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Abundan las mentiras en las calles estos días.

—Mago supremo Tayschrenn, coronación de la emperatriz Laseen

Recogido por el historiador imperial Duiker

1164 del Sueño de Ascua

Cincuenta y ocho días después de la ejecución de Sha’ik

Vientos caprichosos habían revuelto el polvo que había impregnado el aire horas antes y todos los que entraban por la puerta interior oriental de Ehrlitan llegaban recubiertos, ropas y piel, por el color de las colinas de arenisca roja. Mercaderes, peregrinos, boyeros y viajeros aparecían ante los guardias como si los conjuraran, uno tras otro, en el torbellino de la calima, las cabezas gachas al meterse con pasos trabajosos al socaire de la puerta, los ojos simples ranuras tras los pliegues de linos manchados. Cabras cubiertas de óxido tropezaban tras sus pastores, los caballos y bueyes llegaban con las cabezas caídas y círculos de costras arenosas alrededor de las aletas de la nariz y los ojos, las carretas siseaban cuando la arena se filtraba entre las tablas erosionadas del interior. Los guardias observaban, pensando solo en el fin de su turno y los baños, comidas y cuerpos cálidos que los esperaban como adecuada recompensa por las obligaciones cumplidas.

La mujer que llegó a pie llamó la atención, pero no por lo que hubiera debido. Envuelta en sedas ceñidas, la cabeza cubierta, la cara oculta bajo un chal, era, no obstante, digna de una segunda mirada, aunque solo fuera por la elegancia de su zancada y el balanceo de sus caderas. Los guardias, siendo hombres y esclavos de su imaginación, aportaron el resto.

La mujer notó su atención momentánea y la comprendió lo suficiente como para no preocuparse. Más problemático hubiera sido que uno o ambos de los guardias hubieran sido mujeres. A estas bien podría haberles extrañado que entrara en la ciudad por esa puerta concreta tras haber bajado a pie por ese camino concreto que serpenteaba legua tras legua por colinas abrasadas, prácticamente sin vida, y después corría durante muchas leguas más paralelo a un bosque de matorrales casi deshabitado. Una llegada, además, que hacía más inusual todavía el hecho de no llevar suministros y que el suave cuero de sus mocasines apenas estuviese gastado. Si los guardias hubieran sido mujeres, la habrían abordado y la mujer se habría enfrentado a preguntas difíciles, ninguna de las cuales estaba dispuesta a contestar con la verdad.

Una suerte para los guardias, entonces, que fueran varones. Una suerte también el delicioso señuelo de la imaginación de un hombre cuando esas miradas la siguieron hasta la calle, miradas que, vacías de suspicacia pero enfebrecidas, desnudaban su curvilínea forma con cada bamboleo de las caderas, un movimiento que la mujer solo exageraba un poco.

Al llegar a una intersección giró a la izquierda y solo un momento después había desaparecido de su vista. El viento soplaba embotado en la ciudad aunque continuaba cayendo un polvo fino que lo cubría todo con una capa monocroma. La mujer siguió su camino entre la multitud, su ruta era una espiral gradual que se iba adentrando hacia el Jen’rahb, la meseta central de Ehrlitan, las múltiples capas de la inmensa ruina habitada por poco más que alimañas, tanto de cuatro como de dos patas. Al llegar al fin al alcance de los edificios desmoronados, encontró una posada cercana de apariencia modesta y sin ambición de ser otra cosa que un establecimiento local que albergaba a unas cuantas putas en las habitaciones del segundo piso y alrededor de una docena de parroquianos en la taberna de la planta baja.

Junto a la entrada de la taberna había un pasaje arqueado que conducía a un jardín pequeño. La mujer entró en ese pasaje para cepillarse el polvo de la ropa y después siguió caminando hasta la taza poco profunda de agua repleta de sedimentos bajo una fuente de la que caía un hilillo intermitente, allí se quitó el chal y se salpicó la cara lo suficiente para aliviarse el escozor de los ojos.

La mujer regresó por el pasaje y entró al fin en la taberna.

Tenebrosa, el humo de fuegos, faroles de aceite, durhang, itralbe y roya flotaba en el techo bajo de escayola, llena en sus tres cuartas partes y todas las mesas ocupadas. Un joven la había precedido por solo unos instantes y en ese momento estaba explicando, casi sin aliento, alguna aventura a la que apenas había sobrevivido. La mujer lo escuchó al pasar junto a él y sus oyentes y se permitió esbozar una leve sonrisa que era, quizá, más triste de lo que había pretendido.

Encontró un lugar en la barra y llamó con la mano al tabernero. Este se detuvo enfrente de ella y la estudió con atención mientras pedía, en un ehrlitano sin acento, una botella de vino de arroz.

El tipo metió entonces la mano bajo el mostrador y la mujer oyó el tintineo de unas botellas mientras él contestaba en malazano.

—Espero que no crea que aquí va a dar con algo digno de ese nombre, muchacha. —El hombre se irguió y limpió el polvo de una botella de arcilla, después miró el tapón—. Esta, al menos, sigue sellada.

—Servirá —dijo la mujer sin dejar de hablar en el dialecto local y mientras dejaba sobre la barra tres medialunas de plata.

—¿Planea bebérsela toda?

—Necesitaría una habitación arriba en la que meterme —respondió ella y quitó de un tirón el tapón cuando el tabernero puso una copa de hojalata en la barra—. Que tenga cerrojo —añadió.

—Entonces Oponn os sonríe —contestó el sirviente—. Acaba de quedar una disponible.

—Bien.

—¿Está destinada en el ejército de Dujek? —preguntó el hombre.

La mujer se sirvió una copa entera del vino ambarino y un tanto turbio.

—No. ¿Por qué?, ¿está aquí?

—Los últimos coletazos —respondió él—. El cuerpo principal partió hace seis días. Dejaron una guarnición, por supuesto. Por eso me preguntaba…

—No pertenezco a ningún ejército.

El tono de la mujer, extrañamente frío y rotundo, silenció al hombre. Unos momentos después se alejó para atender a otro cliente.

La mujer bebió. Fue consumiendo la botella a ritmo constante mientras la luz se iba desvaneciendo en el exterior y la taberna se iba atestando cada vez más, las voces subían de tono, los codos y los hombros la empujaban con más frecuencia de la que era del todo imprescindible. Hizo caso omiso de los magreos ocasionales, los ojos puestos en el líquido de la copa que tenía delante.

Al fin terminó, se volvió y se fue abriendo camino, con pasos no muy firmes, entre la multitud de cuerpos para alcanzar de una vez a las escaleras. Subió con cautela, una mano en la endeble barandilla, apenas consciente de que alguien, como era previsible, la estaba siguiendo.

En el rellano la mujer apoyó la espalda en la pared.

El desconocido llegó, todavía con esa sonrisa estúpida que se le congeló en la cara cuando la punta de un cuchillo se le apoyó en la piel bajo el ojo izquierdo.

—Vuelve abajo —dijo la mujer.

Una lágrima de sangre se deslizó por la mejilla del hombre y se fue espesando por el borde de la mandíbula. El hombre temblaba, hizo una mueca de dolor cuando la punta penetró un poco más.

—Por favor —susurró.

Ella se bamboleó apenas y abrió sin querer el pómulo del hombre, por suerte el cuchillo se deslizó hacia abajo en lugar de hacia el ojo. El tipo lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás, levantó las manos en un esfuerzo por parar la hemorragia y bajó tropezando las escaleras.

Gritos abajo, después una carcajada áspera.

La mujer estudió el cuchillo que llevaba en la mano y se preguntó de dónde había salido y de quién era la sangre que relucía en él.

Daba igual.

Fue en busca de su habitación y al final la encontró.

La inmensa tormenta de polvo era natural, había nacido en el Jhag Odhan y recorría a contracorriente el corazón del subcontinente de Siete Ciudades. Los vientos barrían en dirección norte por el lado este de colinas, riscos y viejas montañas que rodeaban el sagrado desierto de Raraku (un desierto que se había convertido en mar), y se veían atraídos a una guerra de relámpagos por toda la anchura del risco, visible desde las ciudades de Pan’potsun y G’danisban. Tras girar al oeste, la tormenta estiró unos brazos retorcidos, uno de los cuales golpeó Ehrlitan antes de apagarse sobre el mar Ehrlitan, mientras el otro alcanzó la ciudad de Pur Atrii. Cuando el cuerpo principal de la tormenta regresó enroscado al interior, cobró energía una vez más, apaleó el lado norte de las montañas Thalas y envolvió las ciudades de Hatra e Y’Ghatan antes de girar hacia el sur una última vez. Una tormenta natural, un último regalo, quizá, de los antiguos espíritus de Raraku.

El ejército fugitivo de Leoman de los Mayales abrazó ese último regalo y cabalgó metido en ese viento incesante durante días enteros, días que se convirtieron en semanas, el mundo exterior reducido a un muro de arena suspendida mucho más amarga, puesto que les hacía recordar a los supervivientes, a su amado Torbellino, el martillo de Sha’ik y Dryjhna, el Apocalipsis. Pero incluso en la amargura había vida, había salvación.

El ejército malazano de Tavore seguía en su persecución, no con prisas, no con la temeraria estupidez mostrada justo después de la muerte de Sha’ik y el aplastamiento de la rebelión. No, la caza se había convertido en un procedimiento medido, un acecho táctico de la última fuerza organizada que se oponía al Imperio. Una fuerza que se creía que estaba en posesión del libro sagrado de Dryjhna, el único artefacto que daba esperanza a los rebeldes sitiados de Siete Ciudades.

