Capítulo veintitrés

Fui a trabajar esa noche y me encontré un paquete a mi nombre esperándome en el despacho.

—¿Qué es esto? —le pregunté a Gwen.

—Ni idea. Un mensajero lo ha traído para ti hace una media hora. Sin ningún mensaje —contestó y continuó contando el dinero que había en la caja fuerte.

No había modo de averiguar más si no lo abría. Dentro encontré un lector de libros electrónicos nuevo. Yo nunca había tenido uno, aunque utilizaba la aplicación de Kindle en mi ordenador. Lo encendí y vi que estaba lleno de libros. Les eché un vistazo y reconocí los títulos. Eran los que estaban en mis estanterías de la biblioteca de Hudson.

Cogí el envoltorio y busqué una tarjeta hasta que por fin la encontré, una simple nota escrita a mano: «Por si echas de menos tus libros tanto como yo te echo de menos a ti. H».

Me quedé varios segundos mirando aquella tarjeta mientras trataba de bajar el ritmo de mis pulsaciones. Así que era verdad que iba a luchar por mí. Ser consciente de ello me emocionó. Pero con regalos no iba a solucionarlo. Me importaban una mierda los objetos materiales. En cambio, aquella nota… me la guardaría.

Gwen cerró la caja fuerte y se acercó a mirar por encima de mi hombro.

—Ah, así que el señor enamorado está tratando de recuperarte.

—Eso parece.

Me guardé la nota en el sujetador y esperé a que me soltara su habitual discurso en contra del amor.

No lo hizo.

—Hay cosas peores —sentenció con algo más que un atisbo de melancolía.

Posiblemente tuviera razón.

El domingo apareció un servicio de entregas a domicilio en casa de Liesl con un nuevo colchón mucho más grueso y de mejor calidad que el antiguo. Esta vez la tarjeta decía: «Deberías dormir bien, aunque yo no pueda. H».

Lancé una mirada asesina a Liesl.

—¿Cómo sabe que estoy durmiendo en un futón?

Se encogió de hombros.

—Puede que yo le haya contado algo en alguno de nuestros mensajes.

—¿Le envías mensajes?

¿No se suponía que ella debía estar de mi parte?

—Envió tu cargador del móvil la otra noche al club. Supongo que imaginaba que era por eso por lo que no le respondías. Así que lo encendí y, madre mía, Laynie, aquello estaba lleno de mensajes. —Se echó el largo cabello sobre un hombro—. Algunos de ellos hicieron que me apenara por él. Le respondí.

Le di un golpe en el hombro, o más bien un empujón.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Le dije que era yo, no me hice pasar por ti.

Como si esa fuera la razón por la que yo estaba enfadada.

—Eso es privado, Liesl.

De nuevo se encogió de hombros.

—Alguien tenía que leerlos. Solo digo eso. —Se volvió hacia el transportista, que acababa de subir con su portapapeles para que le firmáramos la entrega. Liesl firmó y volvió a mirarme—. Está dejándolo encima del frigorífico, por si te interesa.

Fue mucho más tarde, cuando no podía dormir a pesar de lo cómodo que era el colchón nuevo, cuando cogí mi teléfono del lugar donde estaba escondido. Había más de cien mensajes sin leer, además de unos cuantos marcados como leídos que yo no había visto. Al parecer Liesl solo había cotilleado algunos.

Me acurruqué en el nuevo futón y empecé a leer. Al igual que las notas que me había enviado, la mayoría eran dulces, pero había algunos sensuales y otros desesperados. Me tomé mi tiempo para asimilar cada uno de ellos, llorando o sonriendo a intervalos, y en ocasiones incluso riendo.

Aunque yo no había respondido a ninguno hasta ese momento, cada uno de ellos estaba escrito como si lo hubiese hecho. Puse los ojos en blanco al leer uno recibido ese mismo día:

«He comprado también un futón para mí. Quizá dormir en él me haga sentirme más cerca de ti».

Y más tarde, después de las once de la noche, había enviado varios seguidos:

«Dios, esto es una mierda. Antes no dormía, pero al menos estaba cómodo».

«De todas formas voy a seguir intentándolo. Si es así como duermes tú, yo también lo haré».

«¿Sabes? Podríamos estar los dos juntos en la cama del ático. Si no recuerdo mal, nuestra falta de sueño no tenía nada que ver con que el colchón no fuera cómodo. ;)»

Sin poder evitarlo, le respondí:

«Hudson Pierce usando un emoticono… Los milagros existen».

