5

LA tarde era cálida y tranquila. Las olas lamían la arena de la playa, mientras los botes fondeados en la bahía subían y bajaban suavemente mecidos por la corriente. En la playa, seis hombres estaban sentados junto a un fuego que crepitaba furiosamente.

La idea de que eran prisioneros de aquellos hombres y de que los botes estaban esperando para llevarlos a la esclavitud, le parecía a Robert completamente imposible. Cerró los ojos con fuerza, seguro de que cuando los volviera a abrir vería que todo aquello solo había sido un mal sueño. Pero cuando los abrió, todo permanecía igual. Kartan le miró con curiosidad.

—¿Para qué has venido? —preguntó con voz serena.

—No sé cómo he llegado hasta aquí —contestó Robert—. Yo no he hecho nada, de verdad.

—¡Silencio! —dijo Kartan, mirando nerviosamente hacia el interior de la cueva—. Es mejor que los demás no sepan nada de ti por el momento.

—Ya lo saben —comentó Robert.

—Te aceptan como a uno de los Perdidos. Todavía no saben que vienes del pasado. No saben que eres como los niños de Vianah.

—¿Los niños de Vianah? —repitió Robert.

Una vez más tuvo la sensación de estar atrapado en un callejón sin salida.

—¿No conoces a los niños de Vianah? ¿Ollie, Ian y los demás? —esta vez fue Kartan el que se quedó perplejo—. Cuando supe que veníais de su época, pensé que teníais algo que ver con ellos o con Vianah.

—No entiendo nada de lo que me estás diciendo —dijo Robert con voz cansada—. Es tan incomprensible para mí como si hablaras el lenguaje de los bárbaros.

—Te lo contaré todo desde el principio —dijo Kartan con la misma voz ligera y cantarina que había empleado para relatar la historia de la caza de los bárbaros—. El año pasado, cuando continuamos el viaje de verano, dejamos a Vianah en la antigua torre que hay cerca de la ciudad de Kelso. Vianah es la más anciana de nuestro pueblo y está casi ciega. El viaje era demasiado difícil para ella. Le dejamos tortas de miel, aceite y agua suficientes, pero fuimos más lejos de lo que pensábamos y cuando volvimos ya no le quedaba nada. Sin embargo, no murió. La cuidaron cuatro niños. Tenían nombres extraños para nosotros: Elinor, Andrew, Ian y Ollie. Todavía más extraño que sus nombres era el hecho de que vinieran de un mundo en el que la gente viajaba en coche, volaba en avión e incluso caminaba por la luna. Venían de hace mucho tiempo.

—¿De qué año? —preguntó Robert

—No creo que se lo dijeran a Vianah, o por lo menos ella no me lo dijo. Dos de ellos fueron a Kelso y volvieron con productos de nuestros huertos. Encendieron un fuego para que pudiera calentarse y prepararon algo caliente para comer. Vianah dice que sin su ayuda no habría podido sobrevivir.

—¿Tú los viste? —preguntó Robert.

—Se marcharon antes de que llegáramos nosotros. Regresaron a su época.

—¿Cómo? —preguntó Robert, interesado—. ¿Cómo consiguieron volver?

Para Robert, esa era la parte más interesante de toda la historia, pero Kartan no le daba ninguna importancia. Vianah no se lo había contado y a él no se le había ocurrido preguntárselo.

—Si tú no llegaste a verlos nunca, ¿cómo puedes estar seguro de que no fueron simples imaginaciones de Vianah? Después de todo, es ciega y tampoco pudo verlos.

—Vi la cesta de melocotones.

—¿Melocotones?

—Cuando emprendimos el viaje, los melocotones todavía no estaban maduros; pero cuando volvimos, había una cesta llena junto a Vianah en la torre. Ella no pudo ir sola a Kelso. Alguien se los llevó. Además, Vianah me lo dijo, así que es verdad. Le gustaba mucho hablarnos de ellos a mí y a Lara Avara, su Elegida.