Aunque no lo poseía, Leoman de los Mayales maldecía ese libro a diario. Con un celo casi religioso y una imaginación espantosa, rezongaba sus maldiciones; por suerte, el viento áspero le arrancaba las palabras y se las llevaba, de modo que solo Corabb Bhilan Thenu’alas, que cabalgaba junto a su comandante, podía oírlas. Cuando se cansaba de la diatriba, Leoman fraguaba elaboradas intrigas para destruir el tomo una vez que cayera en sus manos. Fuego, orina de caballo, bilis, incendiarios moranthianos, el vientre de un dragón… hasta que Corabb, agotado, se alejaba para cabalgar en la compañía más razonable de sus compañeros rebeldes.

Los cuales lo importunaban entonces con preguntas temerosas y lanzaban miradas inquietas hacia Leoman. ¿Qué estaba diciendo?

Plegarias, respondía Corabb. Nuestro comandante le reza a Dryjhna todo el día. Leoman de los Mayales, les dijo, es un hombre pío.

Más o menos tan pío como era de esperar. La rebelión se estaba derrumbando, azotada por los vientos. Las ciudades habían capitulado una tras otra con la aparición de ejércitos y barcos imperiales. Los ciudadanos se volvían contra sus vecinos en su celo por presentar criminales que respondieran de la multitud de atrocidades cometidas durante el levantamiento. Los que habían sido héroes y los pequeños tiranos eran exhibidos por igual ante los que los volvían a ocupar y la sed de sangre lo gobernaba todo. Nuevas tan macabras llegaron a sus oídos por medio de las caravanas que interceptaban en su eterna huida hacia delante. Y con cada jirón de noticia, la expresión de Leoman se oscurecía todavía más, como si apenas pudiera sujetar la rabia de su interior.

Era la decepción, se repetía Corabb, y puntuaba el pensamiento cada vez con un largo suspiro. El pueblo de Siete Ciudades había renunciado muy rápido a la libertad adquirida a costa de tantas vidas y era una verdad muy amarga, un comentario muy sórdido sobre la naturaleza humana. ¿Había sido todo en vano? ¿Cómo no iba a experimentar un guerrero pío una desilusión que le quemaba el alma? ¿Cuántas decenas de miles de personas habían muerto? ¿Y para qué?

Y así Corabb se decía que entendía a su comandante. Comprendía que Leoman no podía dejarlo, todavía no, quizá nunca. Aferrarse al sueño daba significado a todo lo que había acontecido antes.

Pensamientos complicados. A Corabb le había llevado muchas horas de contemplación ceñuda alcanzarlos, dar ese salto extraordinario a la mente de otro hombre, ver a través de sus ojos, aunque solo fuera por un momento, antes de retroceder en humilde confusión. Había vislumbrado entonces lo que forjaba a los grandes líderes, en la batalla, en los asuntos de estado. La facilidad de su inteligencia para cambiar de perspectiva, para ver las cosas desde todos lados. Cuando a Corabb le costaba tanto, la verdad sea dicha, aferrarse a una única visión (la suya) en medio de toda la discordia que el mundo tenía por costumbre alzar ante él.

Si no fuera por su comandante, Corabb sabía de sobra que estaría perdido.

Una mano enguantada hizo un gesto y Corabb azuzó su montura hasta situarse junto a Leoman.

El rostro, ensombrecido por la capucha y envuelto en telas, se giró hacia él; los dedos, vestidos de cuero, retiraron la seda manchada de la boca y las palabras se gritaron para que Corabb pudiera oírlas.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber dónde estamos?

Corabb se quedó mirando, guiñó los ojos y después suspiró.

Su dedo proporcionó el drama al abrir un surco traumático por el sendero trillado. Las hormigas se desperdigaron en medio de la confusión y Samar Dev las observó revolverse, furiosas por el insulto, los soldados con las cabezas levantadas y las mandíbulas muy abiertas como si quisieran desafiar a los dioses. O, en ese caso, a una mujer que se iba muriendo poco a poco de sed.

Estaba echada de lado a la sombra de la carreta. Apenas había pasado el mediodía y el aire estaba quieto. El calor le había robado toda la fuerza de los miembros. No era probable que pudiera continuar el asalto contra las hormigas y al darse cuenta experimentó un momento de pesar. El reparto de discordia en unas vidas de otro modo predecibles, truncadas y sórdidas, parecía una acción loable. Bueno, quizá no loable pero desde luego interesante. Pensamientos divinos, pues, para conmemorar su último día entre los vivos.

Un movimiento llamó su atención. El polvo del camino se estremeció y empezó a oír un trueno creciente que reverberaba como tambores de barro. La pista en la que estaba no era de las más concurridas del Ugarat Odhan. Pertenecía a una era dejada ya muy atrás, cuando las caravanas surcaban las decenas de rutas que se abrían entre la docena o más de ciudades de las que la antigua Ugarat era el eje, y todas esas ciudades, salvo Kayhum en las orillas del río, y la propia Ugarat, llevaban muertas un millar de años o más.

Un jinete solitario podía sobrar o ser su salvación, pues ella era una mujer con amplios encantos femeninos y estaba sola. Se decía que a veces los bandidos y asaltantes utilizaban esas pistas casi olvidadas cuando querían ir de una ruta de caravanas a otra. Y los bandidos eran notorios por su falta de generosidad.

Los cascos se notaban próximos, cada vez más ruidosos; la criatura aminoró su marcha y, un momento después, una nube sofocante de polvo rodó sobre Samar Dev. El caballo bufó, un sonido extraño y cruel, y se oyó un golpe seco más suave cuando el jinete se deslizó hasta el suelo. Unas pisadas leves se acercaron.

¿Quién era? ¿Un niño? ¿Una mujer?

Apareció una sombra tras la que arrojaba la carreta y Samar Dev giró la cabeza y observó que la figura rodeaba sin prisas el vehículo y bajaba la cabeza para mirarla.

No, ni niño ni mujer. Quizá, pensó Samar, ni siquiera un hombre. Una aparición; pieles blancas y raídas le cubrían unos hombros de una anchura imposible. Llevaba una espada de sílex desconchado atada a la espalda, la empuñadura envuelta en cuero. Samar parpadeó con fuerza y buscó más detalles, pero el cielo brillante que tenía el hombre detrás la derrotó. Un gigante humano que caminaba tan silenciosamente como un gato del desierto, una visión de pesadilla, una alucinación.

Y entonces habló, pero estaba claro que no con ella.

—Tu almuerzo tendrá que esperar, Estragos. Esta todavía vive.

—¿Estragos come mujeres muertas? —preguntó Samar con voz ronca—. ¿Con quién cabalgas?

—No con quién —respondió el gigante—. Sobre quién. —Se acercó todavía más y se agachó a su lado. Llevaba algo en las manos, una bota de agua, pero Samar se dio cuenta de que no podía apartar la mirada de su cara. Rasgos uniformes, de bordes duros, rotos y enloquecidos por el tatuaje de un vidrio quebrado, la marca de un esclavo fugado.

—Veo tu carreta —dijo él en el idioma de las tribus del desierto, pero con un acento extraño—, pero ¿dónde está la bestia que tiraba de ella?

—En el interior —respondió ella.

El gigante puso la bota junto a la mujer y se irguió, se acercó al vehículo y echó un vistazo dentro.

—Aquí hay un hombre muerto.

—Sí, es él. Está destrozado.

—¿Estaba tirando de esta carreta? No me extraña que haya muerto.

Samar estiró los brazos y se las arregló para rodear con las dos manos el cuello de la bota de agua. Quitó el tapón y se la llevó a la boca. Agua cálida y deliciosa.

—¿Ves esas palancas dobles que tiene al lado? —preguntó—. Manipúlalas y la carreta se mueve. Es un invento mío.

—¿Es un trabajo duro? ¿Entonces por qué contratar a un viejo para hacerlo?

—Era un posible inversor. Quería ver cómo funcionaba por sí mismo.

El gigante rezongó y Samar vio que la estaba estudiando.

—Nos iba muy bien —dijo—. Al principio. Pero entonces se estropeó. La conexión. Solo planeábamos medio día, pero él nos había traído demasiado lejos antes de caer muerto. Pensé en caminar, pero entonces me rompí el pie…

—¿Cómo?

—Le di una patada a la rueda. En fin, que no puedo caminar.

Él siguió mirándola, como un lobo que estudiase a una liebre coja. Ella tomó más agua.

—¿Estás pensando en ponerte desagradable? —le preguntó.

—Es el aceite de sangre lo que empuja a un guerrero teblor a violar. Yo no tengo. Hace años que no tomo a una mujer por la fuerza. ¿Eres de Ugarat?

—Sí.

—Debo entrar en esa ciudad en busca de provisiones. No quiero problemas.

—Puedo ayudarte.

—Quiero pasar sin que nadie me note.

—No creo que eso sea posible —le contestó.

—Haz que sea posible y te llevaré conmigo.

—Bueno, eso no es justo. Eres mucho más alto que un hombre normal. Tienes tatuajes. Tienes un caballo que come personas, suponiendo que sea un caballo y no un enkar’al. Y pareces llevar puesta la piel de un oso de pelo blanco.

El gigante le dio la espalda a la carreta.

—¡De acuerdo! —se apresuró a decir ella—. Pensaré en algo.

Él se acercó otra vez, recogió la bota de agua y se la colgó de un hombro, después la cogió a ella por el cinturón con una sola mano. El dolor atravesó la pierna derecha de la mujer cuando el pie roto quedó colgando.

—¡Por los siete mastines! —siseó—. ¿Tan indecoroso tienes que hacer esto?

Sin decir nada, el guerrero la llevó al caballo que lo esperaba. La mujer vio que no era un enkar’al, pero tampoco un caballo normal. Alto, flaco y pálido, las crines y la cola plateadas, con los ojos rojos como la sangre. Una única rienda, sin silla ni estribos.

