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Es un hecho sabido por todos que un hombre que resulta ser el hechicero más poderoso, más terrible y más letal del mundo debe tener una mujer a su lado. Pero de ello no se deduce, niños míos, que una mujer de similares proporciones requiera un hombre al suyo.

Y ahora bien, ¿quién quiere ser tirano?

—Señora Wu

Escuela Ciudad Malaz de niños abandonados y golfillos

1152 del Sueño de Ascua

Insustancial, aparecía y desaparecía, lleno de humo y entreverado de jirones, Ammanas no paraba de moverse sobre el antiguo trono de Sombra. Los ojos como hematites pulidas estaban clavados en la escuálida figura que tenía en pie delante. Una figura cuya cabeza carecía de pelo salvo por una maraña salvaje de rizos grises y negros encima de las orejas y por detrás del cráneo sutilmente deformado. Y dos cejas que competían con el flequillo en caótica rebeldía, escabulléndose y anudándose para igualar el desconcertante e inquietante tumulto de emociones de la arrugada cara que había debajo.

El sujeto no dejaba de murmurar, y no del todo en voz baja.

—No es tan aterrador, ¿verdad? Entra y sale, llega y se va, aquí y en otros sitios, una aparición de intención vacilante y quizá vacilante intelecto, mejor no dejarle que me lea el pensamiento… ¡ponte serio, no, atento, no, complacido! No, espera. Encogido. Aterrado. No, maravillado. Sí, maravillado. Pero no durante mucho tiempo, eso es cansado. Pon cara de aburrido. Dioses, ¿en qué estoy pensando? Lo que sea menos aburrido, por muy aburrido que pueda ser esto, con él mirándome desde ahí arriba y yo mirándole desde aquí abajo y Cotillion ahí de brazos cruzados, apoyado en la pared y con esa sonrisa de satisfacción, ¿qué clase de público es? La peor clase, digo yo. ¿Qué estaba pensando? Bueno, por lo menos estaba pensando. Estoy pensando, de hecho, y se podría suponer que Tronosombrío está haciendo lo mismo, suponiendo claro está que su cerebro no se haya escapado por algún agujero, puesto que no es nada más que sombras así que, ¿qué tiene dentro? El caso es que yo bien haría en recordarme, como estoy haciendo ahora, el caso es que él me emplazó a mí. Así que aquí estoy. Servidor legítimo. Leal. Bueno, más o menos leal. Fiable. La mayor parte del tiempo. Modesto y respetuoso, siempre. En apariencia para los demás y lo que es aparente para los demás es lo único que importa en este y cualquier otro mundo. ¿Verdad? ¡Sonríe! Una mueca. Pon cara de útil. Esperanzado. Agobiado, hirsuto, casual. Espera, ¿cómo se pone cara de casual? ¿Qué clase de expresión debe de ser esa? Debo reflexionar. Pero ahora no, porque esto no es casual, esto es circunstancial…

—Silencio.

—¿Mi señor? Yo no he dicho nada. Oh, será mejor que aparte la vista y piense en esto. No he dicho nada. Silencio. ¿Quizá esté haciendo una observación? Sí, tiene que ser eso. Vuelve a mirar ahora, con deferencia, y di en voz alta: «Desde luego, mi señor». Silencio. Ya está. ¿Cómo reacciona? ¿Es eso cólera creciente? ¿Cómo se va a saber con todas esas sombras? Bueno, si yo me sentara en ese trono…

—¡Iskaral Pust!

—¿Sí, mi señor?

—Lo he decidido.

—¿Sí, mi señor? Bueno, si ha decidido algo, ¿por qué no lo dice sin más?

—He decidido, Iskaral Pust…

—¡Está haciéndolo otra vez! ¿Sí, mi señor?

—Que tú… —Tronosombrío hizo una pausa y pareció pasarse una mano por los ojos—. Oh, vaya… —añadió con un murmullo y después se irguió—. He decidido que tendrás que servir.

—¿Mi señor? ¡Aparta los ojos! Este dios está chiflado. ¡Sirvo a un dios chiflado! ¿Qué clase de expresión merece eso?

—¡Vete! ¡Sal de aquí!

Iskaral Pust hizo una reverencia.

—Por supuesto, mi señor. ¡De inmediato! —Después se quedó allí, a la espera. Miró a su alrededor y lanzó una mirada de súplica a Cotillion—. ¡Se me llamó! ¡No puedo irme hasta que el completo idiota del trono me libere! Cotillion lo entiende (podría ser diversión lo que hay en esos horrendos ojos fríos), oh, ¿por qué no dice nada? ¿Por qué no le recuerda a esa mancha charlatana del trono…?

Un gruñido de Ammanas y el sumo sacerdote de Sombra, Iskaral Pust, se desvaneció.

Tronosombrío se quedó entonces sentado, inmóvil, durante un rato antes de volver la cabeza poco a poco para mirar a Cotillion.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

—No mucho —respondió Cotillion—. Te has ido haciendo más insustancial en los últimos tiempos.

—Me gusta así. —Se estudiaron el uno al otro durante un momento—. ¡De acuerdo, voy un poco forzado! —El chillido resonó en la sala y el dios se tranquilizó—. ¿Crees que llegará a tiempo?

—No.

—Crees que si llega, ¿será suficiente?

—No.

—¿Y a ti, quién te ha preguntado?

Cotillion observó a Ammanas ponerse furioso, removerse y agitarse en el trono. Después, el señor de Sombra se quedó quieto y levantó poco a poco un único dedo largo y delgado.

—Tengo una idea.

—Pues te dejo con ella —dijo Cotillion al tiempo que se apartaba de la pared—. Voy a dar un paseo.

Tronosombrío no respondió.

Cuando miró, Cotillion vio que se había desvanecido.

—Oh —murmuró—, esa sí que fue una buena idea.

Cuando salió de Fortalezasombría hizo una pausa para estudiar el paisaje. Tenía por costumbre cambiar en un solo momento, aunque no cuando alguien lo estaba mirando, lo que, suponía, era lo que lo salvaba. Una línea de colinas boscosas a la derecha, barrancos y quebradas justo delante y un lago fantasmal a la izquierda sobre el que navegaban media docena de barcos de velas grises a lo lejos. Demonios artorallah, que partían a atacar las aldeas aptorianas de la costa, sospechó Cotillion. No era frecuente que la región del lago apareciera tan cerca de la fortaleza y Cotillion sintió un momento de inquietud. Los demonios de ese reino parecían hacer poco más que esperar el momento propicio sin prestar demasiada atención a Tronosombrío y haciendo más o menos lo que les placía. Que por lo general suponía disputas varias, ataques relámpagos contra vecinos y pillajes surtidos.

Ammanas bien podría inducirlos a someterse a sus órdenes si así lo decidía. Pero casi nunca lo hacía, quizá no quería poner a prueba los límites de su lealtad. O quizá solo estaba ocupado con algún otro asunto. Con sus intrigas.

Las cosas no iban bien. Un poco forzado, ¿eh, Ammanas? No me sorprende. Cotillion podía compadecerse, y casi lo hizo, por un instante, antes de recordarse que Ammanas había provocado la mayor parte de los riesgos que lo acechaban. Y, por extensión, los que me acosan a mí también.

Los senderos que tenía delante eran estrechos, retorcidos y traicioneros. Requerían la máxima cautela con cada paso medido.

Así sea. Después de todo, no es la primera vez que lo hacemos. Y triunfamos. Por supuesto, esa vez había mucho más en juego. Demasiado, quizá.

Cotillion se puso en camino rumbo a los terrenos accidentados que tenía enfrente. Dos mil pasos y ante él había una pista que llevaba a un barranco. Las sombras rodaban entre las toscas paredes de roca. Reticentes a separarse cuando él se metió en la pista, se deslizaron como algas en bajíos alrededor de sus piernas.

Tanto en ese reino había perdido su legítimo… lugar. La confusión disparaba un tumulto airado en bolsas donde se reunían las sombras. Lamentos leves susurraban en sus oídos, como si estuvieran muy lejos, la voz de multitudes ahogándose. El sudor perló la frente de Cotillion y aceleró el paso hasta que dejó atrás aquel agujero.

El sendero empezó a subir y al final se abrió a una amplia meseta. Cuando entró en el claro, los ojos clavados en un círculo lejano de piedras rectas, sintió una presencia a su lado y se volvió para ver una criatura alta, esquelética, engalanada con trapos, que caminaba a su ritmo. No lo bastante cerca para estirar el brazo y tocarlo, pero demasiado cerca para el gusto de Cotillion, no obstante.

—Caminante del Filo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi.

—No puedo decir lo mismo, Cotillion. Camino…

—Sí, lo sé —lo interrumpió Cotillion—, caminas por senderos invisibles.

—Para ti. Los mastines no comparten tu defecto.

Cotillion miró con el ceño fruncido a la criatura, después volvió otra vez la vista y vio a Baran detrás, a treinta pasos, sin acercarse. La inmensa cabeza pegada al suelo, los ojos relucientes, de un color carmesí amoratado.

—Te acechan.

—Les divierte, me imagino —dijo Caminante del Filo.

Continuaron así un rato, después Cotillion suspiró.

—¿Me has buscado? —preguntó—. ¿Qué quieres?

—¿De ti? Nada. Pero veo adónde te diriges y me gustaría presenciarlo.

—¿Presenciar qué?

—Tu conversación inminente.

Cotillion frunció el ceño.

—¿Y si yo prefiriera que no la presenciaras?

La cara esquelética mantenía una sonrisa permanente que pareció ensancharse un poco más.

—No hay privacidad en Sombra, usurpador.

Usurpador. Hace ya mucho tiempo que habría matado al cabrón este si no estuviera ya muerto. Mucho tiempo.

—No soy enemigo vuestro —dijo Caminante del Filo como si adivinara los pensamientos de Cotillion—. Todavía no.

—Ya tenemos enemigos más que suficientes tal y como están las cosas. Por tanto —continuó Cotillion—, no deseo ninguno más. Por desgracia, puesto que no tenemos conocimiento de tu propósito o de tus motivos, no podemos predecir lo que podría ofenderte. Así que, en interés de la paz entre nosotros, ilumíname.

—Eso no puedo hacerlo.

—¿No puedes o no quieres?

—El defecto es tuyo, Cotillion, no mío. Tuyo y de Tronosombrío.

—Bueno, eso sí que es práctico.

Caminante del Filo pareció considerar la irónica observación de Cotillion durante un momento y después asintió.

—Sí, sí que lo es.

Mucho tiempo…

Se acercaron a las piedras rectas. No quedaba un solo dintel que uniera el círculo, solo escombros esparcidos por las laderas, como si alguna antigua detonación en el corazón del círculo hubiera reventado la masiva estructura, hasta las piedras verticales estaban todas inclinadas hacia fuera, como los pétalos de una flor.

—Este es un lugar desagradable —dijo Caminante del Filo cuando giraron a la derecha para tomar el camino de acceso formal, una avenida bordeada de árboles bajos y podridos, cada uno invertido con las raíces restantes aferrándose al aire.

Cotillion se encogió de hombros.

—Más o menos tan desagradable como casi cualquier otro sitio de este reino.

—Quizá tú lo creas, puesto que no tienes ninguno de los recuerdos que poseo yo. Acontecimientos terribles, hace mucho, mucho tiempo, pero los ecos persisten.

—Aquí no queda mucho poder residual —dijo Cotillion cuando se acercaron a las dos piedras más grandes y pasaron entre ellas.

—Eso es cierto. Por supuesto, no es el caso en la superficie.

—¿La superficie? ¿A qué te refieres?

—Las piedras rectas están siempre medio enterradas, Cotillion. Y los hacedores pocas veces ignoraban lo que eso significaba. Mundo superior e inframundo.

Cotillion se detuvo, miró atrás y estudió los árboles volcados que bordeaban la avenida.

—¿Y esta manifestación que vemos aquí se entrega al inframundo?

