Liesl fue un ángel. Me tranquilizó lo suficiente como para sacarme de allí sin atraer la atención de los empleados. Yo apenas tenía fuerzas para caminar, por lo que dejó que me apoyara en ella mientras salíamos a la acera y nos metíamos en el taxi que David había parado para nosotras. No se quejó en ningún momento de que la sacara tan pronto de la fiesta ni trató de sonsacarme lo que había ocurrido. En cambio, puso mi cabeza sobre su regazo y me acarició el pelo mientras yo lloraba durante todo el trayecto hasta su apartamento en Brooklyn.
En su casa, Liesl me metió en la cama con un vaso de tequila solo. Aunque tenía un futón en la sala de estar, se quedó conmigo toda la noche. Me abrazó por la espalda; cuando me despertaba de las pequeñas cabezadas que lograba dar, su cálida presencia calmaba mis gritos y mi llanto. No había sentido tanta pena ni me había lamentado tanto desde la muerte de mis padres. Ni siquiera entonces me había sentido tan traicionada como en este momento.
Eso era lo peor de todo, la traición. Si hubiera escuchado antes la misma explicación de labios de Hudson, en un momento de nuestra relación en el que no me lo hubiese jugado todo, quizá habría podido superarlo. De todas formas le habría dejado. Me era imposible estar con él después de aquello. Pero habría sido mucho más fácil superarlo. Esperar tanto tiempo —sobre todo cuando habíamos hablado a fondo de la sinceridad y la transparencia— suponía una traición irremediable. Esta era la puñalada más profunda.
Pero perder al hombre al que amaba con locura era una herida casi igual de profunda.
Los primeros dos días transcurrieron en una nebulosa. Liesl cocinaba para mí y me metía la comida en la boca a la fuerza. Escuchó mi historia conforme yo se la iba contando, a borbotones, y la hilvanaba lo mejor que podía, de nuevo sin presionarme. A lo largo de todo ese tiempo, me rellenaba la copa cada vez que yo se lo pedía. En un extraño momento en el que conseguí concentrarme en algo que no fuera mi dolor, se me ocurrió preguntarme si habría sido esa la razón por la que mi padre se había pasado toda la vida bebiendo. ¿Habría intentado bloquear algún tipo de dolor? ¿Qué era lo que le había hecho sufrir? ¿No era triste no haberme enterado?
El resto de mis pensamientos eran recuerdos e ideas inconexas. Recuerdos dulces que se volvían amargos a la luz de la nueva información. Reviví una docena de veces cada una de las conversaciones que había mantenido con Hudson. A veces lo único que podía hacer era llorar. En otros momentos me enfadaba. Rompí más de un vaso en un ataque de rabia.
Cuando me tranquilicé, pensé en coger uno de los trozos y hacerme un corte en la piel. Quizá no demasiado profundo.
O quizá demasiado profundo.
Por suerte, Liesl estaba allí para retirar los trozos de cristal antes de que yo cogiera uno. Además, lo cierto es que yo no quería acabar con todo. Solo quería acabar con el dolor.
Al final, empecé a tratar de darle sentido a todo. Traté de discernir qué era real y qué no. Me imaginaba el papel que había jugado Celia en mi relación con Hudson. La forma en que Hudson había consentido mis celos, el modo en que había tolerado mis ganas de fisgonear. «Estimula sus obsesiones —le habría dicho Celia—. No te enfades ni te molestes si hace alguna de sus locuras».
Y el modo en que me había sacado a relucir el nombre que él utilizaba conmigo. ¿Eso también habría sido idea suya? «Ponle un apelativo cariñoso. Algo así como “ángel” o “preciosa”».
Recordé el cumpleaños de Sophia. Hudson había hablado entonces con Celia y cuando llegamos a casa se había mostrado distante. ¿Le había recordado ella en aquel momento cuál era su juego? ¿Lo que se suponía que estaba haciendo conmigo?
En su favor, debo reconocer que Hudson no me había mentido. Sus palabras exactas volvían a mí con toda su fuerza: «Haré y diré cosas, puede que románticas, que no serán verdad. Necesito que recuerdes eso. Cuando no estemos en público, te seduciré. Eso sí será real, pero nunca deberá confundirse con amor».