—Apóyate en la pierna buena —le dijo él mientras la levantaba. Después cogió un lazo de cuerda y se subió de un salto al caballo.

Con un jadeo, apoyada en el caballo, Samar Dev examinó los ramales de la cuerda que sostenía el hombre y vio que había estado arrastrando algo mientras cabalgaba. Dos enormes cabezas podridas. Perros u osos, tan enormes como el propio hombre.

El guerrero bajó los brazos y sin ceremonia alguna la levantó hasta que la acomodó tras él. Más oleadas de dolor, la amenaza de la oscuridad.

—Sin que nadie me note —dijo otra vez.

Samar Dev echó un vistazo a las dos cabezas cortadas.

—Eso no hay ni que decirlo —contestó.

Oscuridad y olor a cerrado en la pequeña habitación, el aire viciado, impregnado de sudor. Dos cortes rectangulares en la pared justo debajo del techo bajo permitían que el aire fresco de la noche se deslizara en el interior en ráfagas intermitentes, como suspiros del mundo que esperaba. Para la mujer acurrucada en el suelo, junto a la estrecha cama, ese mundo tendría que esperar un poco más. Brazos que envolvían las rodillas levantadas, cabeza gacha, cubierta de cabello negro que colgaba en mechones grasientos; estaba llorando. Y llorar era meterse en uno mismo, por completo, un lugar interior mucho más despiadado e implacable que cualquier otra cosa de fuera.

Lloraba por el hombre al que había abandonado para huir del dolor que había visto en sus ojos, el amor que sentía por ella y que lo hacía continuar tropezando tras su estela, igualando cada uno de sus pasos, pero incapaz de acercarse todavía más. Eso era lo que no podía permitir. Los intrincados dibujos de una serpiente encapuchada albergaban encantos hipnotizantes, pero la picadura no era menos letal por ello. Ella era igual. No había nada en ella (nada que pudiera ver) digno del abrumador regalo del amor. Nada en ella digno de él.

El hombre había estado ciego a esa verdad y ese era su defecto, el defecto que siempre había poseído él. La voluntad, quizá la necesidad, de creer en lo bueno donde nada bueno podía hallarse. Bueno, ese era un amor que ella no podía tolerar y no iba a llevarse a ese hombre con ella.

Cotillion lo había entendido. El dios había visto con claridad en las profundidades de esa oscuridad mortal, con tanta claridad como Apsalar. Y por tanto no había habido nada velado en las palabras y los silencios intercambiados entre el dios patrón de los asesinos y ella. Un reconocimiento mutuo. Las tareas que le encomendaba eran de una naturaleza que encajaba con la orientación de él y los talentos concretos de ella. Cuando ya se había pronunciado la condena, uno no se podía indignar por la sentencia. Pero ella no era ningún dios, tan alejada de la humanidad que encontraba en la amoralidad una fuente de consuelo, un refugio en el que ocultarse de las propias acciones. Todo era cada vez más y más… difícil de llevar.

Él no la añoraría durante mucho tiempo. Sus ojos se irían abriendo poco a poco. A otras posibilidades. Después de todo, viajaba con dos mujeres, se lo había dicho Cotillion. Bien. El hombre sanaría y no estaría solo demasiado tiempo, estaba segura de ello.

Más que combustible suficiente para alimentar su autocompasión.

Pese a todo, tenía tareas que cumplir y no serviría de nada regodearse en esos excesos indeseados. Apsalar levantó poco a poco la cabeza y estudió los escasos detalles granulados de la habitación. Intentó recordar cómo había llegado allí. Le dolía la cabeza y tenía la garganta reseca. Se enjugó las lágrimas de las mejillas y se levantó sin prisas. Tenía un tremendo dolor tras los ojos.

Abajo se oían los sonidos de una taberna, decenas de voces, carcajadas de borrachos. Apsalar encontró su manto forrado de seda, le dio la vuelta y se deslizó la prenda por los hombros, después se acercó a la puerta, quitó el cerrojo y salió al pasillo. Dos lámparas de aceite parpadeaban en unos huecos de la pared, una barandilla y unas escaleras en el otro extremo. De la habitación de enfrente salía el ruido ahogado de una pareja haciendo el amor, los gemidos de la mujer eran demasiado melodramáticos para ser sinceros. Apsalar escuchó un momento más y se preguntó qué tenían aquellos sonidos que la perturbaban tanto, después atravesó el parpadeo de sombras, llegó a los escalones y bajó.

Era tarde, seguramente bien pasada la duodécima campanada. Unos veinte parroquianos ocupaban la taberna, la mitad de ellos con la librea de los guardias de caravanas. No eran clientes habituales, dada la incomodidad con la que los contemplaban los habitantes restantes, y Apsalar notó, al acercarse a la barra, que tres eran gral mientras que otro par, ambas mujeres, eran pardu. Ambas tribus bastante desagradables, o eso le dijeron los recuerdos de Cotillion en un sutil susurro de inquietud. Gritones y despóticos como tenían por costumbre, los ojos de aquellos buscaron y siguieron a la mujer que avanzaba hacia la barra; pero ella prefirió ser cauta y mantuvo la mirada apartada.

El tabernero se acercó cuando llegó.

—Estaba empezando a pensar que había muerto —dijo mientras levantaba una botella de vino de arroz y se la ponía delante—. Antes de que eche mano de esto, muchacha, me gustaría ver algunos dineros.

—¿Cuánto le debo hasta el momento?

—Dos medialunas de plata.

Ella frunció el ceño.

—Creí que ya había pagado.

—Por el vino, sí. Pero después pasó una noche, un día y una velada entera en la habitación y yo tengo que cobrarle por hoy también, puesto que ya es muy tarde para intentar alquilarla ahora. Y por último —el tipo hizo un gesto—, está esta botella de aquí.

—Yo no dije que la quisiera —respondió—. Pero si le queda algo de comer…

—Algo tengo.

Apsalar sacó su saquita de monedas y buscó dos medialunas.

—Tome. Suponiendo que esto sea por la habitación de esta noche también.

El barman asintió.

—¿No quiere el vino entonces?

—No. Cerveza de Sawr’ak, si tiene la bondad.

El otro cogió la botella y se alejó.

Un par de figuras se colocaron a ambos lados de la joven. Las mujeres pardu.

—¿Ves esos gral? —preguntó una señalando con un gesto una mesa cercana—. Quieren que bailes para ellos.

—No, no quieren —respondió Apsalar.

—No —dijo la otra mujer—, sí que quieren. Incluso te pagarán. Caminas como una bailarina. Nos dimos cuenta todos. No querrás disgustarlos…

—Exacto. Que es por lo que no bailaré para ellos.

Era obvio que a las dos mujeres eso las confundió. En el intervalo llegó el tabernero con una jarra de cerveza y un cuenco de hojalata de sopa de cabra, la capa de grasa de la superficie lucía pelos blancos que daban fe de su origen. El hombre añadió un buen trozo de pan moreno.

—¿Le vale?

Ella asintió.

—Gracias. —Después se volvió hacia la mujer que había hablado la primera—. Soy bailarina de Sombra. Díselo, pardu.

Ambas mujeres retrocedieron de repente y Apsalar se inclinó sobre la barra y escuchó el siseo de las palabras que recorrieron la taberna. De inmediato se encontró con que tenía cierto espacio a su alrededor. Me vale.

El camarero la miraba con cautela.

—Está llena de sorpresas —dijo—. Esa danza está prohibida.

—Sí, así es.

—Usted es de Quon Tali —dijo él en voz más baja—. Itko Kan diría yo, por el sesgo de sus ojos y ese cabello negro. Jamás había oído hablar de una bailarina de Sombra que fuera de Itko Kan. —Se inclinó más hacia ella—. Yo nací justo a las afueras de Gris, ¿sabe? Estaba en la infantería regular del ejército de Dassem, recibí un lanzazo en la espalda en mi primera batalla y ahí se acabó todo para mí. Me perdí Y’Ghatan, por lo que doy gracias a diario a Oponn. Ya me entiende. No vi morir a Dassem y me alegro.

—Pero todavía tiene historias en abundancia —dijo Apsalar.

—Sí que las tengo —dijo el hombre con un asentimiento enfático. Después agudizó la mirada sobre ella. Tras un momento rezongó algo y se apartó.

Comió, bebió cerveza y su dolor de cabeza se fue desvaneciendo poco a poco.

Un rato después le hizo un gesto al tabernero, que se acercó.

—Voy a salir —dijo—, pero quiero quedarme con la habitación, así que no se la alquile a nadie más.

Él se encogió de hombros.

—Ya la ha pagado. Cierro a la cuarta campanada.

Apsalar se irguió y se dirigió a la puerta. Los guardias de las caravanas siguieron con la mirada su avance, pero no hicieron ningún movimiento para seguirla, al menos no de inmediato.

Apsalar esperaba que tuviesen en cuenta la advertencia implícita que les había hecho. Ya tenía que matar a un hombre esa noche y, en lo que a ella se refería, uno era suficiente.

Al salir, Apsalar se detuvo un instante. El viento había amainado. Las estrellas eran visibles como motas desdibujadas tras el velo de polvo fino que seguía posándose al paso de la tormenta. El aire era frío y quieto. Apsalar se envolvió en su manto y se cubrió con el chal de seda la mitad inferior de la cara, después giró a la izquierda por la calle. En el cruce con un estrecho callejón de sombras densas, se deslizó de repente por la oscuridad y desapareció.

Minutos después, las dos mujeres pardu se dirigieron sin ruido al callejón. Se detuvieron en la entrada, miraron por el camino sinuoso y no vieron a nadie.

—Dijo la verdad —siseó una mientras hacía una señal de protección—. Camina por las sombras.

La otra asintió.

—Debemos informar a nuestro nuevo amo.

Y se alejaron.

