Me despierto al amanecer, aunque no me dejé caer en la cama hasta casi las cuatro. Me quedo tumbada mirando las flores descoloridas del papel pintado, siguiendo con el ojo la minúscula hilera de campanillas desde el suelo hasta el techo. Yo no lo escogí; ésta era la habitación de nuestra madre y es demasiado campestre e infantil para mi gusto. Suspiro y trato de volver a dormirme, pero es inútil. Siempre he podido funcionar durmiendo sólo tres horas. Si duermo más, tengo pesadillas. Bueno, no exactamente pesadillas, más bien flashbacks: el fenris tirando abajo nuestra puerta; mi abuela gritando en alemán; la sensación de sus colmillos en los brazos, las piernas, la cara.
Suficiente para volver insomne a cualquiera.
Me doy la vuelta y arrugo la nariz. Debería volver a ducharme. Todavía puedo notar el olor del fenris en mi cuerpo. O no; a veces es difícil saber si el olor es real o si sólo me persigue.
El fenris. Suspiro. Lo único que hay peor que hacer enfadar a Rosie es saber que tengo que compensarla por hacerla enfadar. De lo contrario, algo va mal. Es difícil de explicar, pero cuando está enfadada es como si alguien me hubiera armado mal, como una estantería con una hilera de libros colocados boca abajo. Sin embargo, no puedo evitar sentirme protectora. No me puedo quitar la imagen mental de Rosie cometiendo un pequeño error. Un desliz, y se acabó. ¿Qué clase de cazadora sería si no pudiera proteger al único miembro vivo de mi familia?
Por eso cazo: para matar a los monstruos que aniquilan vidas y destrozan familias. No sé cuándo acabará exactamente, la verdad es que no hay una línea de meta, a no ser que, de un modo u otro, mate a todos los fenris que existen. Es como soñar con ganar la lotería, sí, pero es un sueño. Todo el miedo, la oscuridad… esfumados.
Asomo los pies por un lado de la cama y voy de puntillas por el desgastado suelo de madera, evitando las tablas que sé que crujirán. La luz violácea del sol entra a raudales por la diminuta ventana octogonal que hay al final del pasillo. Recorta sombras en las vigas del techo y en los pomos de las puertas que motean el suelo de colores, como el suelo de un bosque. La casa está en silencio, pero de fuera llegan las llamadas de los pájaros más madrugadores en la maleza y los sonidos sordos y apagados del ganado. Me encanta esta hora de la mañana; estar dentro es como esconderse detrás de una pantalla secreta en medio de los ondulados campos de cultivo del sur.
Me acerco sigilosamente a la puerta de Rosie, levantando los pies sobre Screwtape. Enfadado, me clava las garras en la pierna, todo él pelo gris y dientes. Me lo quito de encima y él se escabulle con una mirada indignada. Me detengo con la mano en el pomo de la puerta.
A la una, a las dos… ¡y a las tres!
Abro la puerta de golpe y dejo que se estampe contra la pared. Corro a toda velocidad, atravieso el aire de un brinco justo en el último momento y me abalanzo sobre Rosie, estirada en su pequeña cama individual. Pega un alarido y se incorpora de un salto, con los pelos de punta, los ojos sólo medio abiertos y el edredón rosa apretado contra su pecho.
—Pero ¿qué haces? —me pregunta medio grogui. Se vuelve a tumbar a mi lado y se tapa la cabeza con el edredón.
—Estoy pidiendo disculpas por él… ¡hummm!… «asunto» de anoche.
—¿Abalanzándote sobre de mí? Vaya mierda de disculpa.
—¡No! Eso es hacer de hermana mayor pesada. La disculpa es que… podríamos coger una película esta noche. Y la puedes elegir tú.
Rosie se yergue y me mira con cautela.
—¿Cualquier película?
Aprieto los labios para ocultar mi desagrado ante la idea de que Rosie escoja la película. Le gustan las historias «de amor». Y a mí me parecen una pérdida de energía, no puedo evitarlo.
Rosie cruza los brazos. Accedo a regañadientes.
—¿Y me dejarás ir a cazar sola la próxima vez? —añade.
—Lo prometo… prometo intentarlo.
Rosie pone los ojos en blanco pero ambas sabemos que es todo lo que puedo hacer.
