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ME parece una locura —dijo la señora Guthrie con voz preocupada—. Terminarás llegando tarde a la escuela o perdiéndote.

—No llegaré tarde y, por supuesto, tampoco me perderé —prometió Robert. Luego, cogió el macuto y salió de casa apresuradamente antes de que su madre pudiera añadir nada más.

La señora Guthrie lo siguió con la vista y lo vio alejarse corriendo por la irregular vereda que descendía hasta el camino principal. Alta, delgada, con el cabello gris retirado de la cara y recogido en un apretado moño, permaneció así incluso después de que el muchacho desapareciera de su vista tras el polvoriento seto de espino.

—Levantarse a estas horas de la mañana para hacer un dibujo de esas piedras —murmuró para sí misma moviendo dubitativamente la cabeza—. Como si no pudiera dibujarle al abuelo la casita o la montaña…

Pero sabía muy bien que un dibujo de la casita o de la montaña no hubiera satisfecho al anciano. Eran las piedras de Arden las que le interesaban; incluso podría decirse que le obsesionaban.

El anciano era su padre, Dougal Ballentyne, y había vivido toda su vida en una pequeña casita al otro lado de la montaña, entre East Sands y el páramo, a unos pocos kilómetros del antiguo círculo de piedra llamado «las piedras de Arden». El páramo le había proporcionado una vida austera —turba para el fuego y pasto para el ganado—, pero la arena había sido siempre su principal enemigo. El viento del norte la tenía en continuo movimiento. Poco a poco, había ido cubriendo la mayoría de sus tierras y amenazaba con hacer lo mismo con la casa.

El gobierno había intervenido, proporcionándole una nueva vivienda protegida en Baldry, cerca de las tiendas, la taberna y la iglesia. Cualquiera podría pensar que estaría encantado de vivir en una casita nueva, rodeada por un pequeño jardín en vez de por un desierto de arena. Y, sin embargo, no estaba contento. No se cansaba de decir que ya no podía ver las piedras iluminadas por los primeros rayos del sol.

Por eso Robert le había prometido que le haría un dibujo de las piedras brillando la salida del sol. Y podía hacerlo. Robert dibujaba muy bien.

La señora Guthrie suspiró profundamente y volvió a entrar en la cocina. Echó un poco de carbón al fuego, abrió el tiro para que se calentara el agua y se dispuso a recoger las cosas del desayuno. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que seguía pensando en las piedras. ¿Quién las había puesto allí por primera vez? ¿Por qué habían tenido tanta influencia en la gente? Intentó recordar las historias que su padre contaba sobre ellas. Solo eran cuentos de hadas, por supuesto. Y a pesar de todo… Una vez, cuando ella era todavía muy pequeña, tan pequeña que apenas sabía andar, se había perdido en el páramo y la niebla la había envuelto. Varias horas después, cuando la encontraron, estaba arrebujada en una capa gris, de un tejido suave y extraño, que no era suya…

Pero tenía muchas cosas que hacer. El señor Guthrie, su marido, había ido al mercado de ganado. ¡Ni siquiera había ordeñado las vacas! La señora Guthrie dejó de pensar en las piedras y se dirigió resueltamente hacia el establo.

Robert había subido la ladera de Ben Arden, la elevada montaña que separaba el valle de North Sea. Una vez que hubo salido de la nube que envolvía en una húmeda neblina las tierras altas, se detuvo a contemplar el páramo, que se extendía a sus pies desierto y remoto, el camino que llevaba a las arenas y el mar distante y lejano. Más tarde, con la llegada del verano, el páramo se vestiría de rosa y púrpura, floreciendo con el calor; pero ahora era una alfombra de castaños apagados y suaves verdes, salpicada de vez en cuando por las manchas negras de las turberas. Ligeros jirones de niebla se agarraban a las hondonadas y Robert pudo ver el círculo de piedra, diminuto e insignificante, empequeñecido por la inmensidad del páramo. Estaba muy lejos. Tendría que darse prisa.

Descendió corriendo, atravesando los helechos. Al llegar al nivel del suelo, disminuyó el paso y eligió cuidadosamente el camino. En algunas zonas el terreno era peligroso. Aquellas esponjosas bandas de esfagnos[1] de color verde brillante y aspecto sólido podrían ceder bajo su peso, y se lo tragaría el pantano. Aunque se arañara las piernas, era mejor continuar por las matas de brezo.

