El dios de los mil dedos
Bajé por el sendero serpenteante hasta el valle, donde bajos muros de piedra dividían las granjas y los fuertes y cada medido terreno tenía su lugar en el proyecto que todos los que allí vivían bien entendían, para guiar sus viajes y saludos de día y prestar una mano conocida en la más oscura noche, para regresar a la puerta de casa y los perros bailarines. Caminé hasta que me detuvo un anciano que se irguió de su trabajo para llamarme, y sonriendo para esquivar sus cálculos y opiniones, Le pedí que me contara todo lo que sabía de las tierras del oeste, más allá del valle. Y a él le alivió responder que había ciudades, inmensas y colmadas de todo tipo de cosas extrañas, y un rey y sacerdocios que disputaban y una vez, me dijo, él había visto una nube de polvo levantada por el paso de un ejército que marchaba a la batalla en algún sitio, estaba seguro, en el gélido sur. Y así extraje todo lo que sabía, y no era mucho. Más allá del valle nunca había estado, desde su nacimiento hasta la fecha, jamás había sabido y jamás, verdad sea dicha, había estado, pues así es que la intriga transpira para los humildes en todos lugares y todos los tiempos, y la curiosidad permanece roma y picada, aunque tuvo aliento suficiente para preguntar quién era yo y cómo había llegado allí y dónde estaba mi destino, dejándome que respondiera, con una apagada sonrisa, que mi destino eran las colmadas ciudades, pero que había de pasar primero por allí. Y había él notado ya que sus perros estaban tirados y quietos en el suelo, pues tenía permiso para responder, ya ves que he venido, señora de la Peste, y eso, por desgracia, era prueba de una intriga mucho más grande. |
La despedida de Poliel —Pescador Kel’Tath |