Eran las dos de la madrugada y él respondió de inmediato. Era verdad que no estaba durmiendo.

«Espero que existan. Si alguna vez vuelvo a tenerte en mis brazos, eso sí que será un milagro. Buenas noches, preciosa».

Esa noche dormí con el teléfono al lado. Aunque no respondí mucho, leí los mensajes que me envió a partir de entonces. Todos y cada uno de ellos.

Siguieron llegando regalos durante esa semana, joyas, entradas para la orquesta sinfónica y un ordenador portátil nuevo. Los días que trabajaba en el club, los paquetes me estaban esperando allí. Era evidente que Hudson seguía supervisando mi agenda, lo cual me irritaba, aunque también resultaba algo excitante.

Sin embargo, el jueves no había nada sobre mi mesa cuando llegué. Me dije a mí misma que era una estupidez sentirme decepcionada. No tenía por qué regalarme algo todos los días para demostrarme que estaba pensando en mí. Además, yo tampoco quería que pensara en mí todo el tiempo, ¿no?

Esa noche todavía seguía dándole vueltas al tema, pensando en él, cuando el club abrió las puertas al público. Como uno de los camareros estaba de baja por enfermedad, me metí a ayudar en la barra de arriba. Estábamos saltando de un lado para otro poco antes de que el reloj diera las once, así que estaba algo distraída cuando Liesl se inclinó a mi lado.

—¿Has visto a ese con traje en el extremo de la barra?

—No —contesté frunciendo el ceño.

Si pensaba que estaba interesada en comerme con los ojos a un tipo atractivo, se equivocaba.

—Pues fíjate —me dijo guiñándome el ojo.

Terminé de llenar la jarra de cerveza que tenía en la mano y, de mala gana, eché un vistazo al extremo de la barra.

Estaba sentado en el mismo asiento que la primera vez que lo había visto y, si no me equivocaba, vestido con el mismo traje.

¿Y ese modo de mirarme? Sus ojos eran tan ardientes como aquella noche antes de mi graduación. Aquel ardor que era más que lujuria, más que deseo: era posesión.

¿Estaría mal sonreírle?

Cuando por fin pude apartarme de la mirada magnética de Hudson, preparé un whisky solo y se lo llevé.

—El servicio aquí es estupendo —dijo cuando le puse la copa.

Al cogerla de mis manos, me acarició los dedos. ¿O había sido yo quien le había acariciado a él?

En cualquier caso, aquel contacto hizo que la piel de los brazos se me pusiera de gallina y que sintiera cómo el calor se extendía por mi pecho. Llevaba mucho tiempo sin tocarle de ninguna forma. Mi cuerpo ansiaba más mientras que mi cabeza hacía sonar las alarmas para que saliera corriendo.

En cambio, mi corazón desempeñaba un papel parecido al de Suiza en todo este conflicto y no dejaba claro cuáles eran sus deseos.

Con esta guerra librándose en mi interior, yo no sabía qué hacer ni qué decir. Me quedé inmóvil, con mis ojos clavados en los suyos. Me sentía bien (muy bien) no haciendo nada más que perderme en sus ojos grises. ¿No habría modo de que pudiera hacer eso cada día de mi vida?

—¡Un pedido! —gritó una camarera desde la otra punta de la barra.

Pestañeé mientras me recuperaba del trance en el que Hudson me había sumido.

—Tengo que irme. —Era absurdo darle explicaciones. No le debía nada—. Eh…, ¿vas a querer otra cuando acabes esta?

Hudson ladeó la cabeza para observarme.

—Lo dices casi como si disfrutaras con mi humillación.

Puse los ojos en blanco y me di la vuelta despidiéndome con la mano. Pero no pude resistirme a contestarle mirando hacia atrás:

—No podría decirte, H. La verdad es que aún no te he visto humillándote.

El viernes y el sábado trajeron aún más regalos: un libro ilustrado con fotografías de los Poconos y también entradas para un concierto de Phillip Phillips.

—Parece como si estuviese recordando toda vuestra relación con esos regalos, ¿verdad? —comentó Liesl el domingo cuando abrí la caja que había llegado por la mañana—. Odio reconocerlo, pero se le da bastante bien.

Enrollé el envoltorio marrón de la caja y se lo lancé.

—Cierra la boca.

—¿Qué es eso?

—Aún no lo sé.

Saqué el CD de John Legend que encontré dentro y leí la lista de canciones que venía detrás. Conocía a ese cantante, pero nunca había escuchado su música. La caja no estaba retractilada, así que la abrí sin esfuerzo y encontré una nota de Hudson:

«La canción que me hace pensar en ti es la número 6. H».