De vez en cuando se detenía a mirar las florecillas —rocíos de sol, gamonitas y orquídeas—, tan extrañamente delicadas en medio del brezo y los toscos helechos. Pero no podía entretenerse demasiado porque el sol no esperaría; además, tenía que llegar a tiempo a la escuela, aunque la verdad es que no era eso lo que más le preocupaba.

Subió un pequeño repecho, arrastrando la pierna derecha como siempre que estaba cansado. Desde allí, en una hondonada con forma de plato que tenía delante, pudo ver las piedras. Eran diez enormes bloques rectangulares.

Por su disposición, parecía que alguna vez habían sido trece, ya que había tres huecos: dos casi juntos, separados por una de las piedras, y el tercero enfrente, al otro lado del círculo. Las piedras eran de granito, como todas las que salpicaban el descarnado terreno que cubría la inclinada ladera de Ben Arden, y yacían diseminadas en forma de grandes cantos por todo el páramo. Aunque toscas y angulosas, daban la impresión de haber sido cuidadosamente seleccionadas y colocadas en el círculo, con alguna finalidad desconocida, por personas ya desaparecidas. Era como si el espíritu y la memoria de aquella gente permanecieran todavía adheridos a las piedras, distinguiéndolas de las otras que había en el páramo.

Robert miró las piedras con disgusto, comparándolas después con las de su dibujo. Las suyas no parecían suficientemente sólidas ni suficientemente antiguas. «¿Cómo puede conseguirse que una piedra parezca antigua?», se preguntó desilusionado. Se divertía mucho dibujando cuando no tenía que preocuparse demasiado de cómo salían las cosas, pero últimamente veía mentalmente todo con una claridad que luego era incapaz de plasmar en sus dibujos. Si pudiera ayudarle alguien… —dándole clases, por ejemplo—, pero no tenía ninguna esperanza. Por lo menos mientras su padre no cambiara de actitud. Dibujar estaba muy bien cuando era más pequeño —y de hecho le había ayudado a entretenerse durante su larga enfermedad—, pero, ahora que ya tenía once años, su padre pensaba que debía dedicar todo su tiempo a trabajar en la granja. Solo porque él estaba fuera, había conseguido que su madre le permitiera llevar a la escuela los lápices de dibujo. No se le volverían a presentar muchas oportunidades así. Tenía que hacer un buen dibujo.

Con un suspiro de irritación, Robert volvió a mirar las piedras una vez más, pero inmediatamente se olvidó del dibujo. Junto a una de las piedras había una niña alta, delgada, con el pelo rojizo brillando al sol. Por un breve instante, Robert pensó que era uno de los shape-shifters[2] o incluso una bean-night[3] de los cuentos de su abuelo. Parecía haber salido del suelo. Pero la visión se desvaneció rápidamente cuando se dio cuenta de que era Jennifer Crandall, que iba a su mismo colegio y estaba en un curso superior al suyo.

Aparentemente, había tenido alguna dificultad para llegar hasta el círculo. Llevaba los pantalones y las zapatillas llenos de barro —quizá por eso Robert había llegado a pensar que había salido directamente del suelo— y la cara llena de manchas, que sin duda se había hecho ella misma al intentar recogerse el cabello con las manos sucias. Aunque la mañana todavía era fresca, estaba acalorada y sudorosa, y jadeaba como si hubiera corrido la mayor parte del camino.

Jennifer acababa de llegar a Locharden, pero ya era muy conocida. Por un lado, su cabello rojo hacía que no pasara desapercibida con facilidad, y por otro, era americana. Su padre trabajaba en la North Sea Oil Company[4]. Su familia no había encontrado casa ni en Aberdeen ni en Dundee y se había tenido que confirmar con alquilar la antigua granja Taylor, un poco más abajo que la de los Guthrie.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Jennifer una vez que se hubo recobrado de la sorpresa de ver a alguien en aquel solitario lugar—. Te había confundido con una oveja.

Robert notó que se ponía colorado. Nunca se le ocurría nada que decirle a la gente, especialmente si eran chicas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Robert Guthrie.

—Yo soy Jennifer Crandall.

—Ya lo sé —dijo Robert.

