda claridad una respuesta no anticipada, porque se encontró dentro de esas manos que todo lo barrían y bajo las mandíbulas cortantes. Karsa levantó la cabeza de golpe y la estrelló con decisión contra la parte inferior de la mandíbula de la bestia, después volvió a agacharse, deslizó el brazo derecho entre las piernas de la criatura y le rodeó la derecha. El hombro aporreó el vientre y las manos se cerraron con fuerza al otro lado de la pierna capturada. Después levantó la pierna y se le escapó un bramido cuando aupó a la bestia hasta que se bamboleó sobre una sola pierna.
Las garras le machacaron la espalda, atravesaron la piel de oso y la destrozaron en un frenesí de golpes.
Karsa plantó la pierna derecha detrás de la izquierda de la bestia y después empujó con dureza en esa dirección.
La bestia se derrumbó y Karsa oyó huesos que se partían.
La cola corta lanzó un latigazo y lo alcanzó en la cintura. El aire salió con un estallido de los cuatro pulmones de Karsa y una vez más se vio girando por el aire, chocó contra el pavimento y dejó buena parte de la piel del hombro y la cadera derechas en la piedra dura cuando se deslizó otros cuatro pasos…
Hasta el borde del pozo. Cayó, lo paró en seco el borde de la tapa, que quedó todavía más rota, y después aterrizó de cara en el estanque de desechos de la tumba. Todo quedó rociado de escombros.
Karsa se irguió y se giró hasta quedar medio sentado. Iba escupiendo fluidos fétidos al intentar meter aire en los pulmones. Tosía, se asfixiaba. Gateó hacia un lado de la tumba, lejos del agujero del techo.
Unos momentos después consiguió volver a respirar. Se sacudió la mugre de la cabeza y se asomó al haz de luz que bajaba por la escala de madera. La bestia no había ido tras él… o quizá no lo había visto caer.
Se levantó y se dirigió a la escala. Miró arriba y no vio nada salvo el sol.
Karsa trepó. Cuando llegó al nivel del borde del pozo, frenó un poco y se aupó hasta que pudo ver el patio. La criatura no aparecía por ninguna parte. El teblor gateó a toda prisa hasta los adoquines. Volvió a escupir, se sacudió y se dirigió a la entrada interior de la fortaleza. No oyó ningún grito desde el otro lado del foso y supuso que la bestia no había ido en esa dirección. Lo que dejaba la fortaleza en sí.
Las puertas dobles estaban entreabiertas. Entró en una amplia cámara con el suelo de losas, las paredes lucían los fantasmas de murales desvaídos largo tiempo atrás.
Trozos de armadura mutilada y jirones de ropas ensangrentadas yacían esparcidos por todas partes. Cerca se encontraba una bota, dos huesos sobresalían de ella.
Justo enfrente, a veinte pasos de distancia, otra entrada, con las dos puertas derribadas y destrozadas. Karsa se acercó sin ruido y se quedó paralizado al oír el roce de unas garras en la baldosa, en la oscuridad. A su izquierda, cerca de la entrada. Retrocedió diez pasos y después se lanzó a toda velocidad. Atravesó la entrada. Unas manos lanzaron una cuchillada a su paso y oyó un siseo de frustración al tiempo que chocaba con un diván bajo que lo empujó hacia delante, contra una mesa baja. Las patas de madera explotaron bajo su peso. Karsa rodó hacia delante y el movimiento mandó una silla de respaldo alto dando vueltas y después deslizándose sobre una alfombra; el golpe seco y el tintineo de las garras de la criatura fue creciendo al acelerarse en su persecución.
Karsa se puso en pie y se escabulló lateralmente, una vez más eludió las garras que descendían sobre él. Se estrelló contra otra silla, esta inmensa. La cogió por las patas, la levantó y la arrojó para que interceptase en su camino a la criatura, que había salido impelida por el aire. La silla chocó contra las dos piernas estiradas y las echó de lado de golpe.
La bestia se derrumbó, se golpeó la cabeza y mandó baldosas rotas volando.
Karsa le dio una patada en la garganta.
La bestia le respondió con una patada en el pecho y el guerrero se vio lanzado hacia atrás de nuevo, aterrizó sobre un yelmo desechado que rodó por un momento y lo hizo retroceder todavía más hasta que chocó contra un muro.
Con el dolor tronando en su pecho, el toblakai se levantó como pudo.
La bestia estaba haciendo lo mismo, poco a poco, agitando la cabeza de un lado a otro, cogía aire con resuellos ásperos puntuados por toses intensas, secas.
Karsa se abalanzó sobre la criatura. Cerró la mano sobre la muñeca derecha y se metió debajo, retorció el brazo mientras giraba y después se volvió a dar la vuelta en redondo y siguió girando el brazo hasta que estalló por el hombro.
La criatura chilló.
Karsa le trepó a la espalda, los puños apalearon la coronilla. Cada embestida sacudía los huesos de la bestia. Los dientes chasqueaban, la cabeza se hundía con cada embate, pero volvía a subir a tiempo de recibir el siguiente. La criatura se tambaleaba bajo Karsa, el brazo derecho colgaba inerte, el izquierdo intentaba alzarse para quitárselo de encima, y todo él se escoraba continuamente por la habitación.
Karsa continuaba atizándolo, tenía las manos entumecidas a causa de los puñetazos.
Al fin oyó el crujido del cráneo.
Un estertor, de él o de la bestia, no estaba seguro, y después la criatura cayó y rodó.
La mayor parte de su inmenso peso se asentó por un momento entre los muslos de Karsa y al teblor se le escapó un rugido cuando apretó los músculos de las piernas para evitar que las crestas de la columna le alcanzaran la ingle. Entonces el reptil se lanzó de lado y le atrapó la pierna izquierda. Karsa levantó un brazo para rodear con él el cuello que se agitaba.
La criatura rodó un poco más y liberó su brazo izquierdo, lo levantó como una guadaña y lo giró. Unas garras se hundieron en el hombro izquierdo de Karsa. Una oleada de fuerza arrolladora se quitó al toblakai de encima y lo mandó dando vueltas contra los restos de la mesa destrozada.
La mano agarrotada de Karsa encontró una de las patas de la mesa. Se levantó como pudo y la lanzó con fuerza contra el brazo estirado de la bestia.
La pata se hizo pedazos, el brazo retrocedió de repente y hubo un pequeño chillido.
