—Scarlett, ni siquiera sabes si es el mismo fenris que viste en el parque. Esta ciudad es enorme, puede haber sido cualquier manada —le digo por enésima vez. Sabía que había pasado algo malo cuando la oí entrar furiosa a las dos de la mañana y tirar el hacha al suelo tan fuerte que el camello de abajo rugió en protesta.
Silas se frota el cuello y muestra su acuerdo, mientras lanza una mirada acusatoria al sofá. Menos mal que anoche estaba tan cansada que no presté mucha atención cuando volvió. Eso sí, miré hacia él justo a tiempo para ver cómo se quitaba la camisa bajo la luz de la luna. La imagen se me quedó grabada a fuego en los ojos, aunque debo admitir que no era precisamente desagradable.
«Venga, Rosie, a lo que estábamos».
—Son ellos, sé que son ellos. Es como si me castigaran —aúlla Scarlett mientras arroja el periódico sobre la mesa del grafiti. «Asesinadas tres chicas: continúa la matanza», grita el titular.
—No digas tonterías —dice Silas en un tono que sólo él puede utilizar con mi hermana—. Lo único que ocurre es que aquí tienen más distracciones. Tú estabas acostumbrada a ser el único cebo en muchos kilómetros, pero aquí están viviendo prácticamente en un bufé libre.
—Hemos venido hasta aquí para cargarnos a todos los que podamos, ¡y no puedo atraer ni a un puñetero lobo! ¿Qué narices voy a hacer? —gruñe Scarlett. Screwtape le bufa porque lo ha despertado.
—¿Ser el postre? —contesta Silas, encogiéndose de hombros.
—Yo no puedo —contesta con brusquedad. Suspira y se recoge el pelo en una cola de caballo. Luego hunde la cara en las manos un buen rato, como si dentro de su mente se estuviera produciendo un gran debate. Al final, alza la vista hacia mí—. Rosie, tú serás el postre.
—¿Qué? —respondo de inmediato, alarmada. Por un lado es extraño que Scarlett sugiera que haga algo tan peligroso y, por otro, ser el único cebo significa que no puedo estropearlo, no puedo cometer ni un solo error. No quiero ni pensar cómo se pondría Scarlett si atrajera a otro fenris tras de mí y luego volviera a perderlo.
—Tienes que hacerlo —dice Scarlett, tajante—. Es así, Rosie, tú siempre serás mejor postre que yo. Yo no puedo competir con las Libélulas —al ver nuestras caras extrañadas, señala con la mano hacia la ventana—, las chicas, esas chicas con ropa tan llamativa y melenas rubias. Yo no puedo competir con ellas, pero tú, Rosie… tú sí.
Y eres lo único que tenemos. Una chica sola es una presa mucho más fácil que dos. Nos esconderemos, nos acercaremos y los atacaremos. —Habla despacio pero firme, como si expusiera la conclusión de una larga batalla.
—¿Por qué será que no me acaba de gustar? —me quejo mientras me dejo caer en el sofá que le ha servido de cama a Silas y que ahora está sabiamente protegido con una sábana— ¿Quieres decir sin cuchillos y sin nada?
Scarlett se muerde el labio.
—Parecerás más… Serás mejor cebo. Yo no puedo hacerlo, tienes que ser tú. No permitiré que te pase nada, Rosie —añade innecesariamente.
—Ya lo sé —la corto, sintiendo cómo me invade la culpabilidad—. Lo sé, Scarlett. Haré cuanto haga falta —insisto—. Es mi responsabilidad —añado, viendo cómo Silas me dirige una mirada de curiosidad.
Scarlett suspira, se levanta y va hacia la puerta que comunica con la azotea. He subido esta mañana y he bajado enseguida, porque no hay más que un contrachapado clavado al borde del edificio. Pero seguro que a Scarlett le gusta; es un buen puesto de observación. Mi hermana cierra la puerta y desaparece, pero se vuelve a abrir sola poco a poco y podemos oír sus fuertes pisadas y sus maldiciones entre dientes mientras sube por la escalera desvencijada.
