Hudson y yo nos besamos y abrazamos justo hasta el momento en que se suponía que tenía que marcharse. Ninguno de los dos quería poner fin a nuestro abrazo. De la mano, salimos del edificio. Me invitó a ir con él en la limusina hasta el aeropuerto. Yo me lo pensé, pero Norma le acompañaba y por la mirada de Hudson supe que haría conmigo lo que quisiera sin importarle quién estuviera delante.
Sí que tuvimos oportunidad de darnos un beso de despedida.
—Te voy a echar de menos —murmuró en mis labios.
Si no lo decía él, lo haría yo.
—Podrías pedirme que fuera a Los Ángeles.
—No dejo de pensar que hay una persona que tiene que dirigir un club. —Me pasó una mano por el brazo desnudo, haciendo que sintiera un escalofrío en la espalda—. Y yo voy a estar desbordado de trabajo. Aunque me gustaría tenerte allí, no podría hacerte caso.
Por un momento me pregunté si habría alguna otra razón para que no quisiera que fuera con él, pero deseché esa idea. Tenía razón. Yo tenía obligaciones en casa. Que él lo dijera había sido un gran paso por su parte.
Pero, aun así, hice un mohín.
Hudson me besó en la frente.
—No hagas pucheros. Quédate aquí, ve a la fiesta de despedida de David el domingo. Estaré de vuelta el lunes.
—¿Volverás al ático?
Quería su confirmación de nuevo. Podría soportar unos cuantos días más si regresaba a casa para siempre.
—Volveré a casa, sí.
Me besó de nuevo en los labios y a continuación entró en la limusina y se marchó.
Aunque Hudson y yo seguíamos separados en el sentido literal de la palabra, el hecho de que volviéramos a ser una pareja hacía que la distancia tuviera un significado distinto. Por fin éramos felices y estábamos enamorados. Felices y enamorados como nunca lo habíamos estado antes. Revoloteé durante todo mi turno de trabajo como si llevara alas. Gwen se me presentó asegurando que no nos conocíamos. En cambio, David pasó la noche taciturno. Le echó la culpa a su inminente marcha, pero yo sabía que era por mí. Había pensado que Hudson y yo acabaríamos rompiendo. Por suerte, no era así.
Incluso a kilómetros de distancia, Hudson me demostró que todo había cambiado. Me mandó flores al trabajo, un ramo de flores silvestres exactamente iguales que las que habíamos visto en los Poconos. También me enviaba mensajes, algo que rara vez era iniciativa suya. Recibí varios seguidos antes de tener oportunidad de mirar el teléfono.
«Acabo de aterrizar en Los Ángeles».
«¿Has recibido mis flores?».
«He ordenado que también envíen algunas a mi habitación para poder pensar en ti».
«¿Ahora eres tú la que me evitas?».
Me reí cuando vi que repetía lo que yo le había dicho cuando no respondía a mis mensajes. Entonces le contesté: «No t evito. Trabajando. Gracias x las flores. Sigue enviando mens. Los leeré todos».
Su siguiente mensaje llegó al instante, como si estuviese sentado con el teléfono en la mano esperando a que sonara. «Si es un desafío, lo acepto».
Siguió enviándome mensajes a lo largo de la noche. Yo respondía cuando podía, en mitad del ajetreo de un viernes en el club. Nuestros mensajes fluctuaban entre lo romántico, lo sexual y lo divertido. Actuábamos como una pareja que se encuentra en esa fase despreocupada en plan «no me canso de ti» tan típica al principio de las relaciones. Debido a que nuestro comienzo había sido tan poco convencional, nunca lo habíamos experimentado. En aquel entonces había demasiados muros que nos separaban. Pero ahora todos se habían derrumbado… o casi todos.
El sábado llegaron más flores a casa. Esa misma tarde hizo algo más que enviarme mensajes. Me llamó.
Yo respondí cuando el teléfono sonó por segunda vez.
—No me puedo creer que me estés llamando.
Hudson llamaba con la misma poca frecuencia con la que enviaba mensajes. Era un hombre de pocas palabras. Para Hudson Pierce, el parloteo era una pérdida de tiempo.