La bestia se irguió una vez más en toda su altura.
Karsa volvió a cargar.
Y lo recibió una patada, alta, en pleno pecho.
Negrura repentina.
Abrió los ojos. Oscuridad. Silencio. El hedor de heces, sangre y polvo que se asentaba. Se incorporó con un gemido.
Un estallido lejano. Arriba, en alguna parte.
Karsa estudió su entorno hasta que vio la puerta lateral. Se levantó y se precipitó cojeando hacia allí. Detrás había un pasillo ancho que llevaba hasta una escalera.
—¿Eso fue un grito, capitán?
—No estoy seguro, falah’d.
Samar Dev entrecerró los ojos bajo la luz brillante y miró al soldado que tenía al lado. Había estado murmurando por lo bajo desde que el toblakai había irrumpido por las puertas de hierro. Espadas de piedra, hierro y cerrojos parecían ser el foco de su monólogo privado, sazonado de vez en cuando con alguna maldición escogida. Eso, y la necesidad de sacar al gigante bárbaro de Ugarat y mandarlo lo más lejos posible.
Samar se secó el sudor de la frente y volvió a mirar la entrada de la fortaleza. Seguía sin haber nada.
—Están negociando —dijo el falah’d, inquieto sobre la silla, mientras los sirvientes permanecían a ambos lados y agitaban de forma alterna los grandes abanicos de papiro para refrescar al gobernante bienamado de Ugarat.
—La verdad, sagrado, es que sonó como un grito —dijo el capitán Inashan tras un momento.
—Entonces es una negociación beligerante, capitán. ¿Qué otra cosa puede llevar tanto tiempo? Si de verdad se hubieran muerto de hambre, ese bárbaro ya habría vuelto. A menos, por supuesto, que haya botín. Ah, ¿me equivoco en eso? ¡Creo que no! Es un salvaje, después de todo. Se ha soltado de la correa de Sha’ik, ¿no? ¿Por qué no murió protegiéndola?
—Si los relatos son ciertos —dijo Inashan con tono incómodo—. Sha’ik buscó un duelo personal con la consejera, falah’d.
—Demasiado conveniente ese relato. Contado por los supervivientes, los que la abandonaron. A mí no me convence ese tal toblakai. Es demasiado grosero.
—Sí, falah’d —dijo Inashan—, sí que lo es.
Samar Dev se aclaró la garganta.
—Sagrado, no hay botín que hallar en la fortaleza Moraval.
—¿No, bruja? ¿Y cómo puedes estar tan segura?
—Es una estructura antiquísima, más incluso que la propia Ugarat. Cierto, se han hecho alteraciones de vez en cuando, sus antiguos mecanismos resultan incomprensibles para nosotros, falah’d, incluso hoy, y todo cuanto tenemos ahora de ellos es un puñado de piezas. Yo he realizado un largo estudio de esos escasos fragmentos y he aprendido mucho…
—Ahora me aburres, bruja. Todavía no has explicado por qué no hay botín.
—Lo siento, falah’d. Mi respuesta: la fortaleza ha sido explorada incontables veces y no se ha hallado jamás nada de valor, salvo esos mecanismos desmantelados…
—Trastos inútiles. Muy bien, el bárbaro no está saqueando. Está negociando con esos miserables y viles malazanos, ante quienes tendremos que arrodillarnos una vez más. Me traicionan y humillan los rebeldes cobardes de Raraku. Oh, no se puede contar con nadie en estos días.
—Parece que no, falah’d —murmuró Samar Dev.
Inashan le lanzó una mirada.
Samar se limpió otra vez el sudor de la frente.
—¡Oh! —exclamó el falah’d de repente—. ¡Me estoy derritiendo!
—¡Un momento! —dijo Inashan—. ¿Fue eso una especie de bramido?
—¡Seguro que está violando a alguien!
Encontró a la criatura cojeando por un pasillo, cabeceando e inclinándose ora hacia un muro, ora hacia el otro. Karsa corrió tras ella.
Debió de oírlo porque se giró en redondo y abrió las mandíbulas en un siseo momentos antes de abalanzarse. El toblakai apartó de un tirón la mano que lo quería barrer y dio un rodillazo a la bestia en el vientre. El reptil se dobló en dos, la cresta del pecho chocó contra el hombro derecho de Karsa, que le metió a la bestia el pulgar bajo el brazo izquierdo, donde encontró tejido suave como el ante. Lo perforó y el pulgar se hundió en la carne y se enroscó alrededor de los ligamentos. Karsa cerró la mano y dio un tirón a esos ligamentos.
Unos dientes afilados como dagas le hurgaron en un lado de la cabeza y levantaron una tira de piel. La sangre se derramó sobre el ojo derecho de Karsa. Este tiró con más fuerza y se echó hacia atrás.
La bestia se precipitó con él. Karsa giró hacia un lado y evitó por los pelos el peso aplastante de la criatura, estaba lo bastante cerca como para ver la abertura antinatural de las costillas de la bestia tras el impacto.
La criatura luchó por levantarse, pero Karsa fue más rápido. La montó a horcajadas una vez más. Los puños aporrearon el cráneo del bicho. Con cada golpe, las mandíbulas inferiores chocaban contra el suelo y el teblor podía sentir que algo cedía en las placas de los huesos del cráneo bajo sus puños. Siguió machacándolo.
Una docena de latidos salvajes más tarde ralentizó el ritmo cuando se dio cuenta de que la bestia ya no se movía bajo él, la cabeza plana en el suelo, cada vez más ancha y plana con cada demoledor ataque de los puños magullados. Se estaban escapando fluidos. Karsa dejó de golpear. Aspiró una bocanada de aire accidentada, agónica, y la contuvo contra las repentinas oleadas de oscuridad que atronaban por su cerebro, luego liberó el aire en un suspiro uniforme y largo. Otra bocanada de flema ensangrentada que escupir contra el cráneo destrozado de la bestia muerta.
Karsa levantó la cabeza y miró furioso a su alrededor. Una puerta a la derecha. En la habitación siguiente, una mesa larga y sillas. Gimió, se levantó poco a poco y entró dando tumbos en esa cámara.
Un jarro de vino reposaba en la mesa. Había copas alineadas en filas regulares a ambos lados, cada una enfrente de una silla. Karsa las barrió de la mesa, cogió la jarra y se tiró en la superficie manchada de madera. Se quedó mirando al techo, donde alguien había pintado un panteón de dioses desconocidos que miraban todos al suelo.