Apsalar permaneció en pie dentro de la senda de Sombra; las dos pardu tenían un aspecto fantasmal, parecían estremecerse y entrar y salir de la existencia cuando echaron a andar calle arriba. Apsalar las observó durante otra docena de latidos. Sentía curiosidad, ¿quién sería su amo? Pero esa era una pista que tendría que seguir otra noche. Se giró y estudió el mundo forjado de sombras en el que se encontraba. Por todos lados, una ciudad sin vida. En nada se parecía a Ehrlitan. La arquitectura primitiva y robusta, con verjas con dinteles de piedra que llevaban a pasadizos estrechos que corrían rectos entre muros altos. Nadie caminaba por esos caminos empedrados. Los edificios de ambos lados de los pasadizos eran todos de dos plantas o menos, tejados planos y sin ventanas visibles. Altas puertas estrechas se abrían, negras, a la penumbra granulosa.

Ni siquiera los recuerdos de Cotillion reconocían esa manifestación del reino de Sombra, pero tampoco era tan extraño. Parecía haber un número incontable de capas y los fragmentos de la senda hecha pedazos eran mucho más extensos de lo esperable. El reino estaba en eterno movimiento, unido a una especie de fuerza caprichosa migratoria que se deslizaba sin cesar por el mundo mortal. Sobre ella, el cielo era de color gris pizarra; lo que pasaba por noche en Sombra, y el aire era cálido y turgente.

Uno de los pasadizos llevaba hacia la colina plana central de Ehrlitan, el Jen’rahb, en otro tiempo la Corona de Falah’d, convertida en una masa de escombros. Se puso en camino hacia allí con los ojos en los restos casi transparentes de piedra caída que se cernían sobre ella. El sendero se abrió a una plaza, cada una de las cuatro paredes recubiertas de grilletes. Dos pares todavía sostenían cuerpos. Desecados, derrumbados en el polvo, las calaveras recubiertas de piel hundidas, descansando en pechos de huesos gráciles; uno estaba en el extremo que tenía enfrente, el otro en la parte posterior del muro de la izquierda. Un portal interrumpía la línea del muro contrario, cerca de la esquina de la derecha.

Curiosa, Apsalar se acercó a la figura más cercana. No estaba segura, pero parecía ser tiste, ya fuera andii o edur. El cabello largo y liso del cadáver carecía de color, blanqueado por la antigüedad. Sus avíos se habían podrido y solo quedaban unas cuantas tiras arrugadas y trocitos corroídos de metal. Cuando se agachó ante el cuerpo, hubo un remolino de polvo junto al cuerpo, y las cejas de Apsalar se alzaron cuando una sombra surgió lentamente. Carne traslúcida, los huesos luminiscentes de una forma extraña, una cara esquelética con ojos como pozos negros.

—El cuerpo es mío —susurró la criatura, los dedos huesudos se aferraban al aire—. No te lo puedes apropiar.

El idioma era tiste andii y a Apsalar le sorprendió de un modo vago ser capaz de entenderlo. Los recuerdos de Cotillion y el conocimiento oculto en ellos todavía podían sobresaltarla en ocasiones.

—¿Y qué haría yo con el cuerpo? —preguntó ella—. Tengo el mío, después de todo.

—Aquí no. Yo no veo nada salvo un fantasma.

—Y yo también.

La criatura pareció sorprenderse.

—¿Estás segura?

—Falleciste hace mucho tiempo —dijo Apsalar—. Suponiendo que el cuerpo encadenado sea el tuyo.

—¿El mío? No. Por lo menos no me lo parece. Podría serlo. ¿Por qué no? Sí, era yo, en otro tiempo, hace mucho. Lo reconozco. Tú eres el fantasma, no yo. Yo jamás me he sentido mejor, de hecho. Mientras que tú… no tienes buen aspecto.

—No obstante —dijo Apsalar—. No tengo ningún interés en robar un cadáver.

La sombra estiró un brazo y rozó el cabello lacio y pálido del cadáver.

—Yo era preciosa, ¿sabes? Muy admirada, muy perseguida por los jóvenes guerreros del enclave. Quizá siga siéndolo y solo sea mi espíritu el que está tan… andrajoso. ¿Qué es más visible para el ojo mortal? ¿El vigor y la belleza que moldea la carne o el miserable desgraciado que se oculta debajo?

Apsalar hizo una mueca y apartó la mirada.

—Depende, creo, de la atención con que mires.

—Y lo clara que sea tu visión. Sí, estoy de acuerdo. Y la belleza, pasa tan rápido, ¿verdad? Pero la miseria, ah, la miseria resiste.

Una nueva voz siseó desde donde el otro cadáver colgaba de sus cadenas.

—¡No la escuches! Zorra traidora, ¡mira dónde terminamos! ¿Culpa mía? Oh, no, yo era la honesta. Todo el mundo lo sabía, y además más guapa, ¡no dejes que te diga lo contrario! ¡Acércate, querido fantasma, y escucha la verdad!

Apsalar se irguió.

—Aquí no soy yo el fantasma…

—¡Disimuladora! ¡No me extraña que la prefieras a ella antes que a mí!

Apsalar vio entonces a la otra sombra, gemela de la primera, que flotaba sobre su propio cadáver, o al menos el cadáver que reclamaba como propio.

—¿Cómo acabasteis las dos aquí? —preguntó.

La segunda sombra señaló a la primera.

—¡Es una ladrona!

—¡Y tú también! —replicó la primera.

—¡Yo solo te estaba siguiendo a ti, Telorast! «¡Oh, metámonos en Fortalezasombría! ¡Al fin y al cabo, allí no hay nadie! ¡Podríamos llevarnos incontables riquezas!» ¿Por qué te creí? Fui idiota…

—Bueno —la interrumpió la otra—, por lo menos en eso estamos de acuerdo.

—No tiene sentido —dijo Apsalar— que las dos os quedéis aquí. Vuestros cadáveres se están pudriendo, pero esos grilletes jamás los liberarán.

—¡Tú sirves al nuevo señor de Sombra! —La segunda sombra parecía muy agitada por su propia acusación—. Ese miserable, baboso, desgraciado…

—¡Calla! —siseó la primera sombra, Telorast—. ¡Volverá para mofarse de nosotras otra vez! Y yo, por lo menos, no tengo ningún deseo de volver a verlo de nuevo. Ni a esos malditos mastines. —El fantasma se acercó un poco más a Apsalar—. Amabilísima sirvienta del extraordinario nuevo señor, para responder a tu pregunta, desde luego que nos encantaría abandonar este lugar. Por desgracia, ¿adónde iríamos? —Señaló con un gesto de una mano huesuda y vaporosa—. Más allá de la ciudad hay criaturas terribles. ¡Engañosas, hambrientas, numerosas! Ahora bien —añadió con un ronroneo—, si tuviéramos escolta…

—Oh, sí —exclamó la segunda sombra—, una escolta, hasta una de las puertas; una responsabilidad modesta, momentánea, pero nosotras estaríamos muy agradecidas.

Apsalar estudió a las dos criaturas.

—¿Quién os encerró? Y decid la verdad o no recibiréis ninguna ayuda de mí.

Telorast hizo una profunda reverencia y luego pareció inclinarse todavía más; Apsalar todavía tardó un momento en darse cuenta de que se estaba arrastrando.

—Verdad diremos. No mentiríamos en esto. No oirás recuerdos más claros ni hallarás integridad más pura en el relato de dichos recuerdos en ningún reino. Fue un señor de demonios…

—¡Con siete cabezas! —trinó la otra subiendo y bajando el cuerpo con un entusiasmo mal contenido.

Telorast se encogió.

—¿Siete cabezas? ¿Había siete? Bien podría haberlas habido. ¿Por qué no? ¡Sí, siete cabezas!

—¿Y qué cabeza afirmaba ser el supuesto señor? —preguntó Apsalar.

—¡La sexta!

—¡La segunda!

Las dos sombras se miraron con gesto hosco y después Telorast levantó un dedo esquelético.

—¡Exacto! ¡Sexta por la derecha, segunda por la izquierda!

—Oh, muy bien —canturreó la otra.

Apsalar miró a la sombra.

—Tu compañera se llama Telorast, ¿cómo te llamas tú?

La criatura se estremeció y después empezó a arrastrarse también y levantar diminutas nubes de polvo.

—Príncipe… rey Cruel, el Asesino de Todo Enemigo. El Temido. El Adorado. —Dudó entonces—. ¿Princesa Recatada? ¡Amada por mil héroes, hombres fornidos de rostros severos todos y cada uno! —Un tic, murmullos quedos, un breve arañazo de su propia cara—. Un caudillo, no, un dragón de veintidós cabezas, con nueve alas y once mil colmillos. Dada la oportunidad…

Apsalar se cruzó de brazos.

—Tu nombre.

—Cuajo.

—Cuajo.

—No duro mucho.

—Que es lo que, para empezar, nos trajo a este patético fallecimiento —dijo Telorast—. Se suponía que tenías que vigilar el sendero, te dije expresamente que vigilaras el sendero…

—¡Lo vigilé!

—Pero no viste al mastín Baran…

—Vi a Baran, pero estaba vigilando el sendero.

—Está bien —dijo Apsalar con un suspiro—, ¿por qué debería proporcionaros a vosotras dos una escolta? Dadme una razón, por favor. Cualquier razón.

—Somos compañeras leales —dijo Telorast—. Permaneceremos a tu lado sea cual sea tu terrible fin.

—Guardaremos tu cuerpo desgarrado para toda la eternidad —añadió Cuajo—, o por lo menos hasta que llegue alguien más…

—A menos que sea Caminante del Filo.

—Bueno, eso no hay ni que decirlo, Telorast —dijo Cuajo—. No nos cae bien.

—O los mastines.

