Un cuento de hadas, hace siete años.
«Por esta calle nunca pasan desconocidos —pensaron al mismo tiempo las dos hermanas al ver acercarse a aquel hombre con paso cansino—. Y menos, desconocidos con traje». En mitad de la nada, nada justificaba su presencia. Pero ahí estaba, levantando una nube de polvo a cada paso, con sus pantalones impecablemente planchados. Mirándolo intrigada, la hermana mayor subió hasta la verja blanca, mientras la pequeña terminaba un polo de cereza medio derretido por el sol del mediodía.
Cuando por fin llegó ante ellas, el hombre las saludó con la cabeza.
—Hola, pequeñas —dijo con voz suave. El sol se reflejaba en su cabello rubio y lacio y pincelaba sombras sobre su rostro de arrugas incipientes.
—Tengo once años —le recriminó la hermana mayor, alzando el mentón.
—Ustedes disculpen, «señoritas» —rectificó riendo.
La hermana mayor se giró en respuesta, haciendo ver que no lo estudiaba mientras su vestido de fiesta revoloteaba como una flor roja a su alrededor. Al verla, el hombre cambió de semblante: los ojos se le ensombrecieron, forzó aún más la sonrisa y se relamió en un gesto que tensó todos los músculos de la niña. Se detuvo en seco y agarró la mano de su hermana, pringosa del palo del helado que ahora esgrimía ella como un arma.
—¿Está vuestra madre en casa? —preguntó el hombre mientras recuperaba la expresión amable.
—Nuestra madre no vive aquí —respondió la hermana pequeña mientras daba patadas a un diente de león—. Tienes los ojos raros —añadió, entornando los suyos para mirar la cara del desconocido a contraluz. Tenía las pupilas siena oscuro, como la sombra marrón rojiza que proyectan las hojas de los árboles en otoño.
—¡Chiss, Rosie! —la riñó su hermana mientras daba un paso atrás.
—Tranquila, no pasa nada. Son para ver mejor vuestros bellos rostros, preciosas. ¿Está vuestro padre entonces? ¿O algún hermano?
La hermana mayor negó con la cabeza, y sus rizos negros le barrieron los hombros.
—Pero nuestra abuela sí que está.
—¿Podríais ir a buscarla?
La hermana mayor dudó y lo miró otra vez de arriba abajo. Al final asintió y se volvió hacia la pequeña casa que tenía detrás.
—¡Oma March! ¡Ha venido un hombre!
No hubo respuesta.
—¡Oma March! —gritó más fuerte.
La puerta se abrió de par en par contra la hilera de gerberas plantadas junto a la entrada. Oma March salió de la casa. Llevaba un delantal de margaritas salpicado con la harina de la tarta que estaba preparando para la fiesta de cumpleaños de un niño vecino. Tras ella salieron los sonidos de la televisión, y la música de El precio justo se superpuso al canto de los gorriones de los árboles cercanos.
—Scarlett, cariño, ¿qué pasa? —preguntó con calma. Oma March no se alteraba fácilmente.
Scarlett estiró a Rosie hacia la casa.
—Ha venido un hombre, un desconocido —dijo con tono de advertencia mientras entraba en la casa rozándose con su abuela. Rosie se sentó de inmediato delante del minúsculo televisor de la cocina, pero Scarlett se quedó rezagada tras la ancha silueta de Oma March. Seguía sujetando con fuerza el palo rojo del helado.
—¡Ah! —dijo Oma March mirando con sorpresa al desconocido. Se quitó el delantal y dejó al descubierto los vaqueros que llevaba.
—Buenas tardes, señora. Soy representante de Hanau Citrus Grove. Queremos ampliar nuestro negocio vendiendo cítricos a domicilio. Entrega entre tres y seis semanas y pago contra reembolso. ¿Me permite que le enseñe nuestro catálogo?
—¿Cítricos? ¿Naranjas y eso? —preguntó Oma March con su acento alemán. Le hizo un ademán para que se acercara. El hombre abrió la verja blanca y avanzó hacia ella tendiéndole la mano.
