Capítulo 4. Rosie

Mi madre es la única de la familia que sabe conducir, y pese a todos sus defectos, supongo que la admiro por ello. Oma March insistía en que los coches eran un despilfarro y, cuando ella murió, Scarlett adoptó la misma opinión, así que estoy acostumbrada a andar mucho. El centro de Ellison está sólo a una media hora en coche, pero se tarda dos horas largas si vas andando y en autobús. Desciendo sin muchas ganas el camino de grava de nuestra casa, con dos bolsas de lona en la mano. Sé por experiencia que las bolsas de plástico del supermercado se pueden romper cuando el recorrido es largo.

Las colinas y los campos de cultivo que rodean nuestra casa son la «ondulación» es sí misma. Todo se ondula hasta el infinito: los árboles en los bosques, las colinas en el horizonte, las nubes en las montañas. La verdad es que aquí nada parece tener fin, como si estuviéramos en la parte más redonda de la Tierra. Siempre que en las noticias muestran imágenes de ciudades o de desiertos, o de montañas de altas cumbres, casi se tiene la sensación de que no pueden existir tales lugares; francamente, parece imposible que algo pueda ser tan abrupto, o tan llano, o tan puntiagudo. Las pocas veces que he estado en Atlanta fue aún más extraño, como si estuviera andando por el interior de un cuento que no podía ser real.

Encuentro un canto y le voy dando patadas mientras ando. Llego a medio camino de la parada del autobús. En las raras ocasiones en que va a Ellison, Scarlett prefiere ir andando a coger el autobús; dice que cuando va sentada entre la gente durante tanto tiempo, deja de darles vergüenza mirarla. En una ocasión, alguien le pasó la tarjeta de un cirujano plástico. No entienden que Scarlett es quien es por las cicatrices, por las dentelladas, por las heridas y el dolor.

De pequeñas estábamos completamente convencidas de que en el vientre de nuestra madre éramos una sola persona. Creíamos, quién sabe por qué, que una mitad de nosotras quería nacer y la otra mitad quería quedarse. Por eso nuestro corazón tuvo que partirse en dos, para que Scarlett pudiera nacer primero; pocos años después, por fin tuve el valor suficiente como para enfrentarme al mundo exterior. En nuestras cabecitas con trenzas, era algo lógico; explicaba por qué, cuando corríamos por la hierba o bailábamos o girábamos en círculos durante mucho rato, perdíamos la noción de quién era quién y empezábamos a sentirnos como si hubiera algún vínculo orgánico y delicado entre nosotras, un solo corazón latiendo al mismo ritmo y bombeando la misma sangre. Pero eso fue antes del ataque. Ahora nuestros corazones sólo se unen cuando cazamos, cuando Scarlett me mira con una especie de hermosa excitación que es más poderosa que sus cicatrices, y después sale corriendo tras el fenris como si la vida de ella dependiera de la muerte de él. Yo siempre la sigo porque es el único momento en que nuestros corazones laten en perfecta armonía, el único momento en que estoy segura, sin la más mínima duda, de que somos una persona dividida en dos.

Llego por fin a la parada del autobús y miro el reloj. Es la hora, si los autobuses van puntuales. Me siento sobre una mata de delicados tréboles y, mientras espero, voy apartando las hojas con uno de mis cuchillos en busca del trébol de cuatro hojas. Me pregunto qué estará haciendo Silas, en aquella casa tan grande y vacía. Podría ir a visitarlo… pero se acerca el autobús entre una nube de polvo y humo y trunca esta posibilidad. La conductora me lanza una mirada curiosa al abrir la puerta. Sé que le gustaría saber de dónde vengo, pero nunca me lo pregunta. Tras el ataque, todo el mundo se preocupó por nosotras, pero, sabiendo que estaban mamá y Pa Reynolds, se quedaron tranquilos. Seguro que piensan que aún nos cuida alguno de los dos, si es que piensan en nosotras.

Me siento al final del autobús, en el que sólo viajan unos cuantos pasajeros. Tarda quince minutos en dejar atrás las altas hierbas y llegar a los campos recién arados, luego pasamos por barrios dispersos y finalmente llegamos al centro de Ellison. El autobús para en seco con un chirrido de frenos, y la conductora abre la puerta y se arrellana en su asiento. La señora que iba haciendo punto baja cojeando, seguida de un par de pasajeros con aspecto de leñadores, y por último salgo yo a la cálida calle.

En la ciudad no hay mucho movimiento, salvo por unas cuantas familias que empujan cochecitos y grupos de mujeres de mediana edad mirando escaparates. Ellison es la clase de lugar al que viene a vivir la gente cuando quiere sumergirse en un trozo de la América tradicional, aunque todo se vuelve bastante sombrío cuando se pone el sol: asadores que se convierten en bares de copas; cafeterías que se transforman en discotecas; y, por supuesto, monstruos que salen después del anochecer.

Primero voy a la tienda de comestibles: cojo huevos, leche y fideos ramen; después, una tableta de chocolate Baker’s y un poco de harina para hacer las galletas para nuestra sesión de cine de esta noche. Luego iré al videoclub y finalmente, a la farmacia. Me gustaría alquilar La boda de mi mejor amigo, pero no quiero ser tan cruel con Scarlett. Al menos le gustarán las escenas de lucha de La princesa prometida.

