En esta ciudad siento a los fenris por todas partes. Como si hubieran tocado todo cuanto me rodea y hubieran andado por todas las aceras. Las calles son un conglomerado de metal, vidrio y gente. ¡Es tan y tan distinto de Ellison…! Aquí la gente no se queda mirándome. No miran a nadie, sólo miran hacia delante y se precipitan hacia sus destinos como si tuvieran misiones importantísimas. Supongo que en eso sí que coincidimos.
La casa de empeños es lúgubre y está abarrotada de objetos que huelen a hogares ajenos; a suavizante para la colada, a cigarrillos fumados, a especias cocinadas… Me acerco al mostrador, donde una mujer hombruna con expresión aburrida está mirando un reality show de sobremesa en un televisor minúsculo. Le entrego dos pulseras y al cabo de un momento salgo de la tienda con un delgado fajo de billetes en la mano.
Aquí el atardecer se prolonga eternamente: cuando ya se ha puesto el sol, millones de luces se apoderan de las calles. Todo el mundo y todas las cosas se iluminan bajo el reflejo de los rótulos de neón, las marquesinas encendidas y los faros de los coches. Me hace perder el sentido horario, porque ya no puedo calcular la hora exacta de la tarde en función del sol o de la luna. Entro en la primera estación de metro que me sale al paso, con la mirada perdida en los grafitis que se arremolinan en las paredes y buscando en los bolsillos un par de monedas para el anciano negro que está tocando sobre unos cubos invertidos como si fueran tambores. Tiene casi tantas cicatrices en la cara como yo, aunque dudo de que las suyas sean debidas a un lobo.
—¡Caramba, chavalita! ¿Tu hombre te ha hecho eso? —pregunta mirando las cicatrices de mis brazos y las pocas que se asoman por debajo del parche y de mi cabello. En cierta forma, su brusquedad es reconfortante, desde luego comparada con las miradas de reojo que me dirigen la mayoría de las chicas, esas miradas horrorizadas mientras se tocan sus caras bonitas y sin cicatrices. Sin embargo, ¿con este tipo? No hace falta esconderse cuando alguien ya ha anunciado que te ve.
—No exactamente —le contesto mientras echo bastantes centavos a una taza de café que tiene a los pies—. Y, en cualquier caso, se lo hice pagar.
—¡Bien hecho, chica! ¡Bien hecho! —dice mientras se pone a tocar otra complicada secuencia de percusión.
Cuando salgo del metro ya están desapareciendo los últimos rayos de sol en el horizonte de la ciudad. Según el mapa que había en el vagón, debería estar a menos de una manzana del parque. Paso por delante de la biblioteca, enorme e imponente, extrañamente clásica en medio de tanto gris y plateado. Veo a mi pesar que ya está cerrando. Me gustan las bibliotecas. Consuela saber que los conocimientos se pueden guardar durante tanto tiempo; que podemos dejar a otros lo que nosotros aprendemos.
Camino unas manzanas más hasta que veo asomarse los árboles de Piedmont Park al final de la calle. Parecen más orgullosos que los de casa, impresionados unos con otros por haber sobrevivido tanto tiempo a la ciudad. Justo antes de llegar al parque me alcanza un estallido de música estridente y acompasada que luego se apaga. Era la puerta de una discoteca al otro lado de la calle, que se ha abierto y se ha cerrado. Giro hacia allí arrimándome al muro de ladrillo que rodea un viejo edificio de pisos, y observo la cola de chicas que esperan para entrar.
Van adornadas con brillantes imitaciones de esmeraldas y con intensas sombras turquesa y aguamarina aplicadas sobre los párpados. Chicas Libélula. Todas llevan la misma melena larga y con mechas que les desciende ondulante por la espalda hasta el punto donde llevan sólidamente atadas las minúsculas tiras que sujetan sus tops. Su piel —ámbar, marfil o beige— refleja las luces de neón como si fuera un metal recién bruñido, liso e impoluto. Me pego aún más al muro de ladrillos desconchados, estirándome la capa escarlata contra el cuerpo. Al tensarla, la tela deja adivinar las cicatrices de mis hombros, como colinas rojas en líneas perfectamente espaciadas.
Las Libélulas se ríen, con una risa dulce y efervescente, y yo gimo exasperada. Se retocan el peinado, estiran las piernas, mueven las caderas, hacen guiños al gorila de la discoteca. Todo en ellas atrae a los fenris. Están llamando al peligro como lo haría un cachorro que grita inconsciente de que así acabará en las fauces del depredador.
«Mírame, mira cómo bailo; ¿te has fijado en mi cabello?; mírame otra vez, deséame, soy perfecta». ¡Tontas! ¡Libélulas tontas! Aquí estoy yo, salvándoos la vida, mordida, marcada y herida por vosotras, y ni siquiera lo sabéis. Debería dejar que los fenris se comieran a alguna.