—¿Cómo lo sabes? ¿Vas a la escuela de Locharden?

—Vamos en el mismo autobús. Algunas veces lo cojo en el valle que hay cerca de tu casa.

—¿Cómo es que no nos hemos visto nunca?

Robert se encogió de hombros imperceptiblemente. Podía haberle dicho que si nunca se había fijado en él era porque siempre estaba muy ocupada intentando causarle una buena impresión a Danny Lowrie.

Pero también podía haber sido por la facilidad con que Robert pasaba desapercibido. Cuando sus compañeros hacían equipos para jugar al fútbol, nadie se fijaba en él hasta que era el único que quedaba.

—¿Qué estás dibujando? —preguntó Jennifer cruzando el círculo para ver el cuaderno. Robert hubiera preferido no enseñárselo, pero, antes de que pudiera darse cuenta, Jennifer se lo quitó de las manos y lo examinó minuciosamente.

—¡Oye, está muy bien! ¡Ojalá dibujara yo así!

Robert recogió el dibujo y, sin decir ni una palabra, lo guardó apresuradamente en el macuto.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Quería estar aquí a la salida del sol —contestó Jennifer—. Pero aquí el sol sale muy pronto. La única forma de poder verlo sería quedarse toda la noche, pero supongo que mi madre no me dejaría. Si supiera lo temprano que me he levantado esta mañana, se enfadaría; pero estoy segura de que no me ha visto.

—¿Para qué quieres estar aquí a la salida del sol?

—¿No sabes qué día es hoy?

Imagen 01

—Jueves —contestó Robert después de pensarlo durante un momento—. Ayer fue miércoles, el día del mercado de ganado.

—Quiero decir qué fecha —dijo Jennifer con impaciencia—. Es veintiuno de junio, el día del solsticio de verano.

—¿Y eso qué tiene de especial? —preguntó Robert, confuso.

—¿No sabes que la gente se reúne en Stonehenge la mañana del solsticio de verano para ver la salida del sol sobre Heel Stone?

—¿Y creías que aquí pasaría lo mismo?

—No, claro que no. Pero la disposición de las piedras podría estar relacionada con el solsticio de verano. Las personas que construían este tipo de círculos adoraban el sol y la luna, y a veces colocaban así las piedras para marcar las estaciones, predecir los eclipses y cosas por el estilo.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuvimos en Stonehenge la primera vez que vinimos aquí. Además tengo un libro que trata de eso. Voy a ser arqueóloga.

—Bueno, pero esto no es Stonehenge.

—Precisamente por eso he decidido venir. La gente siempre ha sentido curiosidad por Stonehenge, y se han hecho excavaciones en aquella zona desde hace mucho tiempo. Voy a descifrar el misterio de las piedras de Arden.

—No hay nada que descifrar. Solo son diez piedras.

—¡Trece! —dijo Jennifer con voz triunfante—. ¿Ves aquellos huecos? Originalmente, el círculo tenía más piedras, y eso es muy importante. Una por cada mes lunar del año. Probablemente su calendario empezara el día más largo. Por eso quería estar aquí a la salida del sol, para observar. Tú que vives aquí, ¿qué sabes de las piedras?

—Bueno —empezó lentamente Robert—, al que habría que preguntárselo sería a mi abuelo. Ahora vive en Baldry, pero antes vivía en una casita cerca del mar. Sabe muchas historias de otras épocas. Dice que, una vez cada cien años, las piedras se trasladan a un acantilado que hay sobre el mar, y que a las personas que las ven moverse les pasan cosas terribles.

—Eso solo son supersticiones —dijo Jennifer con desprecio—. En lugares como este siempre las hay. Pero eso no es arqueología. Lo que tenemos que hacer es excavar para buscar objetos y hacerles la prueba del carbono-14[5].

Robert se sentía molesto. Además, no sabía muy bien qué quería decir Jennifer con eso del carbono-14.

—No encontrarás nada excavando en un pantano —afirmó tajantemente.

—Para empezar, a lo mejor encontramos las piedras que faltan —dijo Jennifer y se dirigió hacia uno de los huecos y empezó a arrancar puñados de tierra negruzca.

—No vas a encontrar nada aquí —afirmó Robert, mirándola—. Lo más seguro es que se las hayan llevado hace mucho tiempo.