«Rhythm and blues, ¿eh?». Hudson rara vez escuchaba música conmigo. Cuando lo hacía, dejaba que fuera yo quien eligiera. Ni siquiera sabía qué tipo de música le gustaba. ¿Era este?

Busqué la canción número seis.

All of me —leí en voz alta—. No la conozco. ¿Y tú?

—Nunca la he oído. Vamos a ponerla. —Sonrió y añadió—: Es una forma de hablar.

Negué con la cabeza mirándola y saqué mi nuevo ordenador portátil, puse el CD y pulsé el play en la canción que Hudson me había indicado. Apoyé la cabeza en el futón y me quedé escuchando.

La canción empezaba con unos evocadores acordes de piano. Después, una voz de tenor cantaba sobre una mujer hermosa y lenguaraz que distraía al cantante y le obsesionaba, Estaba hecho un lío, pero no pasaba nada, porque, por muy loco que ella le volviera, seguía siéndolo todo para él.

Fue el estribillo lo que me hizo llorar, cuando cantaba que «todo mi ser» ama «a todo tu ser» y se ofrecía a darse por entero a ella a cambio de lo mismo.

Desde luego, era una canción, pero, si de verdad llevaba un mensaje que Hudson quería que yo oyera, no pude evitar escucharlo alto y claro. Si de verdad podía entregarse por entero a mí, sin más muros ni secretos, ¿qué era lo que nos retenía? ¿El pasado?

Sin embargo, mi propio pasado también era imperfecto. Incluso le había mostrado mis defectos en más de una ocasión. Él me había perdonado y había seguido a mi lado. Me había curado, me había encontrado y me había hecho sentirme completa.

Y ahora…

Sin decir una palabra, cuando puse de nuevo la canción, Liesl se sentó a mi lado y apoyó mi cabeza en su hombro.

—Liesl, ya no me importa. —Lloré sobre su blusa—. Aunque no debería estar con Hudson, no puedo vivir sin él. Me hace sentirme mejor. Ya no me importa lo que hiciera en el pasado. Solo me importa que esté en mi futuro.

Ella me meció a un lado y a otro.

—Nadie va a decirte lo que debes y lo que no debes hacer. Hagas lo que hagas, tienes mi apoyo.

—Bien, porque creo que voy a darle otra oportunidad.

No estaba todavía muy segura de en qué consistiría esa oportunidad… ¿Una cena? ¿Una cita? ¿Muchas citas?

Eso lo decidiría al día siguiente.

Aunque no tenía que recoger muchas cosas en el ático, quería empezar temprano para acabar mucho antes de que Hudson saliera del trabajo. Sin embargo, ir con Liesl a cualquier sitio antes del mediodía resultaba una tarea difícil.

—Quizá yo pueda ir después —dijo enterrando la cabeza en la almohada cuando intenté por primera vez arrastrarla fuera de la cama.

—Es que yo te necesito todo el tiempo —gimoteé—. Por favor.

Mi súplica funcionó, pero intentó librarse de nuevo cuando ya estábamos entrando en el taxi. Después, en The Bowery, sugirió que iría a tomar un café y que luego vendría conmigo.

—En el ático hay una estupenda cafetera Keurig. El mejor café del mundo. Te prepararé todas las tazas que quieras.

Puede que a Liesl no le gustara mucho hacer maletas.

—Vale.

Fue mucho más fácil entrar en el edificio acompañada de Liesl. Mientras subíamos en el ascensor, pasé mi brazo alrededor del suyo agradeciéndole su apoyo. Aunque llevaba dos semanas sin vivir allí, dejar aquella casa no era fácil. Apestaba a un acto irreversible. Y, con mi reciente decisión de permitir que Hudson regresara a mi vida de algún modo, no buscaba nada que fuese definitivo. Necesitaba que Liesl me quitara de la cabeza cualquier idea de hacer ninguna estupidez.

Como, por ejemplo, decidir dejar mis cosas allí y no irme de aquel ático.

Cuando se abrió la puerta que daba al apartamento, esperé a que Liesl saliera primero. No se movió, así que fui yo delante. Me di la vuelta y puse la mano a un lado para dejar abierto el ascensor.

—¿No vienes?

—Eh… —Abrió los ojos de par en par. Después apartó mi brazo de la puerta y pulsó el botón del panel—. ¡No me odies! —gritó mientras las puertas se cerraban.

