Capítulo 6. Rosie

Scarlett hace las cosas ahora, nunca después. En cuanto Silas se va, se pone a preparar lo que hemos empezado a llamar «el traslado» sin gran entusiasmo. Hablamos de ello con la misma naturalidad con que se habla de «la mesa» o «el gato» porque hemos hecho un pacto mutuo de silencio, según el cual, dejar la casa será más fácil si lo hacemos como si nos arrancáramos una tirita. Rápido y sin pensarlo demasiado.

Aunque me cuesta mucho, puedo dejar para más adelante la idea de abandonar nuestro hogar, el lugar donde crecimos, las habitaciones llenas de recuerdos, buenos y malos. Como me hace daño, supongo que es lógico que mi cerebro aparte la idea y no me deje darle vueltas. Sin embargo, hay otro aspecto del traslado que no puedo ignorar, al que mi mente vuelve una y otra vez porque es emocionante y al mismo tiempo, angustioso.

Voy a vivir con Silas Reynolds.

El mismo piso, las mismas habitaciones, la misma ducha, cocina, suelo… ¿Dormirá cerca de donde duerma yo? ¿Qué pensará cuando vea que por las mañanas mi pelo se parece al pelo de Screwtape? Pero, sobre todo, ¿por qué me preocupa tanto todo esto? Son preguntas que no puedo hacer a nadie, ni a Scarlett ni, por supuesto, a Silas, y éstas y un millón más me dan vueltas en la cabeza y me hostigan toda la semana mientras hago las maletas.

No tardo mucho en darme cuenta de lo repleta de cosas que está mi habitación. Fotos y cuadros antiguos y pequeñas figuritas de madera que Silas y sus hermanos tallaron para Scarlett y para mí. Cosas viejas, cosas antiguas que no puedo tirar porque me las dio Oma March o porque me ayudan a aferrarme a los pocos recuerdos que tengo de antes del ataque. ¿Me las llevo? No, por supuesto que no. Sólo lo imprescindible.

Pero, dos días antes de marcharnos, envuelvo cuidadosamente los cuencos de cristal verde de Oma March en dos camisetas viejas mientras mi hermana comenta mapas en voz baja y marca puntos de caza.

La mañana de nuestra partida, Silas asoma la cabeza por la puerta.

—¿Estáis preparadas? —pregunta.

—Sí —respondemos tan al unísono que ni siquiera yo sé de quién era cada voz.

Silas se niega a ayudarnos a meter en la jaula a Screwtape, que bufa como loco porque hace mucho que sospecha que nos traemos algo entre manos. Cuando voy a cogerlo, fingiendo naturlidad, Screwtape sale disparado. Seguro que sería más fácil enjaular a un fenris que a Screwtape. El baile se repite varias veces y acaba con Scarlett y yo coloradas del esfuerzo y Silas riéndose de nosotras. Por fin lo acorralamos y Scarlett consigue echarle encima el cesto de la ropa cuando estaba demasiado ocupado preparando su próxima carrera.

—Todavía estamos a tiempo de dejarlo en casa —bromea Silas (o eso creo yo) mientras cargamos la cesta de la que salen maullidos furiosos en el asiento trasero de su coche. Scarlett mira como si coincidiera con él mientras se acaricia los arañazos que tiene sobre las cicatrices más profundas del fenris. Pasa al asiento trasero del coche y Silas yo nos sentamos delante. Silas arranca haciendo un puente y aporrea la radio durante unos minutos hasta que se pone en marcha.

»Por cierto, no podemos cambiar de emisora —dice.

—¿Por qué te encanta la música pop? —pregunto, arrugando la nariz mientras nos aporrea una canción estridente.

—¡Qué va! —responde Silas—. La odio. Pero la última vez que la cambié, el coche se paró. ¡Ah! Y aléjate de la puerta, que a veces se abre sola.

—¡Oh…, fantástico! —exclamo, alejándome de la puerta todo lo que puedo. Pero esto es aún más peligroso porque ahora estoy increíblemente cerca de Silas, tan cerca que soy hiperconsciente de que mi hermana está justo detrás de mí. Tenso el abdomen en un intento de frenar el impulso de mi cuerpo de abalanzarse sobre él. Me estremezco y trato de librarme del deseo.