—En cierto modo.

—¿La manifestación del mundo superior se encuentra en algún otro reino? ¿Donde uno podría ver un círculo de piedras inclinadas hacia dentro y árboles normales?

—Suponiendo que no estén enterradas por completo o erosionadas hasta convertirse en nada a estas alturas. Este círculo es muy antiguo.

Cotillion giró en redondo otra vez y observó los tres dragones que tenían enfrente, cada uno en la base de una piedra recta, aunque las cadenas gigantescas se metían en el suelo basto en lugar de en la roca curtida por los elementos. Con grilletes en el cuello y en los cuatro miembros, con otra cadena tensa que envolvía a cada dragón por la parte posterior de los hombros y las alas. Cada cadena estaba tan tirante que impedía cualquier movimiento, ni siquiera podían levantar la cabeza.

—Este —dijo Cotillion con un murmullo— es lo que has dicho, Caminante del Filo. Un lugar desagradable. Se me había olvidado.

—Lo olvidas cada vez —dijo Caminante del Filo—. Dominado por tu fascinación. Tal es el poder residual de este círculo.

Cotillion le lanzó una mirada rápida.

—¿Estoy hechizado?

La demacrada criatura se encogió de hombros con un leve tintineo de huesos.

—Es una magia sin propósito más allá del que logra. Fascinación… y olvido.

—Me cuesta aceptar eso. Toda hechicería tiene un objetivo deseado.

Otro encogimiento de hombros.

—Tienen hambre, pero son incapaces de alimentarse.

Tras un momento, Cotillion asintió.

—La hechicería pertenece a los dragones, entonces. Bien, eso puedo aceptarlo. ¿Y qué hay del círculo en sí? ¿Ha muerto su poder? Si es así, ¿por qué están todavía atados estos dragones?

—No está muerto, sencillamente no actúa de ninguna manera sobre ti, Cotillion. Tú no eres su propósito.

—Está bien. —Se giró cuando Baran apareció sin hacer ruido y dio un gran rodeo para evitar a Caminante del Filo, después clavó su atención en los dragones. Cotillion vio que se le erizaba el pelo del lomo—. Respóndeme a esto —le dijo a Caminante del Filo—, ¿por qué no quieren hablar conmigo?

—Quizá todavía tengas que pronunciar algo digno de una respuesta.

—Es posible. ¿Cuál crees tú que será la respuesta, entonces, si hablo de libertad?

—Estoy aquí —dijo Caminante del Filo— para descubrir eso yo también.

—¿Puedes leerme el pensamiento? —preguntó Cotillion en voz baja.

La enorme cabeza de Baran giró poco a poco para contemplar a Caminante del Filo. El mastín dio un único paso hacia la criatura.

—No soy omnisciente —respondió con calma Caminante del Filo, no parecía hacer caso de la atención que Baran le dedicaba—. Aunque a alguien como tú pudiera parecérselo. Pero he existido más eras de las que tú puedas calcular, Cotillion. Todos los patrones me son conocidos, pues se han repetido ya incontables veces. Teniendo en cuenta lo que se acerca a todos nosotros, no era difícil de predecir. Sobre todo dada tu misteriosa clarividencia. —Los pozos muertos que eran los ojos de Caminante del Filo parecieron estudiar a Cotillion—. Sospechas, sin duda, que los dragones están en el fondo de cuanto vendrá.

Cotillion señaló con un gesto las cadenas.

—¿Llegan hasta el mundo superior, es de suponer? ¿Y qué senda es esa?

—¿Cuál crees tú? —replicó Caminante del Filo.

—Intenta leer mis pensamientos.

—No puedo.

—Así que estás aquí porque te encuentras desesperado por saber lo que yo sé o incluso lo que sospecho.

El silencio de Caminante del Filo fue respuesta suficiente a esa pregunta. Cotillion sonrió.

—Creo que no haré esfuerzo alguno por comunicarme con estos dragones, después de todo.

—Pero terminarás haciéndolo algún día —respondió Caminante del Filo—. Y cuando lo hagas, estaré allí. Así pues, ¿de qué te sirve guardar silencio ahora?

—Bueno, pues para irritarte, supongo.

—He existido más eras de las que tú…

—Así que ya te han irritado antes, sí, lo sé. Y te irritarán otra vez, con toda seguridad.

—Haz el esfuerzo, Cotillion. Pronto, si no ahora. Si deseas sobrevivir a lo que está por llegar.

—De acuerdo. Siempre que me digas los nombres de estos dragones.

Un respuesta claramente reticente.

—Como desees…

—Y por qué los han encarcelado aquí y quién lo hizo.

—Eso no puedo hacerlo.

Se estudiaron el uno al otro, después Caminante del Filo ladeó la cabeza.

—Parece que estamos en un punto muerto, Cotillion —observó—. ¿Cuál es tu decisión?

—Muy bien. Tomaré lo que haya.

Caminante del Filo miró a los tres dragones.

—Estos son de pura sangre. Eleint. Ampelas, Kalse y Eloth. Su delito fue… la ambición. Es un delito bastante común. —La criatura se volvió de nuevo hacia Cotillion—. Quizá endémico.

En respuesta a ese velado juicio, Cotillion se encogió de hombros. Se acercó más a las bestias encerradas.

—Supondré que podéis oírme —dijo en voz baja—. Se acerca una guerra. Dentro de solo unos años. Y sospecho que meterá en la refriega a prácticamente cada ascendiente de todos los reinos. Necesito saber, si quedarais libres, en qué bando lucharíais.

Reinó el silencio durante media docena de latidos, después una voz áspera sonó en la mente de Cotillion.

Vienes aquí, usurpador, en busca de aliados.

Una segunda voz lo interrumpió, esta con un nítido tono femenino.

En deuda por la gratitud de habernos liberado. Si tuviera que negociar desde tu posición, sería necio si esperara lealtad, confianza.

—Estoy de acuerdo —dijo Cotillion— en que eso es un problema. Es de suponer que me sugerirás que os libere antes de que empecemos a negociar.

Es lo justo —dijo la primera voz.

—Por desgracia, no me interesa tanto ser justo.

¿Temes que te devoremos?

—En interés de la brevedad —dijo Cotillion—, y tengo entendido que a vuestra especie os encanta la brevedad.

El tercer dragón habló entonces, una voz pesada y profunda.

Liberarnos primero sin duda nos ahorraría el esfuerzo de negociar después. Además, tenemos hambre.

—¿Qué os trajo a este reino? —preguntó Cotillion.

No hubo respuesta.

Cotillion suspiró.

—Me sentiré más inclinado a liberaros (suponiendo que pueda), si tengo razones para creer que vuestro encierro fue injusto.

¿Y pretendes tomar tú esa decisión? —preguntó la dragona.

—Este no me parece el mejor momento para ponerse cascarrabias —respondió Cotillion, exasperado—. La última persona que os juzgó es obvio que no falló a vuestro favor, y además fue capaz de hacer algo sobre el tema. Yo habría creído que todos estos siglos encadenados os habrían llevado a los tres a replantearos vuestros motivos. Pero parece que lo único que os pesa es no haber estado a la altura de la última entidad que se atrevió a juzgaros.

—dijo la dragona—, eso nos pesa. Pero no es el único pesar que tenemos.

—De acuerdo. Oigamos alguno de los otros.

Que los tiste andii que invadieron este reino fueran tan concienzudos en su destrucción —dijo el tercer dragón—, y tan rotundos en su insistencia, que el trono continúa sin ser reclamado.

Cotillion respiró hondo con lentitud. Miró a Caminante del Filo, pero la aparición no dijo nada.

—¿Y qué fue —les preguntó a los dragones— lo que tanto incitó su celo?

La venganza, por supuesto. Y Anomandaris.

—Ah, creo que empiezo a imaginar quién os encarceló a los tres.

Estuvo casi a punto de matarnos —dijo la dragona—. Una reacción exagerada por su parte. Después de todo, mejor un eleint en el trono de Sombra que otro tiste edur, o, lo que es peor, un usurpador.

—¿Y cómo es que los eleint no serían usurpadores?

Tu pedantería no nos impresiona.

—¿Todo esto fue antes o después de la partición del reino?

Ese tipo de distinciones carecen de significado. La partición continúa hasta este día, y en cuanto a las fuerzas que conspiraron para desencadenar el pavoroso acontecimiento, fueron muchas y variadas. Como una manada de enkar’al rodeando a un drypthara herido. Lo que es vulnerable atrae a… los carroñeros.

—Así pues —dijo Cotillion—, si se os liberara, una vez más buscaríais el trono de Sombra. Solo que, esta vez, alguien ocupa ese trono.

La veracidad de esa afirmación se puede debatir —dijo la dragona.

Cuestión de semántica —añadió el primer dragón—. Sombras arrojadas por sombras.

—¿Creéis que Ammanas está sentado en el trono de Sombra equivocado?

El verdadero trono ni siquiera está en este fragmento de Emurlahn.

Cotillion se cruzó de brazos y sonrió.

—¿Y Ammanas sí?

Los dragones no dijeron nada y Cotillion percibió, con gran satisfacción, su repentina inquietud.

—Esa, Cotillion —dijo Caminante del Filo tras él—, es una distinción curiosa. ¿O solo estás simulando?

—Eso no puedo decírtelo —dijo Cotillion con una leve sonrisa.

Habló entonces la dragona.

Soy Eloth, señora de las Ilusiones (Meanas para ti), Mockra y Thyr. Moldeadora de la Sangre. Todo lo que K’rul me ha pedido, lo he hecho. ¿Y tú te atreves a cuestionar mi lealtad?

—Ah —dijo Cotillion con un asentimiento—, entonces deduzco que sois conscientes de la guerra inminente. ¿Sois también conscientes de los rumores sobre el regreso de K’rul?

Su sangre está cada vez más enferma —dijo el tercer dragón—. Yo soy Ampelas, que moldeó la sangre en los caminos de Emurlahn. La hechicería que empuñan los tiste edur nació de mi voluntad, ¿lo entiendes ahora, usurpador?

—¿Que los dragones son propensos a realizar afirmaciones grandiosas y a hablar con estilo sentencioso? Sí, desde luego que lo entiendo, Ampelas. ¿Y debería ahora suponer que por cada una de las sendas, ancestrales y nuevas, hay un dragón correspondiente? ¿Sois los sabores de la sangre de K’rul? ¿Qué hay de los dragones soletaken, por ejemplo Anomandaris y, más pertinente, Scabandari Ojodesangre?

Nos sorprende —dijo el primer dragón tras un momento— que conozcas ese nombre.

—¿Porque vosotros lo matasteis hace ya mucho tiempo?

Una mala suposición, usurpador; peor, puesto que con ella has revelado el alcance de tu ignorancia. No, nosotros no lo matamos. En cualquier caso, su alma sigue viva, aunque atormentada. Aquella cuyo puño hizo pedazos su cráneo, y por tanto destruyó su cuerpo, no nos guarda lealtad alguna, ni, sospechamos, a nadie salvo a ella misma.

—Tú eres Kalse, entonces —dijo Cotillion—. ¿Y qué sendero reclamas tú?

Yo dejo las afirmaciones grandiosas a mis parientes. No tengo necesidad de impresionarte, usurpador. Es más, me complace en grado sumo descubrir lo poco que comprendes.

Cotillion se encogió de hombros.

—Preguntaba por los soletaken. Scabandari, Anomandaris, Osserc, Olar Ethil, Draconus…

Caminante del Filo habló tras él.

—Cotillion, supongo que a estas alturas ya habrás conjeturado que estos tres dragones buscaban el trono de Sombra por razones honorables.

—Para sanar Emurlahn, sí, Caminante del Filo, eso lo entiendo.

—¿Y no es eso lo que buscas tú también?

Cotillion se volvió para mirar a la criatura.

—¿Lo es?

