Un cuento de hadas, siete meses después.
Las hermanas andan despacio. Llevan bolsas en las manos, y el sol del mediodía les golpea las nucas despiadadamente. Scarlett se detiene para echar unas monedas a un vagabundo que toca la batería mientras Rosie se para a contar el dinero de su bolsillo. Piensan la una en la otra, como casi siempre. Alcanzan sus destinos simultáneamente; Rosie, en el andén de una estación de tren arrastrando el equipaje, y Scarlett, pidiéndole a uno de los yonquis que le abra la puerta del apartamento.
Hay cartas junto a la puerta de Scarlett, y parece que alguien ya ha andado rebuscando entre ellas. Coge las que quedan: no sabe por qué, pero siempre se dejan las más importantes. Las de Rosie. Da una patada a la pesada puerta de madera y deja caer las bolsas dentro del apartamento para romper el papel con ilusión.
La letra inclinada le cuenta que Silas continúa con las clases de guitarra —y que sigue sin dársele bien— y que Rosie continúa practicando con todas las viejas recetas de Oma March —y que sigue sin dársele bien. Scarlett sonríe y pone la carta sobre la mesa del comedor junto con las otras. Hay cientos de ellas, llenas de rosas, cisnes y ranas de papel. Vienen de distintas ciudades: San Francisco, Phoenix, Boston, Nueva York. Silas vendió la casa de su padre para que él y Rosie pudieran tener dinero para visitar y arreglar las cosas con sus hermanos, para perderse a propósito en lugares extraños y para comer productos locales e ir de la mano mientras exploran juntos el mundo. Sus vidas se resumen en una pregunta impaciente: «¿Adonde vamos ahora?», y la de Scarlett, en una respuesta contundente: «Aquí es donde me necesitan».
Las hermanas apenas se llaman, porque siempre que se oyen la voz al teléfono, se dicen lo mismo: «Te quiero, te echo de menos, ¿nos estaremos equivocando?». Y ambas conocen la respuesta a la pregunta. No, no es una equivocación. Es la dura, y quizá cruel, necesidad.
Rosie sonríe cuando ve a Silas acercarse, con dos billetes de tren en las manos. Abandona la maleta y la abraza. Se besan como los amantes de una película antigua, como dos personas a las que no les importa que las vean. Rosie se ríe como una niña y él la mira con adoración, como la cosa más bella que nunca ha visto y con miedo de que, si parpadea, desaparezca. Ella le acaricia el cabello de la nuca y sonríe en el momento en que el tren entra en la estación.
Scarlett sube la escalera hasta la azotea. Esta noche será una buena noche para cazar. El deseo de salir a la calle la empuja ya como un viejo amigo. Se queda observando la ciudad. «¿Adonde iré esta noche? ¿A quién protegeré, a quién defenderé?» Se recoge el pelo en una cola de caballo mientras mira las calles que tiene a los pies. Sus calles, su obligación y su pasión. Ya anochece. Baja la escalera apresuradamente y se prepara para salir temprano. El apartamento ya no es lo era; Scarlett ha colgado los centenares de decoraciones, dibujos y complicadas figuritas de papel que Rosie le ha mandado, tantas que la habitación parece un campo en el que brotan flores todo el año. Pasa los dedos por la capa de color rojo carmesí que cuelga del respaldo de una silla.
Rosie ocupa su asiento mientras Silas pone el equipaje sobre sus cabezas. Su capa está dentro de la gastada maleta, hecha jirones y sin usar desde hace tiempo, pero todavía presente, como el amigo callado que espera el momento para unirse a la conversación. Rosie se vuelve para mirar por la ventana mientras el tren empieza a avanzar, sin saber exactamente lo que está buscando.
Scarlett se pone la capa sobre los hombros en un movimiento único y fluido; Rosie sonríe mientras el paisaje empieza a pasar volando. Scarlett sale a las calles de la ciudad y Rosie busca el brazo de Silas. Por sus cabezas pasan recuerdos coincidentes, recuerdos de cuando corrían por la hierba y daban vueltas en círculos en el jardín, agarradas de las manos; recuerdos en los que ya no saben quién es quién y empiezan a sentir que están unidas por un bello eslabón dorado: un mismo corazón compartido.