—¿Quiénes son esos Elegidos de los que tanto habláis? —preguntó Robert.

Kartan le miró sin comprender y luego dijo:

—¡Claro! En tu época cada familia vivía sola. Nosotros elegimos la gente con la que queremos vivir.

—¿Como en una comuna? —preguntó Robert.

Kartan frunció el ceño, incapaz de entender la pregunta de Robert.

—Si conseguimos escapar de aquí, te llevaré a Kelso para que conozcas a mis Elegidos.

Las palabras de Kartan supusieron para Robert un rayo de esperanza. Por fin alguien hablaba de escapar.

—He leído algo de historia de tu época —continuó Kartan—. La gente mataba a sus enemigos con armas y bombas. Quizá tú puedas ahuyentar a los bárbaros.

—¡No digas tonterías! —protestó Robert, irritado ante lo estúpido de la idea—. Los chicos no van por el mundo con los bolsillos llenos de bombas o de armas. Lo único que tengo es una navaja de explorador. Además, si tu pueblo no cree en la violencia, no puede esperar que me enfrente a los bárbaros yo solo, sin ninguna ayuda.

—Tiene que haber alguna razón para algo tan importante como tu venida. Los otros niños vinieron para ayudar a Vianah cuando lo necesitaba. Seguramente tú has venido a salvar a nuestro pueblo de los bárbaros. —Kartan se volvió y le miró con ojos tristes y suplicantes.

Robert se vio invadido por una creciente oleada de pánico. Salvarse a sí mismo, y quizá a Jennifer, era más de lo que él podía hacer. Y allí estaba Kartan, tranquilo y confiado, pidiéndole que salvara de la esclavitud a su pueblo. Robert hubiera querido saltar y correr por la playa, para que sus gritos alertaran a los guardianes, quienes, sentados junto al fuego, como si estuvieran de excursión, parecían estar muy seguros de que la gente de Kartan no iba a intentar escaparse. ¿Por qué no se escapaban arrastrándose con sigilo? Lo único que necesitaban era que algo distrajera la atención de los guardianes mientras subían por el acantilado.

Robert levantó la vista y miró a los tres botes que se mecían suavemente en la bahía. ¡Los botes! En su cabeza empezaba a tomar forma un plan. Introdujo la mano en el bolsillo y palpó la navaja. Tenía una hoja de acero resistente y flexible.

—¿Cómo crees tú que estarán anclados los botes? —le preguntó a Kartan.

—Con sogas y boyas —contestó Kartan.

—¿Con sogas o con alambre? —insistió Robert—. ¿Con una soga que se pueda cortar con esta navaja? —dijo sacándola del bolsillo.

Al principio Kartan no contestó a la pregunta, deslumbrado por la navaja. Luego dijo:

—Se lo podemos preguntar a Savotar, pero ¿para qué quieres saberlo?

—Si corto la soga de uno de los botes, la corriente lo arrastrará hacia las rocas. Cuando los guardianes se den cuenta de lo que sucede, saldrán a salvarlo. Después de todo, necesitan los botes. Mientras estén allí, podréis salir arrastrándoos y subir por el acantilado.

—¿Pero cómo vas a llegar hasta los botes sin que te vean? Para hacerlo, tienes que pasar por delante de los guardianes.

—Iré por la parte superior de la playa, junto al acantilado, y luego atravesaré la arena por detrás de aquellas rocas.

Robert señaló un espolón que se adentraba en el mar desde la base del acantilado. Tendría que nadar un buen trecho para llegar desde allí hasta los botes, que se balanceaban justo enfrente de los guardianes.

—¿Podrás llegar nadando hasta allí? —preguntó Kartan, preocupado.

Robert sabía que Kartan estaba pensando en la facilidad con que el bárbaro lo había atrapado en el bosque y en el miedo que había mostrado a la hora de descender por el acantilado, pero nadar era algo que sabía hacer muy bien. Después de tener poliomielitis, había ido a nadar a la piscina municipal de Baldry, como le había aconsejado el médico. En el agua nunca se sentía torpe ni lento. Estaba completamente seguro de que podría llegar hasta los botes, siempre que no hubiera corrientes fuertes. Y eso no lo sabría hasta que estuviera dentro del agua.

