DESDE su cama, Robert podía ver un trozo de cielo nocturno pálido y descolorido. En las noches de solsticio no oscurecía del todo; eran solo un intervalo gris entre el crepúsculo y el amanecer. A la deriva, en su mente, vagaban, recordadas a medias, las viejas historias que su abuelo solía contarle. Las historias, la cabaña de su abuelo y el propio anciano permanecían inseparables en su cabeza. Eran cosas que habían estado unidas durante tanto tiempo que ya no podía recordar ninguna de ellas sin las demás.
La casita, de piedra y con el tejado de paja, se asentaba en el límite del páramo, frente a las arenas. Hacía mucho tiempo, había un pueblo entre la casa y el mar, pero el abuelo decía que fue barrido por las arenas, que también habían barrido sus tierras y que un día terminarían barriendo su casa. Robert las había visto moverse cuando el viento soplaba del este. Montones de fina arena se acumulaban en el descansillo y en el alféizar de las ventanas e, incluso, se deslizaban, en forma de pequeñas oleadas, por debajo de la puerta.
Sentado en un taburete bajito a los pies de su abuelo, le había oído contar historias de aquellos días en que el pueblo no había sido enterrado todavía por la arena, y de la época en que las piedras de Arden se trasladaban hacia el mar. Solo había un pequeño paso entre creerse lo de las arenas movedizas y lo de las piedras andarinas.
En contadas ocasiones, las enormes piedras de Arden se envolvían en la niebla y abandonaban su sitio en el páramo para dirigirse hacia el norte y quedarse en un acantilado por encima del nivel del mar. Todo el que pasaba junto a ellas cuando iban hacia allí quedaba atrapado entre la niebla y se perdía en el tiempo.
Era el extraño parecido entre la experiencia de Jennifer y el recuerdo de los cuentos de su abuelo lo que le hacía pensar que, antes de volver a las piedras, deberían contárselo a él. Pero el problema era que no estaba absolutamente seguro de que su abuelo pudiera servirles de ayuda. Ahora el anciano vivía en Baldry, en la pequeña casita que el ayuntamiento le había concedido cuando la suya fue declarada inhabitable. A Robert le parecía que sus historias se habían quedado atrás, junto con todas las cosas que el anciano había dejado en su antiguo hogar.
Tenues nubes rosadas iluminaron el cielo. Robert se preguntó si Jennifer sería capaz de levantarse. Él mismo estaba un poco nervioso ante la idea de salir de casa a hurtadillas. Pero si sucedía algo en las piedras, podría contarle a su abuelo una interesante historia. Le daría algo nuevo en que pensar.
Robert saltó de la cama, se vistió y se deslizó escaleras abajo. Arrancó una hoja de un cuaderno de ejercicios de la escuela y garabateó una nota para su padre: «He subido a Ben Arden a echar un vistazo a las ovejas antes de ir al colegio». ¡Ya estaba! Eso le satisfaría. ¿No había empezado todo el lío de la noche anterior porque su padre quería que fuera a ver las ovejas?
El aire, frío y húmedo, le golpeó en la cara al salir al exterior. Se subió el cuello de la chaqueta y se metió las manos en los bolsillos; luego se dirigió apresuradamente hacia el camino. Enseguida pudo ver el seto de espinos, descuidado y tenebroso, que marcaba el límite entre los campos y el páramo. Lentamente surgió una oscura figura entre la negrura del seto. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pudo reconocer a Jennifer.
—¡Ah, estás aquí! —dijo Robert—. No estaba muy seguro de que estuvieras dispuesta a levantarte tan temprano dos días seguidos.
—Claro que estoy aquí. Tenía miedo de que tú no vinieras —dijo Jennifer—. ¡Qué emocionante! Todo parece distinto, como si fuera nuevo, a estas horas.
Atajaron por el páramo, siguiendo un sendero apenas visible, hecho por el ganado. Como los animales, tenían que andar una detrás del otro, sin poder hablar; de todas formas, los dos caminaban enfrascados en sus propios pensamientos. Robert no encontró ningún rastro de las ovejas en aquella ladera de Ben Arden, pero pensó que sería más fácil buscarlas a la vuelta, cuando hubiera más luz. Además, era muy improbable que estuvieran tan lejos, al oeste de la montaña.
Llegaron a la cumbre de Ben Arden y abajo, a lo lejos, vieron el círculo de piedras. El sol había salido, inundando el cielo de color y brillando sobre el mar distante.
—¡Vamos! —la voz de Jennifer resonó mientras bajaba dando saltos por la hierba que cubría la ladera. Robert, contagiado por su optimismo, la siguió. Un pájaro salió volando de entre los mismos pies de Jennifer, que se detuvo asustada y dio un grito.
