Despierto a Rosie a las seis de la mañana. Sale arrastrándose de la cama, absolutamente dormida, y me muevo con prisas a su alrededor, impaciente por ir a cazar cuanto antes para encontrar a nuestro lobo antes de que deje un reguero de cadáveres tras él.
—Come —le digo a Rosie, que se desploma sobre una silla de la cocina. Con ella es mejor usar sólo monosílabos antes de las ocho de la mañana. Le acerco unas tostadas con mermelada de fresa. Lleva la mano hacia el plato sin apenas mirarlo y coge una tostada. Mientras, coloco un pie sobre la encimera y me inclino hacia delante.
Hago estiramientos, tensando y relajando los músculos de las piernas y de los brazos, y alterno el hacha de una mano a la otra. Aunque sigo enfadada, no puedo evitar cierta excitación. Cazar no es exactamente divertido, pero es lo correcto. Y debo admitir que cazar con Rosie me resulta especialmente enriquecedor. Me hace sentir como si entre nosotras no hubiera esa larga lista de diferencias que hay. Nos vestimos igual, luchamos contra el mismo enemigo, vencemos juntas… Es como si, por un momento, yo pudiera convertirme en ella, en la que no está cubierta de gruesas cicatrices, y ella pudiera llegar a entender lo que significa ser yo. Es muy distinto a cuando cazo con Silas: él y yo somos socios, no parte del mismo corazón.
—Filaolosillos —dice por fin Rosie. La miro extrañada. Se aclara la garganta y se recuesta en la silla, tostada en mano—. Que he afilado los cuchillos —repite mientras saca del cinto uno de sus cuchillos de asta de cabra. La hoja refleja un súbito rayo de sol matinal que entra por la ventana de la cocina.
—¿Cuándo? —pregunto.
—Anoche. Me quedé levantada —responde Rosie—. Volví a ver la película, afilé los cuchillos y lavé las capas.
—Han quedado perfectas —contesto con sinceridad. Sé que me está tendiendo la mano; Rosie no suele sacrificar horas de sueño así como así. Asiente con la cabeza mientras abre la boca en un enorme bostezo.
Hasta las siete y media no da auténticas muestras de vida: voltea los cuchillos entre los dedos y los lanza contra un blanco que pintamos en la puerta de entrada. El hacha nunca se le ha dado muy bien, pero debo admitir que es buenísima con los cuchillos. Los lanza una y otra vez mientras su somnolencia se va disipando.
Mi hermana nos rocía a ambas con un perfume vomitivo de algodón de azúcar y luego me ayuda a colocarme un pasador a un lado del cabello para tapar el ojo ausente. Se pone mucho maquillaje —sombra de ojos oscura, lápiz de labios rojo encendido y colorete intenso— para que el fenris no la reconozca. De pie una frente a otra, repasamos en silencio nuestro equipo: armas, capas, peinado, brillo de labios, perfume. Todo es parte del señuelo. Rosie me hace una indicación para que me vuelva. Como sabe dónde están todas mis cicatrices, me estira la ropa para tapar las más grandes. Le pido a mi vez que se vuelva para comprobar si lleva el escote adecuado y si sus rizos caen donde deben caer. Interpretamos el mismo papel… ¡pero de forma tan distinta…!
El coche de Silas anuncia su llegada renqueante. Rosie llega antes que yo a la puerta y, cuando la abre, se le ilumina la cara. Corro a ver qué le hace sonreír. Doy un suspiro y también sonrío.
—El que vayamos de caza no quita para que lo pasemos bien —grita con malicia. Las ventanillas del coche están cubiertas de manzanas y manzanos pintados de rojo y verde vivos. En el parabrisas trasero pone «Fiesta de la Manzana, ¡viva la gente sana!», que es el lema del festival desde que tengo uso de memoria.
—¿Cuánto tiempo has dedicado a pintar manzanas? —le pregunto, aunque no intento ocultar la sonrisa. Silas es así. Por eso lo echaba de menos, a pesar de lo mucho que me enfadé cuando se fue.
—Unos treinta minutos. Un tiempo valioso que podía haber dedicado a cazar —termina con voz grave.
—Ya, ya… Vámonos. No quiero perderme el desfile —digo bromeando.
Dentro del coche de Silas hace mucho calor y está todo pegajoso. Avanza a sacudidas, como un atleta desesperado en la última vuelta de una carrera. Atravesamos en silencio los campos por pistas sin asfaltar. Por las ventanillas bajadas entra el piar de los pájaros ahogado por el ruido del motor.
Por fin se acaba la pista de grava y entramos en una calle pavimentada que lleva a donde Silas me ayudó a cazar la otra noche. La parte más sórdida y peligrosa de Ellison parece desvanecerse durante el día, aunque es evidente que a los lobos que buscamos la luz del día no les frena tanto como a los delincuentes locales, así que nada es tan alegre como parece. La calle está llena de coches aparcados, amas de casa haciendo entrar a sus hijos en las tiendas, padres e hijos entrando en las cafeterías, parejas jóvenes paseando de la mano. Todo está alegre y animado. Y, si lo hacemos bien, esta tarde habrá un fenris menos en el mundo para cambiar eso.
