Capítulo 23. Scarlett

Más deprisa, más deprisa. Tengo que correr más deprisa. Giro en las esquinas a trompicones, me arden las piernas. Ni siquiera sé hacia dónde me dirijo. Debería haber cogido el metro, pero el pánico no me ha dejado pensar. Podría ser ya demasiado tarde. Han pasado días, y los fenris dijeron que no les quedaba mucho tiempo para transformarlo. ¿Y si está perdiendo su alma ahora mismo, en este preciso instante? He tenido el Potencial delante todo este tiempo, ¡en mis narices! El Potencial. Silas. El Potencial es mi amigo.

O «era» mi amigo. Puede que ya no lo sea, después del romance con Rosie. No estoy segura de lo que somos ahora, pero hay algo que me empuja. El pecho me duele y me implora que me detenga, como si estuviera respirando fuego en lugar de oxígeno. Por fin empiezo a ver calles que me son familiares. El sudor me cae sobre el ojo y me ciega la visión cada pocos pasos, y la camiseta se me pega al pecho. ¡Estoy tan cerca…! El apartamento está ya a la vuelta de la esquina. ¡Joder, él ni siquiera lo sabe! Ni siquiera sabe que podría ser un monstruo.

Me abro paso entre una multitud de vagabundos que están de pie en la esquina y subo la escalera corriendo, llamando a Silas a gritos con la poca energía que me queda en los pulmones. Se abren algunas puertas, la gente me mira con odio, pero yo la ignoro. No tengo la llave del apartamento. «Por favor, estad ahí». Salto los peldaños del último tramo y embisto la puerta con el hombro. Menos mal que no ofrece mucha resistencia; se rompen las bisagras y se abre de un portazo contra la pared de detrás.

—¡Silas! —grito dentro del apartamento. No hay respuesta. Entro como un rayo, el pánico me invade mientras jadeo en un intento desesperado de recuperar el aire. No está, lo han cogido. ¿Y Rosie? ¿Dónde está Rosie?

—¿Lett? —Me giro y veo a Silas que aparece en el rellano. Mira hacia la puerta, después hacia mí, con expresión inquisitiva—. ¿Estás bien? Joder, te hemos estado buscando por todas partes…

—Enséñame las muñecas —le pido. Busco el hacha con la mano mientras el miedo me invade el corazón.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—¡Enséñamelas y calla! —le grito.

Silas duda, y después levanta ambas manos. No hay nada en sus muñecas. Acerco su cara hacia mí y le miro fijamente a los ojos. Gris azulado. No hay ocre. Respiro. ¡Qué alivio! No lo han transformado. Todavía.

—Lett, me estás asustando —dice Silas con cautela—. ¿Qué pasa?

Suspiro y, al dar un paso hacia atrás, piso la puerta caída. Me derrumbo en una de las sillas de la cocina y apoyo la cabeza entre los brazos sobre la mesa. Silas se arrodilla a mi lado y me pone una mano en la espalda.

—¿Lett? —me dice en voz baja.

—Eres tú —le respondo, levantando la cabeza. Cojo aire con esfuerzo—. Eres tú, Silas.

—¿Qué es lo que soy? —me pregunta.

—El Potencial. Eres tú; tú eres el elegido.

Silas no se mueve, ni siquiera suelta una respiración ni un parpadeo. Trago saliva y le insisto con un gesto de la cabeza.

—Es imposible —susurra—. Tengo cinco hermanos, tres hermanas. Soy el noveno hijo.

—No. Hoy he hablado con tu padre. —Me cambia la expresión al recordar el estado de Pa Reynolds—. Se ha creído que yo era tu madre, y ha empezado a decir cosas. Ha dicho que… tu tío, Jacob… No es tu tío. Es el primer hijo de tu padre. Él y Celia lo tuvieron fuera del matrimonio, por eso se lo dieron a tus abuelos para que lo criaran. Tú eres el décimo hijo y el séptimo hermano varón.

—Entonces, yo… no, Lett. Te equivocas. —La voz le tiembla y el rostro se le ha tornado del color verde pálido de las flores de magnolia.

—Silas, escúchame —digo con suavidad—. Eres tú. El mes pasado cumpliste veintiún años. Tú eres el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. Tú eres el Potencial. —Le cojo la mano porque no sé qué otra cosa hacer. ¿Qué puedo decirle para que se sienta mejor?

Cuando habla, la voz es distante, como si realmente no me estuviera hablando a mí.

—No me lo dijeron. ¿Por qué no me lo dijeron?

—Creo que les daba miedo que te disgustaras. Así que intentaron llevarte lejos en tus cumpleaños múltiples de siete…

—La playa. Y después… ¡Oh, no! —dice, llevando sus ojos al mío. Veo que me mira las cicatrices, recorriéndolas de una en una como si fueran caminos—. Lett, eso significa que fui yo; que vinieron a Ellison a por mí, yo soy la causa de que tú…

—Sí —susurro—. El día que vino el lobo vosotros os ibais a ir de la ciudad. Si tu padre te mantenía en movimiento, los fenris no te detectarían ni te seguirían la pista. Ni siquiera sabían cómo eras porque nunca te habían visto. Hasta ahora; en la bolera. Los fenris te vieron, supieron quién eras y se escaparon con vida.

Silas me busca la otra mano y, repentinamente, se pone a sollozar, como un niño asustado.

—Lett, ¿qué hago? —pregunta—. Si… Si los atraigo hacia mí, los acercaré a todo lo que quiero, a Rosie, a ti… —Se detiene y parece que se da cuenta aliviado de que el resto de su familia no está en peligro; no, porque no se habla con ellos.