—Por supuesto…

—O Tronosombrío, o Cotillion, o una aptoriana, o uno de esos…

—¡Ya está bien! —chilló Cuajo.

—Os escoltaré —dijo Apsalar— hasta una puerta. Por donde podréis abandonar este reino, dado que ese parece vuestro deseo. Con toda probabilidad os encontraréis atravesando la puerta del Embozado, lo que sería hacerle un favor a todo el mundo, salvo, quizá, al propio Embozado.

—A esta no le caemos bien —gimió Cuajo.

—No lo digas en voz alta —le soltó Telorast—, que se va a dar cuenta. Ahora mismo no está segura y eso nos conviene, Cuajo.

—¿Que no está segura? ¿Estás sorda? ¡Acaba de insultarnos!

—Eso no significa que no le caigamos bien. No necesariamente. Irritada con nosotras, puede ser; claro que, nosotras irritamos a todo el mundo. O, más bien, tú irritas a todo el mundo, Cuajo. Porque eres muy informal.

—No soy siempre informal, Telorast.

—Venga, vamos —dijo Apsalar mientras echaba a andar hacia el otro portal—. Tengo cosas que hacer esta noche.

—¿Y qué pasa con estos cuerpos? —preguntó Cuajo.

—Se quedan aquí, es obvio. —Se volvió y miró a las dos sombras—. O me seguís o no. Allá vosotras.

—Pero nos gustaban esos cuerpos…

—No pasa nada, Cuajo —dijo Telorast con tono tranquilizador—. Ya buscaremos otros.

Apsalar le lanzó a Telorast una mirada, divertida por el comentario, y después echó a andar y se metió en el estrecho pasadizo.

Los dos fantasmas se apresuraron a salir revoloteando tras ella.

El suelo llano de la cuenca era una celosía enloquecida de grietas, los sedimentos arcillosos del viejo lago secado por décadas de sol y calor. El viento y las arenas habían pulido la superficie, de modo que resplandecía a la luz de la luna como baldosas de plata. Un pozo muy profundo, rodeado por un muro bajo de ladrillos, marcaba el centro del lecho del lago.

Varios exploradores de la columna de Leoman ya habían llegado al pozo y habían descabalgado para inspeccionarlo mientras el cuerpo principal de guerreros montados bajaba en fila a la cuenca. La tormenta había pasado y las estrellas resplandecían en el cielo. Los caballos agotados y los exhaustos rebeldes formaban una lenta procesión por la maraña de grietas del suelo. Las poliñeras aleteaban sobre las cabezas de los jinetes, serpenteaban y giraban para escapar de los rhizanos, que daban vueltas entre ellas como dragones en miniatura. Una guerra incesante en las alturas, puntuada por el crujido de la armadura del caparazón y los gritos agónicos aflautados, metálicos, de las poliñeras.

Corabb Bhilan Thenu’alas se inclinó hacia delante en la silla, los goznes del pomo chirriaron, y escupió a la izquierda. Un desafío, una maldición contra esos ecos clamorosos de batalla. Y para sacarse el sabor a arena de la boca. Miró a Leoman, que cabalgaba en silencio. Iban dejando un rastro de caballos muertos y casi todos iban ya por la segunda o la tercera montura. Una docena de guerreros se había rendido al ritmo impuesto ese último día, ancianos que habían soñado con una última batalla contra los odiados malazanos bajo la bendita mirada de Sha’ik, y solo para ver cómo la traición les arrancaba esa oportunidad. Había más de uno y de dos espíritus rotos en ese destrozado regimiento. Corabb lo sabía. Era fácil entender cómo se podía perder la esperanza durante ese patético viaje.

Si no fuera por Leoman de los Mayales, el propio Corabb quizá se hubiera rendido mucho tiempo atrás, se habría escabullido entre las arenas al viento para buscar su propio destino, se habría deshecho de las galas de soldado rebelde y se habría asentado en alguna ciudad remota con recuerdos de desesperación acosando su sombra hasta que el Acaparador de Almas llegara para reclamarlo. Si no fuera por Leoman de los Mayales.

Los jinetes desmontaron junto al pozo y se repartieron para crear un campamento circular alrededor de aquel agua dadora de vida. Corabb detuvo su montura un momento después que Leoman y bajaron los dos de sus cabalgaduras, las botas hicieron crujir una alfombra de huesos y escamas de peces muertos mucho tiempo atrás.

—Corabb —dijo Leoman—, camina conmigo.

Partieron hacia el norte hasta que estuvieron a cincuenta pasos de los piquetes exteriores, solos en aquella plaza agrietada. Corabb observó una depresión cercana en la que se adivinaban bultos medio enterrados en la arcilla. Sacó su daga, se acercó y se agachó para extraer uno de los bultos. Lo rompió y reveló un sapo encogido en el interior, extrajo la criatura y volvió junto a su comandante.

—Un regalo inesperado —dijo mientras partía una pata atrofiada y arrancaba la carne dura pero dulce.

Leoman se lo quedó mirando a la luz de la luna.

—Tendrás sueños perturbadores, Corabb, si comes eso.

—Sueños de espíritus, sí. No me asustan, comandante. Salvo por todas esas plumas.

Sin hacer ningún comentario más, Leoman se desató el yelmo y se lo quitó. Se quedó mirando las estrellas y después habló.

—¿Qué quieren mis soldados de mí? ¿He de guiarnos a una victoria imposible?

—Tu destino es llevar el libro —dijo Corabb con la boca llena de carne.

—La diosa está muerta.

—Dryjhna es más que una diosa, comandante. El Apocalipsis es tanto un tiempo como cualquier otra cosa.

Leoman lo miró.

—Continúas sorprendiéndome, Corabb Bhilan Thenu’alas, después de todos estos años.

Complacido por el cumplido, o por lo que tomó por un cumplido, Corabb sonrió, escupió un hueso y contestó a su superior.

—He tenido tiempo para pensar, comandante. Mientras cabalgábamos. He reflexionado mucho y esas reflexiones han tomado caminos extraños. Somos el Apocalipsis. Este último ejército de la rebelión. Y creo que estamos destinados a demostrarle al mundo la verdad.

—¿Por qué crees eso?

—Porque nos guías tú, Leoman de los Mayales, y no eres de los que te escabulles como una rata de aguas fugitiva. Viajamos hacia algo, lo sé; muchos aquí lo ven como una huida, pero yo no. O, por lo menos, no todo el tiempo.

—Una rata de aguas —caviló Leoman—. Así es como se llaman esas ratas que comen lagartos en el Jen’rahb, en Ehrlitan.

Corabb asintió.

—Las de los cuerpos largos, con las cabezas de escamas, sí.

—Una rata de aguas —dijo Leoman otra vez, extrañamente pensativo—. Casi imposibles de cazar. Pueden meterse por rendijas con las que tendría problemas hasta una serpiente. Cráneos articulados…

—Huesos como ramas verdes, sí —dijo Corabb mientras chupaba el cráneo del sapo y después lo tiraba. Y vio que le brotaban alas y salía volando en la noche. Miró los rasgos revestidos de plumas de su comandante—. Son unas mascotas terribles. Cuando se asustan, se cuelan en el primer agujero que ven, por pequeño que sea. Una mujer murió con una rata de aguas metida por la nariz, o eso he oído. Cuando quedan encajadas empiezan a morder. Plumas por todas partes.

—Tengo entendido que ya nadie las tiene como mascotas —dijo Leoman y se puso a estudiar las estrellas una vez más—. Cabalgamos hacia nuestro Apocalipsis, ¿verdad? Sí, bueno.

—Podríamos dejar los caballos —dijo Corabb—. Y limitarnos a salir volando. Sería mucho más rápido.

—Eso sería cruel, ¿no crees?

—Cierto. Bestias honorables, los caballos. Tú nos guiarás, alado, y triunfaremos.

—Una victoria imposible.

—Muchas victorias imposibles, comandante.

—Una bastaría.

—Muy bien —dijo Corabb—. Una, entonces.

—Yo no quiero esto, Corabb. Yo no quiero nada de esto. Estoy pensando en dispersar este ejército.

—Eso no funcionaría, comandante. Regresamos al lugar en el que nacimos. Es la época para regresar. Para construir nidos en los tejados.

—Creo —dijo Leoman— que es hora de que te vayas a dormir.

—Sí, tienes razón. Me voy a dormir.

—Ve. Yo me quedaré aquí un rato.

—Eres Leoman de las Plumas y será como tú digas. —Corabb le hizo un saludo militar y regresó sin prisa al campamento y su hueste de enormes buitres. Tampoco era tan malo, caviló. Los buitres sobrevivían porque otras cosas no lo hacían, después de todo.

Una vez solo, Leoman continuó estudiando el cielo nocturno. Ojalá ese toblakai estuviera cabalgando con él. El guerrero gigante era inmune a la incertidumbre. Por desgracia, también carece de sutileza. La maza del razonamiento de Karsa Orlong no permitiría disfrazar las verdades desagradables.

Una rata de aguas. Tendría que pensarlo.

—¡No puedes entrar con eso!

El guerrero gigante volvió la vista y miró las cabezas que arrastraba, después alzó a Samar Dev y la posó en el suelo antes de bajarse él también de la bestia. Se cepilló el polvo de las pieles y se acercó al guardia de la puerta. Lo cogió y lo tiró contra una carreta cercana.

Alguien chilló, un grito que se cortó en seco cuando el guerrero dio media vuelta.

Veinte pasos calle arriba, la tarde caía sobre el segundo guardia, que estaba en plena huida, rumbo, sospechaba Samar, al blocao, para reunir a unos veinte de sus compañeros. Samar suspiró.

—Esto no ha empezado bien, Karsa Orlong.

El primer guardia, tirado entre la carreta hecha pedazos, no se movía.