La Fiesta de la Manzana se celebra en el único parque que hay en Ellison, una gran porción de terreno que apenas consiste en un bosque con itinerarios naturales y una enorme área de picnic. Todas las calles adyacentes están cortadas y es casi imposible aparcar. Al final encontramos sitio en una fila de coches tan decorados como el de Silas. Rosie y yo nos ponemos las capas, aunque no tengo muy claro que se vayan a ver mucho en ese mar de rojo y verde. Silas se echa una mochila negra y gastada a las espaldas. Por la cremallera entreabierta sobresale el mango del hacha oculta en el interior.
—¿Has pensado por dónde empezamos? —le pregunto a Silas mientras nos incorporamos a un grupo de personas que cruzan la calle indicada por un policía. Una niña pequeña con manzanas pintadas en las mejillas casi me atropella con el triciclo. Cuando me mira desde su inocencia de ojos azules y mejillas sonrosadas, giro la cara. Pobrecilla, no es cuestión de asustarla.
Silas examina varias veces a la multitud antes de contestarme.
—¿Rodeamos por atrás y atajamos por los árboles?
Miro hacia donde señala.
—No es buena idea. Allí han construido una carretera nueva, creo que los lobos la evitan.
Silas me lanza una mirada penetrante.
—¿Por qué me preguntas si no quieres mi opinión? —dice mientras se le escapa una sonrisa. Sonrío y muevo la cabeza como única respuesta.
Silas pone cara de paciencia.
—Recorramos una vez el festival antes de elegir el sitio.
—¿Por qué?
—Porque me encantan las manzanas —contesta. A Rosie se le escapa la risa—. Para ver si hay algún sitio donde resulte especialmente fácil apartar a una chica de la fiesta —responde, esta vez con tono serio.
El área de picnic está llena de puestos para vender manzanas de madera, jalea de manzana, mantequilla de manzana… Unos vendedores ambulantes bastante mugrientos reparten manzanas acarameladas o invitan a la gente a derribar una pirámide de manzanas verdes con una bola de madera por el supermódico precio de cinco dólares la tirada. Los estudio detenidamente: no, son inofensivos.
Un montón de mujeres vestidas con camisetas de brillantes estampados de manzanas pasan rozándome entre risas, pero apartan la mirada cuando ven las cicatrices. Creo que algunas me reconocen; tal vez no recuerdan cómo me llamo, pero sí «aquel incidente de la chica March». Les dijeron que nos había atacado un perro salvaje. La historia todavía me hace reír.
Silas compra manzanas cubiertas de cacahuetes y caramelo para los tres, y justo entonces empieza el desfile. Básicamente consiste en el paso de alumnos de las academias locales bailando claque sobre la hierba y de carrozas con chicas que se presentan en sociedad saludando, pero la gente los recibe entusiasmada. Silas coge a Rosie de la mano para hacerla pasar delante y ella se sonroja. Yo me quedo atrás, para que se me vea menos, aunque no sé si lo hago para evitar los lobos o las miradas de reojo. La mayoría de las chicas de los coches fueron conmigo al colegio. ¿Estaría ahora con ellas si las cosas hubieran ido de otra forma? Me miro los pies e intento imaginármelos con tacones altos, intento imaginarme a mí con vestido largo sobre una carroza entre amigas que no saben nada de lobos y que tienen rostros preciosos e intactos. Todo puede cambiar tan deprisa, tan fácilmente…
Pero no hay forma: haga lo que haga, los fenris siempre están merodeando en mis pensamientos. Además, yo no necesito un grupo de amigas teniendo a Rosie y a Silas. Se inmiscuirían en la caza. Suspiro y examino el área que me rodea, hasta que lo veo: el lugar perfecto para que ronde un lobo. Es una hilera de mesas de picnic situada detrás de los puestos, lo suficientemente metida en el bosque como para que la sombra de los árboles la oscurezca y aísle, y haga fácil llevarse a una chica o conducirla hacia el interior del bosque. Cuando Silas y Rosie regresan con las manos llenas de los caramelos que arrojaban las animadoras de instituto, les señalo con la cabeza hacia las mesas.
—¿Qué te parece? —le pregunto a Silas. Hace un gesto de asentimiento y deposita sus caramelos en la bolsa de Rosie.
—Perfecto, me parece perfecto. ¿Lo rodeo por el camino? —Silas tiene esa increíble capacidad de pasar de ser un tipo que recoge caramelos lanzados al aire a ser un auténtico cazador en cuestión de segundos. Debo admitir que a veces me da envidia, porque en mi cabeza parece que se ha bloqueado la opción caza.
—Sí —respondo. Rosie y yo nos abrimos paso entre la gente hacia el lateral de uno de los puestos de mermelada de manzana.