—¡No seas tonto! ¿Para qué iba a venir alguien hasta aquí a llevarse las piedras? —preguntó Jennifer—. Es bastante más probable que se hayan caído y la tierra y la vegetación las hayan ido cubriendo poco a poco.

Robert la miró con el ceño fruncido, pero Jennifer continuó tirando con fuerza de las resistentes raíces y excavando en la tierra negruzca. No podía soportar que estuviera tan segura de sí misma.

—No creo que los verdaderos arqueólogos excaven así —dijo Robert—. Una vez vimos en el colegio una película y utilizaban cucharillas y limpiaban todo con un cepillo de pelo de camello para no dañar nada.

—Depende de lo que busquen —puntualizó Jennifer—. Estamos intentando encontrar bloques de piedra de unos tres metros y medio cada uno. ¡No querrás hacerlo con una cucharilla! ¿Por qué no pruebas a excavar en el hueco que hay al lado de aquella piedra?

Robert se arrodilló de mala gana y empezó a arrancar puñados de brezo, tierra negruzca y raíces. Era una pérdida de tiempo; pero, con Jennifer rondando por allí, no pensaba seguir dibujando.

Agachado sobre el suelo, Robert sintió un repentino escalofrío, como si una nube hubiera cubierto el sol. Se estremeció y vio una espesa niebla que se arremolinaba alrededor de las piedras. Robert estaba acostumbrado a que la niebla cubriera rápidamente aquella zona del páramo, pero nunca había visto nada igual. Generalmente, avanzaba desde el noroeste, formando un sólido bloque, como una nube baja, pero esta niebla parecía rezumar del suelo, salir de las propias piedras. Se volvió para comentar con Jennifer su extrañeza y, aunque estaba solo a unos dos metros y medio de ella, lo único que pudo ver fue una figura insólita, fantasmal, arrodillada entre dos piedras verticales. Estaba tan absorta escarbando en la tierra, que parecía no darse cuenta del repentino cambio del tiempo.

—¡Robert! He encontrado algo —la voz de Jennifer se perdió entre la niebla.

En ese mismo instante, los nudillos de Robert rozaron algo duro. La niebla era ya tan densa que le impedía ver a Jennifer. El frío, el silencio y la soledad le asustaron. Casi sin pensarlo, tapó con tierra el trozo de piedra que acababa de descubrir, apretándola después con fuerza.

La niebla se disipaba, haciendo remolinos, alejándose; no parecía haber viento. Solo una tensa espera flotaba en el ambiente.

Y fue entonces cuando Robert volvió a ver a Jennifer con claridad. Tenía la cara muy pálida y en sus ojos oscuros había una mirada extraña, extraviada. Cuando se dirigió a él, su voz sonó ronca y tensa.

—¿Qué ha pasado? —murmuró—. ¿A dónde se han ido? ¿Quiénes eran?

Moviendo lentamente la cabeza, Robert dijo:

—No he visto a nadie. Solo niebla. No había nadie más.

—¡Sí! —insistió Jennifer—. Había varias personas excavando allí, en el hueco que hay entre aquellas piedras. Estaban arrodillados en el suelo, cavando. Habían hecho un agujero enorme. Pude verlas a través de a niebla.

Para entonces, había desaparecido hasta el último jirón de niebla y el cielo volvía a ser azul. Robert se incorporó y, cruzando el círculo, se dirigió hacia el hueco. Miró al suelo. Estaba completamente liso, como si nadie lo hubiera removido. Jennifer permaneció detrás de él, temblando ostensiblemente.

—Aquí no ha excavado nadie —dijo Robert—. Tú misma puedes verlo.

—¡Pero había varias personas! Tienes que haberlas visto tú también. Estaban excavando en el suelo con las manos y con palas.

—¿Te vieron a ti? —preguntó Robert.

—Creo que no —contestó Jennifer lentamente—. Estaban demasiado atareadas cavando el agujero. Parecía…, bueno…, parecía una tumba —al decir estas palabras, Jennifer estalló en lágrimas—. Estoy asustada —sollozó—. No me gusta este sitio.

Robert permaneció inmóvil, sin saber qué decir ni qué hacer. Por lo menos, el ruidoso llanto de Jennifer sirvió para disipar la tensión y la sensación de irrealidad que flotaban en el ambiente. Robert recogió el macuto, se lo echó a la espalda y dijo:

—Creo que deberíamos irnos; si no, vamos a llegar tarde a la escuela.

