Capítulo 28. Rosie

Finalmente, cae la luz del día. El pequeño cuadradito de luz que rodea la puerta se apaga y los fenris empiezan a levantarse. Se ladran los unos a los otros, se alborotan y luchan entre medio del choque de las garras e intensos gruñidos. Algunos arañan mi puerta, pero se retiran cuando los otros les lanzan mordiscos al aire. Los ignoro y gateo alrededor del generador que hay en el centro del cuarto, tanteando en la máquina con las yemas de los dedos hasta que encuentro el pequeño panel de acceso en el lateral. Introduzco los dedos por debajo y estiro.

No ocurre nada, y mis dedos empiezan a sangrar cortados por la herrumbre afilada. Aguanto la respiración mientras vuelvo a tirar con fuerza. La puerta cede y despide trozos de metal contra el suelo de cemento y a mis ojos. Lo cierro y reprimo el impulso de soltar la puerta. La saco despacio haciendo palanca; las bisagras son tan viejas que ceden y la pesada puerta de hierro me cae a las manos. La deposito con cuidado en el suelo y parpadeo para sacarme el polvo de los ojos mientras el olor a diésel me invade los orificios nasales.

Busco a tientas entre las sucias estanterías que tengo detrás, recorriendo con las yemas de los dedos los productos de limpieza y los trapos hasta llegar por fin a los trozos de manguera. Me vuelvo hacia el generador y meto las manos por el espacio abierto. Alambres, cables… no puedo ver nada, pero espero que mis dedos reconozcan lo que están tocando cuando lo encuentren. Paso las uñas bajo un manojo de cables y llego a una minúscula vara metálica. Gira hacia la derecha con una facilidad que me sorprende y levanta una tapa: la del depósito de combustible. Alzo la mirada con preocupación. Seguramente olerán el gasóleo.

Aparto los alambres con una mano e introduzco un extremo de la manguera en el depósito de combustible con la otra. ¿Cuánto puede haber aún? La manguera choca enseguida con el líquido, eso es bueno. Vuelvo a mirar hacia la puerta, pongo mis labios en el otro extremo de la manguera y aspiro.

Casi al instante retiro la cara y jadeo en busca de una bocanada de aire que no sea puro gas. Los pulmones me arden y protestan de dolor, pero parece que el truco ha funcionado. La manguera serpentea en mi mano, y oigo cómo el gasóleo empieza a verterse silenciosamente en el suelo, Rápidamente dirijo la manguera hacia la rendija de la puerta y veo cómo el líquido empieza a salir hacia fuera. Apuntalo la manguera contra una de las botellas de los productos de limpieza y piso el río de combustible. Me arranco un trozo de tela de la parte inferior de mi camisa. Al otro lado de la puerta oigo a los lobos olfateando el combustible.

Un fenris araña y aúlla en la puerta, con la voz medio humana, medio animal.

John y Mary habían nacido en una caverna y vivieron en ella toda su vida. Siempre estaban en el fondo de la caverna, casi en la oscuridad, porque cuando intentaban salir veían unos monstruos gigantes y oscuros en la pared. John y Mary no lo sabían, pero los monstruos no eran más que sombras.

Me envuelvo la frente con la tela y la bajo por un lado hasta taparme el ojo derecho. No es tan eficaz como el parche de mi hermana, pero me servirá. Me aprieto bien la tela para que me tape la visión por completo. Los lobos se reúnen en la puerta, en un coro de olfateos y gruñidos puntualizados por aullidos penetrantes. Oigo el crujir de algunos que se están transformando en humanos y que llaman a gritos al alfa.

Un día, su abuela entró en la caverna. Cogió a John y a Mary de la mano y los llevó hasta los monstruos; entonces les explicó que los monstruos no eran más que sombras.

La voz de cuando Oma March contaba cuentos está viva y clara en mi mente, y el recuerdo del aroma del suavizante de nuestras mantas de lana es más fuerte que el punzante olor a gasóleo que sigue bombeando con fuerza del generador.

—Cariño, no puedo prometerte que pueda contener mi manada si me fuerzas a abrir la puerta —dice con desdeño el alfa a través de la rendija. No importa; voy a llevar adelante mi plan abra la puerta o no. Lo tengo asumido: moriré si no lo hace, pero en realidad… moriría en ambos casos. Voy sigilosamente hacia las estanterías y busco el encendedor, con los músculos ahora acostumbrados a atravesar este espacio en la oscuridad. «Allá voy».