Caminamos despacio hacia las mesas de picnic. Me siento en un banco y echo los hombros hacia atrás y el pecho hacia delante. Rosie se sienta en la mesa mohosa y se reclina hacia atrás apoyándose en las manos.
—Baja la cabeza —le recuerdo.
—Ya sé… —murmura mientras balancea las piernas. Tras un largo silencio, suspira.
—Aquí vinimos una vez con mamá.
—¿Cómo te puedes acordar? —Mamá estuvo con nosotras (sin drogas) apenas los cinco primeros años de vida de Rosie. Nunca supo estar encadenada mucho más tiempo que eso. Oma March solía llamarla Ruhelose. Por supuesto, Oma March también la llamaba puta cuando estaba especialmente enfadada. Ambos términos son bastante acertados.
Rosie se encoge de hombros y se inclina hacia delante. Analizo la multitud y dirijo una mirada cómplice a mi hermana. «Vamos, se supone que estamos cazando». Ella se acaricia el pelo coquetamente antes de responderme. «Vamos, lobos. Mirad qué apetitosas somos».
—Recuerdo que el coche en el que íbamos estaba pintado como el de Silas —dice Rosie— y también que mamá me grapó manzanas de papel por toda la camiseta.
—¡Caray! —respondo. ¡Qué bien lo recuerda! Yo no le dejé a mamá que me grapara las manzanas pero luego me arrepentí en cuanto llegamos al festival y vi a los demás niños vestidos igual de ridículos.
Del bosque nos llega el crujido de una rama. Rosie y yo nos miramos un segundo.
Y entonces nos reímos. Muy alto. Con una risa viva, efervescente, de chicas ignorantes. La risa que utiliza Rosie para atraer a los lobos no es tan distinta de su risa normal, pero yo levanto la voz, dejo a un lado mi cinismo habitual y me río tontamente. «Sí, lobo, somos dos niñas tontas de risa fácil. Devóranos». Otro crujido de rama. Inclino la cabeza para que me caiga el cabello sobre la cara y miro entre los mechones hasta ver fugazmente a Silas dando vueltas por el aparcamiento. Sigamos disimulando.
Rosie se vuelve a reclinar hacia atrás y cruza las piernas en el aire, como una modelo de calendario. Se empiezan a oír pasos firmes a través del bosque, que aplastan hojas y ramas conforme se acercan. Hacemos ver que no lo oímos, fingimos que no vemos el movimiento de la persona que se aproxima. Me levanto, con la cabeza baja, y dejo que el viento alce las puntas de mi capa para esparcir el aroma perfumado por el bosque.
—¡Por fin, civilización! —grita una voz masculina triunfante. Rosie y yo sonreímos con disimulo.
El hombre que emerge del bosque parece recién salido de una residencia universitaria. Cabello rubio rojizo, ojos profundos y separados, cuerpo macizo y hombros anchos. Se nos acerca deprisa, sonriendo. Yo intento ver a través del pelo sin que quede al descubierto el parche ni las cicatrices. Tiene algo extraño: huele a fenris y noto la presencia de lobos cerca, pero este hombre tiene los ojos enrojecidos, como cuando se ha llorado. Y los lobos no lloran. Cuando no tienes alma nada tienes que lamentar.
—¿De dónde sales? —le pregunto riendo. En momentos así, suelo imitar a Rosie, aunque nunca se lo he dicho. Puede que yo sea la mejor cazadora, pero es indudable que ella es el mejor cebo. Miro las uñas del hombre, que no son garras, pero en las perneras del pantalón lleva pegados mechones de pelo de fenris.
—No sé cómo pero he perdido el camino que seguía —dice con su amplia sonrisa y su encanto juvenil—. Creía que me iba a quedar en medio del bosque para el resto de mi vida.
—Te hubieras perdido todas las actividades de la manzana —le contesto con voz animada. Asiente ávidamente, entornando sus ojos azules y brillantes. Tiene que ser un fenris, está claro que me he equivocado con lo de las lágrimas.
—Lo sé, y hubiera sido una pena. Me he despistado porque estaba siguiendo un cervatillo que parecía perdido —dice, apuntando con la cabeza hacia el bosque.
«No fastidies, ¿el cuento del animalito?» Es difícil no bostezar.
—¡Hala! ¿Un cervatillo? —chilla Rosie, aunque le detecto una pizca de sarcasmo en la voz. Mira hacia el hombre y le deja ver su cara por un segundo, no sea que le resulte sospechoso que yo oculte la mía. Aguanto la respiración, por miedo a que la reconozca a pesar de todo el maquillaje. Rosie cruza su mirada con la mía y mueve la cabeza, con un movimiento mínimo, tan sutil que creo que sólo yo podría percibirlo. Éste no es el fenris que dejó escapar ayer. Éste es otro.
Pues también tendrá que morir. Me giro hacia él; la ligera brisa le agita el cabello rojizo. Me pregunto qué edad tendría cuando se convirtió. No parece mucho mayor que Silas. Imagino que casi nunca pasa hambre, con esa edad y esa voz tan encantadora. Es tan bueno haciendo morder el anzuelo como Rosie.