Sin embargo, ahora actuaba como si yo fuese cualquier cosa menos una pérdida de tiempo.
—Quería oír tu voz. Las letras del móvil ya no me sirven.
Yo sí que deseaba oír su voz. Su tono grave hizo que sintiera mariposas en el estómago.
—A mí también me encanta oír tu voz. —Me tumbé en el suelo del dormitorio, levantando las piernas para apoyarlas en la cama—. ¿Dormiste bien anoche?
—No. He dormido fatal todas las noches que no me he quedado dormido dentro de ti.
No pude evitar que se me notara al hablar que estaba sonriendo:
—Así que estás cachondo.
—No, Alayna. Si estuviera simplemente cachondo, yo mismo me ocuparía de ello.
«Eso es algo que no me importaría ver».
—No tiene nada que ver con el sexo. —Hizo una pausa—. Bueno, solo en parte tiene que ver con el sexo. Lo que echo de menos es estar conectado contigo.
Joder, ahora era yo la que estaba caliente.
—Lo entiendo. Yo siento lo mismo. Cuando vuelvas estaremos conectados durante varias horas seguidas, ¿qué te parece?
Conociendo a Hudson, literalmente serían varias horas. Teníamos que hacer muchas reconexiones.
—Me parece maravilloso, preciosa. —Su tono de voz se volvió más serio—: Pero, aun así, tendremos que hablar.
—Hablaremos. Primero podemos conectarnos y después hablar. Luego, conectarnos un poco más.
Negué con la cabeza mientras me escuchaba a mí misma. Normalmente era Hudson el que hablaba de sexo.
—Eres insaciable. —No parecía que le importara—. Te olvidas de que quizá no quieras esa conexión después de que hablemos.
Moví las cejas, aunque él no podía verme.
—Otra razón para que lo hagamos antes. Pero eso no me preocupa. Solo con que estés dispuesto a hablar es suficiente. —Eso no era verdad del todo—. Bueno, no es precisamente suficiente, pero me gusta. Mucho.
Aunque sabía que lo que tenía que decirme probablemente me trastornaría, estaba segura de que lo superaríamos.
Hudson seguía sin acabar de creérselo.
—Ajá —dijo, y supe que dudaba de la fortaleza de mi amor.
Una parte de mí deseaba que simplemente contara sus secretos en ese momento, por teléfono. Estaba ansiosa por oírlos, pero deseaba aún más tranquilizarle, demostrarle que seguiría a su lado.
Sin embargo debía prepararme pronto para ir a trabajar. No me quedaba tiempo. Y tenía la sensación de que nos haría falta «conectar» después de su revelación, del modo que fuese necesario.
Nos quedamos en silencio durante varios segundos y me preocupó que estuviera inquieto.
—¿En qué piensas, H?
—En ti inclinada sobre el sofá de mi despacho.
Me reí.
—No es verdad.
—Lo cierto es que sí. Los sonidos que emitías, el modo en que me mirabas…, tus ojos cuando hice que te corrieras… Dios, Alayna, ¿tienes idea de lo hermosa y lo sensual que eres?
Sentí que la cara se me acaloraba y que los dedos de los pies se me enroscaban sobre el edredón. ¿Cómo podía conseguir por teléfono que me sonrojara?
—Si lo sé es porque me haces sentirme así.
—Eso es mentira. No quiero oírte decir otra vez que yo soy el responsable de tu belleza. No puedo atribuirme el mérito ni de una pizca de tu perfección.
—Pero sí puedes atribuirte el mérito de mi felicidad y eso es mucho más importante para mí que la belleza.
Volvió a quedarse en silencio y temí haberle asustado.
—¿Qué pasa, Hudson?
—Solo me preguntaba qué he hecho para merecer ser el causante de tu felicidad. Espero que pueda estar a la altura de ese honor.
Quizá era un comentario inoportuno, porque recientemente me había hecho muy infeliz. Pero esa era la cuestión, Hudson tenía el poder de elevarme a una dimensión que nunca me había imaginado y eso implicaba que también tenía la capacidad de aniquilarme.
Quizá fuese mucha presión, pero formaba parte de todo el paquete de las relaciones amorosas.
—Te mereces ese honor solo por quererme —afirmé en voz baja.