Expresiones burlonas en todos y cada uno.
Karsa se presionó la solapa de piel suelta contra la sien y sonrió con desdén a las caras del techo antes de llevarse la jarra a los labios.
Bendito viento fresco una vez que el sol se acercaba al horizonte. Había reinado el silencio durante un tiempo desde aquel último bramido. Un buen número de soldados, en pie campanada tras campanada durante toda la tarde, se había desmayado y los estaba atendiendo el único esclavo que el falah’d había cedido de su séquito.
El capitán ya llevaba un buen rato reuniendo un pelotón con el que entrar en la fortaleza.
Al falah’d le estaban masajeando los pies y se los estaban bañando en hojas de menta que los esclavos habían masticado con aceite.
—¡Le está llevando mucho tiempo, capitán! —dijo—. ¡Mire ese caballo demoníaco cómo nos observa! ¡Ya habrá oscurecido para cuando irrumpa en la fortaleza!
—Van a traer antorchas, falah’d —dijo Inashan—. Ya casi estamos listos.
Su reticencia era casi cómica y Samar Dev no se atrevía a mirarlo otra vez a los ojos, no después de la expresión que su guiño de poco antes había provocado.
Un grito procedente del campamento de los sitiadores.
Había aparecido el toblakai, bajaba trepando por el saliente, de regreso a los escalones improvisados. Samar Dev e Inashan se abrieron paso hasta el foso y llegaron a tiempo de verlo salir. La piel de oso estaba hecha trizas y manchada de sangre. Se había atado una tira de tela alrededor de la cabeza para sujetar la piel de una sien. Le habían arrancado la mayor parte de las ropas del torso y quedaban a la vista un sinfín de brechas abiertas y heridas punzantes.
Y estaba cubierto de mierda.
Del falah’d, veinte pasos por detrás de ellos, partió una pregunta quejumbrosa.
—¡Toblakai! ¿Las negociaciones fueron bien?
Inashan se dirigió al teblor en voz más baja.
—¿Entiendo que no queda ningún malazano?
Karsa Orlong frunció el ceño.
—Yo no vi a ninguno. —Y pasó a su lado sin prisas.
Al volverse, Samar Dev se estremeció al contemplar el horror de los estragos sufridos por la espalda del guerrero.
—¿Qué pasó ahí dentro? —inquirió.
Un encogimiento de hombros que agitó la espada de piedra.
—Nada de importancia, bruja.
Sin frenar, sin volverse, el teblor siguió caminando.
Una mancha de luz a lo lejos, al sur, como un racimo de estrellas moribundas en el horizonte, marcaba la ciudad de Kayhum. El polvo de la tormenta de hacía una semana se había asentado y el cielo nocturno brillaba con las dos extensiones de los Caminos del Abismo. Corabb Bhilan Thenu’alas había oído que había estudiosos que afirmaban que esos amplios caminos no eran más que estrellas, reunidas en multitudes imposibles de contar, pero Corabb sabía que eso era una tontería. No podían ser más que caminos celestiales, los senderos recorridos por los dragones de las profundidades, dioses ancestrales y los herreros con soles en lugar de ojos que daban vida a las estrellas con sus martillos; y los mundos que giraban alrededor de esas estrellas eran simple escoria, desechos de las forjas, pálidos y manchados, sobre los que reptaban criaturas que se pavoneaban con engreimiento.
Se pavoneaban con engreimiento. Un viejo vidente se lo había dicho una vez y, por alguna razón, la frase se había grabado en la mente de Corabb y, de vez en cuando, le permitía sacarla para jugar con ella, su imaginación brillando con un asombro reluciente. La gente hacía eso, sí. Él los había visto una y otra vez. Como pájaros. Obsesionados y prepotentes, creyéndose muy altos, tan altos como el cielo nocturno. Ese vidente era un genio que lo había visto con toda claridad y lo había expresado en tres simples palabras. Y no era que el engreimiento fuera algo simple, y Corabb recordó que había tenido que preguntarle a una anciana lo que significaba la palabra; la mujer había lanzado una carcajada seca y le había metido la mano bajo la túnica para tironearle del pene, lo que había sido de lo más inesperado y, pese a la respuesta instintiva, nada grato. Una leve oleada de vergüenza acompañaba el recuerdo y escupió en el fuego que destellaba ante él.
Leoman de los Mayales estaba sentado enfrente de él, tenía un narguile lleno de durhang empapado en vino al lado, en los labios finos una boquilla de madera noble tallada en forma de pezón femenino y pintado de magenta para darle más veracidad. Los ojos de su líder resplandecían con un color rojo oscuro a la luz del fuego, los párpados entornados, la mirada aparentemente clavada en las llamas que lamían el ambiente.
Corabb había encontrado un trozo de madera tan largo como su brazo y ligero como el aliento de una mujer, lo que le indicó que una babosa de birit moraba en su interior, y acababa de sacarla con la punta del cuchillo. La criatura se retorcía en la punta de la hoja y había sido la visión de eso lo que le había recordado, por desgracia, la debacle con su pene. Con cierto malhumor partió la babosa en dos de un mordisco y empezó a masticar; los jugos le resbalaron por la barba.
—Ah —dijo con la boca llena—, tiene huevas. Delicioso.
Leoman lo miró y después le dio otra calada a la boquilla.
—Nos estamos quedando sin caballos —dijo.
Corabb tragó. La otra mitad de la babosa se retorcía en la punta del cuchillo, las hebras de huevos rosados pendían como perlas diminutas.
—Llegaremos, comandante —dijo, y sacó la lengua para lamer las huevas, seguido por un movimiento para meterse el resto de la babosa en la boca. Masticó y tragó—. Cuatro, cinco días, calculo yo.
Los ojos de Leoman resplandecieron.
—Lo sabes, entonces.
—¿Adónde vamos? Sí.
—¿Sabes por qué?
Corabb arrojó el trozo de madera al fuego.
—Y’Ghatan. La Primera Ciudad Sagrada. Donde Dassem Ultor, maldito sea su nombre, murió traicionado. Y’Ghatan, la ciudad más antigua del mundo. Construida sobre la forja de un herrero del Abismo, construida sobre sus mismos huesos. Siete Y’Ghatans, siete grandes ciudades que marcan las eras que hemos visto, la que vemos ahora agazapada sobre los huesos de las otras seis. Ciudad de olivares, ciudad de los aceites dulces… —Corabb hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Cuál era tu pregunta, comandante?