Karsa miró a Samar Dev.

—Todo va bien, mujer —dijo—. Tengo hambre. Búscame una posada, una que tenga establo.

—Tendremos que movernos rápido, y no es que yo pueda hacerlo.

—Estás resultando ser una carga —dijo Karsa Orlong.

Las alarmas empezaron a sonar a unas calles de distancia.

—Vuelve a subirme a tu caballo —dijo Samar— y te daré indicaciones, aunque para lo que va a servir…

El gigante se acercó a ella.

—Cuidado, por favor, esta pierna no soportará muchos más empellones.

Karsa hizo una mueca de disgusto.

—Eres débil, como todos los niños. —Pero fue menos descuidado cuando la volvió a subir al caballo.

—Baja por esa pista lateral —le dijo ella—. Aléjate de las campanas. Hay una posada en la calle Trosfalhadan, no está lejos. —Miró a la derecha y vio un pelotón de guardias que acababa de aparecer más abajo, en la calle principal—. Deprisa, guerrero, si no quieres pasar la noche en una celda.

Los ciudadanos se habían reunido para observarlos. Dos se habían acercado al guardia muerto o inconsciente y se habían agachado para examinar al desgraciado. Otro se había quedado cerca, se quejaba de la carreta destrozada y señalaba a Karsa, aunque solo cuando el enorme guerrero no miraba.

Bajaron por la avenida que corría paralela a la antigua muralla. Samar frunció el ceño al advertir que varios mirones habían optado por seguirlos.

—Soy Samar Dev —dijo en voz muy alta—. ¿Os arriesgaréis a que os maldiga? ¿Algún voluntario? —La gente se echó hacia atrás y se dio la vuelta a toda prisa.

Karsa giró la cabeza y la miró.

—¿Eres bruja?

—No sabes hasta qué punto.

—¿Y si te hubiera dejado en el camino, me habrías maldecido?

—Desde luego.

El gigante rezongó y no dijo nada en los siguientes diez pasos, después se volvió una vez más.

—¿Por qué no apelaste a los espíritus para sanarte tú misma?

—No tenía nada con lo que negociar —respondió ella—. Los espíritus que uno encuentra en los yermos son seres hambrientos, Karsa Orlong. Codiciosos y poco fiables.

—Entonces, como bruja no vales mucho si tienes que negociar. ¿Por qué no limitarse a vincularlos y exigirles que te curen la pierna?

—El que vincula se arriesga a ser vinculado a su vez. No pienso ir por ese camino.

Karsa no respondió.

—Aquí está la calle Trosfalhadan. Subiendo por la avenida, ahí, ¿ves ese edificio grande con el complejo amurallado al lado? Posada de la Madera, se llama. Deprisa, antes de que los guardias doblen esta esquina.

—Nos encontrarán de todos modos —dijo Karsa—. Has fracasado en tu tarea.

—¡No fui yo la que arrojó a ese guardia contra una carreta!

—Fue muy grosero. Deberías habérselo advertido.

Llegaron a las puertas dobles del complejo.

De la esquina de detrás surgieron gritos. Samar se giró en el caballo y observó que los guardias corrían hacia ellos. Karsa pasó junto a ella sin prisas y sacó la enorme espada de pedernal.

—¡Espera! —exclamó Samar—. Déjame hablar con ellos primero, guerrero, a no ser que quieras encontrarte luchando contra toda una ciudad de guardias.

El hombretón hizo una pausa.

—¿Son dignos de compasión?

La mujer lo estudió un momento y después asintió.

—Si no ellos, al menos sus familias.

—¡Estás arrestado! —El grito procedía de los guardias que se acercaban a toda prisa.

La cara tatuada de Karsa se oscureció.

Samar se bajó con cuidado del caballo y cojeó hasta colocarse entre el gigante y los guardias, todos los cuales habían sacado cimitarras y se estaban desplegando por la calle. Detrás se iba reuniendo una multitud de espectadores. Samar levantó las manos.

—Ha habido un malentendido.

—Samar Dev —dijo un hombre con un gruñido—. Será mejor que te apartes, esto no es asunto tuyo…

—Pero es que lo es, capitán Inashan. Este guerrero me ha salvado la vida. Mi carreta se averió en los yermos y yo me rompí la pierna, mírame. Me estaba muriendo. Así que recurrí a un espíritu de la naturaleza.

El capitán abrió mucho los ojos y miró a Karsa Orlong.

—¿Esto es un espíritu?

—Sin lugar a dudas —respondió Samar—. Un espíritu que, por supuesto, no conoce nuestras costumbres. Ese guardia de la puerta actuó de un modo que este espíritu percibió como hostil. ¿Vive todavía?

El capitán asintió.

—Cayó inconsciente, eso es todo. —El hombre señaló entonces las cabezas cortadas—. ¿Y eso, qué?

—Trofeos —respondió ella—. Demonios. Escaparon de su reino y se acercaban a Ugarat. Si no los hubiera matado este espíritu, habrían caído sobre nosotros y causado una gran matanza. Y al no quedar ni un solo mago digno de ese nombre en Ugarat, habríamos corrido una suerte aciaga, sin duda.

El capitán Inashan entrecerró los ojos y miró a Karsa.

—¿Entiendes mis palabras?

—Han sido bastante simples hasta el momento —respondió el teblor.

El capitán frunció el ceño.

—¿Dice la mujer la verdad?

—Más de lo que cree; aun así, hay falsedades en su relato. No soy un espíritu. Soy toblakai, en otro tiempo guardaespaldas de Sha’ik. Pero esta mujer negoció conmigo como lo haría con un espíritu. Es más, no sabía nada de mi procedencia o quién era, así que bien podría haber imaginado que era un espíritu de la naturaleza.

Varias voces se alzaron tanto entre los guardias como entre los ciudadanos al oír el nombre de «Sha’ik», y Samar vio en la expresión del capitán que había caído en la cuenta.

—Toblakai, compañero de Leoman de los Mayales. Han llegado a nuestros oídos historias sobre ti. —Señaló con la cimitarra la piel que envolvía los hombros de Karsa—. Mataste a un soletaken, un oso blanco. Ejecutaste a los que traicionaron a Sha’ik en Raraku. Se dice que acabaste con demonios la noche antes de que asesinaran a Sha’ik —añadió con los ojos puestos en las cabezas desolladas, podridas—. Y cuando a ella la asesinó la consejera, tú saliste a caballo para enfrentarte al ejército malazano, y no quisieron luchar contigo.

—Hay algo de verdad en lo que acabas de referir —señaló Karsa—, salvo las palabras que intercambié con los malazanos…

—Perteneciente al círculo de Sha’ik —se apresuró a decir Samar, que presentía que el guerrero estaba a punto de decir algo imprudente—, ¿cómo no íbamos a darte la bienvenida los habitantes de Ugarat? La guarnición malazana ha sido expulsada de esta ciudad y en estos momentos se muere de hambre en la fortaleza Moraval, al otro lado del río, asediada, sin esperanza de socorro.

—En eso te equivocas también —dijo Karsa.

A Samar le apeteció darle una coz. Claro que, mira cómo había salido la última vez. Esta vez, zopenco, cuélgate tú solo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el capitán Inashan.

—La rebelión está vencida, los malazanos han tomado ciudades a decenas. Vendrán también aquí, al final. Sugiero que hagáis las paces con la guarnición.

—¿No te pondría eso en riesgo a ti? —se cuestionó Samar.

El guerrero enseñó los dientes.

—Mi guerra ha acabado. Si no saben aceptarlo, los mataré a todos.

Una afirmación estrafalaria, pero nadie se rió. El capitán Inashan vaciló, después envainó su cimitarra y sus soldados siguieron su ejemplo.

—Hemos oído hablar del fracaso de la rebelión —dijo—. Para los malazanos de la fortaleza quizá ya sea demasiado tarde. Llevan meses atrapados allí. Y hace tiempo que no se ve a nadie en las murallas…

—Iré yo allí —dijo Karsa—. Se han de hacer gestos de paz.

—Se dice —murmuró Inashan— que Leoman todavía vive. Que encabeza el último ejército y que ha jurado seguir luchando.

—Leoman cabalga por su propio camino. Yo no pondría fe alguna en él si fuera tú.

El consejo no fue bien recibido. Surgieron discusiones hasta que Inashan se volvió hacia sus guardias y los silenció levantando la mano.

—Esos asuntos se han de llevar al falah’d. —Volvió a mirar a Karsa—. ¿Te quedarás esta noche en la Posada de la Madera?

—Así es, aunque no está hecha de madera, así que debería llamarse la Posada del Ladrillo.

Samar se echó a reír.

—Puedes discutirlo con el propietario, toblakai. Capitán, ¿hemos terminado aquí?

Inashan asintió.

—Enviaré un sanador a arreglarte la pierna, Samar Dev.

—A cambio, te bendigo a ti y a todos los tuyos, capitán.

—Eres muy generosa —respondió el militar con una inclinación.

El pelotón se alejó. Samar se volvió y miró al gigantesco guerrero.

—Toblakai, ¿cómo has sobrevivido tanto tiempo en Siete Ciudades?

El hombretón la miró y después se echó la espada de piedra una vez más al hombro.

—No se ha hecho armadura que pueda soportar la verdad…

—¿Cuando la respalda esa espada?

—Sí, Samar Dev. He descubierto que a los niños no les lleva mucho entenderlo. Incluso aquí, en Siete Ciudades. —Abrió las puertas—. Estragos requerirá un establo alejado de las otras bestias… al menos hasta que se aplaque su hambre.

—No me gusta la pinta que tiene eso —murmuró Telorast sin dejar de moverse, nerviosa.

—Es una puerta —dijo Apsalar.

—Pero ¿adónde lleva? —preguntó Cuajo, la cabeza indistinta se bamboleaba.