—Vamos a contarle a los demás tu plan —propuso Kartan.

A Robert no le atraía demasiado la idea de encontrarse con los ojos tranquilos y curiosos de toda aquella gente de piel morena, pero Kartan ya había entrado en la cueva y les estaba contando el plan con voz ligera y cantarina.

—Solo puedo cortar soga, alambre no —dijo Robert cuando Kartan empezó a describir la navaja.

—Estoy seguro de que será soga —dijo Savotar—. El metal es un material tan escaso que se reserva únicamente para usarlo cuando no puede sustituirse por ninguna otra cosa. Me preocupa más el riesgo que vas a correr tú.

—No podemos permitírselo —dijo Nemourah con tranquilidad—. Lo único que nos traerá será cólera y violencia.

—No, si vosotros os alejáis arrastrándoos con el mayor sigilo cuando ellos vayan a salvar el bote —dijo Robert.

—Ha venido a ayudarnos —declaró Kartan con la mayor seriedad.

—¿De dónde viene? —preguntó una voz desde el fondo del grupo.

—Del pasado —contestó Kartan.

«Ya está», pensó Robert; «ahora no volverán a discutir el asunto». Pero, ante su sorpresa, aceptaron la incomprensible noticia con más naturalidad que la idea de que Robert iba a soltar el bote cortando la soga.

La conversación continuaba a su alrededor, pero él no podía desentrañar lo que decían aquellas voces hasta que, de repente, se dio cuenta de que Savotar le decía formalmente:

—Irás ahora, protegido por el amor que sientes por nosotros.

Robert se revolvió incómodo al oír sus palabras.

—Quizá sea mejor que espere a que esté completamente oscuro.

—Es mejor que vayas ahora —contestó Kartan—. Pronto saldrá la luna y, con su reflejo en el agua, puede que te vean más fácilmente.

Robert sentía que parte de su arrojo se venía abajo.

—Me parece que no está suficientemente oscuro —insistió.

—Bajo la sombra del acantilado no te verán. Y no esperan que les venga ningún peligro del mar —le aseguró Kartan.

Una cosa era decirlo y otra hacerlo. Con todo, Robert sintió cierto alivio cuando, después de salir de la cueva, empezó a arrastrarse junto a la base del acantilado. Por lo menos, el tener que llegar hasta los botes requería acción y era mejor que seguir sentado en la cueva, intentando poner en orden los conflictivos sentimientos y pensamientos que le embargaban.

Respiró profundamente el concentrado olor a yodo que desprendían las algas al secarse en la orilla y escuchó el suave murmullo de las olas que rompían en la arena. El olor del mar y el murmullo de las olas le recordaron la playa que había cerca de la casita de su abuelo. Luego, se deslizó sobre la arena, asegurándose de que las rocas lo ocultaban.

Pero alguien, escondido detrás de las rocas, observaba a Robert mientras se dirigía a gatas hacia el mar. La que vigilaba desde la cima del acantilado no era otra que Jennifer, quien, sin embargo, estaba demasiado lejos para poder afirmar con seguridad que era él.

Cuando el bárbaro había aparecido en el círculo de piedras, el único pensamiento de Jennifer había sido echar a correr, así que se internó en el bosque, muerta de miedo, sin acordarse de que Robert no podía seguir su ritmo. Escapó como un animalillo asustado, preocupándose tan solo de poner la mayor distancia posible entre ella y aquel gigante barbudo que los perseguía. Cuando por fin estuvo demasiado cansada y falta de aliento para seguir corriendo, se detuvo y echó una mirada a su alrededor. Alarmada, se dio cuenta de que estaba completamente sola en el bosque. Este descubrimiento la asustaba casi tanto como el ser perseguida. Después de permanecer en silencio durante un buen rato, empezó a llamar a gritos a Robert. Pero sus gritos fueron absorbidos por la frondosa quietud. Aunque aguzó el oído, no pudo escuchar ni una respuesta, ni un rumor de pisadas. «¿Habrían seguido otro camino?», se preguntó angustiada. «¿O habrían sido atrapados por aquel hombre horrible?». De haber sido así, tendría que haber oído sus gritos.