—Sí, señora. Naranjas, pomelos y mandarinas —respondió. Mientras le daba la mano con fuerza, la manga de su chaqueta azul marino retrocedió y dejó al descubierto una curiosa marca negra en su muñeca.
Scarlett entornó sus verdes ojos para mirar mejor. Parecía una flecha mal hecha, similar a los tatuajes que tenía el leñador que vivía más abajo, pero como si formara parte de la piel.
Oma March siguió la mirada de Scarlett e inmediatamente apretó los labios. El aire se detuvo. Los ojos brillantes del vendedor se nublaron con la misma expresión sobrecogedora que habían adoptado antes al mirar a Scarlett.
—No necesitamos, gracias —dijo, con tono súbitamente grave.
Al principio nadie se movía, y a Scarlett le recordó la forma en la que los perros se quedan completamente quietos antes de lanzar un ataque. El vendedor volvió a relamerse y miró a Oma March a los ojos durante un largo momento, antes de que su boca se torciera en sonrisa con una mueca lenta y progresiva.
—¿Está segura? —preguntó mientras Oma March cerraba la puerta.
En cuanto puso el cerrojo, Oma March se volvió hacia las niñas, con el rostro empalidecido y los ojos verde claro grandes y redondos. Scarlett retrocedió, asustada de ver a su abuela con una expresión tan extraña. El palo del helado cayó al suelo.
—¡Versteckt euch! —exclamó en voz baja, señalando apremiante hacia su dormitorio en la parte de atrás de la casa. Escondeos, escondeos, deprisa.
Rosie dejó la televisión y cogió nerviosa la mano de su hermana. Scarlett quiso preguntar a su abuela qué ocurría, pero, antes de que encontrara las palabras, al otro lado de la puerta de entrada se oyó un aullido roto y gutural. Sintió cómo se le helaba la sangre.
Oma March cruzó un travesaño de madera sobre la puerta y, tras pasarla en volandas sobre la cabeza de las niñas, apuntaló una de las sillas amarillas de la cocina contra el pomo justo antes de que éste empezara a girar furiosamente.
—Schatzi, cariños míos, ¡no dejaré que os coja! —murmuraba entre dientes, como una oración. Corrió hasta el teléfono y empezó a marcar.
»¿Charlie? ¡Charlie, ha venido uno de ellos! ¡Está fuera! —dijo en voz baja y desesperada a Pa Reynolds, el leñador de la misma calle—. Charlie, por favor, ¡ven corriendo! —le suplicó. Colgó el auricular en el teléfono verde caqui y empezó a empujar el sofá con su cuerpo para apoyarlo también contra la puerta.
De nuevo se oyó un aullido profundo y prolongado, seguido de arañazos frenéticos en la puerta.
Oma March se volvió bruscamente hacia sus nietas, con ojos llorosos y suplicantes.
—¡Scarlett! —gritó—. ¡No te preocupes por mí! ¡Llévate a Rosie y escondeos!
Scarlett asintió, apretó la mano de su hermana y la arrastró hasta la habitación de su abuela. Dio un portazo tras ellas. Se acurrucaron en el rincón que quedaba entre la cama y la estantería, hechas una madeja de piernas y brazos, entre el aroma fresco de la colada y el almizcle de viejos libros de filosofía. Fuera se oía el ruido de Oma March intentando arrastrar el sofá. Otro aullido profundo y prolongado, seguido de un golpe seco y el sonido de lluvia que hacían las astillas de la puerta al caer.
Oma March gritó desesperada en alemán, pero su voz desapareció bajo los golpes sordos de los muebles contra el suelo, la tapicería rasgada y el ruido de las cazuelas. Scarlett se mordió tan fuerte el labio inferior que le salió sangre.
Y después el silencio: un silencio espeso y sobrecogedor que invadió la casa y ahogó el griterío de los concursantes de El precio justo.