—¿Quieres verlo? Iba a llamar al servicio de control de animales, pero si queréis os lo enseño primero a vosotras —dice señalando el lugar por donde ha venido.
—¡Yo quiero verlo! ¡Vamos! —me anima Rosie. El hombre se relame cuando nos ponemos en pie, pero enseguida se vuelve y se mete en el bosque. Lo seguimos a varios metros de distancia.
—¿Está muy lejos el ciervo? —pregunto con voz alegre.
—No, ¡qué va! —contesta, dedicándonos una gran sonrisa. ¡Qué raro que aún no haya empezado a transformarse! No suelen aguantar la farsa tanto tiempo. Intento ver qué símbolo de manada lleva en la muñeca, pero sus movimientos me lo impiden. Traga saliva ¿por los nervios? No, los lobos nunca se ponen nerviosos. Algo no cuadra.
Los sonidos de la Fiesta de la Manzana se desvanecen bajo los del bosque. Lo único que llega a nuestros oídos es la bocina ocasional de algún coche del desfile. Decido concentrarme escuchando los ruidos del bosque: las ramas que crujen, las llamadas de los pájaros, el arrullo del riachuelo que atraviesa el centro del parque. Cada vez que el fenris mira hacia atrás tengo que girar la cabeza hacia la derecha, para que sólo vea el ojo que me queda.
Nos adentramos aún más en el bosque, hasta que el hombre se detiene por fin.
—Aquí, ¡aquí está! —dice gritando, alzando extrañamente la voz. Se da la vuelta de golpe y señala hacia un punto en el suelo.
Rosie da un grito ahogado de horror. Yo imito el sonido, pero creo que suena sobreactuado.
¿Qué le voy a hacer si ya estoy acostumbrada a ver las cosas que hace un fenris para que una chica se sienta incómoda, tiemble o llore antes de devorarla? Este fenris nos señala lo que parece, muy remotamente, un ciervo. Es lo que queda de él, ensangrentado y con las vísceras fuera. Por el suelo del bosque se desparraman tubos de intestinos color púrpura, y la lengua le cuelga de la boca junto a unos ojos grises muertos. Está prácticamente partido por la mitad, y todas las marcas son de lobo: piel arrancada a tiras y patas rotas colocadas como un montón de palos retorcidos bajo el cadáver del animal. Rosie se lleva la mano a la boca en un gesto que no me parece parte de la actuación, porque se diría que de verdad está a punto de vomitar.
—¡He dicho que aquí está! —repite el hombre. Le tiembla la voz.
He matado a docenas y docenas de lobos en mi vida y nunca jamás le ha temblado la voz a ninguno. Levanto la mirada sin tener ya en cuenta que he perdido mi tapadera y que ahora puede verme las cicatrices. Y de pronto me doy cuenta de por qué había lágrimas en sus ojos. No es un lobo, es un humano. Un humano tonto y estúpido que ahora mira ansioso algo justo por encima de mi hombro.
—¿Dos? —pregunta una voz profunda y gutural detrás de mí—. Te he dicho cinco.
Rosie y yo nos damos rápidamente la vuelta. El fenris es más joven y lleva el cabello alborotado y los vaqueros rasgados. Rosie agacha enseguida la cabeza, y con eso me dice todo lo que necesito saber: éste es el fenris al que se enfrentó ayer, y no puede permitir que la reconozca. Doy un paso por delante de ella para desviar la atención. Quiero luchar con él en nuestros términos y cuando yo diga, no cuando diga el lobo.
—Y encima ésta está estropeada —rebufa el fenris, mirándome la cara con desprecio. Su cabeza ya ha empezado a transformarse, y ahora parece un humano con los huesos de la cara rotos y arreglados a toda prisa con pegamento.
—¡Por favor! —implora el hombre detrás de nosotras, con la voz entrecortada y rota—. Lo he intentado, pero me he perdido en el bosque. Dos es todo lo que he podido conseguir en media hora.
—Entonces, ¿no te importa lo que le pase? —se burla el fenris. Por un momento no sé de quién habla, pero luego la veo: una chica de rubia y sedosa cabellera temblando junto al tronco de un árbol. Ha metido las rodillas dentro de su camiseta de la Fiesta de la Manzana, como si esa tela pudiera servirle de escudo contra el monstruo.
—¡Sí que me importa!
—No lo bastante como para ganar su libertad —dice el fenris con gesto de indiferencia. Las uñas empiezan a convertírsele en garras, los ojos se le oscurecen. Detrás de nosotras, el hombre empieza otra vez a llorar.
Pa Reynolds nos contó que los lobos hacían a veces eso: chantajear a los humanos cuando estaban demasiado débiles para cazar todas las presas que necesitaban. Después de todo, ¿quién no sacrificaría a otros para salvar a los que ama? Por otra parte, sí parece que ayer Rosie se lo hizo pasar mal de verdad, si ahora pide cinco chicas. En cualquier caso, es la primera vez que me enfrento a un fenris con rehén, de manera que lo estudio detenidamente para planear mi ataque.