Permaneció inmóvil, sopesando ambas posibilidades, y fue entonces cuando se dio verdadera cuenta del silencio que reinaba. Era como si ella fuera el único ser viviente en varios kilómetros a la redonda, como si todas las demás criaturas estuvieran bajo algún extraño encantamiento. El silencio le daba miedo. Y entonces oyó un leve rumor. A su espalda, en alguna parte, la brisa agitó las hojas. Jennifer se volvió asustada, creyendo que se le subían por encima Dios sabe qué extrañas criaturas, invisibles en la penumbra. Solo eran las primeras ráfagas de la brisa nocturna, pero para Jennifer todo aquel sombrío bosque estaba lleno de siniestros rumores y de ojos brillantes que la miraban hostiles. Luego, el viento amainó, volvió el silencio, y Jennifer llegó a pensar que era incluso peor.

Imagen 03

Intentó retroceder, pero todos los árboles le parecían iguales. Era un extraño lugar, sin nada que lo distinguiera, sin senderos, sin arroyos, sin tocones, sin espacios abiertos. Solo ramas inacabables y polvorientas y hojas oscuras y tupidas. De vez en cuando, el chasquido de las hojas secas bajo sus pies le hacían pensar que alguien la seguía. Entonces se detenía y miraba hacia atrás, entre esperanzada y temerosa; pero no había nadie, solo un terrible silencio.

A Robert, aunque estaba asustado y desconcertado, todo lo que les había pasado no le había cogido tan desprevenido como a Jennifer. Durante toda su vida había escuchado las historias que contaba su abuelo y llevaba en la sangre algo del misterio y del espíritu de aquel lugar. Para Jennifer, sin embargo, todo era inesperado y se sentía completamente abrumada. Su único objetivo era encontrar el círculo de piedras y volver al lugar al que pertenecía. Ni siquiera había leído libros que tuvieran un toque de fantasía o irrealidad. No sabía nada de caer en una conejera o atravesar un espejo. Y, sin embargo, allí estaba, atrapada en aquel terrible lugar.

De repente, se sintió enfadada. Enfadada con Robert, que la había llevado hasta allí; enfadada con Kartan, que la había abandonado, y enfadada con la realidad, que la había engañado.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba vagando por el bosque. Estaba cada vez más oscuro; pero como no podía ver el cielo, no estaba segura de si estaba anocheciendo o es que se había nublado. A lo mejor lo único que pasaba era que el bosque era más frondoso, las hojas más tupidas.

Además, tenía hambre. No había absolutamente nada para comer, a no ser que las hojas fueran comestibles. No había maleza, ni musgo, ni setas. Y, aunque las hubiera habido, tampoco se habría atrevido a comerlas. No había visto ningún riachuelo y, al pensarlo, se dio cuenta de que también tenía sed, una sed insoportable. Necesitaba salir de allí antes de morir de hambre, de sed o de soledad. Creía que la soledad sería la primera en acabar con ella.

Y entonces oyó un sonido distinto del murmullo de las hojas al agitarse. Era el rumor del mar.

El descubrimiento hizo renacer en ella la esperanza. Si pudiera llegar al mar, saldría de aquel terrible lugar. El propio bosque había cambiado. Ahora el suelo estaba alfombrado de setas y hierba, los árboles eran diferentes —menos frondosos y lúgubres— y los más cercanos llenaban el aire de un intenso perfume. Luego, de repente, se acabó el bosque, y Jennifer se encontró en un acantilado, por encima del nivel del mar, frente a la amplia curva de una bahía.