Caminante del Filo pareció desconcertado por un momento, después ladeó un poco la cabeza y contestó.

—No es la sanación lo que te preocupa, es quién se sentará en el trono después.

—Tal y como yo entiendo las cosas —respondió Cotillion—, una vez que estos dragones hicieron lo que les pidió K’rul, se les obligó a regresar a Starvald Demelain. Puesto que eran las fuentes de hechicería, no se les podía permitir interferir o permanecer activos en los reinos, no fuera a ser que la hechicería dejara de ser predecible, lo que a su vez alimentaría al Caos, el enemigo eterno en esta gran intriga. Pero los soletaken resultaron ser un problema. Poseían la sangre de Tiam y con ella el inmenso poder de los eleint. Sin embargo, ellos podían viajar como les placiera. Podían interferir y lo hicieron. Por razones obvias. Scabandari era en su origen edur, así que se convirtió en su paladín…

¡Después de asesinar al linaje real de los edur! —dijo Eloth con un siseo—. ¡Después de derramar sangre dragontina en el corazón de Kurald Emurlahn! ¡Después de abrir la primera herida fatal infligida a esa senda! ¿Qué se creía que eran las puertas?

—Los tiste andii para Anomandaris —continuó Cotillion—. Los tiste liosan para Osserc. Los t’lan imass para Olar Ethil. Esas conexiones y las lealtades nacidas de ellas son obvias. Draconus es un misterio mayor, por supuesto, ya que lleva desaparecido mucho tiempo…

¡El más ultrajado de todos! —chilló Eloth. La voz llenó de tal modo el cráneo de Cotillion que este hizo una mueca, después dio un paso atrás y levantó una mano.

—Ahórramelo, por favor. La verdad es que todo eso no me interesa. Aparte de descubrir si había enemistad entre eleint y soletaken. Parece que la hay, con la posible excepción de Silanah…

Seducida por los encantos de Anomandaris —soltó de repente Eloth—. Y los ruegos incesantes de Olar Ethil…

—Para llevar el fuego al mundo de los imass —dijo Cotillion—. Pues esa es su orientación, ¿no es cierto? ¿Thyr?

No carece de tanto entendimiento como tú creías, Kalse —comentó Ampelas.

—Claro que —continuó Cotillion—, tú también reclamas Thyr, Eloth. Ah, qué inteligente por parte de K’rul, obligaros a compartir el poder.

Al contrario que Tiam —dijo Ampelas—, cuando nos matan, seguimos muertos.

—Lo que me lleva a lo que de verdad necesito entender. Los dioses ancestrales. No se limitan a ser de un mundo, ¿verdad?

Por supuesto que no.

—¿Y cuánto tiempo llevan por aquí?

Incluso cuando la Oscuridad gobernaba sola —respondió Ampelas—, había fuerzas elementales. Se movían sin que nadie las viera hasta la llegada de la Luz. Atadas solo a sus propias leyes. Es la naturaleza de la Oscuridad no regirse más que a sí misma.

—¿Y el dios Tullido es ancestral?

Silencio.

Cotillion descubrió que estaba conteniendo el aliento. Había tomado una ruta sinuosa para llegar a esa pregunta y había hecho descubrimientos por el camino; había tantas cosas en las que pensar, de hecho, que su mente se había entumecido, asediada por todo aquello de lo que se había enterado.

—Necesito saberlo —dijo mientras expulsaba poco a poco el aire.

—¿Por qué? —preguntó Caminante del Filo.

—Si lo es —dijo Cotillion—, entonces se deduce otra pregunta: ¿cómo se mata a una fuerza elemental?

—¿Quieres romper el equilibrio?

—¡Ya se ha roto, Caminante del Filo! A ese dios lo arrojaron contra la superficie de un mundo. Y lo encadenaron. Su poder, desgarrado y escondido en sendas minúsculas, prácticamente sin vida, pero todas ellas unidas al mundo del que yo vine…

Mala suerte para ese mundo —dijo Ampelas.

El engreído desdén de esa respuesta ofendió a Cotillion. Respiró hondo y permaneció en silencio hasta que pasó la cólera. Después volvió a enfrentarse a los dragones.

—Y desde ese mundo, Ampelas, está envenenado las sendas. Todas las sendas. ¿Sois capaces de luchar contra eso?

Si se nos liberara…

—Si se os liberara —dijo Cotillion con una sonrisa dura—, reanudaríais vuestro propósito original y se derramaría más sangre dragontina en el reino de Sombra.

¿Y tu compañero usurpador y tú creéis que sois capaces de hacerlo?

—Casi lo habéis admitido —dijo Cotillion—. Se os puede matar y cuando se os mata, seguís muertos. No me extraña que Anomandaris os encadenara a los tres. En estupidez y obstinación no tenéis rival…

¡Un reino partido es el reino más débil de todos! ¿Por qué crees que el dios Tullido trabaja a través de él?

—Gracias —dijo Cotillion a Ampelas en tono quedo—. Eso es lo que necesitaba saber. Se dio la vuelta y echó a andar de regreso al acceso.

¡Espera!

—Volveremos a hablar, Ampelas —dijo Cotillion por encima del hombro—, antes de que todo se vaya al Abismo.

Caminante del Filo lo siguió.

En cuanto salieron del círculo de piedras, la criatura habló.

—Debo regañarme a mí mismo. Te he subestimado, Cotillion.

—Es un error bastante común.

—¿Qué harás ahora?

—¿Por qué debería decírtelo?

Caminante del Filo no respondió de inmediato. Siguieron bajando por la ladera y salieron a la llanura.

—Deberías decírmelo —dijo al fin la aparición—, porque podría inclinarme por prestarte ayuda.

—Eso significaría más para mí si supiera quién, o qué, eres.

—Puedes considerarme… una fuerza elemental.

Un escalofrío amortiguado se filtró por la espalda de Cotillion.

—Entiendo. Está bien, Caminante del Filo. Parece que el dios Tullido ha lanzado una ofensiva en múltiples frentes. El primer trono de los t’lan imass y el trono de Sombra son los que más nos preocupan ahora, por razones obvias. En esos dos tenemos la sensación de que luchamos solos, ni siquiera podemos confiar en los mastines, dado el dominio que los tiste edur parecen ejercer sobre ellos. Necesitamos aliados, Caminante del Filo, y los necesitamos ya.

—Acabas de alejarte de tres de esos aliados…

—Aliados que no nos arranquen la cabeza una vez se haya anulado la amenaza.

—Ah, ya, está eso. Muy bien, Cotillion. Consideraré el asunto.

—Tómate tu tiempo.

—Esa parece una noción contradictoria.

—Si se carece de talento para comprender la ironía, supongo que sí que lo parece.

—Me interesas, Cotillion. Y eso no ocurre con frecuencia.

—Lo sé. Has existido más eras… —Las palabras de Cotillion se difuminaron. Una fuerza elemental. Supongo que tiene razón. Maldita sea.

Había tantas formas de ver esa espantosa necesidad, la inmensa conspiración de motivos de los que se podían extraer toda sombra y forma de moralidad, que Mappo Runt terminaba abrumado, lo que solo provocaba un chorro de dolor, dolor puro y gélido, en sus pensamientos. Bajo la piel basta de las manos podía sentir que el recuerdo de la noche iba desapareciendo poco a poco de la piedra, y pronto esa roca conocería el asalto del calor, ese vientre picado y atravesado por raíces que no se había enfrentado al sol desde hacía milenios incontables.

Llevaba un rato dándoles la vuelta a las piedras. Seis desde el amanecer. Losas de dolomita cinceladas con tosquedad, y bajo cada una había encontrado un puñado de huesos rotos. Huesos pequeños, fosilizados y, aunque partidos en un sinfín de trozos por el eterno peso aplastante de la piedra, los esqueletos estaban, que Mappo pudiera determinar, completos.

Había, había habido y siempre habría, todo tipo de guerras. Mappo lo sabía, en todos los lugares abrasados y endurecidos por cicatrices de su alma, así que no supuso ninguna conmoción el descubrimiento de esos niños jaghut muertos mucho tiempo atrás. Y el horror había pasado, por suerte, raudo por sus pensamientos, y al final había dejado a su viejo amigo, el dolor.

Que iba chorreando, puro y gélido.

Guerras en las que el soldado luchaba contra el soldado, el hechicero chocaba con el hechicero. Los asesinos se cuadraban, las hojas de los cuchillos destellaban en la noche. Guerras en las que lo legítimo batallaba con lo tercamente ilegítimo; en las que los cuerdos se enfrentaban a los sociópatas. Mappo había visto cristales creciendo en una sola noche en el suelo del desierto, faceta tras faceta revelada como los pétalos de una flor al abrirse, y le pareció que la brutalidad se comportaba de un modo parecido. Un incidente llevaba a otro, hasta que surgía una conflagración que se tragaba todo lo que se ponía en su camino.

Mappo levantó las manos del lado inferior expuesto de la losa y se irguió poco a poco. Y miró a su compañero, que todavía se bañaba en los cálidos bajíos del mar Raraku. Como un niño que se entregase a un placer nuevo e inesperado. Chapoteaba, pasaba las manos por los juncos que habían aparecido como si con su recuerdo diera existencia al mar en sí.

Icarium.

Mi cristal.

Cuando la conflagración consumía niños, la distinción entre el cuerdo y el sociópata dejaba de existir. Mappo sabía que uno de sus defectos era ansiar buscar la verdad de cada lado, querer comprender la miríada de justificaciones para cometer los más brutales de los crímenes. Los imass habían sido esclavizados por los mentirosos tiranos jaghut, los habían llevado por caminos de falsos cultos, los habían obligado a hacer cosas incalificables. Hasta que habían descubierto a los embusteros. Habían desatado la venganza, primero contra los tiranos y después contra todos los jaghut. Y así el cristal crecía, faceta tras faceta…

Hasta esto… Bajó la cabeza y contempló una vez más los huesos infantiles. Atrapados bajo las losas de dolomita. No piedra caliza; la dolomita proporcionaba una buena superficie para tallar glifos y, aunque suave, absorbía poder, lo que hacía que se erosionara con más lentitud que la caliza pura, y que esos glifos se conservaran, desvaídos y tenues tras tantos miles de años, por supuesto, pero todavía discernibles.

El poder de esas guardas persistía mucho después de que la criatura encarcelada por ellos hubiera muerto.

Se decía que la dolomita conservaba recuerdos. Una creencia entre el propio pueblo de Mappo, al menos, que en sus vagabundeos había encontrado esos edificios imass, tumbas improvisadas, los círculos sagrados, las piedras de visión en las cimas de las colinas, encontradas y después evitadas con todo cuidado. Pues los hechizos que rondaban esos lugares seguían siendo palpables.

O de eso logramos convencernos.

Se sentó allí, al borde del mar Raraku, en el lugar de un antiguo crimen, y más allá de lo que conjuraban sus propios pensamientos, no había nada. La piedra sobre la que había puesto sus manos parecía poseída por recuerdos muy breves. El frío de la oscuridad, el calor del sol. Eso y nada más.

Los más breves recuerdos.

Un chapoteo e Icarium estaba subiendo a la orilla, los ojos brillantes de placer.

—Qué loable fortuna, ¿verdad, Mappo? Estas aguas me vivifican. Oh, ¿por qué no quieres nadar y que te bendiga el regalo de Raraku?

Mappo sonrió.

—Una bendición que pronto resbalaría por este viejo pellejo, amigo mío. Temo que el regalo se desperdiciase y no quiero arriesgarme a desilusionar a los espíritus despertados.

—Siento —dijo Icarium— como si la búsqueda comenzase de nuevo. Al fin descubriré la verdad. Quién soy. Todo lo que he hecho. Descubriré también —añadió al acercarse—, la razón de tu amistad, que siempre te encuentre a mi lado, aunque yo me pierda una y otra vez. Ah, temo que te he ofendido, no, por favor, no pongas esa cara tan triste. Es solo que no entiendo por qué te has sacrificado tanto. En lo que a amistades respecta, esta debe de ser de lo más frustrante para ti.