¿Cuándo había cambiado aquello? ¿Cuándo se había convertido en real su falso romance? Si es que había cambiado. ¿Estaría él en ese mismo momento celebrándolo con su cómplice? ¿Estarían brindando por la absoluta y completa destrucción de todo mi ser?
Ahí estaba la parte esencial de mi dolor. Nunca lo sabría. No había nada a lo que aferrarme con cariño, porque era cuestionable la autenticidad de cada momento que habíamos pasado juntos. No podía confiar en nada de lo que él hubiese dicho o hecho. Había ejercido su manipulación de forma tan experta que era imposible ver la parte real que subyacía en la fingida.
Esta simple y absoluta verdad me llevaba a no dejar de rellenarme la copa.
El martes por la noche había recobrado la sobriedad suficiente como para recordar algunas de mis obligaciones. Me incorporé apoyando la espalda en el cabecero de la cama de Liesl y la llamé para que viniera de la cocina.
—El club… —empecé a decir.
Ella entonces apoyó la cabeza en el quicio de la puerta.
—Ya he llamado yo para decir que estás enferma.
«Dios, era maravillosa».
No había mentido. Apenas podía levantarme de la cama y mucho menos salir del apartamento. Había llorado tanto que había vomitado más de una vez. Eso debía contar igual que estar enferma.
Consciente de que la balanza no se inclinaba a mi favor, pensé en seguir bebiendo y durmiendo. Sin embargo, al rascarme la cabeza me di cuenta de que tenía el pelo enmarañado y sucio. Realmente necesitaba una ducha. Y cambiarme de ropa. ¿Me importaba? Sí, casi podía decirse que sí. Eso era un avance, ¿no?
Pero no tenía nada mío en el apartamento de Liesl.
—¿Tienes algo que me pueda poner después de ducharme?
—Todo lo que hay en mi armario es tuyo.
Lo de asearme lo hacía tanto por ella como por mí. Olía bastante mal.
La ducha me dolió casi tanto como lo que me reconfortó. Aunque me hizo sentirme mejor, me aclaró la mente lo suficiente como para preocuparme por mi futuro. ¿Dónde iba a vivir? ¿Dónde iba a trabajar? ¿Podría volver al Sky Launch? Yo estaba en el club antes de que Hudson entrara en mi vida. No quería dejarlo. Sin embargo, aunque él me dejara trabajar allí, ¿podría yo seguir haciéndolo?
Quizá. O quizá no.
Pero lo primero era lo primero. No podía seguir refugiándome en la habitación de Liesl. Esa noche me trasladé al futón.
—Mi cama es tuya, cariño —dijo ella mientras yo colocaba el colchón.
Estuve tentada de tomarle la palabra. Pero, sorprendentemente, me mantuve firme.
—Ya me siento bastante mal por invadir tu casa. Además, necesito empezar a funcionar un poco por mi cuenta. Aunque eso solamente signifique dormir en mi cama.
—Como prefieras. —Me lanzó una almohada de su armario—. Aquí serás bienvenida todo el tiempo que quieras.
Me abracé a la almohada y me dejé caer sobre el futón.
—Creo que va a ser bastante tiempo, Liesl. ¿Estás segura de mantener tu oferta?
—Sí.
Al menos con eso tenía solucionada por un tiempo la cuestión del alojamiento. En algún momento tendría que organizarme para recoger mis cosas del ático. No tenía mucho, pero necesitaba mi ropa. No lo que me había comprado él, eso no lo quería, sino el resto de mis cosas.
Además, necesitaba conseguir un teléfono nuevo. El actual me lo había regalado Hudson. No quería tener nada que ver con aquello. Ya se lo había regalado a Liesl y le había pedido que estuviera pendiente de él por mí. Si Hudson decidía no hacerme caso y me llamaba, ni siquiera me enteraría. No quería ni saberlo.
Luego estaba la posible demanda de Celia…
Me senté.
—¿Ha venido la policía a buscarme?
Hudson había prometido que él se encargaría de eso, pero ya no me fiaba de una sola palabra suya.
Liesl se sentó a los pies del futón.
—No. Ni van a venir. —A mi mirada de curiosidad, respondió—: Hudson me llamó ayer por la mañana al móvil. Quería que te contara que ha conseguido que se desestimen los cargos por agresión.
«Así que sabe dónde estoy». Claro que lo sabía. No era muy difícil averiguar adónde podía ir. Además, tenía la sensación de que Hudson no era el tipo de hombre del que puedas esconderte fácilmente.