—Y te quiero. De verdad. —Casi no dejó pasar ni un segundo antes de cambiar de tono—: ¿Qué llevas puesto?
—Unas bragas de encaje negro y una camiseta de tirantes. —Me aparté el teléfono de la cara para mirar la hora. «Mierda». Tenía que prepararlo todo rápidamente—. Estaba a punto de meterme en la ducha cuando has llamado.
Me giré sobre las rodillas y me levanté.
Las siguientes palabras de Hudson fueron una orden enérgica:
—Quítate las bragas.
—Dios mío, Hudson, no tengo tiempo para eso.
Aunque ya me estaba desnudando. Para ducharme, no para él.
—Vas a tener que desnudarte de todos modos.
«Un hombre muy sensato».
—Solo por ese motivo ya me las he quitado. Y ahora voy a colgar el teléfono. Me estás entreteniendo demasiado en este momento —dije andando hacia el baño.
—De acuerdo. —Añadió con voz tierna—: Te echo de menos.
—Te echo de menos. Te quiero.
—Yo te quiero desde antes.
Me agarré al mango de la ducha y cerré los ojos para deleitarme con sus palabras.
—Yo lo he dicho antes —bromeé.
—Pero yo lo sentí antes —dijo con voz rotunda—. Entra en la ducha. No te toques a menos que pienses en mí.
—¿En quién más voy a pensar, tonto? —Los pezones ya se me habían puesto de punta y, aunque estaba desnuda, no era por tener frío—. Te advierto que pienso pasarme toda la noche enviándote mensajes. Con cosas malvadas y sucias. Vas a querer desesperadamente estar conmigo cuando vuelvas.
—Ya lo quiero —contestó con un gruñido—. Vete antes de que te haga tocarte hablándote por teléfono.
Con un suspiro reticente, me despedí y colgué mirándome al espejo mientras lo hacía. La mujer que estaba viendo era muy distinta a la que había estado allí tan solo un día antes. Y aún debía pasar un día más, quizá dos, antes de que Hudson estuviera en casa. Yo deseaba ver a la mujer que aparecería en ese momento en el espejo.
A última hora de la tarde del domingo, yo ya estaba ansiosa. Los minutos avanzaban a paso de tortuga. Cada vez que miraba el reloj parecía que la hora no había cambiado nada. Normalmente, en este tipo de situaciones solía distraerme con una película o un libro. Pero estaba demasiado inquieta, preparada para que Hudson llegara a casa. Sus mensajes y llamadas habían ocupado los días anteriores, pero mientras yo dormía me había enviado un mensaje para avisarme de que no le podría localizar en todo el día porque iba a estar reunido.
Yo ya había estado corriendo en la cinta y, aunque había pensado ir a ver escaparates, Reynold estaba de servicio y no era mi acompañante preferido. A las cinco estaba completamente lista para la fiesta de despedida de David —con dos horas de antelación—y no se me ocurría ni una sola cosa que pudiera sacarme de mi aburrimiento.
Decidí que me daba igual.
Cogí el bolso del ordenador, conecté la alarma y bajé al vestíbulo. Sabía que mis guardaespaldas recibían un mensaje cuando ponía la alarma en modo «casa», pero no sabía si pasaba lo mismo cuando me iba. Estuve varios minutos en la puerta de The Bowery esperando a ver si aparecía Reynold o me enviaba un mensaje. No lo hizo. Miré alrededor. Como no vi a ninguna rubia molesta merodeando por allí, me dirigí a la panadería francesa de la esquina.
Saliendo sola me sentía de lo más guay. No es que me importara que Jordan o Reynold me siguieran. Simplemente, era un poco molesto tener que planificar las salidas y la espontaneidad había perdido su lugar entre mis costumbres. Al fin y al cabo, la necesidad de estar protegida había sido idea de Hudson. Celia no me asustaba.
Vale, sí que me asustaba, pero no había motivos para pensar que sí. ¿Qué demonios iba a hacerme?
Había muy pocos clientes en la panadería cuando llegué. Aunque me habría gustado sentarme en una de las mesas de la calle, cogí mi té helado y mi panini con pesto y me acomodé en una silla junto a la puerta. Si no iba a tener a mi guardaespaldas, al menos debía tomar alguna precaución adicional. Sentarme dentro era mi versión de ser precavida.