Y entonces la veo. El ojo, la mente, la garganta… de pronto todo se me nubla y se me seca. Le veo la marca limpia y clara en la muñeca derecha. Una marca de manada que reconozco, que sólo he visto una vez en la vida. La vi durante unos segundos en la muñeca del hombre que vino a casa de mi abuela a vender naranjas. Se me eriza la piel y siento algo muy potente que me recorre de arriba, abajo. No sé si Rosie ha visto la marca, pero me coge la mano justo cuando más se tensan mis nervios, como si lo hiciera por instinto. Lanzo un suspiro.
Un Flecha otra vez en Ellison. La caza es algo mecánico para mí; mi cuerpo y mi mente se ponen de acuerdo como si los hubieran creado para eso. Pero este Flecha me inunda de rabia y me dispara los latidos del corazón con furia, frustración y recuerdo. Quiero matarlo, no sólo a él, a toda la manada. Quiero que paguen más que cualquier otro fenris. El impulso por actuar ya, antes de que se transforme, está afectando a mi racionalidad. «Céntrate, Scarlett. Impide que esta manada haga a otros lo que te hizo a ti». El hombre, que sigue llorando, da un paso hacia la chica aterrorizada, pero un abrupto soplido del lobo lo detiene en seco.
—Todavía me debes tres —dice el fenris, andando con pasos más lupinos que humanos—, pero podemos empezar con éstas —termina la frase con una oscura sonrisa. Tras dirigirme a mí otra mirada de asco, se vuelve hacia Rosie, que mantiene la cabeza gacha.
»¿No te gusta el ciervo, cariño? —le pregunta el fenris con una voz al mismo tiempo dulce y espantosa—. Qué poco amable de tu parte. A lo mejor si lo acaricias…
Se mueve, demasiado deprisa para un humano. Alarga la mano derecha, la que lleva la marca de la manada, y agarra a Rosie tan fuerte por la muñeca que sé que le quedará un cardenal. Rosie protesta con un grito y aparta la mirada.
—Venga, acarícialo —le ordena el fenris con voz cantarina y tenebrosa, acercándose tanto a ella que el aliento le agita la melena. Le aprieta aún más la muñeca y la lleva hacia el cuello grotescamente retorcido del ciervo. La mueca de dolor de Rosie hace sonreír al fenris y multiplica mi rabia por mil. A mi hermana nadie le hace daño. Veo cómo le tiemblan los dedos cuando él los empuja contra el cadáver. Cuando siente cómo sus uñas entran en contacto con la carcasa, Rosie alza finalmente el rostro y mira a la bestia a los ojos.
»¡Tú! —dice con odio el lobo.
—¡Eh! —grito. El fenris se vuelve a mirarme y su boca adopta una sonrisa rabiosa.
»¡No toques a mi hermana! —le digo amenazante.
—Primero ella —ruge— y luego tú… —Pero apenas acaba la frase, Rosie le da una patada en la entrepierna y un gancho izquierdo en la oreja. El fenris aúlla sorprendido, con jadeos entrecortados de animal. Busco el hacha bajo mi capa, pero, cuando se la voy a lanzar, el lobo ha saltado fuera de mi alcance. Rosie coge sus cuchillos y el fenris nos mira a una y a otra.
Entonces se da la vuelta y sale corriendo.
Rosie y yo salimos corriendo tras él, agachándonos bajo las ramas y los matorrales. Le hago una señal a mi hermana para que vaya hacia la derecha y yo atajo por la izquierda. Las zancadas del fenris aún se oyen como dos pies en lugar de cuatro patas. Me dejo caer por un desnivel de hojas mojadas como si fuera una ola del mar, sin pararme nunca. El corazón me late muy fuerte y me empuja hacia delante deprisa, cada vez más deprisa. No tiene escapatoria: por un lado está Silas; por el otro, Rosie, y por aquí, yo. Es mío. No me importa lo fuertes que sean los Flechas, éste es mío. Corro más deprisa, saltando sobre las rocas y registrando con los ojos el bosque. Son muy buenos camuflándose, pero tantos años cazando me han enseñado a detectar su silueta entre las hojas muertas. Ahí está. Ya es medio monstruo; el pelo le ha roto la camisa y le está descendiendo por la espalda. Levanta la vista a tiempo para verme saltar desde unas matas, mientras sus dientes se alargan en colmillos amarillentos.
Con sus zancadas rápidas y contundentes avanza hacia mí, absolutamente colérico. Me recoloco el hacha en la mano derecha y veo cómo detrás de él se acerca Silas corriendo entre los árboles como un zorro y saltando plantas. Rosie no debe de andar muy lejos.
El fenris se abalanza sobre mí con un aullido estremecedor, pero lo evito rodando hacia un lado. Cuando se da la vuelta le lanzo el hacha. El arma se hunde en su ijada y por un segundo le veo el blanco de las costillas. Aúlla de rabia y de dolor y los ojos le brillan de furia. Relanza el ataque, pero yo voy más rápida y le asesto un golpe contra las patas delanteras y lo hago caer. Mientras su largo hocico se estampa contra el suelo, me alejo de un salto, recogiendo el hacha al pasar.
