7

PENETRARON en la oscuridad del bosque, siguiendo los pasos de Kartan. A su alrededor solo se oía el crujido de las hojas y el chasquido de las ramas al quebrarse, pero era imposible saber si los ruidos eran producidos por sus propias pisadas o por las de los bárbaros. Después de un rato se detuvieron. En medio de la calma, solo se oían los latidos de sus corazones y sus respiraciones jadeantes.

—Deberíamos salir de aquí ahora que podemos hacerlo —le dijo Jennifer a Robert.

—¡Silencio! —advirtió Kartan—. El aire de la noche se lleva las voces y nos pueden oír.

Continuaron avanzando en silencio, pero ya con menos apremio. El bosque era cada vez más frondoso y la maleza más espesa y enmarañada, por lo que Robert se preguntó cómo podían hablar de la ruta norte, cuando ni siquiera había un sendero que seguir.

—Descansaremos aquí —dijo Kartan deteniéndose inesperadamente en un pequeño claro. Robert y Jennifer estaban tan exhaustos, que se sentaron en el mullido suelo y casi inmediatamente se quedaron dormidos, sin necesidad de mantas ni almohadas.

Los despertó un fuerte aguacero, pero luego volvió a salir el sol, y todo el bosque se llenó de un vapor húmedo y pegajoso.

Mirando la posición del sol, Kartan dijo con ansiedad:

—Hemos dormido demasiado. Tenemos que darnos prisa.

Poco después llegaron a un pequeño arroyo. Kartan siguió su curso, metiéndose en el agua clara sin molestarse en quitarse las sandalias de cuero que llevaba puestas. Jennifer y Robert se metieron también en el agua sin quitarse los zapatos. Ambos llevaban calcetines y playeras que chapoteaban al andar, pero era un consuelo no tener que pelearse con árboles ni matorrales. Un poco más allá, el arroyo desembocó en un río.

—Vamos a pararnos aquí a comer —dijo Kartan, y sacó del bolsillo de su capa un paquete de pan de miel, envuelto en hojas—. Podemos beber agua del arroyo.

Se sentaron con alivio en la hierba mullida, y Robert, intentando no parecer demasiado ansioso, preguntó:

—¿Nos falta mucho?

—Todavía nos queda un buen trecho —contestó Kartan—. Pero a partir de aquí es más fácil. Solo tenemos que seguir el curso del río. Mi pueblo utiliza los ríos para viajar por el bosque, unas veces a pie y otras en balsa.

El río era ancho y fluía con rapidez, y su superficie se quebraba en mil espejos brillantes al saltar sobre las piedras. La comida y el hecho de liberarse de la oscuridad del bosque hicieron renacer el optimismo en los tres amigos.

—¿Hay animales salvajes en el bosque? —preguntó Jennifer mirando hacia atrás con recelo.

—No, no tengas miedo —contestó Kartan—. ¿Estás pensando en los tigres, elefantes y dinosaurios de antes? Aquí no hay. Solo tenemos conejos, ardillas, zorros y unos cuantos perros salvajes. Pero en los libros he visto dibujos de aquellos animales de vuestra época y me gustaría mucho poder ver alguno vivo.

—¿Quieres decir que ya no quedan en el mundo tigres ni elefantes?

—Murieron en los años de hambre e inundaciones. El clima cambió tan deprisa que no pudieron adaptarse.

—No puedes estar seguro de que se murieran todos —dijo Robert—. Quizá hayan sobrevivido algunos en otros lugares. Además, sería muy difícil que encontráramos alguno aquí, porque en Escocia nunca los ha habido.

—Puede que sea verdad lo que dices —dijo Kartan—. Algún día viajaré a otras tierras y veré elefantes y dinosaurios.

—¡Dinosaurios no! —dijo Jennifer—. Se han extinguido. Pero espero que encuentres elefantes.

—No sé cómo puedes saber tanto de nuestra época, si quedan tan pocos restos —comentó Robert.

—Mañana podré decírtelo —dijo Kartan.

Siguieron bajando por el río varios kilómetros más. Tanto Jennifer como Robert se sintieron enormemente aliviados cuando, por fin, Kartan dijo que había llegado la hora de detenerse para dormir. Encontraron una pequeña cueva junto al río, formada por las raíces de un árbol enorme, en la que, a pesar de la lluvia que volvía a caer, pudieron estar a resguardo.

