ROBERT solo vaciló un segundo, el tiempo preciso para ver surgir de detrás de las piedras un hombre grande, moreno, con el pelo negro. Luego, siguiendo los pasos de Kartan y Jennifer, se escondió entre los árboles.
El bosque de rododendros estaba muy oscuro. Un frondoso entoldado de hojas y ramas impedía el paso del sol, y no había flores ni plantas en el suelo, que, húmedo y negruzco, estaba cubierto de hojas caídas de los árboles —grandes y marrones— que crujían y crepitaban bajo sus pies. En su precipitada carrera rompieron ramas y vástagos. El estrépito de la persecución pareció propagarse a través del terrorífico silencio, como pisadas sucias sobre la nieve recién caída.
El corazón de Robert latía tan deprisa, en parte por el miedo y en parte por el esfuerzo, que empezó a sentirse aturdido. Los músculos de la pierna derecha, muy débiles desde que había estado enfermo, parecían haberse convertido en goma espuma, y supo que no podría seguir corriendo mucho más tiempo. Jennifer y Kartan, que le llevaban mucha ventaja, corrían sin dificultad, esquivando los árboles y agachándose para poder pasar por debajo de las ramas. Podía oír muy cerca los pasos y el estentóreo jadear de su perseguidor, el bárbaro. Este pensamiento le hizo esforzarse para correr más deprisa, pero una pierna parecía interponerse en el camino de la otra. Con un grito de dolor, cayó al suelo.
El bárbaro ya estaba sobre él, gruñendo y hablando en un extraño lenguaje gutural que Robert no entendía. El muchacho no ofreció resistencia alguna cuando el hombre lo agarró por los brazos y le ató las muñecas a la espalda con un delgado cordel que se le clavaba en la piel. Luego, lo levantó a empujones. Robert permaneció de pie, tambaleándose ligeramente. Sorprendido, vio retroceder a Kartan bajo los árboles. Aparentemente, intentaba entregarse para que el bárbaro le hiciera prisionero también a él.
—Será mejor para ti que permanezcamos juntos.
Antes de que pudiera añadir nada más, el hombre de la barba se abalanzó sobre él y, después de darle un golpe en la cabeza, le ató las manos detrás de la espalda. El hombre se detuvo durante un instante, escudriñando entre los árboles, como si esperara que Jennifer también volviera. Pero no había ni rastro de ella. Solo silencio. La intensidad del silencio —no se oían cantos de pájaros, ni el rumor de las hojas al agitarse, ni zumbidos de insectos, ni voces lejanas— hacía que aquel lugar tuviera un aire extraño, casi siniestro. Fue un alivio que el gigantón les indicara, con una señal de la cabeza, que iba a llevárselos con él. El sonido de sus pies al arrastrarse acabó con la tensa espera.
Robert continuaba tropezando con las raíces y metiéndose en todos los hoyos y huecos cubiertos por las hojas.
Con las manos atadas a la espalda, le resultaba muy difícil mantener el equilibrio y no podía apartar de su camino las ramas más bajas. Pero, inmerso en el torbellino de sus propios pensamientos, apenas se daba cuenta de todas aquellas dificultades. Si por lo menos pudiera correr más deprisa… ¿Por qué había vuelto Kartan a ayudarle? ¿Por qué no había opuesto resistencia cuando el bárbaro lo atrapó? ¿Qué habría sido de Jennifer? Deberían haber permanecido todos juntos. ¿Intentaría seguirlos Jennifer? ¿O volvería a las piedras para regresar desde allí a su propia época? Después de lo que había pasado, ¿se quedaría allí para siempre?
No habían ido muy lejos cuando, de repente, los árboles se acabaron y se encontraron en un acantilado. Robert se detuvo, cegado por el resplandor del sol sobre las olas, que, a sus pies, iban y venían.
Robert no podía reconocer aquel tramo de la costa. Dos espolones penetraban abruptamente en el mar, formando una pequeña bahía. Junto a la playa había fondeados tres botes, y varios hombres arrastraban por la arena madera procedente de los restos de un naufragio para encender un fuego.
El bárbaro cortó las cuerdas que ataban sus muñecas y, a empujones, los obligó a bajar por una senda que atravesaba el acantilado. La senda descendía tan abruptamente que Robert, que ni siquiera la había visto, retrocedió. Pero el hombre volvió a empujarle en medio de un torrente de imprecaciones.
Kartan bajó primero y, al darse cuenta de que Robert tenía miedo, le ayudó todo lo que podía desde abajo, mientras el hombre seguía gritándoles. O quizá gritara a alguien que había en la playa, Robert no estaba demasiado seguro, porque tenía puesta toda su atención en la difícil bajada.
—Puedes poner el pie ahí, un poco más a la derecha —le dijo Kartan, guiando sus pasos—. ¡Cuidado con esa piedra tan grande! Está suelta y puede desprenderse.