—Bueno… —dice Silas, y el coche se queda en silencio, salvo por los jadeos sexuales del cantante pop y los gruñidos bajos y profundos de Screwtape. Los tres miramos la casa mientras el coche retumba bajo nuestros asientos. De pronto noto algo que me aprieta el pecho. Es el impulso de volver corriendo y decirle a la casa que no se preocupe, que volveremos, que se mantenga bien cerrada y que riegue el jardín.

No es más que una casa. Pero en el retrovisor encuentro el ojo de Scarlett, que me devuelve una mirada algo cómplice.

—Adelante, Silas —dice con una voz suave poco habitual en ella. Me alivia que lo diga ella, porque yo no habría podido. Silas confirma con la cabeza y se vuelve para dar marcha atrás, y al hacerlo, su mano me roza el hombro sin querer.

—Perdón —se disculpa en voz baja, como si estuviera cuchicheando en una iglesia. Le quita importancia con un gesto. Entretanto, Scarlett estira sus largos brazos y piernas en el asiento de atrás y se tapa con la capa.

Mientras sigo buscando un punto intermedio entre la puerta de la muerte y el hombro de Silas, contemplo por la ventana cómo salimos poco a poco del pueblo. La carretera es llana e hipnótica, y las líneas discontinuas se desvanecen rítmicamente ante nosotros. Me vuelvo para mirar a mi hermana. Se ha quedado dormida, y Screwtape le lanza miradas sombrías, como si la culpara por verse en ese aprieto.

Miro hacia Silas, intentando dar la impresión de que estoy mirando por su ventana. En realidad, lo que quiero es estudiarlo con detenimiento. Lleva una de sus muchas camisetas prácticamente raídas, unos vaqueros blandos de tanto lavarlos, el cabello ondulado… Todo en él pide ser tocado…

—¿Estás nerviosa? —dice Silas de repente.

—¿Cómo? ¡No! —respondo bruscamente—. ¿Tanto se me nota?

Silas arquea una ceja y se ríe.

—Es lógico. Tú y Lett habéis vivido siempre en Ellison. —«Vale, entiendo. Habla del viaje, no de que esté resistiendo la tentación de abalanzarme sobre él». Permanecemos en silencio durante un momento, y una incomodidad casi tangible flota a nuestro alrededor. Silas tamborilea con los dedos sobre el volante.

»Bueno, no es Ellison, pero creo que el sitio que hemos alquilado te gustará —continúa—. Está en una zona guapa donde pueden hacer montones de cosas en plan artístico. Hay un centro social que ofrece clases de baile, de cerámica, de pintura y cosas por el estilo. Es algo cutre, pero artístico al fin y al cabo.

—¡Oh! —digo, en un esfuerzo fatal por ocultar un poco la decepción en mi voz. Por lo general, no me importa no tener una vida propia fuera de la caza, hasta que me topo con flamantes ejemplos del mundo ajeno a ella, como Sarah Worrell y compañía hace una semana en la farmacia. Y ahora lo veré cada día: gente que no caza, gente que ni siquiera sabe que existen los fenris… y yo.

»¿Crees…? —empiezo a decir, y me vuelvo hacia atrás para asegurarme de que Scarlett está realmente dormida y no lo finge. Su pecho sube y baja de manera diferente cuando duerme de verdad. Ya tranquila, vuelvo a mirar a Silas y escojo las palabras con cuidado—. ¿Crees que soy buena cazadora?

Silas parece desconcertado.

—Por supuesto. Tú y Lett sois las mejores cazadoras que yo…

—No, Scarlett y yo, no. Sólo yo —digo.

Silas reduce un poco la velocidad del coche para mirarme.

—Sí. ¡Sí, claro! ¡Joder, Rosie, y perdona, pero eres letal con un cuchillo!

Sonrío y muevo la cabeza, recordando lo mucho que Silas reñía a sus hermanos mayores por decir tacos delante de mis «oídos virginales». Me consuela saber que ha cambiado de opinión.

—Vale —digo—, cazamos juntas. Pero para Scarlett… es como una parte de su alma.

—¡Huy, cómo dramatizamos! —bromea Silas, pero frunce el ceño al ver que no me río.

—Ya sabes lo que quiero decir. Es lo que impulsa su vida.

—¿Pero no a ti?