—Por qué.
—Ah, sí. ¿Sé por qué has elegido Y’Ghatan? Porque invitamos al asedio. Es una ciudad difícil de conquistar. Los idiotas de los malazanos se irán desangrando cuando intenten tomar las murallas. Añadiremos sus huesos a todos los demás, incluidos los del mismísimo Dassem Ultor…
—Él no murió allí, Corabb.
—¿Qué? Pero hubo testigos…
—De sus heridas, sí. De su… intento de asesinato. Pero no, amigo mío, la primera espada no murió, y vive todavía.
—¿Entonces dónde está?
—Dónde no importa. Deberías preguntar: «¿Quién es?». Pregunta eso, Corabb Bhilan Thenu’alas, y te daré la respuesta.
Corabb lo pensó. Incluso envuelto en los vapores de durhang, Leoman de los Mayales era demasiado listo para él. Inteligente, capaz de ver todo lo que Corabb no veía. Era el mejor comandante que había producido jamás Siete Ciudades. Habría derrotado a Coltaine. Con todos los honores. Y, si se lo hubieran permitido, habría aplastado a la consejera Tavore y después a Dujek Unbrazo. Habría habido una liberación auténtica para todo Siete Ciudades, y a partir de ahí la rebelión contra el maldito Imperio se habría ido extendiendo en oleadas hasta que todos se hubieran deshecho del yugo. Esa era la tragedia, la auténtica tragedia.
—El bendito Dessembrae nos persigue muy de cerca…
Leoman tosió una nube de humo y se dobló sin dejar de toser.
Corabb estiró el brazo para alcanzar una bota de agua y se la tiró a su líder a las manos. El hombre al fin pudo tomar aire y beber un largo trago. Se echó hacia atrás con un suspiro entrecortado y esbozó una amplia sonrisa.
—¡Eres una maravilla, Corabb Bhilan Thenu’alas! ¡Y para responderte, desde luego espero que no!
Corabb se sintió triste.
—Te burlas de mí, comandante —dijo.
—En absoluto, loco bendecido por Oponn, el único amigo que me queda que respire, en absoluto. Es el culto, ¿sabes? El señor de la Tragedia. Dessembrae. Ese es Dassem Ultor. No dudo que hayas entendido eso, pero piensa una cosa, para que haya un culto, una religión, con sacerdotes y demás, tiene que haber un dios. Un dios vivo.
—¿Dassem Ultor ha ascendido?
—Eso creo, aunque es un dios reticente. Se niega, como Anomander Rake de los tiste andii. Así que vaga, en huida eterna, y, quizá, también en eterna persecución.
—¿Para qué?
Leoman sacudió la cabeza. Después continuó.
—Y’Ghatan. Sí, amigo mío. Allí resistiremos y el nombre se convertirá en una maldición entre los malazanos para toda la eternidad, una maldición, amarga en sus lenguas. —Sus ojos se endurecieron de repente sobre Corabb—. ¿Estás conmigo? ¿Sin importar lo que ordene, sin importar la locura que parezca afligirme?
Algo en la mirada de su líder atemorizó a Corabb, pero asintió.
—Estoy contigo, Leoman de los Mayales. No lo dudes nunca.
Una sonrisa irónica.
—No te obligaré a atenerte a ello. Pero te agradezco tus palabras de todos modos.
—¿Por qué habrías de dudar de ellas?
—Porque solo yo sé lo que tengo intención de hacer.
—Cuéntamelo.
—No, amigo mío. Esta carga es mía.
—Tú nos guías, Leoman de los Mayales. Te seguiremos. Como dices, nos llevas tú a todos. Somos el peso de la historia, de la libertad, y sin embargo, tú no te combas bajo él…
—Ah, Corabb…
—Solo digo lo que es sabido, pero jamás se ha dicho en voz alta, comandante.
—Hay piedad en el silencio, amigo mío. Pero no importa. Está hecho, has hablado, es cierto.
—Te he afligido todavía más. Lo siento, Leoman de los Mayales.
Leoman volvió a beber de la bota y después escupió en el fuego.
—No hemos de decir nada más. Y’Ghatan. Esta será nuestra ciudad. Cuatro, cinco días. Acaba de terminar la temporada de la recogida, ¿no?
—¿Las aceitunas? Sí, llegaremos cuando los olivareros se hayan reunido. Un millar de mercaderes estarán allí, y peones en el camino que lleva a la costa para colocar nuevas piedras. Y alfareros, y fabricantes de toneles, y carreteros y caravanas. El aire estará dorado por el polvo y espolvoreado de oro…
—Eres un auténtico poeta, Corabb. Mercaderes y sus guardias contratados. Dime, ¿crees tú que se inclinarán ante mi autoridad?
—Tendrán que hacerlo.
—¿Quién es el falah’d de la ciudad?
—Vedor.
—¿Cuál?
—El de la cara de hurón, Leoman. Su hermano, el de la cara de pez, fue hallado muerto en la cama de su amante; a la puta no hubo forma de encontrarla, pero es probable que se haya enriquecido y escondido, o bien que esté en una tumba poco profunda. Es la historia de siempre entre los falad’han.
—¿Y estamos seguros de que Vedor continúa resistiéndose a los malazanos?
—Ninguna flota o ejército podría haberlos alcanzado todavía. Lo sabes, Leoman de los Mayales.
El hombre asintió con lentitud, los ojos una vez más clavados en las llamas.
Corabb levantó la cabeza y miró el cielo nocturno.
—Un día —dijo— caminaremos por los Caminos al Abismo. Y presenciaremos todas las maravillas del universo.
Leoman entrecerró los ojos y miró hacia arriba.
—¿Donde las estrellas son densas como venas?
—Son caminos, Leoman. ¿No creerás a esos eruditos perturbados, verdad?
—Todos los eruditos están perturbados, sí. No dicen nada que merezca la pena creer. Los caminos, entonces. La pista de fuego.
—Por supuesto —continuó Corabb—, para eso nos faltan muchos años…
—Como tú digas, amigo mío. Ahora será mejor que durmamos un poco.
Corabb se levantó con un crujido de huesos.
—Que sueñes esta noche con la gloria, comandante.
—¿Gloria? Oh, sí, amigo mío. Nuestra pista de fuego…
—Aah, esa babosa me ha dado indigestión. Fueron las huevas.