—¡Solo es una chocha! —dijo Robert riéndose de ella—. Hay muchas en el páramo.
—Ya lo sé —dijo Jennifer, ofendida—. Lo que pasa es que me ha sorprendido.
Redujeron el paso porque ya habían llegado al helechal, que en aquel lado de la colina crecía alto y espeso como una selva. Habían perdido de vista su objetivo. Cuando llegaron a la llanura, se encontraron sobre un terreno pantanoso, teniendo que retroceder en más de una ocasión. Cada vez estaban más cansados.
—¿Falta mucho? —preguntó Jennifer.
—Está detrás de aquella subida —dijo Robert.
Subieron la pendiente y allí, delante de ellos, estaba el círculo de piedras, solemne y un poco amenazador.
—Ahora que hemos llegado hasta aquí, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Jennifer, nerviosa, mientras se dirigían hacia las piedras.
—Excavaremos hasta encontrar las piedras enterradas, como hicimos ayer —contestó Robert.
Los papeles se habían invertido. Ahora era Jennifer la incrédula, aunque también la más asustada. Robert creía, pero estaba deseando comprobar lo desconocido. Sin demasiado entusiasmo, Jennifer se arrodilló entre las piedras y empezó a excavar con las manos. La tierra se desprendía con facilidad en el mismo lugar en que había sido removida el día anterior. Robert se arrodilló en el otro hueco, dejando una piedra entre ellos, y empezó a arrancar puñados de turba y raíces. Una alondra cantó en el cielo por encima de sus cabezas y a su espalda oyeron el dolorido canto de un zarapito.
La niebla se espesaba lentamente. Entonces solo era una débil humedad que rodeaba las piedras y unos frágiles jirones que, por encima del suelo, se unían para luego desaparecer. De repente, Robert notó el silencio. Ya no se oía el dulce canto de la alondra, ni el quejumbroso lamento del pájaro del páramo. Cuando miró hacia arriba, vio que la niebla cubría todo el círculo de piedras. Jennifer era tan solo una sombra grisácea de sí misma, que seguía excavando en el suelo para encontrar el bloque de piedra enterrado.
La humedad de la niebla empapaba a Robert, paralizando sus miembros y penetrando en lo más profundo de su ser con cada respiración. Sus manos chocaron con la piedra. Sintió el repentino impulso de llenar de tierra el agujero que acababa de hacer, cubriendo la piedra que había encontrado, pero el frío parecía haber llegado a su cerebro y ya no era dueño de sus pensamientos. Poco a poco, aquel frío entumecedor iba siendo reemplazado por la suave calidez del sol. El opresivo silencio fue roto por un murmullo que al principio no pudo identificar. Enseguida supo lo que era. Era el rumor de las olas al romper en la orilla.
Jennifer había dejado de excavar y estaba de pie a su lado. Sus ojos tenían la misma mirada extraviada y asustada que Robert había visto en ellos el día anterior. Miraron hacia el hueco del círculo en el que faltaba la tercera piedra. La niebla se iba disipando, desvaneciéndose bajo el sol. Y fue entonces cuando se dieron cuenta de que ya no estaban solos. Arrodillado entre las piedras, escarbando en el suelo, había un muchacho de pelo negro.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —musitó Jennifer.
Robert echó un vistazo a su alrededor. Nada era igual que antes. El interminable páramo que antes los rodeaba había sido sustituido por una espesa vegetación de árboles, matorrales y arbustos, parecidos a enormes rododendros —oscuros y tenebrosos— que se apiñaban en torno al círculo de piedras.
—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Jennifer.
—Escucha —dijo Robert—. ¿Qué oyes?
—Nada —contestó Jennifer, escudriñando con sus ojos azules los alrededores—. Solo el ruido que las hojas de esos horribles arbustos negruzcos hacen al agitarse.
—¿No oyes el mar? Desde las piedras de Arden nunca se oye el mar, sea cual sea la dirección en que sople el viento.
—¿Y qué? —preguntó Jennifer.
—¿No sabes lo que eso significa? Las piedras se han movido, como decía mi abuelo. Estamos atrapados en la niebla del tiempo.
—No puede ser —dijo Jennifer.
Lo único familiar en todo el paisaje eran las diez piedras verticales y los huecos de las tres que faltaban.
Robert anduvo lentamente, cruzó la hierba que alfombraba el centro del círculo y se dirigió hacia el muchacho que estaba arrodillado en el otro hueco. Más tarde, cuando se detuvo a pensarlo, Robert se quedó sorprendido al comprobar el escaso temor que había provocado en él la figura del joven.