Un agudo silbido atraviesa el aire. Como si se hubiera materializado, el cuchillo de Rosie aparece hundido hasta la empuñadura en las ancas del fenris. Miro hacia la derecha y la veo salir de entre los arbustos. Volteo el hacha y la clavo en el hombro del lobo. Salta e intenta huir, y, aunque el cuerpo herido se le desploma cada pocos pasos, sigue siendo más rápido que cualquier hombre o animal. Avanza unos cuantos árboles más, pero Silas sale de detrás de un grueso roble y le propina una rápida patada en la quijada. El lobo se lanza hacia delante y consigue clavar los colmillos delanteros en el brazo de Silas, pero para entonces yo ya los he alcanzado. Cuando Silas se encoge y aparta al lobo de un puñetazo, basculo el hacha y se la clavo a fondo en el lomo. En uno de los tobillos del monstruo, bajo una capa rala de pelo, puede verse aún la marca de la manada, la flecha negra.
Las imágenes se suceden: los ojos abiertos como platos de Oma March, la sombra bajo la puerta, el golpeteo de las uñas en los tablones del suelo, Rosie apretándose contra mí. Saco el hacha y la vuelvo a hundir a fondo en el lomo del fenris, como hice hace años con un trozo de espejo. El lobo reacciona deprisa y me aparta mientras intenta recuperar fuerzas.
No se lo permitiré.
Vuelvo a abalanzarme contra él; a mi alrededor, el bosque se desdibuja. Quiero que sufra, quiero que se sienta destrozado, quiero arrancarle el ojo como uno de su manada me arrancó el mío. Le lanzo el hacha contra la cara, pero retrocede y me golpea fuertemente con la garra. Se me llena la boca de sangre, y Rosie o Silas —no estoy segura de cuál de ellos— me agarra por la capa e intenta apartarme.
«No, no». Me saco de encima a quien sea y me precipito contra el lobo. Jadea con dificultad, intentando sobrevivir, pero en sus ojos aún se ve el brillo del odio y el hambre. Salta hacia delante con la boca abierta para morderme la cintura. Me doy la vuelta de golpe y arrojo la parte de arriba del hacha contra su pecho. Ruge de rabia, pero yo no he acabado. Los Flechas no dejan morir a sus víctimas, les arrancan la vida centímetro a centímetro. Y eso es lo que yo voy a hacer. Doy un paso adelante y hago acopio de la poca energía que me queda para asestar otro golpe.
—¡Scarlett, para! —grita una voz. Silas se pone delante de mí y me aparta con suavidad. Estoy tan exhausta que no me resisto y me derrumbo contra un árbol, jadeante.
»Se está muriendo. No corras riesgos luchando contra un fenris moribundo.
Intento coger aire mientras recorro el bosque con la vista buscando a mi hermana. Da un paso detrás de mí y me pone la mano sobre el hombro. Sentirla amaina la tormenta de rabia que seguía arremolinada en torno a mi corazón. Ya he matado al lobo; he matado a otro Flecha. Con eso basta.
—Vale —concedo por fin a Silas—. Lo siento, es que… —Ni siquiera sé qué decir. Me limito a mover la cabeza y miro por encima del hombro de Silas los vanos esfuerzos del animal para levantarse. Me ve y gruñe, y luego le dirige a Rosie una larga y hambrienta mirada.
Silas se arroja sobre él y le arranca el cuchillo de Rosie de las ijadas. El lobo se estremece y el pelo de su lomo empieza a esconderse otra vez bajo la piel. ¿Se transforma? ¿Ahora, en las puertas de la muerte? ¿Para qué perder la poca energía que le queda? Me acerco fatigosamente mientras Rosie me coge del brazo. Nos lanza un mordisco desde una horrible boca humana repleta de colmillos de lobo. Silas se arrodilla y apoya el filo del cuchillo contra la garganta del animal.
—¿Qué hace la manada Flecha cazando en Ellison? —pregunta en voz baja.
El fenris sonríe, abriendo los labios como no podría un ser humano. Le corre sangre por el escaso pelo que le queda en la cara. Silas hunde un poco más el cuchillo.
—La fase está a punto de empezar —responde el fenris con voz quebrada sin abandonar su infame sonrisa.
Y se muere. El fenris estalla en sombras que se esparcen por el suelo del bosque y se deslizan bajo las hojas y las ramas caídas como si les asustara que las vieran.
A lo lejos se oye la bocina de algún coche del desfile.
—¿Adonde han ido el tipo y su novia? —pregunta Rosie rompiendo el silencio mientras registra el bosque con los ojos. Tiene una mirada dulce, como si esperara que salieran de un escondite para consolarlos.
—El que matamos la noche en que regresaste era Moneda —le recuerdo rápidamente a Silas, ignorando a mi hermana.
Silas le contesta primero a ella.