—No, Icarium, no hay sacrificio implícito. Ni frustración. Esto es lo que somos y esto es lo que hacemos. Eso es todo.

Icarium suspiró y se volvió para mirar el nuevo mar.

—Ojalá mis pensamientos pudieran ser tan relajados como los tuyos, Mappo…

—Han muerto niños aquí.

El jhag se giró en redondo, sus ojos verdes estudiaron el suelo tras el trell.

—Te vi volcando rocas. Sí, ya los veo. ¿Quiénes eran?

Una pesadilla la noche anterior había borrado los recuerdos de Icarium. En los últimos tiempos había pasado cada vez con más frecuencia. Inquietante. Y… agobiante.

—Jaghut. De las guerras con los t’lan imass.

—Terrible haber hecho eso —dijo Icarium. El sol iba secando a toda velocidad el agua que perlaba su piel lampiña, de color gris verdoso—. ¿Cómo es que los mortales pueden ser tan desdeñosos con la vida? Mira este mar de agua dulce, Mappo. En la nueva orilla brota de repente la vida. Pájaros e insectos, y todas las nuevas plantas; se revela tanta alegría, amigo mío, que mi corazón parece a meros momentos de estallar.

—Guerras infinitas —dijo Mappo—. Las luchas de la vida, cada uno intentando apartar al otro y así, ganar.

—Eres una compañía muy lúgubre esta mañana, Mappo.

—Sí, sí que lo soy. Lo siento, Icarium.

—¿Nos quedamos aquí un rato?

Mappo estudió a su amigo. Despojado de las prendas superiores, parecía más salvaje, más bárbaro que de costumbre. El tinte con el que había disimulado el color de su piel se había desvanecido casi del todo.

—Como quieras. Este viaje es tuyo, después de todo.

—El saber está regresando —dijo Icarium con los ojos todavía posados en el mar—. El regalo de Raraku. Fuimos testigos del alzamiento de las aguas, aquí, en la orilla oeste. Más al oeste, entonces, habrá un río, y muchas ciudades…

Mappo entrecerró los ojos.

—Ahora solo una que se pueda llamar así —dijo.

—¿Solo una?

—Las otras murieron hace miles de años, Icarium.

—¿N’karaphal? ¿Trebur? ¿Inath’an Merusin? ¿Desaparecidas?

—Inath’an Merusin ahora se llama Mersin. Es la última de las grandes ciudades que bordeaban el río.

—Pero había tantas, Mappo. Recuerdo todos sus nombres. Vinith, Hedori Kwil, Tramara…

—Todas practicaban la irrigación intensiva, llevaban las aguas del río a las llanuras. Todas talaban bosques para construir sus barcos. Esas ciudades ahora están muertas, amigo mío. Y el río, sus aguas en otro tiempo tan limpias y dulces, ahora está repleto de sedimentos y baja muy menguado. Las llanuras han perdido la capa superficial del suelo y se han convertido en el Lato Odhan al este del río Mersin y Ugarat Odhan al oeste.

Icarium levantó poco a poco las manos, se las llevó a las sienes y cerró los ojos.

—¿Tanto tiempo, Mappo? —preguntó con un susurro débil.

—Quizá el mar ha provocado esos recuerdos. Desde luego era un mar por aquel entonces, agua dulce en su mayor parte, aunque había filtraciones de la escarpa de piedra caliza de la bahía Longshan; esa inmensa barrera se estaba pudriendo, como volverá a hacer, me imagino, suponiendo que este mar llegue tan al norte como hizo una vez.

—¿El Primer Imperio?

—Estaba cayendo ya por entonces. No había recuperación posible. —Mappo vaciló al ver que sus palabras habían herido a su amigo—. Pero el pueblo regresó a esta tierra, Icarium. Siete Ciudades… sí, el nombre deriva de viejos recuerdos. Han crecido nuevas ciudades de los antiguos escombros. Ahora mismo solo estamos a cuarenta leguas de una. Lato Revae. Está en la costa…

Icarium le dio la espalda de repente.

—No —dijo—. Todavía no estoy listo para irme, para cruzar ningún océano. Esta tierra alberga secretos, mis secretos, Mappo. Quizá la antigüedad de mis recuerdos termine siendo una ventaja. Las tierras del paisaje de mi mente son las tierras de mi pasado, después de todo, y bien podrían revelarnos verdades. Recorreremos esos antiguos caminos.

El trell asintió.

—Levantaré el campamento, entonces.

—Trebur.

Mappo se volvió y esperó con un pavor creciente.

Los ojos de Icarium se habían clavado en él, las pupilas verticales se estrecharon hasta convertirse en ranuras negras iluminadas por la luz del sol.

—Tengo recuerdos de Trebur. Yo pasé tiempo allí, en la Ciudad de las Cúpulas. Hice algo. Algo importante. —Frunció el ceño—. Hice… algo.

—Nos queda un arduo viaje por delante, entonces —dijo Mappo—. Tres, quizá cuatro días hasta el borde de las montañas Thalas. Diez más como mínimo para alcanzar la curva del río Mersin. El canal se ha trasladado y ya no está junto a la antigua Trebur. Un día de viaje al oeste del río y encontraremos las ruinas.

—¿Habrá aldeas y demás en nuestra ruta?

Mappo sacudió la cabeza.

—Estos odhans ya casi carecen de vida, Icarium. Las tribus vedanik a veces se aventuran a bajar de las montañas Thalas, pero no en esta época del año. Mantén tu arco siempre preparado, hay antílopes, liebres y drolig.

—¿Lagunas, entonces?

—Las conozco —dijo Mappo.

Icarium se acercó a su equipo.

—Ya hemos hecho esto antes, ¿verdad?

Sí.

—Pero no desde hace mucho tiempo, amigo mío. —Casi ochenta años, de hecho. Pero la última vez que nos tropezamos con ello, no recordaste nada. Esta vez, me temo, será diferente.

Icarium hizo una pausa con el arco ribeteado de cuerno en las manos y miró a Mappo.

—Eres muy paciente conmigo —dijo con una leve sonrisa triste—, mientras yo vago siempre perdido.

Mappo se encogió de hombros.

—Es lo que hacemos.

Las montañas Path’Apur cercaban el horizonte lejano del sur. Había pasado casi una semana desde que habían dejado la ciudad de Pan’potsun y con cada día había menguado el número de aldeas que atravesaban, mientras que la distancia entre ellas se acrecentaba. El ritmo que llevaban era tortuoso y lento, pero era de esperar, puesto que viajaban a pie y en compañía de un hombre que parecía haber perdido la cabeza.

Con la piel oscurecida por el sol hasta adquirir un tono casi oliváceo bajo el polvo, el demonio Ranagrís trepó a un peñasco y se agazapó junto a Navaja.

Declaración. Se dice que las avispas del desierto protegen gemas y demás. Interrogante. ¿Ha oído Navaja tales relatos? Pausa de anticipación.

—Parece más bien la mala idea que tiene alguien de un chiste —contestó Navaja.

Bajo ellos había un claro plano rodeado de inmensos afloramientos de rocas. Era el lugar donde habían acampado. Scillara y Felisin la Menor estaban sentadas a plena vista, ocupándose de la hoguera improvisada. Al chiflado no se le veía por ninguna parte. Se había ido a vagar por ahí otra vez, dedujo Navaja. A mantener conversaciones con fantasmas o, quizá con más probabilidad, con las voces de su cabeza. Oh, Heboric acarreaba maldiciones, las púas de un tigre en la piel, la bendición de un dios de la guerra, y esas voces de su cabeza bien podrían ser reales. Con todo, si se quiebra el espíritu de un hombre veces suficientes…

Observación tardía. Larvas, allí en las profundidades oscuras del nido. ¿Nido? Divertido. ¿Colmena? Nido.

Navaja frunció el ceño y miró al demonio. La cabeza plana y sin cabello, la cara ancha con cuatro ojos, todo ello tenía bultos y estaba hinchado por las picaduras de avispas.

—No me digas que lo hiciste. Lo hiciste.

Iracundo es su estado habitual, creo ahora. Al romper su cueva para abrirla empeoró su humor. Chocamos en un desacuerdo de zumbidos. Yo me llevé la peor parte, me parece.

—¿Avispas negras?

Cabeza inclinada, interrogante. ¿Negras? Respuesta aterrada, bueno, sí, lo eran. Negras. Retórico, ¿es eso importante?

—Alégrate de ser un demonio —dijo Navaja—. Dos o tres picaduras de esas avispas pueden matar a un hombre adulto. Diez matan a un caballo.

Un caballo… teníamos de esos, tú los tenías. Yo me veía obligado a correr. Caballo. Animal grande de cuatro patas. Carne suculenta.

—Las personas tendemos a montarlos —dijo Navaja—. Hasta que se derrumban. Entonces nos los comemos.

Usos múltiples, excelente, no se desperdicia nada. ¿Nos comimos los tuyos? ¿Dónde podemos encontrar más de esas criaturas?

—No tenemos dinero para adquirirlos, Ranagrís. Y vendimos los nuestros por comida y provisiones en Pan’potsun.

Razonable y obstinado. Sin dinero. Entonces deberíamos coger, mi joven amigo. Y así apresurar este viaje hasta su tan aguardada conclusión. Tono último que indica leve desesperación.

—¿Sigue sin saberse nada de L’oric?

Con tono preocupado. No. Mi hermano guarda silencio.

Ninguno dijo nada durante un tiempo. El demonio se pellizcaba los bordes serrados de los labios donde, según vio Navaja con una mirada más atenta, había enganchadas motas grises y avispas aplastadas. Ranagrís se había comido el nido de avispas. No era de extrañar que las avispas estuvieran iracundas. Navaja se frotó la cara. Necesitaba un afeitado. Y un baño. Y ropas limpias y nuevas.

Y un propósito en la vida. Otrora, mucho tiempo atrás, cuando era Azafrán Jovenmano de Darujhistan, su tío había empezado a preparar el camino para un Azafrán reformado. Un joven en las cortes nobles, una figura prometedora, una figura atrayente para las mujeres jóvenes, adineradas y mimadas de la ciudad. Una ambición muy breve, en todos los sentidos. Su tío muerto y muerto, también, Azafrán Jovenmano. No quedaba ni un montón de cenizas que agitar.

Lo que era no es lo que soy. Dos hombres, rostros idénticos, pero ojos diferentes. En lo que han visto, en lo que reflejan sobre el mundo.

Sabor amargo —dijo Ranagrís en la mente de Navaja, la larga lengua salió deslizándose para recoger los últimos fragmentos. Un suspiro pesado, racheado—. Pero, oh, llena tanto. Interrogante. ¿Puede uno estallar por lo que tiene uno dentro?

Espero que no.

—Será mejor que vayamos a buscar a Heboric si queremos aprovechar un poco este día.

Observado poco antes. Manos Fantasmales estaba explorando las rocas de arriba. El aroma de una pista lo empujaba a avanzar y subir.

—¿Una pista?

Agua. Buscaba la fuente del manantial que vemos acumulándose debajo, cerca de las carnosas mujeres que, dicho con tono celoso, tanto te adoran.

Navaja se irguió.

—A mí no me parecen tan carnosas, Ranagrís.

Curioso. Montículos de carne, recipientes de almacenamiento de agua, ahí, en las caderas y detrás. En el torso…

—De acuerdo. Esa carnosidad. Eres todo un carnívoro, demasiado, demonio.

Sí. El asentimiento más completo y delicioso. ¿Voy a buscar a Manos Fantasmales?

—No, lo haré yo. Creo que esos jinetes que nos adelantaron ayer por el camino no están tan lejos como deberían y me aliviaría saber que estás protegiendo a Scillara y Felisin.

Nadie se las llevará —dijo Ranagrís.