Robert bajaba palmo a palmo, poniendo los cinco sentidos y agarrándose con fuerza a cualquier asidero que encontraba, porque sabía que no podía confiar demasiado en su pierna derecha. El ver a Kartan bajar delante de él con tanta facilidad y saltar con agilidad hasta la arena, volvió a despertar en él una sensación, ya familiar, de resentimiento ante su propia torpeza.
Finalmente, cuando Robert sintió tierra firme bajo sus pies, miró hacia atrás y vio en el acantilado, a cierta distancia, la entrada, grande y oscura, de una cueva. Apoyados en las piedras de la entrada había dos hombres, uno alto y delgado, con el pelo claro, y otro moreno y barbudo. Se acercaron a los muchachos y, sujetándolos con brusquedad, los arrastraron hacia la cueva, empujándolos para que entraran.
Robert, cuyos ojos ya se habían acostumbrado a la luminosidad del mar, no pudo ver nada al principio, pero un murmullo de voces le indicó que había alguien más en el interior de la cueva. Luego, una voz, que resonó como un eco, exclamó:
—¡Es Kartan! ¡Y viene con alguien!
—¡Savotar! —dijo Kartan, penetrando en la oscuridad de la cueva—. ¿De verdad eres tú? ¿Estáis todos bien? ¿Quiénes estáis aquí?
Un grupo de unas doce o quince personas, todos morenos y con el pelo negro y liso como Kartan, apareció en la boca de la cueva. Uno de los hombres, más alto que los demás, llevaba una túnica larga confeccionada con un tejido brillante, mientras que el resto vestía túnicas grises y pantalones, cubiertos en algunos casos por una capa de lana también gris.
—¿Quién viene contigo? —preguntó el hombre más alto—. ¿Es uno de sus niños?
—No, no es uno de ellos, Savotar —contestó Kartan—. Se llama Robert. Nos encontramos en el círculo de piedras. También había una niña. Jennifer.
—¿Dónde está? —la pregunta fue hecha por una mujer de voz suave, que llevaba el cabello trenzado y enrollado sobre las orejas.
—No estamos seguros, Nemourah —contestó Kartan—. Uno de los bárbaros nos persiguió, y Jennifer consiguió escapar.
—Pero ¿de dónde vienen? ¿Pueden ser dos de los Perdidos?
—La verdad es que no sé cómo han llegado hasta aquí. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.
—¿Qué sabes del resto de nuestro pueblo? —le preguntó Savotar a Kartan—. ¿Siguen persiguiéndolos los bárbaros? Cuéntanos lo que sepas. Llevamos tres días prisioneros y no sabemos qué ha pasado.
La gente se reunió alrededor de Kartan y, sentados con las piernas cruzadas junto a la entrada de la cueva, esperaron que hablara. A Robert le recordó su infancia cuando, en la escuela, les contaban cuentos. Con muchas dificultades se agachó junto a ellos.
—Hace tres días —comenzó Kartan— fui con algunos de los nuestros a recoger maderas arrojadas por el mar a la playa. Al ver botes fondeados en la bahía, nos quedamos sorprendidos. No se veía a nadie por allí, pero encontramos restos de un fuego apagado. Sospechamos que habrían dormido aquí en la cueva, donde nosotros pensábamos pasar la noche. Inmediatamente supimos que habían vuelto los bárbaros.
»Después de discutir, decidimos ir al Círculo del Tiempo para celebrar un consejo contigo, Savotar, y con Edomerid. También pensamos avisar al resto de la gente, pero cuando llegamos allí nos dimos cuenta de que ya era demasiado tarde. Encontramos el cuerpo de mi hermano, Aetherix.
La voz de Kartan tembló. Durante un buen rato, no pudo continuar. La gente esperó en medio de un respetuoso silencio.
—Cavamos una tumba y lo enterramos allí donde lo habíamos encontrado.
Robert afirmó con la cabeza. Era la escena que Jennifer había presenciado.
—Mientras estábamos allí, se unieron a nosotros algunos de los nuestros. Habían visto el asesinato de Aetherix. Nos dijeron que había luchado contra los bárbaros, y que tú, Nemourah, y los demás habíais sido capturados. A pesar de la muerte de Aetherix no parece que los bárbaros quieran matarnos. Solo pretenden hacernos prisioneros. Todavía vagan por ahí, buscando a los nuestros y persiguiéndolos por el bosque. Me da miedo que puedan seguirlos hasta Kelso, donde nos esperan Vianah y los niños.
—Los nuestros no los conducirían hasta allí sabiéndolo —dijo un anciano.
—¿Y si no se dan cuenta de que los están siguiendo?
—¿Por qué te quedaste en el círculo? —le preguntó Savotar a Kartan—. ¿Estabas solo?