«¿Qué coño…?». Solté un suspiro de frustración y cerré los ojos. O Liesl quería estar en otro sitio o se guardaba un as bajo la manga. Si era esto último, no había duda de que Hudson tenía algo que ver.

Lo mejor sería averiguar cuanto antes qué era.

Abrí los ojos y asomé la cabeza por la esquina del vestíbulo hacia la sala de estar. Estaba vacía. No solo vacía en el sentido de que no estaba Hudson, sino vacía en el sentido de que no había muebles. Ninguno. Entré en la habitación para asegurarme de que no me estaba volviendo loca.

En fin, si me estaba volviendo loca, el delirio consistía en ver un apartamento sin muebles. Eché un vistazo al comedor. También estaba vacío. Lo extraño era que aquel lugar ya no parecía tan frío y solitario como me lo había parecido cuando había estado allí la última vez. Pero aquel vacío me desconcertaba. No entendía qué significaba. ¿También se habían llevado mis cosas?

Retrocedí y abrí la puerta de la biblioteca. Esta habitación solo estaba parcialmente vacía. El sofá, el escritorio y el resto de los muebles no estaban, pero las estanterías seguían conteniendo todos mis libros y mis películas. Los libros que había sacado porque Celia los había marcado ya no estaban en el suelo, pero había varias cajas apiladas contra la pared.

Me acerqué a ellas para ver si los libros se encontraban allí, pero estaban cerradas.

—Eso son libros nuevos.

«Ah, aquí está».

Me giré ligeramente y vi a Hudson apoyado en el quicio de la puerta. De nuevo iba vestido con unos vaqueros y una camiseta. Maldita sea, si estaba vestido así era porque ni siquiera había pensado en ir a trabajar. Y tenía un aspecto especialmente delicioso. De algún modo, eso también lo habría preparado, estaba segura de ello.

Señaló de nuevo con la cabeza la caja que aún estaba tocando.

—Son para ti. Para sustituir a los que estaban subrayados.

—Ah —contesté. Después fruncí el ceño.

—¿Qué pasa?

—No tengo dónde colocar todo esto.

No había tenido intención de llevármelos. Eran preciosos y me encantaban, pero en la ciudad de Nueva York tantos libros eran un lujo.

Suspiró suavemente. Estaba segura de que le dolía que rechazara su regalo, independientemente de cuál fuera el motivo.

—Yo te los guardaré todo el tiempo que quieras —fue todo lo que dijo.

—Gracias.

Me sorprendí observando su cuerpo. Era imposible no hacerlo. Estaba muy guapo y le había echado mucho de menos. Aunque había planeado hacer aquello un día en que él no estuviese en casa, me alegraba de verlo. De hecho, estaba entusiasmada.

Me pregunté si él podría ver eso en mi sonrisa.

—No esperaba que estuvieses aquí —«Me alegro mucho de que estés».

—No dijiste que no pudiera estar.

—Ya se suponía —bromeé.

Me quedé mirándole a los ojos.

—No pareces terriblemente cabreada por verme.

Dios, las mariposas revoloteaban en mi estómago. No con la obsesión que me empujaba a hacer locuras, sino con la agitación que solamente sentía por Hudson. Aquello me había confundido la primera vez que lo sentí unos meses atrás, pero ahora sabía reconocer lo que era, una mezcla de nervios, excitación, atracción y expectación. Se trataba de una sensación magnífica y deliciosa.

Sorprendentemente, eclipsaba las heridas todavía abiertas de su traición.

Aun así, tenía miedo. Y no sabía qué era lo que él tramaba. Sus cosas habían desaparecido del apartamento. No me gustaba lo que eso podía significar. ¿Qué quería decir?

—¿Dónde está todo?

Apretó los labios.

—Todas tus cosas siguen aquí.

—Pero ¿dónde están las tuyas?

Volvió a respirar hondo, miró hacia la ventana y después otra vez a mí.

—No puedo vivir aquí sin ti, Alayna.

—Entonces, ¿te vas a otro sitio?

Yo no sabía qué sentir con respecto a eso. Miento, sí que lo sabía. No me gustaba. Nada. El ático era el lugar donde se había desarrollado nuestra verdadera relación. No me gustaba la idea de que otra persona ocupara nuestro espacio.

Y que Hudson se mudara porque yo no estaba allí… significaba que en realidad él no creía que yo podría volver en algún momento.

Era demasiado tarde. Estaba perdiendo la fe en mí.

Sin embargo, sus siguientes palabras volvieron a lanzarlo todo por los aires.

—La verdad es que espero venirme aquí.