No. No lo decía en serio. Suspiro y camino hasta el otro lado del muro de ladrillos, enredando los dedos por la espesa hiedra. Este lado está oscuro, protegido de las luces de neón de la calle. Respiro despacio y observo cómo se mueven las ramas del árbol, recortadas contra las luces de los rascacielos. Claro que no lo decía en serio. La ignorancia no es ninguna razón para morir. No pueden evitar ser como son, aun felizmente inconscientes en la caverna de las sombras falsas. Existen en un mundo que es bello y «normal», en el que la gente tiene trabajos y sueños en los que no salen hachas. Mi mundo es un universo paralelo al suyo: las mismas vistas, la misma gente, la misma ciudad… y, sin embargo, los fenris merodean, el mal avanza, el conocimiento existe inapelable. Si no me hubieran arrojado a este mundo, bien podría haber sido una Libélula.
Oigo pasos, pasos que reconozco, caminando con suavidad sobre la hierba del parque.
—Silas —le saludo sin mirarlo. Frena el paso.
—Desde luego, para ser una chica que no puede ver por su derecha, es difícil sorprenderte. ¿Qué es? ¿Una especie de superpoder pirata? —bromea. Cualquiera que se atreviera a bromear sobre el ojo que me falta acabaría mal. Cualquiera menos Silas.
Sonrío y respondo.
—Sí, todos los piratas tenemos un oído increíble. Es un efecto secundario de llevar parche. —Silas está de pie junto al muro mirando las Libélulas. Entorna los ojos con expresión mezclada de disgusto e intriga, como si no estuviera seguro de si le gusta o no mirarlas. Me gustaría comentarlo, pero me callo. Me parece que es importante esperar su reacción. Finalmente, Silas se vuelve para mirarme en la sombra.
—Es como si estuvieran pidiendo que las coman, ¿no? —Es su mordaz pregunta— ¿Te he dicho alguna vez lo contento que estoy de que Rosie y tú no seáis como ellas?
—No me digas —sonrío aliviada—. Aunque Rosie podría serlo, si quisiera. Es tan guapa como ellas.
—No es cuestión de belleza. Rosie nunca podría ser una de ellas. ¿De verdad crees que se vestirían y actuarían así si supieran que eso atrae a los lobos?
Acepto resignada.
—Nunca me lo había planteado así, supongo que tienes razón. El saber te acaba convirtiendo en marginada. O en cazadora, en el caso de Rosie.
—Ah, claro, Scarlett March, reina de la visión en blanco o negro. ¿Y no hay término medio entre la cazadora y esas chicas?
Niego con la cabeza mientras voy hasta el final del muro y me asomo al otro lado.
—En cualquier caso, ya me dirás cómo puedo atraer a un fenris si tengo que competir con «eso» de ahí. —Una fila de Libélulas entra alegremente a la discoteca y es reemplazada de inmediato por otro grupo de chicas centelleantes. Intento ignorar el amago de compasión que siento hacia mí y hacia mi cuerpo destrozado. «La compasión es una emoción inútil», me recuerdo a mí misma.
—Venga, ya sabes que un fenris nunca atacará a un grupo así. Basta con que te conviertas en la chica que se ha apartado del rebaño —contesta Silas, serio. Él nunca ha sentido pena por mí ni por mis cicatrices, y yo siempre he apreciado su dureza.
—Supongo que sí —admito—. Pero Rosie tendrá que cazar más. Puede competir con ellas.
—Vaya —dice Silas, medio preguntando medio afirmando—. ¿Y tú sigues oponiéndote a que cace en solitario? —Se mete las manos en los bolsillos y se une a mí en el lado oscuro del muro. Hay una luna llena recién estrenada que emite una luz muy potente, lo suficiente como para proyectar la sombra de Silas en el muro, a pesar de todas las luces de la ciudad.
—Ya sabes cómo es. Me preocupo por ella, nada más… —No quiero decirlo, pero, además de preocuparme que deje escapar a un fenris, me preocupa que salga de la lucha tan mal parada como yo; o incluso peor, como Oma March—. Pero tiene que cazar, o estar aquí no nos servirá de nada —continúo.
—Quizás. Aunque quizá no es una cazadora como tú —dice Silas.
Levanto una ceja.
—Es una gran cazadora, y lo sabes. Pero no le digas que yo lo he dicho.
—Sí, pero puede que esto no esté hecho para ella.
Suspiro.
—Esto no está hecho para nadie. Pero ¿qué? ¿Qué se supone que tenemos que hacer? ¿Sentarnos y esperar a que otro mate a los fenris? Tenemos la obligación de hacer el bien porque tenemos el poder de hacerlo. Pero yo no puedo hacerlo sola. Ya fue bastante duro sin ti. Si además la perdiese a ella… —digo en voz baja.
—¿No te has planteado nunca dedicarte a dar conferencias de autoayuda? —ironiza Silas.
—A los piratas no nos dejan entrar en las salas. Tienen miedo de que arramblemos con todo —contraataco con sonrisa maliciosa. Silas se ríe lo bastante alto como para ganarse varias miradas coquetas de las Libélulas.
—Venga, Lett. Vamos a casa a dormir un poco. No vaya a ser que algún drogata loco haya raptado a Rosie.