La farmacia de Ellison era un modesto negocio familiar, pero hace unos años la cadena CVS plantó su gran logotipo rojo en la vieja fachada de madera y lo que era una pequeña farmacia y tienda pasó a ser un autoservicio, con sus puertas automáticas y sus tarjetas de cliente. Voy al pasillo de primeros auxilios y después me dirijo directamente hacia la caja. La verdad es que es increíble que el vendedor no haya llamado a la policía para hablarles de mí. ¿Quién más compraría once paquetes de gasa cada dos semanas? Si quieres dedicarte a la caza, debes tener unas cuantas cosas imprescindibles: agua oxigenada, suturas provisionales y montones de gasa. Los fenris saben apuntar a los sitios donde más se sangra, por lo que es vital disponer de algo para cortar la hemorragia. Hurgo en el bolsillo buscando los dos billetes de veinte dólares enrollados.

A medio camino hacia la caja, me distrae un estallido de risas efervescentes; un grupo de chicas, más o menos de mi edad, se apiñan en la sección de maquillaje. Miran de reojo a la cajera mientras prueban frasquitos rosas y morados de esmaltes de uñas, riéndose tontamente y levantando las manos hacia la luz. Reconozco a una de ellas: Sarah Worrell. Éramos amigas en secundaria el curso anterior a que dejara la escuela, pocos años después del ataque. No podía seguir dejando a Scarlett sola en casa, entrenándose para enfrentarse a los lobos. Por eso no volví cuando acabó el verano. Dije a algunos amigos que recibiría clases en casa, esquivé las balas cuando algunos padres preocupados y el condado hicieron indagaciones sobre nosotras e intenté mantener el contacto con todo el mundo, pero es increíble lo rápido que los amigos se convierten en extraños cuando dejas de hablar de libros de texto y de las actividades sociales de la escuela.

Me quedo cerca de los jabones perfumados más de lo necesario, escuchando su conversación.

—Pero éste no combinará con las cuentas del vestido —dice con viveza una chica con unos reflejos perfectos en su cabello castaño.

—No tiene por qué combinar. Prueba éste, se llama Segunda Luna de Miel. Espera, ¿y Orquídea Hawaiana? —pregunta Sarah, ajustándose las gafas. Miro atentamente a la chica de las mechas durante un momento, intentando imaginar el aspecto del vestido y dónde podría lucirlo. No creo que sea en el baile de gala, porque no es en esta época, ¿no? Me las imagino a las cuatro en un salón de baile, con vestidos largos hasta los pies de color orquídea hawaiana, sacadas directamente del cuento de Cenicienta. ¿Estaría yo hablando de esmalte de uñas si las cosas hubieran ido de otra manera?

La mirada de Sarah se encuentra con la mía en el momento en que alarga la mano para coger Segunda Luna de Miel. Veo en su cara que me ha reconocido. Quizá debería decir algo: preguntarle cómo le va, si se acuerda de mí, para qué acto están escogiendo el esmalte de uñas. Esbozo una pequeña sonrisa, esperando a que rompa el hielo y me salude con la mano o haga algo. Pero no, simplemente me devuelve una sonrisa educada, como seguramente lo haría con cualquier otro, y regresa a la conversación con sus amigas. Intento parecer ocupada ante una estantería de jabones, pero escucho atentamente; aunque hablan en voz baja, se entiende todo lo que dicen.

—Creo que iba a la escuela con nosotras —susurra la rubia a la izquierda de Sarah. Las otras responden aún más bajo y la rubia continúa—: No me acuerdo. Pero ojalá tuviera el cabello como ella. ¿Crees que utiliza ese champú para dar volumen?

—Sí, bueno… Aunque no le vendría mal un poco de ayuda con la ropa. ¿Quién lleva un rosa como ése? Sí, sí, su hermana es la chica a la que destrozaron —responde Sarah en voz baja a la intervención de una de sus amigas.

La chica destrozada y su hermana. Aunque sé que debería sentirme mal por Scarlett —el peor calificativo es para ella—, no puedo evitar que me invada una oleada de autocompasión. Me doy la vuelta e intento dejar de escuchar. ¿Por qué habría de importarme lo que piensan? A ellas lo que les interesa son las fiestas y la ropa y un montón de cosas estúpidas e inútiles. Paso la mano por las columnas de jabones y elijo una pastilla de color coral que apesta a flores. Al echarla a la cesta choca estrepitosamente contra las botellas de agua oxigenada y las cajas de gasa. El perfume intenso atrae a los fenris, los provoca y les hace sentir hambre. «A un fenris le traería sin cuidado el esmalte de uñas Segunda Luna de Miel —me recuerda una voz interior muy parecida a la de Scarlett—. Es un esfuerzo inútil».

Mientras cogía unas cuantas pastillas más del jabón de flores, un claro aroma a bosque se esparce a mi alrededor y se superpone al de los jabones. Conozco ese olor, y no precisamente porque sea de fenris. Contengo la respiración, temerosa de ser la primera en hablar.