Los vaivenes de aquella conversación me tenían aturullada y de los nervios. Tuve que pedir un tiempo muerto antes de que me viniera abajo.

—H, ya me tienes bastante confundida sin necesidad de comportarte de manera ambigua. ¿Podrías decir algo que yo pueda comprender?

—¿Te confundo?

En sus ojos hubo un destello de satisfacción.

—¿Eso te sorprende?

Se encogió de hombros.

—¿Así que te vienes a vivir aquí? —pregunté.

Maldita sea, ¿por qué tenía que ser tan difícil?

—Algún día, espero —respondió dándose cuenta, al parecer, de que yo estaba a punto de perder los nervios. Se frotó los labios entre sí. Ah, cómo echaba de menos esos labios—. Pero por ahora quiero que vivas tú aquí.

—¿Qué?

Un día una propuesta de matrimonio y al siguiente «vente a vivir a mi ático de un millón de dólares sin mí». Desde luego, ese hombre sabía cómo mantenerme alerta.

Aparte de eso, Hudson no tenía ni idea de lo que de verdad yo quería o necesitaba de él.

Volvió a adoptar un gesto serio.

—No puedo vivir aquí sin ti, preciosa. —Hablaba en voz baja y con tono suave, pero podía oírle con claridad—. Sin embargo no quiero venderlo, porque me encanta vivir aquí contigo. Algún día tú y yo volveremos aquí. Mientras te espero o, mejor dicho, mientras me arrastro para conseguir tu perdón, es una pena que se quede vacío. Liesl y tú deberíais mudaros aquí.

—No puedo aceptarlo, H.

Sentía los ojos llorosos. Pero al menos había dicho que no iba a renunciar a mí.

—Tenía la sensación de que dirías eso. —Suspiró soltando el aire con mucha más facilidad de la que era típica en él—. Entonces tendré que dejarlo vacío.

Contuve el deseo de decir que podríamos vivir juntos en el ático y en lugar de eso propuse otra cosa:

—Podrías alquilarlo.

Me miró sorprendido.

—Podría alquilártelo a ti.

Me reí.

—El mejor alquiler de la ciudad. Solo te costará una cena a la semana con el casero.

—Basta ya —dije aún sonriendo.

—Entonces cada dos semanas. Puedo regatear.

—Hudson…

No tenía ni idea de que ya me había comprado. No para mudarme allí, sino para lo de las citas.

—Está bien, cada mes. Aceptaré las sobras que estés dispuesta a darme. —Se quedó mirándome—. Estás pensándote darme esas sobras, ¿verdad?

—Puede ser.

¿Cómo podía leerme la mente con tanta facilidad? ¿Y por qué me resultaba tan fácil estar con él cuando me había hecho tanto daño?

Esta pregunta me asustó, así que eludí el tema.

—Bueno, en serio, ¿dónde están tus cosas? ¿Te has comprado otra casa?

Todos sus muebles no cabían en el loft.

Negó con la cabeza.

—Lo he donado todo a una campaña benéfica.

—Del estilo de vida de los ricos y famosos.

Aunque no podía decir que fuera a echarlos de menos, se trataba de unos muebles preciosos. Pero Celia los había elegido todos. Me alegré bastante de que los menos afortunados pudieran beneficiarse de ellos.

Parecía que Hudson pensaba lo mismo.

—No sentía cariño por nada de eso. —Se incorporó, entró en la habitación y señaló el espacio vacío—. Todo el apartamento estaba perfectamente diseñado según mis gustos y mi estilo, pero nunca lo he sentido como un hogar. —Se detuvo a medio metro de mí—. Hasta que llegaste tú, Alayna. Tú conseguiste que cobrara vida. Los objetos que había aquí fueron elegidos para mí por alguien que quiero que desaparezca por completo de mi vida. Ahora mismo las cosas que hay aquí son las únicas que hicieron de esta casa un lugar en el que querría vivir. Tus cosas. Tú.

—Yo…

El nudo de mi garganta estaba demasiado apretado como para poder hablar.

—Cuando vuelva a mudarme aquí, podremos amueblarlo desde cero. Juntos. Tú y yo.

Tomé aire con un escalofrío.

—Estás muy seguro de que algún día volveré a aceptarte.

Esa perspectiva me iba pareciendo cada vez mejor.

—Tengo esa esperanza. —Sonrió maliciosamente—. ¿Te gustaría ver lo esperanzado que estoy?

—Claro.

En realidad lo único que quería era que me atrajera a sus brazos. Estaba casi segura de que sería ahí donde terminaríamos. Pero el juego que estábamos siguiendo hasta llegar allí me resultaba intrigante.