Cuando terminé de comer, encendí el ordenador y abrí el correo. Había unos cuantos mensajes relativos al club, algún saludo de mi hermano y un mensaje sin leer que me enviaba Stacy. Ignoré todo lo demás, abrí el correo de Stacy y lo leí.
«Aún no estoy segura de quién envió los correos electrónicos. Quizá si ves alguno podrías ayudarme. Aquí tienes uno de los más largos».
Bajo esta breve nota, me reenviaba un mensaje de H. Pierce, la dirección de la que ya me había hablado. Otras mujeres quizá habrían decidido que no era necesario leer aquel mensaje, porque Hudson había prometido contármelo todo.
Yo no he sido nunca como las demás mujeres. Lo leí ansiosa.
Antes de terminar el primer párrafo, estaba convencida de que aquel mensaje no era de Hudson. Era demasiado poético, demasiado barroco. Hudson evitaba las analogías y el lenguaje figurativo. Incluso cuando se ponía romántico, algo que él juraba que no era, su estilo era directo y claro.
Aquella carta contenía todo lo que Hudson no era. Había referencias a la naturaleza, a la música popular y temas así. El autor hablaba de la madre de Hudson como «el pilar de la familia» y de su padre como «un patriarca compasivo». Definitivamente, no se parecían a los Pierce que yo conocía.
Fue a mitad de la carta cuando confirmé sin lugar a dudas que aquel correo no lo había escrito Hudson. El párrafo decía lo siguiente:
He estudiado y he conocido el mundo a través de libros y paquetes turísticos organizados por ricos insatisfechos para otros iguales a ellos, pero preferiría algún día dejar atrás mi vida y mis obligaciones para recorrer el mundo a mi libre albedrío. Ahora mismo puedo asegurar que me encantan París y Viena, pero ¿qué conozco realmente de estas ciudades si no he vivido en ellas ni he participado de su cultura? Las palabras sin experiencia carecen de sentido.
Leí otra vez la última frase: «Las palabras sin experiencia carecen de sentido». Era una cita de Lolita. Había otras frases que me resultaban conocidas, claramente más citas de otros clásicos literarios. Hudson Pierce no leía a los clásicos. Su biblioteca carecía de libros cuando me mudé a su casa. Por otra parte, Celia…
El destello de un movimiento en el exterior del local atrajo mi atención. Miré y vi que una pareja sentada al otro lado del cristal se estaba marchando. La que atrajo mi atención fue la mujer que estaba en la mesa detrás de ellos.
«Maldita sea, hablando de brujas…».
Cuando mis ojos se fijaron en ella, Celia sonrió. La misma sonrisa maliciosa que siempre me dedicaba.
Me mordí el labio mientras decidía qué hacer. Podía continuar sentada allí y enviarle un mensaje a Reynold para que me recogiera. O podía marcharme y ver si me seguía.
O podía hablar con ella.
No había nada que yo deseara decirle a aquella mujer. Sabía que, si le pedía que me dejara en paz, solo obtendría como resultado un acoso mayor. Y preguntarle los motivos de sus actos no me llevaría a ningún sitio. No podría fiarme de nada de lo que me dijera, así que no tenía sentido hablar con ella.
La cuestión era que sentía curiosidad. Curiosidad por averiguar de qué me quería convencer, qué quería expresar con su lenguaje corporal.
Antes de que me diera tiempo a razonar que no era una buena idea, me colgué el bolso en el hombro, cogí el ordenador y salí a la terraza.
En su favor, debo decir que Celia ni pestañeó cuando me senté frente a ella.
—Por supuesto, Laynie, siéntate —dijo con tono agradable y condescendiente, y un poco impaciente, como si estuviese deseando mantener esa conversación. Probablemente así era.
Sin más preámbulo, giré el ordenador hacia ella y le señalé el correo electrónico que estaba en la pantalla.
—Has sido tú, ¿verdad?
Leyó unas cuantas líneas y sus ojos brillaron al reconocerlo.
—Por más que lo intento, no consigo saber de qué me hablas, Laynie.