—No lo sé. Bueno, puede que sí. Es igual. Le debo la vida, ¿no?

—Sí, pero… como le dije a tu hermana, eso no quiere decir que deba tenerte encerrada en una jaula para siempre. Es decir, a no ser que tú quieras estar encerrada en una jaula. Espera, esto suena raro. —Silas mueve la cabeza y suspira—. Contigo siempre se me traban las palabras, Rosie.

—Produzco ese efecto en la gente —bromeo, pero la cara de Silas se mantiene seria. Sonrío nerviosa.

—Lo que intento decir —comienza de nuevo en voz baja— es que tu hermana no te salvó la vida sólo para que renuncies a ella por la caza, si tú quieres algo más.

No respondo porque ahí está el problema. Los cazadores no quieren más, al menos, no los cazadores emparentados con Scarlett March. A ver cómo explicas lo de las clases de baile cuando tu hermana está intentando salvar el mundo.

Continuamos el viaje prácticamente en silencio mientras el sol se va elevando sobre nosotros; Scarlett se despierta cuando casi está en lo más alto. Pero la ciudad no empieza a vislumbrase hasta la tarde. Atravesamos pueblos no muy diferentes de Ellison; después, poblaciones más grandes; luego, hileras de gasolineras y concesionarios de automóviles y, por fin, aparecen en el horizonte los edificios más altos. Se hacen cada vez más grandes, como si se acercaran a nosotros a la misma velocidad que nosotros avanzamos hacia ellos, y nos tragan con sus bocas de acero cuando serpenteamos por debajo de un puente y finalmente entramos en las calles de la ciudad.

Me vuelvo para mirar a Scarlett. Parece nerviosa; su ojo acerado explora el paisaje urbano. Scarlett nunca se muestra nerviosa, de manera que ahora soy yo la que se está poniendo nerviosa, y el enorme ajetreo de la ciudad no ayuda mucho. Hay gente por todos los lados, más gente de la que he visto en toda mi vida, más coches, más edificios hasta donde alcanza la vista, un laberinto de hormigón gris y plateado iluminado por anuncios de vivos colores, luces intermitentes, taxis de un intenso color amarillo. Scarlett se hunde un poco en su asiento, deja caer el cabello sobre su ojo herido y se estira las mangas para tapar los brazos.

—Aquí es, Andern Street —murmura Silas, girando hacia la derecha. La calle por la que baja está oscura, como si sobre nosotros se cerniera una nube enorme, a pesar de que hace un día soleado. En la esquina hay una iglesia llena de ventanas enrejadas que necesita con urgencia una capa de pintura. El resto de los edificios de Andern Street son viejos y parecen a punto de desmoronarse. En la esquina de la calle pasan el rato un grupo de hombres de aspecto sospechoso.

Silas empieza a recitar los números de los edificios y reduce la marcha del coche.

—Es éste —dice con tono concluyente—. Andern, trescientos treinta y tres. —Nos mira a Scarlett y a mí, que nos hundimos en nuestros asientos para poder ver el edificio.

Escoltada por dos antiguos edificios de oficinas y enfrente de un solar, la casa tiene el aire de lo que alguna vez ha sido elegante e incluso bonito: la pintura blanca de los tablones está descascarillada; junto a la puerta, unos apliques oxidados forman arabescos Victorianos; y en el tejado se alza hacia el cielo una cúpula octogonal. La mayoría de las ventanas tienen las cortinas corridas, todas diferentes, como si el edificio fuera una colcha de patchwork. Algo en él le confiere un aspecto blando, como si todo él estuviera construido con el mismo material que una colmena y pudiera ser aplastado y esparcido por una fuerte ráfaga de viento o una piedra certera. Un grupo de vagabundos nos observa con miradas lascivas; sus rostros curtidos me escudriñan primero a mí y luego, a Scarlett, a quien examinan con miradas de asombro. Ella se ajusta el parche del ojo.

—Es en el piso octavo. Sin ascensor —dice Silas, como si temiera que cambiáramos de opinión.

—¿Tenemos vistas de algún sitio? —pregunta Scarlett, ignorando a los vagabundos.

—Sí. De la calle, y tenemos acceso al tejado.

—Bien —dice Scarlett con sinceridad—. Bien para montar algo así como un puesto de observación, quiero decir.