—Esas chicas no les llegan a las hermanas March ni a la suela del zapato —dice Silas, inclinándose tanto que puedo sentir su aliento en mi hombro. Me estremezco con una extraña y luminosa sensación y, al volverme hacia él, le incrusto sin querer la cesta de la compra en sus riñones. Unas cuantas vendas Ace caen al suelo y las chicas interrumpen el dilema del esmalte para reírse de mí con disimulo. «Genial, Rosie». Siento que me estoy sonrojando mientras me agacho para coger las vendas y, al rozar con la mano las piernas de Silas, el calor se extiende hasta el cuello. «Tranquila. Es sólo Silas». Me levanto y fuerzo una sonrisa que espero no parezca tan tonta como me imagino.

Silas me devuelve la sonrisa, con los ojos brillantes, y alarga la mano para cogerme la cesta.

—¿Provisiones para la semana —pregunta.

—Esto nos da para un mes —respondo. Serpenteo hacia la caja y él me sigue con la cesta en la mano. Respiro despacio, esperando que los latidos del corazón vuelvan a su ritmo normal, mientras la cajera pasa cada paquete de gasa por el lector de códigos de barras.

»¿Cómo es que has venido a la ciudad? —le pregunto.

—Voy a clase de guitarra —responde Silas—. En casa de Jacob me aficioné a experimentar cosas nuevas. Antes de irme, siempre estaba pensando en tomar lecciones de guitarra, pero lo fui dejando; de manera que, al volver, decidí que lo primero que haría hoy por la mañana sería venir aquí. Acabo de recibir mi primera clase.

—¡Vaya, qué genial! —exclamo mientras le tiendo a la cajera los dos billetes de veinte dólares.

Silas se ríe, con una risa sonora y recia. Sarah y sus amigas se vuelven hacia nosotros y nos miran, a Silas como si fuera una caja de bombones y a mí como midiéndome para una pelea. Él ni siquiera mira hacia ellas; tiene los ojos fijos en mí.

—¡Qué va! —dice—. Después de hora y media, me duelen muchísimo los dedos y lo más que puedo tocar es la primera parte de «Brilla, brilla estrellita». Y despacio.

Silas coge mi bolsa de manos de la cajera y salimos de la farmacia. La calle está ahora más animada; trabajadores con camisas en las que pone «Ciudad de Ellison» cuelgan banderines rojos y verdes en las farolas para preparar la Fiesta de la Manzana de este fin de semana.

—Es igual —continúo—, clases de guitarra… A mí me gustaría hacer algo así.

—¿Qué quieres decir? —me pregunta cuando nos paramos en el paso de peatones.

Me encojo de hombros y me vuelvo hacia él.

—Simplemente, que tú «haces» algo. Quiero decir, algo más que cazar y trabajar de leñador.

Silas vuelve a reírse.

—Sí, bueno… lo de leñador nunca me entusiasmó tanto. Digamos que era algo así como la opción por defecto en nuestra familia. Y cazar… Me gusta cazar, pero eso no significa que esté encadenado a la caza. Lo hago porque es lo que hay que hacer. Las clases de guitarra y todo lo demás es por diversión.

Frunzo el ceno.

—Me imagino… —No se me ocurre ningún argumento que no transmita, hasta cierto punto, una mala imagen de Scarlett, así que cierro la boca. Silas señala con la cabeza la luz verde del semáforo y me pone suavemente la mano en la cintura para animarme a cruzar. El roce me produce un estremecimiento en la columna y se apodera de mí una intensa sensación de vértigo. «Camina, Rosie, camina. No seas tonta».

Cuando llegamos a la otra acera, Silas señala unas manzanas más allá.

—Si no te importa esperar unas horas, puedo llevarte a casa. Tengo que ir a la compañía eléctrica para que me vuelvan a conectar la luz.

—Ejem, yo… —¿Estar sentada con Silas durante unas horas en la oficina de la compañía eléctrica? ¿Y luego otra media hora en el trayecto de vuelta a casa? Quiero hacerlo. De verdad, de verdad que quiero hacerlo. Pero ¿de qué hablaremos? ¿Cuánto tiempo tardaré en echarme a reír como una imbécil? Puedo atraer un fenris: contoneando las caderas, riendo lujuriosamente, poniendo ojitos, pero no tengo ni idea de cómo no parecer una torpe idiota delante de Silas Reynolds. También es cierto que no suelo ver a chicos que no sean fenris. ¿Cómo voy a saber lo que hay que hacer?

»No, tranquilo. Cogeré el autobús —respondo.

Me parece vislumbrar decepción en su rostro.

—Vale, lo que quieras. Pero ¿te acompaño al menos a la parada? —pregunta con un tono esperanzado en la voz. Asiento, con demasiado énfasis.

Caminamos hasta el final de la calle y nos quedamos un momento en silencio bajo la señal de la parada. «Piensa en algo que decir, Rosie. Cualquier cosa».

—Puedes volver venir a cenar esta noche —digo. Silas niega con la cabeza.

—Me encantaría, de verdad, pero tengo planes. He quedado con alguien de la escuela para ponernos al día mientras nos damos un distinguido banquete en el Burger King —dice con sarcasmo—. Cualquier otro día. ¿Estás bien?

—¿Yo? ¡Oh, sí! ¿De modo que tienes una cita importante? —bromeo, esperando que no detecte cómo he bajado la voz. Por supuesto, Silas tiene una cita. Silas siempre tenía una cita. Llamó la atención a su paso por el instituto, no como sus hermanas trillizas, Scarlett o yo; y, cuando llegó al último año, era de aquellos a quienes nunca les faltaba compañía femenina. Scarlett sentía una enorme frustración cada vez que oía que había quedado con alguien en lugar de ir a cazar con ella.