Fuera, las campanas de la iglesia suenan una vez. Dan las horas y los cuartos. Y son la segunda razón por la que no he podido dormir hoy.
—Así que soy el postre —digo sin ánimos mientras me levanto para dejar en su sitio un pan de molde.
—Venga, vamos a tomar un café para que te lo quites de la cabeza —me consuela Silas. Yo he empezado a hacer pagar mi frustración a la bolsa de pan, retorciendo y anudando con violencia el extremo del plástico.
—No me gusta el café —gruño sin siquiera mirarlo. Silas se acerca y me coge las manos. Se me eriza la piel de los brazos.
Alza las cejas y me dice con voz suave:
—Pues pides un batido de chocolate, pero vámonos de aquí antes de que acabes triturando todo el pan.
Suspiro y lo miro. Es increíble cómo puede pasar de ser «sólo Silas» a Silas en cuestión de segundos. Dejo en paz el pan y le sigo hasta la puerta, mientras dentro de mí la frustración y la excitación luchan por el control.
La cafetería a la que me lleva Silas está a unas pocas manzanas y es un local cutre pero clásico con azulejos blanco y negro y rótulos de neón rojo intermitente que anuncian «¡Pastel de manzana!» o «¡Especialidad en patatas fritas!». Nos sentamos a una de las mesas dispuestas en hilera. Una camarera a la que le faltan varios dientes nos sonríe y nos toma el pedido.
—Yo sólo quiero un café. ¿Y tú, Rosie?
—Un batido de chocolate —contesto dirigiendo una sonrisa maliciosa a Silas. Se ríe y la camarera se va a paso apresurado. Después, el silencio. Silas reorganiza el salero y el pimentero y yo hago ver que leo un papel con la historia de la cafetería. «Vale».
Entonces —le espeto, un poco más alto de lo que pretendía—, supongo que no has podido estar mucho tiempo en casa, ¿no? Acababas de regresar de California y ahora estás aquí atrapado con nosotras… —«¿Me tiembla la voz?» Creo que me tiembla la voz.
—Yo no diría tanto como «atrapado» —contesta con una sonrisa bastante deslumbrante—, aunque algo de razón tienes. Debería coger vacaciones de verdad. En San Francisco, la mayor parte del tiempo la pasé en un combinado de hacerle la compra a Jacob y sentirme culpable por haberos dejado solas en Ellison. No he hecho vacaciones desde que… ¡buf!, desde que tenía siete años, supongo. Mi padre nos llevó a todos a una playa aislada de Carolina del Norte, a pasar un mes entero.
—Suena bien —contesto, un poco celosa. Yo nunca he estado de vacaciones.
Silas se ríe.
—Estuvo bien al principio. Pero cuando digo «aislada» quiero decir aislada. Tener como distracción única y exclusivamente a tus ocho hermanos cansa bastante al cabo de una semana.
—Lo entiendo perfectamente —digo sonriendo.
—Aunque, si quieres que te diga la verdad —añade Silas mirando por la ventana— los echo de menos más de lo que nunca llegué a pensar. La diferencia entre «apenas vernos por la distancia» y «apenas vernos por la rabia» es mucho mayor de lo que puedas imaginar.
—Están enfadados —sugiero—. Ya se les pasará, con el tiempo.
—Lo sé, lo sé —dice Silas—. Es porque recuerdan a Pa tal y como era antes: lleno de fuerza y de energía, hablando con los espíritus de los árboles, etc. Creen que recibí la casa de manos de un hombre sano. Pero lo cierto es que no me atrevo a decirles que la razón de que me diera a mí la casa es que yo fui el último al que olvidó. Primero los olvidó a todos ellos… y al final también a mí. —Silas hace girar una servilleta sobre la mesa y suspira.