—Exacto —añado sólo porque tengo la sensación de que debo decir algo. Me doy la vuelta y miro al otro lado de la calle. El solar está rodeado de una desvencijada valla metálica, hierba crecida y dos edificios que parecen abandonados. En su interior se pueden ver los chasis de unos coches viejos, esqueletos de una época en la que esta calle estaba un poco más… viva. Silas hace un cambio de sentido en mitad de la calle bajo las atentas miradas de los vagabundos— que ahora que lo pienso podrían ser nuestros vecinos de edificio —y aparca frente al solar, en un espacio tan pequeño que apenas se puede considerar una plaza de aparcamiento.

Screwtape empieza a maullar otra vez. Me parece bastante lógico, si ha visto su nuevo hogar. Vuelvo por un momento a nuestra pequeña casa soleada, las flores de vivos colores, la brisa que olía a heno fresco y el ruido sordo del ganado.

Silas abre la puerta del conductor y entra el ulular de una sirena de policía cercana. Levanta la vista hacia el edificio y luego la dirige al interior del coche. Scarlett está cogiendo sus cosas a toda prisa, de manera que los ojos de Silas, en los que se atisba cierta preocupación, se quedan en los míos.

—Estoy bien —comento en voz baja. Nada más salir las palabras de mi boca, me doy cuenta de que ni siquiera ha tenido que preguntarme. Me vuelvo hacia el asiento trasero y recojo de manos de Scarlett la cesta-jaula de Screwtape. Silas abre el maletero, se cuelga mi bolsa de lona al hombro y coge una castigada caja de herramientas roja. Uno de los hombres me silba, y Scarlett ríe con disimulo.

—Vamos, Rosie, dale su merecido —dice en voz baja. En cuestión de lobos es sobreprotectora, pero, cuando se trata de hombres, le parece muy divertido cómo dan por hecho que las chicas no son capaces de defenderse.

La puerta de entrada no está cerrada con llave, y se abre tan rápido que casi le da a Scarlett en la cara. Por dentro produce la misma sensación de belleza venida a menos: suelos embaldosados agrietados, barandillas completamente desgastadas y una araña a la que le faltan tantos cristales que apenas es algo más que una bola de luces sujeta al techo. La escalera sube en espiral y en cada rellano asoma un apartamento. A mitad de la escalera, un hombre muy musculoso abre su puerta de golpe y nos mira con el ceño fruncido cuando pasamos por delante. De su apartamento sale un fuerte olor dulzón.

—¡Fantástico, vivimos en una casa de camellos! —exclama Silas una vez que el hombre ha vuelto a cerrar de un portazo.

Para cuando llegamos al último piso, mis músculos y Screwtape ya se me están quejando con la misma intensidad. Una música a todo volumen nos atruena desde abajo, tan alta como si el equipo estuviera pegado a nuestras orejas. Silas pone las bolsas en el suelo y hurga en su bolsillo buscando la llave, aunque no hace falta, porque, al apoyarme en el marco de la puerta, ésta se abre de golpe y se estampa contra la pared.

—Bueno —dice Scarlett. Como ni Silas ni yo nos movemos, se abre paso y entra la primera. Silas y yo nos miramos un instante antes de seguirla.

El apartamento es un espacio abierto, no hay paredes que separen una habitación de otra. El techo de estaño estampado es muy alto y hace que nuestras pisadas resuenen como si estuviéramos en un museo; a decir verdad, ésa es más o menos la sensación que produce. Las paredes están cubiertas de chinchetas, de las que todavía cuelgan fragmentos de pósters, y una esquina está repleta de recortes de revistas con mujeres en diversos puntos de desnudez. Las ventanas son enormes, pero algunas están agrietadas y les faltan unos cuantos cristales. El lugar huele a cerrado y a humedad, como si fuera un sótano. Fuera, en una escalera de incendios muy oxidada, hay unos cuantos tiestos cuyas plantas hace tiempo que murieron y descansan desmayadas por sus bordes.

Hay muebles, si es que se pueden llamar así. Un armazón de cama recién salido de los años sesenta acecha en una especie de alcoba de la sala principal. Hay una mesa de comedor redonda con un aspecto bastante decente, si no fuera por el grafiti rosa fluorescente que reviste su superficie de roble. Y el sofá… bueno, el maltrecho sofá marrón parece cómodo, pero no seré yo quien se siente en él, a menos que alguien lo cubra con una o una docena de mantas. Pobre Silas, él tendrá que dormir ahí.