Le gustaba mucho pronunciar mi nombre. Era un truco que yo había aprendido en el colegio. Dicho con el tono adecuado, hacía que esa persona pensase que se la trataba con condescendencia. No había duda de que conocía las herramientas básicas de la manipulación.
Pero yo también.
—De este correo, Celia. Fuiste tú quien se lo envió a Stacy. Reconozco tu mano en la elección de las citas literarias.
—Eso es una locura. —La inflexión de su voz era exagerada—. Aquí dice que lo envió Hudson. ¿Has pirateado su correo? Tengo entendido que es típico en mujeres con tu enfermedad. De hecho, Laynie, ¿de verdad deberías estar sentada conmigo? Podría pedir esa orden de alejamiento.
Incliné la cabeza y me quedé mirándola. Quería que la amenazara con ser yo quien solicitara una orden de alejamiento.
Pero estábamos teniendo aquella conversación a mi modo.
—Lo que no comprendo es cómo conseguiste que Hudson te siguiera la corriente.
—¿Que me siguiera la corriente con qué? —preguntó pestañeando con expresión inocente.
—Con el beso. —Volví a dar la vuelta a la pantalla hacia mí y cargué el vídeo. Pulsé el play y lo giré hacia ella—. Este.
Lo vio en silencio, sin delatar nada. Cuando terminó, levantó los ojos para mirarme y su expresión de pronto era seria.
—Así que has descubierto nuestro secreto.
Quería que yo pensara que el beso era real. No creía que lo fuera.
—¿Que estabais fingiendo los dos? Sí.
Se rio.
—¿Es eso lo que te ha dicho él? Supongo que no querrá que sepas lo que de verdad significábamos el uno para el otro.
—¡Ja! No me lo creo.
—¿No crees que yo era la amante de Hudson? Tú misma. —Apretó los labios—. Duró más tiempo que ese día, ¿sabes? ¿Por qué crees que yo tenía la llave de su casa? Y cuando le recogí en los Hamptons no había ningún viaje de negocios.
«Mentiras, mentiras, mentiras».
No me cabía ninguna duda de que quería provocarme con cada una de sus palabras.
—Me has mentido demasiadas veces como para creerme nada que salga de tu boca.
Cerré el ordenador y me dispuse a guardarlo en el bolso. Al fin y al cabo, no iba a decirme nada nuevo.
Celia se encogió de hombros.
—Podría darte pruebas si quisiera. Conozco su forma de actuar en la cama. ¿Te domina por completo? ¿Tiene un apelativo cariñoso para ti? ¿«Preciosa», quizá?
Inconscientemente, levanté la mirada al oír el nombre con el que me llamaba Hudson. ¿Cómo demonios lo conocía ella? Hudson me había prometido que era algo privado.
Ella se dio cuenta de mi reacción.
—Sí, ¿verdad? ¿Sabes que llama «preciosa» a todas sus amantes? ¿Creías que solo era a ti? A mí también me llamaba así cuando me la metía una y otra vez sobre la mesa de su despacho. «Mi preciosa, mi preciosa», decía. Estoy segura de que ahora simplemente lo dice por costumbre.
No me importaba si decía la verdad o si mentía. Fuera lo que fuera, había mancillado algo que era sagrado. Algo que significaba muchísimo para mí. Aquello, junto a todo lo demás que había hecho.
—Quizá eso no fuera solo para mí —espeté—, pero esto sí que es solo para ti.
Cerré el puño y golpeé su cara antes de que ella pudiera verlo venir. Por el fuerte sonido que acompañó a mi puñetazo, supuse que le había roto la nariz.
—¡Zorra! —exclamó sujetándose la nariz con las manos.
—Estaba pensando lo mismo de ti. Aunque la palabra que yo habría elegido sería «puta».
La sangre asomó entre las manos de Celia.
—¿Quieres otro nombre? ¿Qué te parece «demanda judicial»?
Aquello fue lo último que oí antes de salir a toda velocidad de la terraza. Temiendo que Celia encontrara a alguien que saliera en mi busca, me dirigí directamente al metro.
Una demanda judicial, ¿eh? Bueno, había merecido la pena.