JENNIFER tardó más de lo que había previsto en llegar al lugar en que empezaba la senda que descendía hasta la playa. Intentó seguir el contorno de la parte superior del, acantilado, pero el suelo se había desmoronado en algunas zonas, y tuvo que atajar atravesando la oscuridad del bosque. Estuvo a punto de desistir ante la idea de tener que penetrar de nuevo en aquel inquietante silencio. Durante el día había sido bastante amenazador, pero ¿qué tipo de criaturas nocturnas acecharían en él? Cada paso que daba iba acompañado del crujido de las hojas o del agudo chasquido de alguna rama rota, alertando a los seres del silencioso bosque de la presencia de un intruso.
Cautelosamente, volvió a abrirse paso hasta la cima del acantilado. Una vez allí, se quedó sorprendida al ver que una docena de nadadores se había unido a Robert. Ni siquiera podría decir con seguridad cuál de todas aquellas cabezas oscuras que sobresalían en el agua era la suya. Mientras tanto, los hombres seguían sentados junto al fuego, sin prestar atención a los nadadores.
Si, como suponía, Robert se encontraba entre los nadadores, estaba más cerca de los botes de lo que ella esperaba. No iba a poder alcanzarle. Se sintió atrapada en medio de una pesadilla, en la que todo se sucedía sin ninguna ilación lógica. Por más que luchaba por escapar de ella, no conseguía despertar. Ante sus ojos, los árboles se espesaban hasta el borde del acantilado con sus raíces extendidas sobre el suelo movedizo e inestable como dedos agarrotados. Y fue entonces cuando comprendió que, si quería continuar, tendría que volver a penetrar en el bosque. Aunque había refrescado con la caída del sol, el pelo se le pegaba al sudor de la frente y de la nuca, y las piernas le temblaban cuando se metió entre los árboles con sigilo.
Guiada por el murmullo del mar bajo sus pies, a la derecha, llegó finalmente a un pequeño claro en la cima del acantilado y comprobó con alivio que allí empezaba la senda. Avanzó con precaución, preguntándose si tendría valor para descender por ella en medio de la oscuridad. Sería prácticamente imposible evitar que se desprendiera alguna piedra e hiciera ruido. De repente se dio cuenta de que los hombres ya no estaban sentados junto al fuego, sino que se dirigían apresuradamente, a través de las rocas, hacia uno de los botes, que parecía ir a la deriva. ¿Estaría Robert en él? Si así fuera, volverían a capturarle. ¿Y qué habría sido de los demás nadadores?
Un nuevo ruido reclamó su atención. A sus pies, oyó rodar piedras y murmullos de voces bajas. Alguien subía.
La luna había salido, iluminando un poco el claro. Jennifer retrocedió y se escondió entre los árboles. Poco después, asomó por el borde del acantilado una figura vestida de gris, seguida por otra y luego por varias más. Desaparecieron entre los árboles a pocos metros de ella y se alejaron sigilosamente. A pesar de la oscuridad, andaban con mucha seguridad.
Jennifer no pudo ver a la gente con claridad, pero aquellas figuras le recordaron a Kartan. Quiso hablar con ellas, pero le faltó valor. Sin embargo, avanzó poco a poco, pensando que quizá pudiera seguirlas y averiguar adónde iban. Cualquier cosa sería mejor que volver a quedarse sola otra vez.
Se detuvo junto a un árbol, ya casi sin esconderse, esperando que apareciera por el borde del acantilado una nueva figura. Esta, fuera quien fuera, parecía tener más dificultades que las demás. Desde arriba, alguien la animaba y alentaba, mientras otras dos personas esperaban junto a los árboles.
Poco a poco fue apareciendo una cabeza despeinada. Al ver la cara iluminada por la luna, Jennifer reconoció inmediatamente a Robert.
—¡Robert! —gritó surgiendo de entre los arbustos y dando tal susto a todos que Robert estuvo a punto de caerse por el acantilado.
—¿Algo va mal? —preguntó una voz ansiosa desde atrás.
—¡No pasa nada! —contestó Robert—. Es Jennifer. Estaba esperándonos. ¡Jennifer!
—¡Cuánto me alegro de verte! —dijo Jennifer.
Robert terminó de subir y fue rodeado inmediatamente por un grupo de figuras envueltas en capas que miraban a Jennifer con curiosidad.
—¡Creía que estabais en los botes! —dijo Jennifer moviendo la cabeza, como si intentara recobrarse de la sorpresa de volver a verle—. Estaba segura de que eras tú el que corría por la arena y se dirigía nadando hacia los botes.
—¿Me viste hacerlo? —el gesto adusto de Robert se iluminó con una repentina sonrisa—. ¿Viste las focas? ¿Dónde estabas?
—Vámonos —dijo Kartan, tirando ansiosamente de la chaqueta de Robert—. Luego tendremos tiempo para hablar, en el círculo de piedras.
—¿Vais allí? —preguntó Jennifer, esperanzada—. Probablemente, desde el círculo podamos regresar a casa, alejándonos de todo esto.
Tardaron solo unos pocos minutos en llegar al claro del bosque encerrado entre las impresionantes piedras. Una vez más, Robert intentó descifrar el misterio.
La gente se sentó en grupos pequeños, hablando entre sí y compartiendo el pan de miel. Kartan les ofreció un pedazo a Jennifer y Robert, que lo aceptaron y se lo comieron con buen apetito.
—Escucha, estas piedras tienen que haberse movido —le dijo Robert a Jennifer—. Tendrían que estar más lejos del mar.