No podía evitarlo. Tenía que saber algo más.
—¿Dijo algo más?
—Muchas cosas. Pero he decidido que no te interesaba ninguna de ellas.
—Bien pensado, no me interesaba. —Me apoyé sobre los codos—. Pero ahora sí. ¿Qué dijo?
—Que quería dejarte tu espacio, pero que, si tú quieres, él está deseando hablar contigo. Que hará lo que tú quieras con el club, aunque sea no hacer nada. Que serías bienvenida al ático, que él se está quedando en su otra casa.
—En el loft.
La oferta del ático sobraba. No deseaba en absoluto estar en ningún lugar donde hubiese estado con él. Excepto, quizá, en el club. Aún no había tomado una decisión al respecto.
—Sí, en el loft. —Bajó la mirada—. También insistió en que te dijera que te quiere.
—No quiero oírlo.
Aun sabiendo que era mentira, seguía afectándome. Sentí que el estómago se me tensaba y que los ojos se me llenaban de lágrimas. En algún estúpido y pequeño punto de mi pecho se encendió una chispa de…, no sé…, ¿esperanza quizá? Aquello me sorprendió. Me indignó. Después de todo lo que estaba pasando, ¿cómo podía seguir habiendo una parte de mí que aún quisiera que su amor fuera real?
Liesl sonrió.
—Eso es lo que le dije. —Y su boca se convirtió en una línea recta—. Contestó que eso no hacía que fuera menos cierto.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida, pero no fue la traición, sino la soledad, la causa de que las lágrimas brotaran incesantes. Mis labios ardían de deseo por la boca de Hudson, mis pechos ardían por sus caricias, todo mi cuerpo vibraba por la separación. En lugar de desear no haber conocido nunca a este hombre, no haber escuchado jamás su nombre, deseaba no haber sabido nunca la verdad. Resultaba que en la ignorancia podía hallarse la verdadera felicidad.
—Ya te dije que es una mierda —soltó Gwen cuando llamé el miércoles para decir que me encontraba enferma.
No la entendía.
—¿Qué es una mierda?
Debería haberle pedido a Liesl que volviera a llamar por mí. Eso de tener que hablar con la gente era más duro de lo que me imaginaba.
Gwen me respondió con una vocecilla cantarina:
—El amor, querida. A-M-O-R. Amor. Lo peor que existe.
Supongo que no la había engañado con mi excusa de que tenía la gripe.
—Sí. Desde luego que sí.
El jueves casi parecía que volvía a ser una persona de verdad. Una persona rota y consternada, pero eso era mejor que la masa sollozante que había sido los días anteriores. Ahora al menos podía comer e incluso conseguía beber algo que no fuera alcohol.
Liesl pensó que ya estaba preparada para dar un paso más.
—Necesitas distraerte. Darte una alegría. Algo así como mimarte el coño. Puedo dejarte mi vibrador mientras estoy en el trabajo por la noche.
—Eh… No, gracias —respondí muerta de vergüenza.
—Entonces podríamos ir a Atlantic City este fin de semana para ver el nuevo trabajo de David. Ya sabes que él te follaría hasta que reventaras si se lo pidieras.
—En primer lugar, David no se folla a nadie hasta que reviente. —Aunque nunca me había acostado con él, me había relacionado con David lo suficiente en el aspecto sexual como para saber que era un verdadero cachorrito—. Y, en segundo lugar, ni siquiera deseo volver a tener sexo con nadie.
Hudson había echado a perder mi vida sexual. Nunca encontraría a nadie mejor, nadie más servicial, exigente ni complaciente. Ese había sido el lugar donde todo había sido real para nosotros. Incluso ahora, a pesar de todas aquellas mentiras, aún lo creía. Cualquiera que intentara entrar después de él sufriría una bochornosa comparación.
Y había una tercera razón. El sábado era el día de la gran reapertura de Mira. No podía ir, claro. Era ridículo solo pensarlo. Pero iba a ser difícil explicárselo. Como ya era jueves, probablemente no debería retrasarlo más.
Respiré hondo y extendí la mano hacia Liesl.
—Hablando del fin de semana, ¿me prestas tu teléfono? Tengo que llamar a Mira.