Estas triviales palabras parecieron liberarlos de una especie de encantamiento. Llegar tarde a la escuela era una preocupación habitual, cotidiana, a la que ambos podían enfrentarse sin dificultad.

—¿Qué hora es? —preguntó Jennifer.

—Las siete y cuarto —contestó Robert—. Pero tardremos más de una hora en atravesar el páramo, bajar la ladera de Ben Arden y llegar hasta la parada de autobús de Baldry Road.

—Antes tendré que ir a casa a cambiarme —comentó Jennifer mirándose con tristeza los pantalones y los zapatos—. Además, si no aparezco a la hora del desayuno, mi madre querrá saber qué ha pasado. Ni siquiera le dije que iba a salir.

—No te va a dar tiempo a cambiarte, desayunar y coger el autobús a tiempo.

—Si lo pierdo, mi madre me llevará en el coche. Ya lo ha hecho otras veces. Si quieres, te llevará a ti también. Podrías venir a casa a desayunar con nosotras.

—Tengo un bocadillo de jamón en el macuto —dijo Robert—. Me lo comeré mientras espero el autobús.

—¿Haces esto con frecuencia? ¿Vas a algún sitio antes de ir a la escuela? —preguntó Jennifer.

Robert negó con la cabeza.

—Es la primera vez. Mi padre está fuera de casa. Ha ido al mercado de ganado. Era una buena oportunidad. Por la mañana temprano es la única hora del día en que hay una luz apropiada para dibujar las piedras.

—¿No puedes venir cuando está tu padre en casa?

Robert se abrió camino con cuidado por el terreno pantanoso.

—El piensa que dibujar es una pérdida de tiempo. Para él, todo lo que no tenga que ver con el trabajo de la granja es una pérdida de tiempo.

Penetraron en una selva de helechos, casi tan altos como ellos, y durante un buen rato ascendieron en silencio. Robert iba arrastrando el pie y casi no podía respirar, pero, como no quería admitir ante Jennifer que necesitaba descansar, se esforzaba para continuar.

Finalmente, cuando salieron de los helechos y llegaron a la cima de la colina, Jennifer se dejó caer sobre la hierba. Robert se derrumbó a su lado.

—¿Cómo sabías que las piedras estaban allí? —preguntó Robert una vez recuperado el aliento.

—Un fin de semana, cuando papá estaba en casa, fuimos dando un paseo desde el páramo hasta la costa y pasamos junto a ellas. Muchos fines de semana nos dedicamos a andar. Me encantan tus montanas escocesas.

—No pensarías lo mismo si tuvieras que correr detrás de las ovejas haga el tiempo que haga —dijo Robert con dureza—. Intenta pasear por estas montañas en febrero o marzo, buscando corderitos en medio de la ventisca.

—O la niebla, supongo —dijo Jennifer levantándose y estirándose.

—¿Qué fue exactamente lo que viste entre la niebla? —preguntó Robert, incapaz de contener por más tiempo la pregunta.

—Nada —dijo Jennifer mirándole con tranquilidad—. He estado pensándolo. Lo más probable es que me lo haya imaginado. Después de todo, tú no viste nada.

—Allí pasan cosas muy raras. Mi abuelo…

—¡Tú y tu abuelo! —exclamó Jennifer, irritada—. Me interesa lo real, no un montón de cuentos de hadas.

—Pero tú viste algo —insistió Robert—. Se te notaba en la cara.

—Cállate —dijo Jennifer a punto de echarse a llorar—. ¿No te das cuenta de que no quiero hablar de ello? Y no creas que eso significa que hay algo de qué hablar. Fue solo un… un espejismo. Como agua brillando en la carretera los días de calor.

Jennifer se dio la vuelta y echó a correr ladera abajo, manteniéndose lo suficientemente alejada de Robert como para que este no pudiera seguir haciéndole más preguntas.

Siguieron bajando por el camino que llevaba en una dirección a casa de los Guthrie, y en otra, a la granja Taylor y la carretera principal. Robert salió a ella para esperar el autobús, y Jennifer volvió a la casa de labranza. No repitió su invitación a desayunar. Si lo hubiera hecho, Robert habría aceptado. Quería que fueran amigos.