—Lleva fuera —respondió la asesina—. Al Jen’rahb, en la ciudad de Ehrlitan. Es adonde voy.

—Entonces es adonde vamos nosotras —anunció Telorast—. ¿Hay cuerpos allí? Eso espero. Cuerpos sanos y carnosos.

Apsalar miró a los dos fantasmas.

—¿Tenéis intención de robar cuerpos para que alberguen vuestros espíritus? No estoy segura de poder permitirlo.

—Oh, nosotras no haríamos eso —dijo Cuajo—. Eso sería posesión y es difícil, muy difícil. Los recuerdos entran y salen, provocan confusión e inconsistencias.

—Cierto —dijo Telorast—. Y nosotras somos muy consistentes, ¿verdad? No, querida, es solo que nos gustan los cuerpos. Tenerlos cerca. Nos… consuelan. Tú, por ejemplo. Eres un gran consuelo para nosotras, aunque no sabemos tu nombre.

—Apsalar.

—¡Está muerta! —chilló Cuajo. Y a Apsalar—: ¡Sabía que eras un fantasma!

—Me llamo así por la señora de los Ladrones. No soy ella en carne y hueso.

—Tiene que estar diciendo la verdad —le dijo Telorast a Cuajo—. Si te acuerdas, Apsalar no se parecía en nada a esta. La verdadera Apsalar era imass, o casi imass. Y no era muy amable…

—Porque robaste en los cofres de su templo —dijo Cuajo sin dejar de revolverse en pequeñas nubes de polvo.

—Incluso antes de eso. Decididamente desagradable, mientras que esta Apsalar, esta de aquí, es amable. Su corazón estalla de calidez y generosidad…

—Ya está bien —dijo Apsalar y se volvió hacia la puerta una vez más—. Como ya he dicho, esta puerta lleva al Jen’rahb… para mí. Para vosotras dos, por supuesto, bien podría llevar al reino del Embozado. No me hago responsable si os encontrarais ante la puerta de la Muerte.

—¿El reino del Embozado? ¿La puerta de la Muerte? —Telorast empezó a moverse de un lado a otro, un movimiento extraño que Apsalar se dio cuenta con retraso que era pasearse, aunque el fantasma se había hundido en parte en el suelo y por tanto parecía más bien que estaba vadeando unas aguas—. No hay riesgo de eso. Somos demasiado poderosas. Demasiado sabias. Demasiado astutas.

—Fuimos grandes magos una vez —dijo Cuajo—. Nigromantes, caminantes espirituales, ilusionistas, empuñábamos fortalezas feroces, señores de las mil sendas…

—Señoras, Cuajo, señoras de las mil sendas.

—Sí, Telorast. Señoras, desde luego. ¿Qué estaría pensando? Señoras hermosas, curvilíneas, lánguidas, sensuales, en ocasiones afectadas…

Apsalar atravesó la puerta.

Se metió entre los escombros rotos que había junto a los cimientos de un muro derrumbado. El aire nocturno era frío y las estrellas destacaban en el cielo.

—Y hasta Kallor temblaba ante nosotras, ¿no es verdad, Telorast?

—Oh, sí, temblaba.

Apsalar bajó la mirada, se encontró flanqueada por los dos fantasmas y suspiró.

—Ya veo que habéis evadido el reino del Embozado.

—Manos codiciosas y torpes —desdeñó Cuajo—. Fuimos demasiado rápidas.

—Como sabíamos que seríamos —añadió Telorast—. ¿Qué lugar es este? Está todo roto…

Cuajo se subió al muro de los cimientos.

—No, te equivocas, Telorast, como siempre. Veo edificios más allá. Ventanas iluminadas. El mismo aire hiede a vida.

—Esto es el Jen’rahb —dijo Apsalar—. El antiguo centro de la ciudad, que se derrumbó hace mucho tiempo bajo su propio peso.

—Como todas las ciudades, al final —comentó Telorast mientras intentaba coger un fragmento de ladrillo. Pero la mano le resbalaba y atravesaba el objeto sin remedio—. Oh, en este reino somos inútiles.

Cuajo bajó la cabeza y miró a su compañera.

—Necesitamos cuerpos…

—Ya os he dicho…

—No temas, Apsalar —respondió Cuajo con un canturreo—, que no te ofenderemos sin razón. Los cuerpos no tienen por qué ser inteligentes, después de todo.

—¿Aquí hay equivalentes a los mastines? —preguntó Telorast.

Cuajo lanzó un bufido.

—¡Los mastines son inteligentes, idiota!

—¡Solo en plan estúpido!

—No tan estúpidos como para dejarse engañar por nosotras, ¿no?

—¿Aquí hay imbrules? ¿Stantars? ¿Luthuras… aquí hay luthuras? Escamosos, colas largas y prensiles, ojos como los ojos de los murciélagos purlith…

—No —dijo Apsalar—. Ninguna de esas criaturas. —Frunció el ceño—. Las que habéis mencionado son de Starvald Demelain.

Un silencio momentáneo de los dos fantasmas, después Cuajo serpenteó por la cima del muro hasta que su misterioso rostro quedó enfrente de Apsalar.

—¿En serio? Bueno, eso sí que es una coincidencia peculiar…

—Sin embargo, habláis el idioma de los tiste andii.

—¿Lo hablamos? Vaya, eso sí que es más raro todavía.

—Desconcertante —asintió Telorast—. Nosotras, eh, supusimos que era el idioma que hablabas tú. Es decir, tu lengua materna.

—¿Por qué? Yo no soy tiste andii.

—No, por supuesto que no. Bueno, gracias al Abismo que lo hemos aclarado. ¿Adónde vamos ahora?

—Sugiero —dijo Apsalar tras pensarlo un momento— que vosotras dos os quedéis aquí. Tengo tareas que hacer esta noche y no conviene que lleve compañía.

—Deseas sigilo —susurró Telorast, y se agachó—. Lo notamos, ¿sabes? Hay algo de ladrona en ti. Creo que las tres somos espíritus afines. Una ladrona, sí, y quizá algo más oscuro.

—Pues por supuesto que más oscuro —dijo Cuajo desde el muro—. Sirve a Tronosombrío, o al patrón de los Asesinos. Esta noche se derramará sangre y nuestra compañera mortal será la que la derrame. Es una asesina y nosotras deberíamos saberlo después de haber conocido a un sinfín de asesinos en nuestros tiempos. Mírala, Telorast, tiene hojas letales escondidas por toda su persona…

—Y huele a vino rancio.

—Quedaos aquí —dijo Apsalar—. Las dos.

—¿Y si no? —preguntó Telorast.

—Entonces informaré a Cotillion de que os habéis escapado y él enviará a los mastines tras vuestro rastro.

—¡Nos obligas a estar en servidumbre! ¡Nos atrapas con amenazas! ¡Cuajo, hemos sido engañadas!

—¡Matémosla y robémosle el cuerpo!

—No, Cuajo. Hay algo en ella que me asusta. De acuerdo, Apsalar que no es Apsalar, nos quedaremos aquí… un rato. Hasta que podamos estar seguras de que estás muerta o algo peor, ese es el tiempo que nos quedaremos aquí.

—O hasta que regreses —añadió Cuajo.

Telorast siseó de un modo extraño, como un reptil.

—Sí, idiota, esa sería la otra opción —dijo después.

—¿Entonces por qué no lo dijiste?

—Porque es obvio, por supuesto. ¿Por qué debería desperdiciar aliento mencionando lo obvio? El caso es que esperamos aquí. De eso se trata.

—Quizá se trate de eso para ti —dijo Cuajo alargando las palabras—, pero no necesariamente para mí, y no es que vaya a desperdiciar aliento explicándote nada a ti, Telorast.

—Siempre fuiste demasiado obvia, Cuajo.

—Las dos —dijo Apsalar—. Callaos y esperad aquí hasta que yo regrese.

Telorast se dejó caer contra las piedras de los cimientos del muro y se cruzó de brazos.

—Sí, sí. Tú vete. Nos da igual.

Apsalar se abrió camino a toda prisa entre los restos de piedras caídas, quería poner toda la distancia posible entre ella y los dos fantasmas antes de buscar el sendero oculto que, si todo iba bien, la llevaría hasta su víctima. Maldijo el sentimentalismo que debilitaba tanto su resolución que había terminado encadenada a dos fantasmas chiflados. Sabía que no serviría de nada abandonarlos. Si dejaba que se arreglaran solos, lo más probable era que desataran el caos en Ehrlitan. Se esforzaban demasiado por convencerla de que eran inofensivos, pero por alguna razón los habrían encadenado en el reino de Sombra, una senda en la que proliferaban las criaturas encerradas por toda la eternidad, pocas de las cuales podían clamar de verdad que se había cometido con ellas una injusticia.

No había ninguna Casa de Azath clara en la senda de Sombra, así que se habían empleado métodos más mundanos para anular las amenazas. O eso le parecía a Apsalar. Prácticamente todos los elementos permanentes de Sombra estaban entreverados de cadenas irrompibles y cuerpos que yacían enterrados en el polvo, sujetos a grilletes unidos a esas cadenas. Tanto ella como Cotillion se habían encontrado con menhires, túmulos, árboles antiguos, muros de piedra y peñascos, todos hogares de prisioneros sin nombre: demonios, ascendientes, aparecidos y fantasmas. En medio de un círculo de piedra había encadenados tres dragones, en apariencia muertos, pero su carne no se marchitaba ni pudría y el polvo cubría unos ojos que permanecían abiertos. Ese lugar pavoroso lo había visitado Cotillion y cierto leve residuo de inquietud se aferraba al recuerdo, Apsalar sospechaba que en aquel encuentro había habido algo más, pero no todo en la vida de Cotillion estaba al alcance de los recuerdos de la asesina.

