Capítulo 30. Rosie

Presiento que están al acecho detrás de mi, acercándose, aunque cuando me vuelvo no los veo. Tengo los pulmones llenos de humo, pero la adrenalina me da fuerzas para seguir adelante. Por fin empiezo a ver señales de vida: vagabundos y el ocasional coche con suspensión hidráulica poniendo música a la calle. ¿No oyen los aullidos? ¿No saben que están en peligro?

No puedo seguir corriendo. Siento reventar las ampollas de las quemaduras, y la piel húmeda de debajo me escuece al tocarla el aire. La parte inferior de mi capa está chamuscada y ahora apenas me cubre toda la espalda. La garganta seca me suplica agua. No puedo correr más que ellos. Quizá pierdan mi olor. Intento pisar todos los charcos que veo mientras atajo por callejones y solares, pero pronto tendré que parar. Los aullidos de los lobos cada vez son más débiles, pero es difícil saber si están lejos o si los rascacielos metálicos que nos rodean amortiguan sus gritos. Veo a lo lejos la cúpula en lo alto de nuestro apartamento. «¿Voy allí? ¿Ahora? ¿Adónde si no?».

Veo más adelante uno de los edificios de pisos sellados con tablones, y sé que detrás se encuentra el solar en el que Silas y yo nos besamos por primera vez. Paso por debajo de una valla podrida, ignorando el cartel de «No pasar», y atajo por lo que fue el jardín de los apartamentos, por una fuente en ruinas y entre unas plantas colgantes que murieron hace mucho tiempo. Sí, por fin. Los pies me fuerzan a ralentizar el paso a pesar de que mi mente me dice que siga. El saber que puedo colarme por debajo de la valla, cruzar la calle y volver al apartamento me convence de que no pasa nada si aflojo el paso. «Respira. Estás a salvo». Me escabullo entre los coches oxidados, jadeando con fuerza e ignorando los ladridos de los perros de chatarrería cercanos.

Y entonces los oigo.