Me pasó su móvil. Busqué el número de la boutique de Mirabelle y pulsé el botón de llamada. Aquello iba a ser una auténtica prueba de fortaleza. Mira se había mostrado tan partidaria de la pareja Alayna y Hudson que probablemente se quedaría igual de destrozada que yo. Bueno, no tanto, pero casi. Además, conociéndola, con su actitud de que «el amor lo puede todo», probablemente intentaría convencerme de que podríamos solucionar lo nuestro.
Tal vez al final no quisiera llamarla.
—Boutique de Mirabelle. Soy Mira.
Demasiado tarde para colgar.
—Hola, Mira.
—¡Laynie! —exclamó con su acostumbrado tono jovial y alegre—. Iba a llamarte. Telepatía. He arreglado tu vestido, ya está listo. ¿Te pasas a recogerlo antes o te cambias aquí el mismo sábado? También puedo enviártelo con un mensajero.
«¡Maldita sea!». Hudson no le había dado la noticia de nuestra ruptura. ¿Qué cojones estaba pensando?
Evidentemente, no quería ser yo quien se lo contara. Pero ahora tenía que hacerlo.
—Esto… Mira… —Me costaba encontrar las palabras adecuadas. Decidí empezar por otro lado—: No puedo asistir a tu evento. Lo siento. Te llamaba para avisarte. —Después tragué saliva y continué—: Hudson y yo… hemos roto.
¿Por qué me dolía tanto decirlo en voz alta? Volví a tragar saliva y me preparé para la reacción de Mira.
—Lo sé —respondió en voz baja. Inmediatamente, volvió a animarse—. Por eso le he prohibido que venga a la tienda el sábado. Me importa una mierda que esté en mi fiesta. Pero tú…, Laynie, tienes que venir. Por favor, dime que lo harás. Significaría mucho para mí.
La boca se me quedó seca. No estaba emocionalmente preparada para las sorpresas. Ni para que alguien se portara amablemente conmigo.
—No, Mira —respondí con dificultad—. Eso no está bien. No puedes apartar a tu propio hermano de un día tan especial para ti.
—Sí que puedo —insistió—. A él no le importa la moda. No le importo yo. Ni tú.
Ahí estaba la Mira que yo esperaba.
Cerré los ojos con fuerza para controlar un nuevo río de lágrimas.
—Por favor, no digas eso. No quiero saber nada de sus supuestas emociones.
—Vale, vale. Está bien. No quería entrometerme. Simplemente intentaba explicarte que él ya se había ofrecido a no venir antes de que yo se lo prohibiera. Ha dicho que quería que tú y yo estuviésemos contentas, así se ha excusado. Es verdad que preferiría que vinierais los dos a la fiesta. Por supuesto que sí. Pero si tengo que elegir entre tú y él, definitivamente te prefiero a ti. Eres una de mis modelos y, lo que es más importante, eres mi amiga. Eres como una hermana, Laynie.
Pensé en las opciones que tenía. Antes de hablar con Mira, bajo ningún concepto pensaba ir a su fiesta. No podía estar allí con él. Sería imposible actuar de modelo en esas circunstancias.
Pero después de todos los argumentos de Mira…
Nos habíamos hecho amigas y yo había deseado que algún día llegásemos a ser hermanas. Había hecho muchas cosas por mí y por Hudson, pero también era cierto que había hecho muchas cosas solo por mí. Además, hacer esto por ella quizá me ayudaría a cerrar el círculo.
—De acuerdo, iré. —«Joder, ¿de verdad acabo de decir eso?»—. Pero más te vale jurarme que él no estará allí. Y que esto no es una artimaña para juntarnos.
—Te prometo que no va a venir. Lo juro por mi bebé. —Hizo una pausa—. Aunque esa idea de una artimaña para juntaros…
—Mira…
—Es una broma. —Su sonrisa era evidente en su tono de voz—. ¡Bien! Gracias, Laynie.
—De nada. —Bueno, no tanto—. Pero no esperes que ejerza de modelo alegre.
—Puedes desempeñar la versión seria y lúgubre. No voy a ponerte ninguna objeción. —Bajó la voz—: Y que conste que no sé qué ha hecho ese cabrón para echar a perder lo vuestro, pero está peor que un despojo. Me refiero a que está absolutamente destrozado.