—Me gustaría que dejases esa cantilena y pensaras en la forma de volver a casa —contestó Jennifer con impaciencia.
—Ya te dije que es el mar el que se ha movido —le dijo Kartan a Robert con calma—. Fue en la época de las grandes inundaciones. Es parte de nuestra historia.
—El mar no puede haberse movido tanto —protestó Robert.
—Cuando la sociedad tecnológica estaba en su mayor esplendor, se produjeron tantos gases y había tanta contaminación que el clima y la atmósfera de la tierra cambiaron —dijo Kartan, como si estuviera recitando algo de memoria con la voz ligera y cantarina que ya antes había empleado—. Para nuestro pueblo es difícil de entender, pero llegó a hacer tanto calor que las capas de hielo de los polos se deshicieron. Lo aprendimos en la Casa de Aprender: el mar se hizo más grande y la tierra más pequeña.
—Esta conversación no nos va a llevar de nuevo a casa —interrumpió Jennifer, enfadada—. Y eso es en lo primero que tendríamos que pensar.
—Pero no te das cuenta de que todo está relacionado. Si cambió el litoral, las piedras no se acercaron al mar.
—Todas las ciudades costeras fueron destruidas por la inundación —continuó Kartan—. Hubo hambre y enfermedades. De todas formas, han quedado escritas muy pocas cosas de aquellos años. Nuestra historia empieza después de la inundación.
—¿De dónde procedéis? —preguntó Robert.
—Nuestro pueblo viene de las tierras del sur, que se hicieron insoportablemente calurosas cuando cambió el clima. Llegó hasta aquí en barco, buscando un hogar en las tierras del norte, que eran más frías y, finalmente, se asentó en una pequeña llanura junto al río, donde construyó una nueva ciudad a la que llamó Kelso, que era el nombre de una antigua ciudad en la que encontró algunos artefactos. Uno de los barcos que navegaban hacia las tierras del norte perdió el rumbo. Nuestros antepasados creían que también ellos llegaron a poblar estas islas. A esa rama de nuestro pueblo la llamamos Los Perdidos y esperamos poder reunirnos con ellos algún año, durante el viaje de verano. Por eso, lo primero que pensé al veros fue que erais dos de los Perdidos.
Jennifer, mientras tanto, había ido hacia el hueco que había entre dos de las piedras y estaba excavando en el suelo. Levantando la vista, le gritó a Robert:
—¡Eh! Deberías cavar tú también, para que podamos salir de aquí cuanto antes.
—No podemos irnos todavía —dijo Robert—. Ni siquiera he podido averiguar si Duncan está aquí.
—Esto no tiene nada que ver con Duncan —contestó Jennifer. Luego se encogió de hombros y añadió—: Pregúntales si quieres. Pero date prisa, porque yo no pienso esperar.
Robert percibió el tono de voz de Jennifer y se dio cuenta de que toda aquella gente de piel morena los estaba mirando con una expresión levemente confusa en el rostro tranquilo y apacible.
—¿Se ha colado de rondón por aquí Duncan Guthrie, que viene del pasado? —le preguntó Jennifer a Kartan con algo más que una pizca de sarcasmo.
—De vuestra época solo conozco a Andrew, Elinor, Ollie e Ian —le contestó Kartan con suavidad.
—¿Quieres decir que ya han venido otros? —preguntó Jennifer, sorprendida, sentándose sobre las piernas y olvidándose de excavar—. ¿Qué les pasó?
—Regresaron.
—¿Regresaron? ¿Cómo?
—Hay una anciana ciega llamada Vianah que puede decíroslo —interrumpió Kartan deseando ayudarlos—. Creo que deberíamos ir a verla.
—Yo no me muevo de estas piedras —dijo Jennifer—. He estado pensando en ello y estoy convencida de que tenemos que seguir excavando para encontrar las piedras enterradas. ¡Y tú también vas a excavar!
—Por favor, vamos a esperar —imploró Robert.
—¿Y dejar que nos atrapen los bárbaros? ¡Ni hablar! Venga, ponte a excavar.
—Pero todavía quedan muchas cosas que averiguar —protestó Robert—. ¿No sientes curiosidad por todo esto?
—Por lo único que siento curiosidad es por saber cómo vamos a volver a casa —contestó Jennifer arrancando a puñados la hierba.
Sin ningún entusiasmo, Robert se encaminó hacia el hueco de al lado y empezó a escarbar en el suelo, que estaba duro y no se desprendía con tanta facilidad como la primera vez.
Kartan se sentó junto a él, mirándole intranquilo.
De repente, la voz de Savotar resonó en medio del círculo:
—Los bárbaros vienen otra vez. Oigo sus voces. No podemos quedarnos aquí. Estaremos más seguros si nos dividimos en pequeños grupos y nos volvemos a reunir en El Lugar de Paso. Tú, Kartan, llévate a esos niños y sigue la ruta del norte.
Savotar siguió dando instrucciones al resto de su gente, que se perdió inmediatamente en medio de la oscuridad del bosque. Robert fue detrás de Kartan hasta el borde del círculo y vaciló, sin saber si marcharse con él o quedarse con Jennifer, que continuaba arrodillada entre las piedras, tan rígida como si también ella estuviera esculpida en piedra. Después oyó que alguien se dirigía a ellos, apremiándolos.
—Jennifer, tenemos que escondernos —suplicó con desesperación.
Jennifer se levantó con dificultad.
—Tú ganas —dijo—. Pero esta vez vamos juntos. No quiero volver a quedarme sola aquí.