Una vez que estuvo junto a él, Robert vio que iba envuelto en una especie de manta o capa de lana gris. Jennifer se había unido a Robert. Solo cuando sus sombras cayeron sobre el muchacho, este se dio cuenta de su presencia. Visiblemente asustado, se incorporó de un salto y se volvió hacia ellos.
Tenía el cabello largo y negro y el rostro curtido y cenceño. En él destacaban los pómulos prominentes y los ojos, muy oscuros, bordeados por largas pestañas. Rodaban lágrimas por sus mejillas. Ahora que estaba de pie, pudieron ver que debajo de la capa llevaba una túnica de una sola pieza, ricamente bordada, y unos pantalones holgados.
Los ojos del muchacho parpadearon. Robert se preguntó si le extrañarían sus pantalones y sus chaquetas. Luego, en voz alta y con un extraño acento, el muchacho les preguntó lentamente, como si midiera las palabras:
—¿Quiénes sois? ¿Habéis venido a matarme a mí también?
—No vamos a hacerte daño —dijo Robert con voz ronca y alterada, dejando a un lado su propio miedo para que el muchacho pudiera tranquilizarse—. ¿Por qué piensas eso?
—¿No sois de los bárbaros del otro lado del mar, de los que mataron a mi Hermano Elegido, Aetherix?
—No tenemos nada que ver con ellos —dijo Robert mientras echaba a su alrededor una mirada nerviosa. No le gustaba la manera en que el muchacho hablaba de matar, ni la voz tan extraña y serena con que lo hacía.
El muchacho se dirigió hacia Jennifer, como si quisiera tocarla, pero retrocedió.
—¿Sois de los Perdidos? —preguntó.
En el breve silencio que siguió a estas palabras, Robert volvió a oír muy cerca el rumor de las olas.
—¿Puedes decirme a qué distancia del mar estamos? —preguntó.
—¿Habéis venido del otro lado del mar? —preguntó el muchacho, repentinamente suspicaz otra vez.
—No —dijo Robert—. No tienes que tener ningún miedo de nosotros. No vamos a hacerte daño. Mira, necesitamos tu ayuda. Nos hemos perdido y creo que todo tiene algo que ver con estas piedras. Aunque supongo que a ti te parecerá imposible.
—¿Con el Círculo del Tiempo? —preguntó el muchacho.
—¿Vosotros lo llamáis así? ¿Por qué?
—Es muy antiguo. Ha visto el auge y caída de muchas civilizaciones, el ir y venir de mucha gente.
—¿Se mueven alguna vez?
—¿Moverse? ¿Las piedras, quieres decir? ¿Cómo iban a hacerlo?
—He oído el rumor de las olas al romper en la playa, pero las piedras están muy lejos del mar.
El muchacho movió la cabeza.
—Solo hay una estrecha franja de arbustos entre nosotros y la cima del acantilado. Pero seguramente es más fácil creer que es el mar el que se mueve, y no las piedras.
Jennifer, que hasta ese momento había estado escuchando asustada y silenciosa, rompió a llorar.
—No me gusta esto. Quiero irme de aquí.
El muchacho los miró preocupado y, olvidando su propia desdicha, dijo:
—Venid al otro lado del círculo y podréis compartir conmigo el pan de miel y contarme de dónde venís.
Atravesaron el círculo y se sentaron todos junto a una de las piedras. El muchacho buscó en uno de sus bolsillos, sacó un pequeño paquete envuelto en hojas y lo abrió. Dentro había varias láminas planas.
—Antes de empezar, creo que será mejor que sepamos nuestros nombres. Yo soy Kartan.
—Yo me llamo Robert. Y ella es Jennifer.
—Robert, Jennifer —repitió Kartan dándole a cada uno un pedazo de pan.
—Quizá sea mejor que no nos lo comamos —le dijo Jennifer a Robert en voz baja—. Tiene un aspecto muy raro.
—Me recuerda a las tortas de avena —comentó Robert, avergonzado por la falta de tacto de Jennifer—. ¿Con qué está hecho?
—Es nuestro pan de miel. Lo hacemos con nueces, miel, harina y frutos secos. Lo llevamos en todos nuestros viajes, y quita el hambre durante muchas horas. En estos bosques no hay demasiadas cosas para comer.
Robert probó un poco y descubrió que su sabor a nueces era bastante más apetitoso que su aspecto.
—Está muy bueno, de verdad —le dijo a Jennifer tranquilizadoramente. Jennifer lo mordisqueó con precaución.
—¿Qué clase de viaje estás haciendo? —preguntó Jennifer entre bocado y bocado.