Desciendo de la silla al suelo para sentarme junto a él. ¡Qué fácil era la idea de utilizar al Potencial como cebo cuando no sabía que era Silas! Parecía tan sencillo para atraerlos hacia nosotros y matarlos… Lo cierto es que hay una parte de mí que todavía lo piensa. Parte de mí se pregunta hasta qué punto Silas podría hacer de cebo de los fenris antes de que el riesgo para él fuera demasiado grande. El nunca ha hecho de cebo, no como Rosie y yo…

Suspiro. Coquetear tocándote el cabello no es lo mismo que arriesgar tu alma.

—Ya nos las arreglaremos, Silas. ¿Dónde está mi hermana?

—¡Oh, no…! Si me convierto, la querré a ella. Querré… —Deja caer la cabeza en mi regazo y respira como si tuviera miedo de hiperventilarse. Le toco el pelo como si fuera Rosie, de la manera que ella dice que la tranquiliza.

—Silas, ¿dónde está? —le pregunto de nuevo, levantándole la cabeza.

Silas respira a fondo y parece que vuelve a recuperar un poco la cordura.

—Imagino que te está buscando. O quizás ha ido al supermercado Kroger.

Por un momento me dan ganas de gritarle. ¿Cómo puede ser que no sepa dónde está? ¿No sabe que hay que protegerla? Pero me reprimo las ganas.

—Vamos pues —dice—. Tenemos que encontrarla, encerrarnos aquí y pensar un plan.

—Tú no puedes ir a ningún sitio, Silas —le interrumpo con firmeza—. Un solo mordisco; y todo acabaría ahí.

—¡No! —niega Silas una y otra vez mientras se pone en pie de un salto—. ¡No! ¡Tengo que ir! No puedo abandonarla…

—Si conseguimos esperar a que pase el momento, no les serás de ninguna utilidad; la fase lunar termina mañana. Quizá podamos incluso llevarlos fuera de la ciudad. Hacer que salgan a seguirnos y después seguir conduciendo hasta que termine tu tiempo como Potencial…

—¡Yo la quiero! —grita, golpeando con las palmas de las menos la mesa de la cocina—. Tú sabes que la quiero, Lett. Sabes que no me puedo quedar aquí sin más.

No lo sé. No sé qué significa estar enamorado. Pero no puedo negar el fuego que hay en los ojos de Silas, la firmeza con la que aprieta la mandíbula, el saber que nunca podré alejarlo de ella.

—Está bien —concedo con lentitud—. Pues coge un arma.

Silas coge sus cuchillos de caza y el hacha que están sobre la encimera, atándose esta última a las espaldas. Apuntalamos la puerta y nos vamos. De camino al supermercado no dejo de mirar a nuestro alrededor. Sólo un mordisco, y todo acabaría ahí. Un fenris podría aparecer corriendo, morder a Silas y robarle el alma. Me estremezco.

—No está aquí —dice Silas cuando llegamos a la tienda. Corremos por los pasillos, pero lo único que vemos es a unos cuantos compradores con cara de aburrimiento.

—¿Dónde más podría estar? —pregunto, con frustración.

—No lo sé —murmura Silas. Se toca el pelo con preocupación. Un hombre trajeado roza a Silas al pasar. Ambos nos volvemos de golpe, y yo casi le saco el hacha. No, no era nada, sólo un tipo que pasaba. Silas y yo nos lanzamos una mirada nerviosa.

—Piensa, Silas. ¿Habrá vuelto al sitio ese al que asistía a clases? —le pregunto. Siento una punzada de dolor al pensar que Silas conoce mejor que yo los hábitos de Rosie. Silas niega con la cabeza—. ¿A la biblioteca? O quizá será mejor que regresemos al apartamento y la esperemos…

—No. No puedo quedarme de brazos cruzados esperando…

Tenemos que encontrarla. —Silas empieza a caminar. El sol del mediodía hace brillar el sudor que le inunda el rostro.

—Pues vámonos —digo— al parque. Quizás haya ido a cazar al parque.

—Sí. Quizá sí —concede Silas sin creerlo.

Andamos en silencio por el camino principal que cruza Piedmont Park. Nada, ninguna señal de ella, y en cada instante que pasa, mi cordura se va consumiendo. «Rosie está bien. Estoy exagerando. Rosie está bien». Damos la vuelta por el camino hasta la fuente rodeada de flores que hay en el centro del parque.

—¿Qué es eso…? —La voz de Silas se va apagando. Me señala algo, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula desencajada. Bolsas de la compra tiradas por el camino, yemas de huevo descendiendo la colina, un litro de leche desparramado bajo los rayos de sol. Corremos hacia allí.

»Scarlett… —tartamudea Silas. Se agacha para pasar la mano sobre las bolsas tiradas por el suelo, como si tuviera miedo de molestarlas demasiado.

—No —niego con contundencia—. Se supone que yo tenía que protegerla… —Mi ojo examina el lugar, desesperada por encontrar algún rastro que me indique que mi hermana está bien. «En cualquier momento aparecerá corriendo por el camino».

—Lett —dice Silas con suavidad. Le sale una voz derrotada. Se dirige hacia la fuente y coge alguna cosa del pilón. Silas cierra la mano en torno al objeto y regresa despacio hacia donde estoy. Cuando la abre, mi corazón da un vuelco y cae a algún lugar profundo de mi estómago.

Es un mechón de pelo de mi hermana, atado con un trozo de tela roja. Envuelta con la tela, hay una nota escrita con letra elegante. Silas la saca con cuidado. Dice: Mañana a las once de la noche. Estación de Sutton. Tú por ella.