Navaja bajó la cabeza y miró al demonio agachado.

—Scillara y Felisin no son caballos.

Los grandes ojos de Ranagrís parpadearon con lentitud, primero los dos que tenía uno al lado del otro, después el par de arriba y abajo. La lengua salió disparada.

Alegre. Por supuesto que no. Número insuficiente de patas, observado como corresponde.

Navaja bordeó la parte posterior del peñasco y después saltó a otro todavía más metido en el montón de taludes del risco. Se sujetó a un saliente y se aupó. No muy diferente de trepar a un balcón o el muro de una finca. Conque me adoran, ¿eh? Le costaba bastante creerlo. Se imaginaba que resultaba más agradable de contemplar que un viejo y un demonio, pero eso no era adoración. Navaja no entendía a aquellas dos mujeres. Reñían como hermanas, competían por todo lo que había bajo el sol y por cosas que Navaja ni siquiera podía ver ni entender. En otras ocasiones se unían de forma inexplicable, como si compartieran un secreto. Las dos consentían y mimaban a Heboric Manos Fantasmales, destriant de Treach.

Quizá la guerra necesita alguien que la alimente. Quizá el dios está contento con la situación. El sacerdote necesita acólitos, después de todo. Cosa que posiblemente pudiera esperarse de Scillara, puesto que Heboric la había sacado de una existencia de pesadilla y, de hecho, la había sanado de un modo todavía sin especificar, si Navaja había deducido bien a partir de los escasos comentarios oídos sin querer de vez en cuando. Scillara tenía mucho que agradecer. Y en cuanto a Felisin, había habido algo sobre una venganza llevada a cabo a satisfacción de la joven contra alguien que le había hecho algo terrible. Era complicado. Así pues, un pensamiento momentáneo, y es obvio que tienen secretos. Demasiados. Oh, ¿pero a mí qué me importa? Las mujeres no son más que una masa de contradicciones rodeadas de escollos letales. Allá tú si te acercas. Mejor aún, no te acerques.

Llegó a una chimenea en el risco y empezó a trepar. Por las grietas verticales de la roca iba cayendo un chorrito de agua. Moscas y otros insectos alados pululaban a su alrededor; las esquinas de la chimenea estaban recubiertas de densas telarañas hechas por arañas oportunistas. Para cuando llegó a la cima y salió de allí, lo habían picado por todas partes y estaba cubierto de hebras densas y polvorientas. Se detuvo para cepillarse la ropa y después miró a su alrededor. Una tosca pista seguía subiendo, serpenteando entre salientes derrumbados de piedra. Partió sendero arriba.

Por lo que él podía determinar, a ese paso vagabundo, poco entusiasta, estaban a meses de la costa. Una vez allí tendrían que encontrar un bote que los llevara a la isla Otataral. Un viaje prohibido, y los barcos malazanos patrullaban esas aguas con bastante eficacia, o al menos lo hacían antes del levantamiento. Podría ser que todavía no hubieran reorganizado del todo ese tipo de cosas.

Comenzarían la travesía por la noche, en cualquier caso.

Heboric tenía que devolver algo. Algo hallado en la isla. Era todo muy vago. Y por alguna razón, Cotillion había querido que Navaja acompañara al destriant. O, más bien, que protegiera a Felisin la Menor. Un camino a tomar, cuando antes no había habido ninguno. Con todo, no era el mejor de los motivos. Era patético huir de la desesperación, sobre todo porque era imposible huir de ella.

Conque me adoran, ¿eh? ¿Qué hay que adorar aquí?

Una voz más adelante.

—Todo lo que es misterioso atrae a los curiosos. Oigo tus pasos, Navaja. Ven a ver esta araña.

Navaja rodeó un afloramiento y vio a Heboric arrodillado junto a un encinillo atrofiado.

—Y cuando hay dolor y vulnerabilidad incluido en el atractivo, se hace mucho más atrayente todavía. ¿Ves esta araña? ¿Debajo de esta rama? Tiembla en su telaraña, una pata desmembrada, se agita como si le doliera. Su presa, ya ves, no son moscas, ni polillas. Oh, no, lo que ella caza son otras arañas.

—A las que no les importa nada el dolor o el misterio, Heboric —dijo Navaja, que se había agachado para estudiar a la criatura. Del tamaño de la mano de un niño—. Esa no es una de sus patas. Es un accesorio.

—Tú estás asumiendo que las otras arañas saben contar. Ella sabe que no.

—Todo muy interesante —dijo Navaja mientras se erguía—, pero tenemos que irnos ya.

—Estamos observando cómo discurre esto —dijo Heboric, que se echó hacia atrás y se estudió las manos con garras extrañamente palpitantes que aparecían y desaparecían con un aleteo en los extremos de las muñecas.

¿Estamos? Ah, sí, tú y tus amigos invisibles.

—Yo hubiera dicho que no habría demasiados fantasmas en estas colinas.

—Pues te equivocarías. Tribus de las colinas. Guerras incesantes; son los que caen en batalla a los que veo, solo a los que caen en batalla. —Las manos se doblaron—. La entrada del manantial está justo ahí delante. Lucharon por su control. —Sus rasgos de sapo se retorcieron—. Siempre hay una razón, o razones. Siempre.

Navaja suspiró y estudió el cielo.

—Lo sé, Heboric.

—Saber no significa nada.

—Eso también lo sé.

Heboric se levantó.

—El mayor consuelo de Treach, comprender que hay razones infinitas para librar una guerra.

—¿Y para ti también es un consuelo?

El destriant sonrió.

—Ven. Ese demonio que nos habla en la cabeza se está obsesionando con la carne en estos momentos y se le está haciendo la boca agua.

Empezaron a bajar por la pista.

—No se las comerá.

—No estoy del todo convencido que esa sea la naturaleza de sus apetitos.

Navaja lanzó un bufido.

—Heboric, Ranagrís es un sapo gigantesco con cuatro manos y cuatro ojos.

—Con una imaginación sorprendentemente ilimitada. Dime, ¿sabes mucho de él?

—Menos que tú.

—No se me había ocurrido hasta ahora —dijo Heboric mientras guiaba a Navaja por un sendero que ofrecía un descenso menos precario pero más indirecto que el que había utilizado el daru— que no sabemos casi nada sobre quién es Ranagrís y lo que hizo en su reino natal.

Aquel estaba resultando ser un episodio lúcido más largo de lo habitual para Heboric. Navaja se preguntó si había cambiado algo; esperaba que se quedara así.

—Podríamos preguntarle.

—Lo haré.

En el campamento, Scillara dio un par de patadas y cubrió con arena los pocos carbones que quedaban de la hoguera utilizada para cocinar. Se acercó a su fardo, se sentó y apoyó la espalda en él mientras metía más roya en la pipa, después chupó con fuerza hasta que salió humo. Al otro lado, Ranagrís se había agachado frente a Felisin y emitía extraños gimoteos.

Scillara se había pasado tanto tiempo viendo tan poco. Drogada por el durhang, insensible a todo, su antiguo amo, Bidithal, la había llenado de pensamientos infantiles. Y aunque ya era libre, seguía siendo muy cándida ante las complejidades del mundo. Le parecía que el demonio deseaba a Felisin. Ya fuera para copular con ella o para devorarla, era difícil de decir. Mientras que Felisin contemplaba a Ranagrís como si fuese un perrito al que era mejor acariciar que patear. Lo que a su vez podría estar dándole al demonio la idea equivocada.

La criatura hablaba con los otros mentalmente, pero todavía no lo había hecho nunca con Scillara. Por cortesía hacia ella, cuando el demonio se dirigía a alguno, ellos le respondían en voz alta, aunque, por supuesto, no tenían por qué hacerlo, y quizá tampoco lo hacían con harta frecuencia. Scillara no tenía forma de saberlo. Se preguntó por qué era ella diferente, ¿qué veía Ranagrís en su interior que tanto afectaba su aparente locuacidad?

Bueno, lo cierto es que los venenos tienden a persistir. Puede que yo… sepa mal. En su antigua vida quizá hubiera sufrido cierto resentimiento, o suspicacia, suponiendo que hubiera podido sentir algo. Pero a esas alturas le daba la sensación de que no le importaba demasiado. Algo había tomado forma en su interior, era autónomo y, por extraño que fuera, seguro de sí mismo.

Quizá fuera porque estaba embarazada. Apenas empezaba a notársele y eso solo iría a peor. Y esa vez no habría alquimias para expulsar la semilla de su cuerpo. Aunque eran posibles otro métodos, por supuesto. No había decidido si se iba a quedar con el niño, cuyo padre era con toda probabilidad Korbolo Dom, pero podría ser cualquiera de sus oficiales, o algún otro. Tampoco importaba mucho, puesto que quienquiera que fuese seguramente ya estaba muerto, un pensamiento que la complacía.

Las náuseas constantes eran agotadoras, aunque la roya ayudaba un poco. Tenía los pechos doloridos y su peso hacía que le doliera la espalda, y eso era desagradable. Su apetito había aumentado y estaba engordando, sobre todo por las caderas. Los otros se habían limitado a suponer que esos cambios eran producto de haber recobrado la salud, hacía más de una semana que no tosía y todas esas caminatas le habían reforzado las piernas, y ella tampoco los desengañó.

Un niño. ¿Qué iba a hacer ella con un bebé? ¿Qué esperaría de ella? Además, ¿qué era lo que hacían las madres? Vender a sus bebés, sobre todo. A los templos, a negreros, a mercaderes de harenes si es una niña. O se lo quedan y le enseñan a mendigar. A robar. A vender su cuerpo. Concepto nacido de observaciones someras y de las historias relatadas por los huérfanos del campamento de Sha’ik. Lo que significaba que un hijo era una especie de inversión, cosa que tenía sentido. Recibías algo a cambio después de nueve meses de desdicha e incomodidad.

Scillara suponía que podía hacer algo así. Venderlo. Suponiendo que lo dejara vivir hasta entonces.

Era un dilema, pero tenía tiempo de sobra para pensarlo. Para tomar una decisión.

La cabeza de Ranagrís se giró y miró más allá de la posición de Scillara. Esta se volvió y vio salir a cuatro hombres que se detuvieron al borde del claro. El cuarto guiaba a unos caballos. Los jinetes que los habían adelantado el día anterior. Uno llevaba una ballesta cargada y apuntaba con ella al demonio.

—Asegúrate —dijo el hombre a Felisin arrastrando las palabras— de que mantienes a ese maldito bicho alejado de nosotros.

El hombre de su derecha se rió.

—Un perro con cuatro ojos. Sí, mujer, ponle una correa… ya. No queremos derramamientos de sangre. Bueno —añadió—, no mucha.

—¿Dónde están los dos hombres con los que estabais? —preguntó el hombre de la ballesta.

Scillara dejó la pipa.

—Aquí no —dijo mientras se levantaba y se tiraba de la túnica—. Solo haced lo que habéis venido a hacer y después marchaos.

—Eso sí que es ser servicial. Tú, la del perro, ¿vas a ser tan agradable como aquí tu amiga?

Felisin no dijo nada. Se había puesto pálida.

—No hagáis caso de ella —dijo Scillara—. Yo me basto para todos.

—Pero quizá tú no bastes, en lo que a nosotros se refiere —dijo el hombre con una sonrisa.

Ni siquiera era una sonrisa fea, decidió Scillara. Podía hacerlo.

—Entonces os voy a sorprender.

El hombre le pasó la ballesta a uno de sus camaradas y se desabrochó el cinturón de la telaba.

—Eso ya lo veremos. Guthrim, si esa especie de perro se mueve, mátalo.

—Es mucho más grande que la mayoría de los perros que he visto jamás —respondió Guthrim.

—El cuadrillo está envenenado, ¿recuerdas? Avispa negra.

—Quizá debería matarlo ahora y ya está.

El otro hombre dudó, después asintió.

—Adelante.

La ballesta emitió un ruido seco.

