Capítulo 34. Rosie

Scarlett no quiere ir al hospital. Lo cual por cierto es normal porque para explicar cómo nos hemos hecho los tres heridas tan graves tenemos que inventarnos una historia muy rebuscada.

—Una pelea de perros. Nos metimos en medio —responde mi hermana en nombre de todos a la recepcionista de urgencias, que la mira con horror los hombros ensangrentados y en carne viva.

—No les caemos bien a los perros —dice Silas encogiéndose de hombros y cubriéndose con la mano la herida del pecho—. Me mira las quemaduras que tengo en las piernas. Puede que queden cicatrices, aunque tampoco estoy segura. La recepcionista habla por un walkie-talkie y después recorre con la mirada el cuerpo de Scarlett, desde las heridas recientes hasta las antiguas cicatrices.

—A mí los perros me odian directamente —comenta Scarlett, impaciente. La pobre recepcionista parece aliviada cuando los médicos de urgencias aparecen y se nos llevan pasillo adentro.

Los médicos me ponen ungüentos en las piernas y ponen cara de disgusto cuando les digo que ninguno de nosotros tiene seguro de salud. Scarlett es la que está peor. Le vendan tanto los hombros que al final parece que lleve protecciones de rugby. Todo va bien hasta que le sugieren que se quede a pasar la noche en el hospital. Cuando por fin logramos escaparnos sin pagar, está amaneciendo. Los primeros rayos de luz nebulosa de color lavanda se abren paso en el horizonte, y en los edificios de cristal y hormigón se reflejan tonos azulados y fríos.

Silas llama un taxi, un lujo que no podemos permitirnos pero que sentimos que nos merecemos. Atravesamos a gran velocidad las calles casi vacías, sin hablar. Silas me coge de la mano, y nos miramos a los ojos de forma elocuente.

—Entiendes que… —dice Silas en voz baja. Las palabras se dirigen sólo a mí, pero sé que Scarlett lo puede oír—. Cuando… Cuando cumpla veintiocho años, Rosie. Entiendes lo que significa. Soy peligroso, Rosie.

—¿Piensas seguir queriéndome cuando tengas veintiocho años? —lo interrumpo, sin saber yo misma si mi pregunta es en broma o en serio.

Los ojos de Silas se abren sorprendidos. Mira un momento hacia fuera por la ventanilla del taxi y, cuando me vuelve a mirar a los ojos, las pupilas color gris azulado le brillan con una bella sinceridad. —Rosie… te quiero. Ahora, cuando cumpla los veintiocho años, cuando cumpla los treinta y cinco… Yo te quiero.

Suspiro.

—Bien, vale.

—Pero yo…

Llevo un dedo sobre sus labios suaves y arqueados.

—Bien, vale.

Silas cierra los ojos y asiente aliviado. Tiene razón; debería estar pensando en qué significará esto dentro de siete años, qué es lo que significa ahora y cuán cerca estamos todos de tener un destino muy diferente, pero todos mis miedos desaparecen y un sólo sentimiento cálido me llena el cuerpo y la mente: plenitud. Bueno, eso, combinado con un agotamiento total y absoluto. Cojo a Scarlett de la mano con la que tengo libre.

—¿Estás contenta? —le pregunto en voz baja sobre el bullicio de la radio matutina. El conductor da un volantazo brusco y caigo sobre el hombro herido de Scarlett. Hace una mueca de dolor pero dice que sí con la cabeza.

—Supongo. Los fenris están muertos. El alfa, también. Por ahora —dice, suspirando satisfecha. Por primera vez en semanas parece tranquila, como si su mente no pensara en la caza—. Estamos a salvo.

—¿Podemos ir a casa? —pregunto esperanzada; me pasan por la cabeza imágenes de la pequeña casa, las hierbas altas y las calles con más polvo que basura.

Mi hermana acepta, con los extremos de los vendajes revoloteando a su alrededor como si fueran bufandas.

—Creo que nos merecemos de sobras volver a casa.