Se preguntó quién era el responsable de todos esos encadenamientos. ¿Qué entidad desconocida poseía tal poder como para vencer a tres dragones? Había tanto en el reino de Sombra que desafiaba su entendimiento. Igual que el de Cotillion, sospechaba.

Cuajo y Telorast hablaban el idioma de los tiste andii. Pero traicionaban un conocimiento íntimo del reino dragontino de Starvald Demelain. Habían conocido a la señora de los Ladrones, que se había desvanecido del panteón largo tiempo atrás, aunque, si las leyendas de Darujhistan tenían algo de verdad, había reaparecido por un breve tiempo menos de un siglo antes, solo para desvanecerse una segunda vez.

Intentaba robar la luna. Una de las primeras historias que le había contado Azafrán tras la repentina partida de Cotillion de su mente. Un relato con sabor local para reforzar el culto en la región, quizá. Admitió que sentía cierta curiosidad. La diosa era tocaya suya, después de todo. ¿Imass? No hay representaciones icónicas de la Señora, cosa que resulta bastante extraña, quizá una prohibición impuesta por los templos. ¿Cuáles son sus símbolos? Ah, sí. Huellas. Y un velo. Decidió que interrogaría a los fantasmas más a fondo sobre el tema.

En cualquier caso, estaba bastante segura de que Cotillion no se alegraría de que hubiera liberado a esos fantasmas. Tronosombrío se pondría furioso. Todo lo cual quizá a ella la hubiera aguijoneado todavía más. Estuve poseída una vez, pero ya no. Sigo sirviendo, pero como me conviene a mí, no a ellos.

Afirmaciones osadas, pero eran todo lo que le quedaba si quería aferrarse a algo. Un dios utiliza y después desecha. La herramienta se abandona y olvida. Cierto, parecía que Cotillion no era tan indiferente como la mayor parte de los dioses en ese tema, pero ¿hasta qué punto podía confiar ella?

Bajo la luz de la luna, Apsalar encontró el sendero secreto que serpenteaba entre las ruinas. Se abrió camino por él en silencio, utilizando cada sombra disponible, hasta el corazón del Jen’rahb. Ya bastaba de pensamientos errabundos. Debía concentrarse, no fuera a convertirse ella en la víctima de esa noche.

Había que responder a las traiciones. Esa tarea era más por cuenta de Tronosombrío que de Cotillion, o eso le había explicado el patrón de los Asesinos. Una vieja cuenta que saldar. Las intrigas se multiplicaban y ya eran bastante confusas, y la situación empeoraba, a juzgar por la agitación de Tronosombrío en los últimos tiempos. Algo de esa inquietud se había contagiado a Cotillion. Había habido rumores sobre otra convergencia de poderes. Más inmensa que cualquiera que hubiera acaecido hasta entonces y, de algún modo, Tronosombrío estaba en el centro. En el centro de todo.

Llegó cerca de la cúpula del templo hundido, la única estructura casi completa una vez adentrados en el Jen’rahb. Agazapada tras un bloque inmenso cuyas superficies estaban atestadas de glifos arcanos, se acomodó y estudió el modo de aproximarse. Había potenciales líneas de visión en incontables direcciones. Sería un desafío si habían colocado vigilantes para proteger la entrada oculta a ese templo. Tenía que suponer que esos vigilantes estaban allí, ocultos en grietas y fisuras por todos lados.

Mientras miraba captó un movimiento que salía del templo y se alejaba a la izquierda con movimientos furtivos. Demasiado distante para distinguir detalles. En cualquier caso, una cosa estaba clara. La araña se encontraba en el corazón de su nido, recibiendo y enviando agentes al exterior. Ideal. Con un poco de suerte, los centinelas escondidos supondrían que ella era uno de esos agentes, a menos, por supuesto, que hubiera caminos concretos que hubiera que usar, un patrón alterado cada noche.

Había otra opción. Apsalar sacó el largo y fino chal conocido como telaba y se envolvió la cabeza con él hasta que solo quedaron expuestos los ojos. Desenvainó sus cuchillos y se pasó veinte latidos estudiando la ruta que iba a tomar, después salió como un rayo. Un movimiento rápido explotaba el factor sorpresa y además hacía de ella un objetivo más difícil. Mientras corría entre los escombros, esperaba el chasquido pesado de una ballesta, el quejido del cuadrillo al cortar el aire. Pero no se oyó nada. Al llegar al templo vio la fisura que servía de entrada y se dirigió allí.

Se deslizó en la oscuridad y se detuvo un momento.

El pasadizo hedía a sangre.

Mientras esperaba a que se le acostumbraran los ojos, contuvo el aliento y escuchó. Nada. Podía distinguir ya el corredor inclinado que tenía delante. Apsalar avanzó poco a poco y se detuvo al borde de una cámara más grande. Había un cuerpo tirado en el suelo polvoriento, sobre un charco de sangre que iba aumentando. En el otro extremo del aposento había una cortina corrida delante de una puerta. Aparte del cuerpo, se veían unos cuantos muebles modestos en la habitación. Un brasero arrojaba una luz irregular naranja. En el aire, el olor amargo a muerte y humo.

Se acercó al cuerpo, los ojos puestos en la cortina del fondo. Sus sentidos le decían que no había nadie detrás de la cortina, pero si se equivocaba, el error podría resultar fatal. Al llegar a la figura encogida, envainó un cuchillo y después estiró la mano y empujó el cuerpo para ponerlo boca arriba. Lo suficiente para verle la cara.

Mebra. Al parecer alguien había hecho el trabajo por ella.

Un revoloteo de movimiento en el aire tras ella. Apsalar se agachó y rodó a la izquierda al tiempo que una estrella arrojadiza destellaba sobre ella y abría un agujero en la cortina. Se puso en pie, aunque todavía agachada, y se enfrentó al pasaje exterior. Por donde una figura envuelta en ropas ceñidas grises entró en la cámara. La mano izquierda enguantada de la figura sostenía otra estrella de hierro, los múltiples bordes relucían con el veneno untado. En la mano derecha llevaba un cuchillo kethra, ganchudo y de hoja ancha. Una telaba ocultaba los rasgos del asesino, pero alrededor de los ojos oscuros había una masa de tatuajes grabados en blanco que destacaban contra la piel negra.

El homicida se apartó de la puerta con los ojos clavados en Apsalar.

—Mujer estúpida —siseó una voz de hombre en ehrlitano con fuerte acento.

—Clan meridional de los semk —dijo Apsalar—. Estás muy lejos de casa.

—No debía haber testigos. —La mano izquierda del hombre destelló.

Apsalar se giró de golpe. La estrella de hierro pasó como un rayo y se estrelló contra la pared que tenía detrás.

El semk se abalanzó tras arrojar la estrella. En el mismo movimiento dejó caer la mano izquierda con fuerza y de lado para apartar el brazo con el que Apsalar sujetaba el cuchillo y después apuñaló con el kethra para buscar el abdomen de esta, de modo que pudiera rasgarla con la hoja y destriparla. Nada de lo cual consiguió.

Al tiempo que él bajaba el brazo izquierdo, Apsalar dio un paso a la derecha. El talón de la mano masculina crujió con fuerza contra la cadera de ella. El movimiento que hizo la asesina para apartarse del kethra obligó al semk a intentar seguirla con el arma. Mucho antes de que pudiera alcanzarla, ella ya le había clavado al hombre su cuchillo entre las costillas y la punta le había perforado la parte posterior del corazón.

Con un gemido estrangulado, el semk se encorvó, se desprendió de la hoja del cuchillo y se precipitó al suelo. Lanzó su último suspiro y se quedó quieto.

Apsalar limpió el arma en el muslo de su víctima y empezó a cortarle la ropa. Los tatuajes continuaban y cubrían cada parte de él. Un rasgo bastante común entre los guerreros del clan meridional, pero el estilo no era semk. Escritura arcana que serpenteaba por los miembros musculosos del asesino, parecida a las tallas que Apsalar había visto en las ruinas del exterior del templo.

El idioma del Primer Imperio.

Con una sospecha creciente, la asesina le dio la vuelta al cuerpo y descubrió la espalda. Y vio un trozo oscurecido, más o menos rectangular, encima de la clavícula derecha del semk. Donde el nombre del hombre había estado en otro tiempo, antes de que lo ocultaran con un ritual.

Ese hombre había sido sacerdote de los sin nombre.

Oh, Cotillion, esto no te va a hacer ninguna gracia.

—¿Y bien?

Telorast levantó la cabeza.

—¿Y bien qué?

—Es mona.

—Nosotras más.

Cuajo lanzó un bufido.

—En estos momentos, creo que discrepo.

—Está bien. Si te gustan las morenas y letales.

—Lo que preguntaba, Telorast, es si nos quedamos con ella.

—Si no nos quedamos, Caminante del Filo no estará muy contento con nosotras, Cuajo. Y no querrás eso, ¿verdad? No sería la primera vez que no está contento con nosotras, ¿o ya se te ha olvidado?

—¡Bien! Tenías que sacarlo a colación, ¿verdad? Así que está decidido. Nos quedamos con ella.

—Sí —dijo Telorast—. Hasta que encontremos una forma de salir de este lío.

—¿Quieres decir que los engañemos a todos?

—Por supuesto.

—Bien —dijo Cuajo, se estiró por el muro en ruinas y se quedó mirando las extrañas estrellas—. Porque yo quiero recuperar mi trono.

—Yo también.

Cuajo olisqueó el aire.

—Muertos. Frescos.

—Sí. Pero no ella.

—No, no ella. —El fantasma se quedó callado un momento y después añadió—: No solo una cara bonita, entonces.

—No —asintió con tono lúgubre Telorast—, no solo una cara bonita.