La mano derecha de Ranagrís interceptó el cuadrillo y lo arrancó del aire. Después, el demonio lo estudió y sacó la lengua para lamer el veneno.

—¡Que los Siete me lleven! —susurró Guthrim sin poder creérselo.

—Eh —le dijo Scillara a Ranagrís—, no montes un follón por esto. No hay ningún problema…

—Él no está de acuerdo —dijo Felisin, la voz aflautada de miedo.

—Bueno, pues convéncelo de lo contrario. —Puedo hacer esto. Como antes. No importa, solo son hombres.

—No puedo, Scillara.

Guthrim estaba volviendo a cargar la ballesta mientras el primer hombre y el que no sujetaba las riendas de los caballos sacaban las cimitarras.

Ranagrís se abalanzó, veloz como el rayo, dio un salto y abrió la boca al máximo. Boca que atenazó la cabeza de Guthrim. La mandíbula inferior del demonio se desencajó de sus junturas y la cabeza del hombre desapareció. El impulso y el peso de Ranagrís lo derribaron. Crujidos horrendos, el cuerpo de Guthrim sufrió espasmos, salpicaron los fluidos, y el cuerpo se encorvó, inerte.

Las mandíbulas de Ranagrís se cerraron con un chirrido, después el demonio se apartó gateando y dejó a su paso un cadáver decapitado.

Los tres hombres restantes se habían quedado mirando, conmocionados, durante la demostración, pero no tardaron en actuar. El primero emitió un sonido estrangulado, impregnado de terror, y se precipitó con la cimitarra levantada.

Ranagrís escupió una maraña aplastada, mutilada, de pelo y huesos y saltó para recibirlo. Una mano cogió el brazo de la espada del hombre y lo retorció con fuerza hasta que el codo estalló, la carne se desgarró y brotó la sangre. Otra mano se cerró alrededor de la garganta, apretó y aplastó cartílago. El grito del hombre jamás llegó al aire. Los ojos se le saltaron, la cara adquirió de repente un tono gris oscuro, la lengua sobresalió como una especie de macabra criatura que intentara liberarse, y se derrumbó bajo el demonio. Una tercera mano sujetaba el otro brazo. Ranagrís usó la cuarta para estirarla y rascarse.

El espadachín que quedaba intentó huir adonde el cuarto hombre ya estaba subiéndose como podía a su caballo.

Ranagrís volvió a saltar. Un puño se estrelló contra la parte posterior de la cabeza del espadachín y hundió el hueso. El hombre cayó despatarrado y el arma salió volando. La carga del demonio sorprendió al último hombre con una pierna en el estribo.

El caballo se apartó con un chillido aterrorizado y Ranagrís arrastró al hombre al suelo y le mordió la cara.

Un momento después la cabeza del hombre se desvanecía en el buche del demonio, igual que la del primero. Más crujidos, más patadas espasmódicas, manos que se aferraban al aire. Y al fin, la compasiva muerte.

El demonio escupió hueso aplastado todavía sujeto por el cuero cabelludo. Cayó de tal modo que Scillara se encontró mirando la cara del hombre, no la carne, no los ojos, solo la piel, fruncida y magullada. Se la quedó mirando un momento más y después se obligó a apartar la mirada.

Y la dirigió hacia Felisin, que había retrocedido todo lo que había podido y se había metido contra el muro de piedra con las rodillas subidas y cubriéndose los ojos con las manos.

—Se acabó —dijo Scillara—. Felisin, ha terminado.

Las manos bajaron y revelaron una expresión de terror y asco.

Ranagrís arrastró los cuerpos y los metió tras una masa de peñascos, se movía con precipitación. Sin hacer caso del demonio de momento, Scillara se acercó y se agachó delante de Felisin.

—Habría sido más fácil a mi manera —dijo—. Por lo menos mucho menos sucio.

Felisin se la quedó mirando.

—Les chupó los cerebros.

—Ya me di cuenta.

—«Delicioso», dijo.

—Es un demonio, Felisin. No un perro, no una mascota. Un demonio.

—Sí. —La palabra fue un susurro.

—Y ahora sabemos lo que puede hacer.

Un asentimiento mudo.

—Así que —dijo Scillara en voz muy baja— no seas demasiado amable. —Se irguió y vio a Navaja y Heboric bajando del risco.

¡Triunfo y orgullo! ¡Tenemos caballos!

Navaja frenó el paso.

—Oímos un grito…

—Caballos —dijo Heboric mientras se acercaba a los asustadizos animales—. Menudo golpe de suerte.

Inocente. ¿Grito? No, amigo Navaja. Fue Ranagrís… expulsando gases.

—No me digas. ¿Y esos caballos se acercaron sin más a ti?

Descarado. ¡Sí! ¡Muy curioso!

Navaja se acercó y estudió unas manchas extrañas en el polvo removido. Las huellas de las palmas de Ranagrís eran evidentes en el esfuerzo de limpiar el desastre.

—Aquí hay sangre…

Conmoción, desesperación… arrepentimiento.

—Arrepentimiento. ¿Por lo que ha pasado aquí o porque te han descubierto?

Astuto. Bueno, lo primero, por supuesto, amigo Navaja.

Navaja hizo una mueca, miró a Scillara y Felisin y estudió sus expresiones.

—Creo —dijo poco a poco— que me alegro de no haber estado aquí para ver lo que visteis vosotras dos.

—Sí —respondió Scillara—, deberías alegrarte.

—Será mejor que no te acerques a estas bestias, Ranagrís —exclamó Heboric—. Puede que yo no les caiga muy bien, pero de verdad que tú les caes todavía peor.

Seguro de sí. Es que todavía no me conocen.

—Yo no le daría esto ni a una rata —dijo Sonrisas mientras picoteaba sin mucho entusiasmo los fragmentos de carne del plato de hojalata que descansaba en su regazo—. Mira, hasta las moscas lo evitan.

—No es la comida lo que evitan —dijo Koryk—. Eres tú.

Ella lo miró con desdén.

—Eso se llama respeto. Una palabra desconocida para ti, ya lo sé. Los setis solo son wickanos fracasados. Todo el mundo lo sabe. Y tú, tú eres un seti fracasado. —La mujer cogió su plato y lo mandó deslizándose por la arena hacia Koryk—. Toma, métetelo en esas orejas mestizas y guárdalo para después.

—Es tan dulce después de un duro día de cabalgada —le dijo Koryk a Chapapote con una gran sonrisa blanca.

—Tú sigue picándola —respondió el cabo— y seguro que terminas lamentándolo. —Él también estaba mirando lo que pasaba por cena que tenía en el plato; su expresión, por lo general plácida, se arrugaba en un ligero ceño—. Es caballo. Estoy seguro.

—Desenterrado de algún cementerio de caballos —dijo Sonrisas, que estaba estirando las piernas—. Yo mataría por un poco de pescado engrasado, cocido en arcilla sobre carbones, en la playa. Especiado y amarillo, envuelto en algas. Un jarro de vino de Meskeri y un muchacho respetable de una aldea del interior. Un granjero, grande…

—¡Por la letanía del Embozado, ya basta! —Koryk se inclinó hacia delante y escupió en el fuego—. Tú acorralando a un porquero con pelusa en la barbilla, es la única historia que conoces, eso es obvio. Maldita sea, Sonrisas, ya la hemos oído mil veces. Tú escapándote de la finca de tu padre por la noche para mojarte las manos y las rodillas en la playa. ¿Dónde era? Ah, sí, en la tierra de ensueño de las niñas buenas, se me había olvidado…

Un cuchillo se clavó con un ruido seco en la pantorrilla derecha de Koryk. Este lanzó un bramido y retrocedió casi a gatas, después se hundió y se cogió la pierna.

Varios soldados de pelotones cercanos echaron un vistazo, guiñaban los ojos entre el polvo que inundaba el campamento entero. Una curiosidad momentánea que se desvaneció a toda prisa.

Cuando Koryk soltó un torrente de maldiciones indignadas mientras intentaba restañar la hemorragia con las dos manos, Botella suspiró y se levantó de su sitio.

—¿Veis lo que pasa cuando los viejos nos dejan jugando solos? No te muevas, Koryk —dijo al acercarse—. Ahora te arreglo, solo será un momento…

—Que sea pronto —dijo el seti mestizo con un gruñido—, para poder rebanarle la garganta a esa zorra.

Botella miró a la mujer y después se inclinó sobre Koryk.

—Tranquilo. Está un poco pálida. Un mal tiro…

—Oh, ¿y a qué estaba apuntando, entonces?

El cabo Chapapote se puso en pie.

—Cuerdas no se va a poner muy contento contigo, Sonrisas —dijo sacudiendo la cabeza.

—Movió la pierna…

—Y tú le tiraste un cuchillo.

—Fue lo de las niñas buenas. Me provocó.

—Da igual cómo empezó. Podrías intentar disculparte… quizá Koryk lo deje así…

—Claro —dijo Koryk—. El día que el Embozado se meta solo en su propia tumba.

—Botella, ¿ya has detenido la hemorragia?

—Casi, cabo. —Botella le tiró el cuchillo a Sonrisas. Aterrizó a sus pies, la hoja manchada.

—Gracias, Botella —dijo Koryk—. Ahora puede probar otra vez.

El cuchillo se clavó con un ruido seco en el suelo, entre las botas del mestizo.

Todos los ojos giraron de repente hacia Sonrisas.

Botella se humedeció los labios. El maldito trasto había pasado muy cerca de su mano izquierda.

—Ahí era donde apuntaba —dijo Sonrisas.

—¿Qué te dije? —dijo Koryk, la voz extrañamente aguda.

Botella respiró hondo para ralentizar el martilleo de su corazón.

Chapapote se acercó y arrancó el cuchillo del suelo.

—Creo que me voy a quedar esto durante un rato.

—Me da igual —dijo Sonrisas—. Tengo de sobra.

—Y los vas a mantener envainados.

—Sí, cabo. Siempre que nadie me provoque.

—Está chiflada —murmuró Koryk.

—No está chiflada —respondió Botella—. Solo se siente sola porque…

—No tiene a un granjero de una aldea del interior —terminó Koryk con una gran sonrisa.

—Seguramente un primo —añadió Botella en voz tan baja que solo lo oyó Koryk.

El hombre se echó a reír.

Ya está. Botella suspiró. Habían superado otro momento peliagudo en esa interminable marcha y solo se había derramado un poco de sangre. El Decimocuarto Ejército estaba cansado. Era desdichado. No se caían demasiado bien. Les habían impedido hacer uso de la máxima venganza contra Sha’ik y los asesinos, violadores y despiadados delincuentes que la seguían, y encima metidos en esa lenta persecución de los últimos restos del ejército rebelde por caminos polvorientos, medio deshechos, en una tierra reseca, entre tormentas de arena y cosas peores; el Decimocuarto seguía esperando una resolución. Quería sangre, pero hasta el momento la mayor parte de la sangre derramada había sido suya, cuando los altercados se convertían en disputas y las cosas se ponían feas.

Los puños estaban haciendo lo que podían para controlar la situación, pero estaban tan agotados como los demás. Y no ayudaba que hubiera muy pocos capitanes dignos de ese rango en las compañías.

Y nosotros no tenemos ni uno solo, ahora que han trasladado a Keneb. Corría el rumor de que había un nuevo contingente de reclutas y oficiales que había desembarcado en Lato Revae y que iba detrás de ellos, apresurándose para alcanzarlos, pero ese rumor había surgido diez días antes. Los muy idiotas ya deberían haber llegado a esas alturas.

En los dos últimos días había habido mensajeros yendo y viniendo, corriendo a toda velocidad por la pista dejada por su paso, y después de regreso. Dujek Unbrazo y la consejera estaban hablando mucho, eso estaba claro. Lo que no lo estaba tanto era de qué estaban hablando. Botella se había planteado ir a escuchar a escondidas lo que ocurría en la tienda de mando y con sus ocupantes, como ya había hecho muchas veces entre Aren y Raraku, pero la presencia de Ben el Rápido lo ponía nervioso. Un mago supremo. Si el Rápido le daba la vuelta a una roca y encontraba a Botella debajo, se iba a armar la gorda del Embozado.