—Ese cabrón se dirige a Y’Ghatan.
El sargento Cuerdas miró a Botella.
—Has estado pensando, ¿verdad? Eso no es bueno, soldado. Nada bueno.
—No puedo evitarlo.
—Eso es todavía peor. Ahora voy a tener que vigilarte.
Koryk estaba a gatas, con la cabeza gacha, intentaba insuflar nueva vida en el lecho de carbones de la noche anterior. De repente le dio la tos al inhalar una nube de cenizas y se agachó, parpadeando y tosiendo para deshacerse de las flemas.
Sonrisas se echó a reír.
—Allá va otra vez el sabio hombre de las llanuras. Tú estabas dormido, Koryk, pero debería decirte que Chapapote orinó en ese fuego para apagarlo anoche.
—¿Qué?
—Te está mintiendo —dijo Chapapote desde donde estaba agachado junto a su mochila, reparando una correa—. Pero vaya, ha sido muy buena. Deberías haberte visto la cara, Koryk.
—¿Cómo le va a ver nadie la cara con esa máscara blanca que lleva? ¿No deberías pintarte líneas de muerte entre esa ceniza, Koryk? ¿No es lo que hacen los setis?
—Solo cuando entran en batalla, Sonrisas —dijo el sargento—. Y ahora vete de aquí, mujer. Eres peor que ese puñetero perro faldero hengese. Anoche mordió el tobillo de un khundryl y no había forma de que lo soltara.
—Espero que lo atravesaran vivo —dijo Sonrisas.
—De eso nada. Torcido hacía guardia. En fin, tuvieron que llamar a Temul para que desprendiera al bicho. Lo que digo, Sonrisas, es que tú no tienes a un perro pastor wickano para guardarte las espaldas, así que cuantos menos dardos lances, más segura estarás.
Nadie mencionó el cuchillo que se había clavado en la pierna de Koryk la semana anterior.
Sepia entró sin prisas en el campamento. Había encontrado a un pelotón que ya había hecho un poco del maloliente té de costumbre y lo estaba tomando a sorbos de su taza de hojalata.
—Están aquí —dijo.
—¿Quiénes? —preguntó Sonrisas.
Botella observó a su sargento, que se acababa de acomodar y se había apoyado en su mochila.
—De acuerdo —dijo Cuerdas con un suspiro—. La marcha se va a retrasar. Que alguien ayude a Koryk a encender ese fuego, vamos a preparar un desayuno como los dioses mandan. Cocina Sepia.
—¿Yo? Está bien, pero luego no protestéis.
—¿Por qué? —preguntó Cuerdas con una sonrisa inocente.
Sepia se acercó a la hoguera apagada y metió una mano en una saquita.
—Tengo aquí un poco de polvo fogoso sellado…
Todo el mundo se desperdigó, Cuerdas incluido. De repente, Sepia se había quedado solo; miró divertido a sus compañeros, todos y cada uno a quince pasos de distancia al menos. Frunció el ceño.
—Un grano o dos, nada más. Maldita sea, ¿creéis que estoy loco?
Todo el mundo miró a Cuerdas, que se encogió de hombros.
—Reacción instintiva, Sepia. Lo que me extraña es que no estés acostumbrado a estas alturas.
—¿Sí? ¿Y cómo es que el primero en salir disparado fuiste tú, Viol?
—¿Quién lo iba a saber mejor que yo?
Sepia se agachó junto a la hoguera apagada.
—Bueno —murmuró—, estoy destrozado. —Sacó un disco pequeño de arcilla de la saquita. Era una ficha de un juego de mesa llamado «hoyos», que era el pasatiempo favorito de Sepia. El zapador escupió en la ficha y después la tiró a los carbones. Y se apartó a toda prisa.
Nadie más se movió.
—Eh —dijo Koryk—, eso no sería una ficha de hoyos de verdad, ¿no?
Sepia lo miró.
—¿Por qué no iba a serlo?
—¡Porque esas cosas las tiran!
—Solo cuando pierdo —respondió el zapador.
Un estallido de ceniza y llamas repentinas. Sepia regresó y empezó a echar trozos de estiércol al fuego.
—Bueno, que alguien se ocupe de esto. Voy a buscar lo que pasa por comida por aquí, a ver si apaño algo.
—Botella tiene unos lagartos —dijo Sonrisas.
—Olvídalo —contestó Botella a toda prisa—. Son, eh… mis amigos. —Se encogió cuando los demás miembros del pelotón se giraron para mirarlo.
—¿Amigos? —preguntó Cuerdas. Se rascó la barba y estudió a su soldado.
—¿Qué pasa? —dijo Sonrisas—, ¿los demás somos demasiado listos para ti, Botella? ¿Todas esas palabras confusas que usamos? ¿El hecho de que podamos leer esos garabatos grabados en arcilla, en las tabletas de cera y los pergaminos? Bueno, salvo Koryk, por supuesto. En fin. ¿Te sientes poca cosa, Botella? No me refiero al plano físico, eso no hay ni que decirlo. Pero, en el plano mental, ¿no? ¿Es ese el problema?
Botella la miró furioso.
—Te arrepentirás de todo eso, Sonrisas.
—¡Oh, va a mandar a sus amigos lagartos a por mí! ¡Socorro!
—Ya basta, Sonrisas —dijo Cuerdas con un gruñido de advertencia.
La mujer se levantó y se pasó las manos por el pelo que todavía llevaba suelto.
—Bueno, yo me voy a cotillear con Destello de Ingenio y Uru Hela. Destello dice que vio a Neffarias Bredd hace un par de días. Había muerto un caballo y él lo llevó al campamento de su pelotón. Lo asaron. No quedan más que los huesos.
—¿El pelotón se comió un caballo entero? —bufó Koryk—. ¿Cómo es que yo nunca he visto a ese tal Neffarias Bredd? ¿Aquí lo ha visto alguien?
—Yo sí —respondió Sonrisas.
—¿Cuándo? —preguntó Koryk.
—Hace unos días. Me aburre hablar contigo. Y se te está apagando el fuego. —La chica se alejó.
El sargento seguía tirándose de la barba.
—Por los dioses del inframundo, tengo que cortarme esto de una vez —murmuró.