Quizá el mayor alivio para Jennifer fuera ver gente en la playa, sentada alrededor del fuego. Se puso tan contenta al descubrir que no estaba sola en el mundo, que quiso gritarles, pedir que la ayudaran. Pero la precaución se impuso. ¿Y si eran los bárbaros de los que el muchacho había hablado? Por si acaso, era mejor no atraer su atención.

En la bahía había tres botes, como tres grandes barcos de remos. Al principio, como no podía ver el camino, pensó que los hombres habrían llegado a la playa con ellos; pero después, examinando toda la curva del acantilado, vio que un poco más allá había una tortuosa senda. Con todo, no estaba muy decidida a aventurarse por ella. En la parte inferior de la senda había una cueva, y —era lo más interesante— sentadas en la entrada había dos personas. Estaba demasiado oscuro para estar segura, pero muy bien podían ser Robert y Kartan.

Estaba confusa. ¿Las personas que estaban sentadas junto al fuego eran bárbaros? Y, si lo eran, ¿por qué no se escondían Robert y Kartan? ¿Estaban esperando a que oscureciera del todo para escapar? Se sentó a observar.

El sol se había escondido detrás de los árboles, y era difícil ver a los muchachos. De repente, cuando ya Jennifer estaba perdiendo la esperanza de que pasara algo, uno de los muchachos empezó a avanzar cuidadosamente junto a la base del acantilado, pero no hacia la senda como ella esperaba, sino en dirección contraria. Cuando estuvo detrás del espolón, echó a correr por la arena hasta llegar a la orilla.

Jennifer podía verlo perfectamente en abierto contraste con la arena luminosa, pero las rocas lo ocultaban de la vista de los hombres de la playa. Su correr desacompasado le confirmó que era Robert. Se preguntó qué diablos estaría haciendo. Luego, cuando vio cómo se despojaba de la camisa y los pantalones, comprendió su plan.

Iba a nadar hasta los botes para escapar así de los bárbaros. En vez de volver al bosque a buscarla, lo que intentaba hacer era poner a salvo su propia piel, alejándose en uno de los botes. Jennifer se mordió el labio inferior y, luchando contra las lágrimas, se retiró de la cara el cabello rojizo, en un gesto de desafío. Robert la había metido en el lío y ahora, por lo que parecía, estaba sola. No podía contar con él. Bueno, no pensaba quedarse atrás. Correría por el acantilado hasta llegar a la senda, bajaría a la playa, cruzaría la arena y nadaría hasta los botes. Estaba convencida de que sabía nadar tan bien como él. Pero lo primero que tenía que hacer era bajar a la playa.

Al llegar a la orilla del agua, Robert supo que la parte más fácil del plan quedaba atrás. El agua brillaba, reflejando los primeros rayos de la luna. Para llegar hasta los botes tenía que pasar por delante de los hombres. Era casi imposible que no lo vieran. Su arrojo se tambaleó; por un momento pensó volverse, pero cuando se acordó de Kartan, esperando en la cueva, comprendió que tenía que seguir adelante.

Ató el cuchillo al cinturón y se abrochó este a la cintura. Sintió su contacto sobre la piel desnuda. Oculto por las rocas, se introdujo en el agua. Tembló levemente con el roce de la primera ola, pero en realidad el agua estaba sorprendentemente caliente. Avanzó hacia dentro, nadando siempre en línea recta para poder cruzar la bahía lo más lejos posible de la playa.

Nadaba a braza, sin levantar espuma, manteniendo la cabeza debajo del agua. Luego, creyendo oír gritos en la playa, volvió la cabeza con precaución y miró por encima del hombro. Horrorizado, vio que los hombres ya no estaban sentados alrededor del fuego, sino de pie en la orilla, mirando hacia él. Todavía podía retroceder. Luego vio que no estaba solo en el agua. Un numeroso grupo de nadadores venía del mar abierto. Eso era lo que miraban los hombres desde la playa. Cuando el primero de los nadadores estuvo suficientemente cerca, Robert descubrió divertido que tenía enfrente los ojos oscuros y la cara bigotuda de una foca. Las focas le rodearon, sin acercarse nunca más de un metro, y le miraron con los ojos muy abiertos.

