Libro primero

El dios de los mil dedos

Bajé por el sendero serpenteante hasta el valle,

donde bajos muros de piedra dividían las granjas y los fuertes

y cada medido terreno tenía su lugar en el proyecto

que todos los que allí vivían bien entendían,

para guiar sus viajes y saludos de día

y prestar una mano conocida en la más oscura noche,

para regresar a la puerta de casa y los perros bailarines.

Caminé hasta que me detuvo un anciano

que se irguió de su trabajo para llamarme,

y sonriendo para esquivar sus cálculos y opiniones,

Le pedí que me contara todo lo que sabía

de las tierras del oeste, más allá del valle.

Y a él le alivió responder que había ciudades,

inmensas y colmadas de todo tipo de cosas extrañas,

y un rey y sacerdocios que disputaban y una vez,

me dijo, él había visto una nube de polvo levantada

por el paso de un ejército que marchaba a la batalla

en algún sitio, estaba seguro, en el gélido sur.

Y así extraje todo lo que sabía, y no era mucho.

Más allá del valle nunca había estado, desde su nacimiento

hasta la fecha, jamás había sabido y jamás,

verdad sea dicha, había estado, pues así es

que la intriga transpira para los humildes

en todos lugares y todos los tiempos, y la curiosidad permanece roma

y picada, aunque tuvo aliento suficiente para preguntar

quién era yo y cómo había llegado allí y dónde

estaba mi destino, dejándome que respondiera,

con una apagada sonrisa, que mi destino eran las colmadas ciudades,

pero que había de pasar primero por allí.

Y había él notado ya que sus perros estaban tirados y quietos en el suelo,

pues tenía permiso para responder, ya ves que he venido,

señora de la Peste, y eso, por desgracia, era prueba

de una intriga mucho más grande.

La despedida de Poliel

—Pescador Kel’Tath