—Esta es nuestra segunda noche lejos de casa —dijo Jennifer—. ¿Crees que nos estarán buscando?

—Yo también lo he pensado —dijo Robert—. Mi madre lo estará pasando muy mal. Pensará que me he escapado, como Duncan, porque no quiero cuidar las ovejas.

—Echas de menos a tu hermano, ¿verdad? —preguntó Jennifer con suavidad.

—Las cosas iban mejor antes de que se marchara —contestó Robert—. Mi padre no puede hacer solo el trabajo de la granja. Siempre está detrás de mí para que le ayude, pero yo no lo sé hacer tan bien como Duncan. Cuando se rompió el tractor, lo arregló él mismo. Sabía hacer de todo. Lo único que yo sé hacer bien es dibujar, y eso no es demasiado útil para un granjero.

Los dos se sentían reconfortados al hablar de sus casas, porque fortalecía la sensación de que su propio mundo permanecía todavía en su sitio, esperando su vuelta; de que sus padres y amigos eran reales, aunque estuvieran lejos. Era ese mundo nuevo el que no era real.

La fatiga de sus cuerpos los venció poco después, y cayeron en un profundo sueño.

Todavía estaba oscuro cuando Kartan los despertó la mañana siguiente y les dijo que tenían que continuar el viaje. Luego les dio a cada uno un trozo de pan de miel, que masticaron silenciosamente, acurrucados al abrigo de las raíces del árbol.

Parecía que, mientras más tiempo pasaba, más real les empezaba a parecer aquel mundo y más irreal su propia vida y su época. Incluso Jennifer sentía aquella mañana menos prisa por volver a casa y manifestaba un mayor interés y entusiasmo por todo lo que prometía el nuevo día.

—¿Tenemos que marcharnos ahora que todavía es de noche? —preguntó Robert—. Sería mejor que esperáramos a que amaneciera.

—Tenéis que veniros ahora conmigo —insistió Kartan—. Quiero que veáis algo.

Robert y Jennifer salieron a gatas de entre las raíces del árbol. Robert, que llevaba un abrigo marrón viejo y gastado, tenía un aspecto menos desaliñado que Jennifer, que se esforzaba por quitar una mancha de barro que tenía en la chaqueta e intentaba, sin demasiado éxito, alisarse con los dedos el enmarañado cabello rojizo. Kartan era el menos desaseado de los tres. Envuelto en su capa gris, los condujo en silencio hasta el río.

El agua estaba fría; pero, una vez que se sacudieron la modorra, se alegraron de haber salido tan temprano. De vez en cuando el canto de los pájaros rompía el silencio, y, poco a poco, Robert y Jennifer se iban contagiando del entusiasmo de Kartan.

El río era ahora mucho más rápido, casi un torrente, y los arrastraba con fuerza. Casi no podían mantener el equilibrio. Delante de ellos se oía el fragor de una cascada.

—Tenemos que volver al bosque —dijo Kartan—. No os separéis de mí.

—¿No podemos esperar hasta que haya luz? —preguntó Jennifer reviviendo los temores sentidos en el bosque.

—Es solo un pequeño tramo —dijo Kartan—. Tenemos que ir deprisa. No hay nada que retrase la salida del sol.

De pronto se acabaron los árboles y se encontraron al borde de una elevada plataforma. Desalentados, miraron el panorama que tenían delante. A su derecha, el río se precipitaba desde el acantilado formando una inmensa cascada, que se remansaba a sus pies para después arrastrarse serpenteando hasta reunirse con el mar. Al principio todo estaba oscuro, pero luego, súbitamente, se iluminó con la luz rojiza del amanecer.

Sin embargo, no fue la sorprendente visión de la cascada, ni el mar, lo que atrajo su atención dejándolos sin aliento, sino el esplendor de las obras del hombre. A sus pies, en un banco de arena que lindaba por un lado con la curva del río y por el otro con el mar, se levantaban las ruinas de una enorme ciudad. Los altos edificios permanecían intactos, aunque la maleza y la arena se habían adueñado de algunas partes. Aquí y allá se veían ventanas, todavía con cristales, que reflejaban el brillo del sol, haciendo que los edificios parecieran iluminados por dentro y dando impresión de vida. La luz del amanecer favorecía a la ciudad. Así debía de haber sido cuando, hacía mucho tiempo, la gente vivía allí. Pero, más tarde, el sol del mediodía reveló que no era más que una concha vacía. Solo restos agrietados y ruinas desmoronadas.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Jennifer—. No sabía que hubiera una ciudad así en Escocia.