Silas se muestra relajado, aunque un poco molesto por el lugar, y Scarlett… bueno, es Scarlett. Screwtape deja por fin de gruñir y empieza a mirar fijamente las cucarachas y a husmear en busca de ratones mientras deshago la bolsa de las cosas de cocina, temerosa de poner algo en un cajón. Scarlett y Silas ponen el colchón contra la pared y lo sacuden con una escoba por turnos. Cuelgan una sábana de flores en la entrada del reducido espacio donde está la cama en la que dormiremos Scarlett y yo.

Tres horas después, el apartamento sigue teniendo un aspecto espantoso, pero al menos no hay botellas de cerveza por todas partes ni ceniza y colillas sobre las superficies. En la calle, un perro ladra como loco.

—Voy a pagar el alquiler —dice Silas, revisando con desgana todo el espacio.

—Tengo que ir a buscar el dinero para pagar nuestra parte, —añade Scarlett, hurgando en una bolsa. Miro hacia otro lado; preferiría no saber qué cosas de nuestra abuela ha decidido empeñar.

—¿Vienes con nosotros, Rosie? —pregunta Silas, apoyándose en una de las muchas columnas de hierro que seccionan el apartamento.

Sé que debería ir porque sé que Scarlett espera ir a cazar después: está afianzando el hacha a su cinturón. Pero la verdad es que yo no quiero ir a cazar. Quiero quedarme en casa. ¿Cuánto tiempo hace que me pregunto cómo sería la vida fuera de Ellison? No voy a ponerme a añorar el pueblo ahora que estoy en Atlanta.

—No, estaba pensando en que me quedaré aquí y terminaré de deshacer las maletas —respondo, sentándome sobre la encimera. Scarlett me mira fijamente, y sé que puede ver la frustración en mi mirada. Asiente.

—Vale. No te quites los cuchillos de encima, ni siquiera aquí, —dice, arrojándome el cinturón en el que están bien guardados los dos cuchillos con empuñadura de asta.

Silas me sonríe con dulzura y se va con Scarlett. Cierran la puerta con cuidado hasta que se oye el chasquido de la cerradura. Sus pasos resuenan al bajar la escalera y oigo que la puerta del camello se abre de golpe a su paso. Suspiro y me siento en una de las sillas. Pongo los pies sobre la caja de herramientas de Silas, creo que perteneció a Pa Reynolds.

***

—No seas tonta, Leoni —dijo Pa Reynolds mientras descargaba las herramientas de la parte trasera de su vieja camioneta. Tenía serrín en el cabello y su mono estaba permanentemente manchado de grasa—. La casa de un hombre, o de una mujer, es su castillo.

—Eso no significa que debas hacerme el trabajo gratis —dijo Oma March, con los brazos cruzados.

—Pero yo soy su humilde servidor, mi majestad —dijo Pa Reynolds con una sonrisa maliciosa.

***

Nuestra abuela y el padre de Silas eran más o menos de la misma edad y siempre mantuvieron una especie de coqueteo amistoso. Pensándolo ahora, supongo que para ellos era normal buscar consuelo en el otro. La madre de Silas, Celia, murió cuando él tenía ocho años, y la diferencia de edad entre Pa Reynolds y su hermano Jacob, el único de sus siete hermanos que seguía viviendo en Ellison, era tan grande que más bien parecía otro de sus hijos. Siempre tuve la sensación de que Pa Reynolds anhelaba cierta compañía y comprensión de Oma March, aunque lo expresara en un tono de colegial que nos daba un poco de vergüenza.

Mientras acaricio el pelo de Screwtape y miro con recelo las tuberías oxidadas del techo, me pregunto qué haría Pa Reynolds para arreglar este lugar. Fuera, las campanas de la destartalada iglesia dan la hora con unos sonidos mecánicos y metálicos, más discordantes que tranquilos. Screwtape bufa al oír el ruido y yo suspiro. Creo que ni Pa Reynolds podría convertir este apartamento en un castillo. Pero a lo mejor Silas sí que puede.