Enciendo el mechero y la pequeña llama ilumina el oscuro cuarto con lo que me parece una inundación de luz después de estar tantas horas entre tinieblas. Los lobos empiezan a rascar la puerta, rajando el metal con las garras. La manguera finalmente se aquieta y estabiliza el goteo de gasóleo mientras me quedo mirando la llama con el ojo que tengo destapado.

Se me empiezan a humedecer los ojos cuando vuelvo a oír las amenazas del alfa, los aullidos de los lobos, las carcajadas maníacas de los que tienen forma humana, las columnas crujientes de los que se van transformando de un estado a otro. Quieren entrar; el deseo por mí combinado con la curiosidad de saber qué estoy haciendo para inundar el túnel de gasolina los excita. El alfa les da una orden con un gruñido gutural y profundo. Miro fijamente la llama y veo en ella imágenes: Scarlett y yo cuando éramos niñas con las lenguas teñidas por los polos, la visita que le hice al hospital después del ataque, el primer día en que le sujeté los sacos de arena cuando empezó a entrenarse para cazar, el día en que cacé con ella y con Silas por primera vez, el momento en que supe que quería a Silas, el día en que nos besamos bajo la tormenta…

El tiempo se mueve a cámara lenta. Oigo cómo el alfa abre la puerta. Se abre de par en par, pero apenas los veo una fracción de segundo. Centenares de ellos me miran con hambrientos ojos rojos y lenguas que gotean saliva sobre el suelo de hormigón.

—Entonces —dijo Oma March—, la abuela los sacó afuera, bajo la luminosa luz del sol.

Los lobos se abalanzan sobre mí, pero me agacho y acerco la punta del mechero al regato de gasóleo. Se enciende en una explosión de llamas altas que sale disparada de la puerta e ilumina los viejos grafitis con una intensidad que seguro que el túnel nunca había tenido. Me quemo la mano. Suelto el mechero y avanzo hacia delante como una velocista olímpica alejándose de un salto de la línea de salida.

La luz les hacía daño y les quemaba los ojos, porque era la primera vez que veían el sol tras vivir en la oscuridad durante tanto tiempo.

Los lobos se llevan las patas a los ojos, deslumbrados por la súbita intensidad de las llamas. Mi ojo destapado, en cambio, se ha acostumbrado, y puedo correr a través de las llamas que ya me lamen la capa y las piernas. Siento cómo me salen ampollas en la piel mientras esquivo a los lobos, que me muerden los tobillos sin abrir los ojos. El alfa grita órdenes y los lobos intentan seguirlas, pero la ceguera los hace tropezar y caer sobre el fuego. Al final no hay más que gritos y aullidos en mis oídos; un único, constante y terrorífico grito de agonía.

«¡Sigue avanzando! ¡No pares!» Veo la escalera más adelante, pero los fenris que están junto a la puerta no tienen tantos problemas, porque se les están acostumbrando los ojos. Subo los peldaños corriendo, con las piernas ardiendo por el esfuerzo y el fuego, y los lobos se me echan encima, con sus largas mandíbulas desencajadas, dominados por el hambre y la furia. Salto sobre uno de ellos y asesto una patada con ambos pies en la mandíbula de otro, volteándome para escapar a sus colmillos. Creo que uno me ha mordido en el costado, pero no es grave. «¡Sigue corriendo! ¡Sigue!».

Me abro paso rompiendo la última línea de lobos y recibo una bofetada de aire nocturno que me enfría las lacerantes quemaduras repartidas por mi cuerpo. Agarro el parche provisional que me había hecho y lo desplazo al otro lado de la cara, destapando el ojo que estaba cubierto en la oscuridad y tapando el que me ha abierto paso a través de la luz del fuego. No me tambaleo, no parpadeo por el súbito cambio; veo bien. Me lanzo a correr de nuevo, golpeando con los pies el suelo de una calle vacía y, cuando miro atrás, veo a algunos lobos que salen tambaleándose del túnel lleno de humo y pasan de la cegadora luz a la cegadora oscuridad.

No importa hacia dónde corra. Sólo tengo que seguir alejándome de ellos mientras se recuperan. Los aullidos y gruñidos enfurecidos de los lobos resuenan entre los edificios que tengo a ambos lados, pero tengo que seguir corriendo.

«Corre, Rosie. Eres la única que puede salvarte».