—No, no es en absoluto una cita —dice con firmeza, como si fuera importante que le creyera—. No es más que un amigo del instituto. Se llama Jason. ¡Venga, Rosie!, ¿no crees que si tuviera una cita iría a un sitio mejor que el Burger King?

Me río, aliviada y divertida.

—No lo sé. Antes de que te fueras a San Francisco siempre tenías alguna novia.

—Nada de eso. Perdí el contacto con la mayoría de mis amigas del instituto un año antes de irme, justo cuando se fueron a la universidad. ¿No me oías gritar de soledad por las noches? —bromea, apoyándose en mi hombro.

—Ya —respondo como una tonta. Me imagino que entonces no le prestaba atención, pero bueno, en aquella época nunca se me ocurrió prestar atención a Silas Reynolds—. ¿Por qué perdiste el contacto?

—Pues —dice Silas, pensativo—, a la hora de la verdad, no teníamos nada en común.

Arqueo las cejas.

—Sé cómo te sientes.

—Soy afortunado; al parecer tengo bastante en común con las hermanas March y eso me permite mantenerme a flote sin… ya sabes, amigos ni familia —dice.

—Oye, nosotras nos consideramos tus amigas.

—También mi familia, según parece. Ejem… sólo en cierto sentido —añade rápidamente. A lo lejos, el autobús dobla una esquina y se nos acerca ruidosamente.

»De todos modos, tengo que admitirlo, Rosie: eres mejor cocinera que los del Burger King, así que me siento un poco triste de que mi no-cita sea esta noche. O mejor dicho, de que mi no cita sea con otra persona, o… bueno. No importa —dice Silas.

Sonrío mientras chirría el freno del autobús y se abre la puerta. Una ráfaga de aire acondicionado me echa el cabello hacia atrás.

—Ya puedes estar triste, porque voy a hacer galletas. Aunque lo único que hay para cenar son fideos ramen, así que no te pierdes mucho.

—¿Galletas? ¡Maldita sea! —Le interrumpe la mirada de impaciencia del conductor del autobús—. ¡Entonces hasta luego, Rosie! ¿Vale?

—Vale —digo en voz baja, procurando no tropezar al subir al autobús. Me deslizo en un asiento junto al aire acondicionado y cierro los ojos para no mirarlo cuando arranca el autobús.

Sólo sé cocinar ocho cosas, sin contar los fideos ramen y los bocadillos. Una de ellas es el pan de carne. Otra, las galletas de chocolate de Oma March. Deshago el chocolate en uno de sus grandes cuencos verdes y lo bato con cuidado. Me gusta utilizar los utensilios de cocina de Oma March; en cierto modo, me hacen sentir más cerca de ella. No encuentro a Scarlett por ningún lado, pero sospecho que está otra vez corriendo. Creo que quiere llegar a ser tan rápida como un fenris, o algo así. Buena suerte.

Me apoyo en el horno mientras espero a que se doren las galletas. He hecho demasiadas, tantas que podría llevar algunas a casa de Silas.

Tampoco sería tan raro: llevar galletas a un viejo amigo de la familia. No es gran cosa. «Sí, venga, hazlo ya, antes de que cambies de opinión».

La alarma del horno suena con estridencia, y enseguida vuelco en la cesta la bandeja caliente con las galletas; después, doblo las puntas de la tela por encima. No creo que se mantengan calientes, pero de esta forma se ven más bonitas. Me paro en el cuarto de baño para cepillarme el cabello y ponérmelo tras de las orejas y me ajusto la blusa. «Es sólo Silas», me repito a mí misma.

En el fondo tengo miedo y, al mismo tiempo, la esperanza de oír su coche subiendo la calle detrás de mí mientras voy hacia su casa. Vive en medio del bosque, que parece empezar de repente, porque la carretera pasa de ser soleada y calurosa a oscura y fresca en cuestión de segundos. Todas las ramas se balancean con la brisa al mismo tiempo y me hacen sentir como si estuviera debajo del agua. Y da la impresión de que los cantos de los pájaros resuenan desde los árboles, todos grandes e impresionantes.

La casa de Silas emerge como un castillo construido por la propia naturaleza. Los troncos que rodean la puerta principal están profusamente tallados con imágenes a tamaño natural de osos y conejos y tortugas, como si en un tiempo hubieran sido animales reales que se quedaron congelados. Los talló uno de los hermanos de Silas, creo que fue Lucas, o puede que Samuel. A uno se le daba bien disparar con un rifle y al otro, tallar la madera, pero es difícil no confundirse con los chicos Reynolds. Es evidente que al principio la cabaña era pequeña, pero ahora las habitaciones se extienden a lo alto hacia los árboles y hacia los lados. Esa era la norma de Pa Reynolds: si quieres tener tu propia habitación, háztela tú mismo. Las habitaciones de arriba tienen amplias terrazas que se extienden por las ramas altas de los árboles, algunas con columpios de neumáticos desgastados colgando de las barandas. Incluso las hermanas de Silas, que no estaban aprendiendo a ser leñadoras, tuvieron que acarrear madera para tener su propio espacio antes de irse al internado. Apenas tuve oportunidad de conocerlas, pero a Pa Reynolds le asustaba la perspectiva de criar a tres chicas él solo después de que muriera la madre de Silas.