Durante medio segundo me sentí verdaderamente animada. ¿Era porque me alegraba de que ese gilipollas se sintiera tan desgraciado como yo o porque creía que su tristeza reflejaba lo que sentía por mí?
Me moriría si continuaba preguntándome sobre la autenticidad de sus emociones. Tenía que dejar de pensar en eso.
—Mira, si vas a seguir hablándome de él, tendré que cancelar mi asistencia.
—¡No! No hagas eso. —Me pareció que estaba a punto de entrarle un ataque de pánico—. Solo tenía que decírtelo. Ya está.
—Vale, pero no sigas. —«Por favor, no sigas». Respiré hondo otra vez—. Me cambiaré allí el mismo sábado.
Dio un grito.
—¡Estoy emocionada! Te veo el sábado.
Casi sonreí al colgar.
—Vaya, mira eso —dijo Liesl cuando le devolví el teléfono—. Tienes un poco de color en las mejillas.
—Eso no es posible.
Me froté la cara con las manos. Dios, el duelo era agotador. Aparte de tremendamente aburrido. Debía encontrar el modo de seguir adelante. La fiesta de Mira era una buena forma de empezar. Pero tenía que dar más pasos.
Como, por ejemplo, decidir qué hacer con el resto de mi vida.
Solo pensarlo ya me agobiaba. Una lágrima cayó por mi mejilla. ¿En serio? Joder, ¿no había llorado ya suficientemente?
Eso tenía que terminar. Cogí un clínex y me di toques en el ojo.
—Eh…, necesito ir a trabajar.
Liesl se aclaró la garganta.
—¿Estás segura?
Probablemente, mis lágrimas la habían convencido de lo contrario.
—No esta noche, pero mañana sí. Tengo que averiguar si soy capaz de estar allí. No creo que pueda tomar una buena decisión sobre mi futuro en el club sin haber probado a hacer un turno.
A lo largo de toda la lucha que había mantenido contra mi adicción obsesiva al amor, el Sky Launch me había dado cordura. Había sido lo único que me había hecho poner los pies en el suelo cuando estaba cayendo en picado. Ahora que volvía a caer, ¿no podía ser de nuevo lo que me salvara?
De no ser así, tenía que encontrar algo que pudiera hacerlo. Pero ya empezaba a notar esa sensación de inquietud en la boca del estómago, ese cosquilleo de nervios que me marcaba como adicta, por muy sana que estuviera. Esa era otra señal de que había llegado el momento de empezar a decidir mi futuro.
Cuando Liesl se fue a trabajar por la noche, me obligué a buscar algo que hacer que no fuera dormir y llorar. Algo que no fuera recordar. Abrí el Spotify y busqué algo para descargarme en la aplicación del Kindle, ya que Liesl no tenía ningún libro en su apartamento.
Pero no pude engancharme a la novela. Y no encontré nada más en Internet ni en la televisión que me sirviera para ocupar mi mente. No podía dejar de pensar y, mientras pasaba por mi proceso de duelo, mis pensamientos se convertían en obsesivos, como ocurría siempre que estaba dolida. La necesidad de verle, por ejemplo. No de hablar con él, sino de verle de lejos. La necesidad de olerle de nuevo. La necesidad de escuchar su voz.
Ese anhelo me estaba volviendo loca.
Y me cabreaba.
Porque yo era más fuerte que todo eso. Era más fuerte que Hudson Pierce y Celia Werner. No dejaría que me arrastraran de nuevo a ser la persona que antes fui.
¿Pensaba ella que podría destruirme?
Y una mierda. Ya había sobrevivido antes a la pena. Podía volver a conseguirlo.
La adrenalina me recorría el cuerpo y de repente me sentí invencible. O al menos capaz. Lo de invencible era ir demasiado lejos. Entonces la canción Roar de Katy Perry apareció en mi lista de reproducción y empecé a dar saltos por la habitación cantando a pleno pulmón.
Me sentó bien. Fue estimulante. Me dio energías.
A continuación, sonó So easy, de Phillip Phillips, y al instante las fuerzas me abandonaron. «Haces que sea tan fácil…», cantaba. Lo único que yo podía escuchar era a Hudson diciéndomelo a mí.
Y todo había sido mentira.
Me convertí en un amasijo de mocos y oscuras lágrimas. En fin, otra noche de llanto no era lo peor del mundo. Siempre habría un mañana para ser fuerte.