Los malditos cabrones que huían por delante de ellos podían pasarse la vida corriendo y seguramente lo harían si su comandante tenía algo de cerebro. Habría podido presentar batalla por última vez en cualquier momento. Heroico, inspirador y sin sentido. Pero parecía que era demasiado listo para eso. Al oeste, siempre al oeste, adentrándose en los yermos.

Botella regresó a su sitio, iba recogiendo puñados de arena para quitarse la sangre de Koryk de los dedos y las palmas. Nos estamos poniendo unos a otros de los nervios. Eso es todo. Su abuela sabría qué hacer en esa situación, pero la buena mujer hacía mucho que había muerto y su espíritu estaba anclado a la vieja granja de las afueras de Jakata, a un millar de leguas de allí. Casi podía verla, sacudiendo la cabeza y entrecerrando los ojos de esa forma medio chiflada y genial tan propia de ella. Entendida en las costumbres de los mortales, sabía ver lo que había detrás de cada debilidad, cada defecto, leía los gestos inconscientes y las expresiones momentáneas, atravesaba la superficie confusa y dejaba al descubierto los huesos de la verdad. Nada podía esconderse de ella.

Pero él no podía hablar con ella.

Pero hay otra mujer… ¿verdad? A pesar del calor, Botella se estremeció. Todavía acosaba sus sueños, esa bruja eres’al. Todavía le mostraba las antiguas hachas de mano repartidas por esa tierra como hojas de piedra de un árbol que abarcara el mundo entero, esparcidas por los vientos de un sinfín de eras pasadas. Botella sabía, de hecho, que a unos cincuenta pasos al sur de la pista que seguían había una cuenca plagada de esos malditos trastos. Ahí fuera, a un pequeño paseo, esperándolo.

Las veo, pero no entiendo su importancia. Ese es el problema. No sirvo para esto.

Sus ojos percibieron un movimiento junto a sus botas y vio una langosta, hinchada por los huevos y arrastrándose con lentitud. Botella se inclinó y la cogió por las alas plegadas. Metió la otra mano en su bolsa y sacó una pequeña caja de madera negra, la tapa y los lados perforados por unos agujeritos. Le dio un papirotazo al cierre y levantó la tapa.

Dichosa Unión, su preciado escorpión caca de pájaro. Bajo la luz repentina, la criatura levantó la cola y retrocedió hasta una esquina.

Botella tiró la langosta dentro de la caja.

El escorpión sabía lo que venía y salió disparado, momentos después se estaba comiendo al insecto, que todavía no había dejado de patalear.

—Para ti es muy fácil, ¿eh? —dijo Botella por lo bajo.

Algo cayó con un golpe sordo en la arena, a su lado; una fruta, un karybral, redondo y de un polvoriento color lima. Botella levantó la cabeza y encontró a Sepia de pie, a su lado.

El zapador tenía una brazada de fruta en las manos.

—Un regalo —dijo.

Botella cerró con una mueca la tapa de la caja de Dichosa Unión.

—Gracias. ¿De dónde la sacaste?

—Me fui a dar un paseo. —Sepia señaló el sur con la cabeza—. Una cuenca, parras de karybral por todas partes. —Empezó a tirárselas a los demás miembros del pelotón.

Una cuenca.

—Y también un montón de hachas de mano, ¿eh?

Sepia guiñó los ojos.

—No me fijé. ¿Es sangre seca lo que tienes en las manos?

—Es mía —dijo Koryk con un gruñido, ya estaba pelando la fruta.

El zapador se detuvo y estudió el tosco círculo de soldados que lo rodeaba y terminó en el cabo Chapapote, que se encogió de hombros. Eso pareció suficiente cuando Sepia le lanzó el último karybral a Sonrisas.

Que lo atrapó con un cuchillo.

Los otros, Sepia incluido, observaron mientras la soldado procedía a quitar la piel con diestros cortes.

El zapador suspiró.

—Creo que voy a ir a buscar al sargento.

—Buena idea —dijo Botella.

—Deberías dejar salir a Dichosa de vez en cuando a dar un paseo —dijo Sepia—. Que estire esas viejas patas. Quizás y Laúdes han encontrado un escorpión nuevo, jamás he visto nada parecido. Están hablando de una revancha.

—Los escorpiones no pueden estirar las patas —respondió Botella.

—Una forma de hablar.

—Ah.

—Pero, en fin —dijo Sepia, y después se alejó sin prisas.

Sonrisas se las había arreglado para quitar la cáscara entera en una sola tira, que después arrojó a Koryk. Este tenía la cabeza gacha y saltó cuando vio el movimiento por el rabillo del ojo.

La mujer bufó.

—Ahí tienes. Añádelo a tu colección de amuletos.

El mestizo seti puso en el suelo su karybral y se levantó poco a poco, después hizo una mueca y le lanzó una mirada furiosa a Botella.

—Creí que me habías sanado la puñetera pierna.

—Y lo hice. Pero todavía te va a doler un poco.

—¿Un poco? Casi no puedo ni levantarme.

—Ya mejorará.

—Seguro que echa a correr —comentó Chapapote—. Sería divertido, Koryk, verte cojeando tras ella.

El hombretón se calmó.

—Soy muy paciente —dijo mientras se volvía a sentar.

—Ooh —dijo Sonrisas—, mira cómo sudo.

Botella se puso de pie.

—Me voy a dar un paseo —dijo—. Que nadie mate a nadie hasta que yo vuelva.

—Si matan a alguien —señaló Chapapote—, tus habilidades sanadoras no van a ser de mucha ayuda.

—No estaba pensando en sanar, solo en mirar.

Habían cabalgado hacia el norte, fuera de la vista de la columna acampada; habían subido a un pequeño risco y llegado a una llanura plana y polvorienta. Había tres guldindhas en un otero bajo, a doscientos pasos de distancia, y ellos se detuvieron bajo la sombra de las hojas anchas y correosas, sacaron la comida y una jarra de cerveza gredfalana que Violín se había procurado en alguna parte, y esperaron la llegada del mago supremo.

Kalam notaba que algo del viejo espíritu de Violín se había apagado. Más canas en la barba pelirroja, cierta expresión distante en los pálidos ojos azules. Cierto, el Decimocuarto era un ejército repleto de soldados amargados, resentidos, les habían arrebatado la gloria de la venganza de un Imperio justo la noche antes de la batalla, y esa marcha tampoco ayudaba mucho. Solo con eso ya se podía explicar el estado de Violín, pero Kalam sabía que había algo más.

Con canción tanno o sin ella, Seto y los demás estaban muertos. Fantasmas en el otro lado. Claro que Ben el Rápido había explicado que los informes oficiales no eran del todo exactos. Mazo, Rapiña, Azogue, Mezcla, Eje, Perlazul… había supervivientes, retirados y dándose a la buena vida en Darujhistan. Junto con el capitán Ganoes Paran. Bueno, al menos una buena noticia, y eso había ayudado. Un poco.

Violín y Seto estaban tan unidos como hermanos. Cuando estaban juntos las armaban de todos los colores. Una forma de pensar conjunta más peligrosa que divertida la mayor parte del tiempo. Tan legendarios como los propios Abrasapuentes. Había sido una decisión fatídica la tomada en la costa del lago Azur, que se separaran. Fatídica para todos nosotros, según parece.

Kalam no le encontraba mucho sentido a la ascendencia. Esa bendición que un caminante espiritual le había echado a una compañía de soldados, la división del tejido en Raraku. Lo consolaba y a la vez inquietaba la noción de unos guardianes invisibles, a Violín le había salvado la vida el fantasma de Seto… pero ¿dónde estaba Whiskeyjack? ¿También se encontraba allí?

Esa noche en el campamento de Sha’ik había sido una pesadilla. Se habían desenvainado demasiados cuchillos para contarlos en esas horas oscuras. Y él había visto algunos de esos fantasmas con sus propios ojos. Abrasapuentes muertos mucho tiempo atrás, habían regresado tan duros como una resaca y tan feos como eran en vida. Si alguna vez se encontraba con ese caminante espiritual tanno del que había hablado Viol…

El zapador se estaba paseando a la sombra de los árboles.

Agachado, Kalam Mekhar estudió a su viejo amigo.

—Está bien, Viol, escúpelo ya.

—Malas cosas —murmuró el zapador—. Demasiadas para contarlas. Como nubes de tormenta, se reúnen en cada horizonte.

—No me extraña que seas tan pésima compañía.

Violín entrecerró los ojos y lo miró.

—Pues tú no has sido mucho mejor.

El asesino hizo una mueca.

—Perla. No anda por donde yo pueda verlo, pero sigue rondando. Se diría que esa mujer pardu… ¿cómo se llama?

—Lostara Yil.

—Esa. Se diría que a estas alturas ya lo habría desarzonado.

—El juego que se traen entre manos esos dos solo lo entienden ellos —dijo Violín—, y se pueden quedar con él. Además, está claro que el tipo sigue por aquí porque la emperatriz quiere a alguien cerca de Tavore.

—Ese fue siempre su problema —dijo Kalam con un suspiro.

—La confianza.

Kalam miró al zapador.

—Tú llevas marchando con Tavore desde Aren. ¿Le encuentras algún sentido?, ¿el que sea?

—Soy sargento, Kalam.

—Exacto. —El asesino esperó.

Violín se rascó la barba y se tiró de la correa del yelmo abollado, después se lo desabrochó y lo arrojó a un lado. Siguió paseándose y dándoles patadas a las hojas y las cáscaras en la arena. Espantó una mosca de sangre que le rondaba por la cara.

—Es hierro frío, Kalam. Pero todavía no se ha puesto a prueba. ¿Puede pensar en plena batalla? ¿Puede ponerse al mando en plena huida? El Embozado sabrá; su puño favorito, ese viejo, Gamet, no podía. Lo que no augura nada bueno sobre su criterio.

—Lo conocía de antes, ¿no?

—Confiaba mucho en él, sí, está eso. El tipo estaba agotado, eso es todo. Ya no soy tan generoso como solía ser.

Kalam sonrió y apartó la mirada.

—Oh, sí, generoso, ese es Viol, cómo no. —Señaló los huesos de dedos que colgaban del cinturón del zapador—. ¿Qué hay de eso?

—Con eso lo hizo bien, es cierto. El empujón de Oponn, quizá.

—O quizá no.

Violín se encogió de hombros. Estiró una mano de repente y la cerró sobre la mosca de sangre. La aplastó entre las palmas de las manos con una satisfacción más que evidente.

Parecía más viejo, cierto, pero tan rápido y duro como siempre. Una oleada de aire granuloso y muerto hizo escabullirse las hojas por la arena, el aire se partió de forma audible a unos pasos de distancia y Ben el Rápido salió de una senda. Tosiendo.

Kalam cogió el jarro de cerveza y se acercó.

—Toma.

El mago bebió, tosió otra vez y después escupió.

—Por los dioses del inframundo, esa senda Imperial es horrible. —Se tragó otro buen sorbo.

—Mándame a mí ahí dentro —dijo Violín allegándose a grandes zancadas—, así yo también puedo beber un poco de eso.

—Me alegro de que estés más animado —dijo Ben el Rápido al tiempo que le pasaba el jarro—. Vamos a tener compañía dentro de un rato… Es decir, después de comer —añadió cuando se fijó en la comida envuelta, se dirigió allí—. Tengo tanta hambre que podría comerme moscas de sangre.

—Pues chupa mi mano —dijo Violín.

El brujo se detuvo y lo miró.

—Has perdido la cabeza. Antes preferiría chupar la mano de un vendedor ambulante de estiércol de camello. —Empezó a desenvolver las hojas que protegían la comida.