—Vale. Pero entonces también tienes que prometerme que no te echarás otra vez atrás con lo de la película.
—Lo prometo.
—Y prométeme que saldrás de mi habitación y me dejarás dormir como una persona normal —dice mientras se vuelve a hundir en el colchón. Me río y me retiro justo cuando Screwtape salta sobre la cama y se acurruca junto a las piernas de Rosie.
Doy un portazo y río por lo bajo al oír refunfuñar a Rosie. ¿Para qué sirven las hermanas mayores? Al menos, los libros que estaban boca abajo vuelven a estar bien puestos. Puedo reanudar la mañana.
Vuelvo a mi habitación el tiempo justo para ponerme unos vaqueros y recogerme el pelo en una cola de caballo; después me deslizo por la puerta mosquitera de abajo.
Nuestro patio trasero está rodeado por las hierbas altas y los pastos de las vacas, y consta básicamente de un jardín que Rosie y yo tratamos de atender. Miro la tierra con ojos escrutadores. Ya casi es el momento de plantar tirabeques, que se supone debo hacerlo yo a la luz de la luna, según mi abuela. No creo mucho en ello, pero lo haré de todas maneras. Siempre fue difícil saber cuándo Oma March estaba transmitiendo sabiduría y cuándo sólo estaba contando historias. Más de una vez sustituyó nuestro cuento de la noche por algo ingenioso inspirado en sus libros de filosofía o por una poesía pensada para ayudarnos a aprender alemán. Nosotras lo absorbíamos todo, sin darnos cuenta nunca de que nos estaba instruyendo.
El alemán no llegó a cuajar realmente más allá de unas cuantas frases, pero hubo partes de la filosofía que no me han abandonado. Descartes, Hume, Platón… Miro al sol, entrecerrando los ojos. Mi favorita era una historia que nos contó varias veces antes de que yo supiera que era más que un cuento.
***
—Érase una vez —dijo Oma March, con su voz camarina que se expandía por toda la habitación que compartíamos Rosie y yo.
»Érase una vez un hombre que vivía en una caverna.
—¿Cómo se llamaba? —interrumpí.
—No importa.
—¡Tiene que tener un nombre!
—De acuerdo, se llamaba John. Y vivía en una caverna con su hermana, Mary —continuó mi abuela, mientras Rosie y yo nos acurrucábamos muy juntas bajo las mantas de lana—. John y Mary habían nacido en una caverna y vivieron en ella toda su vida. Siempre estaban en el fondo de la caverna, casi en la oscuridad, porque cuando intentaban salir veían unos monstruos gigantes y oscuros en la pared. John y Mary no lo sabían, pero los monstruos no eran más que sombras.
—¿Por qué tenían miedo de las sombras? —atajó Rosie.
—Porque no sabían que los monstruos sólo eran sombras, schatzi. Creían que eran monstruos de verdad, monstruos vivos que les harían daño si se acercaban demasiado. Pues bien, un día su abuela entró en la caverna. Cogió a John y a Mary de la mano y los llevó hasta los monstruos; entonces les explicó que los monstruos no eran más que sombras, como los de las paredes de aquí —dijo Oma March, señalando la pared de delante, en la que las ramas de un árbol de Júpiter cercano proyectaban sombras alargadas en la pintura.
»Luego —continuó— su abuela los sacó afuera, bajo la luminosa luz del sol. La luz les hacía daño y les quemaba los ojos, porque era la primera vez que veían el sol tras vivir en la oscuridad durante tanto tiempo. De hecho, les hacía tanto daño que John pensó que tenía que estar soñando. Decidió que el sol y las sombras no eran más que un sueño y que la caverna y los monstruos tenían que ser reales. De modo que John volvió a entrar corriendo a la caverna, convencido de que la abuela les estaba gastando una broma. Pero Mary se quedó fuera, y aunque le hacía daño, esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la luminosa luz del sol.
—Así pues, schatzi, ¿quién tomó la decisión más inteligente? ¿John, que se negó a creer en la luz del sol porque era extraña y nueva, o Mary, que dejó que sus ojos se acostumbraran a la luz?