—Pero los polluelos todavía no han dejado el nido —dijo Sepia mientras posaba una brazada entera de comida—. ¿Quién ha estado recogiendo serpientes? —preguntó y dejó caer los diversos objetos. Cogió una cosa larga, parecida a una cuerda—. Apestan…
—Es el vinagre —dijo Koryk—. Es un antiguo manjar seti. El vinagre cocina la carne, ¿sabes?, para cuando no tienes tiempo de ahumarla poco a poco.
—¿Qué estás haciendo matando serpientes? —inquirió Botella—. Son útiles, ¿es que no lo sabes?
Cuerdas se levantó.
—Botella, ven a dar un paseo conmigo.
Oh, mierda. Tengo que aprender a no decir nada.
—Sí, sargento.
Cruzaron la zanja y se dirigieron a la extensión accidentada del Lato Odhan, el hogar casi plano y polvoriento de un buen montón de rocas hechas pedazos, ningún fragmento más grande que la cabeza de un hombre. Al sudoeste, muy lejos, por algún lado, estaba la ciudad de Kayhum, todavía invisible, mientras que tras ellos se alzaban las montañas Thalas, sin árboles desde hacía siglos y erosionadas como dientes podridos. Ninguna nube aliviaba el brillante sol de la mañana, que ya calentaba.
—¿Dónde guardas los lagartos? —preguntó Cuerdas.
—En la ropa, lejos del sol, es decir, durante el día. Por la noche se van por ahí.
—Y tú te vas con ellos.
Botella asintió.
—Un talento muy útil —comentó el sargento—, sobre todo para espiar. No al enemigo, por supuesto, pero sí a todos los demás.
—Hasta el momento. Es decir, no hemos estado lo bastante cerca del enemigo…
—Lo sé. Y por eso no le has hablado a nadie de esto. Bueno, ¿y has estado escuchando mucho a la consejera? Es decir, desde esa vez que te enteraste de la caída de los Abrasapuentes.
—No mucho, a decir verdad. —Botella vaciló, se preguntaba cuánto debería decir.
—Suéltalo ya, soldado.
—Es esa garra…
—Perla.
—Sí, y, bueno, eh, el mago supremo.
—Ben el Rápido.
—Eso, y ahora está Tayschrenn también…
Cuerdas cogió a Botella por el brazo y le dio la vuelta.
—Se fue. Solo estuvo aquí unas campanadas y eso fue hace una semana…
—Sí, pero eso no significa que no pueda volver en cualquier momento, ¿no? Pero bueno, todos esos magos tan poderosos y aterradores, bueno, que me ponen nervioso.
—¡Tú sí que me estás poniendo nervioso, Botella!
—¿Por qué?
El sargento lo miró con los ojos guiñados, después le soltó el brazo y siguió caminando.
—¿Adónde vamos? —preguntó Botella.
—Dímelo tú.
—Por ahí no.
—¿Por qué?
—Eh. Nada y Menos, justo al otro lado de esa pequeña colina.
Cuerdas dejó escapar media docena de maldiciones que no habrían desentonado en los muelles.
—¡Que el Embozado nos lleve! Escucha, soldado, yo no me he olvidado de nada, ¿sabes? Y te recuerdo jugando a los dados con Meanas, haciendo muñecos del Embozado y Cuerda. Magia de la tierra, hablas con espíritus… por todos los dioses del inframundo, te pareces tanto a Ben el Rápido que me pones los pelos de punta. Ah, ya, que te viene todo de tu abuela… pero, verás, ¡resulta que yo sé de dónde sacó el Rápido sus talentos!
Botella miró al hombre con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—¿Qué quieres decir con «qué»?
—¿De qué estás hablando, sargento? Me tienes confundido.
—El Rápido tiene más sendas a las que acudir que cualquier otro mago del que haya oído yo hablar. Salvo —añadió con un gruñido de frustración— salvo quizá tú.
—¡Pero si a mí ni siquiera me gustan las sendas!
—No, tú te acercas más a Nada y Menos, ¿no? Espíritus y cosas así. ¡Es decir, cuando no estás jugando con el Embozado y Sombra!
—Son más antiguas que las sendas, sargento.
—¡Ya estamos! ¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno. Las Fortalezas. Son fortalezas. O lo eran. Antes de las sendas. Es magia antigua, fue lo que me enseñó mi abuela. Muy antigua. Pero bueno, he cambiado de opinión sobre Nada y Menos. Están tramando algo y yo quiero ver qué es.
—Pero no quieres que nos vean a nosotros.
Botella se encogió de hombros.
—Ya es demasiado tarde para eso, sargento. Saben que estamos aquí.
—Muy bien, tú delante, entonces. Pero quiero que Ben el Rápido hable contigo. Y quiero saberlo todo sobre esas fortalezas de las que hablas.
No, no quieres.
—De acuerdo. —Ben el Rápido. Un encuentro. Mala cosa. Quizá podría huir. No, no seas idiota. No puedes huir, Botella. Además, ¿qué riesgos había en hablar con el mago supremo? No estaba haciendo nada malo, exactamente. En realidad no. No que nadie supiera, de todos modos. Salvo un cabrón astuto como Ben el Rápido. Por el Abismo, ¿y si averigua quién camina en mi sombra? Bueno, no es como si hubiera pedido yo la compañía, ¿no?
—No sé lo que estás pensando —dijo Cuerdas con un profundo gruñido—, pero me está poniendo los pelos de punta.
—No soy yo. Nada y Menos. Han empezado un ritual. He vuelto a cambiar de opinión… quizá deberíamos volver.
—No.
Empezaron a subir la suave ladera.
Botella sintió un sudor repentino bajándole bajo la ropa.
—Tú tienes un talento natural, ¿verdad, sargento? Los pelos de punta y todo eso. Eres sensible a… cosas.
—Tuve una niñez difícil.
—¿Dónde ha ido el pelotón de Gesler?
Cuerdas le lanzó una mirada.
—Lo estás haciendo otra vez.
—Lástima.
—Escoltan a Rápido y Kalam, que se han adelantado. Así que te alegrará saber que para tu temido encuentro con el Rápido todavía falta un poco.
—Se han adelantado. ¿Por alguna senda? No deberían hacer eso, ¿sabes? Ahora no. Aquí no…
—¿Por qué?
—Bueno, porque no.
—Por primera vez en mi carrera como soldado del Imperio de Malaz, de verdad quiero estrangular a un compañero.
—Lástima.
—¡Deja de decir ese nombre!
—No es un nombre. Es una palabra.
Las manos magulladas del sargento apretaron con fuerza los puños.