—Es como si ya… como si ya no estuviera, ¿verdad? —le pregunto con cuidado, poniendo mi mano sobre la suya para detener los giros de la servilleta. Nuestras miradas se encuentran y me doy cuenta de que nos estamos tocando; retiro la mano, pero Silas sonríe y responde.
—Sí, más o menos. Es un tipo que se parece mucho a mi padre y al que le quedan unos pocos recuerdos de mucho tiempo atrás. Y no es que a mis hermanos no les importe, es que están demasiado absortos con sus propias vidas. Pero Jacob y yo… supongo que no estábamos tan ocupados como todos ellos.
—Sin embargo, hiciste bien —apunto, mientras lucho contra el impulso de volver a poner mi mano sobre la suya. ¿Por qué la he retirado? ¿Soy tonta o qué?—. Me refiero a que, si hubieras pasado a la universidad con tus amigos del instituto, ¿quién hubiera cuidado a tu padre? Bueno —rectifico—, Scarlett y yo seguro, claro, pero… no es lo mismo.
—Cierto —dice Silas—. Mi vida sería muy diferente si me hubiera hecho leñador como mis hermanos o hubiera ido a la universidad con mis amigos. —Hace una pausa—. Por suerte para mí, supe evitar esas trampas y ahora lucho contra los lobos.
—Por suerte para los dos —le contesto sonriendo.
La camarera vuelve con una taza de café que se diría rescatada de nuestro sucio apartamento. Menos mal que el vaso que contiene mi batido de chocolate parece haber pasado por al menos un aclarado con agua. Silas vacía varios sobres de azúcar en su taza y cambia de tema.
—Bueno, ¿has visto el centro social del que te hablé?
—¿El qué?
—Hemos pasado justo por delante, estaba antes de la tienda de comestibles. Te lo comenté durante el viaje. Basta con entrar y apuntarse a alguna clase. Tienen de todo. Puede que incluso te hagan descuento de estudiante.
—Pero yo no soy estudiante.
—Pero por tu edad lo darán por hecho…
—¿Y de dónde voy a sacar el tiempo para ir a clases de baile, ahora que soy el postre?
—Empiezo a arrepentirme mucho de haber usado esa metáfora —dice Silas con una sonrisa—. Mira una cosa, Rosie —Bebe un sorbo de café y aprieta los labios mientras busca las palabras—. Yo pertenezco a un larguísimo linaje de leñadores carpinteros. Todos mis hermanos tienen un enorme talento. Se hicieron sus propias habitaciones. ¡Pero si Lucas se hizo hasta una bañera de verdad de madera con unos monos de madera por los que salía el agua!
—¿Monos?
—Mejor dejarlo. En cualquier caso, yo sé hacer cosas con la madera; también sé moverme por el bosque y manejo el hacha mejor que la mayoría de la gente; puedo hacer crecer un árbol donde no crece nada; puedo sobrevivir comiendo bayas o cazando; y he oído hablar de los fenris desde que andaba a gatas. Soy un hombre del bosque en todos los sentidos. Pero eso no significa que ése sea mi propósito en la vida, de la misma manera que el hecho de que seas buena cazando no significa que ése sea tu propósito en la vida. Interrumpir la vida cazadora por unas horas de vez en cuando te ayudará a ver si de verdad es o no lo tuyo.
Muevo la cabeza sin acabar de entender cómo siquiera se lo plantea.
—No puedo no cazar, Silas. Imagínate que voy a clases de esto o de lo otro y decido que odio la caza y que quiero abandonar. Eso no significa que pueda hacerlo. Le debo la vida a Scarlett. Y, si quiere cobrar la deuda haciéndome pasar toda la vida cazando con ella, así será. Se moriría sólo con la idea de yo pueda querer dejarlo.