***
Naturalmente, entonces no era consciente de que Oma March nos estaba hablando de Platón, pero aquella historia cambió para siempre mi manera de ver la luz del sol. Miro la sombra que proyecto en las hileras de zanahorias que Rosie y yo plantamos hace unas semanas. Incluso en la sombra se puede ver el relieve de las cicatrices de mis brazos. Mis cicatrices son mi luz del sol: sé la verdad sobre el fenris, aunque haya tanta gente que sigue viviendo en la caverna, en una feliz y total ignorancia.
¡Dios mío! A veces los envidio, envidio la libertad de seguir viviendo sin saber nada sobre los monstruos que merodean entre ellos. Pero no puedo ser como John. ¿Cómo podría intentar fingir que la luz del sol no existe, cuando me ha quitado tanto?
Y no soy tonta, me doy cuenta de lo que estoy dejando atrás. Al principio no era más que un paseo en coche para matar a todos los lobos de Madison. Cuando acabamos, Rosie y yo empezamos a acampar en las poblaciones vecinas, con escapadas nocturnas ocasionales a Atlanta para luchar contra ellos allí. Cuanto más lejos viajábamos, más éxito teníamos… hasta que volvieron a Ellison. Inspiro, dejando que el fresco aire de la mañana se arremoline en mis pulmones; después vuelvo a la pequeña casa.
Me detengo mientras la puerta de mosquitera se cierra de un portazo detrás de mí. Frunzo el ceño y examino la habitación con todos los sentidos en alerta máxima. La puerta de la habitación de Oma March está abierta.
Doy un paso hacia delante, con los músculos tensos y preparada para cualquier cosa que aceche al otro lado. Agarro un cuchillo de cocina del portacuchillos y me deslizo por la habitación con los ojos clavados en la puerta de Oma March. Llego y me paro a escuchar, esperando que llegue a mis oídos el sonido de una respiración macilenta o a mi nariz un hedor de cadáver que me permita saber que hay un lobo al otro lado.
Pero no hay nada. Ningún olor, ningún sonido; lo único que puedo hacer es abrir la puerta y prepararme para luchar.
Me preparo, cuento hasta tres y abro la puerta de golpe.
Rosie grita al verme abalanzarme, y me paro en seco.
—¡Dios, Scarlett, me has dado un susto de muerte!
Suspiro, el corazón me sigue latiendo con fuerza, y bajo el cuchillo de cocina.
»Screwtape estaba persiguiendo un ratón de juguete aquí dentro —explica molesta. Sus pies descalzos rozan el lugar exacto donde pasó todo—. No era mi intención asustarte.
Hago un gesto con la cabeza; tengo el pelo pegado a la frente por el sudor.
—No tienes que darme explicaciones. Ésta también es tu casa, puedes ir a donde quieras —contesto. Sonrío lo mejor que puedo—. Excepto a mi habitación, claro está.
—¿Por qué? ¿Me apuñalarás con un cuchillo de cocina si entro? —bromea mientras dejo el cuchillo sobre la mesilla de noche de Oma March.
—Puede —respondo.
Rosie se ríe, pero envuelta en un manto de melancolía. En esta habitación cuesta reír; es como una tumba, llena de polvo y adornos y con el aire cargado e inmóvil. Todas las persianas están levantadas, la cama está hecha y la ropa, doblada en los cajones. Pero nosotras no entramos ahí, al menos, no con frecuencia. Rosie coge un marco de plata con una foto. Me mira desde el mullido colchón de Oma March como una cierva que no está segura de si debería huir.
Me agacho hasta la cama y me inclino sobre su hombro para ver la foto que está mirando. Es una antigua instantánea en blanco y negro de nuestra madre y de la abuela, hecha pocas semanas antes de que se fugara literalmente para unirse al circo. ¿Quién hubiera pensado que una chica de campo de Georgia se convertiría en una estrella del trapecio? Mirar esa fotografía es como mirar un espejo: Rosie y yo nos parecemos extraordinariamente a nuestra madre. Cabello oscuro, ojos del color de la hierba, cejas marcadamente afiladas y cuerpos rectos como tablas.
—Me gusta esta foto. Es como una foto de antes de —digo en voz alta—, antes de que empezaran a pelearse y mamá empezara a… ejem, a salir. —Por decirlo amablemente. Nunca ha sido un secreto para nosotras el que probablemente somos hijas de distintos padres. De hecho, sospechamos que podríamos tener un hermano en algún lado, pero como hace más de dos años que mamá no está aquí, es difícil saberlo con seguridad. Regresó tras el ataque, pero no supo llevarlo bien, no superó la muerte de Oma March, apenas podía «mirar» mis cicatrices… Era más fácil para ella salir corriendo de la ciudad una semana, luego un mes, una temporada y, finalmente, varios años. Más fácil dejar que sus hijas cargasen solas con el peso de la muerte.