Botella se quedó callado. Se preguntaba si Cuerdas terminaría estrangulándolo de verdad.
Llegaron a la cima. Treinta pasos más allá, los hechiceros wickanos habían dispuesto un círculo de piedras dentadas y estaban sentados en su interior, enfrente el uno del otro.
—Están viajando —dijo Botella—. Es una especie de camino espiritual, como hacen los tanno. Son conscientes de nuestra presencia, pero solo de una forma vaga.
—Supongo que no entramos en ese círculo.
—No a menos que tengamos que sacarlos.
Cuerdas lo miró.
—No a menos que tenga que sacarlos yo, quiero decir. Si algo va mal. Si se meten en líos.
Se acercaron un poco más.
—¿Qué te hizo alistarte en el ejército, Botella?
Ella insistió.
—Mi abuela pensó que sería buena idea. Acababa de morir, sabes, y su espíritu estaba… un poco agitado. Sobre algo. —Oh-oh, aléjate, Botella—. Yo me aburría. Estaba inquieto. Vendía muñecos a los pilotos y marineros en los muelles…
—¿Dónde?
—Jakatakan.
—¿Qué clase de muñecos?
—Los que parecen gustarles a los jinetes de la tormenta. Aplacamiento.
—¿Jinetes de la tormenta? Por los dioses del inframundo, Botella, creía que no había nada que funcionara con ellos en los últimos tiempos. Desde hace años ya.
—Los muñecos no funcionaban siempre, pero a veces sí, lo que era mejor que la mayor parte de las ofrendas. En fin, que me estaba sacando mis buenos dineros, pero no parecía suficiente…
—¿Tienes frío de repente?
Botella asintió.
—Normal, teniendo en cuenta el sitio al que han ido.
—¿Y adónde han ido?
—Por la puerta del Embozado. No pasa nada, sargento. Creo. En serio. Son bastante astutos, y siempre que no llamen la atención de quien no deben…
—Pero… ¿por qué?
Botella lo miró. El sargento se había puesto pálido. No era de extrañar. Esos malditos fantasmas de Raraku lo habían puesto de los nervios.
—Están buscando a unas… personas. Personas muertas.
—¿Sormo E’nath?
—Supongo. Wickanos. Los que murieron en la cadena de perros. No es la primera vez que lo hacen. No los encuentran… —Se detuvo cuando una ráfaga de viento gélido giró por el círculo de piedras. Una escarcha repentina recubrió el suelo—. Oh, esto no va bien. Vuelvo enseguida, sargento.
Botella echó a correr y saltó dentro del círculo.
Y se desvaneció.
O supuso que se había desvanecido, puesto que ya no estaba en el Lato Odhan sino metido hasta los tobillos en huesos podridos y medio deshechos, un cielo de un color gris enfermizo sobre su cabeza. Alguien estaba chillando. Botella se giró al oír el ruido y vio tres figuras a treinta pasos de distancia. Nada y Menos y, delante de ellos, una aparición horrenda, y era ese espectro el que estaba chillando. Los dos jovencitos wickanos se encogían ante la diatriba.
Un idioma que Botella no entendía. Se acercó más, levantaba polvo de huesos con cada paso.
El espectro estiró los brazos de repente, agarró a los dos wickanos, los levantó por los aires y empezó a sacudirlos.
Botella echó a correr. ¿Y qué hago cuando llegue allí?
La criatura gruñó con desdén y lanzó a Nada y Menos al suelo, después desapareció de súbito entre las nubes de polvo.
El soldado los alcanzó cuando se estaban poniendo en pie. Menos estaba soltando tacos en su lengua materna mientras se cepillaba el polvo de la túnica. Miró con furia a Botella cuando llegó.
—¿Y tú qué quieres?
—Creía que teníais problemas.
—Estamos bien —zanjó Nada, pero había una expresión avergonzada en su rostro adolescente—. Puedes llevarnos de regreso, mago.
—¿Te envió la consejera? —preguntó Menos—. ¿Es que no vamos a tener un momento de paz?
—No me envió nadie. Bueno, el sargento Cuerdas… solo estábamos dando un paseo…
—¿Cuerdas? ¿Te refieres a Violín?
—Se supone que…
—No seas idiota —dijo Menos—. Todo el mundo lo sabe.
—No somos idiotas. Es obvio que no se os ha ocurrido pensar a ninguno de los dos que quizá Violín lo quiera así. Ahora prefiere que lo llamen Cuerdas porque su antigua vida ha desaparecido, y con el nombre antiguo vienen los malos recuerdos, y de esos ya tiene bastantes.
Ninguno de los dos wickanos respondió.
Tras unas cuantas zancadas más a Botella le vino a la mente algo.
—Bueno, ¿era un espectro wickano? ¿Uno de los muertos que estabais buscando?
—Sabes demasiado.
—¿Lo era?
Nada maldijo por lo bajo.
—Nuestra madre —dijo luego.
—Vuestra… —Botella se quedó callado.
—Nos estaba diciendo que dejemos de lloriquear y que crezcamos de una vez —añadió Nada.
—Eso te lo estaba diciendo a ti —replicó Menos—. A mí me dijo que…
—Que tomaras marido y te quedaras embarazada.
—Eso solo fue una sugerencia.
—¿Hecha mientras te sacudía por los aires? —preguntó Botella.
Menos escupió a los pies del soldado.
—Una sugerencia. Algo en lo que quizá debería pensar. Además, a ti no tengo que escucharte, soldado. Eres malazano. Un mago de pelotón.
—Y también es —señaló Nada— el que cabalga en chispas vitales.
—Muy pequeñas. Como hacíamos nosotros de niños.
Botella sonrió al oír el comentario.
La chica captó la sonrisa.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Nada. Perdón.
—Creí que nos ibas a llevar de regreso.
—Eso creía yo también —dijo Botella, se detuvo y miró a su alrededor—. Oh, creo que han notado nuestra presencia.
—¡Es culpa tuya, mago! —lo acusó Nada.
—Es probable.
Menos siseó y señaló.
Había aparecido otra figura y a ambos lados unos perros rechonchos. Perros pastores wickanos. Nueve, diez, doce. En sus ojos un brillo plateado. El hombre que avanzaba entre ellos era obviamente wickano, canoso, bajo y patizambo. En la cara tenía unas cicatrices feroces.
—Es Bastión —susurró Menos, y se adelantó.
Los perros gruñeron.