Hudson se metió la mano en el bolsillo y sacó una cosa pequeña plateada.

—He comprado esto.

Lo agarraba de tal modo que en realidad no podía verlo del todo, pero cuando me di cuenta de lo que era me quedé sin respiración. Porque era un anillo. «El anillo».

Lo dejó caer en la palma de mi mano para que lo examinara. En realidad no era plata. Era platino, si no me equivocaba. Engarzadas, dos piedras cónicas alargadas terminaban en el centro en un diamante redondo exquisitamente tallado. Era de al menos dos quilates y medio. Tal vez tres. Incluso puede que cuatro, por lo que podía ver.

Las lágrimas se agolparon en mis ojos y el desconcierto anegaba mi cerebro. Me lo había regalado. No se trataba de una propuesta de matrimonio. Entonces, ¿qué era? ¿Una forma de jugar conmigo?

—Lleva una inscripción —dijo Hudson en tono suave, como si fuera consciente de mi confusión.

Pestañeé para aclarar mi visión lo suficiente para poder leerlo: «Te doy todo mi ser».

Entonces se apoyó sobre una rodilla.

Sí que era una propuesta de matrimonio.

Yo no podía hablar, no podía pensar. Ni siquiera podía respirar.

—Me he dado cuenta de algo que ocurrió la última vez que te pedí esto —dijo arrodillado delante de mí—. Lo hice mal. En primer lugar, no tenía anillo y, en segundo lugar, debería habértelo pedido apoyado sobre una rodilla. Pero, lo que es más importante, no te di lo que debía darte. No era eso lo que tú querías. Lo único que siempre me has pedido, la única cosa que nunca te he dado, era a mí mismo.

Un sollozo se escapó de mi garganta, pero, por primera vez en varios días, no era un sollozo de pena.

—En cambio ahora sí. —Hudson alzó los brazos a ambos lados—. Aquí estoy, preciosa. Me entrego sin reservas. Todo mi ser, Alayna. Sin más muros, secretos, juegos ni mentiras. Te doy todo mi ser, de verdad. Para siempre, si lo aceptas.

Cogió el anillo de mis dedos. Con manos muy firmes —comparadas con la mía, tan temblorosa—, lo deslizó en mi dedo. Me quedé mirándolo; brillaba espléndido en mi mano, como un faro en la oscuridad en la que había estado viviendo. ¿De verdad me estaba pidiendo que me casara con él? No que nos fugáramos, sino que nos casáramos. ¿De verdad me podía tomar aquello en serio?

Lo que me había planteado con dejar que regresara a mi vida era mucho más sencillo y menos drástico, algo así como una cena y una película. No una propuesta de matrimonio.

Pero Hudson siempre había sido así. Se movía con rapidez, frenéticamente, y cuando de verdad quería algo se entregaba con todo lo que tenía. Si le decía que no, si le rechazaba, no me cabía ninguna duda de que volvería a pedírmelo una y otra vez. Y otra más.

Esa no era una razón para aceptar una propuesta de matrimonio.

La razón para aceptar era que amaba a Hudson Pierce con cada poro de mi ser. De él me atraían incluso sus defectos y sus imperfecciones. Le convertían en la persona que era. Y yo sin duda quería tener todo su ser. Quería darle todo mi ser.

Y tenía que compensarme en muchas cosas. Que fuera para siempre podría ser, quizá, el único modo de que lo consiguiera.

—Alayna, te quiero. —Moví los ojos del anillo a los suyos, esos ojos intensos y apasionados que brillaban más que el diamante que tenía en mi mano—. ¿Quieres casarte conmigo? No hoy y tampoco en Las Vegas, sino en una iglesia, si quieres, o en la casa de Mabel Shores, en los Hamptons…

De algún modo, recuperé la voz.

—¿O en el Jardín Botánico de Brooklyn en la temporada en que florecen los cerezos?

—Sí, ahí. —Sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Eso es un…?

—Sí —asentí—. Es un sí.

Hudson me sentó en su rodilla y me envolvió en sus brazos antes de que yo pudiera pestañear.

—Dilo otra vez.

—Sí —susurré colocando la mano en su mejilla—. Sí, me quiero casar contigo.

Sus labios se unieron a los míos y todo fue como un primer beso, suave y provocador. Después nuestras bocas se abrieron, las lenguas se juntaron y aquel beso pasó de ser una leve brisa a una tormenta desatada. Una de sus manos se enroscó en mi pelo, colocó la otra en mi cara y me sostuvo como si temiera que no me fuera a quedar, como si pudiera desaparecer.