Su coche no está en la entrada, pero de todos modos llamo a la puerta. No abre nadie. Paso la mano por la espalda de un oso de madera tallada y después pongo la cesta de galletas delante de la puerta. Me entretengo durante un momento…

Aquí hay alguien.

Oigo una débil respiración detrás de mí. Me doy la vuelta rápidamente y echo las manos a la cintura como una flecha; doy gracias de inmediato a Scarlett por su obsesión de que lleve siempre los cuchillos de caza.

—Lo siento mucho, señorita. No pretendía asustarla —dice un joven con voz tranquila. Me mira con sus ojos de gruesos párpados y aprieta los labios perfectamente dibujados. No está solo; tras él hay un hombre callado, con el pelo tirando a gris y el rostro maduro y cincelado, como el de una antigua estrella de cine. El más joven lleva una camiseta artísticamente desgarrada y el cabello despeinado, como el de una estrella de rock. Pero desconfío; muy poca gente se aventura a venir tan lejos, a no ser que sean cobradores de facturas o fenris.

—No me has asustado —miento. Me apoyo en uno de los conejos tallados y trato de parecer relajada, aunque mantengo las manos cerca de las empuñaduras de los cuchillos. Si son fenris, quiero estar preparada—. ¿Estáis buscando a alguien?

—Puede —responde el joven—. Pero parece que no hay nadie en casa. —Me sonríe amablemente y mueve la cabeza para apartarse el pelo revuelto de la cara.

—No creo que haya nadie —comento con cautela—. ¿No sería mejor que volvierais a intentarlo más tarde?

—Sí… sí, eso haremos —dice el más mayor—. Gracias por tu ayuda.

—De nada —contesto, quizá demasiado deprisa.

—Espera —dice el joven. Viene hacia a mí, con las manos en los bolsillos y aire inseguro—. ¿Podemos, al menos, acompañarte a casa? Me parece peligroso que una chica ande por aquí completamente sola.

—Yo… —comienzo a decir titubeante. Tiene los ojos preciosos, de un color dorado que me recuerda al de las hojas en otoño—. No te preocupes por mí.

—De veras que nos encantaría —agrega el más mayor. Su voz es suave y granítica. Se echa el cabello hacia atrás con un gesto.

Aprieto los dientes. En la muñeca del hombre mayor alcanzo a ver un símbolo de manada. Algo circular, ¿una campana, quizás? El del joven debe de estar tapado por las muñequeras tachonadas de estrellas que lleva, pero seguro que también es un lobo, ¿no? Yo nunca lo sé de inmediato como le pasa a Scarlett. Sigo viendo primero al ser humano y tengo que buscar al lobo por la marca de la manada. Ella ve el lobo, sólo el lobo.

—Está bien. Vale, acompañadme a casa —respondo, quizá con demasiado atrevimiento. Me encojo de hombros y me echo el cabello hacia atrás en un gesto que espero sea de despreocupación.

Estoy sola, y soy yo, no Scarlett. «Puedes hacerlo, Rosie. Has luchado contra docenas de lobos. Dirígelos, atráelos hacia ti, mátalos».

Bajo los escalones de la puerta de la cabaña, moviendo las caderas un poco más de lo habitual; el fenris mayor me mira con lo que se ha convertido en una mueca odiosa. Reacciono exactamente como se supone que debo reaccionar: dando la impresión de estar nerviosa. Eso obliga al animal a asumir el control, a cazar. Pero cuando el fenris joven da otro paso hacia mí, la piel de gallina que se me pone en los brazos es real.

—¿Cómo es que has venido andando en vez de venir en coche? ¿Demasiado joven para conducir? —pregunta, con una voz más gutural que al principio.

—Tengo dieciséis años. ¿Cuántos años tenéis vosotros? —respondo mientras caminamos de regreso a la carretera principal.

El fenris mayor se ríe a carcajadas, y los ojos del joven brillan con una oscura malicia.

—Él tiene cuarenta y nueve; y yo, veintiuno.

—Una gran diferencia de edad para ser amigos —replico en vano. El fenris joven se encoje de hombros pero no dice nada. Aprieto tanto el mango de uno de los cuchillos que se me están empezando a entumecer las manos, pero no puedo hacer nada hasta que se transformen.

Me sorprende que no lo hayan hecho ya cuando llegamos a la carretera principal. Si me atacan aquí, los tendré en campo abierto. Si les dejo que me metan entre las altas hierbas que bordean esta parte de la carretera, todos estaremos en desventaja. Ellos querrán quedarse aquí, en campo abierto, donde no me puedo esconder.

—¡Eh! ¿Señorita? —dice uno de los fenris pocos metros más atrás, pero su voz se parece tanto a un gruñido que no consigo distinguir si es la del lobo viejo o la del joven. Me giro rápidamente y veo que el lobo mayor ya está medio transformado; ahora sus cabellos entrecanos se enredan con mechones grasientos de pelo gris, los rasgos cincelados se han convertido en unas musculosas mandíbulas y tiene los ojos ocres muy fijos.