—Escapé con Alloperla y Panchros y seguí con ellos hacia Kelso, pero el dolor por la pérdida de Aetherix era demasiado grande. Quise enterrar uno de sus dibujos junto a él; así que volví a la tumba. Allí fue donde me encontraron Robert y Jennifer.
—¿Quiénes son esos bárbaros, y por qué quieren capturaros? —preguntó Robert cuando, finalmente, su curiosidad pudo más que su timidez.
—Vienen del otro lado del mar. Los llamamos los bárbaros porque siguen viviendo como lo hacía la gente hace muchos años. Se sienten atraídos por la riqueza, las máquinas y las fábricas; pero las fuentes de energía y las materias primas para mantener un tipo de vida así se han agotado prácticamente. Ahora están dispuestos a explotar a la gente para satisfacer sus necesidades.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Robert.
Nemourah continuó contando la historia. La suavidad de su voz hacía más terribles las palabras que pronunciaba:
—Piensan llevarnos a su país en esos botes que hay fondeados en la bahía, pero quieren más gente. Por eso nos mantienen prisioneros en esta cueva hasta que hayan capturado al resto de nuestro pueblo. Nos obligarán a realizar el trabajo de algunas de sus máquinas y a sacar el carbón del fondo de las minas más profundas, para obtener la electricidad necesaria para que sigan funcionando las fábricas.
—Entonces… ¿seréis esclavos? —preguntó Robert con voz entrecortada por el terror.
—A pesar de toda su tecnología, son muy ignorantes —dijo Savotar—. Comparan nuestra vida con la suya y, como no tenemos muchas posesiones, creen que no perdemos nada dejando estas tierras. Pero nuestro pueblo, que se ha adaptado a nuevas formas de vida, es más afortunado que aquellos que se apegan a un pasado desaparecido para siempre.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Robert mientras jugueteaba con una paja—. Ni siquiera hablan nuestra lengua. No podéis saberlo con certeza.
—Hace muchos años capturaron a varios de nuestros hombres, que se quedaron a vivir con ellos durante mucho tiempo —explicó Savotar—. Pero consiguieron escapar y volver con nosotros, trayéndonos información sobre sus conocimientos y su lenguaje. Con el paso del tiempo empezamos a confiar en que los bárbaros nos hubieran olvidado y nos dejaran vivir en paz, pero ahora han descubierto que nos necesitan para que trabajemos para ellos.
—¿No podemos escapar? —preguntó Robert inspeccionando los alrededores.
—La única forma sería subir por la senda hasta la cima del acantilado —dijo Savotar—. Pero nos verían.
—¿No podríamos enfrentarnos a ellos? —sugirió Robert—. Solo he visto cinco o seis, y nosotros somos bastantes más.
—No es una cuestión de número —dijo Savotar—. Están armados y nuestro pueblo lleva varias generaciones sin luchar. Creemos en la paz. No podemos permitirnos volver a la forma de vida de los pueblos primitivos, que responden con violencia a la violencia.
—Pero no nos podemos quedar con los brazos cruzados —dijo Robert. Tampoco era partidario de la lucha, pero se resistía a ser capturado y esclavizado sin oponer resistencia.
—Todavía podemos salvarnos —dijo con calma Savotar—. El amor y la confianza son más poderosos que la violencia y el odio. No lucharemos. Aetherix, el Hermano Elegido de Kartan, luchó encolerizado cuando vio a uno de los bárbaros maltratando a Nemourah. Mataron a Aetherix y su muerte le produjo a Nemourah mayor dolor que la crueldad del bárbaro.
—Creo que no habría hecho bien si no hubiera intervenido —dijo Robert tercamente.
—Hace falta mucho valor para contener la cólera. Aetherix no tenía esa clase de valor, solo cólera —contestó Savotar—. ¿De qué nos sirve creer que la confianza, el amor y la colaboración son las auténticas fuerzas que mueven el mundo si abandonamos esta convicción cuando más la necesitamos?
Robert no encontraba palabras para expresar sus pensamientos. ¿Qué clase de valor era para ellos quedarse allí sentados, sin hacer nada, aceptando la pérdida de una forma de vida en la que creían firmemente?
—¡Vamos! —dijo Savotar con suavidad, comprendiendo su frustración.
Se pasaron pequeñas porciones de pan de miel y un jarro de agua. Robert seguía sentado en silencio, mirando al exterior de la cueva. Y esta vez el pan de miel le supo soso, como si fuera de serrín. Se sentía cansado, desbordado por todo lo que había sucedido en tan breve espacio de tiempo.
Estaba atrapado dentro de círculos concéntricos. Tenía que escapar de los bárbaros, escapar del pueblo de Kartan, escapar de aquel momento. ¿Y Jennifer? ¿Se habría librado de las garras de los bárbaros para vagar sola por aquel bosque oscuro y silencioso? ¿Cómo iba a encontrarla?