—¿Qué tal tu reunión con Tavore? —preguntó Kalam cuando se acercó a él.

—Tú sabes tanto como yo —respondió Ben el Rápido—. No es la primera vez que veo personas asediadas, pero esta ha levantado muros tan gruesos y tan altos que dudo que una docena de dragones iracundos pudiera pasar… y ni un solo enemigo a la vista, tampoco.

—En eso puede que te equivoques —dijo el asesino—. ¿Andaba Perla por allí?

—Bueno, una cortina se movía un poco.

Violín lanzó un bufido.

—Ese no es tan obvio. Seguramente era T’amber.

—No hablaba de forma literal, Viol. Alguien en una senda, cerca y atento.

—Tavore no llevaba su espada, entonces —dijo Kalam.

—No, nunca la lleva cuando habla conmigo, gracias a los dioses.

—¡Ooh, qué considerada!

El brujo le lanzó una mirada asesina a Kalam.

—Querrás decir que no le quiere chupar todo a su mago supremo.

—Para —dijo Violín—. No me gusta las imágenes que se me meten en la cabeza. Pásame un trozo de ese pan de sepah; no, pero no ese al que ya le has dado un mordisco, Rápido, gracias de todos modos. Ahí… oh, da igual. —Estiró la mano él mismo.

—¡Eh, me estás llenando la comida de arena!

Kalam se puso en cuclillas. Violín parecía más joven con cada minuto que pasaba. Sobre todo con esa mirada ceñuda. Ya hacía tiempo que tenían que haberse tomado ese descanso lejos del ejército y todo lo que suponía.

—¿Qué pasa? —preguntó Violín—. ¿Te preocupa gastarte los dientes? Pues entonces vas a tener que dejar de roer ese pan.

—No está tan duro —respondió el mago tapándose la boca llena.

—No, pero está plagado de arena, Ben el Rápido. De las piedras de los molinos. Pero bueno, últimamente siempre echo arena por todas partes. Tengo arena en sitios que ni te imaginarías…

—Para. Ya sabes, imágenes que se meten en la cabeza.

—Después de esto —continuó Violín, implacable—, un año entero viviendo la vida en Darujhistan y seguiré cagando ladrillos con arena…

—¡Para, he dicho!

Kalam entrecerró los ojos y miró al zapador.

—¿Darujhistan? ¿Es que planeas reunirte con los demás?

La mirada del zapador lo esquivó.

—Algún día…

—¿Algún día pronto?

—No tengo planeado huir, Kalam.

El asesino se encontró con la mirada de Ben el Rápido, apenas un parpadeo; Kalam se aclaró la garganta.

—Bueno… pues quizá deberías, Viol. Si me dedicara a dar consejos…

—Cuando tú te dediques a dar consejos, yo sabré que estamos todos condenados. Gracias por estropearme el día. Oye, Rápido, un poco más de esa cerveza, por favor, estoy seco.

Kalam se calló. De acuerdo, por lo menos ese punto está aclarado.

Ben el Rápido se limpió las migas de las manos de dedos largos y se recostó.

—La dama tiene ideas que te incluyen, Kalam…

—Ya tengo una mujer y me sobra.

—¿Quizá quiera que reúnas un pelotón de asesinos?

—¿Un qué? ¿Con esta panda?

—Eh —rezongó Violín—. Que yo conozco a esta panda.

—¿Y?

—Y tienes razón, eso es todo. Son un desastre.

—Aun así —dijo el brujo con un encogimiento de hombros—. Y es probable que quiera que lo hagas en secreto…

—Con Perla poniendo la oreja en vuestra conversación, ya, claro.

—No, eso fue después. La segunda mitad de nuestras reuniones es para nuestro público. La primera mitad, antes de que llegue Perla y quien sea, es cuando hablamos en privado. Improvisa estas reuniones todo lo que puede. Usa a Larva como mensajero.

El mago hizo un gesto para protegerse del mal.

—Solo es un huérfano abandonado —dijo Violín.

Pero Ben el Rápido se limitó a sacudir la cabeza.

—Así que quiere su propio cuadro de asesinos —dijo Kalam—. Sin que lo sepa la Garra. No me gusta nada la pinta que tiene esto, Rápido.

—Quienquiera que se esconda tras esos muros puede que esté asustada, Kal, pero de estúpida no tiene ni un pelo.

—Todo este asunto es una estupidez —afirmó Violín—. Aplastó la rebelión, ¿qué más quiere Laseen?

—Que sea fuerte cuando se trata de enfrentarse a nuestros enemigos —dijo Kalam—. Y débil cuando se trata de popularidad.

—Tavore no es de las populares, ¿cuál es el problema?

—Podría hacerse popular. Unos cuantos éxitos más… éxitos en los que quede claro que no es por pura suerte. Vamos, Viol, ya sabes lo rápido que puede cambiar un ejército.

—Este ejército no —dijo el zapador—. Ya para empezar, casi ni se levanta. No hay por dónde cogernos. Maldita sea, Ben el Rápido, ¿esa mujer tiene idea de lo que hay?

El brujo lo pensó un momento y después asintió.

—Creo que sí. Pero no sabe qué hacer, aparte de atrapar a Leoman de los Mayales y borrarlo del mapa, a él y a su ejército. A conciencia.

Violín lanzó un gruñido.

—Eso es lo que teme Sepia. Está convencido de que vamos a terminar todos con Ranal puesto antes de acabar.

—¿Ranal? Ah, ya…

—Y se está poniendo muy pesado —siguió Violín—. No deja de hablar del maldito que se está guardando, el que se va poner debajo del culo cuando caiga sobre todos nosotros la perdición. Deberías ver la cara de los reclutas cuando le da por hablar así.

—Parece que Sepia necesita una charla.

—Lo que necesita es una buena hostia, Kal. Créeme, he tenido tentaciones…

—Pero los zapadores no se hacen eso unos a otros.

—También soy sargento.

—Pero todavía lo necesitas de tu parte.

Con tono sombrío.

—Sí.

—De acuerdo —dijo Kalam—. Tendré unas palabritas con él y lo aclararé.

—Ten cuidado, podría tirarte un fullero a los pies. No le gustan los asesinos.

—¿Y a quién sí? —comentó Ben el Rápido.

Kalam frunció el ceño.

—Y yo pensando que era popular… al menos con mis amigos.

—Solo vamos a lo seguro, Kalam.

—Gracias, Rápido, lo recordaré.

El brujo se levantó de repente.

—Nuestros invitados están a punto de llegar…

Violín y Kalam también se pusieron en pie y se dieron la vuelta para ver abrirse una vez más la senda Imperial. Salieron sin prisa cuatro figuras.

El asesino reconoció a dos de ellas y sintió que lo invadían la tensión y el placer; la piel de gallina de repente a causa del mago supremo Tayschrenn y el placer genuino de ver a Dujek Unbrazo. Flanqueaban a Tayschrenn dos guardaespaldas; uno, un seti anciano con un bigote encerado; a Kalam le resultaba vagamente conocido, como si lo hubiera visto una vez, mucho tiempo atrás. El otro era una mujer de entre veinticinco y treinta y cinco años, ágil y atlética bajo sedas ceñidas. Los ojos eran suaves y de color castaño oscuro, vigilantes; tenía el cabello corto, a la moda imperial, alrededor de la cara con forma de corazón.

—Relájate —murmuró Ben el Rápido en voz baja junto a Kalam—. Como ya te dije, el papel de Tayschrenn en… cosas pasadas… se entendió mal.

—Eso dices tú.

—Y sí que intentó proteger a Whiskeyjack.

—Pero llegó tarde.

—Kalam…

—De acuerdo, seré cortés. ¿Ese seti es su antiguo guardaespaldas, el de la época del emperador?

—Sí.

—¿El cabrón miserable? ¿Nunca dijo nada?

—Ese es.

—Parece que se ha ablandado un poco.

Ben el Rápido lanzó un bufido.

—¿Algo le divierte, mago supremo? —preguntó Dujek cuando se acercó el grupo.

—Bienvenido, puño supremo —dijo Ben el Rápido, se irguió y añadió una pequeña reverencia deferente al volverse hacia Tayschrenn—. Colega…

Las cejas finas, casi lampiñas, de Tayschrenn se alzaron.

—Un ascenso de campaña, ¿no? Bueno, quizá ya era hora. No obstante, no creo que la emperatriz haya sancionado ese título todavía.

Ben el Rápido le dedicó una gran sonrisa blanca.

—¿Recuerda, mago supremo, a cierto otro mago supremo, enviado por el emperador, al principio de la campaña de Perronegro? ¿Kribalah Gobierno?

—¿Gobierno el Grosero? Sí, murió después de un mes, más o menos…

—En una terrible conflagración, sí. Bueno, era yo. Así pues, no es la primera vez que soy mago supremo, colega…

Tayschrenn había fruncido el ceño, era obvio que estaba recordando, después el ceño se convirtió en una mirada enfadada.

—¿Y el emperador lo sabía? Tenía que saberlo, puesto que lo envió, a menos, por supuesto, que no lo enviara.

—Bueno, es cierto, hubo ciertas faltas de decoro, y es posible que si alguien hubiera seguido esa pista concreta, podrían haberse advertido. Pero usted no sintió la necesidad de hacerlo, es evidente, ya que, aunque por un tiempo muy breve, me defendí de sobra yo solo, y creo recordar que lo saqué una vez de un lío… algo sobre unos asesinos magos tiste andii…

—Cuando perdí cierto objeto que contenía un señor de demonios…

—¿Lo perdió? Siento oírlo.

—El mismo demonio que más tarde murió bajo la espada de Rake en Darujhistan.

—Oh, qué desgracia.

Kalam se inclinó hacia Ben el Rápido.

—Creí —dijo con un susurro— que me habías dicho a mí que me relajara.

—Fue hace mucho tiempo y muy lejos de aquí —dijo Dujek Unbrazo con tono brusco—, y daría una buena palmada si tuviera más de una mano. Tayschrenn, contén a ese seti antes de que haga algo estúpido. Tenemos cosas que discutir. Empecemos de una vez.

Kalam miró a Violín y le guiñó un ojo. Igual que en los viejos tiempos…

Echado en la cima del risco, Perla gruñó.

—Ahí está Dujek Unbrazo —dijo—. Se supone que ahora mismo está en G’danisban.

Junto a él, Lostara Yil siseó y empezó a darse palmadas por todo el cuerpo.

—Pulgas, maldita sea. Este risco está plagado de ellas. Odio las pulgas…

—¿Por qué no pegas un salto y bailas un poco, capitán? —preguntó Perla—. Solo para asegurarnos que saben que estamos aquí.

—Espiar es una estupidez. Odio esto, y estoy volviendo a descubrir el odio que te tengo, garra.

—Qué cosas más bonitas me dices. En fin, el calvo es Tayschrenn, con Hattar y Kiska esta vez, lo que significa que se toma en serio los riesgos. Oh, ¿por qué han tenido que hacerlo ahora?

—¿Hacer qué?

—Lo que sea que están haciendo, por supuesto.

—Pues vuelve corriendo con Laseen como el perrito impaciente que eres, Perla, y cuéntaselo.

La garra fue arrastrándose por un lado del risco, se giró y se incorporó.

—Tampoco hay que darse tanta prisa. Tengo que pensar.

Lostara bajó a gatas la ladera hasta que pudo levantarse y empezó a rascarse bajo la armadura.

—Bueno, pues yo no pienso esperar a que termines. Necesito un baño de leche, con hojas de escura, y lo necesito ahora.

La garra la observó alejarse con paso decidido, de regreso al campamento. Bonitos andares, aparte de los espasmos repentinos.

Un simple hechizo de nada para mantener las pulgas a raya. Quizá debería haber tenido la gentileza de decírselo a la joven.

No. Esto es mucho mejor.

Dioses, estamos hechos el uno para el otro.