Yo le agarraba del mismo modo. Envolví su cuello con mis brazos y me aferré a él con todas mis fuerzas. Cuando nuestro beso empezó a pasar a mayores, a transformarse en algo que requería acariciar más partes de nuestro cuerpo y menos ropa puesta, rodeó con su mano mi muslo y se lo subió alrededor de la cintura mientras se ponía de pie. Yo me subí con la otra pierna y anclé mis tobillos uno sobre otro a su espalda mientras me apretaba a su entrepierna.

Joder, cómo había echado de menos eso. Cómo le había echado de menos a él, a todo su ser. Su caricia era abrasadora, su beso me hacía arder hasta lo más hondo. Y la solidez de su cuerpo, sus fuertes brazos, su pecho musculoso… Él era mis cimientos, robustos e inamovibles. Permanentes.

Permanentemente mío.

Estábamos en mitad del pasillo con los labios aún unidos cuando me di cuenta de que no tenía ni idea de adónde me estaba llevando. Si la casa se encontraba vacía, ¿qué importaba hacer el amor en el dormitorio?

Pero para preguntárselo tenía que soltarle la lengua y el gruñido que emitía mientras yo la chupaba me hizo desechar por completo esa opción.

De todos modos obtuve la respuesta enseguida. Hudson me llevó al dormitorio y con el rabillo del ojo vi apoyado en el suelo, sin la estructura de la cama, nuestro colchón.

Se quitó los zapatos ayudándose con los dedos de los pies y a continuación se dejó caer conmigo sobre la cama.

—¿Cómo es que has dejado el colchón? —le pregunté mientras él me sacaba la blusa por la cabeza.

Su camisa desapareció justo después.

—Lo elegí yo. Además no podía soportar separarme de él. Me trae demasiados recuerdos.

«Desde luego que sí».

Y más que tendríamos. De hecho, toda una vida llena de recuerdos. «Dios mío, toda una vida con Hudson».

Se inclinó para morderme el pecho por encima del sujetador, devolviéndome bruscamente al presente.

Gemí entre susurros.

—¿Estás seguro de que no era simplemente… —volví a gemir cuando me mordió el otro pecho—, que lo tenías preparado para que dijera que sí?

Su boca volvió a la mía.

—Puede que haya habido algo de eso —dijo junto a mis labios mientras llevaba las manos detrás de mí para desabrocharme el sujetador.

—Me conoces muy bien, ¿no?

Sonrió y bajó la mirada hacia mis pechos recién liberados de su cautiverio.

—Quiero conocerte mejor. —Lamió alrededor de uno de los firmes pezones—. Quiero conocerte mejor ahora mismo. Dios, cómo he echado de menos tu precioso cuerpo.

Y, Dios, cómo había echado yo de menos todo lo que él me hacía. ¿Existía algún manual que se titulara Cómo complacer a Alayna? Si existía, seguramente Hudson se lo había aprendido de memoria. O, lo que es más probable, lo habría escrito él. Sabía cómo darme placer mejor que yo misma.

Mientras excitaba mis pezones y me hacía sentir la euforia del deseo, bajé la mano para tocar su erección por encima de los vaqueros. Su calor, su dureza, a pesar del grueso tejido, hizo que estallara un géiser bajo mis bragas.

Acaricié todo lo largo de su encarcelada polla.

—Recuerdo esto.

—No, no. Primero vamos a centrarnos en ti.

Él ya había metido una mano por debajo del borde de mis pantalones de yoga, decidido a demostrar lo que decía.

—Pero a mí me gusta esto. —Volví a acariciarle—. Quiero que haya más de esto.

—Va a haber mucho más.

Se encorvó evitando mi mano y después volvió a concentrarse en lo que hacía la suya. Eso que su mano estaba haciendo tan bien. Su dedo pulgar se había colocado sobre mi clítoris y daba vueltas sobre él ejerciendo la presión perfecta.

Yo me contoneé debajo de él, deseando estar desnuda y que él también lo estuviera, que los dos pasáramos a la siguiente fase, en la que él se metía dentro de mí. Deseaba desesperadamente llegar a ese momento.

Pero Hudson me obligó a esperar. Me metió un dedo y yo ahogué un grito.

—Dios, Alayna, estás muy húmeda. ¿Sabes lo dura que me la pone eso? Estás tan húmeda y jugosa que estoy tentado de lamerte hasta dejarte seca. Pero la verdad es que estoy ansioso de tanto echarte de menos y necesito meterte la polla lo antes posible. Lo de saborearte va a tener que esperar a la siguiente ronda.

