Las campanas de la iglesia repican una vez a mis espaldas, el único sonido audible entre el rugido de los monstruos. El fenris que tengo más cerca se aprovecha de mi distracción y me hunde los colmillos en el antebrazo. Grito y le clavo el cuchillo de caza en la cabeza, empujándolo por el paladar hasta que siento la punta de la hoja contra mi brazo, entre sus dientes. Le doy una patada en el pecho y se tambalea hacia atrás antes de derrumbarse como una pila de huesos rotos. Pronto será sombras.
Me corre la sangre por el brazo, caliente y pegajosa, pero la ignoro… quedan tres lobos. Oigo a mi hermana gritando e insultando al alfa, y Silas está esquivando las fauces de un lobo gris con aspecto joven. El último fenris me tira el cuchillo que tenía en la mano y me desarma, pero me agacho y cojo un fragmento oxidado de metal y se lo clavo en la pata trasera. Aúlla de dolor mientras le asesto un codazo en la cabeza. El fenris recupera la forma humana, se aparta tambaleándose y sale corriendo hasta escabullirse por la valla, sin que me dé tiempo a detenerlo. Me dirijo hacia Silas, todavía con un cuchillo de caza en una mano y la pieza de metal en la otra. Me pongo delante de él, apartándolo del medio, y clavo el trozo de metal en el omóplato del joven lobo gris. El animal ruge del dolor y cojea hacia atrás. Queda uno: el alfa. Silas y yo cruzamos la mirada por unos instantes, y después miramos hacia mi hermana en el otro extremo del solar.
Scarlett y el alfa se mueven en círculos, observándose, lanzándose oscuras miradas de odio. A Scarlett le sangra la frente y tiene el pelo pegado en la herida hasta el punto de que ella también parece un animal. Mi hermana es fuerte como yo nunca seré, pero puedo ayudarla. Corro hacia allá, y Silas, también.
El lobo salta. Scarlett se agacha contra el suelo, pero el fenris conoce el truco y también se inclina de repente. Inmoviliza los brazos de Scarlett con sus garras delanteras y acerca las fauces a su cara. Mi hermana patalea en señal de protesta, pero el lobo ignora los fuertes puntapiés en sus patas. Está demasiado concentrado. Veo las garras doblarse y clavarse en los antebrazos de mi hermana. Sobre el cuello de Scarlett empieza a formarse un charco de la saliva sangrienta que le cae a la bestia de la boca. Corro más deprisa. Quiero herirlo, quiero destruirlo por ella. Los ojos del alfa caen sobre mí.
—¡Ni un paso más! —gruñe con una boca medio humana, y sus palabras acercan de forma peligrosa los colmillos al rostro de mi hermana. Puede matarla. Tengo que escucharle o la matará como a la chica del túnel del metro. Me paro en seco—. ¡Tirad las armas al suelo! —nos ordena. Oigo cómo Silas deja caer el hacha detrás de mí. Suelto la empuñadura de asta de cabra y el cuchillo cae inútil al suelo.
El fenris arquea la cabeza y extiende su lengua roja y negra, y después lame de abajo arriba el rostro de Scarlett de forma burlona. Scarlett no le dará la satisfacción de reaccionar. El alfa se ríe, con una risa que esconde detrás una rabia oscura, y entonces arroja la cabeza sobre el hombro de Scarlett; todo es tan rápido que no me doy cuenta de lo que ha hecho hasta que veo la enorme herida en la clavícula de mi hermana, tan profunda que puedo verle los músculos flexionándose. Ella no grita, no se mueve, pero yo chillo de forma descontrolada. El alfa me mira y vuelve a hundir la cabeza en el otro hombro de Scarlett. Ella gime por fin de dolor, cosa que el fenris encuentra divertidísima. Bufa y salpica sangre por el hocico. Abre la boca de par en par, enseñando hileras e hileras de dientes amarillentos que resplandecen bajo la luz de la luna.
Silas se enciende a mi lado.
En el momento en que me doy cuenta de lo que está pasando es demasiado tarde para pararle. Su cabello moreno se agita tras él y en sus ojos se ve una determinación de acero. «Esto no puede estar pasando».
El lobo ve a Silas que se le acerca, pero sólo por un instante, porque Silas le golpea los riñones y lo saca de encima de Scarlett, que yace inmóvil. El animal da mordiscos al aire y gruñe. Silas da un paso hacia atrás, pero el alfa barre con un largo brazo bajo sus pies y lo hace caer al suelo. «Un arma. Necesito un arma». Cojo el hacha de Silas y corro hacia él. Silas vuelve a estar de pie, pero el fenris le asesta un golpe con una garra en la cara, y lo vuelve a derrumbar. Al caer golpea con la cabeza en el suelo, y veo que se le ponen los ojos en blanco. Cuando veo brotar la sangre en la tierra, lo llamo a gritos. Grito, corro, pero no puedo impedir que el lobo se suba sobre Silas y baje la cabeza hasta su pecho. «Más rápido, más rápido, tengo que moverme más rápido». Pero todo va a cámara lenta.
El mordisco es muy pequeño. Apenas le desgarra la piel.