—Rosie ya se hará cargo del drogata, tranquilo. Además, no puedo dormir. Tengo… tengo que moverme, hacer algo. Vamos, Silas, caza conmigo —le pido con un tono más suplicante del que pretendía. Si cazo se pondrá todo en su sitio, y la ciudad dejará de ser terreno extraño y se parecerá más a un hogar temporal.
—Lo siento, Lett, pero yo no estoy tan dispuesto como tú si no duermo un poco antes —responde sin tapujos—. Espero que ahora no empieces a decir que te he vuelto a abandonar, ¿no? Porque no me veo con fuerzas de enfrentarme al desprecio a lo Scarlett March de «te vas y te odio por ello».
Niego con la cabeza.
—Vale, vete a dormir un poco. Dile a Rosie que supongo que llegaré tarde. Y dame la llave. —Extiendo la mano y Silas deja caer en ella la llave del apartamento—. Y toma nuestra parte del alquiler —añado mientras le coloco un billete de cien dólares en la mano.
—Sabes que no hace falta que paguéis —dice Silas con tono grave—. El alquiler no es tan caro y además creo que aplican un gran descuento a los vecinos de camellos y drogatas.
—Así está bien —contesto deprisa, metiéndome las manos en los bolsillos antes de que pueda devolverme el dinero.
—Vale —acepta Silas—. Pero ten cuidado con la caza. Aquí no son lobos solitarios y ni siquiera tú puedes con toda una manada.
—Eso está por ver —bromeo, pero, al ver su mirada exasperada, le digo que sí con la cabeza. Cuando Silas se aleja, le doy la espalda a las Libélulas, me ajusto la capucha sobre los hombros y empiezo a deambular por el parque.
Piedmont Park es un poco fantasmagórico, con sus árboles tan altos que proyectan largas sombras bajo las farolas. No son más que sombras mientras no pienses que son reales… Camino deliberadamente entre ellas, sonriendo sola. Agito un poco la capa y busco señales de vida entre las flores alineadas y los arbustos recortados.
¿A ver?… ¡sí!
¡Sí, sí! Siento el familiar aumento de adrenalina. En la otra punta del parque, apiñados tras una hilera de plantas de hortensias rojas, hay tres hombres. Son fenris, lo puedo notar desde aquí. Toso un poco para llamar su atención, y lo logro. ¿Tres fenris en mi primera noche? El corazón se me dispara: ¡esto sí que es para mí!
Miro por entre mis cabellos para medir a mis contrincantes. Nunca he luchado contra tres al mismo tiempo, pero uno parece joven. Bueno, de hecho, parece viejo, pero los fenris que llevan poco tiempo siendo monstruos tienen una forma de moverse distinta, como si sus cuerpos aún quisieran ser humanos a pesar de que perdieron el alma hace mucho. Podré con ellos.
El fenris más grande me sonríe desde una cara adornada de negras greñas. Empiezan a rodearme conforme acelero el paso. Agarro el mango del hacha con fuerza y miro por encima del hombro con lo que espero que sea una expresión de miedo. Me obligo a respirar para que mi avidez no se imponga sobre mi racionalidad. «Vamos, venid, venid».
Se han parado.
Freno. Quizás están esperando al momento oportuno para saltar y cazarme. Pero no, se reagrupan y empiezan a hablar como si nada. Entorno los ojos para ver la marca de manada en la muñeca de uno de ellos. Campana. Los Campana siempre son agresivos… «¡Vamos!» Toso delicadamente y finjo estar increíblemente interesada en una fuente con un cisne.
Pero, en lugar de mirarme, se dan la vuelta y se van trotando, como los lobos que llevan dentro.
Me quedo de piedra. La mano que tengo en el hacha se tensa amenazando con arrojársela a la espalda. Aprieto los labios. No tiene sentido; he tendido el anzuelo, ya los tenía… Me tiembla todo el cuerpo y las cicatrices arden como costuras a punto de reventar.
¡No puede ser! Nunca he perdido un fenris así, no cuando ya lo tenía. ¡Es mi razón de ser!
Salgo corriendo tras ellos en un sprint ciego, pero, mientras los latidos del corazón retumban en mis oídos y siento el sudor bajándome por la espalda, sé que es un esfuerzo inútil. Son rápidos, mucho más rápidos que un ser humano. Aun así, sigo corriendo hasta los límites del parque. Allí aminoro y camino, y la visión de la cola de Libélulas, con sus cabelleras rubias, sus dentaduras blancas y su perfecto cutis marmóreo, me enciende de rabia. ¿Cómo se me ha ocurrido pensar que yo podría atraer a los fenris cuando tienen semejantes presas delante? Esas chicas brillan, centellean, resplandecen en mitad de la noche.
Yo soy una cazadora. Si no puedo cazar… ¡no soy nada! Siento tal frustración que me vuelvo de un salto y lanzo el hacha con todas mis fuerzas. Atraviesa el aire silbando y se clava al pie de un árbol. Se hunde varios centímetros en el tronco en mitad de un estallido de cortezas que caen sobre la hierba. Algunas Libélulas se dan cuenta y me miran extrañadas, pero vuelven a sus conversaciones. Corro hacia el árbol, arranco el hacha y emprendo el regreso a casa con el corazón enfurecido.