Hacer el equipaje para volver a Atlanta es mucho más fácil que cuando vinimos aquí. Metemos casi todo en fardos hechos con nuestras sábanas y la ropa, en petates. Las alfombras y las cosas de la tienda de segunda mano se las dejamos a quienquiera que sea el próximo inquilino. Nos vamos a la mañana siguiente. Scarlett dirige un sarcástico saludo de despedida al yonqui de abajo. Poco después salimos en el viejo coche con portón, con música pop puesta a todo volumen y yo recostada en Silas, tanto para evitar la puerta de la muerte como para descansar la cabeza en su bíceps.

Madison no ha cambiando, como era de esperar. Los edificios aquí son amarillos y de color dorado pálido en lugar del duro gris metálico. Los árboles manchan intermitentemente el coche con la luz del sol. El aire es más cálido, como brazos cariñosos que me rodean y me reconfortan. ¡Qué bien se está en casa!

Pasan los días. Las semanas. Silas y yo robamos momentos para estar juntos. Nos besamos, nos tocamos, dejamos que nuestros dedos acaricien nuestros hombros siempre que mi hermana no mira. Quiero abrazarlo y estar tumbados en el sofá durante horas, pero Scarlett… Sólo por el hecho de que ella lo sepa, sólo por el hecho de que no dice nada sobre nosotros, no significa que no se ponga a hacer cosas cuando nos ve tocarnos, o que no encuentre una razón repentina para salir por la puerta mosquitera si nos acercamos el uno al otro para besarnos.

—Se acabará acostumbrando, Rosie —me asegura Silas un día mientras observamos a Scarlett arrancar las patatas del huerto, casi todas estropeadas. Cae la tarde, y las luciérnagas parpadean por el patio como si fueran luces de Navidad. La mesa de fuera está puesta. He llenado la mayoría de los platos viejos y mellados de Oma March con recetas de hortalizas suyas, todas las que he podido encontrar: puré de patatas con manteca dulce, pimientos verdes rellenos, sandía cortada en tacos rosas azucarados. Incluso la comida sabe mejor aquí, como si a la de la ciudad que hemos estado comiendo le faltara algo esencial.

—¿Listos para comer? —pregunta Scarlett, poniéndose en pie mientras Silas y yo abrimos la puerta mosquitera de una patada y dejamos que se cierre de un portazo detrás de nosotros. Mi hermana se sacó las vendas de los hombros hará unas semanas y ahora su piel luce nuevas cicatrices, rosas y brillantes, que parecen simples quemaduras del sol. Mis piernas se han curado casi por completo y tengo que admitir que estoy un poco orgullosa de que las quemaduras dejaran tan sólo unas pocas cicatrices punteadas. Silas y yo nos deslizamos en el banco liso de madera de la mesa de picnic y Scarlett se sienta enfrente. No hablamos, sólo nos servimos los platos en silencio. Scarlett mira hacia atrás, a la Luna, una luna llena, densa y blanca que luce en el firmamento. Cuando se vuelve hacia mí, nuestras miradas se encuentran un momento.

Y lo veo.

Sabía que volvería; pero no sabía cuándo. Esa mirada, esa necesidad que vi en los ojos de mi madre de partir sin rumbo fijo, la veo ahora en los ojos de Scarlett, en su caso, de cazar. Nunca pensé que lo dejaría, y era sólo cuestión de tiempo que empezara a entrenar de nuevo, a cazar por la noche, a comprar gasas y jabón perfumado y a utilizar nuestros conocimientos recién adquiridos sobre los Potenciales para seguirles la pista. No es una enfermedad; es una pasión, ahora me doy cuenta, una pasión por cazar como la que el pintor siente por pintar o el cantante, por cantar. Lo lleva en la sangre y en el corazón.

No necesitamos hablar. Dejo caer el trozo de sandía que tengo en la mano y Scarlett se levanta despacio, porque ambas lo sabemos. Ambas sabemos que la luz ahora está ahí, y no sirve de nada fingir que las sombras son reales. Saco las piernas descubiertas de debajo de la mesa del picnic, y Scarlett realiza los mismos movimientos como si fuera mi reflejo. Nos encontramos en la punta de la mesa y nos abrazamos, respirando el olor de nuestros cabellos mientras Silas nos observa callado y confundido.

Mi hermana tiene un corazón de artista con un hacha y un parche en el ojo. Y yo, ambas lo sabemos ahora, tengo un corazón que es innegable e irreparablemente distinto.