Pero será suficiente. Suficiente como para llevarse el alma de mi amado. De mi garganta brota un gemido roto, más animal que humano, y también oigo gritar a Scarlett desde el suelo. De repente, el tiempo se acelera y me encuentro sobre el fenris, apartándole del cuerpo inerte de Silas. La rabia se apodera de mí, la furia más terrible y apasionada que nunca haya sentido, y me da la fuerza para blandir la pesada hacha por encima de mi cabeza. La lanzo sobre el lobo. Se agacha justo a tiempo, pero le corto los dedos de las patas delanteras. El alfa aúlla y salta hacia mí, pero yo me vuelvo y balanceo el hacha hacia arriba. Le rebano el pecho con un golpe sordo y su sangre me llueve encima. «No es suficiente, no es suficiente». Quiero partirlo en pedazos; quiero que muera luchando conmigo. Quiero ser lo último que vea porque él ha sido lo último que Silas —mi Silas, no el Silas en el que se convertirá— ha visto.
Intento blandir el hacha de nuevo, pero me resbala de las manos porque está empapada de sangre. La abandono mientras el alfa se vuelve lentamente hacia mí, tambaleándose para tenerse en pie. No tengo ninguna arma, pero no importa. Me abalanzo sobre el lobo y le asesto un golpe en la espalda. Me da un zarpazo con las garras y me rompe la ropa y la piel. Aprieto su cuello entre mis manos. Enfoco toda la fuerza de mi cuerpo en las manos y sigo apretando mientras el lobo se retuerce e intenta sacárseme de encima. Puedo sentir su pulso, siento cómo su garganta se tensa en busca de aire. Los ojos se tornan de color ocre oscuro; me desgarra la espalda con una de sus garras; el monstruo pelea, da golpes. Le miro fijamente a los ojos. «Mírame; déjame ser lo último que veas».
Las lágrimas empiezan a bajar por mis mejillas y caen sobre la grasienta piel del alfa. Me ha arrebatado a Silas. Se lo ha llevado como si no fuera nada, como si no fuera el chico al que amo. ¿Cómo puedo no hacerle sufrir? Me siento como si fuera otra persona, como si no pudiera ser la misma persona que besó a Silas en este solar hará poco más de una semana. Como si fuera poderosa, como si fuera fuerte, como si fuera mi hermana. Como si arrebatándole la vida pudiera detener mi dolor. Le aprieto aún más fuerte el cuello, saboreando la debilidad de sus ojos.
El alfa deja de luchar. La oscuridad estalla en el solar y ennegrece las farolas de la calle, el cielo. Se despliega en el aire como si fuera una enorme cometa negra, y después vuelve a estallar en un millón de fragmentos que se dispersan por el viejo edificio de apartamentos como vagabundos asustados. Me caigo al suelo, con el cuerpo tembloroso del esfuerzo y del agotamiento, y me vuelvo hacia mi amado.
Está pálido, tan blanco que la sangre que le brota de la pequeña herida se ve de color rojo violento. Está totalmente quieto. Primero creo que está muerto, pero después pestañea y me mira a los ojos. Está tranquilo y respira despacio, como si estuviera valorando cada una de las respiraciones. Se me hiela la sangre, la furia se disipa y, de repente, siento frío en la piel. Quiero cerrar los ojos, quiero taparme las orejas y quiero que nada de esto esté sucediendo. Quiero que Silas me bese, que me despierte de esta pesadilla.
En cambio, gateo hacia él, incapaz de ponerme de pie.
—Todo irá bien —miento entre jadeos al llegar a su lado. Le toco la herida que tiene en el pecho, temblando. Con sólo que pudiera sacarle el veneno de dentro, verterlo en mí. Silas se incorpora con gran esfuerzo. Lo ayudo cogiéndolo de los hombros y estirando de él, y me mancho con la sangre de su pecho. Estoy segura de que los dos nos preguntamos lo mismo: «¿Cuánto se tarda?».
Silas respira en mi cuello y hace una mueca de dolor mientras se me acerca para acariciarme el cabello. Me abrazo a él con más fuerza, como si pudiera retener su transformación. Las lágrimas que me recorren el rostro caen sobre su hombro.
—Tienes que irte, Rosie —dice con suavidad al cabo de un momento.
No me muevo.
—Tienes que alejarte de mí. —Su voz es más fuerte, en un intento de sonar categórico.
—No puedo —digo sin aliento. Es la verdad; no creo que pueda apartar las manos de su cuerpo. Enredo los dedos en su pelo, inhalo el aroma de su piel—. Te quiero —susurro.
—Yo también te quiero, Rosie —dice despacio mientras se aparta para poder mirarme a los ojos. Lleva las yemas de los dedos a mi mejilla y me recorre los labios con el pulgar. Luego desciende las manos hasta mis hombros, como si me estuviera estudiando con atención por última vez.
—Quédate conmigo —le suplico. Tengo la garganta tan tensa de reprimirme el llanto que las palabras apenas llegan a ser un susurro. Las manos de Silas me cogen con más fuerza y me asusto: ¿es el principio del cambio? No puedo luchar contra él, no puedo herirle, ni aunque sea un monstruo; dejaré que me venza. Que me devore.
Pero no, todavía no es un monstruo. Me lleva hacia él y me besa en la boca, rodeándome fuertemente con los brazos y con desesperación en los labios. Siento cómo le late el corazón en el pecho mientras me abrazo a él. Nos besamos como si fuera la primera vez, y sé que tiene el mismo miedo que yo de separarse porque cuando el beso termine, todo habrá terminado.
Se separa él primero. Tiene las comisuras de los ojos inundadas de lágrimas, pero mantiene la mandíbula firme y resuelta. No puedo contener el llanto que se escapa de mis labios, las súplicas ahogadas para que me vuelva a besar, para no permitir que todo esto termine. Todo en mí se enreda: las palabras, los dedos, las lágrimas, la mente. Silas mira con solemnidad a mi hermana, que se ha puesto de pie en medio de mi sufrimiento.
—Scarlett —dice con voz ronca—. Me lo prometiste.