—Nada, Menos, llevo tiempo buscándoos —dijo el fantasma llamado Bastión, que se detuvo a diez pasos de distancia con los perros alineados a ambos lados—. Oídme bien. Este no es nuestro sitio. ¿Comprendéis? No es nuestro sitio. —Hizo una pausa y se tiró de la nariz en un gesto habitual—. Pensad bien en mis palabras. —Después se giró, hizo una pausa y miró atrás por encima del hombro—. Y Menos, cásate y ten niños.
Los fantasmas se desvanecieron.
Menos dio una patada en el suelo. Se levantó polvo a su alrededor.
—¿Por qué me dice todo el mundo lo mismo? —exclamó.
—Tu tribu ha quedado diezmada —dijo Botella con tono razonable—. Tiene sentido…
La chica avanzó hacia él.
Botella dio un paso atrás…
Y reapareció dentro del círculo de piedras.
Un momento después se oyeron suspiros ahogados, eran Nada y Menos, cuyos cuerpos se crisparon con las piernas cruzadas.
—Empezaba a preocuparme —dijo Cuerdas a su lado, plantado justo fuera del aro.
Los dos wickanos empezaron a levantarse con lentitud.
Botella corrió junto a su sargento.
—Deberíamos irnos ya —dijo—. Quiero decir, antes de que ella se recupere del todo.
—¿Por qué?
Botella echó a andar.
—Está cabreada conmigo.
El sargento lanzó un bufido y lo siguió.
—¿Y por qué está cabreada contigo, soldado? Como si tuviera que preguntarlo.
—Por algo que dije.
—Oh, qué sorpresa.
—No quiero entrar en ello, sargento. Lástima.
—Me están entrando ganas de lanzarte al suelo y sujetarte para que ella te dé.
Llegaron a la cima. Tras ellos, Menos comenzó a gritar maldiciones. Botella aceleró el paso. Después se detuvo y se agachó, metió la mano bajo la camisa y sacó con mucho cuidado un lagarto en absoluto inquieto.
—Despierta —murmuró y lo puso en el suelo. El animalito se escabulló.
Cuerdas lo observó.
—Va a seguirlos, ¿verdad?
—Ella podría decidir lanzar una maldición de verdad —explicó Botella—. Y si lo hace, necesito contrarrestarla.
—Por el aliento del Embozado, ¿se puede saber qué le dijiste?
—Cometí un error terrible. Estuve de acuerdo con su madre.
—Deberíamos largarnos de aquí. O…
Kalam lo miró.
—De acuerdo, Rápido. —Levantó una mano para detener a los soldados que los flanqueaban y al que iba detrás, después emitió un silbido bajo para alertar al enorme cabo de barba pelirroja que iba en cabeza.
Los miembros del pelotón se acercaron y rodearon al asesino y al mago supremo.
—Nos están siguiendo —dijo el sargento Gesler mientras se limpiaba el sudor de la frente curtida.
—Es peor que eso —dijo Ben el Rápido.
—Ya estamos —murmuró el soldado llamado Arenas.
Kalam se volvió y estudió la pista que habían dejado atrás. No veía nada en aquel torbellino incoloro.
—Esta sigue siendo la senda Imperial, ¿no?
Ben el Rápido se frotó el cuello.
—No estoy muy seguro.
—Pero ¿cómo puede ser? —Eso lo dijo el cabo Tormenta, la frente arrugada y los ojillos resplandeciendo, como si estuviese a punto de ponerse hecho un basilisco. Sujetaba su espada de pedernal gris como si esperara que un demonio cobrara vida de repente con un estallido justo delante de ellos.
El asesino comprobó sus cuchillos largos y se dirigió a Ben el Rápido.
—¿Y bien?
El brujo vaciló y después asintió.
—De acuerdo.
—¿Qué acabáis de decidir vosotros dos? —preguntó Gesler—. ¿Y tan difícil sería explicárnoslo a nosotros?
—Cabrón sarcástico —comentó Ben el Rápido, que le dedicó al sargento una gran sonrisa blanca.
—En mis tiempos puse del revés muchas caras —dijo Gesler devolviéndole la sonrisa—, pero ninguna que perteneciera a un mago supremo.
—Podrías no estar aquí si lo hubieras hecho, sargento.
—Regresemos al asunto —dijo Kalam con voz profunda y tono admonitorio—. Vamos a esperar y ver qué viene detrás, Gesler. Rápido no sabe dónde estamos y eso por sí solo ya es bastante inquietante.
—Y después nos vamos —añadió el brujo—. Nada de hacerse el héroe.
—El lema del Decimocuarto —dijo Tormenta con un suspiro audible.
—¿Cuál? —preguntó Gesler—. ¿«Y después nos vamos» o «Nada de hacerse el héroe»?
—Elige tú.
Kalam estudió al pelotón, primero a Gesler, después a Tormenta, a continuación al muchacho, Verdad, Pella y el mago menor, Arenas. Menuda pandilla de desgraciados.
—Venga. Vamos, lo matamos —dijo Tormenta y se dio la vuelta—, y luego ya hablamos de lo que era.
—El Embozado sabrá cómo has podido vivir tanto tiempo —dijo Ben el Rápido sacudiendo la cabeza.
—Porque soy un hombre razonable, mago supremo.
Kalam lanzó un gruñido. Vale, puede que termine cogiéndoles cariño.
—¿Está muy lejos, Rápido?
—Cada vez más cerca. Y no es singular. Es plural.
Gesler se descolgó la ballesta y Pella y Verdad lo imitaron. Cargaron los cuadrillos y se desplegaron.
—Plural, has dicho —murmuró el sargento mientras miraba furioso a Ben el Rápido—. ¿Y serán dos? ¿Seis? ¿Cincuenta mil?
—No es eso —dijo Arenas con la voz temblorosa de repente—. Es de dónde han salido. De Caos. Tengo razón, ¿verdad, mago supremo?
—Así que —dijo Kalam— las sendas están metidas en un auténtico lío.
—Ya te lo dije, Kal.
—Lo dijiste. Y le dijiste a la consejera lo mismo. Pero ella quería que llegáramos a Y’Ghatan antes que Leoman. Y eso significa usar las sendas.
—¡Ahí! —siseó Verdad y señaló algo.
Surgió de la oscuridad gris algo inmenso, imponente, negro como una nube de tormenta que llenó el cielo. Y detrás, otro, y otro…
—Hora de irse —dijo Ben el Rápido.