Robert no tenía miedo. Muchas de las historias de su abuelo tenían como protagonistas a las focas, las amigas focas, como él las llamaba. Decía que, en realidad, las focas eran seres humanos desterrados al mar por culpa de sus pecados y que, si lo necesitabas, te ayudaban y luego podían volver a tomar forma humana, dejando sobre la arena de la playa su piel vacía.

—¡Foquitas! ¡Foquitas! —silbó con suavidad—. Necesito vuestra ayuda.

Las focas parecieron estrecharse a su alrededor.

—Nadaremos todos juntos hasta los botes —les dijo.

Como si entendieran lo que les decía, se adaptaron a su ritmo y nadaron junto a él, bajo la atenta mirada de los hombres de la playa, quienes, poco a poco, fueron perdiendo interés y volvieron a sentarse junto al fuego. Solo, de vez en cuando, echaban una ojeada para vigilar el avance de las focas. Cuando vieron que rodeaban los botes, no se alarmaron. Todos sabían que las focas son muy curiosas.

Al llegar a los botes, Robert pensó que todo su esfuerzo no había servido para nada. Las sogas de los botes parecían estar hechas con hilos de metal retorcidos, demasiado gruesos para que pudiera cortarlos con el cuchillo. Pero, vistas desde cerca, se dio cuenta de que eran sogas y que eran las gotas de agua y las algas las que, al brillar a la luz de la luna, les daban un aspecto metálico.

Desenganchó con mucho cuidado la navaja que llevaba atada al cinturón, siempre temiendo que se le resbalara de las manos, abrió la hoja y empezó a cortar la gruesa soga. De vez en cuando, alguna foca curiosa se le asomaba por encima del hombro y miraba sin perderse detalle, pero Robert se dirigía a ella y le explicaba con voz tranquila lo que estaba haciendo. Luego se iba y venía otra a reemplazarla.

Cortar la cuerda llevaba su tiempo, pero la suerte seguía estando de su lado, y el peso del propio bote y el impulso de la corriente fueron suficientes para romperla antes de que Robert hubiera terminado de cortarla. El bote dio un bandazo y, empujado por la corriente, se encaminó hacia las rocas.

Ahora tenía que volver andando lo más deprisa posible. Si las cosas iban como esperaba, pronto los hombres tendrían que dedicarse a intentar salvar el bote y Kartan y los suyos podrían subir por el sendero del acantilado. Tendría que darse prisa si no quería quedarse atrás.

Las focas le acompañaban, dejándole marcar el ritmo y saltando incansablemente a su alrededor. Los hombres, sentados junto al fuego, seguían mirando distraídamente en su dirección, pero Robert confiaba en que se dieran cuenta de que el bote iba a estrellarse contra las rocas.

A medida que se iban acercando a la playa, las focas empezaban a inquietarse al ser menor la profundidad del agua. Durante unos minutos más siguieron rodeándole, como si quisieran pedirle que se quedara con ellas; pero cuando vieron que continuaba nadando hacia la orilla, se dieron la vuelta y, abandonándole, se adentraron en el mar.

Avanzó hacia la arena y allí descansó, agotado por el enorme esfuerzo realizado. Su ropa formaba un montoncito a su lado, como si fuera la piel de una foca que hubiera tomado forma humana.

De repente, el griterío alejó de su mente los recuerdos de las historias que su abuelo le contaba. ¿Le habrían visto salir del agua? Recogió apresuradamente la ropa y echó a correr, siempre oculto por las rocas. Ya casi había llegado al acantilado cuando se atrevió a mirar hacia atrás. Aliviado, vio que los hombres se dirigían deprisa y corriendo al otro lado de la bahía, para intentar evitar que el bote se estrellara contra las rocas.