Las hermanas se abrazaron muy fuerte, como las dos imágenes de un espejo, tan apretadas que sus corazones se fundían en un solo órgano latiendo entre las dos. Rosie enredaba sus pequeños dedos en los cabellos espesos y negros de Scarlett y escondía la cara en su cuello. Scarlett la tranquilizaba acariciándole la cabeza con una mano mientras con la otra tanteaba bajo la cama buscando algo, cualquier cosa, que le pudiera servir para defenderse. Algo mejor que un palo de helado. Se estremeció cuando vio la sombra bajo el resquicio de la puerta. Al final, sus dedos encontraron bajo la cama el suave mango de un espejo de mano.
Al otro lado de la puerta, la sombra empezó a pasear de un lado a otro, deteniéndose cada pocos pasos con un gruñido entrecortado y el ruido de garras arañando el suelo de tablones. Scarlett miraba hipnotizada, hasta que el movimiento se interrumpió de pronto y ahogó un grito. La sombra empujaba la puerta de madera con tanta fuerza que parecía que iba a saltar en pedazos bajo su peso. Rosie gritó y Scarlett golpeó el espejo contra la mesilla de noche para romperlo. Con mano temblorosa, extrajo del marco el trozo de vidrio más grande.
El pomo de aluminio empezó a girar tan despacio que por un momento Scarlett creyó que sólo era Oma March que venía a echarles un vistazo como solía hacer cada noche antes de acostarse. Scarlett cerró los ojos con fuerza. «Es sólo Oma March, yo no estoy aquí, Rosie no está aquí, estamos en la cama». Pero cuando la puerta cedió, los volvió a abrir y apretó los dientes al ver cómo los mofletes de Rosie seguían temblando de miedo. La puerta se abrió un poco más, y un poco más, y la luz entró a buscarlas en la oscuridad. El corazón fundido de ambas latió desesperado cuando la puerta se abrió del todo y la luz las iluminó, sin dejarles la menor posibilidad de esconderse de la silueta aparecida en el umbral.
Era «él», el vendedor… pero al mismo tiempo no lo era. Todavía tenía aquel cabello rubio brillante, pero lo tenía disperso por el cuerpo, como las manchas de una enfermedad. Tenía los ojos enormes y hundidos, y la boca, retorcida y distorsionada como si le hubieran estirado la cara desde las comisuras hasta romperla, mostraba filas de colmillos largos y afilados. La espalda, arqueada como si estuviera rota, encorvaba los hombros y le torcía los pies hacia dentro. Unos pies… con horribles garras largas como anzuelos que dejaban profundas muescas en los tablones del suelo según se iba acercando a las niñas.
Se agachó para poder pasar por la puerta y, en una transformación final, perdió los últimos rasgos que le habían hecho parecerse remotamente al vendedor del traje azul, que le habían hecho parecer remotamente humano. La nariz se le volvió larga y canina, los labios se ensancharon aún más. Se tambaleó hacia delante y plantó las dos manos —no, las dos patas— sobre el suelo. Todo el cuerpo se recubrió de pelo grueso y grasiento. Y aquel olor. Aquella cosa —el lobo— desprendía un hedor putrefacto, de cadáver, que revolvió el estómago de las hermanas. Las miraba hambriento, con una adoración perversa en sus ojos.
Scarlett tragó saliva y apretó tanto el trozo de espejo en la mano que se cortó. Reprimió las lágrimas que le asomaban mientras sentía la energía de sus piernas pidiéndole que echara a correr y oía al presentador del concurso gritar el precio de un comedor como si nada fuera mal, como si no pudiera ver la silueta de su abuela desplomada en el suelo junto al monstruo.
Scarlett miró fijamente a los ojos color siena del monstruo y éste ladeó su sarnosa cabeza. Sin apenas saber lo que hacía, empujó a Rosie bajo la cama y se puso en pie de un salto, esgrimiendo el trozo de espejo como un cuchillo. Dio un paso adelante, luego otro, hasta que estuvo tan cerca del monstruo que el hedor putrefacto que desprendía su boca casi la ahoga. El lobo abrió sus enormes fauces, enseñándole los dientes y colmillos y una larga lengua sanguinolenta. Un pensamiento se apoderó de la mente de Scarlett, y lo repitió una y otra vez hasta que se convirtió en una salmodia, una plegaria: «Ya no queda nadie más para luchar. Tendré que matarte yo».