Rosie suspira desesperanzada. Deja la foto en su regazo y mira el resto de la habitación.
—¿Cuándo tendremos que empezar a vender esta habitación?
Suspiro.
—No durante un tiempo. Todavía hay muchas cosas de mamá en el desván de las que tenemos que deshacernos.
Rosie y yo hemos vendido de todo, desde relojes antiguos hasta verduras del jardín para obtener algún dinero extra; ella intentó trabajar en una cafetería en una ocasión, pero es imposible tener un trabajo y cazar. Teníamos planes de ahorro para ir a la universidad, pero nuestra madre se los pulió en alcohol y drogas justo después de que muriera Oma March. Casi no hemos tocado esta habitación, aunque sé que llegará un día en que tendremos que escoger entre guardar las cosas de Oma o cazar fenris. Y, por supuesto, tenemos que cazar; es nuestra responsabilidad, ahora que hemos salido de la caverna.
Eso no quiere decir que ver desaparecer las cosas de nuestra abuela muerta me haga menos daño. ¿Y si pierdo la memoria, como Pa Reynolds? ¿Quedará alguna cosa de Oma March que me recuerde que existió alguna vez? ¿Quedará algo para recordarme por qué he dedicado todo mi ser a la caza?
—Supongo que no importa. Al fin y al cabo, apenas recuerdo algunas de estas cosas. Aunque en cierta manera sé que es importante —responde.
—Es importante. —Me inclino un poco hacia ella—. Es importante precisamente porque tú no las recuerdas.
Rosie se encoge de hombros. Estira los dedos de los pies hasta el suelo y tira de la esquina de la alfombra de tejido azul y blanco. Miro para otro lado. La alfombra es la única cosa de la habitación que Oma March no puso ahí. Tuvimos que comprarla para cubrir la mancha marrón óxido que ni la lejía ni el agua caliente pudieron eliminar. No me gusta mirarla, pero Rosie quita la alfombra cada vez que estamos en esta habitación, como si ver la marca que dejó el charco de sangre —parte mía, parte del fenris, parte de Oma March— le permitiera recordar mejor el ataque. Por lo que me dijo, lo recuerda confusamente. Recuerda el fenris, al lobo atacándonos y sus dientes.
Yo recuerdo más. No necesito ver la mancha para recordar el ruido que hacían los dientes del fenris cuando atravesaron la piel del vientre de Oma March. O lo que sentí al mirar por última vez por mi ojo derecho, la imagen de una garra escorándose hacia tu cara, la sensación de estallido. La potencia de la venganza y el desconcierto que pasó a toda velocidad por mi cuerpo, el deseo de ser la última cosa que el monstruo viera en su vida. La mancha borrosa de sangre escarlata y rabia teñida de rojo que me cambiaron para siempre. Espero hasta que oigo el ligero ruido que hace la alfombra al caer en el suelo para volver la cabeza hacia mi hermana. Todo lo de esta habitación me duele en cierto modo, como si se reabriera una de mis cicatrices cada vez que se gira el pomo de la puerta.
—Lo siento —susurra. Se levanta y vuelve a poner el portarretratos en la mesilla de noche, en el lugar exacto donde estaba. Me levanto a mi vez y estiro el edredón donde lo hemos arrugado y la sigo hasta la puerta. La cierra sin hacer ruido, como si hubiera alguien al otro lado a quien no quiere molestar.
—¿Por qué no vas al centro a alquilar la película para esta noche? Y necesitamos más gasa —añado, abriendo la puerta del frigorífico. Rosie asiente y coge una lata de la encimera; luego hurga entre algunas capas de galletas hasta encontrar una bolsa de plástico llena de billetes de veinte dólares. Saca dos y vuelve a esconder la bolsa.
»Y lleva tus cuchillos. —Rosie me mira con escepticismo pero se coloca el cinturón del que cuelgan sus cuchillos de caza. Soy demasiado protectora, lo sé. Pero también sé que los fenris están en todas partes.