—¡Oh…! Ejem… ¿qué? —tartamudeo.

—Parece que mi amigo no se encuentra bien —dice el fenris joven acercándole, como si esperara comerse mi miedo. Su guapo aspecto de roquero se ha transformado en una mueca una pizca demasiado amplia para un ser humano normal. Doy un paso atrás y doblo los brazos sobre la cintura, procurando temblar mientras rodeo con la mano las empuñaduras de los cuchillos—. Me parece que el agua de por aquí tiene algo raro. Pero ¿sabes lo que creo que le haría sentirse mejor?

—¿Qué? —pregunto, con voz asustada.

El fenris joven echa a correr hacia mí, avanzando como la crecida de un río en tierra seca. Su nariz empieza a salpicarse de pelo y, cuando habla, su aliento tiene tal olor a descomposición y muerte que casi me asfixio. Se detiene a solo un paso de mí y se inclina hacia delante, chasqueando sus largos incisivos al responder:

—Comerte a ti, cariño.

Se transforma con un movimiento fluido y su disfraz humano empieza a disolverse. Doy un salto hacia atrás y saco del cinto los dos cuchillos, justo cuando el lobo viejo aúlla y da un paso hacia delante. Los dos bajan la cabeza y gruñen, enseñando los dientes y escarbando la tierra con sus gruesas garras.

Todo está en calma: los lobos, yo, el viento. Nadie quiere dar el primer paso.

Entonces, a lo lejos, débilmente, oigo un traqueteo familiar. El autobús en otro de sus viajes. Los fenris y yo miramos hacia la carretera, decepcionados. No queremos una pelea a plena vista del autobús; los lobos tendrán que escoger entre ir a por un buen puñado de seres humanos o huir. Y los fenris odian huir, pero no son tontos.

La decisión está tomada; el fenris mayor se abalanza sobre mí, dando un brinco con las patas traseras. Giro el cuerpo hacia la izquierda y lo esquivo, alargando las manos de tal modo que las puntas de los cuchillos rozan su cuerpo. El fenris joven lanza un gruñido y el viejo resopla en respuesta, una conversación que no entiendo. Aprovecho su distracción y le arrojo un cuchillo certero. Lo elude en el último instante, pero, aun así, le roza un lado de la cara y le corta la piel lo suficiente como para dejar sus músculos en carne viva. El autobús retumba cada vez más cerca; somos conscientes de que se nos ha acabado el tiempo. No puedo dejar que se escapen. Scarlett no me lo perdonaría nunca.

Mientras el fenris viejo mueve la cabeza como si quisiera librarse del dolor de la herida, el joven echa a correr hacia mí. Salta como una flecha de un lado para otro y, al intentar igualarlo, pierdo el equilibro. Arremete por la izquierda cuando yo me inclinaba hacia la derecha, y caigo contra el suelo con tanta fuerza que siento cómo la grava se me clava en las mejillas y el mango del cuchillo que le había lanzado, en la cadera. Ruedo sobre el pecho y veo al lobo joven volverse hacia mí con las mandíbulas abiertas. Le lanzo el cuchillo que tenía debajo, pero lo esquiva por poco. Me incorporo hasta sentarme mientras el lobo viejo vuelve a la lucha, justo cuando empieza a vislumbrarse la nube de polvo del autobús que se acerca lentamente.

«Levántate, levántate». Me pongo de pie de un salto, me doy la vuelta y le propino una fuerte patada a un lado de la cabeza al lobo viejo; después me vuelvo otra vez, justo a tiempo de asestar un golpe en el pecho con el talón al lobo joven cuando se lanzaba a mi cuello. El techo azul grisáceo del autobús se abre paso en el horizonte. «Vamos, ahora o nunca». Las advertencias de Scarlett se repiten en mi cabeza; si huyen, estarán muertos de hambre, tendrán que comer y alguien morirá. Me vuelvo hacia el fenris mayor y le lanzo un cuchillo con todas mis fuerzas. Se hunde en su pecho con un chapoteo horrible y el lobo se desploma hacia un lado.

El lobo joven gruñe enfadado, mirando alternativamente hacia mí, al fenris moribundo y al autobús. El autobús está tan cerca que ya hasta podría vernos la conductora. El fenris joven me lanza un mordisco con sus potentes fauces y después desaparece de un salto entre los matorrales. Oigo cómo sus pesadas garras se deslizan entre el brezo y las hierbas. Podría seguirlo, podría encontrarlo, pero no. No puedo correr más que él. Ya estará muy lejos o sabrá lo bastante como para saltar sobre mí. «Piensa, Rosie, piensa».

El autobús empieza a reducir la velocidad y entonces me doy cuenta de que detrás viene un coche azul con portón trasero: es el coche de Silas. Corro hacia el fenris caído y le extraigo el cuchillo. No puedo apartarme de él hasta saber que lo he matado. «Vamos, muérete de una vez». Sus ojos marrón rojizo me miran llenos de odio. La conductora del autobús abre los ojos como platos al ver una chica inclinada sobre una bestia muerta y sosteniendo un cuchillo en la mano alzada. Dirijo la mirada hacia el coche de Silas. Nos vemos al mismo tiempo.