—¿La siguiente ronda?

Yo deliraba un poco por lo increíble que estaba siendo esta.

Metió un segundo dedo y los dobló para poder frotarme ese punto mágico que solo Hudson sabía cómo encontrar. Rápidamente mi vientre se tensó y entonces las piernas empezaron a temblarme.

—Estás tan excitada que vas a correrte rápido, ¿verdad, preciosa?

Solo hizo falta eso para llevarme hasta el límite. El placer me invadió todo el cuerpo como un maremoto y gemí mientras clavaba mis uñas en su espalda y él continuaba acariciándome con los dedos hasta que sentí el último espasmo que me recorrió el cuerpo.

Hudson me chupó el lóbulo de la oreja.

—Buena chica —me elogió—. Te pones jodidamente sensual cuando te corres. Me excita tanto que la polla me palpita.

Joder, solo hablando iba a conseguir que me corriera otra vez.

Hudson apartó la mano de mi coño y me bajó los pantalones y la ropa interior.

—¿Recuerdas nuestra primera noche en los Hamptons, cuando te hice el amor tantas veces que al día siguiente te dolía?

—¿Cómo iba a olvidarlo?

Yo miraba abotargada cómo se quitaba los vaqueros y los calzoncillos. Su polla se liberó con una sacudida, más dura y gruesa de lo que recordaba.

«Hudson Pierce desnudo».

Tuve que tragar saliva. Dos veces. No había en el mundo una visión que se pudiera comparar a la apetitosa delicia que tenía delante de mí.

Y era todo mío. Para siempre.

Hudson se puso encima de mí y me cubrió con su cuerpo.

—Aquella noche no va a ser nada comparada con lo de hoy, preciosa. Voy a hacerte el amor dulce y tiernamente. Después voy a follarte tanto rato y con tanta fuerza que tu bonito coño va a escocerte. No vas a poder ponerte de pie, ni mucho menos caminar. Después voy a comértelo hasta que te estremezcas y te corras sobre mi lengua. Y luego lo haremos otra vez.

El coño se me contrajo de solo pensar en aquellas promesas.

—Se te va la fuerza por la boca.

—Espero que eso no haya sido un desafío —dijo colocándose entre mis piernas—. Porque, si lo es, que empiece el partido.

Ahora sí que no me importaba que jugara conmigo.

Envolví su cuerpo con mis piernas, preparada para que me penetrara. Pero se detuvo acariciando mi apertura con la punta.

—Vamos. —Levanté las caderas para animarle—. Te quiero dentro.

Me pasó una mano por el pelo y me besó en la punta de la nariz.

—Paciencia, preciosa. Tenemos tiempo. Y necesito sentirte.

A continuación se deslizó dentro de mí, despacio y con enorme paciencia. Yo grité ante aquella insoportable dulzura, mientras él me invadía, me estiraba y enterraba su polla dentro de mí. Cuando pensé que no podía llegar más adentro, me dobló las piernas hacia el pecho y empujó.

Era verdad que la polla le palpitaba. La sentía latiendo contra mis paredes a medida que se hundía cada vez más.

—Cómo me gustas, preciosa. —Se salió ligeramente y volvió a embestir con un contoneo de su cadera—. Fuerte, despacio…, ¿cómo quieres que lo haga?

—¿Me estás dando a elegir? —pregunté parpadeando.

—Solo esta vez. —La comisura de sus labios se alzó ligeramente.

Me encantaban todas las formas en que se entregaba a mí. Lo único que me importaba era que lo hiciera.

—Decide tú. Confío en ti.

Sí que confiaba en él. Quizá no tanto como podía o como lo había hecho antes, pero estábamos avanzando. Teníamos tiempo.

Al parecer, esa respuesta le gustó. Sus ojos se derritieron y su rostro se suavizó. Mientras se movía dentro de mí, me agarró de las manos y apoyó su frente sobre la mía.

—Te quiero, Alayna, preciosa mía. Mi amor.

Bailamos juntos disfrutando el uno del otro, amándonos el uno al otro mientras nos elevábamos cada vez más. Nos dimos placer como habíamos aprendido en el pasado y de otras formas nuevas también. No fue dulce exactamente ni tampoco fuerte, ni estrictamente frenético, ni apasionado, ni siquiera suave…, pero fue todo eso a la vez. Lo fue todo. Y fue exactamente perfecto.