—Se han ido corriendo juntos en cuanto el lobo se ha puesto a correr. Supongo que se recuperarán, en cuanto se convenzan de que todo ha sido una pesadilla. Y Scarlett, eso significa que ha habido un Flecha, un Moneda… Rosie, ¿llegaste a ver la marca del que mataste ayer?
—Creo que era Campana, no estoy segura. También podría haber sido otro Moneda…
—¿No se te ocurrió que tenías que averiguarlo? —la corto bruscamente.
—Lo siento. Estaba un poco ocupada luchando contra dos fenris a la vez. A lo mejor, si hubiera tenido la oportunidad de cazar sola antes, me podría haber relajado lo suficiente como para fijarme en las señales de la manada —me responde Rosie con tono provocador.
—¡Pero es la marca de la manada, Rosie! ¿Cómo no se te ocurrió…?
—¡Calmaos las dos! —interrumpe Silas. Limpia el cuchillo de Rosie contra sus vaqueros y se lo tiende. Luego se inclina para arrojarme a mí el hacha aún manchada de sangre. Le lanzo una mirada enfadada mientras me limpio el arma con mi capa.
—Flecha, Campana, Moneda. Un representante de cada manada. «Fase»… Se refiere a las fases de la luna, ¿verdad? —murmuro mientras vuelven a mi cabeza docenas de relatos de fenris que me contó Pa Reynolds.
—Sí. Y tiene razón: dentro de una semana más o menos habrá luna llena, lo que significa que… —empieza a decir Silas.
—Están buscando otro fenris potencial —acabo su frase—. Debe de haber uno por aquí mismo, ante nuestras narices. —Los Potenciales son raros, pero existen. Con un solo mordisco, suficiente para romper la piel, basta para transformar a un Potencial en un auténtico fenris, según Pa Reynolds. Me estremezco. Demasiadas veces me pregunto cómo debes de sentirte cuando te desgarran el alma. Pero no es algo que quiera volver a pensar.
Nunca hemos acabado de detectar qué es exactamente lo que hace a un hombre —o a un chico— susceptible de perder el alma y convertirse en monstruo. Sólo sabemos que es muy específico, que ocurre únicamente durante determinadas fases lunares y que es lo bastante importante como para que los lobos abandonen sus territorios para buscarlo. Los atrae hacia él una extraña fuerza, como un olor que los seres humanos no pueden distinguir. No saben con exactitud ni dónde está el Potencial ni quién es, pero saben que existe, y peinarán todo el país en su busca.
—Un Potencial —repite Silas, frunciendo el entrecejo—. Tiene sentido. No puede haber ningún otro motivo para que tantas manadas envíen a sus miembros tan lejos.
—¿Cuántos lobos mandarán para buscarlo? —pregunta Rosie. Silas y yo nos encogemos de hombros al mismo tiempo.
—Los que haga falta. Todos quieren aumentar su manada, ser la manada que gana un miembro nuevo. Como hay tan pocos Potenciales, no me extrañaría que todas las ciudades del estado estuvieran repletas de miembros de todas las manadas. O, si no, lo estarán pronto. En cuanto uno de ellos detecte el rastro del Potencial, las cifras se triplicarán. —Silas responde mientras nos acercamos de nuevo hacia las mesas de picnic.
—Genial —dice Rosie con voz débil.
En una ciudad grande, la manada tiene controlados a cada uno de sus miembros para evitar que llamen demasiado la atención. Pero cuando mandan a los lobos solos, cuando mandan a cientos de lobos solos… ¿quién les impide darse un festín con todas las chicas de pueblo que encuentren?
—Entonces, ¿tendremos que cazar más a menudo? —pregunta Rosie, al ver mi expresión—. Ya estamos cazando todo el tiempo. Seguro que hemos matado a centenares…
—Noventa y tres —respondo entre dientes acariciando con la mano la superficie mohosa de la mesa—. Hemos matado a noventa y tres. —Casi un centenar de lobos y, sin embargo, con siglos de lobos inmortales cazando, encontrando Potenciales y creando nuevos monstruos con ellos, el haber matado sólo a noventa y tres me revuelve el estómago. Es probable que los fenris que quedan ni siquiera noten la diferencia.
Alejo la frustración y continúo:
—Supongo que todas estas manadas van hacia Atlanta, recordad que están teniendo asesinatos en serie. Y son manadas antiguas y enormes. Campanas, Flechas, Monedas… y eso suponiendo que las manadas más pequeñas no estén también cazando. Gorriones se está ampliando; para ellos sería lógico ir a cazar allí, porque así tendrían lobos por toda la región. Y eso suponiendo que las manadas no junten fuerzas para buscar al Potencial. Tengo la sensación de que a los fenris les interesa más crear un lobo nuevo que ganarlo para su manada. Nunca podremos matarlos a todos.
—Podemos cazar todos los días. Y Silas ha vuelto, nos puede ayudar —intenta animarme Rosie, aunque noto decepción en su voz ante la perspectiva de una caza eterna. Silas asiente sin ganas mientras vamos hacia su coche.