—Rosie —dice Silas bajando la voz—, no estoy sugiriendo que abandones a tu hermana como quien deja de fumar y que te apuntes a un curso intensivo de ballet.
Me echo atrás en el asiento reservado y cruzo los brazos sobre el pecho. Por las enormes ventanas veo a la gente caminando por la calle. «Inocentes», les llama Scarlett a veces. Gente que no tiene ni idea de qué hacemos, del precio que pagamos por ellos, del precio que mi hermana pagó por mí. Pero ¿por qué no iba a poder hacer alguna otra cosa además de cazar?
Miro hacia Silas, que sigue añadiendo azúcar a su café.
—Vale, de acuerdo. Una clase, pero solamente porque quizá ya no tendré más oportunidades cuando volvamos a Madison. Y tienes que prometerme que no se lo dirás a Scarlett.
—Sólo si me dejas pagarla a mí —contraataca.
—Silas… —amenazo.
Se encoge de hombros.
—Tú y Scarlett no tenéis ni un céntimo. Además, si lo pagas tú, Scarlett echará el dinero en falta.
—Vale —digo, quitándole importancia.
—Genial. Vamos ahora mismo a inscribirte —dice mientras se levanta y deja varios dólares arrugados sobre la mesa. Yo me quedo sentada con la boca abierta.
—¿Ahora?
—Ahora siempre es mejor que después. Me temo que me he tomado la operación «Rosie busca su propia vida» como una misión personal. Se parece demasiado a la operación «Silas busca su propia vida» para ignorarla. —Me extiende la mano y yo, sin pensarlo, se la cojo. El corazón se me acelera y siento ganas de estirarlo hacia mí.
Dios mío, ¿en qué estoy pensando? Retiro la mano y sonrío nerviosa. Silas sonríe casi avergonzado. ¿Habrá sentido el mismo estremecimiento?
Andamos sobre nuestros pasos hasta llegar al centro social. No me extraña que no lo haya visto antes: apenas es un agujero en la pared, entre un Starbucks y una tienda de precio único Dollar Tree. Silas me pasa treinta dólares y se queda esperando en la puerta del centro, que huele mucho a incienso.
Esto no está bien. Soy una cazadora. Gastar dinero en una clase al azar no está bien. Estoy eludiendo mi responsabilidad hacia las demás chicas, las chicas que no saben nada de los fenris. Miro el tablón con la lista de cursos y veo que hay un poco de todo: decoración floral, danza, francés, origami, feng shui… Estoy a punto de echarme atrás por sobrecarga mental. ¡Puedo hacer cualquier cosa! Una ola de alegría me invade el pecho.
«Que sea sencillo, Rosie. Recuerda que no va a sustituir la caza. Cazar es tu obligación. Esto sólo es para pasarlo bien, no te emociones».
—Muy bien. Puedes tomar tres clases de lo que quieras. Empiezan el martes próximo y duran cuatro semanas, y te puedes saltar una. Con la tarifa de estudiante, te sale por veintiocho dólares —dice la esbelta recepcionista mientras teclea ante el ordenador y me extiende un folleto con horarios.
Le tiendo el dinero. ¡Scarlett se va a enfadar tanto…!
—Este es tu carné de clases, es lo único que tienes que traer.
Asiento y cojo el carné. Me mira con cierto recelo. Salgo.
—¡Buf! —exclamo una vez fuera. Silas sonríe.
—¿A que sienta bien salir de la manada de leñad…, digo, cazadores?
Sí. Sienta muy bien. Pero el sentimiento de culpa es más fuerte.
—¡Se enfadará tanto…! Son muertes, Silas. Los fenris pueden comerse a alguien mientras yo estoy aquí dentro.
—Relájate, Rosie. No la estás abandonando. Sólo te has apuntado a unas clases —me dice mientras me empuja con suavidad… pero con el suficiente contacto como para producirme escalofríos. Tengo que combatir el fuerte deseo de asirme a su brazo.