Y de repente el fenris se desvanece. Estalla en una masa de sombras negras que parece gritar al sol antes de deslizarse bajo los guijarros protestando. Corro entre las espesas hierbas en dirección opuesta a la del fenris. Podría haberlo matado antes, debería haberlos matado en el bosque. ¿Y si he echado por tierra nuestra tapadera? ¿Y si la conductora del autobús me ha reconocido y llama a protección de la infancia? Lo habré estropeado todo.

Scarlett me matará.

La hierba me azota al pasar y los ojos se me empiezan a llenar de lágrimas por la decepción y el dolor que me producen las hojas en las mejillas. El claxon de Silas resuena detrás de mí y le oigo gritar mi nombre, pero no me detengo; estoy demasiado avergonzada para ni tan siquiera pensar en verlo ahora. Se ha equivocado conmigo. No he madurado; sigo siendo la misma niñita tonta que era hace un año.

Cuando consigo atravesar el campo, el corazón me palpita con fuerza y tengo la piel pegajosa por el sudor. Camino penosamente hacia nuestra pequeña casa, procurando respirar y borrar los rastros de lágrimas de las mejillas. Debería estar orgullosa. Acabo de cazar sola, acabo de matar a un fenris yo sola.

Y también he dejado escapar a uno, uno que ahora, después de atacarme, estará hambriento.

Y he dejado que alguien me vea cazando.

Y soy patética.

Entro sigilosamente por la puerta de atrás, y respiro aliviada al oír los golpes sordos que produce Scarlett al aporrear el saco de arena en el sótano convertido en gimnasio. Subo corriendo la escalera quitándome la ropa mojada y ensangrentada. Una vez en la ducha, con Screwtape montando guardia en la alfombra del baño, lloro. Sollozos silenciosos y entrecortados de ineptitud. Tengo que decirle a Scarlett que se ha escapado un fenris. Tengo que avisarla de que, dentro de unos días, una conductora de autobús y un asistente social podrían llamar a nuestra puerta. Tendré que decírselo y entonces me reñirá e insistirá en ir a cazar al otro fenris de inmediato.

Egoístamente, estoy enfadada porque sé lo que eso quiere decir: que la velada para la que hice galletas y cogí unas películas se ha ido al diablo. ¡Dios, qué idiota soy!

Puedo ganar tiempo. Puedo decírselo más tarde. Podemos disfrutar de nuestra sesión de cine, puedo ponerla de buen humor y después salir a cazar juntas. Se le pasará la rabia, como se le pasa siempre. Si se presenta un asistente social, podemos escondernos; Scarlett insistirá en que mamá está por ahí, podemos ganar tiempo… funcionará.

—¡Rosie! —grita Scarlett. Hay miedo en su voz, y rabia. Aprieto los dientes. Mi hermana abre la puerta del cuarto de baño de golpe y veo una forma vaga tras la cortina blanca de la ducha—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —pregunta con una voz tan sombría que podría intimidar a un lobo.

—Yo… Scarlett… —digo cerrando el grifo. Suspiro y alargo la mano para coger una toalla.

Una voz interrumpe mi movimiento.

—Venga, Scarlett, no te pongas así, fue un accidente.

Silas se asoma por la puerta. Me quedo inmóvil, con el brazo estirado y todavía a unos centímetros de la toalla; la cortina sólo me tapa medio cuerpo. Se queda boquiabierto, sonrojado, y enseguida se da media vuelta, mirando al pasillo.

—Perdona, Rosie —dice rápidamente. Mete las manos en los bolsillos y rebota sobre los talones. Me pongo muy colorada y se me pone la piel de gallina en los brazos, por el frío y por el estremecimiento que me produce Silas.

—Rosie, ¿qué narices ha pasado? —vuelve a preguntar Scarlett con los dientes apretados, aparentemente sin darse cuenta de que sigo desnuda y de que Silas sigue estando increíblemente cerca. Agarra una toalla del estante y me la tira sobre la mano extendida.

—He ido a llevar unas galletas a casa de Silas —murmuro, envolviéndome en la toalla a toda prisa. Hago caso omiso del reguero de agua que me escurre por la espalda desde el cabello; el vapor empieza a desaparecer y deja el cuarto de baño húmedo y bochornoso. Miro la espalda de Silas durante un momento y después miro a Scarlett—. Las estaba dejando allí cuando me han abordado esos dos lobos. Creo que estaban merodeando juntos. Me he cargado al viejo, pero…

—Sigue —pide Scarlett con un tono acerado en la voz. Silas se mueve, incómodo.

—El joven ha escapado. —Suspiro; la culpa hace que me dé vueltas la cabeza.

Scarlett aprieta las mandíbulas.

—¿Que se ha escapado? —dice en voz baja y amenazadora— ¿No has podido perseguirlo?

—No. Ha huido porque se estaba acercando el autobús.

—Has luchado… ¿El autobús? ¿Un autobús lleno de gente? —Se interrumpe—. ¿Te han visto?

—Yo… —Se me llenan los ojos de lágrimas y agradezco que Silas siga de espaldas—. Sí, me ha visto la conductora. Y también Silas, que volvía de la ciudad detrás del autobús. Pero el lobo viejo se ha desvanecido enseguida y yo me he metido corriendo en aquel campo de hierba, y no me han seguido…

—La conductora ni siquiera ha bajado del autobús —interrumpe Silas sin volverse a mirarnos—. Se ha limitado a seguir conduciendo. Habrá preferido creer que todo eran imaginaciones suyas.