—La siguiente fase lunar comienza el sábado —dice Silas con expresión pensativa mientras cuenta días con los dedos—. Será luna llena. Eso quiere decir que durante veintinueve días a partir del sábado, hasta la siguiente luna llena, se multiplicarán las manadas en busca del Potencial. Lástima que Pa no supiera más sobre ellos… —Silas no acaba la fase. Sí, una gran lástima. Al parecer, lo que convierte a un hombre en un Potencial es una especie de código que sólo pueden descifrar los lobos. Vale, sabemos que es cierto hombre en cierta fase lunar, pero, sin más detalles, no podemos predecir cuándo aparecerá un Potencial ni imaginar dónde puede estar ni encontrarlo antes que los monstruos. Es como no saber nada.
Los sonidos del festival se oyen ahora más fuertes e invasivos, demasiado alegres para el nubarrón que acecha mis pensamientos. Un grupo de niños se queda mirándome las cicatrices. Una de ellas está tan asombrada que deja escapar el globo color pistacho, y el globo se eleva y desaparece en el cielo dolorosamente azul.
Subimos al coche y nos quedamos un momento en silencio, sumidos en su aire denso. Silas maniobra marcha atrás para salir del aparcamiento y surcamos la multitud vestida de rojo y verde, gente sin la menor idea de que andaba un monstruo entre ellos. Ni de que llegarán más. Silas pone el intermitente y abandonamos por fin el gentío del festival. No podremos matar lobos con la rapidez suficiente. Yo no podré hacer lo suficiente. Morirán más chicas, y se creará un fenris nuevo. Los fenris nuevos cazan a diario y son más fuertes, más rápidos, más hambrientos que cualquier otro lobo. La frustración me invade cuando nos incorporamos a la carretera.
—Perderemos. Hasta que encuentren al Potencial, no podremos impedir que maten a chicas mientras las manadas envían más lobos cada día.
—¿Y si…? ¿Y si fuéramos allí? —dice Silas, virando bruscamente para evitar un armadillo.
—¿Adonde?
—A la ciudad. Si fuéramos a cazarlos donde hay más. Donde se están congregando.
Claro, es muy lógico. La caza perfecta, en su origen.
La caza perfecta. Demasiado perfecta.
—Nunca funcionará. No podemos mudarnos a Atlanta, Silas. Ni siquiera podemos coger un piso. Estamos arruinadas —le digo mientras hago cuentas mentalmente. Entramos en casa y me dejo caer en el sofá casi de inmediato, con los dedos en las sienes.
—Yo puedo pagar parte de un piso —dice despacio Silas mientras se sienta en una silla de madera de la cocina. Yo alzo las cejas y Rosie deja escapar un sonido de sorpresa.
—¿Quieres ir a vivir a la ciudad? —le disparo.
—No para siempre, pero un mes o dos no me importa. Sé que tú no podrás resistir sin ir, Lett; y, después de todo, sois… bueno, sois como mi familia —dice deprisa, mirándonos a una y a otra—. No puedo pagarlo todo yo, pero Pa Reynolds me dejó una herencia bastante digna. Además, él está en la residencia Vincent’s Elderly Care, que está en la ciudad. Así podré visitarlo más durante un tiempo.
Me levanto del sofá, con la mente trabajando a cien. Podría funcionar. En el fondo, es tan sencillo como eso. Aunque me cuesta creer que Silas, el mismo que abandonó la caza y a mí a cambio de San Francisco, esté tan dispuesto a dejar Ellison a cambio de los lobos. Pero lo está. Y Rosie irá a donde yo vaya.
—Aun así, necesitamos dinero. —Claro que podríamos vender… llevo los ojos hacia la habitación de Oma March y luego hacia los de Rosie. Mi hermana suspira y aparta la mirada, pero asiente en silencio. «Haz lo que tengas que hacer». Al mirar la puerta del dormitorio, un pensamiento me cruza la mente: ¿qué sentiría si pudiera destruir al líder de la manada que me destrozó a mí?
»Vale —digo a media voz. Miro a Silas—. Vale, hagamos eso.
Silas lo acepta,
—Tengo un amigo al que creo que le podríamos subalquilar el apartamento. No será bonito, pero sí barato.
—Barato es lo que cuenta —contesto—. ¿Cuándo podemos ir? —Necesito moverme deprisa, ahora que hemos tomado la decisión. Intento suprimir el deseo de volver al coche de Silas y conducir hasta la ciudad ya mismo. Rosie me pasa los dedos por el cabello para apaciguarme.
—No lo sé, tal vez en una semana. ¿Es muy pronto? Deberíamos procurar estar allí antes de que empiece la fase, antes de que los fenris se pongan nerviosos de verdad —dice Silas.
—No, no, una semana va bien. Una semana. —Suspiro y me vuelvo hacia Rosie, apartando el pelo de sus dedos. Nos enviamos un mensaje sin palabras.
—Una semana —accede Rosie con tono suave.