—Nunca he estado en un lugar así. Ni siquiera he oído hablar de él —dijo Robert moviendo la cabeza.

—Es la ciudad de Norsea —les dijo Kartan—. Quizá la construyeron después de vuestros días. Creo que fue edificada en el siglo veintiuno, muy poco antes de los años de hambre e inundaciones.

Imagen 04

—¿Antes no había aquí ninguna ciudad? ¿No había nada en nuestra época? —preguntó Robert.

—Creo que no —contestó Kartan—. Cuando se descubrió petróleo en el Mar del Norte, muchas personas se enriquecieron y quisieron construir una ciudad capaz de resistir todas las guerras y desastres. Alardeaban de haber construido una ciudad eterna. Y ha durado más que otras. Pero también más que la gente.

—¿Ahora no vive nadie aquí? —preguntó Jennifer.

—Nadie —contestó Kartan—. Cuando la descubrimos, hace muchos años, algunos de los nuestros pensaron quedarse a vivir aquí, pero somos más felices en una ciudad edificada por nosotros mismos. A pesar de todo, hemos aprendido mucho de este lugar. Hay una biblioteca llena de libros, más de los que podríamos leer en toda nuestra vida, y otros edificios, como un hospital y un centro de computadoras, cuya finalidad no acabamos de entender.

—Imagínate, encontrar un lugar así en Escocia —dijo Jennifer, maravillada, mirando los altos y uniformes edificios—. En América, bueno. ¡Pero una ciudad así en Escocia!

—No veo por qué no en Escocia —dijo Robert, aunque sabía muy bien lo que Jennifer quería decir. Estaba construida toda de una vez. Las ciudades que él conocía habían crecido con el paso de los siglos y las calles principales no eran suficientemente amplias como para que los coches circularan por ellas.

—Es un alivio encontrar algo aquí que no sea ese interminable bosque —dijo Jennifer—. ¿Podemos bajar a verla?

—Sí —contestó Kartan—. Así podré explicaros muchas cosas.

En el acantilado había excavados unos escalones desiguales, por los que bajaron fácilmente hasta la ciudad. Mientras pasaban junto a los altos edificios, Robert y Jennifer no podían dejar de sentirse invasores y solo se atrevían a hablar en voz baja.

—Podemos entrar —dijo Kartan, conduciéndolos a través de un arco alto y abovedado a un edificio con aspecto de oficina. Robert y Jennifer se sintieron un poco desilusionados. Las alfombras y el mobiliario estaban cubiertos de moho y medio podridos, y los insectos de aquel clima cálido y húmedo se habían encargado de devorarlos.

Sin embargo, las cabinas metálicas y las máquinas se conservaban intactas. El edificio habría sido mucho más interesante si hubieran funcionado las escaleras mecánicas y el sistema de computadoras; pero cuando dejó de funcionar el último generador, murió todo el edificio, todos sus secretos, tras aquellos grandes paneles de metal, llenos de botones e interruptores. Como un símbolo, un robot, tan exánime como el edificio, hacía guardia junto a la puerta de entrada.

—Me apuesto algo a que, cuando esto funcionaba, le hacían preguntas y él las contestaba —dijo Jennifer fascinada ante la idea—. Debía de ser una especie de portero mecánico.

Por primera vez desde que empezó la aventura, había dejado de preocuparse por dónde estaba o por cómo iba a volver a casa. En aquel momento todo lo que veía le interesaba enormemente.

—¿Puede indicarme dónde está la oficina de la señora Smith? —le preguntó al robot mientras hacía una burlona reverencia.

—La primera puerta a la izquierda —contestó una voz lúgubre.

Jennifer abrió la boca sorprendida, y fue entonces cuando Robert, riéndose, salió de detrás del robot.

—¡Qué gracioso! —dijo Jennifer, rompiendo a reír a su vez.

Después, Kartan los llevó a la biblioteca. Allí les dijo que aquella era la parte de la población que los suyos preferían, y que se habían llevado muchos libros a Kelso, su ciudad, para estudiarlos detenidamente.

