El cebo.
Soy el cebo. Siempre he sido el cebo, claro, pero ahora es completamente distinto. Me necesitan, pero no sé exactamente para qué. Para atraer a Scarlett, quizá, ¿como venganza por haber estado cazándolos? Sea lo que sea, quieren matarme. Las palabras del alfa retumban en mi cabeza: «Todavía no». No pueden matarme. Todavía.
Me froto la cabeza y miro alrededor de mi celda. Es una especie de cuarto de máquinas, creo, pero es casi imposible distinguir nada en la oscuridad; sólo sé que hay una máquina enorme delante de mí. Por los resquicios de la puerta entran finas líneas de luz, pero demasiado pobres como para iluminar.
Fuera, sigo oyendo a los fenris; respirando, aullando, luchando entre ellos, gritando. Durante la primera hora no me muevo, temerosa de que, si lo hago, vendrán a por mí en contra de las órdenes del alfa. Pero al final, mis músculos empiezan a gritar, y gateo alrededor de la máquina para tantearla con las manos, intentando entender qué es.
Juraría que estoy aplastando excrementos de rata con los dedos mientras avanzo poco a poco por el suelo, pero intento sacármelo de la cabeza. La máquina es enorme, está soldada al suelo y hecha de un metal frío y pesado: acero, creo, por la forma en que la luz que entra se refleja en unos pocos trozos. A un lado tiene una pequeña puerta, como una caja de fusibles. Dudo de si abrirla o no por miedo a llamar la atención, y porque no sé cuánto tardarían en decidir que un cebo muerto es igual de bueno que un cebo vivo. Creo que la máquina es un generador de algún tipo, pero no estoy segura. El aire huele mucho a gasóleo y a grasa.
Una pared está cubierta por estanterías, en su mayoría vacías; lo único que queda en ellas son unas pocas latas de tabaco de mascar, un par de botellas de productos de limpieza, algunos trapos viejos, unos clavos sueltos, trozos de una manguera de goma, tres brochas y un mechero. Lo enciendo y veo que también hay una fregona apoyada en las estanterías, junto con el cubo correspondiente. Suelto el pulsador del mechero porque noto que le queda poco gas y probablemente me conviene ahorrarlo.
Las paredes del cuarto no tienen ventanas, rejillas ni conductos de aire. No hay ninguna otra salida excepto la puerta que conduce a la manada de fenris más fuerte que he visto nunca.
Suspiro y me reclino contra la pared de hormigón. Tengo la frente llena de sangre pegajosa y seca. Me saco la capa de los hombros y me arropo con ella como si fuera una manta. Puede que yo sea un cebo para atraer a mi hermana, pero lo que ellos no saben es que yo no tengo nada claro que vendrá a por mí.
Me pongo de nuevo a gatas y vuelvo a dar vueltas por el cuarto, memorizando cada uno de los giros, cada uno de los bordes, cada estantería. Tendré que salvarme yo. O prepararme para morir.