—El viaje de verano —contestó Kartan—. Todos los veranos exploramos las tierras del norte para buscar artefactos y ver si encontramos a los Perdidos.
—¿Artefactos? ¿Los Perdidos? —repitió Robert con extrañeza.
—No entiendo de qué estás hablando —dijo Jennifer—. Es como si llegáramos en mitad de una película. No parece el principio. ¿Estabas aquí, en este círculo de piedra, excavando para buscar restos?
—No —contestó Kartan—. Aquí hay poco que encontrar. La mayoría de los restos proceden de la ciudad de Norsea, que permanece tal y como era antes de las inundaciones.
—¿Qué inundaciones? —preguntó Robert.
—Las de hace un centenar de años. No es posible que ignoréis los años de las grandes inundaciones —dijo Kartan, sorprendido—. Cuando los bloques de hielo se derritieron y subió el nivel del mar.
—¿Cuando los bloques de hielo se derritieron? —repitió Robert con tono perplejo.
—Nunca he oído hablar de inundación alguna en el siglo diecinueve —dijo Jennifer.
—En el siglo veintiuno —corrigió Kartan. El miedo que vio reflejado en sus ojos le hizo dudar un momento, antes de añadir—: Estamos en el dos mil ciento setenta y nueve.
A Jennifer se le cayó el pan de las manos y dio un grito ahogado. Robert dijo lentamente:
—Perdidos en la niebla del tiempo. Pero nunca pensé que estuviéramos en el futuro. Hubiera sido más fácil volver al pasado.
—¿Qué dices? —preguntó Kartan todavía extrañamente sereno—. ¿Quieres decir que venís del pasado?
La pregunta quedó en suspenso durante un buen rato. Luego, Robert contestó:
—De hace doscientos años. ¿Cómo podemos regresar?
Había muchas cosas que Kartan quería saber, pero Jennifer y Robert estaban tan aturdidos por la magnitud de lo que había sucedido, que parecían incapaces de entender la pregunta más directa. Finalmente, Kartan se dirigió a ellos, diciéndoles:
No debemos permanecer aquí más tiempo, no vaya a ser que vuelvan los bárbaros.
—¿Quiénes son los bárbaros? —preguntó Robert.
—Es un pueblo salvaje del otro lado del mar que nos atacó cuando viajábamos por las tierras de más al norte. Se llevaron prisioneros a muchos de los nuestros y siguen persiguiendo a los que consiguieron escapar, no dejándoles volver a casa. Yo estaba con los que escaparon, pero volví a la tumba de Aetherix. Es muy duro ser separado de tu Elegido.
—¿Lo mataron los bárbaros? —preguntó Robert.
—¿Y los tuyos lo enterraron aquí? —quiso saber Jennifer.
Kartan afirmó con la cabeza.
—Eso fue lo que vi antes —le dijo Jennifer a Robert. Estaba más tranquila, como si hubiera encontrado una secuencia lógica dentro de aquellos extraños acontecimientos—. Te dije que era una tumba. Es verdad que vi algo.
—Pero eso sucedió hace tres días —dijo Kartan—. ¿Lleváis aquí todo ese tiempo?
Jennifer movió la cabeza y luego preguntó:
—¿Y qué haces aquí si eso pasó hace tres días?
—He vuelto porque quería enterrar un dibujo junto a Aetherix. Es un dibujo de las piedras que él tanto amaba.
Kartan señaló las piedras con un gesto y, al hacerlo, Jennifer vio que tenía los nudillos de la mano derecha ensangrentados.
—¿Cómo te has hecho eso? —le preguntó.
—Me di un golpe con las piedras mientras excavaba.
Volviéndose hacia Robert, Jennifer dijo entusiasmada:
—¡La tercera piedra! Estaba excavando allí donde debería estar la piedra que falta.
Robert echó un vistazo al círculo de piedras. Kartan le había llamado el Círculo del Tiempo. Diez piedras verticales y tres enterradas bajo la tierra y las raíces. Las piedras, la niebla, las leyendas recordadas a medias… Estaba empezando a reunir todas las piezas, cuando un ligero movimiento entre los arbustos que rodeaban el círculo, muy cerca de donde habían encontrado a Kartan arrodillado, atrajo su atención. Por detrás de una de las piedras apareció una cara con barba.
—¡Alguien nos está vigilando! —dijo.
Kartan miró a su alrededor. Dando un salto, desapareció por detrás de la piedra que tenía más cercana y corrió hacia la oscuridad del bosque, gritando:
—Corred, corred. Es uno de ellos. Uno de los bárbaros.