En Locharden no había biblioteca, pero Robert había visto una en Baldry y se había quedado impresionado ante la visión de tantos libros; incluso la habitación olía a ellos. Pero, a pesar de todo, no podía ni compararse con el elevado número de volúmenes que había allí. El edificio era alto y estrecho, y Robert se sintió como si estuviera encerrado en una torre cuyas paredes estuvieran hechas de libros. Por encima de su cabeza todo eran estanterías metálicas, y los pasillos y galerías, situados a distintos niveles, estaban unidos por escaleras también metálicas.

Jennifer, quizá porque ya conocía otras bibliotecas, estaba menos impresionada que Robert y deambulaba de un lado para otro sacando libros y volviéndolos a colocar en su sitio. Luego abrió el enorme cajón de una cabina metálica situada en el centro de la habitación.

—¡Eh! ¡Mirad esto! He encontrado varios periódicos, y todas las noticias que traen son cotilleos del futuro.

—¿Cuentan lo que le sucederá a cada uno? —preguntó Robert con voz tímida.

—No son noticias de ese tipo —respondió alegremente Jennifer—. ¡Escuchad esto! Billy Johnson, de dieciocho meses, ganó la medalla de oro en el campeonato de natación infantil de Norsea. Luego se la tragó y tuvo que ser ingresado en el hospital. ¡Tanto la medalla como el niño lograron sobrevivir a la penosa experiencia!

—Tiene que haber algo más importante que eso —dijo Robert disgustado.

—¿Los resultados de fútbol, por ejemplo? Los Rangers ganaron a los Celtics el sábado —dijo Jennifer con ingenio.

Los Rangers y los Celtics formaban parte de la vida de Robert, que se interesó inmediatamente por la noticia.

—¿De qué fecha es el periódico? —preguntó excitado—. ¡Podemos averiguar los resultados de fútbol de todas las jornadas del próximo invierno y ganar una fortuna con las quinielas!

—¡Es del quince de marzo del dos mil diez! ¿Quieres esperar a los cuarenta años para ganar una fortuna?

—No puedo esperar tanto tiempo —dijo Robert—. A ver si encuentras algo más cercano a nuestra época.

—Aquí no encuentro nada —dijo Jennifer rebuscando entre el montón de periódicos.

—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó Kartan, que había estado escuchando toda la conversación con expresión perpleja—. Hay muchas cosas en estos libros y periódicos que no podemos comprender.

—Queremos periódicos más antiguos —dijo Jennifer sacando otro cajón.

Contenía mapas y atlas, pero Kartan dijo que ya no servían porque representaban la Tierra tal y como era antes de las inundaciones.

—Pero podéis enseñarme dónde vivís vosotros —dijo, sacando un atlas del cajón.

Se arremolinaron a su alrededor, pasando las hojas rápidamente, hasta que encontraron un mapa de Escocia. Pero Locharden era demasiado pequeño y no venía señalado en él.

—Os enseñaré el sitio de donde Savotar cree que procedemos —dijo Kartan examinando un mapa de la India—. No estamos completamente seguros, porque parte de nuestra historia se perdió en la época de las inundaciones, pero creemos que nuestro pueblo viene de un valle que hay entre estas montañas, en el norte de la India.

—¿Por qué hablas inglés y no indostaní o cualquier otra lengua? —preguntó Jennifer.

—Me parece que mi pueblo hablaba inglés incluso en nuestro país natal —dijo Kartan con lentitud—. Después, cuando llegamos a las tierras del norte, encontramos a algunos de los nuestros que, también lo hablaban. Pero pregúntaselo a Savotar. Él conoce mejor que yo nuestra historia.

—¿Qué sucedió con la gente que ya estaba aquí? —preguntó Robert.

—Se unieron a nosotros. Siempre estamos dispuestos a que la gente se nos una. Necesitamos mucha gente para que nuestra sociedad sea posible.

—En nuestros días tenemos el problema contrario —dijo Robert—. Hay demasiada gente, especialmente en lugares como la India.

Jennifer reanudó la búsqueda entre los periódicos, pero Robert quería ir a ver otro edificio. Tenía la incómoda sensación de que estaba desaprovechando la oportunidad de conocer el futuro, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que el saber demasiado podría llegar a ser una carga.

Kartan quería que vieran el hospital. El tamaño y la complejidad del lugar habían impresionado enormemente a los suyos.

—Había muchas enfermedades y epidemias —dijo Kartan moviendo la cabeza, mientras echaba un vistazo a la amplia sala llena de camas oxidadas—. Dicen que aquí recluían a los que caían enfermos, lejos de los demás.

—Te equivocas en lo de las epidemias —dijo Jennifer—. Eso fue antes de nuestra época.