—Para, para —dice Scarlett, rozando a Silas al salir al pasillo. Se pone a caminar de un lado a otro del pasillo—. ¿Has dejado escapar a un fenris y además te han visto? ¿Y te has ido a cazar sola? ¿Tienes la más ligera idea de lo que podría haberte pasado? —Su voz suena cautelosa, como si hubiera algo a punto de estallar bajo la superficie.

—Yo… pues sí —replico con tristeza mientras las lágrimas corren por mis mejillas.

Y entonces Scarlett estalla.

—¿No sabes lo que podría haber significado, Rosie? ¿Y si la conductora hubiera decidido llamar a la poli? ¿Les hubieras explicado por qué estabas apuñalando cosas en medio de la carretera?

—Yo…

—Venga, Lett —dice Silas con calma—. Creía que por fin la dejabas cazar en solitario. Y eso es lo que ha hecho. ¿No te parece que deberíamos felicitarla?

Scarlett lo fulmina con la mirada.

—Ella, no, los dos ¡habéis dejado que se escape un fenris! Ahora anda por ahí, tiene más hambre que antes, y algo que demostrar. Pues sí, Silas, felicitemos a mi hermana por sentenciar a muerte a una pobre chica tonta.

Silas no contesta y me pregunto qué estará pensando.

—Venga, vamos a cazar. ¡Ahora! —grita Scarlett.

—Ya no lo encontrarás, Scarlett. Con lo que le hizo pasar Rosie durante la pelea, estará durmiendo hasta que se recupere. Puestos a suponer, diría que saldrá mañana por la mañana —razona Silas. Scarlett hace una pausa. No quiere que Silas tenga razón, pero siempre lo ha respetado en el tema de la caza. Confía en él como jamás ha confiado en mí.

—He matado a uno, Scarlett —digo con poco entusiasmo—. He cazado sola.

La cara de Scarlett sigue tensa, pero asiente secamente con la cabeza. Lo considero su forma de felicitarme y tengo que admitir que, de momento, me siento plenamente satisfecha incluso con ese pequeño gesto.

—Entonces saldremos mañana. A primera hora —sugiere, más a Silas que a mí—. Pero ¿cómo diablos se supone que vamos a cazarlo? Está claro que a mí el fenris no puede verme la cara y a Rosie la reconocerá. No tenemos cebo, a no ser que pienses que estarás guapo vestido de chica, Silas.

—Vale. Una, estaría guapísimo con un vestido —comienza Silas. Se vuelve y se apoya en la puerta del cuarto de baño, olvidando, según parece, que sigo envuelta en una toalla. Cuando me ve, aparta la mirada y se pone un poco colorado—. Y dos —continúa con voz forzada—, tú hace siglos que estás engatusando fenris sola, Scarlett. Mañana es la Fiesta de la Manzana. Es un lugar perfecto para que un fenris vaya a distraerse, y eso sin tener en cuenta la cantidad de gente que irá de rojo. Iremos allí.

Scarlett lo acepta cortante. Nadie se mueve durante unos instantes; mientras, el agua continúa escurriendo por mi espalda al suelo de la ducha. Al final, Scarlett me lanza otra mirada, da media vuelta y se va furiosa por el pasillo.

—Siento haberte metido en un lío —susurra Silas con aire de culpabilidad. Su voz es el único sonido que se oye, aparte del tamborileo constante del agua al caer sobre las baldosas del suelo—. Me he quedado preocupado cuando te has ido, y entonces me he dado cuenta de que quizás era tu primera cacería en solitario…

Le tranquilizo con un gesto: «Tarde o temprano tendría que decírselo».

—A lo mejor ya no te vale —dice, apartando aún respetuosamente la mirada—, pero creo que lo has hecho fenomenal.

—Gracias, Silas. —Por fin me mira a los ojos y mantiene la mirada fija en mi rostro. Me aprieto la toalla un poco más.

—De nada. Y perdona por entrar sin llamar. Yo no… ejem… no he visto nada, te lo prometo.

—Tranquilo —digo sonriendo un poco. Nuestros ojos permanecen inmóviles y el pequeño cuarto de baño nos aprisiona. Me muerdo el labio mientras me embarga una sensación entre nerviosismo y expectación; Silas se inclina hacia mí, como a punto de cerrar la brecha que hay entre nosotros.

Pero, en cambio, se aclara la garganta de repente y baja la mirada.

—Bueno, yo, esto… ¿Nos veremos mañana por la mañana entonces? —masculla.

—¡Oh! Sí, claro —respondo, saliendo de mi estupor—. Que te diviertas en tu no-cita —añado.

—Es verdad, Jason… Creo que llego tarde, pero lo superará —replica Silas con la voz algo nerviosa. Se demora todavía un instante y después se da media vuelva y se va, y cierra la puerta suavemente tras él. Lo oigo suspirar antes de empezar a bajar la escalera.

Suspiro y me inclino sobre el borde de la bañera, dejando caer la cabeza mojada en las manos. La vergüenza me invade de nuevo, me llena las venas de gritos silenciosos, aliviados sólo por la leve palpitación que Silas ha dejado en mi corazón al marcharse.