—¿Qué hacéis cuando os ponéis enfermos? —preguntó Robert.

—Nosotros no nos ponemos enfermos —contestó Kartan—. Savotar dice que había más tensión en vuestros días y que la gente no estaba demasiado bien alimentada.

—Te refieres al hambre y las inundaciones que vinieron después.

—Savotar dice que, después de las inundaciones, hubo bastantes enfermedades durante mucho tiempo, causadas por la deficiente alimentación y las preocupaciones. Él habla de cáncer, enfermedades del corazón sarampión.

—Yo he tenido el sarampión —dijo Jennifer—. No es tan grave, aunque yo lo pasé el día de mi cumpleaños y no pude celebrarlo. Pero la culpa la tuvieron los gérmenes o los virus, no la ansiedad ni las preocupaciones.

—A lo mejor con la extinción de los elefantes y otros animales parecidos han desaparecido también los gérmenes. Yo nunca he oído decir que alguien de nuestro pueblo haya tenido el sarampión.

Volvieron a deambular por el exterior, porque en el hospital no había realmente nada que ver, y se detuvieron delante de una iglesia. Era un edificio impresionante, con una torre en un extremo, que hizo pensar a Robert en un enorme barco surcando las olas. Algunas de sus vidrieras permanecían intactas, por lo que, cuando penetraron en el interior, se vieron envueltos en una luz dorada y purpúrea. El tejado parecía flotar sobre los muros, y en la fachada principal destacaba una enorme escultura.

Kartan estaba muy satisfecho de que se hubiera quedado tan impresionado, porque a él también le gustaba mucho la iglesia. La mayoría de los suyos no admiraba demasiado a la gente de la edad de la tecnogía; pero, la primera vez que vieron aquella iglesia, empezaron a pensar que algunas de las cosas producidas por la tecnología nunca podrían repetirse.

—Parece un cuadro —comentó Robert mirando detenidamente los muros y el techo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jennifer.

—Yo lo entiendo —dijo Kartan con suavidad—. A mí también me produce esa impresión.

Robert le miró, y entre ellos se estableció una oleada de simpatía y comprensión.

—Podemos subir al campanario para ver desde allí toda la ciudad —propuso Kartan, conduciéndolos hasta una puertecita que había en el extremo opuesto del edificio. La abrió y subieron por un largo y tortuoso tramo de escaleras de piedra que terminaba en una pequeña plataforma, justo debajo de la campana.

—Algo brillante, enganchado en una rendija entre dos baldosas, atrajo la atención de Jennifer. Con mucho cuidado, consiguió sacar una delgada cadena. Una vez fuera de la grieta, vio que tenía colgada una cruz grande y plana.

—Parece oro —dijo Robert cogiéndola para examinarla—. Podría valer una fortuna.

—Si quieres, puedes quedarte con ella —dijo Kartan despreocupadamente.

—No es tuya, no puedes regalársela a nadie —puntualizó Robert—. Y si de verdad es de oro, vale un dineral.

—Ya no vale nada —dijo Kartan encogiéndose de hombros—. Cógela si tiene algún valor para ti.

Jennifer se la colgó del cuello y miró dubitativamente a Robert y Kartan.

—¡No puedes quedarte con ella! —dijo Robert con severidad.

—Bueno, no voy a tirarla otra vez —dijo Jennifer—. No la quiere nadie. Además, ellos se llevan cosas de aquí cada vez que quieren. Tú mismo le has oído decir a Kartan que se llevan los libros de la biblioteca.

Kartan intentó centrar el interés de los chicos en el paisaje que se veía desde la torre, pero estaban demasiado preocupados por la cadena para dedicarle algo más de una mirada casual. De no ser así, hubieran podido ver una corpulenta figura cruzando el atrio de la iglesia. Volvieron a bajar por la escalera y, cuando llegaron abajo, se detuvieron bruscamente con los ojos dilatados por el terror, porque allí, llenando por completo el umbral de la pequeña puerta, estaba uno de los bárbaros. El mismo gigante barbudo que los había perseguido por el bosque dos días antes.

Estaban atrapados.

El hombre estaba tan sorprendido como ellos mismos. Dijo algo con su voz ronca, casi gutural, y luego salió por la puerta y la cerró de un portazo. Jennifer, Robert y Kartan oyeron el siniestro chirrido del cerrojo al deslizarse dentro de la cerradura.